Ana Sarrías
Retomar el vuelo
Incluso cuando nos arrebatan lo que más queremos, cuando se desdibuja por completo el horizonte, incluso entonces,
Ana Sarrías
queda vida.
Retomar el vuelo
cuando nos dejan vacíos,
ISBN 978-84-120521-5-2
www.loguezediciones.es
Lóguez
Ana SarrĂas
Retomar el vuelo
© Texto: Ana Sarrías © 2020 Lóguez Ediciones 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca) www.loguezediciones.es © Cubierta de Eva Vázquez ISBN: 978-84-120521-5-2 Depósito legal: S 61-2020 Impreso en España
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ANA SARRร AS
Retomar el vuelo
Lรณguez
A mis padres, siempre. A Adolfo, Andrea y Marina. Por cada paso en el camino.
Julio Parte de ingreso emitido por el Hospital General de Pamplona Pamplona, 08 de julio de 2017 PACIENTE Hugo Munárriz Goñi. 13 años. ANTECEDENTES PERSONALES: Sin alergias conocidas. Sin antecedentes de interés a excepción de las enfermedades propias de la infancia. CAUSA DE INGRESO: Lesiones derivadas de accidente de tráfico. JUICIO CLÍNICO: Traumatismo craneoencefálico severo. Estado de semiinconsciencia. Rotura de la V y VI costilla esternal derecha. Neumotórax. Pasa a UCI para tratamiento. 7
I. Parte de ingreso. Versión de Hugo en su semiinconsciencia. Pamplona, 8 de julio de 2017 ¿De quién son todas esas voces que oigo? ¿Por qué gritan mi nombre? ¿Quién les ha dicho cómo me llamo? ¡Vamos, Hugo, vamos, chaval, no te duermas, abre los ojos! No sé qué ha pasado, pero por sus gritos y toda esta urgencia, algo horrible, estoy seguro. Me parece oír una música que me resulta familiar, pero todas estas voces no me dejan escucharla. ¿Qué canción es? ¡Hugo!, gritan. Y me dan tortas en la cara. ¡Vamos, vamos, tienes que ser fuerte! Pero es que sería tan agradable dejarse llevar por este cansancio tan extraño. Seguro que entonces desaparecería todo el miedo que tengo de repente. Ah, sí, ya me acuerdo, el coche, íbamos en el coche. ¡Hugo, vamos! ¿Me escuchas? Yo me llamo Luis. Soy médico. Voy a ayudarte, pero tienes que seguir aquí. ¡No te duermas, chaval! Pero no es gracias a él por lo que sigo despierto. Es gracias a un dolor insoportable que ha empezado hace un rato en mi pantorrilla izquierda. Sería imposible dormir con un dolor parecido. Con esas ondas tan profundas que nacen en el empeine y que alcanzan hasta mis sienes. 9
Me acuerdo ahora de las ondas que hacían las piedras que papá lanzaba rozando la superficie del río. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, ocho, hasta doce rebotes de la piedra sin perder su ángulo mágico. Y luego, justo al final, cuando parecía que ya había alcanzado su límite, cuando parecía que ya no era posible que pudiera avanzar más sobre el río, la piedra obraba su efecto estrella: se deslizaba sin rebotes por la superficie del agua hasta perder por fin velocidad y caer al fondo. Era increíble. El río se había llenado de ondas de un lado a otro de la orilla. Ondas de agua. Ondas de felicidad. Pero las que yo siento ahora son las ondas de un dolor espantoso. Jamás podría dormirme así. Ahora oigo una sirena. Alguien me sujeta muy fuerte de la mano y no deja de pronunciar mi nombre. ¡Hugo, campeón, no te duermas, pronto estarás bien! Me han pinchado algo en el brazo y me han puesto un respirador. Desde que he notado la aguja, me ha dejado de doler la pierna. Siento las ondas, pero no su dolor. Ahora sí que tengo ganas de dormir. Acaban de abrir la puerta de la ambulancia. Me trasladan a una camilla. Vuelvo a escuchar la sirena, siento que viajamos a toda velocidad y que alguien a mi lado me pellizca de vez en cuando y repite mi nombre sin cesar. 10
¡Hugo, un último esfuerzo, que ya llegamos! La ambulancia se detiene y vuelven a abrir las puertas traseras para hacerme salir. Cuando cruzamos la entrada, reconozco enseguida la zona de urgencias del hospital. Una vez vine con mamá por una neumonía. Mamá. ¿Dónde está mamá? ¿Dónde están todos? La camilla atraviesa como volando un montón de pasillos mientras veo pasar sobre mi cabeza lámparas fluorescentes a toda velocidad, una detrás de otra, como si el techo del hospital fuera un cielo en movimiento. Un cielo extraño, sin estrellas ni constelaciones. Hecho sólo de lámparas fluorescentes y de detectores de humos. II. Ausencias. Creo que he pasado ocho días aquí. No he tenido fuerzas ni para preguntar, pero la ventana que tengo localizada allí al fondo se ha puesto de noche ocho veces. Ocho noches, ocho días. Eso debe de ser. Desde hace un rato me encuentro algo mejor. Creo que me está abandonando esta sensación de somnolencia que casi no me ha dejado abrir los ojos en todo este tiempo. Diría que tengo hambre. O sed. Sí, eso, 11
tengo sed. Quiero una Coca-Cola bien fría. Superfría. Pero me parece que tardaré aún bastante tiempo en poder beber una. Este es un lugar extraño. Es una sala donde puede ser que mueras a menos que los médicos sean capaces de resucitarte todas las veces en que la muerte se acerca para probar suerte. Somos unos cuantos aquí. No nos vemos porque cada una de las camas está separada por un biombo. Entre todos formamos un semicírculo, para que a los médicos les resulte más fácil vigilarnos y trasegar con sus aparatos. A nuestra derecha tenemos un monitor. Y todos escuchamos el mismo sonido: bip, bip, bip. Si el bip del monitor sigue un ritmo constante, la muerte ronda lejos. Casi tan lejos como si aún fuéramos uno de esos peatones que, seguro, se ven pasear por la calle desde la ventana del fondo, aunque nosotros no alcancemos a verlos desde nuestras camas. Me asusta pensar que éramos uno de esos peatones hace apenas unos días. Que la vida y la muerte están sólo a una ventana de distancia. Esta noche el bip de alguien a mi derecha se ha puesto a batir muy deprisa. Eso es que la muerte ha venido a acechar. Inmediatamente han salido corriendo de la sala de control una enfermera y un médico 12
y después de unas maniobras algo violentas han conseguido que el bip volviera a su ser. Se ha escuchado un pequeño lamento de alguien mucho mayor que yo. Y luego la enfermera ha dicho: tranquila, Micaela, ya ha pasado. Intente dormir. ¡Hale!, sí, duerma un poco. Y a mí me ha parecido sentir que la muerte se alejaba a regañadientes, lamentándose casi tanto como Micaela. Hace un momento la enfermera ha pasado a mi lado. No le he pedido ninguna Coca-Cola. En vez de eso, le he preguntado por papá y mamá. Y por Martina. La enfermera me ha dicho que esperara un momento, que ahora volvía. Pero no ha sido un momento. Y tampoco ha vuelto sola. Ha vuelto con el médico internista y con un psiquiatra, que es lo que ponía en la chapa que llevaba cosida en su bata a la altura del pecho. Ha hecho falta un equipo muy grande para explicarme que ahora ya no tengo a nadie. Que hubo un accidente. Que papá, mamá y Martina han muerto. Que no sufrieron. Y que todo fue muy rápido. Ni todos los profesores de lengua de secundaria del mundo hablando con las palabras más exactas posibles podrían servir para describir el vacío que ahora siento dentro. “Tu padre”, ha dicho primero el psiquiatra. Y 13
han venido a mi mente todos esos reportajes científicos que tanto le gustaban en la televisión, su modo de explicarme las mates y la física, la energía que ponía para que yo pudiera interesarme por el mundo que me rodeaba. Han cantado por última vez para él el ruiseñor y el pájaro carpintero que siempre retocaba su nido en el gran olmo de nuestro jardín. Y he vuelto a ver en una pared de esta sala de la UCI, como si fuera la proyección de una película, cómo se le achinaban los ojos cuando reía a carcajadas. “Tu madre”, ha seguido el psiquiatra. Y he comprendido en ese momento que los días habrían de ser muy duros a partir de ahora. Porque mamá no cocinaba muy bien, ni otras cosas que saben hacer las madres de mis amigos. Pero sabía hacer que las obligaciones de cada día se convirtieran en otra cosa. En algo que no pesara tanto. Y escribía cuentos y novelas. Y eso es otro modo de cocinar que a mí me hacía superfeliz. Y por eso, en el mismo momento en que ese hombre de bata blanca al que no conocía de nada decía “tu madre”, los días que puedan venir, todos y cada uno, me han dado lo mismo a la vez. Era como si el tiempo se fuera de mí. Como si ya no tuviera sentido nada de lo que pudiera ocurrirme a partir de ahora. 14
Por último, y eso no quería yo que el psiquiatra ni nadie lo hubiera dicho de ninguna manera, ha dicho “y tu hermanita”. Y yo he sabido entonces que ya nada en el mundo me volvería a parecer dulce ni hermoso. Y he sentido que se apoderaba de mí una náusea gigante. Me ha dado igual que después dijeran: pero tú te pondrás bien, Hugo. Has sido muy fuerte. Enseguida te pasaremos a planta. Todo el mundo vamos a ayudarte. No estarás solo. Ya lo verás. ¿Qué es pasar a planta? ¿Qué significa vamos a ayudarte? Y ¿hasta cuándo pueden ayudarle a alguien que lo ha perdido todo? En realidad, ¿qué más me da saberlo? Se quedan mirándome. No sé qué esperan que diga. Yo miro a la ventana del fondo. Esa luz ahora me da igual porque ahí afuera ya nunca estarán mis padres ni Minigarfio. III. Recuerdos. Le tocaba a mamá elegir canción y puso Adiós, Angelina. Nos la sabíamos todos. Pero sobre todo se la sabía Martina. Entera no, pero la primera frase la cantaba 15
a tiempo y le chiflaba. “Adiós, Angelina, te marchas de aquí”. Me acuerdo de su voz tan bonita de niña pequeña, una de esas con las que hablan los niños en las películas y que me gustan tanto. Por esa voz tan limpia, por sus ojos verdes y su sonrisa con hoyuelos era como una muñeca. Todos la llamaban Galletita. Pero en realidad Martina era una guerrera. Tenía sólo cinco años y lo que más le gustaba era luchar conmigo. Conmigo, que le pasaba casi nueve años. ¡Lucha!, me decía siempre asomándose a mi cuarto. Y yo la seguía hasta el sofá del cuarto de estar, donde ella se subía con una espada de madera y un parche pirata atado con una goma por detrás de su cabecita. Yo era Peter Pan y casi siempre perdía contra ella, contra Martina Minigarfio. Porque sí. Porque se lo ganaba. Recuerdo que aquella tarde, en el coche, descubrimos que Minigarfio ya sabía la siguiente frase de la canción: “Mis campos dorados se quedan sin ti”. Y entonces papá, en vez de decir: ¡Pero si Galletita ya sabe la siguiente frase!, dijo: ¿A dónde va ese loco? Y resultó que ese loco se nos estaba echando encima casi a cámara lenta de lo rapidísimo que iba. Al menos así lo recuerdo. A cámara lenta. Y papá miró a mamá de un modo horrible. Un modo que quería decir justo eso: “Adiós, Angelina”, aunque 16
mamá se llamaba Claudia. Y papá frenó a fondo. Pero sin girar el volante. Con las dos manos firmes manteniendo la dirección. Como yo le oí decir un día que lo haría si llegaba el momento alguna vez. No giraré el volante, Claudia, le dijo a mamá. Será de frente. Para que ellos tengan alguna posibilidad. Nosotros ya habremos vivido. No sé cuándo oí aquello. Supongo que habría sido después de un susto parecido que terminó bien. Papá habría pensado que la música cubriría aquellas palabras. Pero no fue así. Yo lo oí. Y recuerdo que mamá asintió. Y aquella vez mamá apoyó su mano en la de papá, que manejaba la palanca de cambios. Ese era uno de los gestos que yo siempre había asociado a la felicidad. Mamá abrazando a papá sobre la bola reluciente de la palanca de cambios. Un abrazo muy pequeño y silencioso. Pero que me encantaba. En cambio, esta vez, ya no quedaba más felicidad para nosotros. Mamá miró a papá del mismo modo terrible que significaba lo mismo: Adiós, Angelina, aunque papá se llamaba Julián. Y mamá gritó. Y quiso darse la vuelta para vernos a mí y a Galletita, pero ya no dio tiempo a nada. Yo había cogido la mano de Minigarfio que ya no cantaba. Que ya había entendido en su propia cámara lenta que algo terrible venía a sucedernos. 17