La Señora Lana y el mundo tras el mundo

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sostiene. Nuevas fuerzas te da. Todo irá bien al final». Los hermanos Merle y Moritz echan mucho de menos a su padre. Ya ha pasado casi un año desde que cogió su bolsa de viaje y se fue, y la misteriosa Obnubilana Wolkenstein se convirtió en su cuidadora nocturna. Cuando el receptor universal emite unos ruidos y se oye la voz de papá, Merle y Moritz ya no tienen la menor duda: su padre

J U T TA R IC H T E R

«La noche cubre la tierra. La señora Lana tu mano

está en Chiquitania, el inquietante reino donde los troles

J U T TA R I C H T E R

r o a ñ L e S a n a a L y el mundo tras el mundo

dentiagudos y el traidor gato blanco cometen sus maldades. Allí los ¡Pero un gran peligro se abate ahora sobre ese reino! Una vez más, los dos hermanos se atreven a regresar a él con el fin de salvar el mundo tras el mundo. Un cuento moderno y emocionante narrado con una maravillosa prosa. I N G O N O B E L , B AY E R N 2

Una historia cargada de poesía y con pinceladas de humor. Una gran aventura. Este libro es todo un hallazgo. J Ö R G P E T E R V O N C L A R E N A U, N O R D D E U T S C H E R R U N D F U N K

ISBN: 978-84-124914-2-5

9 788412 491425

www.loguezediciones.es

La Señora Lana y el mundo tras el mundo

pasillos son interminables y vive el zorro huérfano Lágrima de Plata.

Lóguez





Jutta Richter La Señora Lana y el mundo tras el mundo



J U T TA R IC H T E R

r o a ñ L e S a n a a L y el mundo

tras el mundo

Con ilustraciones de Günter Mattei

Traducido del alemán por Susana Andrès Font

Lóguez


Ya publicados: “La Señora Lana y el aroma del chocolate” (2020) “La Señora Lana y el misterio de las sombrillas de papel chinas” (2021)

Título del original alemán: Frau Wolle und die Welt hinter der Welt Texto de Jutta Richter e ilustraciones de Günter Mattei © 2020 Carl Hanser Verlag GmbH & Co KG, München Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent – www.uklitag.com © 2022 para España y el español: Lóguez Ediciones 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca)

The translation of this work was supported by a grant from the Goethe Institut

ISBN: 978-84-124914-2-5 Depósito legal: S 272-2022 Impreso en España

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com Tfnos. 91 702 19 70 — 93 272 04 47).

MIXTO

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A todos los niños que tienen que quedarse en casa porque el mundo tras la ventana se ha vuelto peligroso. A quienes tienen globos de nieve y a las acariciadoras de gatos. A quienes desean estar junto al mar y a quienes viven junto al mar. (Debería poderse intercambiar...) A quienes saben que cuando dos personas sueñan juntas es que no están solas, es que son capaces de ser un lobo, un pez y una gaviota, sencillamente todo. Y muy especialmente a Lili.



INVIERNO De repente, las golondrinas se habían ido. El cielo estaba vacío, por las mañanas la escarcha cubría el césped de los jardines y unas cornejas negras lanzaban sus roncos gritos al aire frío. Cuando Moritz y yo salíamos de casa a primera hora del día, aún estaba oscuro. La señora Wolkenstein había colocado sin decir palabra el táper con el bocadillo junto al desayuno, había vertido el humeante chocolate en las tazas y al final, cuando volvimos la cabeza atrás, se había quedado como una silueta negra junto a la puerta abierta de par en par de la casa. Ante nosotros, como un túnel negro, se hallaba la Sperbergasse. Una única y centelleante farola mostraba el final. La oscuridad había engullido todo lo demás. Moritz y yo bajamos las cabezas y emprendimos la marcha. Tras la puerta de hierro de los Tozzi, el perro salchicha de los Tozzi saltaba como siempre amenazador y hacía ese desagradable chirrido al rascar con las uñas el hierro. Pasamos de largo cabizbajos y a paso ligero. Pasamos de largo la casa amarilla y la casa roja. Un montón de hojas caídas se arremolinó empujado por una ráfaga de viento. 7


De la entrada de la tienda negra, surgió una leve melodía. Moritz se agarró a mi mano, parecía un caballo asustado. —¡Troles dentiagudos! —exclamó inquieto—. Merle, ¡ahí dentro hay troles dentiagudos! —Son ratones, Moritz. Solo son ratones. Venga, vamos. Tiré de él, mientras apretaba fuertemente con la otra mano la piedra semipreciosa de color azul oscuro que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Era un regalo de la señora Wolkenstein. Había dicho que se trataba de una piedra fortificante. «¡Sumamente efectiva ante súbitas invasiones de pánico! Y también eficaz en ataques de rabia, malas contestaciones y esperas interminables». Por supuesto yo no había creído ni una palabra de esa tontería, pero la piedra era lisa y fría y a nadie haría daño que yo la llevase en el bolsillo. Seguimos caminando con las cabezas gachas mientras los troles dentiagudos se reían por lo bajo a nuestras espaldas. Nuestro aliento formaba una especie de nubes blancas de vapor.

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Antes, no había troles dentiagudos. Antes, Zoe Sodenkamp siempre nos esperaba en la esquina de la calle. Antes, éramos tres los que recorríamos la Sperbergasse con el corazón palpitante. Pues la tienda de Obnubilana Wolkenstein también estaba antes allí. La persiana negra de detrás del escaparate estaba bajada y nadie podía saber qué se vendía en ese local. Solo Zoe Sodenkamp sabía que eran niños. Niños cuyos llantos resonaban por la noche en el silencioso callejón.

ANTES Antes ya era casi un año atrás. El día de san Esteban, papá había sacado la gruesa chaqueta de plumón del armario, se había calado la gorra de lana y enrollado la bufanda larga y roja tres veces alrededor del cuello. Después, papá nos había alborotado el pelo a Moritz y a mí, nos había dado un sonoro beso en la mejilla, había cogido la bolsa de viaje y había salido a la calle. 9


—¡El sombrero! —le había advertido Moritz— ¡Te lo has olvidado! —Ahora puedes ponértelo tú, Moritz. —Papá se había dado media vuelta un instante con los ojos brillantes de lágrimas—. ¡Ocúpate de él hasta que vuelva! —¡Entonces volverá! ¿Verdad, mamá? Mamá estaba sentada a la mesa de la cocina, como petrificada. No había dicho nada, no se había movido, no nos había mirado. Delante de ella, sobre la mesa, había una carta. «Para Lili», ponía en el sobre. Era la letra de papá. Luego, cuando ya estábamos en nuestra habitación, me di cuenta de golpe de que algo había terminado. Apretamos la nariz contra el vidrio de la ventana y recorrimos la calle con la vista como si fuéramos a descubrir a papá en algún lugar: un extremo de la bufanda roja o la borla de la gorra de lana tras un matorral. Y supe que había acabado algo a lo que después llamaríamos «antes». Pero en un principio seguimos haciendo lo mismo de siempre. Por las noches, dejábamos a mamá un plato de montaditos en la mesa. Salchichón, queso y unas rodajas de tomate. Y además un gran vaso de agua. Luego nos preparábamos para meternos en la cama y cerrábamos la puerta de la habitación sin hacer ruido. 10


El último regalo de Navidad de papá había sido un receptor universal. Una radio que funcionaba con baterías donde quiera que la necesitáramos. Debajo de la colcha de la cama o en el castaño. En un iglú o en la Hasenberg, desde donde teníamos la mejor vista panorámica de la fábrica de nubes del doctor Bügelsack. 11


El receptor universal era el único vínculo con papá que nos había quedado. Pues a través él podíamos oír su voz cuando emitía el programa nocturno en la radio. A veces nos enviaba mensajes secretos. Un pequeño lapsus y Valaquia se convertía en Chiquitania o la catedral de san Pedro en la de san Moritz. A veces hablaba de niños que había conocido en los países lejanos que recorría. Y, curiosamente, los niños se llamaban Merle y Moritz, por lo que estaba más claro que el agua que papá se refería a nosotros. —Estoy totalmente seguro de que papá vuelve —decía Moritz todas las noches antes de dormirse—. Si no se habría llevado el sombrero, ¿verdad?

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E L S O M B R E R O D E PA PÁ El sombrero de papá había sido para nosotros un barómetro en el que leer cómo iba a ser el día. Era gris, blando y de fieltro. Se podía abollar y chafar. Darle una forma redonda o triangular. El borde se podía plegar hacia arriba o hacia abajo, tanto por delante como por detrás, y en cada caso el sombrero de papá adquiría un aspecto distinto. Unas veces se parecía al sombrero de un payaso y otras al que llevan los comerciantes, en unas ocasiones al de un detective o al gorrito de hermano Alegre, del cuento de los hermanos Grimm, o incluso al serio bombín que solo lleva la gente distinguida de Inglaterra. Pues sí, papá hasta llevaba el sombrero en casa. Y por el modo en que se lo ponía, distinguíamos exactamente de qué humor estaba. Había días en que se calaba tanto el sombrero que no alcanzábamos a ver sus ojos. Esos días más nos valía no molestar a papá, pues meditaba y murmuraba para sí lo que iba a decir en la radio por la noche. Pero cuando llevaba el sombrero hacia atrás, Moritz y yo sabíamos que estábamos a punto de hacer algo, que iríamos al cine de nubes de la Hasenberg o a la heladería a comer el helado más grande del mundo. El día de mi 13


cumpleaños, papá convirtió su sombrero en el de un payaso tonto que no dejaba de tropezar con el borde de la alfombra y tocó Cumpleaños feliz golpeando con una cuchara los vasos llenos de limonada hasta la mitad o hasta una cuarta parte. Antes tuve que beberme los vasos llenos para encontrar la nota exacta. —Ocho vasos, ocho notas —había dicho el payaso papá con una mueca—. En la escala modelo. ¡Pon atención, homenajeada! —Tú y tus locas ideas —se había quejado mamá—. La niña va a ponerse mala. —¡Mejor ponerse mala que ser mala! —había contestado el payaso papá, abriendo los ojos y bizqueando. —¡Me veo la punta de la nariz! ¿Quién más puede? Moritz y yo aceptamos el reto. —¡Por todos los santos! —había exclamado mamá—. ¡Se os van a quedar los ojos así para siempre! —¡Sí, seguro! —había contestado papá—. ¿Y sabíais que la gente no solo puede volverse más lista al leer sino también ciega? —¡No te tomas nada en serio! —había murmurado mamá 14


entre dientes y había salido de la habitación moviendo la cabeza. —¡Pero sí que me lo tomo todo en broma! —había gritado papá a sus espaldas, y Moritz y yo nos habíamos tronchado de risa.

A L AS SIETE EN PUNTO A las siete en punto, la llave giró en la cerradura de la puerta de casa. A las siete en punto, Moritz colocó el dedo sobre el botón rojo del mando a distancia. Oímos que alguien se acercaba renqueando. Entonces se abrió la puerta de la sala de estar y ella se plantó delante de nosotros. Moritz pulsó el botón. La pantalla del televisor se tiñó de negro. —Buenas noches, niños —dijo Obnubilana Wolkenstein con una voz áspera y ronca. Sus ojos eran hoy de un verde oscuro. Llevaba una chaqueta de lana de un color rojo tostado, como si la hubiesen tejido con las plumas de los petirrojos que picoteaban en busca de granos debajo de nuestra casita nido. —¿Hay algo que yo deba saber? —preguntó la señora Wolkenstein. 15


Movimos la cabeza negativamente. —¿Alguna novedad acerca de Zoe Sodenkamp? —¡Ah, sí! —exclamó Moritz—. Dice que a Sebastian Schneemilch le han hecho un lavado de cerebro. —Qué cría tan perversa es esa Zoe Sodenkamp —dijo Obnubilana Wolkenstein y sus ojos verdes centellearon iracundos. —Deberíais guardar distancia con ella. Una niña así es para vosotros una mala compañía.

L A S C H O CO L AT I N A S El único amigo que nos había quedado a Moritz y a mí era Sebastian Schneemilch. Zoe Sodenkamp contaba historias horripilantes sobre nosotros y la señora Wolkenstein. En los recreos reunía a media escuela alrededor de ella para informar de las novedades sobre la bruja de la Sperbergasse y sus ayudantes. Según ella, Obnubilana Wolkenstein tenía a niños encerrados en el sótano abovedado de la tienda negra. Niños a los que había sometido para que trabajasen como mano de obra barata en la mina subterránea de piedras 16


semipreciosas. Zoe hasta se lo había contado a las policías que buscaban a Sebastian Schneemilch cuando había desaparecido de golpe y porrazo. Durante toda una semana, la foto de Sebastian había estado colgada en el escaparate de la carnicería de su padre. El carnicero Schneemilch había escrito con un rotulador grueso y negro: DESAPARECIDO y ¿DÓNDE ESTÁ SEBASTIAN? y ¡SI SABE ALGO, POR FAVOR, COMUNÍQUELO EN LA TIENDA! Ahora Sebastian volvía a estar entre nosotros. Como siempre, se sentaba a mi lado en clase, cambiaba su panecillo de salchicha por el mío de queso y callaba. Zoe estaba a punto de explotar de curiosidad. Se acercaba a nuestra mesa tres veces al día como mínimo para hacerle la pelota. —Te he traído unas chocolatinas extragrandes, Sebastian —susurró Zoe. Sebastian cogió la chocolatina, asintió y musitó un: —Gracias. —Cuéntalo de una vez. ¿Dónde estabas la semana que desapareciste? Sebastian se metió una chocolatina en la boca y la masticó. —En algún sitio debiste meterte… 17


Sebastian rompió el envoltorio de la segunda chocolatina. —Están buenas —dijo. —Pero te habríamos encontrado. A no ser que… —A no ser que ¿qué? —preguntó Sebastian. —Bueno, ya sabes. ¡A no ser que estuvieras con la bruja! ¡Que te escondiera y te encantara! Sebastian Schneemilch puso los ojos en blanco. —Mañana podría traerte más chocolatinas —susurró Zoe—. Pero entonces tendrás que explicarme dónde estuviste. —Ya veremos —murmuró Sebastian. A partir de entonces, Zoe Sodenkamp se gastaba todo su dinero de bolsillo en las chocolatinas de Sebastian y con cada día que pasaba se le ponía la cara más larga. Sebastian se mantenía callado como una tumba. Salvo un «no sé», «no me acuerdo» o «me he olvidado», no se le podía sacar nada más. Me tendió una chocolatina y sonrió. —Buen trato —dijo—. Esperemos que pueda mantener más tiempo a Zoe en vilo. Excepto Moritz y yo, nadie más sabía lo que realmente había ocurrido en verano. Que Sebastian se había extraviado en Chiquitania, ese mundo lleno de peligros que se encontraba detrás de la 18


puerta de nuestra habitación y del que se salía por la tienda negra de la Sperbergasse. Que había caído en manos de los malvados troles dentiagudos, que lo habían encerrado en una jaula de chocolate para convertirlo en un trol dentiagudo. Que las lágrimas del zorro huérfano le habían devuelto su figura humana. Que al final Moritz y yo lo habíamos traído de vuelta por la tienda negra de la señora Wolkenstein en la Sperbergasse… Nadie más, excepto nosotros, lo sabía, incluso el mismo Sebastian pensaba que todo había sido un sueño. 19


Ahora asistía una vez a la semana a la consulta de una psicóloga para niños. Allí tenía que pintar, jugar con muñecos una tarde en la carnicería o columpiarse en una gran hamaca para relajarse. —La psicóloga no me deja en paz. Quiere saber hasta lo que sueño —me dijo—. Pero, hazme caso, ya puede tomarse todas las molestias del mundo que mis sueños son míos. Yo no se los cuento a nadie. ¡No estoy mal de la cabeza! —Pues claro —le di la razón—. Yo en tu lugar tampoco los contaría.

AMARILLO A principios de noviembre la señora Padberg cayó enferma. En una carta a los padres se informaba de que, por razones de salud, estaría ausente todo el curso escolar. Durante ese tiempo un maestro suplente ocuparía su sitio. Por supuesto, Zoe Sodenkamp estaba al corriente de que la señora Padberg sufría un cáncer de estómago. —Donde primero se nota que alguien tiene cáncer de 20


estómago es en la cara —dijo—. Y acordaos de la cara de la señora Padberg. Al final estaba la mar de amarilla. Cerré los ojos e intenté recordar la cara de la señora Padberg. No, amarilla no lo estaba. Amarilla era solo la luz que entraba en el aula a través de las cortinas medio corridas. —Es posible que la señora Padberg no supere la enfermedad —pronosticó Zoe bajando la voz—. Mi madre dice que la mayoría de la gente que tiene cáncer de estómago no vive más de seis meses. Un leve gemido se extendió por toda la clase. A Anna Gerstenkorn se le inundaron de repente los ojos de lágrimas, y no solo a ella. Me imaginé cómo estaríamos junto a la tumba abierta durante el entierro de la señora Padberg, ordenadamente en una doble fila y con flores en la mano que arrojaríamos encima del ataúd. Mientras lo imaginaba, un escalofrío me recorrió la espalda, se me erizaron los pelitos de los brazos y deseé que papá estuviera ahí conmigo.

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