Silbo del dromedario que nunca muere

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Silbo del dromedario que nunca muere Gonzalo Moure ilustrado por Juan Hernaz

Silbo del dromedario que nunca muere

La poesía nace de la tierra, de la necesidad de nombrar las cosas, de hacer magia con las palabras.

Gonzalo Moure • Juan Hernaz

Kinti encontró bajo una acacia, junto al esqueleto de un dromedario, un zurrón de cuero en el que había una honda para lanzar piedras, un Corán muy usado y un libro con palabras que no entendía.

www.loguezediciones.es

Lóguez




Al poeta Limam Boisha, compañero del alma. Gonzalo Moure A Darío, mi Kinti. Y a su madre, Marisa, por haber alumbrado poesía. Juan Hernaz

Primera edición: septiembre de 2017 © Texto: Gonzalo Moure © Ilustraciones: Juan Hernaz © Lóguez Ediciones, Santa Marta de Tormes (Salamanca) www.loguezediciones.es ISBN: 978-84-947052-2-9 Depósito legal: S.240-2017 Impreso en España - Printed in Spain Grafo, S.A. Todos los derechos reservados Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com 91 702 19 70 / 93 272 04 47


Silbo del dromedario que nunca muere Go n z a l o M o u re ilus t r a d o p o r Jua n H ern a z

Lรณguez



Cuando era un niño, Kinti encontró bajo una acacia los huesos de un camello grande, un cayado muy usado y un zurrón de cuero casi cubierto por la arena.

Miró alrededor, pero no había mucho que mirar, salvo la vacía desolación del desierto. La ausencia. Pensó que aquellas dos cosas, cayado y zurrón, habían pertenecido a alguien que ya estaría tan muerto como el camello. Abrió el zurrón con respeto, pero con menos respeto que curiosidad. Contenía dos libros, un Corán muy usado y un libro de poesía, escrito en una lengua que no entendía. Y una honda, también de cuero.


Kinti no tenía muchos juguetes. Una rama de acacia en forma de fusil, una raíz que hacía de jinete y un camello, toscamente tallado quién sabe por qué antepasado, y que había pasado de mano en mano en el campamento. De modo que la honda fue su primer tesoro.

Escondió el zurrón con el Corán y el libro de poesía entre su ropa, envuelto en un viejo turbante deshilachado, regaló el cayado a su abuela, que cojeaba cada vez más, y le dijo a su padre que había encontrado la honda en el barranco del río seco. Fue su padre quien le enseñó a usar la honda.


Como Kinti era el mayor de los hermanos, no compartió con nadie más su tesoro. Lanzaba muy lejos las piedras, y cada vez con más puntería. Así pasaba los días, acompañando a las cabras hasta los restos de la hierba que habían despreciado los camellos y lanzando piedras con su honda, mientras los hombres se alejaban hacia los mejores pastos.


Una semana de fuerte siroco apenas pudieron salir de las jaimas. Los animales aguantaban encogidos, y sus lamentos apenas se escuchaban bajo el fragor del viento y la arena. Kinti sacó el zurrón de su escondite. Entregó el Corán a su abuelo y aguantó la regañina de su padre por haber ocultado aquel tesoro. El libro de poesía le fue confiscado y guardado en el baúl.

Kinti pasó muchas horas escuchando a su abuelo, que leía el Corán. No hacía caso de los juegos de sus hermanos. Le gustaba escuchar las palabras sagradas en los labios de su abuelo. Las repetía y las mujeres le miraban arrobadas, pensando que el niño sería un santo. Pero él sólo se mecía en el ritmo de los versos, en la suave cadencia de las palabras.



Una tarde, Kinti pidió permiso a su padre, abrió el baúl y puso el libro en el regazo del abuelo, que dormitaba en su piel de oveja. El abuelo miró a su hijo y al niño un momento y luego el libro, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Lo abrió con cuidado y paseó su mirada por aquellas letras incomprensibles para Kinti, que le preguntó qué era. Poesía, dijo el abuelo. Poesía en español. Y leyó con trabajo, abriéndose paso a duras penas entre las líneas.


Y a pesar de la dificultad del abuelo para desentrañar las palabras, a Kinti aquello le sonaba tan hermoso como el Corán, aunque con una música distinta. Una música que no parecía hablar del cielo sino del suelo.

Como las piedras del camino, como el rumor de los pasos del camello, como el batir de los pies de los niños contra la arena, como el balido de las cabras recién nacidas.


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