los troles dentiagudos y de las criaturas fantásticas. El país donde las cosas podían invertirse y donde lo bueno no era bueno y lo malo no era malo». Los hermanos Merle y Moritz tienen una extraña cuidadora nocturna. En efecto, Obnubilana Wolkenstein no deja de plantearles enigmas.
J U T TA R IC H T E R
«Chiquitania. Un mundo tras el mundo. El reino de
reúnen con el zorro huérfano Lágrima de Plata y los malvados troles dentiagudos? ¿Y por qué un día Sebastian Schneemilch desaparece como si se lo hubiese tragado la tierra? ¡Merle y Moritz van a averiguar la verdad! Jutta Richter reafirma con la señora Lana su reputación como una de las mejores autoras de literatura infantil alemanas. Con sus peculiares y delicados trazos y con sus vivos colores, Günter Mattei casi cuenta su propia historia y convierte este libro, definitivamente, en una pequeña obra de arte. CA ROL A ZINNER, SÜDDEU TSCHE ZEIT UNG
Jutta Richter consigue realizar con éxito una hazaña psicológicamente fantástica, de ensueño, y ahonda en los sentimientos de Merle y Moritz. Su lectura en voz alta es también un placer. H A N S T E N D O R N K A A T, N Z Z
ISBN 978-84-121583-8-0
www.loguezediciones.es
r o a ñ L e S a n a a L y el misterio de las sombrillas de papel chinas
La Señora Lana
allí se encuentra el límite con Chiquitania, el país donde los niños se
y el misterio de las sombrillas de papel chinas
¿Qué misterio encierra su tienda negra? ¿Cómo es que precisamente
J U T TA R IC H T E R
Lóguez
Jutta Richter La Señora Lana y el misterio de las sombrillas de papel chinas
J U T TA R IC H T E R
r o a ñ L e S a na a L y el misterio de
las sombrillas de papel chinas Con ilustraciones de Günter Mattei
Traducido del alemán por Susana Andrès Font
Lóguez
Ya publicado: “La Señora Lana y el aroma del chocolate” (2020).
Título del original alemán: Frau Wolle und das Geheimnis der chinesischen Papierschirmchen Texto de Jutta Richter e ilustraciones de Günter Mattei © 2019 Carl Hanser Verlag GmbH & Co KG, München Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent – www.uklitag.com © 2021 para España y el español: Lóguez Ediciones 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca)
The translation of this work was supported by a grant from the Goethe Institut
ISBN: 978-84-121583-8-0 Depósito legal: S 88-2021 Impreso en España
Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com Tfnos. 91 702 19 70 — 93 272 04 47). MIXTO
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Para Lela, Lisa y Paula, que se niegan a pisar caracoles. Para Becca y Melli, que están hechas unas furias. Para Esat, Hans y Djamal, los mejores amigos del mundo. Para el Sr. Dr. Bügelsack, director de la fábrica de nubes. Para Doro y Anne, que siempre me preguntaban cómo seguía. Para Irmchen y para todas las demás reinas de las estrellas, y muy especialmente para Lili…
SIN CLASE Ese año, en verano, te achicharrabas de calor, era insoportable. Hacía semanas que no llovía. El imponente castaño del jardín de Sebastian Schneemilch iba perdiendo sus hojas secas. Cada mañana, de camino a la escuela, Moritz y yo apostábamos a que ese día por fin cancelarían las clases a causa del calor. Pero no había manera. La señora Padberg se limitaba a cerrar la puerta y dejar el verano fuera. Él resplandecía, centelleaba y nos llamaba desde detrás del vidrio doble de la ventana, herméticamente cerrada, de nuestra aula. Delante, junto al pupitre de la profesora, se oía el suave zumbido del ventilador. La señora Padberg se lo había traído de casa. Cuando se acercaba a la pizarra, sus cabellos plateados ondeaban al viento y todos la envidiábamos por esa ráfaga de aire fresco. El día anterior había vuelto a distribuir los asientos. Esta vez nos sentábamos juntos una chica y un chico. Quizá porque Zoe Sodenkamp había dicho que no quería volver a sentarse a mi lado; quizá porque, por segunda vez, se había derrum7
bado con gran estruendo el muro de libros que había levantado entre nosotras en el pupitre. Ahora yo estaba al lado de Sebastian Schneemilch, junto a la ventana, y Zoe Sodenkamp al lado de Kevin Koschka, con el que nadie quería compartir pupitre porque no hacía más que tirarse pedos y meterse el dedo en la nariz. ¡Se lo tenía bien merecido! Es que, en el patio de la escuela, Zoe contaba entre susurros unas historias espantosas. Historias de niños desaparecidos a los que Obnubilana Wolkenstein había hecho entrar en su tienda negra de la Sperbergasse. Y eso porque nuestra cuidadora nocturna, Obnubilana Wolkenstein, se había aliado con las fuerzas del mal y Moritz y yo éramos sus ayudantes secretos. Zoe hablaba de las artes de magia y la transformación, de los llantos y gemidos de los niños perdidos que se oían por la noche, al pegar la oreja a la puerta cerrada de la tienda, y de que la señora Wolkenstein tenía, además de a nosotros, otros ayudantes en el mundo de en medio, que era donde en realidad vivía. Ese achicharrante verano, cuando Moritz y yo nos dirigíamos al patio durante el recreo, se abría un pasillo ante nosotros, pues nadie quería tocarnos. Eso era lo que había conseguido Zoe Sodenkamp con sus cotilleos. Y todavía algo más. 8
La niña pálida y con trenzas raquíticas como cola de rata, que vivía en el apartamento más diminuto del mundo con su madre y a la que nadie quería en su equipo, se había convertido en la reina absoluta del terror. Todos estaban pendientes de sus labios y los niños se apiñaban a su alrededor en los descansos para enterarse de todo lo que cuchicheaba. Al principio, Moritz había encontrado estupendo que los mayores ya no lo empujasen y poder ahuyentar a los demás con una sola y tenebrosa mirada, pero eso ahora empezaba a pesarle. Aunque él no mencionaba el tema, yo me daba perfectamente cuenta. Por supuesto, hacía suficiente tiempo que conocía a mi hermano.
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EL CINE DE NUBES Mientras que los demás pasaban el recreo en torno a Zoe Sodenkamp, Moritz y yo nos tendíamos en el murete de la escuela y contemplábamos el cielo. La fábrica de nubes que producía energía eléctrica iba arrojando blancas nubes de vapor en ese cielo de un azul resplandeciente. —¡Cine de nubes! —exclamó Moritz con un suspiro—. ¿Te acuerdas, Merle? Pues claro que me acordaba… Por aquel entonces todavía no venía a nuestra casa ninguna cuidadora nocturna. Entonces todavía estábamos los cuatro, nuestro padre, nuestra madre y nosotros dos. Todo la mar de normal. Casi la mar de normal, porque nuestra familia ya era algo rara. Papá trabajaba por las noches y mamá durante el día. Pero para Moritz y para mí eso había sido maravilloso porque papá estaba en casa cuando regresábamos de la escuela. Nos abría la puerta descansado, recién duchado y dispuesto a explicarnos cómo era el mundo. —¡Cine de nubes! —decía esos días papá. —¡Bravo! ¡Cine de nubes! —gritábamos alegres Moritz y yo. 10
—¡Merle, ve a buscar la manta! ¡Moritz, por favor, tú trae las botellas de zumo y tres pajitas, pero de las que se doblan! ¡Y no os olvidéis de las gafas de sol! Luego papá se metía en el garaje y poco después volvía con la vieja carretilla. —¡Yo primero! —decía Moritz, subiéndose de un salto a la carretilla. Detrás de nuestra casa, en el Hasenweg, había un camino trillado que transcurría por unos prados en los que pastaban unas vacas rojizas. Tenían unos ojos grandes y húmedos y su aliento olía a hierba y leche. El camino dibujaba una curva y empezaba a ascender por la montaña, transcurría junto a unos maizales de la altura de un hombre y pasaba de largo unos setos espinosos en los que habitaban esas diminutas aves llamadas chochines. Allí, Moritz y yo cambiábamos de sitio. Arriba, en la cumbre de la colina, había un gran prado que resplandecía blanco como la espuma porque estaba lleno de pequeñas y perfumadas flores de manzanilla. —Estación terminal —anunciaba papá—. ¡Estación terminal! ¡Cine de Nubes! El mejor cine de nubes se veía los días en que el cielo era de un azul radiante, pues era en esos días cuando la fábrica de nubes que producía corriente eléctrica arrojaba 11
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muchas y grandes nubes de vapor, blancas como la nieve, en el azul resplandeciente. Nos tendíamos sobre la manta mientras por encima de nosotros vagaban los rostros de nuestros profesores y se transformaban en feroces leones o enormes elefantes. Los grillos nos cantaban al oído y papá inventaba una historia para cada semblante y para cada animal que veíamos. Moritz y yo, tendidos cabeza contra cabeza sobre el murete de la escuela, contemplábamos ahora el cielo en el que se deslizaba el rostro de papá y se convertía en una gran águila que se alejaba con un potente aleteo.
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LA HORA DE MAMÁ —Ya veréis —dijo mamá al mediodía, cuando nos sentamos a la gran mesa de la cocina. Me acercó el plato de espaguetis—. ¡Ya veréis, después de las vacaciones de verano nadie volverá a reírse de vosotros! Entonces empieza un nuevo curso y todos estarán tostados por el sol y serán mes y medio más sensatos. ¡Seguro que vuelven a hablaros! ¡Porque sois unos niños amables y simpáticos, y todos querrán ser amigos vuestros! ¡Estoy segura! Moritz escuchaba a mamá con atención mientras yo enrollaba velozmente los espaguetis en el tenedor y me los llevaba a la boca. —Merle, di algo tú también —me pidió mamá. —¡Hafrá que sferar! —farfullé. —¡Ya lo ves, Moritz! —dijo mamá en un tono triunfal—. ¡Tu hermana opina lo mismo que yo! Así que ¡ánimos! ¿No quieres más salsa de tomate? Moritz respondió que no con un gesto de la cabeza y una gruesa lágrima cayó sobre sus espaguetis. —Podría hablar con la madre de Zoe… —sugirió mamá. A Moritz y a mí se nos cortó la respiración y negamos al mismo tiempo con la cabeza. 15
—¡Ni se te ocurra! —protestó Moritz, atragantándose. —¡Una idea malísima! —dije, dando unos golpecitos en la espalda a mi hermano. —¡Pero Zoe no puede ir contando esas mentiras sobre la señora Wolkenstein! —¡Y tanto que puede! —¡Pero alguien tendrá que pararle los pies! —¡Tú no! El labio inferior de Moritz empezó a temblar. —No te metas, mamá —le pidió—. ¡Tú misma acabas de decir que después de las vacaciones de verano todo irá mejor! ¡Y seguro que sí! Además, he oído que los Sodenkamp van a mudarse… —¿Quién lo ha dicho? Moritz me miró asombrado. Mamá arqueó las cejas. —Yo no sé nada de eso. —Te pasas medio día durmiendo… —Porque trabajo toda la noche. Por el tono de su voz, mamá se había mosqueado. Era su punto débil. No había nada que le diera más miedo que ser una mala madre. Y sin embargo no era una mala madre, en absoluto. Sabía consolar muy bien. Nos dejaba ver nuestras películas fa16
voritas en la televisión. Sabía construir las cadenas de palabras más largas del mundo. Y tenía la sonrisa maternal más bonita del universo aunque en los últimos tiempos no la mostrara tan a menudo. Hay que reconocer que a veces era algo despistada. Se olvidaba de preparar la comida del mediodía. O a veces se olvidaba de darnos dinerito para el chocolate, se olvidaba de firmar las cartas de los padres, incluso si eran importantes, y era incapaz de ver sangre, pero sólo cuando se trataba de nuestra sangre. Por eso, era papá quien tenía que ponernos las tiritas cuando nos hacíamos rasguños en las rodillas. Eso era antes, cuando papá todavía vivía con nosotros. —Bien, entonces esperaremos a ver cómo evoluciona este asunto —gruñó mamá—. ¡Si yo no he de ayudaros, tendréis que ayudaros vosotros mismos! Moritz y yo suspiramos aliviados al mismo tiempo. —¡Sí! —asentimos—. Es lo mejor.
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WO L K E N S T E I N Obnubilana Wolkenstein era la puntualidad en persona. Cuando el reloj de la torre de la iglesia daba la séptima campanada, se plantaba en nuestra sala de estar. Cada noche igual, desde hacía ya dos meses, y no había día que se retrasase ni un solo segundo. Apoyada en el bastón negro con el puño de plata, le bastaba dar un breve chasquido con los dedos para que mi hermano apagara obediente el televisor, aunque emitieran en ese momento su serie favorita, Los Salinos, y la historia se encontrara en su punto culminante. —¡Buenas noches, niños! —dijo Obnubilana Wolkenstein. Llevaba una chaqueta de punto blanca, que se veía tan suave y esponjosa que se diría tejida con el plumón de los gansos jóvenes que picoteaban entre la hierba del granjero Petermann. El color de sus ojos era el mismo que el de los pantalones. Un brillante y luminoso tono verde mayo. Y las gafas de montura dorada reposaban sobre la punta de su nariz, lo que a ella le permitía mirar por encima de los cristales. Pensé en qué cantidad de gansos habría que desplumar para tejer una chaqueta como esa. 18
Obnubilana Wolkenstein me lanzó una severa mirada, como si me hubiese leído los pensamientos. Experimenté una desagradable sensación. —¡Ánimo, Merle! —dijo, su voz era oscura y amenazadora, y hacía rodar la erre como los canarios en período de celo—. Hazme todas las preguntas que quieras. De lo contrario, acabarás con la cabeza demasiado llena, pues las preguntas sin responder necesitan espacio. ¡Pueden saturarte el cerebro y ponerte triste! Noté que me ruborizaba. —¡No es nada importante! —susurré. —¡Las preguntas sin importancia no existen, Merle! Pero tienes que plantearlas. El color de los ojos de la señora Wolkenstein había cambiado. El luminoso verde mayo se había convertido en un verde oscuro y eso era señal inequívoca de que se estaba enfadando. —Sólo quería saber cuántos gansos han muerto para hacer la chaqueta que lleva —me oí decir. Obnubilana Wolkenstein tomó una profunda bocanada de aire y sus aletas nasales vibraron. Me arrojó una ofendida mirada de color verde oscuro. —¡No ha muerto ningún ganso! ¡Ni uno solo! ¡Ellos mismos se arrancan el plumón cuando se lavan! —siseó en19
tre dientes—. Pero tú deberías saberlo, bonita. En el prado de Petermann hay plumas de este tipo más que suficientes. ¡Basta con recogerlas, algo hay que hacer! —¡Se las podría recoger yo! —intervino enseguida Moritz—. ¡Soy el mejor recolector de plumas del mundo, de verdad! En el rostro de la señora Wolkenstein asomó una sonrisa fugaz. Cogió a mi hermano de la mano y se dirigió cojeando a la cocina con él. —¡Hora del chocolate! —anunció. —¡Oh, sí! —exclamó alegremente Moritz—. Me encanta el chocolate. La señora Wolkenstein había embrujado a mi hermano con el chocolate. De eso yo estaba convencida. En la cocina, la primera vez que vino a casa, sacó de su enorme bolso con el cierre de boquilla plateado dos chocolatinas envueltas en papel dorado. Una era para mí, la otra para Moritz. Nunca en mi vida me habría comido la chocolatina Wolkenstein, nunca en mi vida. —No aceptéis nunca caramelos de un desconocido, ¿habéis entendido? —nos repetía una y otra vez papá. —¡Y si un desconocido os dice que subáis a su coche para daros una golosina, escapad corriendo, o puede pasaros 20
algo malo! —añadía mamá, y era como si le faltase aire, como si le costase un gran esfuerzo pronunciar esas palabras. A mí nunca me había ofrecido golosinas un desconocido ni nadie había intentado convencerme para que me metiera en su coche. Pero sabía que esas cosas ocurrían. Porque Zoe Sodenkamp me lo había contado cuando todavía era amiga mía. Incluso aseguraba que había conocido personalmente a un niño al que habían secuestrado. Decía que los padres del niño se habían hartado de llorar. Por la noche, después de que Zoe me lo contara, soñé con padres que se deshacían en lágrimas. Fue una pesadilla horrible y me desperté gritando. Obnubilana Wolkenstein era una desconocida y, a pesar de ello, mamá había sonreído cuando nos ofreció las chocolatinas y nos había insistido en que le diésemos las gracias. Naturalmente, el bobalicón de mi hermano enseguida se abalanzó sobre el chocolate, y eso que yo se lo había advertido. Aun así, no se transformó en un león, pero desde entonces seguía a la señora Wolkenstein como un perrito faldero.
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S O M B R I L L A S D E PA P E L C H I NA S Obnubilana Wolkenstein colocó dos grandes tazones de chocolate helado delante de nosotros, sobre la mesa de la cocina. Los tazones estaban empañados por el frío del chocolate y unas gotitas de agua perlaban su cara exterior. Sobre cada chocolate helado, flotaba una isla de nata blanca como la nieve, en la que la señora Wolkenstein había clavado una sombrillita de papel china. La mía era azul turquesa con flores amarillas. La de Moritz, amarilla con zarcillos verdes. Aunque me costaba admitirlo, la señora Wolkenstein preparaba realmente los mejores chocolates del mundo. Sólo con mirar el tazón, la boca se nos hacía agua. Saqué con cuidado la sombrilla de papel de la nata y la coloqué sobre la mesa, frente a mí. Luego tomé el tazón con las dos manos y dejé que el chocolate helado fluyera por mi lengua. 22
De repente, la sombrilla de papel empezó a crecer. A través de las gotas de agua del vaso, vi una playa de arena en el lugar donde habitualmente se encontraba la mesa de madera color miel. Más atrás, en el canto, las olas rompían en la arena y unas grandes gaviotas desfilaban arriba y abajo en la espuma. Con sus picos manchados de sangre, sacaban los cangrejos ermitaños de las caracolas en que habitaban. Todo era como el año pasado, cuando fuimos a la playa con mamá y papá. Noté el calor del sol en la espalda y sentí la calidez del viento entre mi cabello, olí el perfume dulce de la crema solar y volví a percibir el gusto salado del mar en los labios. Mamá se había dormido sobre la toalla. —¿Jugamos a la pelota? —propuso papá levantándose de un salto—. ¡Venga, caracoles! ¡Moveos de una vez! Sacó de la arena la sombrilla de playa azul turquesa con flores amarillas y la volvió a clavar con cuidado al lado de la toalla de mamá. Así ella dormiría a la sombra. Papá se puso el índice sobre los labios, agarró con sigilo la pala y se dirigió hacia la orilla caminando como una cigüeña por la arena abrasadora. Moritz y yo lo seguimos saltando. El verano pasado, nuestro pasatiempo favorito había sido jugar a palas. Moritz y yo contra papá. La pelota de goma botaba por la arena húmeda y papá tenía que 23
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correr para pillarla. Por supuesto, habríamos podido ganar todas las partidas, pero cuando nos dábamos cuenta de que papá ya no tenía ganas de seguir jugando, lo dejábamos ganar una o dos veces para que creyese que la suerte le sonreía. El sol giraba en el cielo y con él la sombra que proyectaba la sombrilla en la arena. Cuando regresamos, mamá estaba durmiendo al sol. —¡Hola, marmota! —le dijo papá, colocando la mano sobre su espalda caliente, y mamá levantó la cabeza, parpadeando ante la deslumbrante luz del sol. —Excepcionalmente, podéis quedaros con las sombrillas de papel —indicó la señora Wolkenstein. Dejó los tazones vacíos en el fregadero—. ¡Son muy especiales! Se dio media vuelta y me miró a los ojos. De golpe y porrazo, tuve la sensación de que podía ver lo que ocurría en el centro de mi cabeza. Tuve la sensación de que cualquier idea que se me ocurriera, cualquier recuerdo que evocara se exhibía ante sus ojos, transparente como el agua: la sal en mis labios, la arena caliente, jugar a las palas con papá y Moritz, y mamá durmiendo como una marmota. Tuve la sensación de que lo sabía todo. Y sabía también que yo no la creía. —¿Qué puede haber de especial en estas sombrillas? Son 26
iguales a todas las sombrillas de papel de las heladerías. ¡Y hay puñados de ellas! —me oí replicar a mí misma. —Vienen de China, bonita. —Sí, ¿y? ¡Todas vienen de allí! Intenté evitar la mirada de la señora Wolkenstein, pero no lo conseguí. —¡Deberías hacer caso de lo que te digo, Merlina! Son unas sombrillas muy especiales. ¡Sé que lo sabes, y cuando llegue el momento, también sabrás por qué!
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B U E NA S N O C H E S , N I Ñ O S Ya nos habíamos cepillado los dientes y nos habíamos metido en la cama. Oímos que la señora Wolkenstein se aproximaba renqueando por el pasillo. A través de las ranuras de las persianas bajadas, caían unos rayos de sol y distinguí miles de diminutas motas de polvo bailando en la luz. La puerta se abrió y la señora Wolkenstein entró en la habitación. Un rayo de sol alcanzó su rostro y de repente sus ojos se volvieron de un marrón amarillento y translúcido, como el ámbar del collar de mamá. —¡Buenas noches, niños! —dijo. —Buenas noches, señora Wolkenstein —respondió Moritz. La voz de mi hermano tenía un tono somnoliento. Yo sabía que era a causa del helado de chocolate y de los ojos de la señora Wolkenstein. —¡Buenas noches, Merle! —dijo ella dando un paso hacia mi cama. —¡Buenas noches, señora Wolkenstein! —murmuré, tapándome la cabeza con la fina sábana de verano y dándome la vuelta a toda prisa para no tener que encontrarme con su mirada ambarina. 28
Una vez que hubo cerrado de nuevo la puerta tras de sí, me levanté y saqué el receptor universal de su escondite en el armario ropero. El receptor había sido el regalo de despedida que nos había dado papá antes de marcharse. Parecía una radio normal y corriente, pero era muy peculiar. Con él, podíamos oír la voz de papá debajo del edredón. Y es que tenía un programa nocturno en la radio. Papá estaba en un lugar muy alejado, en un pequeño estudio radiofónico, y contaba historias del ancho mundo. Hablaba de sus emocionantes viajes y difundía melodías de los apartados países que había recorrido. Antes, Moritz venía cada noche a mi cama. Nos acurrucábamos el uno al
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lado del otro y esperábamos juntos a que papá nos enviara un mensaje secreto. Abajo, en la sala de estar, mamá veía la televisión, mientras arriba nosotros escuchábamos a papá. Pero desde que la señora Wolkenstein actuaba en representación de mamá, todo había cambiado. Ahora había chocolate helado con nata y sombrillas de papel. Ahora había miradas de color ámbar que adormecían a Moritz. Y después de que los pasos renqueantes de la señora Wolkenstein se hubiesen alejado, reinaba en la casa un silencio tan sepulcral que hasta se oía el ruido de las motas de polvo al caer al suelo. Moritz respiraba honda y acompasadamente y yo sabía que estaba sumido en un profundo sueño. Ni el estruendo de un trueno lograría despertarlo. Giré el botón para buscar la emisora. Al principio el receptor crujió y crepitó, luego logré distinguir jirones de frases en lenguas extranjeras que yo no entendía. Alguien recitó unos números y después, abriéndose camino entre murmullos, silbidos y bisbiseos, surgió la profunda voz de papá, que se fue volviendo más nítida y clara. Y al final era como si estuviera acostado a mi lado, como antes, y me contara a mí, a mí sola, sus historias. Esta vez hablaba de Valaquia, que acababa de visitar… 30
«Sí, queridas y queridos oyentes, allí se encuentra el granero de Rumanía, allí fluyen la leche y la miel y brillan dorados al sol unos extensos campos de trigo. Y todo eso es Valaquia, que no debemos confundir, por muy irreal que nos parezca a veces, con la todavía en gran parte inexplorada Chiquitania. En Valaquia circulan carros de caballos por calles polvorientas y hay vetustos pueblos habitados tan sólo por músicos. Eso hemos descubierto. Y esta es la música que han interpretado para nosotros». Mi corazón dio un vuelco cuando empezó a sonar la melodía. Chiquitania era nuestro país secreto. Papá siempre nos hablaba de él por las noches, cuando nos acostaba. Chiquitania. Un mundo tras el mundo. El reino de los troles dentiagudos y de las criaturas fantásticas. El país donde las cosas podían invertirse y donde lo bueno no era bueno y lo malo no era malo. —Encontraréis ese país, lo descubriréis y lo exploraréis —nos decía papá—. ¡Porque sois niños afortunados! Pero cuando entréis en Chiquitania, no bajéis la guardia. Allí las apariencias engañan. Podría darse que aquellos a quienes consideráis buenos sean malísimos y podría ser que a quienes tenéis por malos, posean un gran corazón. Se supone que allí crecen árboles cuyas hojas son afiladas como 31
cuchillas porque cortan el aire. Se cree que las noches son luminosas como los días y éstos negros como la noche. Todavía sabemos muy poco de ese país y de sus habitantes —había señalado papá—, ¡pero estoy seguro de que podréis resolver todos los enigmas que se os planteen! Retiré la sábana y me acerqué de puntillas a la cama de Moritz. Lo sacudí y zarandeé sin parar hasta que abrió los ojos. Me miró como alguien que emerge del profundo mar de los sueños y que todavía no se orienta. —Chiquitania, Moritz —susurré—. ¡Chiquitania! ¡Papá por fin nos ha enviado un mensaje! Mi hermano se me quedó mirando. —He tenido un sueño —dijo—. Alguien se lamentaba y lloraba. Yo estaba aquí, en la habitación. Charlaba con Fidibus. Me hablaba de su pena y de la gran añoranza y nostalgia que había sentido cuando estaba en la estantería de la señora Lana con todos los demás Favoritos Perdidos. —¡A ver, Moritz! ¡Las jirafas de madera no sienten nostalgia ni una gran añoranza y, desde luego, no tienen penas! —dije—. ¡Las jirafas de madera ni siquiera tienen corazón! El labio inferior de Moritz tembló y supe que no tardaría en echarse a llorar. 32
—¡No es verdad! ¡Fidibus sí tiene corazón! Apretó con fuerza contra su pecho la vieja jirafa de tres patas. —¡Si hay alguien aquí que no tiene corazón, eres tú! ¡Papá no nos envía mensajes! ¡Yo ya hace tiempo que lo sé, y Chiquitania tampoco existe! Se tapó la cabeza con el edredón. —Pero yo sí que he soñado algo. Alguien gemía y lloraba. ¡Fidibus también lo ha oído! Era Sebastian Schneemilch. Estoy convencido del todo.
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