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El despertar

Fue a mediados de mayo. Laura y Juan Carlos, sentados frente a una mesita del bar contemplaban el paisaje marino saboreando un Extra Seco. Habían venido a pasar el fin de semana a Montelimar y se hospedaban en uno de sus bungalows, el número 233. — ¿Por qué no vamos a nadar un ratito y después volvemos a terminarnos las bebidas? —sugirió Laura —. El sol ya se va a hundir y quiero ver la chispa verde. ¿Nunca la viste, verdad? —No— dijo Juan Carlos—, Creo que son cuentos tuyos. —Vamos — se puso de pie Laura. —No se lleve las bebidas —le dijo Juan Carlos al mesero—, dentro de diez minutos regresamos. —Está bien, pero mejor déjelas pagadas. Juan Carlos sacó dos billetes y se los extendió. —Podés quedarte con el vuelto —dijo.

Laura salió corriendo hacia la playa en su bikini estampado y Juan Carlos la siguió con pasos mesurados. —Apúrate —grito Laura— o no vas a ver nada.

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Agarrados de la mano se internaron los dos hasta que el agua les llegó a la cintura. El sol, un enorme disco rojo, empezaba a hundirse en el horizonte. —No dejés de mirarlo y procurá no pestañear —dijo Laura con voz cantarina—. Cuando veás la luz verde, pedí tres cosas y verás cómo se te conceden. —Supersticiones — le apretó Juan Carlos la mano y ambos fijaron su mirada en el sol. —Ya, ya se va a hundir—, decía ella, cuando una enorme ola los aplastó contra el fondo, separándolos, arrollándolos, succionándolos mar adentro en la resaca. Laura alcanzó la superficie. Intentó gritar pero no pudo. Tenía la boca y la garganta llenas de agua salada y estaba enloquecida de terror. Otra ola gigante la cubrió, la sacudió en sus fauces como si fuera una muñeca de trapo, la sumergió de nuevo y entonces sí, ella gritó y el mar entró a su boca y a sus nari-

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ces entorpeciendo el aullido. Los segundos se dilataron, se volvieron horas mientras ella agitaba piernas y brazos convulsivamente. De pronto, un pie tocó la arena y se orientó en un mundo de arriba y abajo, de planos separados de agua y aire.

Luchó a ciegas por alcanzar la playa y se lanzó sobre el reflujo de una ola agarrándose a la arena. Levantó la cabeza, aturdida. Divisó a Juan Carlos a unos cuantos metros de distancia haciendo esfuerzos por levantarse y salió tambaleándose, a su encuentro.

Se besaron desesperadamente y se tumbaron sobre la playa. Estaban magullados y adoloridos. — Qué susto —dijo Laura—. Te juro que creí que me moría. —Yo también. Todo debe haber durado un minuto, pero sentí que eran siglos y qué cosa curiosa, de repente perdí el miedo, pensé que qué manera más idiota de morir y vi cómo toda mi vida desfilaba ante mí. —Lástima que no viste la luz verde.

Juan Carlos sonrió y no dijo nada. —Lo increíble —cambió ella de tema— es que tragué toneladas de agua y ahora no siento nada en los pulmones. —Yo tampoco. La debemos de haber vomitado sin darnos cuen-

ta.

—Podríamos habernos muerto —abrió Laura grandes los ojos—, juro que no vuelvo a meterme al mar. —Después de semejante susto —hizo Juan Carlos una mueca y se estremeció—, lo que más necesito en este mundo es un trago fuerte para brindar a la vida. ¿Qué te parece si volvemos al bar?

Se incorporaron con dificultad y caminando despacio se dirigieron hacia allí. Las bebidas los estaban esperando en la mesita. —Qué rico sabe este ron —dijo Juan Carlos—. Más rico que hace unos minutos. —Tenés razón—, tiene como un sabor más intenso. —En cambio la música —torció Juan Carlos el rostro—, me golpea los oídos. Le diré al camarero que la ponga más baja.

Se levantó, fue hasta el mostrador y pidió que la bajaran. No hubo caso. Julio Iglesias seguía cantando a voz en cuello. —Estaba mirando esta rodajita de limón —dijo Laura cuando volvió Juan Carlos—, nunca me había dado cuenta de este verde iridiscente que tiene el limón. Parece mentira que solo hasta ahora lo haya descubierto.

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—Es como si de pronto todo se hubiera intensificado —dijo Juan Carlos—. Mírale la cara al mesero. ¿Te habías dado cuenta de la enorme tristeza y de la rabia que ese rostro encierra?

Laura levantó la vista de la rodaja de limón y la fijó en el rostro del mesero que les servía a los otros dos parroquianos en la mesa de al lado. —Increíble —dijo—. Dan ganas de llorar. —¿Querés otro ron? —No, amor, estoy muy cansada y no soporto la música.

Cuando salieron Laura levantó la mirada hacia el cielo. Las estrellas eran enormes, jamás había visto estrellas así. Brillaban de una manera extraña y se sintió al borde del vértigo. —¿Sabés? —dijo—, me siento igualito a aquella vez que tomamos LSD. ¿Te acordás? —Es verdad, yo también. Solo entonces he sentido esa intensificación de las cosas que siento hoy. Estuvimos a punto de ahogarnos, ¿será eso? —Fue horrible —dijo Laura, apretándole la mano—. Procuremos olvidarlo.

Los bungalows eran todos igualitos. Caminaron dos cuadras en silencio y doblaron a la izquierda. —Creo que es por aquí —dijo Juan Carlos—. Estoy confundido. —Parece un laberinto. —No, no es por aquí, creo que había que doblar a la derecha. —Estoy tan cansada, ni un alma a quien preguntarle. ¿Te fijaste que fuera de la pareja que dejamos en el bar no hemos visto a ningún otro turista? —Sí que me fijé. La crisis es tremenda, pero qué lindo tener la playa para uno solo, ¿verdad?

Siguieron caminado y perdiéndose en el laberinto hasta que por fin, después de más de media hora de dar vueltas y sintiéndose ambos exhaustos, Juan Carlos descubrió el número 233.

Laura entró primero y fue directamente al baño. Cuando volvió al dormitorio Juan Carlos ya estaba dormido. Ni siquiera se había quitado la calzoneta. Se tendió junto a él, desnuda, apagó la lamparita de la mesa de noche y se quedó dormida.

Soñó: La luz de la mañana entraba a chorros por la ventana y se filtraba por las cortinas iluminando la habitación. Dos muchachas vestidas en uniforme azul y delantal blanco entraron conversando.

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Laura trató de incorporarse y no pudo. Sentía el cuerpo pesado. Trató de increparlas y tampoco pudo. La voz no le salía, era como si tuviera la boca llena de algodones. Trató de despertar a Juan Carlos. Todo en vano. Más que miedo sentía indignación. Reconoció que estaba atrapada en un sueño. La familiar sensación de pesadilla en la que uno queda inerme ante las circunstancias.

Las dos muchachas se dirigieron al armario. —Empecemos por aquí —dijo una.

Laura las miró atónita, enmudecida, mientras ellas empezaron a sacar la ropa y lo metieron todo en la maleta que reposaba sobre un banquito, al lado. Cuando terminaron se dirigieron al baño. —“Opio de St.

Laurent” —exclamó la más bajita—. Voy a quedármelo de propina. —Hacés bien —dijo la otra estallando en risas—. Yo en cambio me quedaré con el bikini amarillo que encontré en el closet.

Regresaron al dormitorio y entre las dos pusieron la maleta sobre la cama para cerrarla.

Fue solo entonces, cuando la colocaron sobre sus piernas sin que ella sintiera nada, absolutamente nada, que Laura comprendió.

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Irma Prego

Nació en Granada, Nicaragua en 1993. Fue una de las primeras escritoras de su época en enfatizar la conciencia de género de manera crítica y moderna, estimulando el desarrollo de la literatura nicaragüense; en sus temas las mujeres siempre se rigen por las normas establecidas por la sociedad patriarcal ante el papel del hombre machista, agresivo y sexualizador. Se dio a conocer como escritora en los Juegos Florales Centroamericanos de Guatemala en 1978.

Sus tres obras publicadas son una recopilación de cuentos y poesía, Mensajes del más allá (1988), Agonice con Elegancia (1996) y Piensa en mí (colección de 16 cuentos inéditos), algunas de estas han sido llevadas al teatro. En el año 2000 Irma Prego falleció en Costa Rica, donde vivía desde 1956.

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Mabita culpable

Manita padece hace rato una inercia fatal. De pronto empezó a notar cambios súbitos en su buen carácter de pan llevar. Pasaba de la furia al mutismo, donde su mente no paraba de pensar veloz y desordenada hasta dolerle el cerebelo. Entonces se dejaba llevar por la fácil pendiente de no tomar ninguna iniciativa para no fallar, para no ser enjuiciada o cuestionada. Estaba harta sin saberlo de ser disminuida en su más mínima expresión vital. Se las arreglaba para levantarse muy tarde, comer poco, hacer siesta y leer de noche hasta que los ojos le ardían de irritación entrada la madrugada. Así logró no pensar temerosa en la permanente inseguridad que vivía, amenazada de dramas siempre impredecibles, gastando energías, como alguien que salta sobre un tonel que gira. —La quiero ayudar —dijo el marido— Venga a dejarme a la oficina, esa modorra en que vive no me sirve y afecta a los niños, venga y se queda con el carro para que lleve en la tarde a los hijos a comer un helado y a dar una vuelta por la ciudad, hace un día magnífico. —También podemos ir por pan caliente para el café –dijo Manita reanimada—.

Fue a dejar a su esposo a la oficina, en el trayecto intercambiaron pocas palabras.

Regresó, guardó el carro en el garaje, y se sumió en la siesta; después esperó a sus hijos, que regresaran de la escuela como todas las tardes.

En el calor de la canícula, Manita se llenaba de manchitas rojas en las piernas y en la cara, el dermatólogo le aseguró que era sicosomático. “Cuídese del sol y del calor de la cocina, pero sobre todo tranquilidad, nada de tensiones, tiene que vivir al margen de compulsiones, vivir tranquila y ya verá cómo sana rápidamente. Todos sus problemas se le reflejan en la piel, pero le ha ido bien, a muchas se les cae el pelo y acaban sus días casi calvas.”

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A ella, por su estado de ánimo, el sol brillante del verano la hería, la ofendía. Entonces corría las cortinas a las 4 de la tarde, para adelantar la penumbra de la noche, con la esperanza de que mañana sería distinto, en ese pasar el tiempo como un río hacia la mar, en la indolencia apática muy a su pesar... Pero hoy tal vez sería distinto... ¡Qué conjunción de astros propicios le daba un día de paz!

Cuando llegaban los hijos, ella revivía. Merendaba con ellos, hacían tareas, conversaban sobre variedad de tópicos de actualidad, de la escuela y sus incidencias y de los proyectos que inventaba Manta para divertirlos. Como el plan de conseguir un mono cariblanco, que se llamaba Mincho, que lo iba a conseguir con un pampero guanacasteco, el que comería frutas, legumbres y hortalizas, además le enseñaría a fumar y a bailar minué, le haría trajes de varón viril, y el mono viviría feliz, muchos años, atado a su cadenita dorada, con casa de moho y cama para que durmiera abrigado en el invierno. Aunque —dicen, les advirtió a los niños—, que los monos se enamoran de las mujeres y entonces son obscenos hasta decir no más, pues parece que como algunos varones enfermos, se dedican a ofrecerles sus partes íntimas a las mujeres, en una ostentación machista muy animal.

Entonces mejor traemos una mona maternal como yo, para que nadie ni nada a ustedes los escandalice. Se imaginan un monto embramado enseñándole sus partes nobles a mi tía Tina. Y ella cayendo cataléptica furiosa conmigo. Y después, el sermón anacrónico de libre pensadora, atrabiliaria, qué manera de criar hijos en compañía de animales salvajes.

Mincho era un personaje que llenaba las horas vacías y las fantasías de Manita y sus hijos. Lo mismo que la paloma mensajera que pediría al Canadá, que transportaría mensajes secretos a las amistades de los niños, en un afanoso ir y venir, que se llamaría Juanita, con palomar y palomo macho, para hacer crías y vender en un próspero negocio, que saturaría el Mercado Común Centroamericano, y así nos ahorramos el correo, y ustedes se van a comunicar de una manera íntima con sus compañeros, sin censura del bandido correo.

Pero los estrenos de palabras estrambóticas que Manita pepenaba en sus lecturas de libros y revistas, ella las ponía a circular en la casa como lenguaje corriente. Cuando descubrió la palabra defenestrar fue asunto serio, porque durante un mes o más usó y abusó del término. “A tu maestra la voy a defenestrar” “Defenestremos el

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almuerzo” “Mi amiga se defenestró casándose con ese badulaque.” “Ese señor está defenestrando el país con tanto impuesto.” “Hay que defenestrar al Fondo Monetario Internacional o él nos defenestrara.”

O cuando le daba por hablar como escribe García Márquez, usando la hipérbole en lo más simple y la simplicidad en lo más dramático. O cuando los veía aburridos decía: “Es hora de salir a fundar un pueblo”. Los hijos también entraban en el juego de palabras conspicuas y todos se divertían de la manera más singular.

Estaba Manita desdeñosa e importante jugando de magnate gringa con los hijos, hablando de sus inversiones en bienes raíces en Hamburgo, de sus fábricas cibernéticas en Japón con sucursales en Buenos Aires y Pernambuco, de su enlatadora de cangrejo gigante en Alaska, cuando timbró el teléfono. El hijo mayor corrió a atenderlo. —Dice papá que vayamos por él, hoy puede venir a cenar.

Manita al volante, contenta, con el carro lleno de niños, y con Nicolás, su perro zaguate, cruzó la ciudad hablando cosas alegres de monos, fábricas y combinaciones divertidísimas de palabras. Sintió que ese día por lo menos se salvaba de la rutina y recobraba en algo su alegría de vivir. El tener cerca a sus hijos risueños, animosos, la llenaba de una sensación de plenitud reconfortante. Ella no concebía la vida sin humor, sin buen humor. Y volvió a hablar de su caballo Chele, copete espeso, tobillo fino, pasitrotero, el que compraría no más ajustara la plata. Y le vamos a dar zanahorias, afrecho y cajeta de coco.

Al llegar a la oficina del marido, le sorprendió encontrarlo al borde de la acera, con aire inquieto; presuroso se subió al carro y la miró fijo, inquisitivo. Saludó brevemente a los niños. Con alardes de violencia, asfixiado de ira y con un brazo tieso arrancó el carro, no más rodó un trecho, miró el kilometraje con ostentación y vehemente furia ciega, mal contenida, preguntó —¿Dónde andabas? ¿De dónde venís?... Este carro ha subido en 150 kilómetros su recorrido, el tanque de gasolina estaba lleno y ahora... —Y en tono patético de partir el alma—Y ahora…, Dios mío, está casi seco. ¿Dónde andabas, muñeca? —preguntó angustiado y con expresión de ojos, orejas, nariz, piernas y brazo tieso, completamente teatral.

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Manita sintió hervirle la sangre en la cabeza. La asombró que en vez de enfurecerse, se desanimó, se amilanó, sintió vértigo por la humillación de siempre, por la absurda escena desproporcionada e imbécil ante sus hijos.

Los niños, asustados, no supieron cómo pasar de la risa y el regocijo al psicodrama. Uno lloraba, el otro gemía quedito y suspiraba. El otro, más valiente, gritaba —Déjela, déjela en paz; no pelee, no pelee más—, y también se echaba a llorar desconsolado, con un llanto profundo y desgarrado, difícil de olvidar y perdonar, porque se repetiría muy pronto, la mañana siguiente, la noche de la próxima semana, el día iluminado, el día lluvioso, la tarde aún sin fecha, pero más y más Manita cargada de culpas.

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México

Rosario Castellanos

Nació en Mexico D.F, novelista, poeta, ensayista y diplomática, ejerció el Magisterio en la unAm y en las Universidades de Wisconsin y de Bloomington, así como en la Hebrea de Jerusalén. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializadas en México y en el extranjero.

Su obra se caracteriza por tratar temas innovadores para su época como es el indigenismo, el feminismo y la preocupación social.

Recibió los premios Chiapas, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Trouyet.

La autora cultivó con empeño y rigor la escritura creativa y periodística: dejó un sinnúmero de colaboraciones en periódicos y revistas. En su época no recibió la atención que merecía, sin embargo después de su muerte los estudios sobre su obra, el reconocimiento de sus ideas y compromisos, el interés de los lectores por sus libros ha ido en ascenso. Murió en Tel Aviv, mientras ostentaba el cargo de Embajadora de México.

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Lección de cocina

La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: “La cena de don Quijote.” Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los puentes. “Pajaritos de centro de cara.” Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. “Bigos a la rumana.” Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la

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realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente.

Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia “carnes” y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja.

Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar.

Del mismo color teníamos la espalda, mí marido y yo después de las orgiásticas asoleadas en las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas y se volvió a callar”. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos.

Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos —no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir— el nylon de mi camisón de desposada resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su sig-

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nificado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga. Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sin otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio.

Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen.

Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que...

No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos “serios”. Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento.

Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte.

Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que

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tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo.

Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose), es verdad que en el contacto o colisión con él he sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y sé, no sentía y siento, no era y soy.

Habrá que dejarla reposar así. Hasta que ascienda a la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él, por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va a acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada.

Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias haberme abiertola jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar el interior del templo, exaltada por la música del órgano. Gracias por... ¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado.porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.

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¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario. ¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable —gracias a mi temperamento— que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees.

Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa.

Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. De esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida.

En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de…

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¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío.

Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes. ¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro.

Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza.

Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas.

El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea y salta y me quema. Así voy a quemarme yo

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en los apretados infiernos por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, la perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían ahora a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. Imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova!

Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande.

Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra “fin”. ¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito.

Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano al través de los grandes ventanales de su estudio.

Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Pero lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser suficiente para los dos? La estoy viendo muy pequeña.

Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo.

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Maduro. Retirado. El único que a estas horas puede darse el lujo de andar de cacería. ¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemada de un lado. Menos mal que tiene dos.

Señorita, si usted me permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Síg-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme. ¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería de comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a comer fuera.

Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculto, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de no mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, con proclividades a la frivolidad, pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta.

Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en la etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias.

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Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... .ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa, digo, en una cocinera fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos...

No, no le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones.

Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora.

Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no queden ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe. ¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne.

La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.

Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia las

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reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo.

Si asumo la otra actitud, si soy el caso típico, la femineidad que solicita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios sino para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ella confirmará mi certidumbre.

Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo?

Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura.

Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo le plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo...

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Elena Garro

Elena Garro fue dramaturga y novelista mexicana; también cultivó la poesía, inédita en gran parte, y el periodismo, recientemente publicado. Además, incursionó en otras disciplinas artísticas como la danza, la actuación y la coreografía.

Elena plasmó en sus escritos temas que trastocaban a la sociedad mexicana de la época, como la marginación de la mujer, la libertad femenina y la libertad política en Felipe Ángeles. Su figura literaria se ha considerado como un símbolo libertario.

Entre sus principales obras se destacan: Un hogar solido (1958), Los recuerdos del porvenir (1963), La semana de colores (1964), y La casa junto al río (1983).

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El anillo

Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo. Cruzaba yo la Plaza de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. “Quién sabe qué estarán haciendo mis muchachos”, me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a golpear a mis muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes, señor, y Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro, bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos chiquitos.

“¡Ándale, Camila, un anillo dorado!” y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía ninguna piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi mano y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: “Se lo daré a Severina, mi hijita mayor”. Somos tan pobres, que nunca hemos tenido ninguna alhaja y mi lujo, señor, antes de que nos desposeyeran de las tierras, para hacer el mentado tiro al pichón en donde nosotros sembrábamos, fue comprarme unas chanclitas de charol con trabilla, para ir al entierro de mi niño. Usted debe de acordarse, señor, de aquel día en que los pistoleros de Legorreta lo mataron a causa de las tierras.

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Ya entonces éramos pobres, pero desde ese día sin mis tierras y sin mi hijo mayor, hemos quedado verdaderamente en la desdicha. Por eso cualquier gustito nos da tantísimo gusto. Me encontré a mis muchachos sentados alrededor del corral. —¡Anden, hijos! ¿Cómo pasaron el día? —Aguardando su vuelta —me contestaron. Y vi que en todo el día no habían probado bocado. —Enciendan la lumbre, vamos a cenar.

Los muchachos encendieron la lumbre y yo saqué el cilantro y el queso. —¡Qué gustosos andaríamos con un pedacito de oro! —dije yo preparando la sorpresa—. ¡Qué suerte la de la mujer que puede decir que sí o que no, moviendo sus pendientes de oro! —Sí, qué suerte… —dijeron mis muchachitos. —¡Qué suerte la de la joven que puede señalar con su dedo para lucir un anillo! —dije.

Mis muchachos se echaron a reír y yo saqué el anillo y lo puse en el dedo de mi hija Severina. Y allí paró todo, señor, hasta que Adrián llegó al pueblo, para caracolear sus ojos delante de las muchachas. Adrián no trabajaba más que dos o tres veces a la semana reparando las cercas de piedra. Los más de los días los pasaba en la puerta de “El Capricho” mirando cómo comprábamos la sal y las botellas de refrescos. Un día detuvo a mi hijita Aurelia. —¿Oye, niña, de qué está hecha tu hermanita Severina? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Oye, niña, ¿y para quién está hecha tu hermanita Severina? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Oye, niña, ¿y esa mano en la que lleva el anillo a quién se la regaló? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Mira, niña, dile a tu hermanita Severina que cuando compre la sal me deje que se la pague y que me deje mirar sus ojos. —Sí, joven —le contestó la inocente. Y llegó a platicarle a su hermana lo que le había dicho Adrián.

La tarde del siete de mayo estaba terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había dado sed a mi hija Severina y a mí. —Anda, hija, ve a comprar unos refrescos.

Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio

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estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre, señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca, en la iglesia del pueblo y los domingos cuando viene desde México, la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. “¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y que no iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que Severina había ido a “El Capricho”. “¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?” Miré el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar. —Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha.

Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo llevaba. —¿Dónde está tu anillo, hija? —Acuéstese, mamá.

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Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse. —¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol en muchos días.

Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Solo su mano seguía hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en Aldana 17. —Doctor, mi hija se está secando…

El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas.

Camila sacó unos papeles arrugados. —¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —me preguntó Aurelia. —No, hija, ¿quién? —Adrián, para quitarle el anillo. ¡Ah, el ingrato! y en mis adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián. —Pasa, Camila.

Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo veía. —Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el mal. —¿Qué anillo? —El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en “El Capricho” y desde entonces ella está desconocida. —No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja. —Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de toda su familia. —¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo.

Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar el idioma de los maleados. ¡Ay, Jesús bendito, no permitas

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que mi hija muera endemoniada! Y me puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: “Vamos por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho”. Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la niña, cubierta con una sábana. —Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal —dijo.

Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y gritó: “¡Ayúdeme, mamacita!”. Y echó por la boca un animal tan grande como mi mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces cantó el primer gallo. —Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo, porque antes de los tres meses habrán crecido las crías.

Apenas amaneció, me fui a las cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos en los bolsillos. —Mira, Adrián desconocido, no sabemos de dónde vienes, ni quiénes fueron tus padres y sin embargo te hemos recibido aquí con cortesía. Tú en cambio andas dañando a las jóvenes. Yo soy la madre de Severina y te pido que me devuelvas el anillo con que le haces el mal. —¿Qué anillo? —me dijo ladeando la cabeza. Y vi que sus ojos brillaban con gusto. —El que le quitaste a mi hijita en “El Capricho”. —-¿Quién lo dijo? —y se ladeó el sombrero. —Lo dijo Aurelia. —¿Acaso lo ha dicho la propia Severina? —¡Cómo lo ha de decir si está dañada! —¡Hum!… Pues cuántas cosas se dicen en este pueblo. ¡Y quién lo dijera con tan bonitas mañanas! —Entonces ¿no me lo vas a dar? —¿Y quién dijo que lo tengo? —Yo te voy a hacer el mal a ti y a toda tu familia —le prometí.

Lo dejé en las cercas y me volví a mi casa. Me encontré a Severina sentadita en el corral, al rayo del sol. Pasaron los días y la niña se empezó a mejorar. Yo andaba trabajando en el campo y Fulgencia venía para cuidarla.

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—¿Ya te dieron el anillo? —No. —Las crías están creciendo.

Seis veces fui a ver al ingrato Adrián a rogarle que me devolviera el anillo. Y seis veces se recargó contra las cercas y me lo negó gustoso. —Mamá, dice Adrián que aunque quisiera no podría devolver el anillo, porque lo machacó con una piedra y lo tiró a una barranca. Fue una noche que andaba borracho y no se acuerda de cuál barranca fue. —Dile que me diga cuál barranca es para ir a buscarlo. —No se acuerda… —me repitió mi hija Aurelia y se me quedó mirando con la primera tristeza de su vida. Me salí de mi casa y me fui a buscar a Adrián. —Mira, desconocido, acuérdate de la barranca en la que tiraste el anillo. —¿Qué barranca? —En la que tiraste el anillo. —¿Qué anillo? —¿No te quieres acordar? —De lo único que me quiero acordar es que de aquí a catorce días me caso con mi prima Inés. —¿La hija de tu tía Leonor? —Sí, con esa joven. —Es muy nueva la noticia. —Tan nueva de esta mañana… —Antes me vas a dar el anillo de mi hija Severina. Los tres meses ya se están cumpliendo.

Adrián se me quedó mirando, como si me mirara de muy lejos, se recargó en la cerca y adelantó un pie. —Eso sí que no se va a poder…

Y allí se quedó, mirando al suelo. Cuando llegué a mi casa Severina se había tendido en su camita. Aurelia me dijo que no podía caminar. Mandé traer a Fulgencia.

Al llegar nos contó que la boda de Inés y de Adrián era para un domingo y que ya habían invitado a las familias. Luego miró a Severina con mucha tristeza. —Tu hija no tiene cura. Tres veces le sacaremos el mal y tres veces dejará crías. No cuentes más con ella.

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Mi hija empezó a hablar el idioma desconocido y sus ojos se clavaron en el techo. Así estuvo varios días y varias noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que llegara a su cabal tamaño. ¿Y quién nos dice, señor, que anoche se nos pone tan malísima? Fulgencia le sacó el segundo animal con pedazos muy grandes de su corazón. Apenas le quedó un pedazo chiquito de su corazón, pero bastante grande para que el tercer animal se prenda a él. Esta mañana mi niña estaba como muerta y yo oí que repicaban campanas. —¿Qué es ese ruido, mamá? —Campanas, hija… —Se está casando Adrián —le dijo Aurelia.

Y yo, señor, me acordé del ingrato y del festín que estaba viviendo mientras mi hijita moría. —Ahora vengo —dije.

Y me fui cruzando el pueblo y llegué a casa de Leonor. —Pasa, Camila.

Había mucha gente y muchas cazuelas de mole y botellas de refrescos. Entré mirando por todas partes, para ver si lo veía. Allí estaba con la boca risueña y los ojos serios. También estaba Inés, bien risueña, y allí estaban sus tíos y sus primos los Cadena, bien risueños. —Adrián, Severina ya no es de este mundo. No sé si le quede un pie de tierra para retoñar. Dime en qué barranca tiraste el anillo que la está matando.

Adrián se sobresaltó y luego le vi el rencor en los ojos. —Yo no conozco barrancas. Las plantas se secan por mucho sol y falta de riego. Y las muchachas por estar hechas para alguien y quedarse sin nadie…

Todos oímos el silbar de sus palabras enojadas. —Severina se está secando, porque fue hecha para alguien que no fuiste tú. Por eso le has hecho el maleficio. ¡Hechicero de mujeres! —Doña Camila, no es usted la que sabe para quién está hecha su hijita Severina.

Se echó para atrás y me miró con los ojos encendidos. No parecía el novio de este domingo: no le quedó la menor huella de gozo, ni el recuerdo de la risa. —El mal está hecho. Ya es tarde para el remedio.

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Así dijo el desconocido de Ometepec y se fue haciendo para atrás, mirándome con más enojo. Yo me fui hacia él, como si me llevaran sus ojos. “¿Se va a desaparecer?, me fui diciendo, mientras caminaba hacia delante y él avanzaba para atrás, cada vez más enojado. Así salimos hasta la calle, porque él me seguía llevando, con las llamas de sus ojos. “Va a mi casa a matar a Severina”, le leí el pensamiento, señor, porque para allá se encaminaba, de espaldas, buscando el camino con sus talones. Le vi su camisa blanca, llameante, y luego, cuando torció la esquina de mi casa, se la vi bien roja.

No sé cómo, señor, alcancé a darle en el corazón, antes de que acabara con mi hijita Severina…

Camila guardó silencio. El hombre de la comisaría la miró aburrido. La joven que tomaba las declaraciones en taquigrafía detuvo el lápiz. Sentados en unas sillas de hule, los deudos y la viuda de Adrián Cadena bajaron la cabeza. Inés tenía sangre en el pecho y los ojos secos.

Gabino movió la cabeza apoyando las palabras de su mujer. —Firme aquí, señora, y despídase de su marido porque la vamos a encerrar. —Yo no sé firmar.

Los deudos de Adrián Cadena se volvieron a la puerta por la que acababa de aparecer Severina. Venía pálida y con las trenzas deshechas. —¿Por qué lo mató, mamá?… Yo le rogué que no se casara con su prima Inés. Ahora el día que yo muera, me voy a topar con su enojo por haberlo separado de ella…

Severina se tapó la cara con las manos y Camila no pudo decir nada.

La sorpresa la dejó muda mucho tiempo. —¡Mamá, me dejó usted el camino solo!…

Severina miró a los presentes. Sus ojos cayeron sobre Inés, esta se llevó la mano al pecho y sobre su vestido de linón rosa, acarició la sangre seca de Adrián Cadena. —Mucho lloró la noche en que Fulgencia te sacó a su niño. Después, de sentimiento quiso casarse conmigo. Era huérfano y yo era su prima. Era muy desconocido en sus amores y en sus maneras… —dijo Inés bajando los ojos, mientras su mano acariciaba la sangre de Adrián Cadena.

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Al rato le entregaron la camisa rosa de su joven marido. Cosido en el lugar del corazón había una alianza, como una serpientita de oro y en ella grabadas las palabras: “Adrián y Severina gloriosos”.

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Perú

Pilar Dughi

Pilar Dughi nació el 5 de abril de 1956 y falleció el 6 de marzo del 2006 en Lima, Perú, poco antes de cumplir 50 años. Publicó la novela Puñales escondidos (1988), que ganó el premio de novela corta del Banco Central de Reserva, y tres libros de cuentos, La premeditación y el azar (1989), Ave de la noche (1996) y su libro póstumo La horda primitiva (2008). Su obra es destacada por la profundidad psicológica de sus personajes y la multiplicidad de narradores (niños, ancianos, hombres, mujeres) que emplea en su universo narrativo, todos ellos coherentes y más que verosímiles. La crítica atribuye lo anterior a las experiencias que tuvo como psiquiatra, profesión que no solo la documentó sobre el funcionamiento de la mente humana, sino que también la llevó a explorar sus casi indescifrables desvíos. También hay que destacar su vinculación con unICEF y diversas instituciones que apoyaban a mujeres víctimas de la violencia, pues su sensibilidad social le sirvió para cuestionar las ideas patriarcales y coloniales imperantes en su país. Entre los temas principales de sus ficciones se encuentran la locura, el crimen, la violencia sexual e intrafamiliar, la identidad femenina, el choque cultural entre colonizadores e indígenas y el cuestionamiento de la historia.

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Ave de la noche

Estoy como un búho en la oscuridad al que no le llega la hora del canto. Entonces es agradable observar la tranquilidad de un hogar en el silencio de la noche. Ver los restos de la cena sobre la mesa del comedor, el vaso con algo de refresco, la servilleta arrojada con displicencia sobre la alfombra, la ropa de la jornada abandonada entre los muebles, como quien ya se cansó de ordenar los trastos del día y deja la tarea para mañana. Sentirse parte de este mundo de cuadros, espejos, ceniceros, cojines, sin aparente conexión, colocados solo para vestir un espacio desnudo, pero a los que el desorden transforma, haciéndolos íntimos, familiares. Es cómodo estar sentado en esta penumbra de la sala, quietamente, dominando el paisaje humano y escuchando la música tenue en el dormitorio de al lado. Habitualmente, en días como este, estoy aburrido y suelo alquilar películas de video. Busco cuatro o cinco del mismo género, si cabe llamarlas así, especialmente, las policiales de intriga y suspenso. Y a despecho de quienes piensan que no es igual que verlas en el ritual del cine, de la gran pantalla, con sus butacas rígidas y la vigilia solitaria de los espectadores, yo me olvido de ello y me concentro en las imágenes que, ciertamente, no siempre son nítidas, pero a fin de cuentas lo que me interesa es el argumento. Vivimos demasiado aprisa para imaginarnos el proceder de los hombres. No hay tiempo para ese estado de contemplación que hacía que los antiguos pudieran representar su propio cosmos interior y también el de los otros, adquiriendo los conocimientos necesarios a través del ensayo y el error. Ahora nos dan el entretenimiento y la información directamente, sin cavilación ni esfuerzo. Una de las últimas películas que he visto está basada en una historia real que ocurriera en una pequeña ciudad de Rusia llamada Rostov.

Un joven médico forense, recién destinado a su puesto de trabajo, recibe el cadáver de una mujer asesinada y hallada bajo tierra en un campo de cultivo. Animado por una intuición especial, le pide

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a su ayudante que rastree el lugar. Al poco tiempo encuentran cinco cadáveres más, muertos en iguales circunstancias. Todos tienen signos inequívocos: golpes en la nuca, numerosas cuchilladas de trazo oblicuo en pecho, abdomen, y extrañas mutilaciones. Algunos de los muertos son niños. Ante el horror que despierta en la población el sorprendente hallazgo, el médico forense es convocado por el Concejo del gobierno local y expone el caso. Por el estado de putrefacción de los cuerpos, los asesinatos se han producido en diferentes periodos comprendidos en cinco meses.

La disposición de los cadáveres en un perímetro espacial circunscrito hace sospechar que el homicida conoce la ruta y los linderos solitarios del pueblo. El procedimiento de la muerte coincide con una técnica metódica, utilizándose, al parecer, el mismo instrumento en el conjunto de casos. El criminal no es improvisado ni impulsivo. Diríase más bien que se trata de un personaje controlado, que no actúa por provocación. El médico forense solicita contactarse con archivos internacionales de criminalística, computadoras para organizar la información y hombres para iniciar una pesquisa general, porque está convencido de que se trata de un asesino en serie. El secretario del partido comunista le indica que nada de eso es pertinente y mucho menos, posible. Termina la sesión y el declarante se retira. El jefe de la guarnición militar, sin embargo, cree en él y lo apoya. Lo nombra, eufemísticamente, “director de investigación de La Unidad de Asesinatos”.

En los siguientes meses se suceden varios crímenes, con idénticas características. Sin auxilio técnico, sin recursos, con apenas algunos hombres que lo ayuden, el médico forense inicia una paciente búsqueda. Examina los lugares en donde se han enterrado los cuerpos, interroga a familiares, imagina trayectorias y recorridos. Las notorias diferencias de edad y sexo le hacen sospechar que el criminal no tiene preferencias especiales, al estilo de Peter Kürten, el vampiro de Dusseldorf, quien cometió su primer crimen a los doce años, empujando a dos amigos suyos a las aguas del Rhin. Hombres, mujeres y niñas se sucedieron indistintamente en su prontuario policial. Su procedimiento, sin embargo, fue irregular. Alternó modalidades de estrangulación, degollamiento, cuchilladas mortales e incluso la agresión a martillazos en más de catorce asesinatos. La mayoría de víctimas habían sido maltratadas físicamente antes de ser muertas.

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El médico forense deduce que el homicida que investiga es diferente al desordenado Peter Kürten. Debe tener inicialmente una conducta amable, capaz de conducir a la gente hasta el paraje adecuado, con la técnica de Petiot, el cirujano que actuó durante la segunda guerra mundial como agente de la resistencia francesa. Atrajo gentilmente a numerosas personas que huían de la persecución nazi, prometiéndoles pasajes hacia la frontera. Utilizó para sus sesenta y tres víctimas el mismo método: las adormecía con una inyección letal y las colocaba en una habitación, observando su agonía a través de una mirilla. Posteriormente cremaba los cadáveres. El médico forense, poco a poco, llega a tener algunas certidumbres. Por razonamiento inductivo, yendo desde las pequeñas pruebas e indicios hasta imaginarse al sujeto sin rostro, está convencido que el asesino no actúa bajo presión. Al igual que Petiot, sus actos son coherentes, la repetición, su característica. El agresor busca a sus presas en la estación del tren, lugar poblado de jóvenes que están de paso, niñas viajeras, muchachos en busca de empleo o mujeres prostitutas. El médico forense realiza un registro personal y cuidadoso de la estación. Él mismo tiene que entrenar a los pocos gendarmes que le han asignado, rogándoles que no usen el uniforme tradicional, alertándolos para que aprendan a observar y descubrir cualquier comportamiento sospechoso. Los asesinatos continúan y las noticias llegan hasta Moscú. El criminal actúa con libertad; se debe sentir dueño de la situación. Es, entonces, cada vez más peligroso. El cuartel general de la kgB envía emisarios, pero lejos de ayudar en la investigación, obstaculizan el derrotero seguido hasta el momento, identificando pistas que resultan posteriormente falsas. Numerosos sospechosos son detenidos, pero los cargos no son probados. Después de nueve años de infructuosa búsqueda, la situación política en la Unión Soviética cambia. Cae el antiguo Estado y se constituye la República de Rusia. Muchos viejos líderes son removidos de sus cargos, y el antiguo jefe de la guarnición militar es ascendido a general. Con energía, promueve al médico forense y le proporciona personal y apoyo administrativo para iniciar la búsqueda más grande de un criminal en los anales de Rusia. Ambos dirigen personalmente el caso. Las muertes se elevan a cincuenta y dos. Comienzan a vigilar ostensiblemente la estación principal y dejan, intencionalmente, con una custodia disimulada, pequeñas estaciones en la campiña. Un día se identifica a un sospechoso. El 185

hombre ha sido visto en una estación pequeña con las ropas manchadas de barro y un maletín de mano. Interrogado por el policía camuflado de civil, confiesa haber ido al pueblo cercano a pie. El vigilante duda, la aldea está demasiado lejos, así que anota sus datos. El médico forense revisa la información como lo ha hecho pacientemente con docenas de sujetos. Algunas caras se han borrado con el tiempo, otras permanecen en su memoria. Conoce al tipo que fue detenido como sospechoso muchos años atrás, pero liberado por presión del gobierno local por ser miembro del partido. Pocas horas después, doscientos hombres peinan el bosque y hallan el cuerpo desfigurado de una pequeña niña. El asesino ha aprendido de la experiencia. Desde hace algún tiempo, se preocupa de alterar la configuración anatómica de la estructura facial y en ocasiones elimina las huellas dactilares dejando las manos desolladas. El acusado, obrero de una usina cercana, casado, padre de familia, es capturado y confiesa sus crímenes sin resistencia. Antes de conducirlo al cadalso lo interrogan exhaustivamente. El médico forense ha entregado mucho tiempo de su vida en la persecución de este hombre. Durante años se ha hecho una sola pregunta: ¿Por qué? Ha imaginado a un psicópata de reacciones tranquilas, sin escrúpulos, sin sufrimiento ni indulgencia, viviendo lo que a mediados del siglo se llamaba la incapacidad moral.

El hombre de Rostov no es diferente a las descripciones habituales que la literatura señala. Los criminales en serie parecen poseer determinados patrones de conducta. Está el muchachito de un elegante barrio de Ohio, siempre simpático y emprendedor con sus vecinos, cuyo rostro esquivo, rodeado de cabello graso, sería identificado años más tarde por la televisión mundial como Jeffrey Dahmer de Milkwaukee. Asesinó a diecisiete jóvenes y adolescentes, guardando pulcramente sus restos en la nevera de la casa. John Gacy de Chicago era más bien un gordito de edad madura que se vestía de payaso y animaba entretenidas fiestas infantiles donde probablemente recolectó a sus treinta y tres víctimas. En muchas oportunidades son simples padres de familia, como Albert De Salvo, más conocido como el estrangulador de Boston, quien después de estrangular y violar a su duodécima víctima, llegó a su casa, jugó con sus pequeños niños, preparó una sopa de verduras con apio y zanahorias y, después de acostarlos, se puso a ver TV. Por lo general, los indicios están hábilmente ocultos y las coartadas sustentadas en

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una vida social apacible. Puede tratarse de nuestro compañero de carpeta en la escuela o el vecino que se despide todas las mañanas de sus hijos con un beso en las mejillas. En un momento determinado actúan como si tuvieran un demonio en su interior. Por eso, tal vez necesitan vivir de manera contraria a lo que realmente sienten, mostrándose extremadamente agradables y simpáticos. ¿Los móviles?... He leído tanta información al respecto que puedo afirmar que los investigadores no están claros si se trata de conductas antisociales con rasgos genéticos o alteraciones del desarrollo en contextos culturales de gran violencia. Ni siquiera los estudios retrospectivos con gemelos idénticos y criados en medios sociales diferentes han podido ilustrar mayores precisiones. En fin, ¿cómo saberlo? No tiene importancia, porque cuando se descubre a una de estas mentalidades ya es demasiado tarde. Ted Bundy fue ejecutado en la silla eléctrica, sin determinarse si sus víctimas fueron treinta y seis o cien mujeres como las evidencias parecían demostrar. Se piensa cada vez más, sin embargo, que se trata de una adicción. No a una sustancia, sino a una vivencia singular buscada reiteradamente como una droga: una experiencia del mal. Estos sujetos son extraordinariamente hábiles para soslayar riesgos, desarrollando una gran sensibilidad para no dejar el menor rastro. Ello oscila, extrañamente, con cierta omnipotencia paradójica que los conduce muchas veces a errores fatales. En algunos casos dejan, intencionalmente, pequeños datos o pruebas, construyendo un rompecabezas impulsados por el placer sádico del riesgo de ser descubiertos, o bien, simplemente, cuentan algunas de sus historias a los incrédulos. Tienen calibrada, en cierta forma, la fina relación entre mal y goce, ese estremecimiento fascinante que provoca en sus oyentes la afición por la historia del crimen y el relato policial. Si el médico forense de Rostov hubiera sido un hombre de espíritu más libre podría comprender, vívidamente, por qué estoy esperando que esa mujer apague su luz.

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Apúrense, por favor

Eran casi las siete de la noche cuando Milton Peña bajó la cortina de la sala y encendió el décimocuarto cigarrillo del día. Levantó el auricular del teléfono y vaciló unos segundos antes de volver a colgarlo. Se levantó inquieto y comenzó a pasear por el recinto. —Papá, ¿por qué está todo oscuro? —preguntó su hija de siete años.

Milton echó una larga bocanada de humo. —Vete a tu cuarto —contestó secamente. —Tengo miedo. Todo está oscuro —dijo la niña.

Milton prendió una de las velas que estaban encima del aparador y se la entregó a la niña. —Ahora ya no tendrás miedo —le dijo. Le acarició la cabeza y la empujó hacia el pasillo —. Anda, espérame en tu cuarto.

La niña cogió la vela y titubeó. —¿Vendrás? —Claro, espérame allá.

Su hija caminó lentamente por el pasillo e ingresó a una habitación del fondo. Milton cerró la puerta de la sala que comunicaba con los dormitorios y se dirigió de nuevo al teléfono. Marcó un número. —¿Aló? —dijo en voz baja. —¿Sí? —Mamá, soy yo, ya terminé de cerrar las puertas. —¿Terminaste qué? Hijo, no te entiendo, debe ser el teléfono, nunca te escucho bien. —Todos vamos a estar tranquilos. —Habla más alto. No sé por qué te empeñas en vivir en Cieneguilla. Todas las líneas telefónicas están pésimas. —¿Recuerdas lo que te dije ayer? —Estoy preocupada, hijo, no me gusta que estés allá tan lejos y tan solo.

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—Nadie nos va a molestar en el futuro. —Hijo, ¿por qué no te vienes? ¿Dónde está Enriqueta? —En su dormitorio. —¿Y la empleada? —Se fue, mamá. —Pero, ¿por qué no me has avisado? ¿Estás solo con Enriqueta? —Sí, mamá, ya te dije. —Vente inmediatamente. —No, mamá, estoy donde debo de estar y nadie me va a sacar de aquí. —Yo no digo eso, hijo, es que debes venir a vivir aquí conmigo. —Estás equivocada. —Pero si ya te han cortado la luz y el agua, es peligroso que estés allá. Hijo, por favor, escúchame, obedéceme. Tienes que venir. —Adiós, mamá, quería despedirme de ti. —Hijo, ¿aló? ¿Aló? —La mujer escuchó el clic del teléfono.

Entonces ella marcó otro número. —¿Aló? ¿Marina? —Sí, ¿quién habla? —Soy Edelmira —dijo la mujer—. Estoy preocupada. No sé qué hacer. Milton ha despedido a la empleada y se ha quedado en la casa con Enriqueta. —Bueno, ¿pero qué tiene eso de malo? —Después del episodio de los cuadros me parece que no está bien. ¿Cómo va a vivir a oscuras, solo, con una niña de siete años? Además, se ha comido todas las uñas de las manos. —¿Quién? —Milton. —¿Tienes el teléfono del médico que lo ve? —Sí, tengo miedo, Marina, ¿se estará volviendo loco? —¿Sabes si lleva el arma? —Claro, nunca la abandona. —Llama al doctor y cuéntale. Él te puede decir qué hacer. Me llamas después. —¿No puedes ir tú en el carro? —¿Ahora? ¿A Cieneguilla? —Sí, por favor, Marina, puede pasar una desgracia. —Pero me va a echar de ahí. ¿Con qué pretexto me aparezco? —Dile que yo te mandé.

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—Mejor primero llama al médico. Tal vez te estás precipitando.

La mujer comenzó a buscar en una agenda el número del médico.

Recordaba haberlo anotado en un papel suelto. —No encuentro el teléfono —dijo. —Cálmate —contestó la otra—, ahora cuelgo. Busca el teléfono, llámalo e inmediatamente me vuelves a llamar.

Colgaron. La mujer no encontraba el papel. Sufría de artritis desde hacía más de quince años y estaba sentada en una silla de ruedas. Sus piernas estaban adelgazadas y encogidas. Hizo rodar la silla diestramente hacia un anaquel en el centro de la sala y revisó algunos cuadernos. Encontró el número y regresó al teléfono. —¿Aló? ¿El doctor Ruiz? —Un momentito, por favor.

Esperó unos segundos y rogó que el doctor se encontrara en el consultorio. Sabía que atendía hasta tarde porque una vez su hijo había tenido una cita a las nueve de la noche. —¿Aló? —una voz masculina le contestó. —Doctor Ruiz. Soy la madre de su paciente, Milton Peña.

Doctor, disculpe que lo llame para molestarlo, pero creo que mi hijo está mal. Se ha comido todas las uñas de las manos. Ahora se ha quedado solo en su casa de Cieneguilla con mi nieta y están a oscuras. Después de lo que hizo la semana pasada, tengo miedo de que se esté volviendo loco. —¿Qué hizo la semana pasada? —Lo de los cuadros, doctor. —Ah, eso. Sí, claro. No, no es conveniente que esté solo. —¿Qué hago doctor? —¿Lo ha llamado por teléfono? —Sí, me dice que todo va a estar bien. Pero me parece raro que me llame para eso. —¿Qué más le dijo? —Que quería despedirse de mí. —¿Cuándo lo ha visto usted por última vez? —Hace una semana, doctor, estoy desesperada. ¿Llamo a la policía? —Espere. Yo lo voy a llamar por teléfono. —¿Se puede volver loco, doctor? ÉI tiene un arma, doctor. —Hablaré con él y después la llamo, señora.

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La mujer colgó. Empezó a dar vueltas alrededor de la sala con su silla de ruedas. Miró su reloj. Eran las siete y veinte de la noche. Había pasado ya demasiado tiempo. La campana del teléfono repicó. Se dirigió velozmente hacia él y levantó el auricular. —Soy el doctor Ruiz, señora. Acabo de hablar con su hijo. Dígame, ¿tiene usted algún pariente que pueda ir a verlo? —¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —Nada, nada. Pero es mejor que no esté solo allá. No lo digo por hoy, sino que, en realidad, me parece que no debe vivir en esa soledad por el momento. Y menos si está armado. —¿Está loco? Por Dios, dígamelo. —Señora, insisto, ¿tiene usted algún pariente con el que podamos contar? —Una amiga va a ir. Pero, ¿no será mejor llamar a la policía? —¿Su amiga no puede ir acompañada? —Voy a llamar a la policía. —Yo acompañaré a su amiga. Deme su teléfono.

La mujer se lo dio. —Usted espere. Yo iré con ella dentro de media hora. —Pero va a ser demasiado tarde. —Lo haré lo antes posible.

Colgó. El teléfono volvió a repicar. —¿Edelmira? —Marina, cuelga, por favor. Acabo de hablar con el doctor. Yo creo que Milton está loco. Cuelga porque el doctor te va a llamar enseguida. —Ya. Pero Milton está armado. Nos va a disparar. —Marina, cuelga. Anda con el doctor allá. —Creo que hay que llamar a la policía. —¡Marina, son casi las ocho! —Edelmira, llama primero a radio patrulla. Después a Milton y entretenlo. Convérsale. Dile cualquier cosa para hacer tiempo. —Está bien.

Edelmira colgó el teléfono y volvió a marcar el número de Milton. Nadie contestaba. “Quizá me he equivocado de número”, pensó. Volvió a marcar de nuevo. —¿Aló? —Enriqueta, hijita, ¿estás bien? ¿Dónde está tu papá? —En mi cuarto.

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—¿Qué está haciendo? —Nada. —¿Cómo que nada? ¿Cómo está? —Sentado: me lee un cuento. —Enriqueta, llámalo rápido.

La mujer esperó. Estuvo así un buen rato, pero luego escuchó el clic del teléfono. “Se ha cortado la línea o él ha colgado”, se dijo. “Malditas líneas, siempre pasa lo mismo, se corta la comunicación”, pensó. Volvió a llamar, pero sonaba ocupado. Colgó. El timbre del teléfono volvió a sonar. —¿Aló? —Edelmira, el doctor no me ha llamado todavía. Dame su teléfono, yo lo llamo. —Espérate un segundo, aquí está. Por favor, vayan inmediatamente. —¿Has llamado a la policía? —Voy a llamar en este instante. Aunque tengo miedo. ¿Y si se pone mal si ve a los policías? —¿Y si nos dispara a nosotros? —No creo, acabo de hablar con Enriqueta. Dice que su papá le está leyendo un cuento. Voy a volverlo a llamar en este instante. —Edelmira, llama a la policía, por favor. —Pero creo que es mejor que ustedes lleguen primero. —Cieneguilla está muy lejos y ni siquiera sé cuánto tiempo se va a demorar el doctor en venir. ¿Por qué no va él solo? —Es que él no sabe cómo llegar a la casa; tú, en cambio, sí. —Bueno, voy a llamar al doctor.

Marina colgó. Edelmira volvió a marcar el teléfono. Seguía sonando ocupado. ¿Lo había dejado descolgado? Insistió y volvió a escuchar el irritante sonido. Abrió la guía telefónica y buscó. Patrulla de Emergencias. —¿Aló?, por favor, se trata de una emergencia, es urgente. —¿Si? Dígame qué pasa. —Mi hijo está loco, señorita, está encerrado en la casa a oscuras con una niña y está armado. Por favor, tienen que ir inmediatamente. Puede ocurrir una desgracia. —Espérese, señora ¿cómo se llama usted? —Edelmira Quintana. —¿Dónde vive?

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—Señorita, mi hijo vive en Cieneguilla, por favor, no se demoren. Es de vida o muerte. —Señora, tiene que llamar a la comisaria de Cieneguilla. Ellos pueden ir más rápido. —¿Cuál es el teléfono? —Espérese un ratito.

Edelmira miró el reloj. Ocho y cuarto. “Que estúpidos, siempre es lo mismo”, se dijo furiosa. —Tome nota, señora.

La mujer le dio dos teléfonos. Edelmira colgó y llamó inmediatamente. Estaban ocupados. ¿Y ahora qué hago? Marina debe haber hablado con el doctor. Ya estará en camino. “Por lo menos tardarán media hora en llegar hasta allá”, pensó. Volvió a insistir con la línea telefónica. —¿Aló? —¿Sí? —Señor, llamo por una emergencia. Mi hijo está loco, está armado y va a matar a su hija, a mi nieta. —¿Quién es usted? —Escúcheme, si no van inmediatamente, va a ocurrir una tragedia. —Pero no le entiendo, señora. ¿Me puede explicar de qué se tra-

ta?

La mujer dio un largo suspiro. —¿Señora? —Mi hijo vive en La Floresta segunda cuadra, número trescientos quince. Vayan allá por favor. —¿Pero por qué? —Porque está encerrado con un arma. —Está bien, señora. Pero explíqueme, ¿por qué dice que está loco? —Porque me lo ha dicho su médico. Y además está armado y yo acabo de hablar con él y me ha dicho que va a matar a su hija y él se va a matar también. —Repita la dirección.

Edelmira volvió a darle las indicaciones. —¿Van a ir ahorita? —No tenemos ninguna patrulla en este momento, pero nos comunicaremos con radio y en pocos minutos estamos ahí.

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—Ya, gracias.

Colgó. El reloj daba las ocho y media. Volvió a llamar por teléfono. Esta vez escuchó el timbre habitual. —¿Aló? —Enriqueta, hijita. ¿Dónde está tu papá? —Se ha quedado dormido abuelita. —¿Estás segura? —Está roncando. —¡Qué raro! —la mujer se quedó pensativa. —¿Abuelita? —Hijita, escucha. Es muy importante lo que te voy a decir. —Sí, abuelita. —No tengas miedo. Pero vas a hacer exactamente lo que yo te digo, ¿ya? —Bueno. —Tu papá tiene una pistola, ¿no? —Sí. —¿Dónde la tiene? —Ya no la tiene abuelita. —¿Cómo? —Sí. La semana pasada me dijo que la iba a vender porque ya no tenía plata. La sacó de la caja y la vendió al señor Martínez, el que vive al lado. —¿Tú viste que se la entregó? —Sí, yo fui con él. —Ah, ya. —¿Por qué abuelita? —Por nada, hijita, por nada. Escucha, van a ir a visitar a tu papá. Así que cuando lleguen, les abres la puerta, ¿ya? —Ya. —Chau, hijita.

La niña colgó. Se dirigió a su dormitorio. Su papá estaba sentado sobre un sofá. Ya no roncaba. Tenía la boca abierta. Al lado de él, sobre la cómoda, había dejado un vaso de gaseosa para ella. La niña terminó de tomar el líquido mientras contemplaba el frasco vacío de pastillas que su padre había echado en los vasos. La niña se echó en la cama. Su papá le había dicho que se acostara después de tomar la gaseosa. Iba a tener mucho sueño.

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Uruguay

Cristina Peri Rossi

Escritora uruguaya muy representativa desde los años 60 por sus publicaciones enfatizadas en la rebeldía y la innovación. Actualmente es considerada como una importante escritora de la lengua española por su poesía y narrativa. En 1972 tuvo que exiliarse en España, Barcelona, donde vive desde entonces. Es profesora de literatura, periodista y traductora. Se destaca actualmente como escritora, ensayista y traductora a varios idiomas de escritoras conocidas como lo es Clarice Lispector.

Sus obras más conocidas son, Evohé (1971), Descripción de un naufragio (1975), Los museos abandonados (1984), Indicios pánicos (1980), La tarde del dinosaurio (1980), La última noche de Dostoievski (1993), El amor es una droga dura (1999), Julio Cortázar. Un testimonio (2000), Cuando fumar era un placer (2002). Ha ganado el Premio Ciudad de Barcelona y el Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti.

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Sí, quiero

—¿Dónde está mi pene? —grité angustiadamente a las diez de la mañana de un grisáceo día primaveral. Había amanecido soleado. Eran las ocho.

Después, unos nubarrones oscuros cubrieron el cielo, pero tampoco estaba claro que fuera a llover. La primavera es así, inestable. —¿Dónde está mi pene? —volví a gritar, obsesivamente.

Marta no me hacía caso. Tenía que entrar a las diez a su trabajo, eran las diez y todavía estaba en casa. Y yo, sin pene. —No tengo la menor idea —respondió, con calma, mientras juntaba las últimas cosas para irse: folios, rotuladores, un bolso, un pañuelo para el cuello. Se había pintado levemente los labios. —El pene, querida, es cosa tuya —dijo sarcásticamente. —Hace exactamente una semana, era cuestión de ambas —le dije.

Hacía una semana nos habíamos reconciliado, después de tres meses de separación. En esos tres meses me fui a vivir a una pensión de ínfima categoría, como corresponde a mi sueldo de lectora en una editorial, ligué con una bisexual de dieciocho años (tuve, pues, una de las experiencias más intensas y aterradoras) y me peleé con mi psicoanalista. Quiero decir con esto que mi vida fue más desordenada de lo que suele ser habitualmente.

Marta me ordena, me recoge, me contiene, como dice la psicoanalista a la que ya no voy. No sé qué hizo Marta durante esos tres meses en los que no nos vimos ni nos llamamos por teléfono (no le pregunté para que no me preguntara, pero teniendo en cuenta su tendencia a la fidelidad, absolutamente contraria a la mía, es posible que se haya dedicado a leer las obras completas de Derrida, a pasear a sus sobrinos heterosexuales —dos, de siete y ocho años— y a terminar su tesis sobre el método Piaget de educación afectiva de la infancia) pero luego de esa separación, la primera en nuestra relación de tres años, le envié un mensaje por el móvil que decía: “No puedo vivir sin ti”. Respondió: “Siempre tan dramática. Yo, tampoco”.

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Mientras intentábamos en vano vivir separadas sin sufrir, la cámara de Diputados aprobó la ley de matrimonio homosexual, de modo que cuando nos reconciliamos (hace exactamente una semana) decidimos casarnos. Para festejar la decisión, que me horrorizaba (soy fruto de un largo matrimonio heterosexual, lleno de riñas, violencia, desacuerdos y paranoia) nos fuimos a cenar a un precioso restaurante gay lleno de parejas integradas por un hombre con éxito en la vida, es decir, dinero, y otro sin ningún éxito en la vida, es decir, pobre, y yo me compré un pene en un sex shop. —Si nos vamos a casar —fue mi argumento al desenvolver el precioso pene color carne en el momento exacto en el que el camarero (gay, y vestido con un absurdo pantaloncito corto que insinuaba su paquete)—, haremos una boda con todas las de la ley, yo con pene, tú con vagina —le dije, al exhibir el miembro que yo no tenía, pero estamos en el siglo del plástico y de los implantes.

Marta lo aceptó con una deliciosa sonrisa en los labios. Así son las bisexuales, nada les sorprende. Acerca de mi tendencia a enamorarme de mujeres bisexuales tuvimos varias sesiones con mi psicoanalista (heterosexual) a razón de setenta euros los cuarenta y cinco minutos. Fueron completamente improductivas. —¿Por qué crees que te gustan las mujeres bisexuales? —me preguntó. —Cuando me gusta una mujer, no me fijo en cuáles son sus preferencias sexuales —repliqué, altiva. —¿Eso quiere decir que te crees lo suficientemente seductora como para conquistar a cualquiera, sea cual sea su identidad sexual? —insistió, con aparente indiferencia. Parecía incapaz de matar una mosca, pero no me podía fiar de ella. Con ese aire inocente, podía meter el estilete de una pregunta hasta el fondo. Las moscas, las mato con la mano, no con palabras. —Eso quiere decir exactamente lo que dije —contesté—: cuando me gusta una mujer no me fijo en su identidad sexual. Siempre que tengan una.

En los tiempos modernos, la identidad sexual suele ser bastante inestable. —No es el caso de la tuya —dijo, bajando la cabeza para mirar sus apuntes. Los apuntes que toma de las sesiones anteriores—. Según me has dicho, solo has tenido relaciones con mujeres.

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—Es que soy una persona muy lúcida y con principios muy firmes —aseguré.

Como dice mi madre, yo tengo un criterio. No será el suyo —el de mi madre— pero por lo menos, es uno. —Es curioso que mantengas relaciones solo con mujeres bisexuales, si piensas que carecen de criterio. —Es el mayor de sus encantos —respondí. Siempre te dicen cosas como: “Solo contigo, te juro, nunca me había gustado una mujer”, o “Haces el amor como los dioses. Ah, si mi marido estuviera aquí. Con él, nunca llegaba al orgasmo. Decía que yo tenía un problema. Sí, tenía un problema: él”. —¿Te gusta sentir que las redimes de sus fracasos? —preguntó otra vez la psicoanalista, con ese aire de mosquita muerta que detesto. —Las salvo de la frigidez heterosexual —proclamé. —Como salvaste a tu madre de un matrimonio desgraciado — interpretó la psicoanalista—. Creo que salvar a tantas mujeres debe de ser una misión un poco agotadora ¿no te parece?

No me parecía. —Lo de salvar lo ha sugerido usted. Yo, me divierto —dije. —Pero además sufres —corrigió la psicoanalista, mirando otra vez sus apuntes—. Según me has dicho, con las bisexuales siempre está el fantasma de su pasado con hombres o de su posible futuro con hombres. —No conozco a una sola heterosexual que luego de haberse acostado con una mujer regrese a sus malos hábitos —respondí, sarcástica. —Quieres decir que ninguna de las mujeres heterosexuales con las que te has acostado ha vuelto a acostarse con un hombre —insistió. —Dije lo que dije. Hay estadísticas. Lo que ocurre es que usted no las conoce, porque como es heterosexual, jamás ha tenido que investigar los motivos o las causas de su deseo. Los heterosexuales no tienen que hacerse preguntas, porque es lo normativo. —Te dije que por el momento, yo era heterosexual, pero que no podría afirmarlo para toda la vida. —Bonita manera de intentar no herir mis sentimientos y de buscarse una coartada —le espeté. Pensó que si afirmaba que era rotundamente heterosexual, yo no seguiría viniendo y perdería una

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paciente. Los tiempos no están para perder pacientes. ¿O quiso insinuar que quizás yo podía intentar seducirla con éxito? —. Usted no es mi tipo. —Creí que no tenías tipo, salvo la bisexualidad —insistió la psicoanalista.

Nos estábamos peleando. Nos ocurría muy a menudo, como a Marta y a mí, en el tercer año de lo que había sido una dichosa relación, la mejor de mi vida. Es más: había conseguido serle fiel durante esos tres años, sin siquiera pensarlo. Pero un porvenir de fidelidad, hipoteca, televisión y caniche en casa me llenaba de espanto. —Identificas la fidelidad con la monotonía —me había diagnosticado la psicoanalista. ¿Para eso le pagaba setenta euros la sesión?

A veces pensaba que intentaba que nos peleáramos, para reproducir los últimos seis meses de mi relación con Marta que habían culminado con la separación. —Esto te pasa por ir a psicoanalistas heterosexuales —había sentenciado la comunidad lesbiana, que no veía con muy buenos ojos mi dedicación a salvar a las heterosexuales de su frustración.

El camarero del restaurante gay que nos servía alcanzó a ver el miembro que yo le ofrecí a mi querida Marta y sonrió, con complicidad. —Yo tengo uno muy parecido —dijo.

Lo miré con sorpresa. —No sé para qué quiere uno de plástico si tiene uno de verdad —le comenté en voz baja a Marta, mientras envolvía decorosamente el que había comprado en el sex shop para esconderlo. Ahora que tenía un pene, no era cosa de que cualquier gay de mierda me lo estuviera mirando o tocando. —Algunos gays lo usan para penetrar a sus parejas por el ano —me informó Marta.

Siempre me sorprende. ¿No era heterosexual hasta que me conoció y jamás había tenido un amigo o amiga gay?

El pene resultó un adminículo muy estimulante para nuestras relaciones sexuales, lo usaba exclusivamente yo, Marta me dijo que no le hacía ilusión ponérselo, cosa que yo me imaginaba y me tranquilizaba. La noche en que lo usamos por primera vez, es decir, la noche de nuestra reconciliación, decidimos, además, casarnos. Le pregunté si la súbita aparición del pene en nuestras vidas había tenido algo que ver con esa decisión.

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—No seas retorcida, querida —me respondió Marta. Desde que te conozco tengo ganas de casarme contigo, con pene o sin él.

Como si el hecho de que yo fuera una retorcida no constituyera un motivo muy importante de su amor por mí. —Además —agregó—, le diré a mamá que nos casamos y por fin podrá venir a casa con papá.

Me extrañó que no dijera “papi”. Detesto a las mujeres que llaman “papi” al monstruo incestuoso de su padre, pero inexplicablemente, algunas sienten ternura por él. Seguramente les gustó cuando él les metió mano con el pretexto del termómetro (antiguamente se ponía en la ingle), de cambiarle los pañales o el vestidito.

Hasta ese momento, yo me había negado rotundamente a participar de cualquier ceremonia familiar, fueran cumpleaños, bodas, navidades, bautismos, preoperatorios, posoperatorios o simples catarros.

No quería hacer el triste papel de una advenediza en el seno familiar, que es el único seno que no me gusta. Con los demás, soy muy amplia. Me gustan los senos prietos y los caídos; los anchos y los estrechos, los que sobresalen de la ropa y los que hay que buscar con lupa.

Después de dos años de relación, Marta le había dicho a sus padres que vivía con una mujer, pero no había entrado en detalles. Éramos amigas, y la palabra es lo suficientemente confusa como para prestarse a cualquier interpretación; los padres, gente sana, al fin, habían preferido la más sencilla y menos preocupante: su hija vivía con una amiga como si fueran hermanas.

Pero ahora que íbamos a casarnos, Marta había decidido hablarles con claridad, comunicarles nuestra intención matrimonial e invitarlos a casa.

Vendrían a almorzar el sábado, estábamos a viernes y yo no podía encontrar el pene. —Me tengo que ir —proclamó Marta, junto a la puerta—. Deja de preocuparte ya por el pene. Además, hasta la noche no lo necesitamos. —¿No recuerdas que hoy viene la empleada? —le grité, al borde de la histeria.

Teníamos una empleada boliviana, de veintiocho años, con dos hijos en su país natal, limpiaba el piso cada viernes. Y este viernes, era el día anterior a la visita matrimonial de los padres de Marta.

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—Me tengo que ir a la editorial, no sé dónde está el pene y no me gustaría que la empleada lo encontrara y lo guardara en la nevera, en la alacena o en cualquier otro lugar al alcance de tu padre o de tu madre, mañana, a los postres.

Marta pareció haber tomado conciencia del problema en ese preciso momento. —¿Lo decías por mis padres? —preguntó, asombrada. —¿Y por quién iba a decirlo? —respondí, enojada. —Bueno —reflexionó en voz alta— llevan treinta años de casados, me imagino que un pene no será algo nuevo en sus vidas — agregó.

A veces, la naturalidad de las bisexuales me sorprende y me saca de quicio. —¿Te imaginas las preguntas que se harán, si lo llegan a encontrar en un cajón, acerca de nuestra vida sexual? —le dije. —Creo que no tendrán ninguna duda acerca de quién lo usa — me respondió jocosamente—. Te queda estupendo —agregó, como para satisfacer mi orgullo. Solo consiguió lo opuesto: humillarme. —Tuve graves problemas para elegir su tamaño —respondí—. No conocía tus gustos acerca de penes. No sabía si te gustaban delgados y largos o anchos y regordetes. Hay una gran variedad, como habrás podido comprobar en tu vida anterior.

No era muy cierto, porque Marta solo había tenido un par de amantes hombres, antes de conocerme. —Touché, querida. —Se acercó conciliadoramente a besarme—. ¿Dónde crees que puede estar? —No lo sé —dije, bajando la guardia—. No está debajo de la cama, ni entre las sábanas, ni en su bolsa de plástico. —¿Y en el armario del baño? ¿Buscaste en el armario del baño? —Solo están el secador de pelo, un par de toallas, las cremas desmaquilladoras y dos pastas de dientes sin abrir. (Marta tenía la obsesión de que en algún momento nos faltara pasta de dientes. Siempre le gustaba tener un par de tubos de repuesto. No llegué a hablar de esta obsesión con mi psicoanalista, porque cuando se la conté, me dijo que las obsesiones de Marta no eran cosa nuestra. “¿Nuestra?”, repetí, asombrada. A ver si ahora, además de tener novia fija, a punto de casarme, tenía un lance sentimental con la psicoanalista).

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—Recuerda la última vez que lo usaste —dijo Marta, que había abandonado su bolso, dispuesta a ayudarme y a llegar tarde al trabajo. —Lo usamos, querida, lo usamos. Creo que te beneficiaste de él —aseguré. —No sé por qué eres tan puntillosa con el lenguaje —me replicó. —Pensé que eso era lo que te gustaba de mí —refuté. —Me gustan muchas cosas de ti, pero tu paranoia lingüística a veces me irrita los nervios. —Todavía no nos hemos casado y ya tenemos una disputa matrimonial —observé, con frustración. —No, simplemente es una riña de enamoradas —precisó Marta. —A veces a ti también te gusta ser muy puntillosa con el lenguaje —maticé. —¿Quieres hacer el favor de recordar dónde estaba el maldito pene la última vez que lo viste? Se me está haciendo muy tarde — dijo. —Por lo que recuerdo, la última vez que lo vi estaba en el interior de tu vagina, muy cómodamente instalado, según tu expresión facial y ciertos grititos completamente excitantes que emitían tus cuerdas vocales —afirmé—. Sospecho que si continuara alojado en el mismo antro, receptáculo, cueva, caverna, agujero negro, pozo abisal, lo hubieras advertido.

Marta se rio. Me encanta hacerla reír. Creo que es uno de los motivos por los cuales vamos a casarnos. —Eran las tres de la mañana, si no recuerdo mal —respondió—, y nos dormimos una en brazos de la otra. ¿Cuándo te lo quitaste? ¿Antes o después?

De pronto, tuve una iluminación. Siempre le he dicho a mi psicoanalista que la relación con Marta me obnubila, pero después, me recupero. Recordé que a las cinco de la mañana me desperté con el delicioso rostro de Marta en mi hombro izquierdo y unas irremediables ganas de orinar, de modo que desplacé suavemente su rostro sobre la almohada, ella protestó débilmente (“bésame”, dijo) y yo me quité las cintas que sostenían el pene de plástico, porque no se me da bien orinar de pie. El adminículo, lo metí en el cesto de la ropa sucia, para lavarlo al día siguiente. Ahora estaría allí, mezclado con las toallas, los repasadores de cocina y las camisas.

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Inofensivo, como si nunca se hubiera metido con nadie. O nunca se lo hubiera metido a nadie.

Seguramente, la primera en encontrarlo habría sido Yolanda, la empleada boliviana. Lo habría encontrado, lo habría asido entre ambas manos, a la altura de sus ojos ¿y?, ¿y? —Está en el cesto de la ropa sucia —le dije a Marta, y me dirigí hacia allí.

No sé qué habría hecho Yolanda con él. —Lo habría metido en la lavadora —sentenció, recogiendo otra vez su bolso. —Tenemos que buscarle un lugar definitivo en este mísero piso de cuarenta y cinco metros cuadrados —protesté. —Creí que ya le habías encontrado un lugar definitivo entre tus piernas, querida —me dijo Marta, riendo, mientras cerraba la puerta.

Es lo que tienen las bisexuales. Siempre me asombran.

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Armonía Somers

Escritora, maestra y pedagoga uruguaya quien tomó el pseudónimo de Armonía Somers para firmar todos sus libros y de esa manera ocultar su identidad. Sus obras tocan temas como el amor, la muerte, la miseria, la violencia ejercida sobre el más débil, la sexualidad y el erotismo.

Su primera obra fue publicada en 1950, La mujer desnuda, la cual provoco un gran escándalo al hablar de manera muy específica y cruel sobre la libertad del sexo, violadores y lesbianismo, junto con una crítica moral a la sociedad. Por sus obras ha ganado numerosos premios como, El derrumbamiento (1953) que recibió el Primer Premio Narrativa del Ministerio de Instrucción Pública, Un retrato para Dickens (1969) fue elogiado con el Premio Intendencia Municipal de Montevideo, entre otros, todas sus obras fueron traducidas al inglés, francés y al alemán. Armonía falleció en 1994 en Montevideo.

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El hombre del túnel

Iba saliendo de aquel maldito caño —un tubo de cemento de no más de cincuenta centímetros de diámetro en el que había tenido el coraje de meterme para atravesar la carretera— cuando lo conocí. Contaba entonces siete años. Eso explicará por qué, si es que se puede cruzar normalmente una senda, alguien pensara en la angosta alcantarilla como vía. Y que todo el sacrificio de aquel pasaje inaudito, agravado por la curva de la bóveda, fuese para nada, absolutamente para y por nada.

Reptando a duras penas, oliendo con todos los poros el vaho pútrido de la resaca adherida a la superficie, logré alcanzar la mitad del tubo. Fue en ese preciso punto de caramelo de la idiotez cuando sucedieron varias cosas, una de ellas completamente subjetiva: el pensar que pudiera aparecerse de golpe algo terrorífico, desde víbora a araña, siendo imposible el giro completo del cuerpo, y debiéndose imaginar la marcha atrás como una persecución frontal por el monstruo. Entonces, y ya instaurada para siempre la desgracia de la claustrofobia, se advirtieron estos dos leves indicios compensatorios: ver aproximarse cada vez más la boca del caño a la punta de mi lengua y vislumbrar los pies de un hombre, al parecer sentado sobre la hierba, según la posición de sus zapatos.

Es claro que ni por un momento caí en pensar que era yo quien había estado buceando hacia todo, sino que las cosas se vendrían de por sí, a fuerza de tanto desearlas. (Dios, yo nunca te tuve, al menos bajo esa forma de cómoda argolla de donde prenderse en casos extremos, ni siquiera como la cancelación provisoria del miedo). Así, solamente asistida por una imagen circular y dos pies desconocidos, fue cómo llegué a la boca de la alcantarilla, hecha una rana bogando en seco, y exploré la cosa.

El hombre de las suelas, gruesas y claveteadas en forma burda, estaba sentado, efectivamente. Pero no sobre la hierba, sino en una piedra. Vestía de oscuro, llevaba un bigote caído de retrato antiguo y tenía una ramita verde en la mano.

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Mi salida del agujero no pareció sorprenderlo. Aun sin sacar todo el cuerpo, respirando fatigosamente y tatuada por la mugre del caño, debí parecerle un gusano del estiércol que va a tentar suerte al aire de los otros bichos. Pero él no hizo preguntas, no molestó con los famosos cómo te llamas ni cuántos años con que a uno lo rematan cuando es chico, y que tantas veces no habrá más remedio que contestar mostrando la retaguardia en un gesto típico. Si acaso intentó algo fue sonreír. Pero con una sonrisa de miel que se desborda. Y elaborada al mismo tiempo con los desechos de su propia soledad, quizás de su propio túnel, como siempre que la ternura se quede virgen en esta extraña tierra del desencuentro.

Entonces yo emergí del todo. Es decir, me incorporé enfrentándolo. De nuevo volvió él a echarme por encima aquel baño total de asentimiento, una especie de connivencia en la locura que me caló hasta los tiernos huesos.

Nadie en la vida había sido capaz de sonreírme en tal forma, debí pensar, no solo completamente para mí tal una golosina barata cualquiera, sino como si se desplegase un arcoíris privado en un mundo vacío. Y casi alcancé a retribuírselo. Pero de pronto ocurre que uno es el hijo de la gran precaución. Hombre raro. Policía arrestando vagos. Nunca. Cuidado. Eran unas lacónicas expresiones de diccionario básico, pero que se las traían, como pequeños clavos con la punta hundida en la masa cerebral y las cabezas afuera haciendo de antenas en todas las direcciones del riesgo. Malbaraté, pues, el homenaje en cierne y salí a todo correr, cuanto me permitió e! temblequeo de piernas.

El relato, balbuceado en medio de la fiebre en que caí estúpidamente, se repitió con demasía. Y así, sin que nadie se diera cuenta de lo que se estaba haciendo, me enseñaron que había en este mundo una cosa llamada violación. Algo terrorífico, según se lograba colegir viendo el asco pegado a las caras como las moscas en la basura. Pero que si, de acuerdo con mi propia versión del suceso, podría provenir de aquel hombre distinto que había sonreído para mí desde la piedra, debía ser otra historia. Violación, hombre dulce. Algo muy sucio de lo que ellos estarían de vuelta. Pero sin que nada tuviese que ver con mi asunto, divisible solamente por la unidad o sí mismo, como esos números anárquicos de la matemática elemental que no se dejan intervenir por otros. Tanto que supuse que violar a una niña sería como llevársela sobre un colchón de nubes, por

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encima de la tierra suspicaz, a un enorme granero celeste sin techo ni paredes. Y a estarse luego a lo que sucediera.

Así fue cómo la imagen inédita de mi hombre permaneció inconexa, tierna y desentendida de todo el enredo humano que había provocado. Detuvieron a unos cuantos vagabundos, y nada. Mi descripción no coincidía nunca con harapos, piojos, pelo largo, dientes amarillos. Hasta que un día decidí no hablar más. Me di cuenta de que eran unos idiotas crónicos, pobres palurdos sin aventura, incapaces de merecer la gracia de un ángel que nos asiste al salir del caño. Y todo quedó tranquilo. Pero eso no fue sino el prólogo. Él reapareció muchas veces, se diría que siete, las suficientes para una completa terrenidad. Y aquí comienza la verdadera historia. El hombre de la acera de enfrente. El único que asistió a mi muerte. La revelación final del vacío.

Yo vivía entonces en una buhardilla. La había elegido por no tener nada encima ni a los costados, una especie de liberación inconsciente del túnel, por si esto fuera saber psicoanalizarse. Una vez, luego de cierta enfermedad bastante larga, abrí la ventana para regar unas macetas y lo vi. Sí, lo vi, y era el mismo. Con tantos años más encima, y no había cambiado ni de edad, ni de traje, ni siquiera de estilo en el bigote. Se hallaba parado junto a una columna y, aunque nadie pudiese creerlo, tenía la misma ramita verde de diez o doce años atrás en la mano. Entonces yo pensé: esta vez será mío. Solo que su imagen no tendrá profanadores, no irá a caer en los sucios anales del delito común, al menos siendo yo quien lo entregue… En ese preciso golpe mental de mi pensamiento, él levantó la cabeza, desde luego que reconociéndome, y volvió a sonreírme como en la boca del túnel. (Dios mío, haz que no se pierda de nuevo —dije agarrándome de la famosa argolla del ruego—. Otros tantos años después del después no serían lo mismo. Solo tiempo de bajar a decirle que yo no lo acusé. Y no únicamente eso, sino todo lo demás, las dulces historias que su presunta violación había sido capaz de provocar más tarde, en toda soledad que tú desparramases bajo el cielo, cuando las horas eran propicias y las uvas maduraban en sus auténticos veranos…).

Tomé el teléfono y marqué el número del negocio vecino al lugar donde él había reaparecido.

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—Perdone —dije contrariando mi repugnancia a este tipo de humillaciones— habla la estudiante que vive en el último piso de enfrente… —Sí… ¿Y? —Bueno, usted no lo podría comprender. Quiero, simplemente, que salga y diga a ese hombre vestido de oscuro y con una ramita en la mano que está junto a la columna, que la muchacha que regaba las macetas es aquella misma chiquilla del túnel. Y que ya baja a encontrarlo, que no vaya a perderse de nuevo a causa de los cinco pisos que deberá hacer para reunírsele. ¡Corra, se lo suplico! —Nada más, ¿eh? — se atrevió a preguntar el tipo. —-Vaya de una vez —le ordené con una voz que no parecía salir de mis registros— lo espero sin cortar. ¡Es que ya no podrían pasar de nuevo los mismos años, nunca es el mismo tiempo el que pasa!

Mis incoherencias, la locura con que le estaría machacando el oído, lo hicieron salir a la calle. Le observé mirar hacia el punto preciso que yo había indicado, mover la cabeza negando, y aumentar después el área de reconocimiento. Al cabo de unos segundos, y mientras yo veía aún al forastero en la misma actitud, volvió con esta estúpida rendición de noticias: —Oiga, ¿por qué no se guarda las bromas para otro? Junto a la columna no hay ningún tipo, ni nada que se le parezca. Esto no es un episodio del hombre invisible, qué diablos… —¡Bromas las que quiere hacer usted, no yo —le grité histéricamente— está aún ahí, lo sigo viendo! —Eso si no agarró las de Villadiego al ver que yo o usted lo habíamos pescado a punto de robarse mi bicicleta, ¿no? —¡Cállese, pedazo de bruto! —O las de cruzar la calle, no más —agregó tomándose confianza— para trepar de cuatro en cuatro a su altillito… Porque yo siempre pienso que usted duerme ahí demasiado sola y que cualquiera sería capaz de ir a acompañarla con gusto…

Le corté el chorro sinfín de la estupidez con que amenazaba inundar el mundo. Y hasta descubrir quién sabría qué conexiones secretas con los demás, los de aquel tiempo qué se me había ido perdiendo entre uno y otro año nuevo, llevándose sus caras.

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Por breves minutos de marcha atrás, volví a sentir mi aire abanicado por sus alientos, algunos como el del parto de las flores, pero otros tan iguales al de esas mismas flores cuando se pudren, que casi hubiera sobornado a la muerte para que se los arrastrara de nuevo.

Fue entonces cuando comprendí que jamás, en adelante, debería comunicar a nadie mi mensaje. Todo era capaz de quedar injuriado en el trayecto por el puente que ellos me tendían. Y en forma vaga llegué a intuir que ni yo misma estaría libre de caer en sus fabulaciones, que era necesario liberar también al hombre de mí propio favor simbólico, tan basto como el de cualquiera.

Cerrado, pues, el trato definitivo, y mientras él seguía en la misma actitud de contemplación, sin enterarse siquiera de que el dueño de la bicicleta la sacaba del apoyo de la columna llevándosela al interior de la tienda, yo salí como una sonámbula hacia la escalera.

Iría, quizás, hablando sola, o contraviniendo la velocidad normal, o en ambas cosas a la vez, cuando la mujer de color indefinido que subía resoplando con un bolso lleno de provisiones en la mano, se interpuso en mi camino. Ya antes de pretender su prioridad, se me había hecho presente con un olor como de escoba mojada con que traía inundado el pasillo. La estaba imaginando en una pata, yéndose a la oscuridad de la rinconera a colgarse sola por una argollita de hilo sucio que ella misma se habría atado en la ranura del cuello, cuando persistió en tomarse toda la anchura del pasaje. Luchábamos por el espacio vital, sin palabras, a puro instinto de conservar lo más caro, ella su vocación de estropajo, yo la boca del túnel donde iba a hallar de nuevo algo que me pertenecía, cuando no tuve más remedio que empujar. Sí, empujar, qué otra cosa. Dos veces no va uno a dejarse interferir por nadie, mientras hace equilibrios en la cuerda tirante del destino sobre las pequeñas cabezas de los que miran de abajo.

Y llegó ella primero que yo, es claro. Cuando la volví a ver en el último descanso, mirándome fijamente con dos ojos de vidrio entre el desparramo de sus hortalizas, ya era tarde. El hombre había desaparecido. No diré que para siempre. Más su periodicidad, contándose desde mi violación a mi primer crimen, luego a las otras menudencias de las que él fue también principal testigo, y en las que siempre los demás actuaban de desencadenantes, se me llevó pedazos de la pobre vida que nos han dado. Es que uno merodea

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por años alrededor de ese algo que nos van a quitar, y luego hasta tiene valor para esperar a que el vino se ponga viejo. Así, cuando mucho tiempo después cambié las escaleras por ascensor automático, y nadie supo en el piso de dónde venía la mudanza, casi llegué a saludar a una mujer parecida a mí que se echaba hacia atrás los cabellos en un espejo del pasillo. Dios mío, iba a decir ya como alguna otra vez en las apuradas. Pero recordé de pronto el peor y el mejor de mis trabajos, aquel de quitarle limpiamente su hombre a una prójima desconocida. Y decidí que mi pelo ya desvitalizado era una cosa de poca monta para andar a los golpes en la última puerta en busca de lástima.

Hasta que cierto atardecer lluvioso, no podría decir cuánto tiempo después, el hombre del túnel volvió a aparecer en esa y no otra acera de enfrente, con el olfato de un perro maníaco que anduviera de por vida tras la pieza. Entonces yo decidí que nada en este mundo podría impedirme ya que me precipitase a su encuentro definitivo. Estaba así, sin intermediarios de ninguna especie, apretando el botón de la jaula, cuando vi recostada a la pared la escalera de emergencia. —Eso es, lo de siempre —farfullé- la atracción invencible del caño, aunque la senda normal sea ahora ésta que va y viene verticalmente con su incuestionable eficacia propia.

De pronto, y mientras la puerta del ascensor se abría de por sí como un sexo acostumbrado, el pasamanos grasiento de la escalera se me volvió a insinuar con la sugestión de un fauno tras los árboles. El minuto justo para cerrarse la puerta de nuevo. Y yo hacia atrás de la memoria, cabalgando en los pasamanos tal como alguien debió inventarlos para los incipientes orgasmos, que después se apoderan de las entrañas en sazón, hasta terminar achicándose en los climaterios como trapo quemado. —¡Sí! -grité de golpe, completamente libre ya de toda carga, incluso la de los otros, que también soportan lo suyo encima.

Aquel sí colgado del vacío, sin más significación que la de su arrasamiento, se quedó unos instantes girando en el aire de la caja con otros sí más pequeños que le habían salido de todo el cuerpo y me acompañaron hasta la puerta. Crucé luego la calle con el mismo vértigo con que había cabalgado la escalera, ajena a la intención de las ruedas que se me venían como si el mundo entero hubiese enfilado sus carros en busca de mis vísceras. Yo estaba sorda y cie-

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ga a todo lo que no fuera mi objetivo, el abrazo consustancial del hombre de la ramita verde que seguía parado allí, sin edad, omiso ante la obligación de correr como un loco detrás del tiempo. Fue entonces cuando pude ver fugazmente cómo el violador de criaturas, el ladrón, el asesino, el que codicia lo que no le fue dado, y el todo lo demás que puede ser quien ha nacido, abría los brazos hacia mí. Pero en una protección que no se alcanza si las ruedas de un vehículo llegaron primero. Lo vi tanto y tan poco que no puedo describirlo. Era como un paisaje tras los vidrios del tren expreso, con detalles que nunca se conocerán, pero que igualmente aterciopelan la piel o la erizan de punta a punta. —Gracias por la invención de las siete caídas —alcancé a decirle viendo rodar mi lengua como una flor monopétala sobre el pavimento.

Entré así otra vez en el túnel. Un agujero negro bárbaramente excavado en la roca infinita. Y a sus innumerables salidas, siempre una piedra puesta de través cerca de la boca. Pero ya sin el hombre. O la consagración del absoluto y desesperado vacío.

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Este libro se terminó de realizar en el mes de mayo de 2021, un poco más de un año después del inicio de la pandemia del COVID- 19

Esta selección de cuentos reúne voces femeninas de nueve países de América Latina. Algunas de ellas gozan de una consagración internacional como es el caso de Elena Garro, Clarice Lispector, Silvina Ocampo y Marvel Moreno. Otras, sin embargo, están dándose a conocer gracias a la labor de la crítica y la difusión realizada por editoriales independientes. Ese es el caso de Pilar Dughi, cuya profesión de psiquiatra la llevó a explorar en sus personajes los casi indescifrables desvíos de la mente humana; o el de Cristina Peri Rossi, quien cuestiona las formas hetero-patriarcales de amar al explorar la relación sentimental entre una mujer lesbiana y una bisexual. Otro cuestionamiento revolucionario, sobre la guerra, aparece en la pluma de Marta Lynch, al introducirse en los complejos temores y vacíos que sufren los jóvenes y sus madres cuando son separados a causa del servicio militar. La lectura de este libro sorprenderá por sus transgresiones, estilos e historias novedosas, que solo una mirada femenina y latinoamericana podría concebir.

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