Un gorrión en mis manos

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Rebeca pasa sus vacaciones en un pueblo pesquero de la costa. Allí conoce a Luisa, una niña que la hace vivir experiencias y sensaciones desconocidas para ella. Desconcertada por su amistad con esa niña rechazada por otros niños de la localidad, a la que consideran un marimacho, se debate entre reconocer ante todos que es su amiga o seguir a Nacho, el chico guapo de la pandilla. Como un gorrión en las manos, al que se le impide volar, el deseo de Rebeca se verá atrapado por su indecisión. “… si me iba, era como si apretara con mis manos aquel gorrión que había resucitado. Que mirara de frente a Luisa y aceptara su ofrenda delante de todos. Porque yo a esa niña la quería. La amaba. Y sin embargo, seguí caminando”.

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Lóguez



Mónica Rodríguez Un gorrión en mis manos


Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

© Texto: Mónica Rodríguez © Lóguez Ediciones 2019 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca) www.loguezediciones.es © Cubierta de Juan Hernaz ISBN: 978-84-949257-3-3 Depósito legal: S 93-2019 Impreso en España

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MÓNICA RODRÍGUEZ

Un gorrión en mis manos

Lóguez



PESCADORES

E

l ruido del mar lo llenaba todo. En cuclillas, con el vestido entre las piernas, veía las boniteras entrando en el muelle. No es que quisiera mirar, pero lo hacía. La brisa movía el toldo del bar a mi espalda y mi pelo revuelto de bucles. —Un día te va a salir un pájaro de ahí —me decía la abuela metiendo el cepillo entre los nudos. Yo manoteaba escapando de los peines. Me dolían los tirones y me daba rabia que me siguiese tratando como si fuera pequeña. La abuela, antes de darse por vencida, empuñaba el botecito azul de plástico y espolvoreaba el aire con un chorro de colonia. Yo corría y las gotas me alcanzaban los hombros desnudos. Martín, desde lo alto de la banqueta de la cocina, me miraba fijamente por ver si aparecía aquel pájaro del que hablaba la abuela. —Lo que tengo en la cabeza no son pájaros, son peces —le explicaba yo a Martín, achicando los ojos 7


para que fueran ovalados. Y también de plata, como la navaja de Antonio el gitano. Lo decía por decir, pero a lo mejor era un poco verdad y por eso miraba las boniteras de colores, allí, acuclillada, de espaldas al bar del muelle. Hasta mí llegaba el barullo de voces y platos, el chorro de la sidra. El vaso al sol se volvía de oro, pero estaba nublado y yo no miraba porque las barcas me tenían hipnotizada. A ratos la brisa se lo llevaba todo y solo estaba el mar. Como una explosión en el rostro. Y eso me gustaba. Levantaba mi vestido y se colaba entre mis piernas y eso también me gustaba. Las barcas atracaron y bajaron los hombres. Los vi subir por la rampa cargando con la pesca y los aparejos. Hablaban a gritos en un asturiano cantarín y roto. Estaban tan cerca de mí que podía ver sus caras amoratadas, sus botas salpicando agua. Olían a pescado. Uno de ellos puso su mano en mi cabeza y sonrió. Siempre habíamos veraneado en aquel pueblo pesquero. A veces no volvíamos a la ciudad hasta adentrado septiembre y, sin embargo, nunca nos mezclábamos con los del pueblo. Como si no fueran iguales a nosotros. Los niños incluso nos retábamos. —¡Veraneantes, culo mangantes! —gritaban ellos. 8


—¡Aldeanos, pueblerinos! —decíamos nosotros. Pero yo no gritaba. No porque no pensara lo mismo que todos, sino porque me costaba llamar la atención. Con Martín era distinto, Martín era mi hermano y ya está. A él sí podía gritarle. Miré hacia al bar del muelle y lo vi entre las mesas, jugando con servilletas sucias y corchos. Mis padres bebían largos tragos de sidra y sacaban con alfileres los cuerpos alargados y sabrosos de los bígaros. Los pescadores se alejaban ya por el muelle dejando en el aire los misterios de su oficio. Pensé en sus horas de mar y en la aventura y eso también me gustaba. Así que allí estaba yo con el viento en la cara y entre los muslos y la vaga aventura de los pescadores bullendo en alguna parte dentro de mí. Y entonces, sin pensar, llevada por un impulso secreto, me dejé caer por la rampa hasta la arena del muelle. Y era como si el viento me hubiera empujado. Pero entonces una parte de mí, esa más cauta, más oscura y maliciosa, me llevó a mirar hacia atrás para comprobar que mis padres no me vigilaban. Y como, en efecto, así era, dejé que el impulso me gobernase. De este modo, empezó todo. 9


BARCAS

E

l trozo de arena estaba atravesado por las cuerdas que sujetaban las barcas. Todo se movía con los vaivenes del mar. Siguiendo ese impulso que me hablaba al oído, me quité las sandalias y las dejé en la piedra de la rampa, a salvo del agua. El mar me llegaba a las rodillas y hacía remolinos. Agarré la soga de una barca pequeña, con un motor viejo y oleoso, y tiré de ella. La barca vino a mí como el pensamiento. Suavemente, sin nudos. Meciéndose, con su bancada y sus maderas abiertas y vacías. Subí y no pensé en el dueño de la barca ni en nada. Me quedé allí quieta, sintiendo el viento y el mar. El vaivén me adormecía y vagaba en el viaje de los pescadores, como una ensoñación. Me gustaba la paz de aquel cielo encapotado, el verde de las costas y la Isla del Carmen, a lo lejos, entre las olas plateadas. Yo sentía que todo eso formaba parte de mí. No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto me volví y vi a la niña 10


mirándome desde el muro del muelle. Me pareció que guiñaba los ojos y que su mirada era hosca. Ahí comprendí que no debía estar en aquella barca. Sin embargo, no me moví. No sé si ya había visto la pipa de fumar tirada en el suelo del bote, en medio de un charco de agua sucia, o si la vi después. Volví los ojos hacia el muelle pero la niña ya no estaba. De pronto, escuché mi nombre. Fue como si tuviera un gato montés en la barriga. El gato saltó y yo salté. —¡Rebeca, Rebeca! Me di cuenta de que ya no había tanta luz. El aire era oscuro como la arena mojada. Cogí la pipa y salí de la barca. Cuando llegué a lo alto de la rampa con los zapatos en la mano y los pies encharcados, mis padres me miraron ceñudos. Estaban peleándose entre ellos y no me prestaron mucha más atención. —¿Dónde estabas? —me preguntó Martín por lo bajo. —De viaje —susurré. Y para deslumbrarlo más, añadí: —En barca. Él me miró con los ojos muy abiertos. —La próxima vez me voy contigo. —Eso ya veremos. 11


Subíamos la cuesta del muelle. Mi madre cambió de lugar su enfado. —¡Cuántas veces te hemos dicho que no bajes la rampa, Rebeca! ¡Y que no te descalces, que está lleno de cristales! La próxima vez... Yo dejaba que sus palabras se las llevase el viento. Miraba mis pies llenos de arena y toqueteaba la pipa que había guardado en mi bolsillo. De alguna manera, su tacto me serenaba. Me devolvía a la barca. Me gustaba que fuera el objeto de un pescador y enrojecía de vergüenza y placer al pensar que lo había robado. Por eso cuando aquella niña del pueblo me miró con los ojos burlones, como si conociera mi secreto, me sobresalté. Acaricié de nuevo la pipa, pero esta vez no surtió efecto.

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LA NIÑA

E

ra fea. Tenía el pelo corto y revuelto, los ojos vacilones y sonreía. Llevaba una falda que dejaba ver sus rodillas. Era una falda ridícula, de tablas, y calcetines blancos. Y eso era lo que yo veía, aquellos calcetines blancos, porque agaché la cabeza y no miré, pero veía sus horribles calcetines blancos. Apreté la pipa muy fuerte cuando, de improviso, se movieron hacia mí. Fue un golpe de aire y allí estaban sus calcetines y su falda balanceándose muy cerca y su voz. Un susurro que decía: —¡Te vi cogerla! Y era como un cuervo, allí, en mitad de la tarde casi noche, arriba del muelle. Y yo estaba paralizada de terror y de vergüenza. Mis padres se alejaban con Martín saltando entre ellos. Y yo allí, quieta. Y la niña del pueblo corriendo ya cuesta abajo. Todo risas. Entre los cortos mechones, se veía su nuca blanca. —¡Imbécil! —dije y la palabra se me quedó en la boca. 13


Apretaba tan fuerte la pipa que me dolía. —¡Rebeca! Mi madre no estaba para tonterías. Yo tampoco. Le hice un gesto de fastidio con la cabeza y volví la vista hacia la niña. Fue como si tiraran de mi corazón. Porque empujaba una de las cuerdas del muelle y entre las sombras azules se movió una barca y era la mía. Solté la pipa como si me estuviera quemando la mano. Todavía notaba su peso dentro del bolsillo. El viento era más frío de repente. Mis mejillas ardían. Sentí vergüenza por haber sido descubierta y también rabia. Me entraron ganas de llorar. Pero no iba a hacerlo, claro que no. Qué se creía aquella niña de pueblo. —¡Y a ti qué te pasa! —dijo mi madre de mal humor. —¡Nada! —¡Cada día estás más huraña! Volvimos los cuatro en silencio. Martín iba a saltos de una baldosa a otra. Cuando llegamos a casa escondí la pipa en la cabecera de la cama, bajo el colchón. Así, oculta, dejaría de existir. Lo mismo que la niña de pueblo, fea y burlona. 14


Aquella noche, al meterme en la cama, me pregunté si notaría la consistencia de la pipa bajo el colchón. Si la pipa o la niña vendría a perturbar mis sueños. Y vinieron. Por la mañana enterré la pipa junto al gorrión.

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EL GORRIÓN

U

n verano nos encontramos en los setos del paseo de la playa una cría de gorrión. No podía volar y piaba. La abuela venía con nosotros. Yo fui la primera en verlo. Aleteaba y era un barullo de plumas marrones y esponjosas. Parecía tan indefensa que se me encogió el corazón. Solté el cubo de la playa y la toalla y la cogí entre las manos. Me puse muy tozuda porque quería llevármela a casa. —Pero está mejor ahí que con nosotros, Rebeca. ¿Y si vienen sus padres a rescatarla y no la encuentran? Pero yo no estaba dispuesta a dejar al gorrión y, al final, convencí a la abuela. Martín, que era mucho más pequeño, daba saltos a mi alrededor y me pedía que se lo dejara. Yo no quería. Era mío. Mi gorrión. Cuando llegamos a casa estábamos tan excitados que se nos olvidó merendar. La abuela se fue a hacer compras y nos quedamos solos con el gorrión. Lo metimos boca arriba en una caja. Enrollamos una tela 16


para que apoyara la cabecita y lo tapamos como si fuera un bebé. Después le dimos una aspirina deshecha en agua con una cuchara. Yo lo vigilaba. Martín le pasaba la mano por la cabeza para ver si tenía fiebre. —No hagas eso, así vas a matarlo —me enfadaba yo. Y murió, pero no por culpa de Martín. Lo mató la manta, la aspirina, la caja de madera… Enterramos su cuerpo en un trozo de tierra que tenía el patio de la casa alquilada. Tratamos de hacerle una cruz con dos palitos, pero no supimos. Esa noche lloré. No era solo porque el gorrión hubiera muerto. Había algo que me arañaba por dentro y era la culpa. Pensaba en su cuerpo ya frío, bajo tierra, pudriéndose. En su corazón caliente en mis manos. Yo no había querido escuchar a la abuela. Pero eso no era lo peor. Lo peor es que yo sabía que así no se cuidaba a los pájaros. Yo sabía que si lo hubiéramos dejado en los setos no habría muerto. Pero quise tenerlo en mis manos. Cuidarlo como a un bebé y no era un bebé. Era un pájaro. Y ahora, al enterrar la pipa al lado de sus restos, volví a recordar su aire vulnerable, el calor pequeño del gorrión en mis manos. Y volví a sentirme a culpable. Como una premonición. 17


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