9 minute read

Carta de un soldado

Next Article
El despertar

El despertar

Me pregunto qué hago aquí. Todos confiábamos en los del número bajo pero resultó que ni siquiera eso, ni siquiera el asma que me recomendó Jaime: corré seis cuadras antes de la revisación; o subí la escalera como si te fueran a matar o si no podés, entrá al baño y saltá hasta que el corazón se te salga por la boca. O resfríate la semana antes. O hacéte el loco.

Corrí, me resfrié, me hice el loco. Pero nada. El médico me dijo que estaba más sano que un caballo y que Feldstein, el judío que conocí en quinto de primaria, me soplaba que los caballos suelen enfermarse. No pude discutir, me quedé corto como siempre y aquí estoy. Ni asmático ni loco ni siquiera engripado, con casco, botas y fusil. En el monte. En una guerra inventada. Querida mamá: nos han dicho que podemos escribir y voy a aprovechar una luz azul que el cabo primero Vera mantiene encendida. Gracias por los dulces y el turrón. Pero me faltan ganas. No lo vayan a creer, no es que sienta miedo como me preguntan. Miedo lo que se dice miedo, no. Solo…

Advertisement

Monte. Guerra. Vinieron a vernos un teniente coronel y Vidal que es el jefe, un tipo corpulento que está siempre furioso. —Soldados —dijo— la carroña asesina…

Está furioso y con razón. Si no se enfurece, seguro que lo matan. Como al teniente Plá que murió furioso. El negro Funes y yo —inseparables— lo vimos caer a unos dos metros de distancia. En la oscuridad sí que uno siente miedo. Cabalmente, se hace en los pantalones y habría que buscar un río, un arroyo siquiera para arrojarse vestido y que la basura se fuera junto con lo que arrastra la corriente.

Le dieron en el hombro y él como si tal, seguía gritándonos que nos aguantáramos y nosotros —éramos siete en la patrulla— nos aguantábamos porque de todos modos si retrocedíamos nos la da-

73

ban igual. Acá te la dan de aquí o te la dan de allá. Prefiero que sea peleando. Al menos en lugar de insultos recibo cierta dosis de buena voluntad. Pensar que terminé la secundaria. Pensar que la vieja trabajó como una burra para eso. —Si hubiera sabido —dijo la pobre tan furiosa como el teniente Plá al morirse—, si hubiera sabido que estos guachos te iban a destinar a la compañía del monte… ¿Sabés lo que tendrían que hacer las mujeres? No parir. Sí, m’hijito, no parir y se acabó. Toda una generación sin pariciones. Así aprenderían esos guachos a no tener gente a su disposición. —Pero, vieja, ¿quiénes son los guachos? Ese es el problema.

Voy a tener que tachar toda la frase porque de algún modo al cabo primero Vera no lo engrupe nadie. Cada carta es espulgada como los uniformes en día de revista. Tacho. Se lo digo cuando salga de esta y la vea, quién sabe, cuando no les resulte necesario. Tan necesario. Y aun sabiendo que lo soy me pregunto: ¿qué hago acá? Todo pasó como una revista de cine: el 5º año, la vieja contentísima, la colimba a los dieciocho, la revisación con el médico achispado que se dio cuenta de que yo no era loco ni asmático. —Y aunque lo fueras, che… —dijo haciendo girar el taburete. Al otro médico que revisaba el esternón de Julio: —¿Viste que hubo un operativo cerquita a Villa Nugués?

El esternón de Funes parecía torcido. Pero nosotros sabíamos que aunque lo tuviera atravesado en la garganta entraría igual. ¿No estaba adentro Feldsein, que ya tiene dentadura postiza? ¿Rosales, que sufre de diarrea? —Son los nervios —dice Rosales.

Yo creo que es puro miedo en cambio. —¿No te parece que la provincia va a reventar? —preguntó el médico achisado. Y a mí —: Vos estás perfecto, hijito, bocato di cardenale. —Me palmeó. —Buena suerte, soldado.

Creo que fue la primera vez que me cuadré y eso que nadie me había enseñado a hacerlo. Después, los dos médicos hablaron de uno idéntico que se parecía a mi hermano. —La Negra andaba loca por él —dijo el avispado apretando el esternón de Funes, los dos con la nariz metida en este tubo largo y sobresaliente entre una doble hilera de costillas pegaditas a la piel.

74

De dónde habría salido este pobre Funes. Hambre. Ese esternón estaba proclamando hambre. Así lo dijo el médico primero algo menos impersonal que el segundo. —¿Te das cuenta? Una malformación…

Y siguió entre dientes largando nombres ininteligibles y lamentándose. Eran santiagueños. Y de medio pelo no más a juzgar por el color. Pero habían estudiado; estaban ahora en el ejército. —Aquí se salvará el estudioso —decía la vieja dándole a la máquina cuando pasé a 2º año.

Eso era antes, el año anterior, un mundo antes, casi parece mentira que viviésemos tranquilos yo, la vieja, mi hermano Choya y la Nenena. Mejor que el viejo viviera con otra. Menos bulto. Contentísima la vieja, a decir verdad; si el marido se iba, si uno estudiaba se terminaban los problemas para siempre. Ah, ja, ja. Para eso se vivía en Tucumán, la tacita de plata de la gran República. La tacita de caca: —Pero el problema es saber quiénes son más culpables, vieja.

No, tacho. El problema es saber dónde está la justicia. Tampoco va. Justicia, vieja, justicia. —Y se murió nomás (recordando al teniente Plá), muriéndose. —¿Te acordás del teniente? —soplo en la oreja de Funes dormido. Qué va a acordarse este. El esternón se le sale del pecho cada vez que ronca, pero ronca igual. Igual lo dieron por apto a pesar del esternón. —Que no se diga que no podes correr como los demás por culpa de tu maldito hueso —le gritó el cabo. Y el pobre Funes meta correr y dale con el esternón para adentro. —¿Te acordarás? Murió furioso.

He visto morir a otros con sorpresa. A los más, con triste indiferencia. Lo peor es no saberlo. Quiero decir no saber, siquiera, que te vas a morir. Pero a ninguno furioso, solo a él.

Estaba como a dos metros, habíamos dejado un par de perros en un punto donde el monte era menos intrincado: un soldado con perro equivale a diez soldados. Eso me gustaba cuando entré. Me gusta todavía. Los pobres perros no sentían ni siquiera miedo. No sentían soledad. Les da lo mismo una cosa que otra y por eso los prefieren para los turnos de la guardia. Y así mismo hubo que empezar de a dos, los pobres bichos se ponían nerviosos unas horas

75

antes como si presintieran. Entonces el teniente Plá, que se las sabía todas, dijo de a dos, soldados, y se dejaba una pareja, luego se la iba a buscar.

Esa noche fuimos siete; una buena patrulla. Con el teniente Plá, que estaba carajeando desde muy temprano: si llego a ponerles una maldita mano encima, si llego a verles la jeta. Si les llego a poner una maldita mano. Cordobés, aristocrático, finísimo cuando recibía a las mujeres en el Casino de Oficiales. Le había sacado a Funes el complejo de esternón como las cosquillas a un caballo. Ahora Funes corría y saltaba como los mejores, sacaba pecho en la revista, se reía de su malformación. —Al que te diga algo de la conformación le decís que… —Sí, mi teniente —decía Funes contentísimo.

Entonces, si me pongo a pensar, si pienso en la muerte del teniente, vieja, se me pierde la justicia, lo que usted llama equidad. Yo le digo, explíqueme, me han puesto de este lado que está lleno de guachos. ¿Estos son los guachos? Corrijo. Vuelvo a tachar. Si digo en este tren no voy a decidirme nada más que por las tachaduras. Y lo que quiero es escribirle una larga carta. Funes se sentó, de pronto, dentro del saco de dormir y me contestó: —Es que él tenía motivos. ¿Dónde están los tuyos? ¿Y los míos?

A dos metros vimos que un muchacho de cara lisa y blanca se arrastraba con una metralleta en la mano, otra cosa —no lo veo— en la mano izquierda. Reptaba como una culebra el loco. Y es para morirse de terror saber que a lo mejor los tenés al lado o que te ponés a conversar con uno de ellos y te contestan, capaz que estás dándole tu ubicación exacta. Entonces, ¡zácate! Entonces reptó como un lagarto, la panza debió chasquearle sobre el barro y las raíces, y en ese instante Plá gritó: te tengo. Pero no, era el otro que lo había descubierto y aunque primero Funes, los dos nos tiramos hacia ellos, vomitamos fuego hacia la oscuridad cerrada; la puntería del tipo resultó excelente, le dio en el hombro, le reventó la mano; Plá quedó furioso y desarmado conociendo de antemano su condena, indignado porque allí mismo se acababa su guerra. —Era la guerra de él —insistió Funes fumando.

De cualquiera menos de nosotros que estamos haciendo la colimba porque nos tocó número adecuado y no sufrimos ni de asma ni de chifladura y la mal conformación es una excusa de cobardes y un soldado no es cobarde, soldado, dijo el teniente. Murió rebosan-

76

do rabia, echando espuma porque estaba convencido de que una verdad oscura brillaba a sus espaldas solamente defendida por él.

Yo también pero no tanto. No alcanzo a odiar a los que todavía se esconden entre la arboleda espesa. Dicen que son pocos pero anteayer llegó un parte del puesto 27 y se supo que habían atacado durante la madrugada, cinco locos debieron ser y dos cuerdos, todos de una celeridad extraordinaria. Los dos muertos, cinco prófugos. O desaparecidos. Una baja en el ejército. Funes descubrió que dos. Quisiera ver la cara de los que mataron al teniente. Debo saber si valen mucho más, debo averiguar si es que en algo el muerto lo valía.

Me pregunto qué voy a hacer el día que me toque, quién sabe también si yo muera furioso, aunque según mi humor de cada hora, moriré con el mismo desgano con que se mueren todos. De uno y otro lado. Aunque dicen que a algunos les complace la muerte, yo vi morir una docena y parecían más bien desolados. Y enseguida muy pendejos, casi en edad de ir a la escuela y después a la calesita. La cara afilada como la del teniente Plá cuando lo transportamos y dimos parte de muerte —furiosa— por la patria. —Entonces usted tiene razón, mi vieja, lo que deberían hacer todas las mujeres es negarse a parir por un par de generaciones hasta que se hayan olvidado esto de ponerlo a uno enterrado, en medio del barro, sin saber por qué viene la cosa, de dónde viene la muerte con un país grandote, vieja, que nos vemos, y un fina sin gloria, muriendo o matando, con una excusa vaga, desfalleciendo, esfumándose. Usted tiene razón y yo debo decirle que tengo miedo pero no es tanto el miedo sino al cosa incierta y todo ese revuelo de palabras en las que nos revolcaos, gloria, patria, honor, vida y muerte. Sin reconocerme vieja, pensado si usted donde está entiende este embrollo mejor que yo y me comprende.

Querida mamá: mejor tacho, no sea que usted, como el cabo Vera, no esté de acuerdo con todo cuanto digo. Esta carta se termina aquí antes que le haga la pregunta. Mamá: ¿dónde están los guachos?

77

Costa Rica

This article is from: