Carta de un soldado
Me pregunto qué hago aquí. Todos confiábamos en los del número bajo pero resultó que ni siquiera eso, ni siquiera el asma que me recomendó Jaime: corré seis cuadras antes de la revisación; o subí la escalera como si te fueran a matar o si no podés, entrá al baño y saltá hasta que el corazón se te salga por la boca. O resfríate la semana antes. O hacéte el loco. Corrí, me resfrié, me hice el loco. Pero nada. El médico me dijo que estaba más sano que un caballo y que Feldstein, el judío que conocí en quinto de primaria, me soplaba que los caballos suelen enfermarse. No pude discutir, me quedé corto como siempre y aquí estoy. Ni asmático ni loco ni siquiera engripado, con casco, botas y fusil. En el monte. En una guerra inventada. Querida mamá: nos han dicho que podemos escribir y voy a aprovechar una luz azul que el cabo primero Vera mantiene encendida. Gracias por los dulces y el turrón. Pero me faltan ganas. No lo vayan a creer, no es que sienta miedo como me preguntan. Miedo lo que se dice miedo, no. Solo… Monte. Guerra. Vinieron a vernos un teniente coronel y Vidal que es el jefe, un tipo corpulento que está siempre furioso. —Soldados —dijo— la carroña asesina… Está furioso y con razón. Si no se enfurece, seguro que lo matan. Como al teniente Plá que murió furioso. El negro Funes y yo —inseparables— lo vimos caer a unos dos metros de distancia. En la oscuridad sí que uno siente miedo. Cabalmente, se hace en los pantalones y habría que buscar un río, un arroyo siquiera para arrojarse vestido y que la basura se fuera junto con lo que arrastra la corriente. Le dieron en el hombro y él como si tal, seguía gritándonos que nos aguantáramos y nosotros —éramos siete en la patrulla— nos aguantábamos porque de todos modos si retrocedíamos nos la da-
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