Grados de referencia

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Lom palabra de la lengua yámana que significa Sol

Mihovilovich, Juan Grados de referencia [texto impreso]/ Juan Mihovilovich. –1ª ed.– Santiago: LOM Ediciones, 2011. 272 p.: 14x21,5 cm. (Colección Narrativa) isbn: 978-956-00-0234-1 rpi: 205.056 1. Novelas Chilenas I. Título. II. Serie. Dewey : Ch863 .– cdd 21 Cu"er : M636g Fuente: Agencia Catalográfica Chilena

© LOM Ediciones Primera edición, 2011 isbn: 978-956-00-0234-1 rpi: 205.056 Motivo de portada: Trabajo fotográfico de Vania Mihovilovich edición y composición LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago teléfono: (56-2) 688 52 73 | fax: (56-2) 696 63 88 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina impreso en los talleres de lom Miguel de Atero 2888, Quinta Normal teléfonos: 716 9684 - 716 9695 | fax: 716 8304 esta novela ha contado con la beca para la escritura del consejo del libro y la lectura

Impreso en Santiago de Chile


Juan Mihovilovich

Grados de referencia



Lo más sencillo sería no empezar. Pero estoy obligado a empezar. Lo que significa que estoy obligado a continuar. (Samuel Beckett, El Innombrable)

¿Cuál es nuestra herida? ¿Cuál es nuestra herida? ¿Por dónde desangramos? (Francisco Ruiz B., cantautor de Curanilahue, Paisajes)



Advertencia: Hechos y personajes son reales y ficticios: Solo es cuestión de perspectivas…



A Fulvio Molteni, Nacho Chamorro, Adriana Bórquez, Jorge Navarrete, Eduardo Palma, Julián Bastías y Ruth Flores... por el apoyo y crítica fraterna… A mi hermano Luis Mihovilovich, por muchas cosas.



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¿Cómo empezó todo? ¿Algo empieza en verdad? ¿No se continúa lo inconcluso, lo que tiene un destino o puede consumarse, aunque sea transitoriamente? No sé cómo ni cuándo comenzó. Recuerdo hechos e ideas fragmentadas. Claro, un trozo de vida: acontecimientos dispersos sin orden ni concierto, como si un director se inclinara a recoger la batuta y al erguirse, la orquesta entera desafinara. Si es la vida, no hay forma de sustraerse a ella. Es posible liberarse un tiempo de quienes hacen de la existencia un proceso discontinuo. Uno se aísla, se esconde del mundo y el mundo siempre nos encuentra. Es tan pequeño el cuerpo planetario girando sobre un eje que amenaza con detenerse. Imagine un momento ese freno probable, ¿a dónde llegaríamos expulsados como desde una catapulta? ¿A Venus, a Marte, al infinito? Esa detención está próxima, créalo, o al menos admita su potencial ocurrencia. ¿Cómo empezó todo? Le reitero, no es fácil recordarlo. Mire usted, un día cualquiera, mientras los ecos de septiembre constituyen una parábola del futuro, el mundo se paraliza, ¿lo ve? Ocurre apenas inicio la historia. Pues bien, las calles se repletan de hombres uniformados, de camiones que trasladan a ciudadanos temerosos, de civiles persiguiendo a jóvenes que huyen hacia las esquinas como si allí pudieran esconderse. Quizás pretendían ocultarse de sí mismos, de su futuro, del miedo de seguir viviendo. No lo sé. No sé nada al fin. Solo que estaba allí por esas casualidades que la vida se empeña en forzar, sin asumir aún sus invisibles grados de referencia. Entonces, el cielo se nubla, las alamedas se estrechan, tras las paredes surgen quejidos de seres indefensos y en la terraza de un céntrico edificio, oficiales de alto rango escrutan el horizonte con enormes binoculares. Debían

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ver qué había allá lejos, al otro lado de la cordillera. ¿Avizoraban el porvenir? Tal vez. Yo me acurruqué junto a un árbol de la plaza. Tenía un miedo quieto, próximo a la serenidad y una especie de frío interior obligaba a encogerme. En pocas palabras, se estaba produciendo el advenimiento del dictador. ¿De cuál? ¡Del nuestro! ¿De qué otro podría ser? Sencillamente del dictador que llevamos dentro. ¿Lo encuentra terrible? ¿Exagero? ¿Acaso no se tiene lo que se merece? Oh sí, podrá argumentarme que no es posible medir la historia humana de manera tan simple. ¿Cree en su fuero interno que es así? ¿No estará atrapado por el eco de su venida y la resonancia de mis palabras? Sin duda, le asusta que un desconocido, de buenas a primeras, lo trate como un potencial dictador. Solo tenga presente que no me excluyo ni descarto a nadie. Si digo que se trataba de la llegada de nuestro dictador interior es porque, lisa y llanamente, eso era. Si ese trágico o feliz día no hubiera llegado, ni usted ni yo estaríamos aquí sentados mirando ese cielo azulado entre las hojas de los eucaliptos ni beberíamos esta mineral tan saludable. ¿Cree en las bondades del agua mineral? ¡Qué bien! Al menos coincidimos en algo, un buen punto de partida en aras del entendimiento. Prosigo. Le reafirmo que mi presencia allí obedecía a una casualidad discutible. Recién cursaba estudios de Derecho, y visitaba la ciudad paterna un fin de semana. Justo, el infausto día en que la historia se torció y muchos emprendieron la fuga cuesta arriba o abajo, dependiendo del sitio y la actitud. Había acudido a renovar mi vencido carné de identidad. ¡Extraña coincidencia! ¿No le parece? Como si uno siempre necesitara un nuevo rol para ser controlado de mejor manera por algún matemático o estadístico enquistado en las esferas de un poder oculto. ¿No somos acaso un guarismo en los fríos padrones de un poder omnímodo y secreto, engañosamente visible a través de un celular o una tarjeta de crédito? ¡Cruel paradoja! En el preciso instante en que acudo a la oficina del Registro Civil a reponer el número que me reinstalaría en el mundo, la ciudad se iba transformando en un caos: gente persiguiendo y siendo perseguida. Comenzaba el acoso que nos incluía. Parecíamos una reproducción de dibujos animados abriendo y cerrando puertas, saltando murallones, escondiéndose en sótanos o en tarros basureros, 12


encaramándose en los árboles, saltando de rama en rama cual monitos divertidos que olvidan al león que espera la caída. Sí, es septiembre de un año que nunca más será un año cualquiera. ¿Qué hice después? Nada especial: fui a casa de mis padres y percibí las primeras reacciones: mi madre, feliz; mi padre, afligido. Mi hermano menor interrogando con sus ojos asustados. La radio emitía escuetas noticias alternadas con retretas y bandos militares. ¿Qué es un bando? Hasta allí se ignoraba, pero al hacerse habituales concluimos que era una forma de ordenar nuestra supervivencia. Consignaban órdenes, citaciones, prohibiciones, búsquedas, imperativos, amenazas. En fin, el efecto causado cuando parte de la especie humana se transforma en dominadora del resto. Para ello es previo ser dictador de sí mismo en estado embrionario o evidente. ¡Qué mejor que un déspota único y preciso para todo un pueblo! Así uno evita ser un tirano de trastienda u oficina. Con un solo dictador uno se mimetiza y en un espejo exclusivo reproduce su verdadero rostro a través del energúmeno que brota dentro. ¡Claro que cuesta asimilarlo! No voy a decir una cosa por otra. Está de por medio el sufrimiento personal, el ajeno y colectivo, pero como la mano oprobiosa representa el bien futuro, muchos empiezan a apretarla con un discreto sentido del deber. ¡Ah!, y del placer. Eso ocurrió de a poco, aunque los menos pudorosos salieron a la calle provistos de banderas y cantando el himno nacional como si reprodujeran el tono de una nueva Marsellesa que nunca habíamos advertido. Era una revolución, sin duda; una revolución invertida, aunque ello también sea debatible. Después de todo, la primera gran revolución moderna basada en un mundo igualitario, libertario y fraterno terminó con el tutelaje de la realeza divina que pensaba y creaba por quienes, se supone, no podían hacer ni pensar por cuenta propia. Ahora nuevos súbditos nacían con el advenimiento del pequeño dictador interior, por eso había que celebrar o lamentarse. Dependía del lugar que se ocupara, creo habérselo dicho. Ese fue el peor instante de nuestra mortificación interna. Me refiero a la mortificación de algunos. ¿Qué peor que sacarse el sombrero si a nadie se saluda? De eso se trataba: inclinar la cabeza y saludar a nuestra propia sombra. A riesgo de parecer broma, véalo así: veinte años, sueños aplazados, poesía e idealismo 13


de por medio, y la esperanza algo mística de un hombre diferente. Bueno, ese castillo de naipes se venía al suelo. Claro que era pronto para esconder la cabeza como el avestruz; la ingenuidad tiene rostro temerario, así que nos íbamos inventando ejércitos de juguete y alzamientos de desarrapados. ¿Qué amenaza podía subyugar aún la llegada del paraíso terrenal? Sin embargo, un año atrás de la aparición de los binoculares sobre una terraza del liceo, yo escribía que la llegada de la bota sería inmisericorde, que seríamos como hormigas sin antenas y todo se ahogaría bajo un océano de sables centelleantes. En momentos así aquello se olvida o se deja a buen recaudo, mientras se tantea la realidad como un sueño. ¿No es una buena forma de soñar el negar la realidad? Cierto, el mundo no es patrimonio de quienes lo sueñan, sino de quienes lo construyen o trabajan. Ah, mi querido amigo, siempre me he negado a eso, ¿conoce el proverbio que dice que si el hombre trabaja, Dios lo respeta, y si canta, Dios lo ama? ¿Y qué pasa con Dios si nos matamos unos a otros o, más bien, si los unos asesinan a los otros? ¿No quedamos expuestos a su ira y su venganza? ¿No regresa el Dios del Viejo Testamento? Naturalmente, esta disquisición vale si tenemos una idea aproximada de Él, o ninguna idea, pero sí convenimos en su existencia. Dios esto o lo otro o lo que Dios no puede ser para que sea algo. Teorías, viejas teorías que al momento de los hechos nada resuelven. Puede que solo sirvan para desorientarnos o echar la culpa al empedrado. Por alguna recóndita razón nos divierte aniquilar a los demás si obstruyen nuestros intereses. ¡Oh sí!, de a poco aprendía esa vieja máxima de morir cada día y en cada día varias veces. Aquí la muerte era una condición inesperada, una suerte de invisible guillotina que acechaba a la vuelta de la esquina. Imagine lo siguiente: un buen día se le pierde un hijo pequeño y sale a buscarlo por el vecindario. Preguntará si ha sido visto, señalará el color de sus ropas, que tiene ojos pardos, cabello ondulado y añadirá la edad como antecedente. Con esos datos, el barrio será solidario y saldrá como un solo hombre tras su descendiente. Pues bien, acepte que en esta otra realidad nada de eso importa: la desaparición de un niño hará que las cortinas se cierren, las puertas no se abran o hasta se niegue su pérdida. Incluso más, ese hijo será 14


supuesto, inexistente, por tanto imposible de extraviar, ¿lo comprende? En este caso se extraviaba el niño que éramos, el niño que pretendía ser, el que nunca más sería. Es verdad su acotación, también los niños son crueles: dominan, golpean, se burlan o menoscaban al más débil. Permítame una digresión. Ello ocurre al tomar conciencia de nuestra individualidad, del aprendizaje forzado y al que luego obligamos: esto es mío, aquello es tuyo, nada es nuestro, ¿me sigue? Cuando esos niños uniformados empezaron a controlar calles y habitaciones, cuando tornaron los sueños en pesadillas, me llegó otra imagen. ¿Le dije que tenía dos hermanos? Esa imagen recurrente fue verme sobre el segundo de ellos en actitud de golpearlo; aferrando sus manos, le escupía la cara y me reía de su impotencia. Claro que lloraba y sus lágrimas reforzaban mi fuerza y aumentaban su debilidad. Indudablemente, él no tenía mi envergadura y yo no estaba exento de fortaleza física. Además, ejercía en él una innegable dominación sicológica. En ocasiones lo tuve aprisionado media hora contra el suelo mientras gritaba como un enajenado, en tanto mis manos iban de sus brazos a la boca y viceversa. Él me mordía, yo lo golpeaba, lo golpeaba y me mordía, hasta que llegaba mi madre y corríamos a escondernos. En la huida lo amenazaba si intentaba culparme. Allí nos convertíamos en cómplices transitorios por la urgencia del castigo, hasta que un día me arrojó unas tijeras que se clavaron en el borde de mi párpado derecho. Su reacción fue obvia: cansado de mis torturas, y por instinto, me lanzó lo que tuvo a mano. Estuve a punto de perder el ojo y quizás esa eventualidad me habría permitido ver la otra mitad del mundo que ignoraba. Ese simple hecho bastó para cambiar nuestra relación. La sensación de temor se invirtió, aunque evité demostrársela. Se produjo un tácito pacto de no agresión: mi dominio físico se diluyó volviéndose difuso y defensivo. Es sintomático; después, algo mayor, mi hermano tuvo una acentuada predisposición por el físicoculturismo. ¿Qué tiene que ver todo eso con lo otro? No lo sé. Solo le menciono esa imagen personal ante ese cuadro fantasmagórico desplazándose por la ciudad. Nadie pintaba por sí mismo ese cuadro; apenas posábamos para ser inmortalizados 15



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