hacia atrás. Al zorro huérfano sigue, tiene orejas de lince. Como su madre ha de trabajar en el turno de noche y su padre está muy, muy lejos, Merle y Moritz necesitan una cuidadora nocturna. Su nombre es Obnubilana Wolkenstein, tiene los labios finos, unos
J U T TA R IC H T E R
No confíes en un trol jamás. En caso de peligro, mira
Moritz no duermen, sino que se internan en el reino que hay tras la puerta negra y del que su padre antes les hablaba. Allí viven los troles dentiagudos, que sólo se expresan en verso, el listo zorro huérfano Lágrima de Plata y la habitación de los Favoritos Perdidos. Pero cuando sale un ruido del receptor universal, Merle y Moritz pueden escuchar la voz de su padre. ¡Qué enorme consuelo!
Sea lo que sea lo que cuenta Jutta Richter, con su claro y poético lenguaje, lleno de guiños divertidos e imágenes sorprendentes, siempre consigue hechizar al lector. Con “La señora Lana” se ha superado a sí misma. SÜDDEUTSCHE ZEITUNG
r o a ñ L e S a n a a L y el aroma del chocolate
La Señora Lana
te esta mujer tiene que cuidarlos mientras duermen! Pero Merle y
y el aroma del chocolate
ojos raros y se dice que hace desaparecer a los niños. ¡Y precisamen-
J U T TA R IC H T E R
ISBN 978-84-121583-3-5
www.loguezediciones.es
Lóguez
Jutta Richter La Señora Lana y el aroma del chocolate
J U T TA R IC H T E R
r o a ñ L e S a n a a L y el aroma
del chocolate
Con ilustraciones de Günter Mattei
Traducido del alemán por Susana Andrès Font
Lóguez
Título del original alemán: Frau Wolle und der Duft von Schokolade © Texto de Jutta Richter e ilustraciones de Günter Mattei © 2018 Carl Hanser Verlag GmbH & Co. KG. München Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent – www.uklitag.com © 2020 para España y el español: Lóguez Ediciones 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca)
The translation of this work was supported by a grant from the Goethe Institut
ISBN: 978-84-121583-3-5 Depósito legal: S 195-2020 Impreso en España
Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com Tfnos. 91 702 19 70 — 93 272 04 47).
MIXTO
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A todos los niños que quieren saber qué aspecto tiene el mundo que hay detrás del mundo. A los que son gallinas y a los que son gallitos. A los defensores de las mariposas y a los portadores de la buena suerte. A los que sacuden la cabeza y a los que dicen no. A los que buscan objetos y a quienes los encuentran. Y, muy especialmente, a Lili.
LOS NIÑOS DEL HASENWEG Corría el rumor de que la tienda negra de Obnubilana Wolkenstein se tragaba a los niños. Zoe Sodenkamp incluso afirmaba haber conocido a dos de esos niños. Pero era imposible, porque Zoe Sodenkamp era nueva en la calle. En cambio, nosotros siempre habíamos vivido allí. Para ir al colegio, un niño del Hasenweg tenía que recorrer la Sperbergasse. Tenía que pasar junto a la casa azul, junto a la casa amarilla, junto a la casa roja y junto a la verja de hierro verde de los Tozzi, donde el perro salchicha de los Tozzi ladraba, saltaba amenazador y al rascar con las uñas el hierro provocaba un chirrido. Y luego pasar junto a la tienda negra de Obnubilana Wolkenstein… Entonces aguantábamos la respiración, nos cogíamos de la mano, nos volvíamos invisibles, pasábamos de largo con la cabeza baja y volvíamos a tomar aire al llegar a la plaza del Ayuntamiento. Allí las ventanas estaban abiertas de par en par, la mañana de verano resplandecía enardecida y arrojaba sol a manos llenas sobre los adoquines de la calle… 7
M O S TA Z A Y S E RV I L L E TA S Zoe Sodenkamp vivía con su madre en la buhardilla de los Niemann. Era el apartamento más diminuto del mundo. Por eso nunca podíamos ir a jugar allí. —Cuando mamá y yo estamos a la vez en casa, ya no hay sitio. En cuanto ella salga, os aviso. Pero la mamá de Zoe nunca salía. En nuestra casa era distinto. Nuestra mamá estaba todo el día fuera y por la tarde, cuando volvía, lo hacía cansada y con unos círculos negros bajo los ojos. —¿Qué tal el colegio? —preguntó. —Bien —contestamos. —¿Algún acontecimiento especial? —Ninguno —respondimos. —¿Alguna carta para los padres? —Sí —asentimos. —¡Lo que faltaba! —se lamentó mamá—. ¡Hay que preparar un pastel para la fiesta de la escuela! ¡No lo conseguiré jamás! —Pues haz como siempre —sugerimos. —¿Mostaza y servilletas? —Sí, mostaza y servilletas. 8
—A fin de cuentas crías tú sola a tus hijos —señaló Moritz. —La madre de Celine no hace nada —añadí yo—. Ella también está sola y además tiene que dar de mamar. —Vaya —Mamá arqueó las cejas—. ¿Ya ha nacido el bebé? —Hace un mes. ¡Celine nos ha contado que se pasa toda la noche chillando! —Qué horror —dijo mamá—. Está bien, mostaza y servilletas. Ahora voy a poner un rato los pies en alto. ¿Necesitáis algo más? Moritz y yo movimos la cabeza negativamente. Fuimos a la cocina y preparamos unas tapitas. Un plato pequeño para mamá y otro grande para nosotros. A mamá le encantaba que por la noche le sirvieran la cena. Unos montaditos con salchichón. Rodajas de plátano. Cuartos de tomate. Un vaso de agua helada. Moritz y yo sabíamos exactamente lo que mamá necesitaba.
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R A D I O PA PÁ —¡Ya no quiero oír nada más! —gritó mamá. Era lo que gritaba cada noche—. ¡Ya no quiero oír nada más! Moritz y yo nos habíamos acostado. Estaba oscuro como boca de lobo y sólo una delgada línea de luz se arrastraba por debajo de la puerta. En medio de la oscuridad, aguzamos el oído. Oímos los pasos de mamá. Oímos que abría la puerta de la nevera y la volvía a cerrar. Fue a la sala de estar. Oímos que se sentaba en el sillón y encendía el televisor. —Ahora —susurró Moritz. Apartó la colcha a un lado y se metió en mi cama. Nos cubrimos la cabeza con el edredón y encendimos el receptor universal. Nos lo había regalado papá. En realidad fue un regalo de despedida, aunque esa noche de Navidad nosotros todavía no lo sabíamos. Papá me tendió el paquete y me dijo: «Merle, tú eres la mayor, pero es para los dos». Arranqué el papel con impaciencia mientras Moritz miraba lo que hacía por encima de mi hombro. Esa cosa parecía una radio normal y corriente. Moritz hizo una mueca. 10
—¡Jo, papá! ¿Qué vamos a hacer con esto? ¡Ya tenemos radiocasete! —Esto es un receptor universal —dijo papá—. Con él se pueden escuchar programas de cualquier parte del mundo. De lugares muy, pero que muy alejados, en África o Alaska, en Finlandia o Tierra de Fuego. Si supiéramos francés, hasta podríamos sintonizar con la frecuencia de radio de la policía de París. —Pero eso también puede hacerse por Internet. —No, cielo —dijo papá—. Para usar una radio por Internet, necesitas Internet. Para utilizar un receptor universal basta con una pila. Al principio sólo se oía un rumor. Giré lentamente el botón para sintonizar. El rumor quedó ahogado por un suave chirrido, con retazos de voz. Estos se fueron haciendo más nítidos. Una cantante gritaba: «Ah, tarará». —Más —murmuró Moritz. Giré todavía más despacio. Ahora todo dependía de unos milímetros. —Ahí está—susurró Moritz. Del receptor salió la voz de papá. Primero algo velada, pero luego cada vez más y más clara. Esa voz profunda estaba muy cerca, tanto como si papá se hubiera tendido a nuestro lado. De repente, nos sentimos un poco como 11
antes, cuando el domingo por la mañana nos metíamos en su cama y colocábamos las cabezas sobre su pecho. Entonces nos contaba cuentos, cuentos de Chiquitania, cuentos de Valaquia, cuentos de Terchenia y de Minamar, pues nuestro padre siempre había querido viajar a países lejanos. —Queridas y queridos oyentes, estén donde estén, esta noche voy a acompañarles. Juntos emprenderemos un viaje musical. Desde San Petersburgo hasta Tombuctú, pasando por Estambul. Visitaremos Burkina Faso, el país de las personas íntegras, exploraremos la música de Odessa, y también formarán parte de nuestro recorrido Palermo y Túnez. ¡Vengan con nosotros, desde donde sea que nos oigan, preparen su maleta! Les prometo que pasarán una emocionante velada. No se arrepentirán de haberse quedado despiertos pues el mundo es ancho y hermoso, y las aventuras musicales nos están esperando lejos, más allá del horizonte… —¿Crees que nos está hablando a nosotros? —preguntó Moritz cuando empezó la música—. ¿Crees que sabe que lo estamos escuchando? —Por supuesto —susurré yo. Moritz suspiró satisfecho. Se acurrucó contra mí. Su respiración se hizo más profunda. Estaba completamente 12
quieto. Inhalaba y exhalaba pausadamente y confirmé que se había dormido. Yo me quedé escuchando la música que mi padre había traído de San Petersburgo, esperando volver a oír su voz.
PA P E L E O Mamá estaba desgreñada. Sentada en pijama a la mesa de la cocina, no dejaba de pasarse las manos por el pelo. Delante de ella tenía un bolígrafo y una pila de hojas blancas. —Nunca lo lograré… —musitaba—. Será una catástrofe. Arrugó una hoja de papel y cogió otra nueva. —¿Sabías que Burkina Faso es el país de las personas íntegras? —preguntó Moritz. Mamá se lo quedó mirando como si lo viera por primera vez en su vida. —¿De qué me estás hablando? —Burkina Faso —repitió Moritz—. Burkina Faso es el país de las personas íntegras. —¿Quién lo dice? —preguntó mamá. —Lo dice papá —respondió Moritz. Mamá se puso más tiesa que una vela. —¿Ha vuelto? ¿Lo has visto! ¡Cuéntame! Moritz hizo una mueca. —No. —No, ¿qué? —Papá me lo contó una vez. Antes. 14
—Ah, vale. Mamá volvió a relajarse. Mordisqueó el bolígrafo, algo que en realidad estaba severamente prohibido. —¿Qué estás haciendo? —le pregunté. Mamá no contestó. —¡Papeleo! —Moritz se encogió de hombros. Fuera, el reloj del campanario de la iglesia dio las once. La mañana del domingo no tardaría en terminar. Moritz y yo nos hicimos una seña, nos levantamos y nos dirigimos silenciosamente a la habitación del televisor. En la escena más emocionante de la película de fantasía, mamá se plantó entre la pantalla y nosotros. —¡Jo, mamá! —protestó Moritz. Mi hermano intentó seguir mirando el aparato inclinando la cabeza hacia un lado. En vano: mamá se levantaba allí como un muro. —En fin, cariñitos míos —dijo, cogiendo velozmente el mando—. Voy a apagar. Moritz y yo lanzamos un gemido. —¡No es justo! —Tonterías —dijo mamá—. Ya conocéis ese cuento. Pero esto… —Alzó la hoja de papel escrita—, esto no lo conocéis. ¡Escuchad!
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S E B U S C A C U I DA D O R A N O C T U R NA ¡¡Urgente!! Busco para mis queridos hijos Merle (11) y Moritz (8) una señora que los cuide por las noches, que los acueste y se quede con ellos hasta la mañana siguiente. Debe ser cumplidora y amable, y tener experiencia en el trato con niños. ¡Por favor, póngase en contacto con nosotros si quiere convertirse en nuestra hada madrina! Tf.: 0171 816 70 81 ¡La esperamos! —Y bien, ¿cómo encontráis el texto? —preguntó mamá—. ¡Venga, contestad! ¡Con toda sinceridad! Moritz y yo nos miramos. Los dos movimos negativamente la cabeza. —¿Qué bobada es esta? —pregunté—. ¿Cómo es que necesitamos a una cuidadora que no conocemos para que nos acueste? ¡Ya hace años que nos metemos solos en la cama! ¡Nos apañamos la mar de bien! ¿Por qué ahora de repente tiene que venir a acostarnos alguien? ¡Y, además, tú siempre estás aquí! Mamá inclinó la cabeza a un lado y frunció el ceño, luego dijo: 16
—Pues no, precisamente. A partir de la semana que viene haré el turno de noche. A las ocho de la tarde tengo que estar en la clínica y no vuelvo hasta las seis y media de la mañana siguiente. —¡Anda! —exclamó Moritz. —Pero yo ya tengo once años. Puedo cuidar a Moritz —intervine yo. —Ya, confiar las ovejas al lobo. De ninguna de las maneras —respondió mamá—. No pasaría ni un minuto tranquila en la clínica. —Pues podrías comprarnos un perro —propuso Moritz—. Los perros sí que son buenos cuidadores. Los mejores son los perros pastores húngaros. Lo hacen todo ellos solos, están atentos y les gustan los niños. Incluso cuidan rebaños de vacas. En Hungría llevan a pastar a las ovejas racka y a los cerdos mangalica. —Ah, ¿sí? Y cuando estés enfermo te preparará el perro una infusión de hinojo y te pondrá una compresa en el cuello, ¿verdad? —También hay perros así. Los llaman perros de asistencia —replicó Moritz. Mamá puso su cara de Vamos a Cambiar de Tema. —Cariñitos míos, no necesitamos un perro, necesitamos a una señora que se quede con vosotros por las noches, y no se hable más. 17
LA ESPERANZA Moritz y yo estábamos bastante enfadados porque teníamos claro que «cuidadora nocturna» tan sólo era otra expresión para referirse a una canguro y que mamá sabía perfectamente que nosotros no íbamos a colaborar en un asunto así. —En realidad, ¿por qué nos pregunta? —protestó Moritz—. ¿Por qué nos pregunta si, de todos modos, ya está todo decidido? —Todos se reirán de nosotros —dije—. Todos nos señalarán con el dedo en la escuela. ¡Mira, ahí llegan Merle y Moritz! ¿Qué, dónde habéis dejado a vuestra cuidadora? —Pero sólo si se enteran. —Me apuesto lo que quieras a que se enteran. —Para —dijo Moritz, y luego añadió—: Ojalá papá estuviera aquí. Pero lo dijo muy bajito porque habíamos quedado en que nunca pronunciaríamos esa frase. Gracias a Dios estaba prohibido colgar letreros en los árboles o de lo contrario seguro que por toda la ciudad habrían podido verse los carteles de mamá con «Se busca cuidadora nocturna». 18
Así que a mamá no le quedó más remedio que contentarse con colgar la hoja en el tablón de anuncios del supermercado. En el borde inferior había escrito veinte veces el número de su móvil en unas pestañas perpendiculares, por lo que si alguien estaba interesado en el trabajo, sólo tenía que arrancar una de ellas. Todas las tardes, Moritz y yo dábamos un rodeo de veinte minutos para comprobar si faltaba alguna pestaña con el número. Durante cinco días no ocurrió nada. Nuestras esperanzas de que no se presentara nadie para el empleo de cuidadora nocturna iban creciendo más y más. La tarde del sexto día, sin embargo, nuestras esperanzas se desvanecieron como pompas de jabón. Faltaban dos pestañas con el número del móvil de mamá. El borde inferior de la hoja parecía ahora una dentadura a la que se le hubieran caído unos dientes. —Las han arrancado con todo cuidado —señaló Moritz—. Seguro que no han sido unos niños traviesos. Es alguien que busca trabajo. Era como si notáramos el desastre que se nos venía encima. Dábamos vueltas por la casa como dos tigres enjaulados. Oteábamos por la ventana esperando a mamá. Los segundos transcurrían lentamente. Cada vez que mi mirada se detenía en el reloj de la cocina, no había transcurrido más que un minuto. 19
—A lo mejor es simpática —opinó Moritz—. A lo mejor es una supermodelo. Me di unos golpecitos con el dedo en la frente. —A lo mejor nos deja ver la televisión —dijo Moritz. —A lo mejor es una extraterrestre —sugerí yo. —A lo mejor mamá no la contrata —señaló Moritz. —Eso sólo ocurrirá si es una supermodelo extraterrestre. —Es poco probable —concluyó Moritz. Yo asentí. Oímos el tintineo del manojo de llaves de mamá y, como si obedeciéramos una orden secreta, abrimos al mismo tiempo nuestros cuadernos de la escuela. ¡Urgente! Busco para mis queridos hijos Merle (11) y Moritz (8) una señora que los cuide por las noches, que los acueste y se quede con ellos hasta la mañana siguiente. Debe ser cumplidora y amable, y tener experiencia en el trato con niños. ¡Por favor póngase en contacto con nosotros si quiere convertirse en nuestra hada madrina! Tf.: 0171 816 70 81 ¡La esperamos!
L A C A L A M I DA D —¡Hola, cariñitos! —gritó mamá—. Ya he llegado. ¿Hay alguien aquí? —Subió las escaleras—. Eh, ¿dónde os habéis metido? Mamá abrió de par en par la puerta de la habitación de los niños. Tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos resplandecían. Nosotros hundimos la cabeza en el cuaderno de la escuela. —Adivinad quién viene a vernos —canturreó mamá. Así que la calamidad ya estaba en camino. —La cuidadora nocturna —farfulló Moritz. —Exactamente —dijo mamá sonriente—. Y es simpática de verdad. Enseguida vais a verlo. —¿Tiene nombre? —pregunté yo. —¡Pues claro! Pero no voy a revelároslo. Que sea sorpresa. Cuando llegue os llamaré para que bajéis. Desde la ventana podía verse una parte de la calle. Pegamos las narices al vidrio. Vimos a la señora Tozzi de la Sperbergasse con su gordo perro salchicha. Iba directa a la puerta de nuestra casa. Moritz y yo contuvimos la respiración. —Pasa de largo. Por favor, por favor, pasa de largo —musité. 21
El salchicha levantó la pata y se hizo pis en el poste de nuestra farola. La señora Tozzi tiró de él. —¡Uf ! Por poco… —dijo Moritz. Vimos a Zoe Sodenkamp que se subía al coche con su madre, echaba hacia atrás la cabeza y nos saludaba con la mano. Le devolvimos el saludo. Después vimos aparecer por la esquina al señor Pohling. Antes, la zapatería de la plaza del Ayuntamiento era suya. El señor Pohling escupía al hablar, razón por la cual nosotros lo evitábamos. Ese día llevaba un sombrero de paja claro y arrastraba un poco la pierna izquierda. Vimos que la señora Wehrenbold empujaba su cubo de la basura al borde la calle. El señor Pohling enseguida intentó entablar conversación, pero ella ni se detuvo. Se limitó a sacudir la mano como si quisiera espantar a unas fastidiosas moscas y movió la cabeza. La puerta de la casa se cerró tras la señora Wehrenbold. A continuación pasó un rato sin que sucediera nada. La calamidad se lo tomaba con calma. Moritz volvió a sentarse junto a la mesa. —Voy a hacer los deberes —murmuró, mientras sacaba su libro de matemáticas de la mochila. Yo me tendí en la cama y me preparé para lo peor. Si papá todavía estuviese aquí, nunca vendría una señora para ocuparse de nosotros por las noches. 22
—También hay que confiar de vez en cuando en los niños —había dicho papá sonriendo una vez que me senté en lo alto de un castaño. Debajo del árbol estaba la señora Schneemilch mirando hacia arriba con la boca abierta. —¡Pero algo tendremos que hacer! ¡La niña puede desnucarse! ¡Hay que llamar a los bomberos! Todo eso ocurrió en la fiesta de cumpleaños de Sebastian Schneemilch. En la piñata sólo me había tocado un premio de consolación: una estúpida goma de borrar marrón rojizo. No iba a ocurrirme lo mismo jugando al escondite. El castaño tenía una corteza áspera y el tronco había crecido de tal modo que se podía trepar por él con bastante facilidad. Desde arriba se podía ver media ciudad. Apoyé la espalda en la rama principal. El viento me refrescaba la cara. Un poco más abajo unas palomas habían construido un nido. La hembra se escondía entre las ramas y no se movía. Unas manchas de sol bailaban a través de la cubierta de hojas. Sebastian Schneemilch y los otros niños casi llevaban una hora buscándome. —Merle, Merle, ¿dónde estás? Yo no contestaba y sus gritos cada vez eran más llorosos. Estar ahí en lo alto, por encima del mundo, y ser consciente de ello, qué sensación tan estupenda: ¡el primer premio! Nunca me encontrarían. 23
Al final, la señora Schneemilch había pedido ayuda a papá. —Merlina, palomita, pía. —Había sido la palabra mágica de papá. Yo emití unos arrullos, como una paloma pero una pizca más fuerte. Y papá me descubrió de inmediato. —¡Pero algo tendremos que hacer! ¡La niña puede desnucarse! ¡Hay que llamar a los bomberos! —había exclamado la señora Schneemilch, frotándose las manos. Pero mi papá simplemente se había reído de ella. —También hay que confiar alguna vez en los niños —había dicho sonriendo y luego había puesto una expresión severa y había gritado—: Baja ahora mismo, Merle Neumann, ¿has entendido? No, si papá todavía estuviera en casa, no habríamos tenido que llamar a ninguna cuidadora nocturna. De eso estaba totalmente segura.
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CAMBIO DE COLOR Por supuesto nos perdimos el momento en que bajaba por la calle. Nos sobresaltamos al oír la llamada de mamá. —¡Merle, Moritz! ¿Podéis venir, por favor? Bajé haciendo una pausa en cada escalón. Moritz avanzaba lento como un caracol detrás de mí. Mamá estaba junto a la puerta de la cocina y nos hizo una seña para que acelerásemos. —Venid de una vez, espabilad. Notaba los latidos de mi corazón hasta en las puntas de los dedos. Me di media vuelta, cogí a Moritz por los hombros y lo empujé al interior de la cocina como si fuera un escudo, delante de mí. Ella estaba sentada en la silla de papá a la gran mesa de la cocina. Sostenía una cuchara en la mano huesuda y removía el azúcar en la taza de té. Tenía los labios finos, ojos verdes como la hierba y de la punta de la nariz le colgaban unas gafas con una fina montura dorada.
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Apoyado en el canto de la mesa estaba el bastón negro con el puño de plata. Nos habíamos esperado cualquier cosa menos esto. La conocíamos. Sabíamos perfectamente quién era. Vivía en la Sperbergasse. Era la propietaria de la tienda negra que se tragaba a los niños. Su nombre era Obnubilana Wolkenstein. Oí que Moritz suspiraba por lo bajo. Los ojos verde hierba de Obnubilana Wolkenstein cambiaron de color. Se volvieron negros de repente. Su voz era ronca y estricta. —¿Qué dice el burro cuando llega al molino, Moritz? Porque tú eres Moritz, ¿verdad? “Qué pregunta tan tonta”, pensé, pero Moritz no consiguió pronunciar ni una palabra. —Y bien, Merle, tú seguro que sí lo sabes. ¿Qué dice el burro? —¡Iaaa! —respondí. Obnubilana Wolkenstein y mamá se echaron a reír. Pero no era una risa bonita. Obnubilana Wolkenstein se había burlado de nosotros. Había hecho una broma que sólo mamá sabía y se reía de nosotros. Sentí que el vello se me erizaba en los brazos. Sentí que se me ponía la piel de gallina y, aunque en la cocina hacía calor, empecé a temblar de frío. 26