Autoras latinoamericanas: Una pluma transgresora

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Autoras latinoamericanas:

Una pluma transgresora



Autoras latinoamericanas



Autoras latinoamericanas: Una pluma transgresora


Ilustración: Michelle Rodriguez Diseño de cubierta: Juliana Rodríguez Cajiao Diagramación y diseño: Carolina Longas Barreto © Selección y edición de cuentos: Carolina Longas Barreto, Néstor Martínez y Shalom Salamanca. © Grupo Editorial Hathi S.A.S, 2021 Clle. 25b N° 39a- 23, Bogotá, D.C., Colombia PBX: 773 55 27 Hathi Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el compromiso. Promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir parte de la obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. ISBN: 978-2-12--345680-3 Impreso en Colombia Impreso en Editora Géminis S.A.S


Índice Marta Aguirre ........................................................................... 11 Los muertos de la plaza .......................................................... 13 María Luisa Bombal ................................................................ 19 El árbol ...................................................................................... 21 Clarice Lispector ...................................................................... 33 La mujer más pequeña del mundo ....................................... 35 Nélida Piñón ............................................................................ 43 Sala de armas ........................................................................... 45 Silvina Ocampo ........................................................................ 57 La expiación ............................................................................. 59 Marta Lynch ............................................................................. 71 Carta de un soldado ................................................................ 73 Carmen Naranjo ...................................................................... 81 Metástasis ................................................................................. 83 Orgía sobre un arabesco ......................................................... 89 Marvel Moreno ........................................................................ 99 Algo tan feo en la vida de una señora bien ......................... 101 Fanny Buitrago ........................................................................ 125 El vengador errante contra el enemigo público número uno .............................................................................. 127 Claribel Alegría ....................................................................... 137 El despertar .............................................................................. 139


Irma Prego ................................................................................ 145 Mabita culpable ....................................................................... 147 Rosario Castellanos ................................................................. 153 Lección de cocina .................................................................... 155 Elena Garro .............................................................................. 167 El anillo ..................................................................................... 169 Pilar Dughi ............................................................................... 181 El ave de la noche .................................................................... 183 Apúrense, por favor ................................................................ 189 Cristina Peri Rossi ................................................................... 199 Sí, quiero ................................................................................... 201 Armonía Sommers .................................................................. 211 El hombre del túnel ................................................................. 213


CHILE

Chile



Margarita Aguirre

Nació en 1925 en Santiago de Chile, aunque vivió parte de su vida en Buenos Aires, dado que su familia tuvo que huir del frente nacional que se vivió en la época. Hizo parte de la Generación del 50 el mismo año en el que el escritor Enrique Lafourcade publicó su antología Cuentos de la Generación del 50. Sin embargo, sus obras perdieron protagonismo no por su falta de calidad estética sino por ser reconocida únicamente al ser la biógrafa oficial de Pablo Neruda desde 1964 con la obra Genio y figura de Pablo Neruda , poco después se encargaría de reeditar las Obras completas de Neruda (1972). Entre sus escritos se resaltan títulos como, Cuaderno de una muchacha muda (1951), El huesped (1958), El residente (1967, por los que ganó los premios de novela de la editorial Argentina Emecé y el premio Medalla de honor de la Fundación Pablo Neruda. Aguirre falleció en el 2003 en Santiago de Chile.

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Los muertos de la plaza

Como si se lo hubieran propuesto estaban los cuatro sentados uno frente al otro formando un rectángulo. Esperaban el té. La empleada, un poco más lejos, trajinaba con tazas y platos. Luego colocó junto a cada uno una pequeña mesa. Finalmente trajo la bandeja con el té, que puso en la mesita de María Luisa. Le acercó una taza y se quedó esperando que ésta sirviera. Con su cara lavada, su uniforme irreprochable, era lo más impersonal que puede esperarse de un ser humano. —Deja. Yo voy a servir —le dijo María Luisa. —¡Tan linda ella! —exclamó Hugo—. Se quiere acostumbrar para cuando nos casemos, ¿verdad, m’hijita? María Luisa le alargó una taza a Juanita. —Tú también podrías acostumbrarte —le dijo, riendo. —Perdona. Estaba distraída. Juanita tomó la taza. Se puso a dar vueltas la cucharilla en el té. “Casarse —se dijo—, qué cosa horrible”. María Luisa y Hugo se casarían ese año. Todas sus amigas se casaban. Se iban casando como un destino inexorable. También ella tendría que hacerlo. Allí estaba Pedro, revolviendo, lo mismo que ella, su taza de té, mientras la miraba. Eran casi novios. Bueno, así lo creían en su casa las amigas y hasta ellos mismos, a veces. Juanita volvió a mirarlo. Pedro estaba hablando de Guillermo. —¿Te das cuenta, viejo? —le decía a Hugo—, Guillermo en París, trabajando en el estudio de Le Corbussier… —La de cognac que se mandará al cuerpo entre plano y plano funcional —se rio Hugo. —Yo también me iré a París —continuó Pedro—. No espero tener la misma suerte, claro está, pero creo que cuando uno se recibe de arquitecto, lo menos que puede hacer es viajar por Europa.

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Margarita Aguirre Juanita dejó la taza de té vacía y se arrellanó en el sillón. Irse a París, casarse, la arquitectura, el arte. ¿Por eso se casaría con Pedro? Pedro era distinto de los otros. Los otros bailaban, reían, la divertían y nada más. Pedro discutía de arte y de arquitectura. Pedro quería algo más que pasarlo bien. Tal vez eso serviría para casarse. Pero no estaba segura del todo. Una vez, hace muchos años, vio el matrimonio de unos inquilinos en el campo. Para ellos no había Europa ni arte. Se habían casado ceñudos, tiesos, acartonados en sus horribles ropas nuevas. Pero después, cuando Juanita los espió, en medio de la borrachera del rancho, estaban ahí solos, tomados de la mano, aislados de la cueca y el vino, absolutamente juntos, fuertes y seguros, como una raíz cierta de sus frutos. Hay caras que no se olvidan, pequeños sucesos que se quedan dentro de uno sin razón alguna. Parecen tontos, sin sentido, pero es inútil olvidarlos. ¿Qué tenía que ver Juanita con esa pareja de inquilinos sorprendidos en el aburrimiento de un verano? Sus manos, tierra y callosidades; sus ojos sosegados, torvos, negros, mirándose, no la abandonaban. Poseían una verdad que en vano buscó en los rostros felices de sus amigas. “Casarse, ¡qué cosa horrible!” —¿Nadie quiere otra taza de té? —preguntó María Luisa—. Bueno, entonces llamo para que las retiren y apagamos un poco las luces… —Deja —murmuró Juanita—. Yo sacaré las cosas. Le molestaba el rostro impávido de la sirvienta. No quería ver a nadie. Hugo y María Luisa se acurrucaron en un sofá. Abrazados, tomados de la mano, comenzaron a cuchichear y reírse. Pedro hojeaba una revista sentado en el otro sofá. La esperaba. Con calma, tal vez con dulzura, la estaba esperando. Siempre había sido así: él la esperaba con seguridad. Porque ella iba y venía. Cansada de preguntarse, cansada de revolotear, cansada de no saber, llegaba. ¿Por qué? “Porque me está esperando”. —¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro, cuando se sentó junto a él. —Nada. —Siempre me dices lo mismo. —Porque siempre es así. —¿No sabes qué tienes? —No…

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Los muertos de la plaza —Casémonos —dijo Pedro— y lo sabrás. Nos vamos a Europa. Estudiamos juntos. Nos queremos. Estudiamos. ¡Seríamos una pareja tan distinta! Tú eres inteligente, tienes sensibilidad. Podemos hacer juntos muchas cosas… —¿Soy inteligente? —¡Tontita! Pedro la besó. Sus labios se aproximaron poco a poco a los suyos. Entonces Juanita fue abandonándose, también, lentamente. —¡Pedro! —suspiró. Volvieron a besarse. La felpa del sofá Luis XVI se pegaba a su espalda desnuda. En medio de las caricias, Pedro volvió a hablar con voz ronca: —Nos casamos sin alboroto alguno. Los dos solos en una iglesia. Nos casaremos para ser felices eternamente, los dos solos… ¿quieres? —Sí, ser felices… los dos solos… bésame, sabes besar, te quiero… nos iremos a Europa, estudiaremos… Eso es todo… Bésame… Los dos solos. Tiene que ser todo… —¡Ojo, chiquillos! ¡Ya es la hora en que vienen papá y mamá! —gritó María Luisa. Juanita y Pedro los habían olvidado. Hugo y María Luisa, también a ellos. Encendieron las luces. Frente al espejo, María Luisa, y luego, Juanita, se retocaron los cabellos y el rouge. —Nosotros nos vamos —dijo Pedro, apoyándose en los hombros delgados de Juanita. —¿No quieren quedarse a comer? —interrogó María Luisa. —Mejor nos vamos. Creo que hay una concentración en la plaza, aquí abajo. Prefiero sacar el automóvil temprano. Se despidieron. —Bueno, linda. Llámame pronto. No se pierdan —decía María Luisa a Juanita. —Nos vemos en la Facultad, viejo —agregó Pedro, a Hugo. Con la complicidad estrecha del ascensor, Juanita y Pedro volvieron a besarse, como si un beso se les hubiera perdido. El ascensor terminó su viaje. Al salir de él ya notaron algo extraño. Las puertas del edificio estaban cerradas. A través de ellas venía un rumor sordo, espeso. Las abrieron con temor y salieron a la ancha plaza de cemento, que en esa noche cálida de enero hervía de hombres.

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Margarita Aguirre Juanita tomó con fuerza el brazo de Pedro. Aquello era más que una simple manifestación de obreros pidiendo algo o protestando. Se dieron cuenta de inmediato, por las carreras desenfrenadas de algunos, por las antorchas que comenzaban a encenderse, en los gritos como de animales encerrados que venían de lejos, y de todas partes, los rostros desencajados, las manos empuñadas, palideces, ademanes, desenfrenos, empujones. Se sintieron arrastrados por una corriente humana, sudorosa. —¿Qué pasa? —preguntó Juanita. —No sé. Busquemos el coche. Por el medio de la avenida sé desplazaba una columna con antorchas encendidas. No gritaban. No cantaban. Venían hacia la plaza, mudos, implacables, con sus rostros de carbón, duros y afilados. Juanita los miró aproximarse: implacables, duros y afilados. Sin pedir nada. Entonces comprendió que algo había pasado y que no podía eludirlo. Desprendiéndose de Pedro corrió hacia la antorcha más próxima. —¿Qué haces? —le gritó Pedro—. ¡Ven acá! ¡Tenemos que irnos al auto! Pero ella no le escuchaba. Tenía que saber lo sucedido. Una mujer pobre, con su niño en brazos, le advirtió: —Cuidado, señorita. ¡Están furiosos! Los carabineros dispararon y mataron a muchos… Ahora vienen, furiosos… ¡Tenga cuidado! —le suplicaba. Juanita se detuvo, perpleja. Miró la criatura medio desnuda en brazos de la madre, que mordisqueaba un mendrugo sucio. ¿De manera que eran disparos?… “¡Fuegos artificiales!” había asegurado Hugo. ¡Y mientras ellos se besaban, disparos!… Pedro la alcanzó, tomándola con furia del brazo. —¿Te has vuelto loca? —interrogó—. Ven inmediatamente. Tenemos que llegar al auto. —Pedro… ¡Por Dios! Necesitamos saber qué sucede… Es un espanto… Dicen que los carabineros han matado a muchos… —¡Oh! ¡Vamos! —ordenó Pedro, empujándola. —Pero, ¿a ti no te importan? —¿No me importa qué? —¡Los muertos, Pedro!.. La plaza llena de muertos…

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Los muertos de la plaza Pedro la obligó a caminar rápido, de espaldas a la manifestación que avanzaba por la gran plaza hacia los cadáveres de los obreros, cubiertos por periódicos sanguinolentos. —¿Los muertos? —repitió Pedro, confuso. —Sí, esos pobres muertos, ahí, en la plaza. —Pero, ¡si son unos rotos inmundos, mi amor! Y al ver el rostro demudado de Juanita, agregó: —El mal olor te está descomponiendo. Por suerte, ya llegamos. ¡Qué espanto esta muchedumbre! La verdad es que los carabineros hacen bien en matar unos cuantos rotos, de cuando en cuando… Se adelantó para abrir la puerta del automóvil. Juanita lo miró como si por primera vez lo conociera. —Cuando nos casemos —decía Pedro. —¡Qué horrible! —exclamó Juanita. —Sí, horrible todo esto, pero te decía que cuando nos casemos... Juanita no le escuchaba. Ahora sabía que nunca se casaría con Pedro. Que Europa, la arquitectura, el arte, besarse, no era todo. ¡Había también los muertos! Los muertos de la plaza.

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María Luisa Bombal

Nació en Chile en 1910 y a pesar del poco tiempo y del reconocimiento póstumo tuvo una repercusión importante en la literatura, convirtiéndose en una de las primeras exponentes de la novela contemporánea. En la actualidad se reconoce que fue una de las primeras escritoras en exponer la problemática entre la relación del hombre y la mujer y los papeles que estos tenían asignados en la sociedad, por lo que se le considera adelantada a su época. En su estancia en Buenos Aires participó del movimiento intelectual de la época mientras se rodeaba de escritores de la revista Sur, lamentablemente a regresar a Chile fue encarcelada luego de intentar asesinar a su antiguo amante, lo que la sucumbió en una fuerte adicción al alcohol. Luego de salir libre continuó con sus escritos y publicó obras como, La última niebla, La amortajada, El árbol y Las islas nuevas; dado que nunca renunció a su pasaporte chileno perdió la oportunidad de recibir muchos premios. Falleció en 1980 en completa soledad y por problemas de salud a causa del alcohol. Todas sus obras fueron recopiladas y publicadas póstumamente por Lucia Guerra diecisiete años después de su muerte, con el titulo de Obras Completas.

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El árbol

El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa. “Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”. Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante. ¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.

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María Luisa Bombal Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro. —Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco. Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles. Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie. ¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros”. Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto… Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de concier-

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El árbol tos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales. De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor. Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis. —No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo? —Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis! —Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . . —Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz. Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio. Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis”.

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María Luisa Bombal Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto. Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No. Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río. —Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida. —¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad? A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma? —se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta? Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre. Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hom-

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El árbol bres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada. —Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis. —Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar. —Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy! A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis… —¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres? —Nada. —¿Por qué me llamas de ese modo, entonces? —Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte. Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego. Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido. —Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre? —¿Sola? —Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes. Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar. —¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida? Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho. —Tengo sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas. Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio. Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios. —¿Todavía está enojada, Brígida?

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María Luisa Bombal Pero ella no quebró el silencio. —Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos. —¿Quieres que salgamos esta noche?… —¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo? —¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo? —¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame… Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio. Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos. Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. “Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año… cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo. Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana. Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano. Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis. Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin. ¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?

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El árbol El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina. Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia. ¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio. —Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres? Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual: —En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho. En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”… Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida! A1 recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto. ¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin. El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento

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María Luisa Bombal que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero. Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego. Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar. Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche. Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival. Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto. Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable. Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste. Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero

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El árbol ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables. Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa. ¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe. Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana. “Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos…” Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira? ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa? No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones. Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada. Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios. Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había

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María Luisa Bombal llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones. ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor… —Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis. Ahora habría sabido contestarle: —¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

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Brasil



Clarice Lispector

Nació en 1920 en Ucrania por pura casualidad ya que su familia se dirigía a vivir en Brasil. Es una de las escritoras más reconocidas del siglo XX al escribir sus obras con flujo de conciencia mucho antes de haber leído a Joyce o a Wolf. Además, revolucionó el concepto del cuento al narrar obras complejas y profundas dándoles siempre un toque personal. En 1966 a raíz de una colilla de cigarrillo mal apagada sufrió quemaduras que la imposibilitaron usar su mano derecha por un tiempo, lo que la llevó a tener una fuerte depresión. Se destacó en la literatura desde los 21 años. Su primera novela fue escrita cuando tenía 19 años, con la cual ganó el premio Graça Aranha por la mejor novela publicada en 1943. Entre sus títulos más reconocidos se encuentran, Una manzana en la oscuridad (1961), La pasión según GH (1969), La Hora de la estrella (1977). Falleció en 1977 pocos meses después de publicar su última novela. Para el año de 2002 la editorial Alfaguara publicó todos sus cuentos reunidos en traducción al español.

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La mujer más pequeña del mundo “A menor mulher do Mondo”, Lazos de Familia, 1960

En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más. En el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de otra caja, dentro de otra caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a veces tiene la naturaleza de excederse a sí misma. Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un verde más perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que temprano redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba embarazada. Allí en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese, inesperadamente, llegado a la conclusión última. Con certeza, solo por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites. Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que existe, la apellidó Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla entre las realidades reconocibles, pasó enseguida a recoger datos relacionados con ella.

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Clarice Lispector Su raza está, poco a poco, siendo exterminada. Pocos ejemplares humanos restan de esa especie que, si no fuera por el disimulado peligro de África, sería un pueblo muy numeroso. A más de la enfermedad, el infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que rondan, el gran riesgo para los escasos likoualas está en los salvajes bantúes, amenaza que los rodea en silencioso aire como en madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con redes, como lo hacen con los monos. Y los comen. Así, tal como se oye: los cazan con redes y los comen. La pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón del África, donde el afortunado explorador la descubriría. Por defensa estratégica, habitan en los árboles más altos. De allí descienden las mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y cosechar verduras; los hombres, para cazar. Cuando un hijo nace, se le da libertad casi inmediatamente. Es verdad que, muchas veces, la criatura no aprovechará por mucho tiempo de esa libertad entre fieras. Pero también es verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan corta vida, largo haya sido el trabajo. Incluso el lenguaje que la criatura aprende es breve y simple, apenas esencial. Los likoualas usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales. Como avance espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, mantienen una pequeña hacha de guardia contra los bantúes, que aparecerán no se sabe de dónde. Fue así, pues, que el explorador descubrió, toda en pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió, porque esmeralda ninguna es tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo puso ya sus ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que la golosina del más fino sueño jamás pudiera imaginar. Fue entonces que el explorador, tímidamente, y con una delicadeza de sentimientos de la que su esposa jamás lo juzgaría capaz, dijo: —Tú eres Pequeña Flor. En ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca. El explorador —como si estuviese recibiendo el más alto premio de castidad al que un hombre, siempre tan idealista, osara aspirar—, tan vivido, desvió los ojos. La fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a colores de los diarios del domingo, donde cupo en tamaño natural.

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La mujer más pequeña del mundo Envuelta en un paño, con la barriga en estado adelantada, la nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perro. En ese domingo, en un departamento, una mujer, al mirar en el diario abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo una segunda vez «porque me da aflicción». En otro departamento, una señora sintió tan perversa ternura por la pequeñez de la mujer africana que —siendo mucho mejor prevenir que remediar—, jamás se debería dejar a Pequeña Flor a solas con la ternura de aquella señora. ¡Quién sabe a qué oscuridad de amor puede llegar el cariño! La señora pasó el día perturbada, se diría que poseída de la nostalgia. A propósito, era primavera, una bondad peligrosa rondaba en el aire. En otra casa, una niña de cinco años, viendo el retrato y escuchando los comentarios, quedó espantada. En aquella casa de adultos, esa niña había sido hasta ahora el más pequeño de los seres humanos. Y si eso era fuente de las mejores caricias, era también fuente de este primer miedo al amor tirano. La existencia de Pequeña Flor llevó a la niña a sentir —con una vaguedad que solo años y años después, por motivos bien distintos, habría de concretarse en pensamiento—, en una primera sabiduría, que «la desgracia no tiene límites». En otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de piedad: —¡Mamá, mira el retratito de ella, pobrecita!, ¡mira como ella es tristecita! —Pero —dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es tristeza de bicho, no es tristeza humana. —¡Oh, mamá! —dijo la joven desanimada. En otra casa, un niño muy despierto tuvo una idea inteligente: —Mamá, ¿y si yo colocara esa mujercita africana en la cama de Pablito mientras él está durmiendo? Cuando despierte, qué susto, ¿eh? ¡Qué griterío, viéndola sentada en su cama! Y nosotros, entonces, podríamos jugar tanto con ella, haríamos de ella nuestro juguete, ¿sí? La madre de este niño estaba en ese instante enrollando sus cabellos frente al espejo del baño y recordó lo que una cocinera le contara de su tiempo de orfanato. Al no tener una muñeca con qué jugar, y ya la maternidad pulsando terrible en el corazón de las huérfanas,

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Clarice Lispector las niñas más despiertas habían escondido de la monja la muerte de una de las chicas. Guardaron el cadáver en un armario hasta que salió la monja, y jugaron con la niña muerta, le dieron baños y comiditas, le impusieron un castigo solamente para después poder besarla, consolándola. De eso se acordó la madre en el baño y dejó caer las manos, llenas de horquillas. Y consideró la cruel necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser felices. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces en que habremos de matar por amor. Entonces, miró al hijo sagaz como si mirase a un peligroso desconocido. Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para la vida y para la felicidad. Así fue que miró ella, con mucha atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los dos dientes de adelante: la evolución, la evolución haciéndose diente que cae para que nazca otro, el que muerda mejor. «Voy a comprar una ropa nueva para él», resolvió, mirándolo, absorta. Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas, obstinadamente lo quería bien limpio, como si la limpieza diera énfasis a una superficialidad tranquilizadora, obstinadamente perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente apartándose y apartándolo de algo que debía ser «oscuro como un mono». Entonces, mirando al espejo del baño, la madre sonrió intencionadamente fina y pulida, colocando entre aquel su rostro de líneas abstractas y la cruda cara de Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que este sería un domingo en el que tendría que disfrazar de sí misma la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos. En otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborotado de calcular, con cinta métrica, los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue allí mismo donde, deleitados, se espantaron: ella era aún más pequeña de lo que el más agudo en imaginación la inventaría. En el corazón de cada uno de los miembros de la familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería consagrarse. Y, entonces, ¿quién ya no deseó poseer un ser humano solo para sí? Lo que es verdad, no siempre sería cómodo, hay horas en que no se quiere tener sentimientos:

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La mujer más pequeña del mundo —Apuesto a que si ella viviera aquí, terminaba en pelea —dijo el padre sentado en la poltrona, virando definitivamente la página del diario—. En esta casa todo termina en pelea. —Tú, José, siempre pesimista —dijo la madre. —¿Ya has pensado, mamá, de qué tamaño será el bebé de ella? —dijo ardiente la hija mayor, de trece años. El padre se movió detrás del diario. —Debe ser el bebé negro más pequeño del mundo —contestó la madre, derritiéndose de gusto—. ¡Imagínense a ella sirviendo a la mesa aquí en casa! ¡Y con la barriguita grande! —¡Basta de esas conversaciones! —dijo confusamente el padre. —Tú has de concordar —dijo la madre inesperadamente ofendida— que se trata de una cosa rara. Tú eres el insensible. ¿Y la propia cosa rara? Mientras tanto, en África, la propia cosa rara tenía en el corazón —quién sabe si también negro, pues en una naturaleza que se equivocó una vez ya no se puede confiar más—, algo más raro todavía, algo como el secreto del propio secreto: un hijo mínimo. Metódicamente, el explorador examinó, con la mirada, la barriguita madura del más pequeño ser humano. Fue en ese instante que el explorador, por primera vez desde que la conoció, en lugar de sentir curiosidad o exaltación o victoria o espíritu científico, sintió malestar. Es que la mujer más pequeña del mundo estaba riendo. Estaba riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba teniendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía. No haber sido comida era algo que, en otras horas, le daba a ella el ágil impulso de saltar de rama en rama. Pero, en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no estaba aplicando ese impulso a una acción —y el impulso se había concentrado todo en la propia pequeñez de la propia cosa rara—. Y entonces ella se reía. Era una risa de quien no habla pero ríe. El explorador incómodo no consiguió clasificar esa risa, y ella continuó disfrutando de su propia risa apacible, ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. En tanto ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba perturbado.

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Clarice Lispector En segundo lugar, si la propia cosa rara estaba riendo era porque, dentro de su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento. Es que la propia cosa rara sentía el pecho tibio de aquello que se puede llamar Amor. Ella amaba a aquel explorador amarillo. Si supiera hablar y le dijese que lo amaba, él se inflaría de vanidad. Vanidad que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba mucho el anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador. Y cuando este se sintiera desinflado, Pequeña Flor no entendería por qué. Pues, ni de lejos, su amor por el explorador —puédese incluso decir su «profundo amor», porque, no teniendo otros recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, habría de quedarse desvalorizado por el hecho de que ella también amaba su bota. Hay un viejo equívoco sobre la palabra amor y, si muchos hijos nacen de ese equívoco, muchos otros perdieron la única posibilidad de nacer solamente por causa de una susceptibilidad que exige que sea de mí, ¡de mí!, que el otro guste. Pero en la humedad de la floresta no existen esos refinamientos crueles y amor es no ser comido, amor es hallar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír del amor a un anillo que brilla. Pequeña Flor guiñaba sus ojos de amor y rió, cálida, pequeña, grávida, cálida. El explorador intentó sonreírle en retribución, sin saber exactamente a qué abismo su sonrisa contestaba, y entonces se perturbó como solamente un hombre de tamaño grande se perturba. Disfrazó, acomodando mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdico. Se tornó de un color lindo, el suyo, de un rosa—verdoso, como el de un limón de madrugada. Él debía de ser agrio. Fue, probablemente, al acomodar el casco simbólico cuando el explorador se llamó al orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo y recomenzó a hacer anotaciones. Había aprendido a entender algunas de las pocas palabras articuladas de la tribu y a interpretar sus señales. Ya lograba hacer preguntas. Pequeña Flor le respondió que «sí». Que era muy bueno tener un árbol para vivir, suyo, suyo mismo. Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus ojos se tornaron tan oscuros que ellos lo dijeron—, es bueno poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador pestañeó varias veces.

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La mujer más pequeña del mundo Marcel Petre tuvo varios momentos difíciles consigo mismo. Pero, al menos, pudo ocuparse de tomar notas. Quien no tomó notas, tuvo que arreglarse como pudo: —Pues mire —declaró de repente una vieja cerrando con decisión el diario—, yo solo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.

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Nelida Piñón

Escritora, periodista y docente, Nélida Piñón no solo tiene un lugar sobresaliente en la nueva ola narrativa brasileña, sino en las letras latinoamericanas contemporáneas, debido a su escritura original y audaz en la que los límites entre forma y fondo se difuminan. Sus padres son de origen español, por lo que vivió un tiempo de su niñez en la región de Galicia y llegó a sentir tanto afecto por este territorio que, junto con Brasil, lo consideró como su patria. Esta doble nacionalidad se revela en su obra. Nacida el 3 de mayo de 1937, en Río de Janeiro, Piñón supo desde los ocho años de edad que quería ser escritora. Entre sus novelas destacan A casa da paixão (1972), Tebas de mi corazón (1974), Una furtiva lágrima (2019) y la que se considera su obra cumbre: La república de los sueños (1984). También publicó tres libros de cuentos: Tiempo de frutas (1966), Sala de armas (1983) y El calor de las cosas (1989). El relato de esta selección fue el que le dio nombre a su segundo libro de cuentos. Adicionalmente, la autora presidió la Academia Brasilera de las letras (ABL) entre 1996 y 1997, convirtiéndose en la primera mujer del mundo en ocupar ese cargo en una academia nacional literaria. También es doctora honoris causa en las universidades de Montreal (Canadá), Santiago de la Compostela (España) y Poitiers (Francia).

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Sala de armas Lo sé, nunca fue fácil. Ni los animales ceden con obediencia. El hombre simula coraje, pero en verdad su osadía es una sombra deshecha por el sol. Yo tampoco quería morir. Contrariar el vigor de mi piel en llamas. Me cupo, sin embargo, anticiparme a los designios, no exactamente arrojándome contra las rocas, sino apenas mermando poco a poco el exceso de energía. Hace años no pronuncio una sola palabra, simple esclavo de unos cuantos pensamientos desordenados. Al principio aún predicaba la muerte. Un sermón más dado a enumerar los encantos de la naturaleza que a señalar sus defectos. Desde enunciar nombres de árboles, sin descuidar la fauna y el mundo mineral, hasta descifrar las corrientes de los ríos. Una monotonía que disfrazaba mi avidez. Ahora los hijos me insisten, proponen problemas, situaciones graves para que de algún modo me aferre a la vida y me levante de la curia. Les afecta mi silencio, a pesar de los años. Pero no me conmueven sus desatinos. Esas carnes armadas en bloques a las que me habitué a llamar mis hijos no transitan ya por la trama de mi cuerpo: soy yo la única parte maldita de mi carne, y nada distinto a mí se extiende sobre la tierra. Les transmito esta esperanza con la mirada, pero ellos la rechazan. Mi mujer combate mi lucha. Se presenta como amazona. Capaz de rasgar innúmeras veces sus senos para que no la incomoden su volumen y los litros de leche. No le expliqué mi alejamiento de la tierra. De nada serviría exponerle el doloroso encuentro con la penumbra. Ella se limitaría a extraer del suelo una fuerza que ha viajado por los desagües, para adquirir color y olores que puedan conjurar mi crimen. Como si nuestro trato continuo la autorizara a podar extremidades enfermas y deleitarse con el mecanismo de las tijeras. Asumí todas las formas, cuando la vanidad aún me alimentaba. Girasol, guerrero, amante, señor de tierras. Ahora me sumerjo en actos remotos y los perdono. Haber abolido el amor me aseguró la soledad, el coraje de eliminar estandartes, cabalgatas y exhibiciones

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Nelida Piñón musicales. Estoy solo, y la desgracia que amarillea mis tejidos es sagrada, no imita la viruela, la mordedura de cobra, ni siquiera el colorido de un aguacate abierto por la mitad. Asesiné la inclinación al mundo, las pompas, no necesito la daga que en la mano izquierda finge administrar justicia. Las puertas y las ventanas están bien cerradas. Casi no se renueva el aire; solo cuando surge un hijo, proponiendo las fascinaciones del universo. Cierro entonces los ojos, para que ni la luz del sol me distraiga. Y otra vez, bajo la protección de la penumbra, regreso a la tarea de fijar los ojos en el techo. A pesar de esta vida de reserva tan secreta, en la que solo me habitan las larvas sumergidas en la humedad, se acumula en mi cuerpo una extraña energía. Me preparé minuciosamente para este viaje. No venceré mares, ni sobresaltaré mi corazón con probables naufragios. Asumo el asunto más delicado e intransigente: mirar el techo y deleitarme. Me resguardo así de las tentaciones sonoras, del imperio de la luz, de las criaturas. Mi seguridad está clavada en el techo, la forma que inventé para mi comodidad cuando sea inmortal. Lo sé, es una obsesión, una flor proscrita de los terrenos saludables. Pero la vejez es despiadada, condena los gestos que su cuerpo ya no reproduce, o las agitaciones epidérmicas de donde parten, inconsecuentes, las manifestaciones de la vida. Censura la movilidad, el temporal de la selva, los cuerpos jóvenes. Quiero morir con los ojos abiertos, contemplando el techo, sus escudos mágicos, su aristocracia de madera. Allí se plantó mi historia, una concentración de zumos, color de azafrán, tintura real. Todos los capítulos que la memoria consintió, desde mi nacimiento hasta la decisión de inmovilizarme aquí y construir castillos, represas, inmensas ollas de cobre fundido sobre el yunque. Y no fue fácil unificar la dispersión de toda una vida, vida ahuyentada por el sonido de las flautas, en los objetos del techo. Alli están estampados mis encantos. A cada minuto los miro. Solo en el suelo soy desleal a este destino. Pero esas horas son breves. Casi no duermo, y procuro ser parco en el comer. Trabajé día y noche para traer a casa mi eternidad. Siempre me habitó el temor a la muerte. Luchaba contra tal flaqueza despidiéndome de la vida. Un trabajo peregrine, de rodillas en el suelo y ante el aire enrarecido por las lluvias.

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Sala de armas Mi mujer pensó al comienzo que mi interés en renovar el techo de la sala obedecía a un capricho. Yo me movía entre la sala y el galpón, al que nadie tenía acceso. Siempre disimulando mis gestos, les reservaba mi verdad como un raro donativo. A veces me permitía los últimos paseos por el campo. Sabiendo que serían mis lecciones finales. Me iba despidiendo, aunque me preguntara, ¿estaré ya listo para abandonar el paraíso de frutas, los nísperos y los robles gigantes, las aguas de un río cuyo nacimiento conocimos y que vimos perderse en la amplitud de sus ondas? Había el peligro de empezar a amar la vida después de celebrar cada visita a la tierra. El hábito de contagiarme de la armonía en crecimiento, como si yo fuera joven, un fauno sagrado, y me cupiera imitarlo. Cuando volvía a casa, la mudez me protegía. O usurpaba palabras ya ajenas, las había perdido con modestia y no luchaba por ellas. Los lujos decían, también un día partiremos. Insinuaban así, aún integrados a la jerarquía, que tal vez pronto podrían imitarme, pues a su juicio yo no habitaba ya la casa, hacía mucho que los había abandonado. Les hacía ver que el poder no se situaba en el centro del trigo, en el círculo de la tierra, o en las manos hábiles del artesano; no se hallaba en parte alguna. Los quería divididos, venciendo asperezas. Yo había sido el barro, ellos serían utensilios liberados después del paso por la manufactura. Conocía mi camino. Entre dolor y espanto. También yo había heredado de mi padre la fatiga de vivir. Él me había enseñado que jamás lo imitara, si sus inquietudes ante la amenaza de la muerte me molestaban. Nunca renunciaría a su suprema vocación por los hijos. En la tradición de su casa, el amor era un amplio destino. Se había unido a mi madre, sí, pero ambos rechazaban la convivencia, el deber diario de confrontar rostros, cuerpos, y el ruido siniestro de las vejigas desaguando. No exigió a sus hijos devoción al cultivo del campo; no obstante, ninguno dejó de obedecer a la fatalidad de la tierra. Algunos, diligentes al extremo, araban hasta bien entrada la noche. Mi padre escuchaba su labor solitaria sin preguntarles qué razón los movía a someterse así a sus destinos. Aunque no dejara de imprimirse en sus rostros cierta hermosura, y aquellas inciertas marcas vagaran por los cuartos y la sala, donde mi padre, sumergido en la inmovilidad, ordenaba silencio a su propia sangre.

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Neldia Piñón Y cuando empezó a enflaquecer, se dedicó a abrir una gran cavidad en el claro más iluminado del bosque. Allí, el sol no permitía sombras. Y, porque no aceptaba ninguna ayuda, el trabajo le tomó sus últimos años. Arañaba el suelo con una azada del tamaño de una mano, con tan cuidadosa lentitud que se dijera era su propia respiración, antes que la azada, el instrumento utilizado para remover la tierra. Sonreía ante cada trozo arrancado. Había prohibido visitas que profanaran lo que sería ahora el paraíso. Una noche fui a ver su trabajo, cuidando de que no me siguieran, y durante una hora lo imité, avanzando algunos centímetros en la conquista de la tierra. No quería que él supiera que había participado de su festín. Después limpié el azadón, barrí el suelo, dejé todo como estaba antes. Pero sentía temor, como si mi padre, junto a mí, censurara una hazaña reservada a los dioses. Decía para mis adentros “solo quiero ayudar, padre”. Mi sudor negaba esa verdad. El misterio de mi padre ingresaba en mi vida y yo me apiadaba. ¿Pero qué piedad siniestra era aquella, que me hacía obrar como un ladrón y arrojar la azada al fondo del río para que él nunca la descubriera? A la mañana siguiente se acercó, con gesto serio. Cargaba un saco lleno de tierra, cuyo peso había dejado marcas en su espalda. Me llamó y, mirando al cielo, pareció dirigirse a alguien, no sé a quién; pero yo entendía sus palabras: traje de vuelta lo que es tuyo, de mi tierra cuido yo. Y sostuvo siempre que probablemente esas palabras no habían sido pronunciadas para mí, pues a medida que avanzaba en el trabajo perdía el hábito de hablar. Planeó el banquete, y lo celebró solitario. Cuando el hueco era ya lo suficientemente grande para que cupieran él, su cama, algunos utensilios de cocina, sus armas de caza, un puñado de semillas, su perro y su caballo, ambos valientemente sacrificados por él, e inclusive sus trajes, murió. Lo colocamos entre sus cosas y lo cubrimos con la tierra que había removido. Yo era el único que no lamentaba su pérdida. No debía perder detalle de la ceremonia, para investigar al hombre que enterrábamos, en cuya cara se reflejaba el tormento del orgullo. Y mientras cubríamos su rostro, comprendí que habría de seguirlo un día aquel que hubiera profanado su sepultura, manchado sus manos en el suelo prohibido, escuchado sus advertencias y temido siempre a la muerte. Me elegí entonces para imitar a mi padre en su excentricidad.

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Sala de armas Muy pronto empecé a inclinarme a la avaricia. Y no por amor al dinero, sino a su poder de cambio. Tanto, que lo podía retener junto a mi piel sin que su prodigio me embriagara. Fui reuniendo plata, oro, tierras, animales. La abundancia brotaba de mis raíces hasta que decidí fijar en el techo los objetos amados, buscando que los hijos no pudieran extraer del techo, sin demoler la sala, lo que allí había plantado como semilla. Trabajé en secreto. Y antes de instalar en aquel sitio mis tesoros, obligué a mi mujer y a mis hijos a abandonar la región por espacio de cuarenta días. Después de su partida, amarré los animales a lo largo del patio que separaba la casa del galpón, tan unidos entre sí que sus cabezas se confundían. Y los adorné con ramos de olivo, hojas de roble y espigas de trigo. El patio se convirtió en una floresta que yo recorría con aires de emperador. El último día libre, y habiendo terminado mi trabajo en el techo, me interné en el bosque. Fingí cazar, ejercité los músculos como un atleta. Lentamente llegaba a su fin mi larga labor. El retorno de la familia sería mi aviso. La despedida. En el techo había pretendido instalar también el retrato de la naturaleza que durante toda la vida había ido coleccionando. Allí estampé el drama, la limpidez de la tragedia, la forma de las legumbres y las frutas, mis viejos gestos serviles, y otras condenaciones salvajes. Nunca se confió a un hombre tanta riqueza. El aviso en la puerta decía que, aunque lo juzgasen extraño, me concedieran el derecho de vivir según mis estigmas. Quien no estuviera de acuerdo, o hallara insensata mi decisión, debía marcharse de la casa. No le faltarían autorización ni dinero. Los hijos, no obstante, perdidos en la inocencia, profirieron en insultos; era su forma de pedirme socorro. Mi mujer no dijo una palabra. Me tocó en el hombro, cerró mis párpados como se cierran los ojos de los muertos. Con su profundo disgusto quería decir que, desobedeciéndome, me estaba bajando a la fosa en aquel preciso momento. Por largo rato nos contemplamos, y cuando al fin dejó la sala para nunca regresar, tropezó conmigo como si fuera ya una sombra. Habíamos muerto el uno para el otro. Aun así, yo temía ser débil durante los primeros años; empeñarme en traspasar paredes, salir de casa, mirar otra vez el sol. Declaré entonces ante un notario que mis hijos tendrían derecho a la herencia si me impedían a todo trance, aunque enfer

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Nelida Piñón mara gravemente, o suplicara, abandonar alguna vez los límites de la sala. A cambio del arsenal de plata, espiarían cualquier flaqueza súbita que surgiera en mi como un tumor. Se alternaban noche y día, hasta que al cabo de los años comprendieron la inutilidad de su vigilancia. Mi única pasión era acostarme en la cama, que había hecho instalar en la sala, para desde allí contemplar mejor el techo. Nunca han dejado de visitarme. Me transmiten avisos, señales de la prosperidad de la tierra, o de los desvaríos de la naturaleza. Y me traen ramos cargados de frutos recién nacidos, huevos sucios de paja y sangre, leche olorosa a vaca; se esfuerzan en probarme la perseverancia del crecimiento, para que no me olvide del mundo exterior. Siempre les agradezco con la mirada, aunque deberían odiarme por los surcos maduros que cincelé en sus cuerpos, y que aceptaron, pues, como ovejas habituadas a la eliminación anual de su lana. Tal vez presientan que estamos destinados a conductas insólitas. Acaso, lejos de mí, porque soy sombra y deseo representarla, se pregunten: ¿Quién entre nosotros habrá de subir a la cruz, clavarse manos y pies con clavos de brillantes, y hacerse su heredero universal? Ya la cólera debe haberlos invadido. Sus rostros ya no son los mismos. ¿Y cómo habrían de esquivar esta herencia, que vino de tan lejos? Tal vez nacida en la competencia de los ancestros, todos devotos de la muerte, la vigorosa amada. Y tanto se inquietan mis hijos, que ni el dinero los rescata de la culpa. También ellos se tornan exóticos. A juzgar por lo que dicen, confiaron sus vidas a ciclos experimentales, cultivan en el estómago contornos difíciles, un modo de expresarse cercano al dolor, y pusieron en su alma sentimientos fluctuantes entre la avaricia, la mezquindad, el descrédito de su propia clarividencia. Se entregan a rituales en los que sacrifican plantas, animales, y todo cuanto los pierde. Adensan sus misterios y dejan pegadas a la tierra sus campañas siniestras. A veces me confiesan: somos tus hijos. Uno de nosotros, heredero de tu iniquidad, ha de enterrarte con sobriedad ejemplar. Sí, me enterrará usando una escalera, disponiendo de equilibrio, fuerza y poder de mando, pues tras la labor de carpintero, a la mano están el martillo, los clavos y el serrucho; ordenará el abandono de la casa.

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Sala de armas Esas fueron siempre mis órdenes. Nadie debe regresar a este retiro después de mi muerte, a menos que festejen otra partida y el entierro sea indispensable. Únicamente los de mi sangre reposarán a mi lado. Sé que mi mujer no me acompañaría en la pira. Cumpliendo su promesa, jamás volvió a la sala. Nunca pronunció mi nombre, ni preguntó por mi salud, cuántas costras habían surgido en mi cuerpo después de tantos años. Tal vez, exultante, me imagine muerto. Aunque no alimente por mucho tiempo esa esperanza. Nos vigilamos como si nos viéramos, de algún modo oscuro aún nos fecundamos. Me habitué a sus pasos, recorriendo el pasillo construido dentro de la sala para que ella pueda trasladarse a la cocina y a otras dependencias sin tener que verme. Tanta furia llega a ablandar mi alma. Percibí a lo largo de los años que sus pasos se transformaron, ha perdido la agilidad que ostentara como arma en su época de oro. Sin duda por no pedir socorro, se ampara en los salientes de las paredes. Debe proteger sus ojos del sol para llegar a la cocina. La imagino gorda, aletargada, copiando de las vacas su doctrina de mansedumbre. Muchas veces cesan por completo sus ruidos. Me quedo sin saber si viajó, o está recogida en su cuarto, o si me precedió en la muerte. Sería su venganza anticipárseme en el acto clásico. Los hijos no osarían sugerir que se la enterrara en la casa, pues he de ser el primero en inaugurar el camposanto armado dentro de la sala. Ni me comunicarían su deceso. Saben mi determinación de ignorar los quehaceres y combinaciones del mundo, e incluso su intensa armonía. La oigo carraspear en las noches. Tal vez fumando demasiado, o simplemente sufre las dificultades de su cuerpo en descomposición. A cada crisis de tos sobreviene un silencio espeso. Como si apretara la boca contra la almohada y se hundiera entre las mantas, sepultando así las voces de la vida. Pretende torturarme con conductas clandestinas, quiere que de algún modo se establezca entre nosotros un código agonizante. La sé viva, y pienso que alimenta contra mí un odio tan frondoso como un árbol. Pero decidí matarla, y también a los hijos y a mí mismo. Les debo apenas la caridad de una sopa cada vez más suave. Estoy cercado de muertos y de una compasión impropia.

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Nelida Piñón El primogénito me demuestra más cariño que los otros. Aún conserva una energía que le permite sentimientos intensos. Tal vez el amor sea el misterio de más fácil asimilación. No le guardo gratitud por un afecto que necesita distribuir como abono, para no sofocarse. Es su deber señalar su paso por la tierra. La vanidad lo impulsa a pensar que ama. Y, como el amor es una inquietud pasajera, miro al lujo, observo su aflicción. Él insiste en hablarme. Quiere extraerme palabras, mágicos intercambios, secretos que también lo salvarían. Con breves gestos, le expreso mi enfado, le hago entender que mi actitud y el techo no son producto de una equivocación. No soy víctima de un hechizo, y hago entonces la señal de la cruz, ahuyentando así los demonios que según él me poseen. Debería haber supuesto que algún día yo habría de seguir el destino de mi padre, siervo también de una pasión. Le preocupa el abandono de la casa después de mi muerte, pues su madre se rehúsa a dejarla, insiste en que ahí ha de quedarse para que yo no disfrute en silencio mi egoísmo. Mi mujer no hace parte de mi asfixia, de mi alejamiento de la tierra. Yo en Egipto, ella en Mesopotamia. Unos hijos urdidos en encuentros nocturnos. Pero, ¿en qué parte de mi memoria, o de mi cuerpo, se pierden las alegrías de mi antigua carne exaltada? La disculpa de haber sido feliz en mis verdes años no me exime ya de la certeza de otro reino. Afirmé, valiéndome de gestos, que mi interés por ella me llevó a reservarle desde el comienzo, para cuando muriera, un lugar en el techo. Y no un lugar clandestino, gracias a mi piedad. Construí su cajón de un tamaño igual al mío. Había pensado que tal vez quisiera llevarse consigo algunos objetos menudos, unas plantas, un escarabajo disecado, incluso la bola de cristal, regalo de bodas, en cuya profundidad se sumergía de inmediato, para retornar con un rostro limpio, de transparencia nunca revelada de nuevo, por más que yo la observara. Fue entonces cuando comprendí que algún día nos separaríamos, sí, pero que la culpa no sería de ella ni mía. Ella creyó en la inmortalidad de la vida, yo, más siniestro, inventé la inmortalidad de la muerte y me preparé para el banquete. También los hijos deben acompañarme. Les basta con mirar el techo, contar el número de cajones que tuve el cuidado de instalar allí, para no sucumbir a la concentración de los cuerpos. Nunca pensé

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Sala de armas que fuera la tierra el único destino de un hombre. Preferí imitar al águila, instalar el nido sobre el lugar donde siempre comí, me afeité, pelé naranjas. Mis gestos escasean cada vez más, la fuerza los abandona. Pero no me canso de mirar con codicia el techo, lleno de cajones: las vigas que cruzan aquel campo de madera les aseguran una relativa eternidad. No, apuesto a que no será fácil enterrar a ninguno de nosotros. Pero todos me hacen sentir que este extraño amor se cumplirá. Más que a ellos mismos, los cajones se asemejan a escudos de perreros, monopolizadores de sombras y actos heroicos. Sobre cada uno marqué un nombre. Para que no vacilen al elegir. El primogénito me mira entristecido. Tal vez sondea discretamente el espesor de mi carne. De qué modo mis huesos se despojan, obedeciendo a un voto. Ya es fácil contarlos. Muchas veces mi incertidumbre es tan agónica que lo veo llamar a toda prisa a sus hermanos. En cuanto llegan dudan de mi vida, se muestran seguros de que he muerto. Aun así, buscan un espejo y el cristal les revela mi tenue respiración, los temblores sucesivos, sensibles como una mirada fija; comprenden entonces la insistencia con que, a pesar de una vida dudosa, me empeño todavía en contemplar el techo, la eternidad enraizada. Luego que vuelvo a la vida, el grupo se dispersa. Saben que mi muerte se aproxima. En cuestión de horas, acaso de días, no viviré. También a mí me seduce esta esperanza. Son siempre ansiosos los exámenes a que me someten. Pero, a pesar de mi intensa pasión, la muerte no parece desearme. Unas horas más, unos días; lo sé. Ah, qué difícil es aguardar.

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Argentina



Silvina Ocampo

Nació el 28 de julio de 1903 y murió el 14 de diciembre de 1993 en Buenos Aires, Argentina. Antes de asombrarse con la grandeza de esta autora, muchos lectores llegaron a ella por su círculo social, pues fue hermana de Victoria Ocampo, la legendaria fundadora de la revista Sur, fue esposa del editor, escritor y periodista Adolfo Bioy Casares y amiga íntima de Jorge Luis Borges. Incluso se rumora que tuvo un romance con Alejandra Pizarnik. Es definitivo que estas relaciones literarias influyeron en su creación, pero injustamente se le atribuye un lugar secundario en esta red. Junto a Borges y su esposo, preparó una Antología de la literatura fantástica (1940) donde se recopilan exquisitos relatos de este género de distintas partes del mundo. Al final de la década de los 40 vino su etapa más productiva: en 1948 apareció el libro Autobiografía de Irene y luego le siguieron los volúmenes de La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961), El pecado mortal y otros cuentos (1966), Informe del cielo y del infierno (1969), Los días de la noche (1970), Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988). Sus relatos están habitados por seres fantásticos que son abordados con humor negro e ironía y aparecen deformados por la limitada percepción de unos narradores incapaces de instaurar algún modelo ético que les permita separar el bien del mal.

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La expiación A Elena y Eduardo

Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama. —Voy a mostrarles una prueba —nos dijo. —¿Van a contratarte en un circo? —le pregunté. Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo. ¿Era esa la prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco; que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la misma persistencia. Dicen que en el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví esa tarde con remoto desconsuelo. Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. Hacía calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en di-

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Silvina Ocampo ligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi inocencia y su timidez. Esta casa diminuta, que tiene un jardín igualmente diminuto, está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas. Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos frecuentaban nuestra casa en los días de fiesta o para festejar alguna fecha de familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto nos visitaban más a menudo porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado de mí, ellos lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad. Poca importancia le daba al dinero. Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos, mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte solo cuando están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual. “Son cantores los canarios” decía Cleóbula invariablemente, pero si hubiera podido matarlos con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba. ¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas pruebas ridículas sin que Antonio les ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla! Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto, mecánicamente, bajo la sombra del parral, donde siempre se sentaba, en una silla de Viena, como un perro en su rincón. Yo no lo consideraba como una mujer considera a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería para recibirlo. Muchas veces, después de haberme lavado la cabeza, con el pelo mojado, recogido por horquillitas, como un esperpento, o bien con el cepillo de dientes en la boca y con dentífrico en los labios, o con las manos llenas de espuma de jabón en el momento de lavar la ropa, con el delantal recogido en la cintura, barrigona como una mujer encinta, lo hacía pasar abriéndole la puerta de calle, sin mirarlo siquiera. Muchas veces, en

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La expiación mi descuido, creo que me vio salir del cuarto de baño envuelta en una toalla turca, arrastrando las chancletas como una vieja o como una mujer cualquiera. Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que contenía pequeñas flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a otros recipientes que contenían un líquido oscuro donde humedecían la punta diminuta de las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos, adornos de sombrero de una tatarabuela. Cleóbula, que no es maliciosa, había advertido, y me lo dijo, que Ruperto me miraba con demasiada insistencia. “¡Qué ojos!”, repetía sin cesar. “¡Qué ojos!” —He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo —musitó Antonio—; es una de las pruebas más difíciles que he logrado en mi vida. Me sobresalté al oír su voz. ¿Era esa la prueba? Después de todo, ¿qué había de extraordinario en ella? —Como Ruperto —dije con voz extraña. —Como Ruperto —repitió Antonio—. Los canarios, más fácilmente que mis párpados, obedecen mis órdenes. Los tres estábamos en ese cuarto en penumbra como en penitencia. Pero ¿qué relación podía haber entre sus ojos abiertos durante el sueño y las órdenes que impartía a los canarios? No era de extrañar que Antonio me dejara de algún modo perpleja: ¡era tan distinto de los otros hombres! Cleóbula también me había asegurado que mientras Ruperto afinaba la guitarra sus miradas me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta de los pies, que una noche al quedar dormido en el patio, medio borracho, sus ojos habían quedado fijos en mí. En consecuencia, perdí la naturalidad, tal vez la falta de coquetería. Para mi ilusión, Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz en el que se engarzaban sus ojos de animal, esos ojos que no cerraba ni para dormir. Como al vaso de naranjada o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza me clavaba sus pupilas cuando tenía sed, Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran tanto no existían en toda la provincia, en todo el mundo; un brillo azul y profundo como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los otros, cuyas miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos, sin cara, sin voz, sin cuerpo; así me parecía, pero así no lo sentía Antonio. Durante muchos días

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Silvina Ocampo en que mi inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nimiedad me hablaba de mal modo o me infligía trabajos penosos, como si en lugar de ser su mujer yo hubiera sido su esclava. La transformación en el carácter de Antonio me afligió. ¡Qué extraños son los hombres! ¿En qué consistía la prueba que quería mostrarnos? Lo del circo no había sido una broma. Al poco tiempo de casarnos muchas veces dejaba de ir a su trabajo, pretextando un dolor de cabeza o un inexplicable malestar de estómago. ¿Todos los maridos eran iguales? En el fondo de la casa la enorme pajarera llena de canarios que Antonio había cuidado siempre con afán estaba abandonada. Por las mañanas cuando yo tenía tiempo limpiaba la pajarera, colocaba alpiste, agua y lechuga en los recipientes blancos y cuando las hembras estaban por tener cría, preparaba los niditos. Antonio se había ocupado siempre de estas cosas, pero ya no demostraba ningún interés en hacerlo ni en que yo lo hiciera. ¡Hacía dos años que nos habíamos casado! ¡Ni un hijo! En cambio ¡cuánta cría habían tenido los canarios! Un olor a almizcle y a cedrón llenó el cuarto. Los canarios olían a gallina, Antonio a tabaco y a sudor, pero Ruperto últimamente no olía sino a alcohol. Me decían que se emborrachaba. ¡Qué sucio estaba el cuarto! Alpiste, miguitas de pan, hojas de lechuga, colillas y ceniza estaban diseminados en el piso. Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los momentos libres, a amaestrar animales: primero usó de su arte pues era un verdadero artista, con un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durante un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque me agradaban, se le ocurrió amaestrar canarios. En los meses de noviazgo, para conquistarme, me había enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita. De la casa donde él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados mensajeros iban de una casa a la otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del bolsillo de mi blusa. Que los canarios colocaran flores en mi pelo y papelitos en mi bolsillo ¿no era más difícil que las tonterías que estaban haciendo con las benditas flechas? En el pueblo, Antonio llegó a gozar de un gran prestigio. “Si hipnotizaras a las mujeres como a los pájaros, nadie resistiría a tus

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La expiación encantos”, le decían sus tías con la esperanza de que el sobrino se casara con alguna millonaria. Como dije anteriormente, Antonio no se interesaba por el dinero. Desde los quince años había trabajado de mecánico y tenía lo que deseaba tener, lo que me ofreció con su casamiento. Nada nos faltaba para ser felices. Yo no podía comprender por qué Antonio no buscaba un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera servido para ese fin, aunque más no fuera una reyerta por cuestiones de trabajo o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con armas, hubiera vedado la entrada de ese amigo a nuestra casa. Antonio no dejaba traslucir ninguno de sus sentimientos, salvo en ese cambio de carácter que yo supe interpretar. Contrariando mi modestia, advertí que los celos que yo podía inspirar enajenaban a un hombre que había sido siempre, a mi juicio, el ejemplo de la normalidad. Antonio silbó, se quitó la camiseta. Su torso desnudo parecía de bronce. Me estremecí al verlo. Recuerdo que antes de casarme me ruboricé frente a una estatua muy parecida a él. ¿Acaso no lo había visto nunca desnudo? ¡Por qué me asombraba tanto! Pero el carácter de Antonio sufrió otro cambio que en parte me tranquilizó: de inerte se volvió extremadamente activo, de melancólico se volvió, aparentemente, alegre. Su vida se llenó de misteriosas ocupaciones, de un ir y venir que denotaba interés extremo por la vida. Después de la cena ni siquiera encontrábamos un momento de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o para no hacer nada, o para conversar unos instantes sobre los acontecimientos del día. Los domingos y días de fiesta tampoco eran un pretexto para permitirnos un descanso; yo que soy como un espejo de Antonio, contagiada por su inquietud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando fundas impecables, por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas ocupaciones de mi marido. Un redoblamiento de amor y de solicitud por los pájaros ocupó parte de sus días. Arregló nuevas dependencias de la pajarera; el arbolito seco, que ocupaba el centro, fue reemplazado por otro, más grande y más gracioso, que la embellecía. Abandonando las flechas dos canarios empezaron a pelear: las plumitas volaron por el cuarto, la cara de Antonio se oscureció de cólera. ¿Sería capaz de matarlos? Cleóbula me había dicho que era cruel. “Tiene cara de llevar un cuchillo en el cinto”, había aclarado.

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Silvina Ocampo Antonio ya no permitía que yo limpiara la pajarera. En aquellos días él ocupó un cuarto que servía de depósito en los fondos de la casa y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca donde mi hermano solía dormir la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches (sin dormir, lo sospecho, pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas). A veces se encerraba horas enteras en ese cuarto maldito. Uno por uno los canarios dejaron caer de sus picos las pequeñas flechas, se posaron sobre el respaldo de una silla, modularon un canto suave. Antonio se incorporó y mirando a María Callas, al que siempre había llamado “La reina de la desobediencia”, dijo una palabra que no tiene sentido para mí. Los canarios volvieron a revolotear. A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba de atisbar sus movimientos. Me lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo: de ese modo me atreví a golpear a su puerta. Cuando me abrió, salió volando una bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi herida pero, como si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión, no sé adónde y volvió con una bolsa llena de plantas. Miré de soslayo mi falda manchada. Los pájaros son tan chiquitos y tan sucios. ¿En qué momento me habían ensuciado? Los observé con odio: me gusta estar limpia aun en la penumbra de un cuarto. Ruperto, ignorando la mala impresión que causaban sus visitas, venía con la misma frecuencia y con los mismos hábitos. A veces, cuando yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi marido con algún pretexto me hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le desagradaba. Las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas, me desnudaban bajo la sombra del parral, me ordenaban actos inconfesables cuando a la caída de la tarde una brisa fresca acariciaba mis mejillas. Antonio, en cambio, nunca me miraba o fingía no mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula. No haberlo conocido, no haberme casado con él, ni conocido sus caricias, para volver a encontrarlo, a descubrirlo, a entregarme a él, fue durante un tiempo uno de mis deseos más ardientes. ¿Pero quién recupera lo que ya perdió?

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La expiación Me incorporé, me dolían las piernas. No me gusta estar quieta tanto tiempo. ¡Qué envidia tengo a los pájaros que vuelan! Pero los canarios me dan pena. Parece que sufrieran cuando obedecen. Antonio no trataba de evitar las visitas de Ruperto: por lo contrario, las fomentaba. Durante los días de carnaval llegó al extremo de invitarlo a quedarse en nuestra casa, una noche en que se demoró hasta muy tarde. Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente. Aquella noche, como la cosa más natural del mundo, volvimos a dormir juntos, mi marido y yo, en la cama de matrimonio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel momento en su antigua normalidad; así lo creí, al menos. Vislumbré en un rincón, debajo de la mesa de luz, el famoso muñeco. Pensé que podría recogerlo. Como si hubiese hecho un ademán, Antonio me dijo: —No te muevas. Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos, en la semana de carnaval, descubrí, para mal de mis pecados, arrumbado sobre el armario de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con grandes ojos azules, de un material blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro, imitando las pupilas. Vestido de gaucho hubiera servido de adorno en nuestro dormitorio. Riendo se lo mostré a Antonio, que me lo quitó de las manos con fastidio. —Es un recuerdo de infancia —me dijo—. No me gusta que toques mis cosas. —¿Qué mal hay en tocar un muñeco con el cual jugabas en tu infancia? Conozco niños que juegan con muñecos ¿acaso te da vergüenza? ¿No eres un hombre ya? —le dije. —No tengo que dar ninguna explicación. Lo mejor será que te calles. Antonio, malhumorado, colocó el muñeco de nuevo sobre el armario y no me dirigió la palabra durante varios días. Pero volvimos a abrazarnos como en nuestros mejores tiempos. Pasé la mano por mi frente húmeda. ¿Se me habrían deshecho los rulos? No había ningún espejo en el cuarto, por suerte, pues no hubiera resistido la tentación de mirarme en lugar de mirar los canarios que me parecían tan tontos. A menudo Antonio se encerraba en el cuarto del fondo y advertí que dejaba abierta la puerta de la pajarera para que entrara por la ventana alguno de los pajaritos. Llevada por la curiosidad, una

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Silvina Ocampo tarde lo espié, subida sobre una silla, pues la ventana quedaba muy alta (lo que naturalmente no me permitía mirar hacia adentro del cuarto cuando yo pasaba por el patio). Miraba el torso desnudo de Antonio. ¿Era mi marido o una estatua? Acusaba a Ruperto de loco, pero él era más loco tal vez. ¡Cuánto dinero había gastado en la compra de canarios, en vez de comprarme una máquina de lavar! Un día pude entrever el muñeco acostado en la cama. Un enjambre de pajaritos lo rodeaba. El cuarto se había transformado en una especie de laboratorio. En un recipiente de barro había un montón de hojas, de tallos, de cortezas oscuras; en otro, unas flechitas hechas con espinas; en otro, un líquido brillante castaño. Me pareció que yo había visto esos objetos en sueños y para salir de mi perplejidad conté la escena a Cleóbula, que me respondió: —Así son los indios: usan flechas con curare. No le pregunté lo que quería decir curare. Ni sabía si me lo decía con desdén o con admiración. —Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio —y al ver mi asombro, interrogó—: ¿No lo sabes? Sacudí la cabeza con fastidio. Mi marido era mi marido. No había pensado que pudiera pertenecer a otra raza ni a otro mundo que el mío. —¿Cómo lo sabes? —interrogué con vehemencia. —¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes? ¿No adviertes lo ladino que es? Mandarín, la misma María Callas, son más francos que él. Esa reserva, esa manera de no contestar cuando se le pregunta algo, ese modo que tiene de tratar a las mujeres, ¿no bastan para demostrarte que es un indio? Mi madre está enterada de todo. Lo sacaron de un campamento cuando tenía cinco años. Tal vez eso fue lo que te gustó en él: ese misterio que lo distingue de los otros hombres. Antonio traspiraba y el sudor hacía brillar su torso. ¡Tan buen mozo y perdiendo el tiempo! Si me hubiera casado con Juan Leston, el abogado, o con Roberto Cuentas, el tenedor de libros, no hubiera padecido tanto, seguramente. Pero ¿qué mujer sensible se casa por interés? Dicen que hay hombres que amaestran pulgas, ¿de qué sirve?

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La expiación Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que mi marido era indio para afligirme o hacerme perder la confianza en él, pero al hojear un libro de historia donde había láminas con campamentos de indios, e indios a caballo, con boleadoras, encontré una similitud entre Antonio y esos hombres desnudos, con plumas. Advertí simultáneamente que lo que me había atraído en Antonio era tal vez la diferencia que había entre él y mis hermanos y los amigos de mis hermanos, el color bronceado de la piel, los ojos rasgados y ese aire ladino que Cleóbula mencionaba con perverso deleite. —¿Y la prueba? —interrogué. Antonio no me respondió. Fijamente miraba los canarios que volvieron a revolotear. Mandarín se apartó de sus compañeros y permaneció solo en la penumbra modulando un canto parecido al de las calandrias. Mi soledad comenzó a crecer. A nadie comunicaba mis inquietudes. Para Semana Santa, por segunda vez, Antonio insistió en que Ruperto se quedara de huésped en nuestra casa. Llovía como suele llover para Semana Santa. Fuimos con Cleóbula a la iglesia para hacer el Viacrucis. —¿Cómo está el indio? —me preguntó Cleóbula, con insolencia. —¿Quién? —El indio, tu marido —me respondió—. En el pueblo todo el mundo lo llama así. —Me gustan los indios, aunque mi marido no lo fuera, me seguirían gustando —le respondí, tratando de seguir mis oraciones. Antonio estaba en actitud de oración. ¿Había rezado alguna vez? Para el día de nuestro casamiento mi madre le pidió que comulgara; Antonio no quiso complacerla. Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se estrechaba. Una suerte de camaradería, de la que yo estaba en cierto modo excluida, los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En aquellos días Antonio hizo gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta su casa, con los canarios. Decían que jugaban al truco por medio de ellos, pues una vez intercambiaron algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de mí? Me fastidió el juego de esos dos hombres grandes y resolví no tomarlos en serio. ¿Tuve que admitir que la amistad es más importante que el amor? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto, en cambio Antonio,

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Silvina Ocampo injustamente en cierto modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer. Ruperto siguió mirándome. Todo aquel drama ¿solo había sido una farsa? ¿Añoraba el drama conyugal, ese martirio al que me habían abocado los celos de un marido enloquecido durante tantos días? Seguíamos amándonos, a pesar de todo. En un circo Antonio podía ganar dinero con sus pruebas, ¿por qué no? La María Callas inclinó la cabecita para un lado, luego para el otro, y se posó en el respaldo de una silla. Una mañana, como si me anunciara el incendio de la casa, Antonio entró en mi cuarto y me dijo: —Ruperto está muriendo. Me mandaron llamar. Salgo para verlo. Esperé a Antonio hasta mediodía, distraída con los quehaceres domésticos. Volvió cuando yo estaba lavándome el pelo. —Vamos —me dijo—, Ruperto está en el patio. Lo salvé. —¿Cómo? ¿Fue una broma? —Ninguna. Lo salvé, con la respiración artificial. Apresuradamente, sin comprender nada, recogí mi pelo, me vestí, salí al patio. Ruperto, inmóvil, de pie junto a la puerta miraba ya sin ver las baldosas del patio. Antonio le arrimó una silla para que se sentara. Antonio no me miraba, miraba al techo como conteniendo la respiración. De improviso Mandarín voló junto a Antonio y le clavó una de las flechas en un brazo. Aplaudí: pensé que debía hacerlo para contentar a Antonio. Era, sin embargo, una prueba absurda. ¡¿Por qué no utilizaba su ingenio para sanar a Ruperto?! Aquel día fatal Ruperto, al sentarse, se cubrió la cara con las manos. ¡Cómo había cambiado! Miré su cara inanimada, fría, sus manos oscuras. ¡Cuándo me dejarían sola! Tenía que hacerme los rulos con el pelo mojado. Interrogué a Ruperto disimulando mi fastidio: —¿Qué ha sucedido? Un largo silencio que hacía resaltar el canto de los pájaros tembló en el sol. Ruperto respondió por fin: —Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho; que no podía cerrar mis párpados para proteger mis ojos. Soñé que mis brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena. Mis manos no podían espantar esos picos monstruosos que pico-

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La expiación teaban mis pupilas. Dormía sin dormir, como si hubiera ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la oscuridad: sin embargo, oí cantar los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. Haciendo un gran esfuerzo llamé a mi hermana, que acudió. Con voz que no era mía, le dije: “Tienes que llamar a Antonio para que me salve”. “¿De qué?”, interrogó mi hermana. No pude articular otra palabra. Mi hermana salió corriendo y, acompañada Cuando dejé de besar a Antonio y aparté mi cara de la suya, advertí que los canarios estaban a punto de picotear sus ojos. Le tapé la cara con mi cara y con mi cabellera que es espesa como un manto. Ordené a Ruperto que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa oscuridad, esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio. Fue una confesión que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí el dolor que él habría soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar tan ingeniosamente, con esa dosis tan infinitesimal de curare y con esos monstruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes como enfermeros, los ojos de Ruperto, su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos, nunca más.

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Martha Lynch

Su ímpetu y destreza narrativa, así como su prosa irónica y contestataria, son elementos característicos de su obra, donde la historia política de Argentina es un elemento fundamental. Nacida el 8 de marzo de 1925, publicó siete novelas. Las más aclamadas son La señora Ordóñez (1968), que fue adaptada a la televisión, e Informe bajo llave (1983) publicada por la Editorial Sudamericana. También publicó cinco libros de cuentos entre los que destacan Los años de fuego (1980) y No te duermas, no me dejes (1985), al cual pertenece el cuento de esta selección. Como figura pública siempre fue bastante controversial debido a sus vaivenes políticos, ya que en algún punto de su vida se apasionó por el proyecto cubano, pero en otro momento apoyó a Perón. Más que defender ideologías particulares, lo que le interesaba era participar en política desde la constante autocrítica, sin aferrarse a nada. Hizo parte de la generación del 50 y 60 junto con Beatriz Guido y Silvina Gulrich. Debido a los viajes por Europa de su esposo, el abogado Juan Manuel Lynch, Marta dictó distintas conferencias en dicho continente. En Alemania, fue proclamada como una de las diez mejores cuentistas de Suramérica. Siempre le tuvo miedo a la decrepitud intelectual y a la vejez. Producto de una larga depresión, causada probablemente por la pérdida de su belleza, se suicidó en su habitación con un arma de fuego el 8 de octubre de 1985.

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Carta de un soldado

Me pregunto qué hago aquí. Todos confiábamos en los del número bajo pero resultó que ni siquiera eso, ni siquiera el asma que me recomendó Jaime: corré seis cuadras antes de la revisación; o subí la escalera como si te fueran a matar o si no podés, entrá al baño y saltá hasta que el corazón se te salga por la boca. O resfríate la semana antes. O hacéte el loco. Corrí, me resfrié, me hice el loco. Pero nada. El médico me dijo que estaba más sano que un caballo y que Feldstein, el judío que conocí en quinto de primaria, me soplaba que los caballos suelen enfermarse. No pude discutir, me quedé corto como siempre y aquí estoy. Ni asmático ni loco ni siquiera engripado, con casco, botas y fusil. En el monte. En una guerra inventada. Querida mamá: nos han dicho que podemos escribir y voy a aprovechar una luz azul que el cabo primero Vera mantiene encendida. Gracias por los dulces y el turrón. Pero me faltan ganas. No lo vayan a creer, no es que sienta miedo como me preguntan. Miedo lo que se dice miedo, no. Solo… Monte. Guerra. Vinieron a vernos un teniente coronel y Vidal que es el jefe, un tipo corpulento que está siempre furioso. —Soldados —dijo— la carroña asesina… Está furioso y con razón. Si no se enfurece, seguro que lo matan. Como al teniente Plá que murió furioso. El negro Funes y yo —inseparables— lo vimos caer a unos dos metros de distancia. En la oscuridad sí que uno siente miedo. Cabalmente, se hace en los pantalones y habría que buscar un río, un arroyo siquiera para arrojarse vestido y que la basura se fuera junto con lo que arrastra la corriente. Le dieron en el hombro y él como si tal, seguía gritándonos que nos aguantáramos y nosotros —éramos siete en la patrulla— nos aguantábamos porque de todos modos si retrocedíamos nos la da-

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Martha Lynch ban igual. Acá te la dan de aquí o te la dan de allá. Prefiero que sea peleando. Al menos en lugar de insultos recibo cierta dosis de buena voluntad. Pensar que terminé la secundaria. Pensar que la vieja trabajó como una burra para eso. —Si hubiera sabido —dijo la pobre tan furiosa como el teniente Plá al morirse—, si hubiera sabido que estos guachos te iban a destinar a la compañía del monte… ¿Sabés lo que tendrían que hacer las mujeres? No parir. Sí, m’hijito, no parir y se acabó. Toda una generación sin pariciones. Así aprenderían esos guachos a no tener gente a su disposición. —Pero, vieja, ¿quiénes son los guachos? Ese es el problema. Voy a tener que tachar toda la frase porque de algún modo al cabo primero Vera no lo engrupe nadie. Cada carta es espulgada como los uniformes en día de revista. Tacho. Se lo digo cuando salga de esta y la vea, quién sabe, cuando no les resulte necesario. Tan necesario. Y aun sabiendo que lo soy me pregunto: ¿qué hago acá? Todo pasó como una revista de cine: el 5º año, la vieja contentísima, la colimba a los dieciocho, la revisación con el médico achispado que se dio cuenta de que yo no era loco ni asmático. —Y aunque lo fueras, che… —dijo haciendo girar el taburete. Al otro médico que revisaba el esternón de Julio: —¿Viste que hubo un operativo cerquita a Villa Nugués? El esternón de Funes parecía torcido. Pero nosotros sabíamos que aunque lo tuviera atravesado en la garganta entraría igual. ¿No estaba adentro Feldsein, que ya tiene dentadura postiza? ¿Rosales, que sufre de diarrea? —Son los nervios —dice Rosales. Yo creo que es puro miedo en cambio. —¿No te parece que la provincia va a reventar? —preguntó el médico achisado. Y a mí —: Vos estás perfecto, hijito, bocato di cardenale. —Me palmeó. —Buena suerte, soldado. Creo que fue la primera vez que me cuadré y eso que nadie me había enseñado a hacerlo. Después, los dos médicos hablaron de uno idéntico que se parecía a mi hermano. —La Negra andaba loca por él —dijo el avispado apretando el esternón de Funes, los dos con la nariz metida en este tubo largo y sobresaliente entre una doble hilera de costillas pegaditas a la piel.

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Carta de un soldado De dónde habría salido este pobre Funes. Hambre. Ese esternón estaba proclamando hambre. Así lo dijo el médico primero algo menos impersonal que el segundo. —¿Te das cuenta? Una malformación… Y siguió entre dientes largando nombres ininteligibles y lamentándose. Eran santiagueños. Y de medio pelo no más a juzgar por el color. Pero habían estudiado; estaban ahora en el ejército. —Aquí se salvará el estudioso —decía la vieja dándole a la máquina cuando pasé a 2º año. Eso era antes, el año anterior, un mundo antes, casi parece mentira que viviésemos tranquilos yo, la vieja, mi hermano Choya y la Nenena. Mejor que el viejo viviera con otra. Menos bulto. Contentísima la vieja, a decir verdad; si el marido se iba, si uno estudiaba se terminaban los problemas para siempre. Ah, ja, ja. Para eso se vivía en Tucumán, la tacita de plata de la gran República. La tacita de caca: —Pero el problema es saber quiénes son más culpables, vieja. No, tacho. El problema es saber dónde está la justicia. Tampoco va. Justicia, vieja, justicia. —Y se murió nomás (recordando al teniente Plá), muriéndose. —¿Te acordás del teniente? —soplo en la oreja de Funes dormido. Qué va a acordarse este. El esternón se le sale del pecho cada vez que ronca, pero ronca igual. Igual lo dieron por apto a pesar del esternón. —Que no se diga que no podes correr como los demás por culpa de tu maldito hueso —le gritó el cabo. Y el pobre Funes meta correr y dale con el esternón para adentro. —¿Te acordarás? Murió furioso. He visto morir a otros con sorpresa. A los más, con triste indiferencia. Lo peor es no saberlo. Quiero decir no saber, siquiera, que te vas a morir. Pero a ninguno furioso, solo a él. Estaba como a dos metros, habíamos dejado un par de perros en un punto donde el monte era menos intrincado: un soldado con perro equivale a diez soldados. Eso me gustaba cuando entré. Me gusta todavía. Los pobres perros no sentían ni siquiera miedo. No sentían soledad. Les da lo mismo una cosa que otra y por eso los prefieren para los turnos de la guardia. Y así mismo hubo que empezar de a dos, los pobres bichos se ponían nerviosos unas horas

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Martha Lynch antes como si presintieran. Entonces el teniente Plá, que se las sabía todas, dijo de a dos, soldados, y se dejaba una pareja, luego se la iba a buscar. Esa noche fuimos siete; una buena patrulla. Con el teniente Plá, que estaba carajeando desde muy temprano: si llego a ponerles una maldita mano encima, si llego a verles la jeta. Si les llego a poner una maldita mano. Cordobés, aristocrático, finísimo cuando recibía a las mujeres en el Casino de Oficiales. Le había sacado a Funes el complejo de esternón como las cosquillas a un caballo. Ahora Funes corría y saltaba como los mejores, sacaba pecho en la revista, se reía de su malformación. —Al que te diga algo de la conformación le decís que… —Sí, mi teniente —decía Funes contentísimo. Entonces, si me pongo a pensar, si pienso en la muerte del teniente, vieja, se me pierde la justicia, lo que usted llama equidad. Yo le digo, explíqueme, me han puesto de este lado que está lleno de guachos. ¿Estos son los guachos? Corrijo. Vuelvo a tachar. Si digo en este tren no voy a decidirme nada más que por las tachaduras. Y lo que quiero es escribirle una larga carta. Funes se sentó, de pronto, dentro del saco de dormir y me contestó: —Es que él tenía motivos. ¿Dónde están los tuyos? ¿Y los míos? A dos metros vimos que un muchacho de cara lisa y blanca se arrastraba con una metralleta en la mano, otra cosa —no lo veo— en la mano izquierda. Reptaba como una culebra el loco. Y es para morirse de terror saber que a lo mejor los tenés al lado o que te ponés a conversar con uno de ellos y te contestan, capaz que estás dándole tu ubicación exacta. Entonces, ¡zácate! Entonces reptó como un lagarto, la panza debió chasquearle sobre el barro y las raíces, y en ese instante Plá gritó: te tengo. Pero no, era el otro que lo había descubierto y aunque primero Funes, los dos nos tiramos hacia ellos, vomitamos fuego hacia la oscuridad cerrada; la puntería del tipo resultó excelente, le dio en el hombro, le reventó la mano; Plá quedó furioso y desarmado conociendo de antemano su condena, indignado porque allí mismo se acababa su guerra. —Era la guerra de él —insistió Funes fumando. De cualquiera menos de nosotros que estamos haciendo la colimba porque nos tocó número adecuado y no sufrimos ni de asma ni de chifladura y la mal conformación es una excusa de cobardes y un soldado no es cobarde, soldado, dijo el teniente. Murió rebosan-

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Carta de un soldado do rabia, echando espuma porque estaba convencido de que una verdad oscura brillaba a sus espaldas solamente defendida por él. Yo también pero no tanto. No alcanzo a odiar a los que todavía se esconden entre la arboleda espesa. Dicen que son pocos pero anteayer llegó un parte del puesto 27 y se supo que habían atacado durante la madrugada, cinco locos debieron ser y dos cuerdos, todos de una celeridad extraordinaria. Los dos muertos, cinco prófugos. O desaparecidos. Una baja en el ejército. Funes descubrió que dos. Quisiera ver la cara de los que mataron al teniente. Debo saber si valen mucho más, debo averiguar si es que en algo el muerto lo valía. Me pregunto qué voy a hacer el día que me toque, quién sabe también si yo muera furioso, aunque según mi humor de cada hora, moriré con el mismo desgano con que se mueren todos. De uno y otro lado. Aunque dicen que a algunos les complace la muerte, yo vi morir una docena y parecían más bien desolados. Y enseguida muy pendejos, casi en edad de ir a la escuela y después a la calesita. La cara afilada como la del teniente Plá cuando lo transportamos y dimos parte de muerte —furiosa— por la patria. —Entonces usted tiene razón, mi vieja, lo que deberían hacer todas las mujeres es negarse a parir por un par de generaciones hasta que se hayan olvidado esto de ponerlo a uno enterrado, en medio del barro, sin saber por qué viene la cosa, de dónde viene la muerte con un país grandote, vieja, que nos vemos, y un fina sin gloria, muriendo o matando, con una excusa vaga, desfalleciendo, esfumándose. Usted tiene razón y yo debo decirle que tengo miedo pero no es tanto el miedo sino al cosa incierta y todo ese revuelo de palabras en las que nos revolcaos, gloria, patria, honor, vida y muerte. Sin reconocerme vieja, pensado si usted donde está entiende este embrollo mejor que yo y me comprende. Querida mamá: mejor tacho, no sea que usted, como el cabo Vera, no esté de acuerdo con todo cuanto digo. Esta carta se termina aquí antes que le haga la pregunta. Mamá: ¿dónde están los guachos?

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Costa Rica



Carmen Naranjo

Novelista, cuentista y ensayista costarricense de la vanguardia. Nació en 1928 y fue considerada como una de las mejores escritoras de Latinoamérica, al ser la segunda mujer en recibir un galardón en reconocimiento a su extensa obra y al aporte a la novela costarricense, debido a que relataba de manera concisa la vida de la clase media, los valores que se tenían en la época. También se reconoce por sus diversos trabajos en la política como diplomática, ministra, asesora y directora. Sus escritos se consideraron particulares por su estilo en el dialogo con sus personajes. Entre sus novelas se destacan, poemario Canción de la ternura (1962), Misa a oscuras (1964), Hacia tu isla (1966), y Los perros no ladraron (1966) que sería su obra más famosa. A su vez, le otorgaron la Orden de Alfonso X el Sabio concedida por España (1977), en 1982 ganó el Premio Editorial Universitaria Centroamericana por el cuento Ondina, lo que le permitió también ganar de nuevo el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría (1987). Falleció en 2012.

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Metástasis

Aquella vista de la carretera. Hasta allí, hasta donde crecían los eucaliptos. Cuando llegaba hasta los eucaliptos seguía hasta el puente. Desde el río subía hasta la colina y después otra punta, en la colina alta. Se iban los valientes. Los que no tenían miedo, esos de las manos duras que cogen lo que deben coger, y también aprenden, oyen, entienden lo que se les dice, no se acobardan, no tiemblan. Pero yo… este hueco de tantos años y este mirar a la carretera y sentir miedo. Tantas veces el me voy, como un grito, como un reproche, como una amenaza. Cuando se murió la hermana menor lo dijo sollozando, porque ella se hubiera ido. Lo supe desde que la vi corriendo por los potreros, con su cara limpia de viento, su mirada atrevida, esa sangre alegre que no la dejaba estarse quieta, sentarse en la mecedora con las manos abandonadas. El me voy, de repetirse, perdió toda la fuerza, toda la claridad. La primera vez que lo dijo la volvieron a ver con respeto, ahora les daba lo mismo que lo repitiera y repitiera. Aquella ventana abierta a la carretera. Aquel sonido de automóviles, de prisas, de lenguas extrañas, con ese acento seguro del viajante, del que sabe su camino. Aquel adivinar en las madrugadas la bulla de otros sitios, sobre el canto cansado de los pájaros, el látigo de la lluvia tempranera o los mugidos del encierro insoportable ante los primeros albores. Eso que podía dejar de oír para siempre, si en realidad se decidía a salir del hueco. Y, después, la voz pegajosa del padre, siempre con las mismas palabras y luego las quejas de los demás ante el amanecer frío, que seguramente rompía tantas cosas, ese recogimiento forzado de las noches y de las camas que lleva a pensar y a soñar, a imaginar la aventura reversible del valor y del miedo. Allá el convento y las campanas y el misterio de lo encalado, siempre blanco como si fuera mágico y se adhiriera a las paredes

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Carmen Naranjo para que el verde se le acercara con un gesto decorativo. Aquellos cantos que repetía automáticamente en el planchador y los rezos que le venían a la cabeza cuando las gallinas corrían tras los granos, con ese gesto tuyo y mío del arrebato, tan ferozmente mezquino. No, el convento no, demasiado blanco, demasiado opaco, un hueco más hondo que su propio hueco. Y veía a las hermanas con rabia y las desvestía de sus ropajes por el solo gusto de saberlas desnudas, ridículas, con la vergüenza de todos, pero no había forma de desnudar esas miradas piadosas, de cantos y manos juntas. Lo pensó, era una alternativa, no podía negarlo. La carretera, el convento. Todo lo había vivido. Era imposible esconderse, limitarse, quedarse por siempre en la ventana. En el río su cuerpo desnudo era un desafío que encontró miradas, manos, escalofríos de horas, voluntades dobladas sobre su sexo. Pero solo ella lo sabía. Era su secreto. En el convento se podía encerrar como un fruto deseado y la desnudez del agua se transformaría en la avidez de lo prohibido. Pero, la carretera era un sonido más agudo, casi estridente, muchas veces sintió que la llamaba con promesas de encuentros y tesoros. Por eso quizás se negaba a caminar y caminar, en el fondo era mezquina, muy mezquina, casi capaz de pelear con las gallinas por un grano de maíz. Cuando dijo me voy, nadie la volvió a ver, ni la llamaron, ni le hicieron homenajes de despedidas. Esperó en la puerta una reacción. La madre siguió tejiendo, los hermanos no levantaron los ojos, el padre continuó contando las cartas de la baraja. Había esperado un consejo. Quizás hasta una súplica de que se quedara. Los tiempos estaban malos, los tiempos siempre están malos. Tal vez una boca menos era un alivio. Pero, no podía ser así. Lo que pasaba es que no le creían. De creerle se hubieran burlado y aquella burla y el coraje de las sonrisas, la llevarían lejos con rabia, con odio. Nada. Por si no la oyeron lo repitió, lo repitió cada vez en voz más alta. Me voy, me voy, me voy. Y se estuvo allí en la puerta y el paquete le empezó a sudar entre las manos hasta que al fin se le escapó por el camino de piedrecillas. Si se hubiera muerto, la madre habría buscado con pereza la sábana más entera de la casa para amortajarla. Simplemente se estaba yendo y eso no le importaba. Los muertos a enterrarlos, a los idos ni nombrarlos, pueden aparecer de nuevo con un dejo de tristeza. Ninguno regresa triunfante. Siempre vuelven cabizbajos y les sonríen a los árboles como viejos amigos. Pueden traer las ma-

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Metástasis nos llenas; pero el vado de sus almas huele feo, muy feo. Y cuando hablan, cuando hablan algo, la voz les tiembla como si detrás anduvieran las lágrimas. La puerta se angostó y la carretera se hizo un túnel oscuro. Ese día amaneció sobre sus ojos abiertos. Pudo medir sentada en la puerta cuán lento era el amanecer. El portón del convento siempre necesitó aceite. La lluvia había fertilizado la herrumbre y aquel crujido de encierros hasta la muerte. Su mano lo rozó varias veces al atardecer, cuando era casi imposible perturbar los cantos y las oraciones de perdón y de misericordia. Un miedo de paredes blancas se le hundía en el estómago, siempre el mismo miedo de ahogarse entre los muros y las velas. ¡Si tuviera por lo menos el fuego de un remordimiento! Un paso hacia atrás y el portón quedó inmóvil. Empezó poco a poco. Se fue por el camino el mismo día que entró al convento. Desde el árbol lo vio todo. Cuando llegó, a la punta de la colina más alta se dijo adiós, adiós para siempre. En el río dejó la voluptuosidad de su cuerpo, aquel hombre de agua y suavidad de papiros le castró los pechos y le cerró el sexo mientras lamía y lamía la plenitud estéril de su vientre. El convento no era tan blanco como lo había imaginado, la lluvia, el polvo y las telarañas violaron lentamente la cal de las paredes y decoraron con dedos torpes un laberinto de figuras sugerentes, donde se encontraba un ojo caído, casi a punto de rodar hacia el suelo, y también una mano crispada y altanera siempre acusando, y un rostro por hacerse que a veces gemía y otras tan solo miraba y seguía con la mirada. Al llegar a las primeras casas y pedir un poco de agua, encontró que el rosario es un juego matemático que va brincando como en las rondas y dice cosas tal vez hermosas si se piensa en el río, en los papiros, en la palidez de las madrugadas. Cuando tropezó con las caras duras y desconfiadas que le preguntaron por qué, cómo y cuándo, también supo que las columnas frías de los corredores se vuelven familiares dentro de su silencio indiferente, como los hermanos y la madre y el padre contando siempre las cartas de la baraja. Allí, sin más camino que aquel hombre, quizás sucio o a punto de serlo por ese olor a fermento de mortadelas y cerveza, frente al altar, con unos ojos que le pedía prestados a las velas, para calzar con la ceremonia de inciensos y plegarias. Venía de una parte hacia otra con la velocidad de su propia imprecisión. Cantos y gritos, conversaciones violentas y pasos silen-

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Carmen Naranjo ciosos por los corredores. Una cama de ropas revueltas, las tablas lisas para la penitencia del frío. Una contemplación de espejos para confirmar sonrisas, luego aquella búsqueda de lo blanco por dentro, sin siquiera un pensamiento oscuro. Aquel rostro que se maduraba en experiencias con la seguridad de acumular secretos, y aquel otro cada vez más angosto y seco. Los dos pares de ojos tan distintos: unos desafiantes, audaces, casi rabiosos; los otros cada vez más humildes, más perdidos tras los perfiles puros que exigen no ver, no rumiar, enceguecerse de pronto. Una boca carnosa, ávida, sabia como una mano, está como si las plegarias se hubieran comido los labios. Los cuerpos qué diferentes, el cuerpo que se madura y aprende a ser suave, que todo lo absorbe, besos, caricias, golpes, sin lastimarse, siempre buscando la risa liviana y las carcajadas del no me importa, no me importa. El otro cuerpo que se encorva con vergüenza a su propia carne, con la inmovilidad de la negación, hecho todo de agarrotamientos y de ese vivir espectros pudorosos. La agonía de la madre fue lenta y allí estuvieron presentes las dos. Una contaba las horas con impaciencia, porque sentía un goce pleno sin posibilidad ni deseo de esconder; la otra rezaba fervorosamente y le limpiaba el rostro, le refrescaba las almohadas y sus lágrimas eran tan sinceras que daba pena verla llorando. Una la amortajó con una sábana sucia y rota, la otra llenó de agua bendita la de lino con encajes en los bordes, para que los ángeles buenos también entraran en la mortaja con San Gabriel y San Benito. El padre las buscó a las dos, como pasa en el espesor de la soledad. Para una no fue sorpresa, conocía muy bien las debilidades y se deleitaba en ellas; la otra se resistió con gestos y palabras duras, que luego avergonzada transformó en humildades y actitudes serviciales, mientras pedía perdón por no haber aceptado su calvario. Una con la ayuda de la otra quemaron la casa. La decisión las unió por primera vez en un mismo sitio. Hubo un momento en que no pudieron hablarse, fue el del encuentro. Qué vieja, qué enjuta, qué ajada, una momia, un cadáver; frente a esas exclamaciones de asombro y de miedo la otra se estremecía con el qué joven, qué bella, lozana, alegre, limpia como si hubiera salido del río. Escogieron las once de la noche, noche de luna y de viento, cuando padre y hermanos se quedaban durmiendo la borrachera en la cocina, la que ardería primero por estar rodeada del pajar y de la leña seca. Una pensó en lo divertido de las llamas y en el adiós por siempre a los encierros. La

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Metástasis otra creía en el fuego, en su purificación y en la vida eterna, amén. Cuando las llamas habían devorado el corredor, las paredes se cayeron con voces de derrumbe, ya no había puertas ni ventanas, solo lenguas de fuego como encendidos pinos. Mientras una se reía y reía, revolcándose en la hierba, la otra, con las manos juntas y los labios en una oración casi automática, se fue acercando a las llamas, envuelta primero en el humo negro y luego en un cirio que la retorció con ese gusto de las nueces que se quiebran. En el convento se extrañaron de su cara alegre, de su voz altanera y chillona en el coro. Más allá, muy lejos de los papiros y de la colina alta, algunos se quedaban mirando aquella mujer amarga con el rostro lleno de cicatrices y ampollas llorosas, que ni siquiera quería una limosna.

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Orgia sobre un arabesco

No hay nada que ocupe más lugar que las palabras. (Perdón: enciendo un cigarro.) Vi con mis propios ojos cómo el tipo ponía cosas, paisajes, sensaciones, mujeres, razas, aparatos y qué sé yo cuántas vainas más. No sé si los otros también lo vieron. En los ojos de los otros hay siempre un velo, por eso no se sabe a ciencia cierta qué están viendo o dejando de ver. Desconfío realmente de lo que ven, a veces hasta parece que miran y agarran, porque no están ciegos, sin embargo ese ver de sentir y de crear tengo dudas de que lo compartan. (No andaría el mundo así como anda, si el ser humano viera lo que yo veo. Perdón. Es hora de empezar). El bar estaba oscuro, más bien oscurecido. Ese artificio de pintar los vidrios, cerrar las cortinas y estacionar el humo. (A lo mejor a eso se deben mis dudas o tal vez haya necesidad de anteojos para ver lo que necesito ver). Vi la mesa con los tipos en plena conversación. Para concretar solo uno era el que conversaba, los demás oían. Lo vi todo desde la barra, hasta casi oí unas palabras sobre un viaje. Pensé en lo vital de la sociabilidad. (Confieso: pocas veces tengo oportunidad de conversar, existe algo —más bien muchos— que me roban las palabras, he creído que hay un turno, sin embargo nunca logro que me lo den y eso a pesar de que me acomodo, hago silencio cuando los otros hablan, me deslizo por cualquier mutis para contar alguna cosita y en ese instante me caen todas las voces, desde las bíblicas hasta las de se me olvidaba contarles). Con aplomo, soy un aplomado, busqué una silla y los abordé con ese pasaje gratuito de me lo permiten. (La pretensión de lo gratuito es la soberanía de la irrealidad). Me recibieron bien, puse mi copa en la mesa, me acercaron un cenicero y la única sonrisa de sorpresa interrogadora se congeló instantáneamente ante la naturalidad de los otros. Cuatro en total, conmigo cinco. Había adivinado desde hace rato la naturaleza de cada uno, nunca pude confirmar la certe-

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Carmen Naranjo za de mis adivinanzas, hecho que no tiene ninguna importancia: los demás son en forma rotunda para nosotros lo que creemos que son. (A estas horas debía estar haciendo otra cosa, soy un hombre lleno de compromisos, aunque no comprometido. La diferencia solo pueden apuntarla los que manejan el barco y no se pueden pasear por la borda porque les da la gana). Oficinistas, todos oficinistas, pero el que hablaba de un rango superior. Solo los oficinistas se desabotonan en esa forma el cuello y dejan la corbata nadando entre la tela y la carne. Esas pequeñas formas de disconformidad ante los uniformes relacionados con el salario y ante los salarios relacionados con los uniformes. Uno de ellos, indiscutiblemente contador, pues aplastó la servilleta como una hoja del libro mayor y a la derecha colocó cerillos y a la izquierda mondadientes, en quién sabe qué operación de balance. El otro escribiente, el de la sonrisa sorpresa, conforme a la costumbre de recibir clientes y pasarlos al otro escritorio. A mí seguramente quería acomodarme en la misma forma. El tercero auxiliar, solo los auxiliares descargan sus nervios rascándose cuanta ronchita encuentran en la piel. Los subordinados escuchaban con gran atención al jefe. Claro, una atención que permitía a uno rascarse, al otro inventariar la asistencia al bar y el movimiento de los camareros (para ser exacto uno que se movía con una destreza de danza moderna, con matices de expresión amanerada, un bailarín frustrado, como hay tantos en la vida) y el de mi derecha con su cuadro de balance, al que restaba de vez en cuando un cerillo de un lado y un mondadientes del otro. El jefe, con sus facciones bruscas, tanto por la costumbre de mando como por la poca afinidad estética de sus antecesores, movía las manos lentamente mientras hablaba. Un genio de la escena, con perfecto dominio de un amontonamiento de palabras, no muy lógicas y a veces hasta defectuosas desde el punto de vista sintáctico (estoy seguro de que su ortografía es pésima), pero tan sugerentes y rápidas, que no daban tiempo de ahondar una imagen. Sin embargo, verdaderamente un movilizador del lenguaje con todo y sus raíces etimológicas. (Debía bañarme para ver cómo sigo, siento que estoy a punto de complicarme). En el momento de mi entrada, en lo que supuse era el relato de un viaje, iba ya por Jordania. Debo aclarar que no era una conversación muy didáctica, carecía de fuerza dramática y de espíritu catedrático. El tipo decía más o menos: “Los árabes, qué mundo

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Orgia de un arabesco raro, extraño, complejo, las cosas que me pasaron, tenía un poco de miedo, es natural, solo, esas calles estrechas y tanta gentes quizás el no poder entenderse o las ropas, pero fue una sensación única”. Empecé a ver los árabes, sin ninguna originalidad por supuesto, tal como salen en los documentales o en las películas donde llegan los refuerzos del regimiento cuando ya solo queda el héroe y su amigo está herido y necesita con urgencia tratamiento médico. “En el hotel me dijeron que tuviera cuidado con las mujeres, ladronas, sucias, enfermas”. Entonces veo a una árabe frente a mí y sé que debajo de sus mantos encontraré un sexo enorme, con cucarachas, y los piojos correrán por los negros y grasosos brazos como si fueran diminutas arañas que han olvidado su oficio de tejer y prefieren balancearse igual a los monos en esas jaulas del zoológico en que consumen su triste impaciencia. Necesito decir algo para quitarme aquella mujer de encima, que me quiere llevar con ella a un cuarto oscuro, al fondo de una calle laberinto. No puedo, el tipo hablaba de las comidas y la mesa se llenó de un vino espeso, a punto de agriarse, y de pan sin sal y de teteras con largos picos por donde sale un olor de aceites alcanforados, mientras un pez con escamas café oscuro muestra la miseria de la sal que disecó sus ojos abiertos, y unos pimentones rojo violento se admiran de mi asco con repercusiones de malos sabores en la boca. El tipo habló de una presa y la sensación del agua en algún punto que no veía claramente pero sentía próximo, me refrescó. (Una taza de café, eso es lo que necesito). Las cosas que vinieron luego son casi increíbles. Pasé por las experiencias de un avión que no puede aterrizar porque el aparato para ello no funciona (se me olvidó el nombre y no tengo un diccionario a mano) y así llego a Atenas, donde todo es una plaga, hasta las ruinas, demasiado ruinas. Qué desgracia, la árabe me guiña el ojo e insiste en que la siga, pero yo no puedo, estoy ocupado, estoy en Atenas y el Partenón no lo veo bien, porque el tipo no lo menciona y apenas si recuerdo lo que me dijeron que era, en todo caso no es monumento cristiano. No sé si el tipo estaba exagerando o eran mis propios ojos los que me traicionaban en una especie de episodios de cowboy perseguido, humillado, a punto de sacar la pistola para matar al aviador, a los ladrones de la aduana, a los guías de turistas, a los dueños de hotel que mezquindaban la comida o a ese tal por cual que me preguntó: What do you want?

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Carmen Naranjo El tipo me miraba con orgullo, en mis ojos seguramente se desplomaba la admiración. Lo dicho: soy un desplomado. Sobre mi ignorancia de vacaciones en el puerto y vueltas cortas por la provincia, el tipo podía inventar que había estado en Atlántida, en esos tours de viaje primero y pague después. Sin embargo, o se le agotó la imaginación o se dio cuenta del cansancio de los demás (claro, después de detectar mi desplomo) y entonces empezó a hablar de una cacería donde murió uno que todos conocían y sobre quien el contabilista se atrevió a llenar el poco espacio que quedaba ya ocupado por los árabes, los griegos, el vino, las comidas (el avión lo estacioné afuera), diciendo que fue natural su muerte y no accidental, pues el muerto siempre tuvo cara de conejo. Cuando me iba a reír del chiste, un poco atrasado por acomodar al muerto conejo con sus grandes y nerviosas orejas, ya el jefe estaba hablando de la época en que su abuelo compró, un caballo de pura raza, por nada menos que cincuenta pesos. ¡Oh tiempos los tiempos que se cuentan en pesos! El caballo resultó un caballo flaco, displicente y con el mal humor que siempre le he atribuido a los ingleses, aunque nunca he sabido qué relación hay entre los caballos y los ingleses, salvo el grand derby y la reina reumática, llena de niebla, que siempre pierde y con amargura condecora al ganador. Coloqué al caballo junto al bar y durante el resto de la charla tuve miedo de que hiciera una de esas gracias tanto de evacuación como de evasión. A esas alturas el tipo estaba hablando de que el hombre por excelencia es un pasajero y cada vez que se estaciona no hace otra cosa que entregarse a su propia decadencia. Se me ocurrió que se le olvidaba el pasaje hacia la muerte, pero no tuve tiempo de mencionarlo. En ese momento apuntó que había asegurado el nexo que existía entre las mariposas y su mala suerte. Una mariposa en el camino le causó un accidente, mariposas en salsa blanca lo indigestaban, una mariposa en la cama se paseó en la única mujer que le interesaba (no aclaró muy bien por qué y cómo, pero supongo que era una de esas mariposas con precio fijo) y una mariposa en la oficina casi le cuesta el empleo (esto lo dijo en un tono de tragedia que no admitía ningún otro detalle, pero evidentemente era de la misma clase de mariposas con carnet de salud). Las mariposas entraron en el bar con una espontaneidad decorativa que envidiarían los más acreditados escenógrafos. En hileras o en círculos, según las circunstancias como cualquier hijo de veci-

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Orgia de un arabesco no, se acomodaron en lámparas, candeleros, cordones y muebles. Algunas encima de los cristales parecían un adorno oriental. Hubo unas necias que buscaron las interioridades del bar, para dar vueltas alrededor de las luces en la cocina y en los cuartos de hombres y mujeres (esos que eternamente distinguen los sexos y obligan a las parejas más unidas a desunirse por razones que todavía nadie ha escrito y todo el mundo acepta, quizás se llamen decencia, cada cosa tiene su nombre en esta tierra). Las más coquetas se instalaron de tapones para desperfilar las botellas. El tipo cambió de tema, hablo de los automóviles, especialmente del que acababa de comprar, ocho cilindros, automático, con frenos de aire y cuatro puertas. Todavía sin apaciguar las mariposas, coloqué el auto en un cuadro rojo vacío de contenido (a lo mejor era un cuadro abstracto), pues la pura verdad es que era tan ideal como cualquier paisaje, consumía poca gasolina, bueno, silencioso como la deuda que no nos pagan, nunca molestaba, el vehículo héroe que uno nunca encuentra. Se quedó allí un poco inconcluso porque no tuve tiempo de perfeccionarlo, el tipo pasó a otro tema: la ropa. (Se extrañará que no aclare cómo pasaba de un asunto a otro. Debo confesar que esas conexiones las perdí apurado en colocar mis cosas. Además, perdonen que no confiese la marca del carro, no quiero que me acusen de propagandista, porque en eso no tengo oficio ni beneficio). El saco azul marino, de lana inglesa, que compró para los pantalones grises de tiro corto se lo puse a un muchacho esbelto, sentado solitario en la mesa de la esquina. Para eso tuve que desvestirlo y el muchacho no quería por la camiseta rota y los calzoncillos que no se había cambiado desde el último domingo. Al fin pude. Ya el tipo hablaba de los veranos y las playas, aquello no permitía una tregua, sentí la arena entre los dedos y el sonido del oleaje me llegó algo forzado. (Necesito un baño, estoy sudando, perdonen, me voy a cepillar los dientes y a lavar la cara). No hubo pausas, a la playa siguió la pesca, los pescados los mandé directamente a la cocina, tal y como los sueñan los cocineros, frescos y todavía pataleando. Después pasó a los relojes, no sé si era en Suiza o dizque suizos, tuve que colocarme ocho en ambas muñecas, hasta parecer un negociante de mercado negro. La árabe me pellizcó, te conozco tal por cual, te conozco, no soy yo, son los aderezos. Siguió sin punto y coma con una anécdota de su tía política, dueña de un abastecedor en un lugar montañoso y

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Carmen Naranjo húmedo donde crecen los musgos hasta en la suela de los zapatos. Unos musgos de tal autosuficiencia vitamínica que suavizaban las piedras con una finura de tapices. Rápidamente alfombré de verde todo el bar, incluso me alcanzó para algunas paredes. (Perdón, esta interrupción vale por un vaso de agua, me dan sed las imágenes y estoy a punto de convulsión, no sé qué pasaré con ustedes). Con las alfombras la voz del tipo adquirió un tono apagado que me gustó mucho, ya me cansaban ciertas notas agudas en las i y en las u. La tía no pude verla, bendita sea mi fortuna y la de ella, se hubiera sentido extraña, no por las mariposas, ni los relojes, ni el muchacho de azul marino, ni el caballo (que hasta el momento no se había evacuado ni evadido), ni el muerto cara de conejo, ni la comida, ni el vino, ni el automóvil, ni el avión. Definitivamente no le hubieran gustado los árabes (menos la árabe que me hacía cosquillas ya en la parte superior de las piernas), pero se hubiera enamorado de un griego, ¡ah los griegos de Elena, Ariadna y Yocasta, esos eran capaces de embarazar a una culebra! A todo esto el tipo ya hablaba de música, dijo que de los sonidos, conciertos y discos, para él lo más grato era oír una banda en un parque con barandas y bancas de cemento (todas las sonoridades de banda en un parque con barandas y bancas son de él, no me gusta atribuirme melodías ajenas). La banda entusiasmó a los árabes y algunos de ellos se hincaron, cabeza arriba y cabeza abajo invocaron a Alá. (Alá y Mahoma, la combinación sagrada de mosaicos con muecín en el fondo de las mezquitas, que no deben confundirse con las sinagogas). El caballo movió la cola con un ritmo militar, a mí los pies me saltaron con el entusiasmo de guerras vividas en siglos pasados, cuando no hay peligro de bombas ni de mostrar simpatías ni de alterar los nervios de los terroristas. Me distraje un poco y entré de pronto al tema de la cordal que le sacaron a los veintitantos, porque le había nacido hacia adentro. Se me abrió un hueco en el extremo de la encía superior, que aún me duele con las comidas saladas y con las picantes. Habló de los amaneceres y al dolor se unió el frío, y dijo algo muy solemne que se me quiso olvidar para repetirlo como mío: el amanecer revela la letanía inconclusa de un tren varado en el sueño. Entonces comprendí: entre el tipo y el jefe no había contacto alguno, estaba ante un poeta con tres amigos artistas, porque el del balance debía ser escultor, el escribiente director de teatro (con su manía de

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Orgia de un arabesco contar los asistentes y las puestas) y el que se rascaba sin duda era concertista de guitarra, esos que se acostumbran al instrumento y siguen tocando cuanto encuentran. Y no tuve tiempo de integrar los cuerpos a las caras de esas nuevas naturalezas de mis compañeros, porque el poeta mencionó un juego de pelota y una bola enorme cayó en el centro del bar quebrando vasos, botellas y ceniceros de la mesa que ocupaban dos señoras, seguramente domiciliadas en la avenida novena, en donde a una casa amarilla sigue otra verde. Los árabes cabecearon la bola, dos mariposas quedaron aplastadas contra el cielo raso; los griegos la patearon hacia el bar y el caballo galopó hacia la puerta dejando un sendero claro de cosas deshechas. Un árabe se colocó ante el pasillo de los apartaderos de hombres y mujeres, y un griego hizo lo mismo frente a la puerta de salida. La bola iba y venía tras la lucha de arrebatos en que tomaban parte piernas, manos y dentaduras. El muchacho de azul marino recibió un bolazo patético. La bola limpió de un solo rodar el pan, el vino y los pescados de nuestra mesa, para aliviar así el cuadro simbólico del suicidio grasiento en protesta por el no apetito o por la dieta. El musgo era un recuento de patinazos y la banda empezó a tocar el Danubio Azul con un estribillo de dale duro. El poeta, de acuerdo con su costumbre de dejarlo todo en el momento de las grandes revelaciones, salió, con sus amigos a la calle, sin siquiera preocuparse de las cuentas y los daños. Por supuesto, no era poeta, ahora lo veo claro. Era un simple general con sus secuaces (el teniente, el capitán, el coronel), quienes sin duda alguna se estaban entrenando para un golpe de estado. Un golpe de estado: he aquí la clave. Seguramente con la ayuda de los árabes y de los griegos, con el pretexto del muerto conejo. El gobierno tiene la culpa de todo, es fácil acusarlo de criminal, de ladrón y de mentiroso. Grité que yo era inocente, por si las moscas, y aseguré que no tenía culpa de nada, por aquello de las lenguas despiadadas. Las muertas mariposas me asustaron demasiado, además no me gustan los juegos de pelota. Sin saber cuántos goles hicieron los griegos y cuántos los árabes, me largué en el automóvil del general, con la árabe que me empezó a gustar después de insistir tanto. Debo confesar que su sexo no era tan grande como lo había imaginado. Para ser honesto no le encontré piojos ni marañas; delgada y de bue-

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Carmen Naranjo na figura sin los mantos, era sabia en las aventuras de los caballos libres que se encuentran en la llanura y corren y corren hacia los abismos, seguros de parar a tiempo. No la pude seguir en la cabalgadura, necesitaba jinete de dunas y yo soy jinete motorizado. Trató de ser complaciente y se lo agradezco. Por otra parte, a pesar de ser árabe legítima, con colgaduras de siglos, no puso cosas sobre las palabras que me dijo, o quizás sucedió que felizmente no las entendí. Ahora he resuelto el problema: sigo viendo mucho, pero no creo en lo que veo.

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Colombia



Marvel Moreno

Nació en Barranquilla en 1939. En sus años de adolescencia comienza a leer grandes obras de la literatura clásica y moderna. Sus principales influencias y que se demostrará en su escritura serán: James Joyce, Virginia Woolf y William Faulkner. Mantuvo una relación estrecha con algunos miembros del Grupo de Barranquilla. En 1969 publicó su primer cuento titulado El muñeco en la Revista Eco y poco después en El magazín dominical de El Espectador. A partir de ese momento se dedicará con pasión y de manera exclusiva a la escritura. El 1980 publica su primer libro de cuentos Algo tan feo en la vida de una señora bien. Su novela En diciembre llegaban las brisas fue finalista del Premio Literario Internacional Plaza y Janés en 1985 que fue traducida al italiano y al francés. En 1989 recibió el premio Grinzane Cavour que se otorga en Italia al mejor libro extranjero. Su segundo libro de cuentos El encuentro y otros relatos fue publicado en 1992. En el 2019 la editorial Alfaguara publica su novela inédita El tiempo de las Amazonas. Muere en París en 1955.

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Algo tan feo en la vida de una señora bien A Jacques Gilard Laura de Urueta terminó de tomarse el último Librium y alargando el brazo encendió el aparato de aire acondicionado. En el cuarto se insinuaba una leve oscuridad, rezago del tiempo de agua que había estado amenazando toda la tarde sin transformarse en lluvia; se oía el zumbido de una mosca y de abajo, confusamente, venían los ruidos que el nuevo chofer hacía al cerrar la puerta del garaje. Todos se habían ido ya, Eucaris, la cocinera. Así pues, estaba sola. Por primera vez en mucho tiempo, recordó Laura de Urueta abandonando el cigarrillo en un cenicero de cristal. Sola en aquella casa demasiado grande, donde había vivido desde su matrimonio sin haber podido nunca sentirla suya. El cuarto, su cuarto, era distinto: le pertenecía, lo había arreglado a su gusto poniendo cosas que hacían sonreír a Ernesto, un diván de líneas simples que con frecuencia le servía de cama, el viejo escritorio de su padre y cojines, multitud de cojines regados por el suelo, amontonados bajo la lámpara con sus colores vivos y aquellas figuras que ella misma dibujaba en papel pergamino antes de pasarlas a la tela de bordar. Ernesto solo subía allí para darle las buenas noches cuando ella se retiraba temprano pretextando una jaqueca. No le gustaban los afiches que cubrían las paredes, decía, pero sobre todo, así lo creía ella, no le gustaba encontrar sus cuadros; las cuatro acuarelas que había logrado terminar alguna vez, el día que quiso volver a la pintura recordando que en La Enseñanza la madre Ana María alababa sus dibujos, y aprovechando un viaje de Ernesto había comprado cartones y pinceles y trabajado semanas enteras, sin descanso, locamente, hasta que él regresó y con una frase, una sola, no recordaba cuál, la había hecho sentir ridícula, vagamente absurda. En cierta forma tenía razón. Nadie pinta si sus cuadros no han de ser nun-

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Marvel Moreno ca vistos y la ciudad se habría caído de espaldas si un buen día se hubiera anunciado la exposición de la esposa de Ernesto Urueta, expresidente del Country y del Rotario, el eminente hombre de empresa, como lo llamaban los periódicos, en todo caso una persona discreta que prefería mantenerse al margen de cualquier publicidad y ni siquiera había permitido a su hija participar en concursos de belleza ni reinados de carnaval. Algo de eso había dicho aquella vez mirando fríamente sus acuarelas. Pero, a pesar de concederle razón, ella, para sus adentros, se había sentido humillada. Porque en ningún momento había tenido el propósito de exhibirse en público, por arte de magia no se convierte una en pintora a los cuarenta años. En el rechazo de Ernesto había habido ciertamente un proceso de intención, una manifestación más de su hiriente y eterna desconfianza. Desde entonces, hacía ya tres años, solo pintaba para hacer bordados sobre los cojines. No es que le importara demasiado, no le había importado mayormente si bien recordaba; sin embargo, aquellos cuadros se habían vuelto un símbolo, no sabía muy bien de qué. Lo había descubierto cuando resolvió tomar aquel cuarto para ella y se sorprendió clavándolos con una emoción extraña en la pared: allí estaban todavía así no los viera nadie, así Ernesto fingiera ignorarlos cada vez que entraba a preguntarle por sus jaquecas. Igual le daba: al fin y al cabo eran suyos, expresaban, si algo expresaban, un sentimiento no definido, no razonado, eso que sin palabras le trajinaba la cabeza día y noche, que aparecía claramente en sus sueños y al despertarse olvidaba con una impresión de cansancio, de cansancio asociado a figuras gris y malva. Había empezado a dibujar aquellas figuras, explicó una vez a su hija, para ver si así sus sueños le resultaban más coherentes, o quizás (eso no se lo dijo), porque creía que el simple hecho de recrearlas con colores y pinceles podía liberarla de la angustia inexplicable que la anudaba cuando volvía de esas pesadillas sin sentido y sin memoria. Pero solo había logrado inquietar a Lilian. Espero que se te pase, le había dicho por todo comentario mirándola con un cierto recelo. Y ella, aunque más o menos resentida, había comprendido su temor. Lo había compartido, incluso. Hablar de esas cosas podía ser el primer paso de ponerse al desnudo, de contarse a sí misma, y nada la crispaba tanto como las personas que se abrían a los demás con el aire de estar abrumadas por dudas insondables, por penas metafísicas.

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Algo tan feo en la vida de una señora bien Sonriendo de lo que acababa de pensar, Laura de Urueta miró a su alrededor. Allí seguían las acuarelas, sí, y la mosca volvía a zumbar entre la ventana y la cortina. El sueño, la paz que había buscado al tomar el puñado de tranquilizantes tardaba en venir. Esperaría media hora más antes de comenzar con los somníferos. De todos modos era preferible estar despierta cuando Ernesto la llamara de Nueva York; lo haría sin lugar a dudas, como siempre que partía de viaje. Una llamada telefónica cada tres días, de Miami, Nueva York o Chicago, donde lo llevara la necesidad de negociar patentes, contratar un nuevo técnico o comprar repuestos para la maquinaria de la fábrica. Era tan gentil al ocuparse así de ella, siempre interesado en su salud, en sus pequeños problemas. Por fortuna no estaría allí su madre pendiente de lo que hablara por teléfono. La actitud complaciente de su madre, sus frases convencionales, eso sí que no lo podía tolerar. No soportaba esa manera que tenía de inmiscuirse en su vida, de recordarle a cada instante la suerte que había tenido al encontrar a Ernesto. Desde que había venido a vivir con ella, dos años antes, tenía que hacer un esfuerzo continuo para no estallar en su presencia. Y sin embargo la quería, le daba lástima verla tan vieja y fatigada, una persona que jamás había conocido el cansancio ni la enfermedad, que había trabajado toda su vida duramente, por ella, por conservarle, repetía entonces, la posición social a la que su apellido le daba derecho. Lo había logrado, era verdad; a costa de sacrificios había mantenido las apariencias y ella había podido ir a un buen colegio, y frecuentar el Country, y disponer siempre de una casa presentable para recibir a sus amigas, aunque de la vieja casa de Olaya Herrera prefería no acordarse. Mejor que la hubieran echado abajo, que sobre sus ruinas se alzara un edificio. Ernesto había conseguido venderla bien y con el dinero recibido su madre le había regalado a Lilian la cuota inicial del apartamento, ese había sido su regalo de matrimonio. Era de esperarse, su madre adoraba a Lilian. Viéndolas juntas, advirtiendo lo mucho que se parecían, ella tenía a veces la impresión de no ser más que un eslabón entre dos generaciones, alguien que había existido solamente para que su madre se reconociera en su hija, para que la casa de una se convirtiera en el apartamento de otra, sin que ni una ni otra tuvieran particularmente necesidad de ella.

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Marvel Moreno Ahora el sol empezaba a brillar. El cuarto se había llenado de repente de una luz rosada tan intensa que el gris y el malva de las acuarelas parecía haberse diluido. La mosca danzaba, dando topetazos contra el vidrio de la ventana y ningún ruido llegaba de la casa desierta. Qué difícil realmente quedarse sola, reflexionó Laura de Urueta. Era increíble todo lo que había tenido que intrigar y planear para conseguirlo: darle al servicio los cuatro días del carnaval, convencer a su madre de que fuera a pasar una semana con Lilian y su marido a Santa Marta. Pero, ¿quién te va a acompañar?, las sirvientas, mamá, no te preocupes, y, ¿quién se va a quedar con usted?, mamá piensa regresar mañana, Eucaris, salga a divertirse. Cualquiera diría una inválida, un recién nacido. La gente tendía siempre a protegerla, y no era que su comportamiento despertara esa actitud, por lo menos así lo creía. Solo que su madre y Ernesto la habían considerado toda la vida incapaz, incapaz y frágil; las sirvientas, claro, no hacían más que seguir la pauta. En el fondo no le había dado nunca ni frío ni calor la debilidad que le atribuían, le servía para escurrirse, para resguardarse de ellos; si no estaba de acuerdo con sus opiniones, se callaba, no se sorprendían de su silencio; si querían que los acompañara aquí o allá, no podía, estaba indispuesta; si sentía que no llegaba a aguantarlos más, la jaqueca le permitía encerrarse en su cuarto. Qué buena idea haber conseguido aquel cuarto, aislarse en él, hacerlo suyo. Y ver simultáneamente dos o tres médicos sin que nadie lo supiera. De ese modo podía comprar todos los tranquilizantes y somníferos que deseaba y morirse de risa de la depresión. Porque ahora sabía que esa total falta de ánimo, ese deseo de no moverse, de dormir, de hundirse en el vacío, se llamaba depresión. Y era tan intolerable, tan intolerable tener que levantarse de la cama a afrontar la rutina de cada día, y encontrar a Ernesto y su madre comentando las noticias de El Heraldo, y asistir a la reunión de las Damas Rosadas, las Azules, las Católicas, que resultaba un verdadero alivio saber que por lo menos pondría fin al día con cuatro, cinco somníferos, para de un golpe ir hasta el fondo de la nada, a la blanca región donde todo dejaba de existir y el sueño se convertía en un denso, profundo olvido. Qué alegría, qué placer sentirse libre, disponer de sí misma a su antojo, no ver, no escuchar a nadie.

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Algo tan feo en la vida de una señora bien El recuerdo de las cajas y frascos escondidos en su cuarto la hacía más tolerante, menos vulnerable; un Librium, un Tranxene, un Valium, todos juntos al desayuno y la vida era una fiesta. Lástima no haberlo descubierto antes. Pensar que había pasado un año completo desde el matrimonio de Lilian, sí, un año, embrutecida por el insomnio y la tristeza, llorando a escondidas, llevando a toda hora lentes negros, no fuera a ser que Ernesto advirtiera su estado de ánimo y empezara a abrumarla con la lógica que le servía para comprenderlo todo menos a ella. El matrimonio de Lilian había sido un detonador, el despertar. De casos así está lleno el mundo: una se deja envolver por la rutina, se somete a un marido anulándose hasta perder cualquier asomo de personalidad, hasta desarticularse, extraviarse en el personaje que él le impone; hace eso, sí, sin darse cuenta, porque es más fácil y la facilidad produce una especie de somnolencia; mientras tanto el tiempo pasa, el tiempo y la posibilidad de construirse una vida más conforme consigo misma, de ser lo que alguna vez quiso, vagamente, confusamente ser. Y he aquí que de repente alguien se casa, alguien se muere. O no ocurre nada grave, sino que salen las primeras canas, o se lee un libro, o se formula una pregunta cuya respuesta no es posible eludir más. Entonces hay un crujido y en la perfecta estructura algo falla, algo se viene al suelo. Eso había sentido con el matrimonio de Lilian, que se quebraba, que se rompía el mecanismo que hasta entonces le había permitido evadir la realidad engañándose a sí misma. Qué más engaño que imaginar a Lilian capaz de escoger una vida diferente a la suya. Lilian tratando siempre de mimetizarse, pendiente siempre del qué dirán. Como ella, al fin y al cabo. Sólo que ella había cargado toda su infancia la vergüenza de ser la hija de un hombre indigno, ¿no lo llamaba así su madre?, ¿no se lo repetía una y mil veces? Además Lilian, y eso era importante, no tenía nada de qué arrepentirse, no había cometido su error. Error, divertido. ¿Qué diría su madre si supiera que ahora reducía a error lo que ella había calificado siempre de infamia? En fin, ni valía la pena pensar en ello. Laura de Urueta encendió un cigarrillo y cerrando los ojos buscó a tientas un cojín por el suelo. Empezaba a sentirse adormecida y tenía ganas de reír, unas ganas locas de echarse a reír. Infame, hágame el favor, y sólo contaba diez y ocho años. Cierto era que para su madre no había términos medios, ni matices, ni límites; nada fre-

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Marvel Moreno naba su crítica, su horrible necesidad de abrir la boca y ponerse a calificar lo habido y lo por haber, sin humor, sin compasión alguna. Ella, al menos, se había abstenido siempre de criticar a los demás. Porque no tienes derecho, le había dicho su madre no hacía mucho tiempo, a raíz de ya no sabía qué discusión; algo a propósito de tía Edith, la detestada tía Edith. Ah, sí, a propósito de aquella historia que toda la vida había oído referir sin comentar nada, tía Edith que había matado al hermano de su madre porque lo obligaba a hacer cada noche el amor. De pronto había sentido deseos de abofetear la cara seca de su madre, su boca sin labios, sus ojos sufridos, que se callara de una vez por todas, que dejara en paz a la única mujer normal de la familia. No había dicho mayor cosa, apenas comenzaba a hablar, recordaba, cuando su madre soltó aquello. Triunfante, excitada, dispuesta otra vez a hundirla bajo el peso de su virtud, de su vida ejemplar. A punto había estado de decirle cuán ridícula le parecía su vida, o algo más hiriente aún, decirle, por ejemplo, que le fastidiaba ser insultada en su propia casa. Lo peor con su madre era que la hacía volverse innoble. Había gente así, que lo llenaba a uno de vergüenza por los sentimientos que en uno despertaba. Y eso era lo más difícil de perdonar. Laura de Urueta pensó que algún día tendría que poner en claro las cosas con su madre: explicarse, hablarle objetivamente. Pero algo le decía que no había vueltas que darle, frente a ella llevaría siempre las de perder. El problema del servicio, sin ir más lejos: apenas instalada en la casa, su madre había comenzado a pelearse con el mundo entero y desde entonces cambiaban de cocinera y de chofer cada dos meses. ¿Qué decirle? ¿Que ella se las había arreglado muy bien sola durante veintiún años?, ¿que su manera de tratar a las sirvientas resultaba humillante? ¿Decirle eso para que adoptara su actitud de reina ofendida y pasara una semana sin pronunciar una palabra en la mesa? Y luego, Ernesto le daba razón, decía que nunca la casa había estado mejor atendida, que al fin las sirvientas marchaban al paso. Lo mismo había ocurrido con Maritza; tanto había insistido su madre en que no debía verla, tanto había hablado de su vida disipada en Nueva York, que Ernesto había tomado cartas en el asunto y se puso a hacer averiguaciones por su cuenta hasta descubrir la verdad y pedirle que no volviera a recibirla. Ella, claro, la había seguido viendo a escondidas, faltaba más. Pero a su edad era ridículo.

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Algo tan feo en la vida de una señora bien Cómo sentía que Maritza no estuviera ahora allí; la llamaría por teléfono, se sentarían en el salón y hablarían sin parar durante horas; era la única persona que realmente la divertía, la única que la hacía reír. A lo mejor se le ocurría alguna extravagancia, que se fueran, por ejemplo, de capuchones a recorrer los bailes. Eso sí que sería muy propio de ella. Maritza, increíble, no había cambiado, ni siquiera físicamente; seguía siendo la misma, larga, flaca, un flequillo en la frente y dos ojos admirables. Había regresado de Nueva York y desde el aeropuerto la había telefoneado, que si podía verla, qué pregunta. Pero en el acto, le había dicho casi ahogada por la alegría. Había sentido ganas de correr, de saltar, de contarle a todo el mundo que Maritza estaba allí. Sólo entonces había comprendido cuánto la quería; tenían tantas cosas en común, tantos recuerdos. Recuerdos, mejor dicho, porque en común, poco tenían. Ya habría querido ella parecerse a Maritza, importarle un comino la gente, ser consecuente con sus ideas. Maritza había triunfado, aunque para los otros su vida fuera un fracaso; aunque hubiera llegado a los cuarenta años sin lugar alguno donde caerse muerta, como había dicho riendo, mirando el salón que Ernesto se había obstinado en arreglar con sofás de cuero y tapices persas (si no marchaba el aire acondicionado se ahogaba uno literalmente). Amigos, viajes, un hijo de quince años, me entiendo con él de maravillas. Eso y el trabajo, una esclavitud, te lo acepto, pero el único modo de mantenerse libre. Libre lo era, lo había sido siempre; fue lo primero que la sorprendió al conocerla. En el bus del colegio, se acordaba, con un maletín cubierto de calcomanías. Las monjas se lo van a quitar, había pensado. Pero no se lo quitaron. Y después de las calcomanías fueron los llaveros, los cuadernos adornados, los mapas en papel pergamino. Desde entonces la había copiado con una admiración ofuscada, sin condiciones. Desde entonces también, su madre le había puesto el ojo. Qué de discusiones, Dios mío; por primera vez se había atrevido a llevarle la contraria, sin írsele de frente, claro, no quería que en un estallido de autoridad le prohibiera rotundamente volver a verla. Pero ella se había mantenido en sus trece (el único acto de afirmación que recordaba) y Maritza había seguido yendo a su casa todos los sábados por la tarde. Jugaban ludo, estudiaban comiendo mango verde con sal. Su madre no hacía más que vigilarlas; entraba una y otra vez al cuarto, llegaba a la terraza que si a regar los helechos, que si a ofrecerles helado. Inútil: Maritza y ella habían apren-

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Marvel Moreno dido a entenderse por señas, tenían un verdadero código secreto que les permitía eludir sus preguntas insidiosas o cambiar de tema apenas la adivinaban escuchando sigilosamente tras una puerta. Qué años aquellos, pensó Laura de Urueta llenando de humo a la mosca que volaba frente a ella, los mejores de su vida, lo comprendía ahora. Con Maritza se atrevía a cualquier locura; con ella había fumado el primer cigarrillo, había robado fotografías de actores en el Metro, había visto todas las películas que su madre le prohibía aprovechando que tía Edith trabajaba en la alcaldía y les daba cada año su tarjeta para entrar gratis en los cines. Fue así como pudo respirar un poco, escapar a la asfixiante centinela de su madre, le había dicho a Maritza la vez que se quedaron hablando toda la tarde frente a la piscina del Hotel del Prado. No se había caído todavía el gran Pivijay y era diciembre; sentía las manos frías y una vaga nostalgia. De pronto Maritza le preguntó por Horacio. Me cansé de esperarlos en Miami, dijo. Y repentinamente ella, que se creía ya al margen de todo, había tenido que sacar un kleenex de la cartera. Después de veinticuatro años, parecía mentira. Pero lo había olvidado, le dijo a Maritza, créeme, lo había olvidado por completo. Y ninguna razón tenía para llorar. La vida había sido generosa con ella, dijo. Le había dado todo cuanto una mujer podía desear, un marido que la quería, una hija adorable, una casa maravillosa. ¿No era eso lo que soñaban de adolescentes? No, no era eso, Maritza se lo recordaba sin decir una palabra. ¿Entonces, qué era? ¿Es que habían buscado algo concreto? En aquellos días su rebeldía no expresaba más que rechazo: no ser como sus madres, no aceptar sus prejuicios, no envejecer jugando bridge en el Country. Muy bonito, sí. Siempre y cuando se tuviera el coraje de Maritza para irse de allí y mandarlo todo al diablo. ¿Pero, y si una se quedaba, qué salida había? ¿Iba a hundirse en el aburrimiento de la clase media? ¿Matarse trabajando de sol a sol? ¿Ser otra tía Edith a la que sus amantes trataban públicamente de puta? Ah, no; tal vez en otra época la vida ofreciera otras alternativas. O las ofrecía a personas diferentes a ella, menos ineptas, menos cobardes. Tembló la mosca en la cortina, se dividió en dos, se deshizo. Afiches y acuarelas parecieron borrones desleídos sobre un fondo agua. Laura de Urueta se había puesto a llorar. Qué idiotez, Dios mío, ¿por qué lloraba? Buscó la caja de kleenex bajo los cojines. Por pensar tonterías, solo por eso. Lástima que Maritza no estuviera

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Algo tan feo en la vida de una señora bien allí. Aquella tarde, frente a la piscina, le había levantado el ánimo, le había concedido razón en todo. Como siempre, debía admitirlo, Maritza siempre había aceptado su debilidad. La conocía mejor que nadie, tanto, que aunque su madre no lo creyera se había opuesto a sus relaciones con Horacio. Te vas a meter en un lío, le había dicho la misma noche que lo encontraron. Tú no estás preparada, no lo vas a resistir. ¿Resistir? Claro que hubiera resistido lo que fuera: una fuerza insólita le había llegado de repente, una fuerza que la hacía sentirse capaz de afrontarlo todo, de desafiarlo todo. Y que así como había venido, se fue apenas vio a su madre aparecer con los dos policías en el muelle. Después, sí, había vuelto a ser la misma; se había tirado a morir en una cama; se había negado a comer y un día, se había tomado un frasco entero de calmante para las neuralgias; tuvieron que llevarla a la clínica del Prado a hacerle transfusiones. Eso por lo menos, la ambulancia, los reproches de los médicos, había callado a su madre. Porque desde el momento en que su madre la encontró en el muelle y la llevó a la fuerza a la casa, y en la casa la abofeteó y cogiéndola del pelo le dio en la cabeza contra la pared hasta hacérsela sangrar, desde ese momento, sí, no había cesado de insultarla. Y había seguido insultándola en la cama sin importarle que no comiera y solo se levantara para ir al baño. Días y días, incluso cuando ya no se levantaba y apenas si oía su voz perdida en un letargo algodonoso y blanco. De no haber llegado por casualidad tía Edith, justo el día que tomó el calmante, se hubiera muerto a lo mejor. Eso dijeron los médicos a su madre. Más habría valido así, no exageraba. Haber amado, haber conocido aquella sensación de plenitud, haber descubierto la importancia de que el cielo sea azul, de que el aire huela a mar, de que haya cangrejos en la playa, conocer todo eso para perderlo de golpe, para nunca más encontrarlo, hacía de la vida sí, algo sin sentido, algo irrisorio. ¿Pero, realmente, lo había amado? ¿Había amado a aquel hombre cuya cara ni siquiera recordaba? Jamás había vuelto a pensar en él, le dijo a Maritza, y era verdad. Desde que se despertó en la clínica con tubos por todas partes y un terrible dolor en el brazo, había tomado la decisión de no pensar más en él. O después, quizás, porque lo primero que sintió al despertar fue rabia, una rabia sorda de ser arrojada otra vez a la vida. Cuando sólo briznas de recuerdos quedaban en su mente, cuando en un viaje vertiginoso descendía a lo más profundo de su infancia, verse bruscamente regresar a la

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Marvel Moreno sonrisa de los médicos, al odio contenido de su madre. ¿Odio? No, era injusta con su madre. Nunca había entendido muy bien sus sentimientos, pero no debía juzgarla así; fue la decepción lo que la llevó a reaccionar con tanta dureza, eso había sido. Para una mujer que había perdido a sus padres, que en cinco años de matrimonio había visto a su marido dilapidar su herencia montándole apartamentos a sus queridas; era normal que desconfiara de los hombres y considerara el sexo un elemento destructor, negativo; normal que al quedar viuda lo apostara todo sobre su hija. Y he aquí que la hija seguía los pasos del padre, que de repente tiraba por la borda sus años de lucha, sus últimos sueños. ¿Pero, por qué?, preguntaba Maritza. ¿Por qué siempre te metes en la piel de los demás? ¿Y tú no cuentas? Difícil de responder, más difícil ahora que los años la hacían mirar las cosas de otro modo. No, no se trataba de generosidad, sino de, reconocimiento, tal vez. Sí, eso era. Finalmente no vivíamos en el aire, había un contexto, personas que nos querían. Incluso, si en lo más profundo de cada sentimiento humano asomaba sus orejas el egoísmo, ese egoísmo nos ayudaba, en algún momento nos había servido. Cuántas veces, de niña, había buscado refugio en las piernas de su madre, y había encontrado su apoyo, su ternura. Después, sí, su madre había cambiado, apenas ella empezó a acercarse a la adolescencia. Se había vuelto amenazante, desconfiada; la enfurecía cualquier tentativa de independencia, cualquier gesto que insinuara su feminidad: allí habían comenzado los problemas, pero, ¿qué podía esperarse de una buena señora que todavía, antes de ir al cine, llamaba por teléfono a su confesor para preguntarle en qué categoría clasificaba la película? El campanario de La Inmaculada tocó pausadamente las seis de la tarde. Laura de Urueta se estiró sobre los cojines. En algún lugar del cuarto la mosca había cesado de revolotear; a lo mejor, pegada a un vidrio, intentaba salir al jardín. Por lo general les abría la ventana (que se fueran a buscar a otras moscas) llevada por el viejo impulso de su infancia que la hacía juntar los objetos temiendo que sufrieran de estar separados. Pero esa noche la mosca dormiría con ella, se sentía incapaz de levantarse del suelo. Incapaz de hacer otra cosa que girar entre recuerdos y frases, y la quieta modorra que le cerraba los párpados. Bien pronto estaría durmiendo, y no como todos los días, sino como lo había hecho durante el último viaje de

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Algo tan feo en la vida de una señora bien Ernesto. Veinte píldoras bien escogidas (ahí las veía alineadas junto a la jarra de agua) y otra vez, lentamente volvería a deslizarse en una sensación que era, ¿que era qué? Alegría, aunque dicho así parecía banal. ¿Pero, de qué otro modo llamar esa oleada de gozo, esa impresión de flotar entre nubes? Veinte y estaba liberada, treinta y era el fin. Bobadas, ninguna razón tenía para suicidarse. Ni problemas, ni temores, ni sentimiento alguno de culpabilidad. Gracias a Dios había aprendido a ir por el mundo sin pisarle los pies a nadie. Su matrimonio con Ernesto, un libro abierto. ¿Su madre?, hasta donde pudo la había resarcido. Allí estaba, viviendo en su casa, imponiendo sus opiniones (ni de lejos ni de cerca sabía lo que pasaba por su mente). Contenta, más o menos, sintiendo acabar sus días con la satisfacción del deber cumplido, decía. Sus angustias habían terminado cuando ella conoció a Ernesto, el hombre que te conviene, había dicho de inmediato. Y tres meses después ella estaba casada a aquel industrial de ojos tranquilos, que había calculado su matrimonio con la misma perspicacia que le servía para comprar negocios en quiebra y en un año sacarlos a flote. Ernesto, si lo sabría ella, no se equivocaba nunca; en veinte años de vida en común, no le había visto jamás cometer un error. Su habilidad principal consistía en detectar la posibilidad de éxito, justamente donde los otros sólo imaginaban el fracaso. ¿Quién, por ejemplo, en aquella ciudad, se hubiera casado con ella?, ¿después de aquel escándalo? Nadie. Y eso que nadie sabía la verdad. Porque los médicos y tía Edith habían sido como tumbas. Y si alguien habló de una ambulancia, lo único que se supo a ciencia cierta fue que había intentado fugarse con un desconocido. Por fortuna, tocaba madera, hasta el día de hoy se había ignorado la identidad del desconocido; su identidad y su oficio, a Dios gracias. Pero la gente se olía las cosas y nadie puso en duda que habiendo clínica de por medio había perdido la virginidad. Eso bastó; ni más amigas, ni más invitaciones; y los muchachos, hasta entonces correctos con ella, comenzaron a tratarla como un numerito. Tuvo que quedarse encerrada en la casa de Olaya Herrera, cuatro años; sin salir a ninguna parte; absteniéndose incluso de contestar al teléfono por miedo a los anónimos. De aquel encierro, Ernesto la sacó. Y en menos de nada la había llevado al Country, a casa de sus padres, adonde todo el mundo pudiera verlos. La gente había cambiado, claro; en un abrir y cerrar los ojos sus antiguas amigas resucitaron y para su matrimonio le ofrecieron más

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Marvel Moreno de veinte despedidas de soltera. Radiante, maravillada, su madre hablaba de milagro, naciste con suerte, decía. Ella se dejaba llevar por la corriente, también sorprendida, era verdad, dichosa de arreglar su vida, de volver a ser como las otras. Y sin embargo inquieta. Una inquietud a la que no quiso hacerle frente durante el noviazgo temiendo que su inconsciente (su tendencia autodestructiva, decía) le jugara una mala pasada. Ya me equivoqué una vez, pensaba, ya bastante es que quiera casarse conmigo. Y por eso, porque Ernesto parecía perdonar su pobreza, su mala fama, porque se había mostrado tan indulgente el día que le habló de Horacio (pintándoselo con los peores colores, como su madre le aconsejó), no hizo caso de la alerta que en algún lugar de su cuerpo sonaba; de su cuerpo, no de su mente; no tenía entonces suficiente experiencia para saber que la debilidad de la gente, su vergüenza, puede ser utilizada; ni siquiera era capaz de imaginarlo. Y luego, Ernesto, ¿qué reproche podía hacerle? El mejor de los novios; discreto, afable. La llamaba a las doce, a las ocho iba a visitarla; le consiguió a su madre un préstamo en el banco (que después él mismo pagó) para que preparara el ajuar y la boda. El novio ideal, sí; sólo que ella lo encontraba a veces hiriente, un poco esquivo. Había descubierto ya que si estaba en desacuerdo con sus ideas, despertaba en él una agresividad que le enfriaba el alma. No debía contradecirlo, ni mostrarse demasiado, demasiado ¿qué?, excesiva, decía él alejándola suavemente de sus brazos. Nada de besos prolongados, de caricias en la oscuridad del automóvil. Tú no eres una aventurera, le había dicho una tarde. En la playa. No la larga y desierta playa de Salgar, donde tantas veces había ido con Horacio, sino otra, ¿la de Sabanilla?, ya no se acordaba. Se acordaba, sí, de que descalza, mirando la arena chupar la espuma de las olas, lo había deseado por primera vez, había querido que la tomara, que la cubriera con su cuerpo. Y él había dicho, tú no eres una aventurera. Ni siquiera fue tanto lo que dijo, sino la forma en que la miró. Eso, el disgusto que encontró en sus ojos la había dejado helada. Sin embargo se había casado; quizás pensando que Ernesto cambiaría una vez ella fuera su esposa; porque era joven, y se sabía bonita, y todavía le gustaba mirarse desnuda en el espejo del baño. Mentira, porque estaba dispuesta a pagar lo que fuera con tal de casarse. Y Ernesto lo sabía. Él mejor que nadie sabía que ella iba a someterse a sus ideas, a su ritmo de vida, a su apatía sexual. ¿Apatía?, mejor llamarlo de otro modo, egoísmo. Egoísmo y miedo.

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Algo tan feo en la vida de una señora bien Ese miedo ancestral al sexo que domina y desintegra, a la mujer que puede controlarlo. Ernesto la había despojado de todo, incluso del poder que a pesar de sí misma iba a ejercer sobre él por el simple hecho de ser mujer. Y cuando lo logró, cuando la convirtió en el receptáculo donde él se masturbaba respetablemente, ella lo había odiado. En cierta forma lo odiaba aún: jamás llegaría a perdonarle que hubiera usado su cuerpo de aquel modo, ignorando, destruyendo su feminidad. Pero durante años, durante todos los años que él se había acostado junto a ella, y de pronto se había volteado, y dándole besos de niño en la mejilla había obtenido a solas su placer, ella se había negado a formular la rabia que sentía. Y era como si no existiera porque no la nombraba. Pero existía más allá del silencio, en el fastidio que le daba oír sus pasos por el cuarto, su voz en la oscuridad; en la contracción que cerraba su cuerpo cuando la tocaba y en, ¿qué?, ¿qué era esa idea que ahora le venía? La mirada, sí, el arma de los débiles. Ella miraba a Ernesto. Mientras él se vestía y comía y hablaba, mientras interpretaba el personaje que le permitía sentirse seguro y orgulloso de sí mismo, ella lo estaba analizando implacablemente, sin ternura alguna, sin el menor asomo de piedad. Y eso, él no lo sabía. ¿Pero, importaba acaso? ¿Le importaba a Ernesto saber lo que ella sentía? Ah, esos pensamientos de animal en jaula, qué inútiles, qué inofensivos. Bien podía pensar lo que quisiera, a Ernesto le tenía sin cuidado. Para él sólo contaban las apariencias, que fuera a misa aunque no creyera en nada, que lo acompañara a las fiestas así se aburriera a muerte. Tan seguro estaría de su docilidad que ni siquiera se tomaba el trabajo de concederle compensaciones a otros niveles. Porque ella, habría sido más fácil engañarla, mejor dicho, mantenerla en el limbo, si por ejemplo pudiera tener, no sabía qué, una forma cualquiera de autonomía. Decidir de qué manera vestirse, elegir libremente a sus amigas. O haber podido arreglar la casa a su modo. O comprar una porcelana, un cenicero, sin que Ernesto lo mirara con un aire reprobador. Ni una sola vez, con todo el tiempo que llevaban de casados, le había preguntado a qué película quería ir. Evidentemente se tenía la culpa, pero, ¿por qué sentía ese temor de contrariarlo? Era así con todo el mundo. Ernesto, su madre, el que fuera. No se atrevía a agredir, a imponerse; se metía en su cascarón a la menor ofensa. Claro que a veces resultaba imposible anular la mala voluntad de los otros, su madre nunca le perdonaría

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Marvel Moreno aquella historia, por ejemplo, y nada habría hecho salir a Ernesto de sus trece. Con él había ensayado, al principio de su matrimonio, se esforzaba por reír y mostrarse desenvuelta tratando de romper su distancia. Venciendo no sólo el pudor, sino también la inquietud de que fuera a considerarla demasiado audaz por haber tenido otra experiencia. Pero él la había eludido pasando por alto sus insinuaciones. Y una vez que ella había ido un poco más lejos, una noche que tomando su mano la acercó a sus piernas, él había dicho asqueado, eso es anormal. Fue el fin, peor que si la hubiera abofeteado. A partir de esa noche se había alejado tanto de él, que por momentos lo creía un fantasma; le oía hablar sin escucharlo, lo sentía hacer el amor imaginándose a sí misma en otro lugar, en otro tiempo. Parecía una broma, pero aquel juego le había permitido evadir a Ernesto hasta un punto tal, que si sumaba las horas vividas realmente a su lado no llegaría a contar más de dos años. En fin, tampoco había que darle tanta importancia, la tierra no iba a dejar de girar por eso. Además, cualquier mujer, cualquiera de sus amigas, al menos, podía contar mal que bien lo mismo. Hacía ya su tiempo, en casa de las Góngora, aquel almuerzo en que sus amigas se habían emborrachado tirándose vestidas a la piscina. Con coco-gins habían olvidado el orgullo, la falsa dignidad del no me importa. Ella, que no bebía, había guardado silencio. Pero oyéndolas descubrió, no que su caso nada tenía de especial, eso ya lo imaginaba, sino que era diferente en la medida en que ella contaba con un punto de referencia. Y comprendió entonces que negándose por escrúpulo a hacer comparaciones, fiel a su promesa de no pensar más en el pasado, el recuerdo de Horacio la había perseguido sin embargo toda la vida; como un espectro se había deslizado cada noche en su cuarto y burlonamente le había señalado los temores de Ernesto, su torpeza. Qué evidente le había parecido aquella tarde, mientras sus amigas reían pringándola de agua con el vestido pegado al cuerpo. A la callada solidaridad, se había sucedido de repente para ella un extraño sentimiento de liberación. Había sentido su vergüenza volar en pedazos y por primera vez, en lugar de sufrir su pasado, pudo asumirlo. Con contradicciones, por supuesto: todavía hoy en día le producía horror que Ernesto llegara a saber quién era Horacio. Pero no le importaba ya haberlo amado. Más aún, había comenzado a mirar a la gente de otra manera diciéndose que por mucho poder o dinero que tuvieran, ella les llevaría siempre la ven-

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Algo tan feo en la vida de una señora bien taja de haber conocido el amor a los diez y ocho años. Después era demasiado tarde, la experiencia nos volvía astutos, escépticos, nos impedía entrar ciegamente en el juego: a esa edad, en cambio, todo era posible, hasta enamorarse de un hombre como Horacio. Y ya podían sus amigas reaccionarias santiguarse, y las que teorizaban sobre la revolución alzarse de hombros, y las hermanas de su madre llevar un registro donde anotaban malévolamente las fechas de matrimonio y del primer nacimiento con el fin de compararlas; ella las metía a todas en el mismo saco, le parecía que ya fuese en nombre de lo blanco o de lo negro, todas eran víctimas de una misma maquinación. Porque allí o en cualquier parte estarían en desventaja, mientras tuvieran que avergonzarse de algo que formaba parte de ellas, como la calidad del pelo o el color de la piel. Ahora todo eso le resultaba claro, tan claro como la luz del día, sin embargo, qué de años le había llevado comprenderlo. Los pasos del chofer sonaron por el sardinel del patio. Un segundo después, el golpe seco de la puerta del servicio anunció que había partido. Laura de Urueta apenas si lo advirtió. Había empezado a adormecerse y luchando contra el sueño trataba de concentrarse en una idea que se abría paso en su mente con la misma parsimonia que la mosca recorría el borde de la cortina. Pensaba que siempre llegaba a la comprensión de las cosas demasiado tarde. Porque incluso sabiendo algo, no era capaz de formularlo; y entonces daba igual saberlo o no. Y así como uno va mil veces a la misma playa y se baña en el mismo mar sin advertir la palmera que está junto a la roca, y de repente un día la ve y comprende hasta qué punto su visión del paisaje había estado siempre disminuida, así le ocurría de deslizarse entre ideas cuyo verdadero sentido no podía precisar durante años; que la guiaban, sí, pero confusamente, sin permitirle actuar con determinación. Y cuando al fin lograba captar lo que expresaban, ya el tiempo había pasado, ya nada había que hacer. Sólo le quedaba por delante la conciencia de su error, las mil preguntas del remordimiento. No se creía masoquista, como la llamaba riendo Maritza, pero realmente, había cosas que no podía dejar de lado. ¿Cómo olvidar su fracaso con Lilian?, ¿todos los planes que tenía para ella? Nada definido, no pretendía dirigirla, simplemente intentaba, bueno, permitirle escoger una vida diferente a la suya; que pudiera decidir, pero en libertad, anulando en lo posible las presiones del medio. Desde que nació se había dicho, saldrá adelante. Sin

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Marvel Moreno saber muy bien cómo, pensando, será una buena alumna, irá a la universidad, y luego, que haga su vida. Todo lo que quería era poder llevar a Lilian hasta una edad en la que fuera capaz de elegir como un adulto. Que después escogiera casarse o meterse a monja, no importaba, sería su problema, no el suyo. Eso se decía mirando crecer a Lilian, tratando de convertirse no en su guía, sino en la persona que estaba allí para servirle de apoyo y enseñarle a, en fin, a reírse un poco de la gente, de las cosas, banalizando sus pequeños dramas, sugiriéndole que, por mucho que contara el medio, una parte de su destino se jugaría en sus manos. Y Lilian parecía seguirle, de niña, al menos, y no había creído ni en niño Dios ni en cigüeñas, y más tarde se había interesado en los libros que ella le prestaba. Hasta que Ernesto empezó a encontrarla demasiado independiente y resolvió cambiarla de colegio, hacerla ir donde las monjas. Ella se había opuesto alegando que Lilian no estaba acostumbrada a la disciplina de la educación religiosa ni a la rigidez de sus conceptos. En vano, Ernesto no quiso aceptar razones. Y poco a poco, Lilian cambió. Al principio casi no lo notaba, pero al cabo de un año apenas si podía reconocer en aquella criatura acomplejada que regresaba a la casa llorando porque sus condiscípulas le sacaban el cuerpo (me encuentran diferente, decía), a la niña que con tanto amor sentaba en sus rodillas, que tan respetuosamente había tratado. No quiso disputársela a Ernesto. Con el corazón oprimido por una tristeza que todavía le anudaba la garganta, se dijo que más valía evitarle esa elección a Lilian. Había cedido, y por ceder, perdió la partida. Por segunda vez había perdido la partida. Absurdo o no, criticable, incluso, se había identificado con su hija. No para vivir a través de ella, sino que, proyectada en Lilian, quería darle a esa réplica de sí misma las oportunidades que nunca había tenido. ¿La comprendía Lilian? No, todavía no a pesar de todo. Algún día, quizás cuando la noria hubiera dado la vuelta. Entonces sabría cuán desolador era ver a una criatura, su propia hija, cometer error tras error comprometiendo definitivamente su destino: comprendería lo que ella había sentido cuando abandonó sus estudios para seguir aquellos ridículos cursos de puericultura y cocina que daban las Gómez. Qué tontería, aún ahora le daban ganas de llorar de sólo recordarlo. Lilian ranchada, volviéndose contra ella con la complicidad de Ernesto. Había preferido, callarse, callarse, sí. Y tampoco había dicho una palabra más tarde, cuando Lilian se enamoró de

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Algo tan feo en la vida de una señora bien Felipe. Nunca había visto a Ernesto tan enervado, le prohibió a Lilian que saliera, la acompañaba a todas partes. Y mientras Lilian, furiosa, se quedaba en la casa pegada horas enteras al teléfono o se encerraba a soñar en su cuarto, Felipe dejaba de ser el muchacho con el que a lo sumo deseaba acostarse, para convertirse en el gran amor de su vida. Ella, de inmediato, había presentido el peligro. Porque aún entonces guardaba en secreto la esperanza de que Lilian, aburrida de pasarse la vida en fiestas y juegos de canasta, volviera a sus estudios. Y algo le decía confusamente que si con tal de encontrarle una salida a su deseo tenía que pasar por el matrimonio, casarse sería a partir de aquel momento su único objetivo. No se equivocaba, tampoco Ernesto. ¿Hilaba demasiado fino? No; desde el comienzo Ernesto había comprendido la situación mejor que nadie, Lilian le pertenecía, lo mismo que ella, y así como había hecho de ella una señora bien (eso dijo en aquella horrible disputa), no iba a permitir que su hija lo avergonzara. Fueron sus palabras textuales. Lo que convenía realmente a Lilian, eso parecía tenerle sin cuidado siempre y cuando su reputación quedara a salvo. Pero ella, ¿por qué fue tan ciega? ¿Por qué no darse cuenta desde el principio de que todo podía resolverse diciéndole a Lilian, acuéstate con Felipe y olvida a tu padre? Ni siquiera la vez que discutió con Ernesto (por primera y por última, a Dios gracias) fue capaz de encontrar un argumento, capaz de sostener su punto de vista; sólo tenía impresiones, ideas difusas, volvía a las mismas frases reconociendo en el fondo de sí misma que las razones de Ernesto parecían más coherentes que las suyas. Y cuando de repente, en plena discusión, con una súbita lucidez comprendió que Ernesto había frustrado a Lilian en su deseo sólo para obligarla a casarse, y buscando el mejor modo de expresarlo se lo dijo, Ernesto había estallado: todo lo que hasta ese día se había reducido a insinuaciones soterradas y actitudes desdeñosas, salió a luz: ella era esencialmente corrompida, una mala madre que quería colocar a su hija en la humillante situación en que él la conoció, sin contar, dijo, con que a lo mejor Lilian no encontraría después un hombre dispuesto a perdonarle su deshonra. Deshonra, sí, ni más ni menos. Ernesto no se había equivocado al elegir el insulto. Con tres frases la había puesto en fuga haciéndola replegarse como un animal herido: odiándolo, pero incapaz ya de hablarle a Lilian; diciéndose que se case y así al menos no tendrá que agradecerle nada a nadie. Qué tonta, qué débil había sido. Nunca se

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Marvel Moreno arrepentiría lo suficiente de haberse callado, de no haber comprendido a tiempo. En silencio, anulada, vencida, había observado los preparativos de aquel matrimonio que de repente Ernesto resolvió celebrar a toda prisa. Abandonando la marihuana y el blue jean, Felipe comenzó a trabajar en la fábrica y a la nada hablaba de rentabilidad con la seriedad de un ejecutivo que lleva el pelo corto y usa zapatos negros. Tres meses le bastaron a Ernesto para hacerlo a su imagen y semejanza; hasta el punto de que el día de su matrimonio Lilian le dijo: tengo la impresión de casarme con un desconocido. ¿Cómo explicarle que un desconocido se volvía cualquier hombre que entrara a jugar el papel de marido? ¿Que por una misteriosa razón ella no sería nunca más Lilian sino su esposa? A aquellas alturas no valía la pena decírselo, Lilian lo aprendería por su cuenta. Y bien pronto que lo aprendió, por desdicha: apenas regresó de su luna de miel había ido a contarle lo que ella ya se imaginaba, utilizando casi las mismas palabras que también ella alguna vez había empleado para explicarse aquella decepción asombrada y muda, y más tarde, rencorosamente inhibida, relegada al sótano a donde van a parar los sentimientos que mejor se olvidan, que mejor se callan. Se había limitado a vivir ciegamente las manías engendradas por su situación, pasando de la obsesión por la limpieza a los celos con Felipe, de comprar cuanta cosa veía a atormentar a las sirvientas, y ahora, convertida en la primera mujer que iba a dar a luz, preparaba el ajuar del hijo que esperaba y que nacería, así fuera tan sólo para que un círculo se abriera cuando otro se cerraba. Laura de Urueta miró la ventana. Incierto, fugaz, un crepúsculo estallaba en azul y lila y casi al instante comenzaba a morir. Entrecerrando los ojos intentó localizar a la mosca que hacía rato había cesado de volar. La mosca o lo que fuera con tal de distraerse. No más volver a esas cosas, no más amargarse con el recuerdo de Lilian. Hiciste lo que estaba en tus manos, había dicho Maritza. Para animarla seguramente, porque el día que le habló de Lilian a duras penas podía contener las lágrimas. Era raro, sólo ahora se daba cuenta, aquella fue la última vez que había llorado hablando del matrimonio de su hija. Como si la presencia de Maritza hubiera exorcizado no ya la tristeza, sino cierta manera de afrontarla. Maritza le había hablado con una simpatía que la había dejado tranquila, y al mismo tiempo, infinitamente apenada. Quizás porque a su lado había podido mirar su vida desde otra perspectiva, descubriendo su terrible

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Algo tan feo en la vida de una señora bien banalidad. O tal vez, porque estaban allí, en aquella playa de Salgar donde de repente había querido volver arrastrando a Maritza que se mostraba reacia a acompañarla, deja en paz el pasado, decía. Pero ella había insistido, mira que si no es contigo no la veré nunca más. Y era cierto, no habría osado ir sola. Temiendo, absurdo, sí, que alguien fuera a reconocerla, diciéndose que a lo mejor ya había cambiado. Como si pudiera cambiar el mar cruzado de gaviotas, el promontorio, el viejo y olvidado castillo de Salgar. Habían subido a lo más alto de las rocas y de espaldas al castillo se habían sentado a contemplar la puesta de sol. Qué lejano parecía todo, qué perdido en el tiempo. Le sorprendió no sentir la menor emoción. Recordaba, vagamente, como ahora, no a Horacio, no su cara, ni siquiera a ella misma, sino la silueta de dos adolescentes que cogidos de la mano saltaban por las rocas y corrían hacia el mar. Recordaba una blusa blanca abombada por el viento, una mano acercándose a la suya, la conciencia de un olor de hombre mezclado al del yodo y de las algas. Imágenes ligeras, imprecisas, como vistas en un sueño o seguidas por el ojo de una cámara lenta, ¿era ella esa muchacha con los zapatos en la mano?, las gaviotas volando a ras del mar. Horacio, su sombra, cargándola en sus brazos para saltar la oxidada línea del tren que antes llevaba a Puerto Colombia porque a ella le daban miedo las arañas. Casi no recuerdo nada, le había dicho a Maritza riendo; no podía ni siquiera acordarse de la forma en que se vestía Horacio, del color de sus ojos, si tenía o no una sonrisa. Veía su pelo, negro, ondulado, sus manos largas, eso era todo. No, veía también su cuerpo, ahora, exigente, ansioso sobre el suyo. Cómo le gustaba su calor, ese olor que tenía bajo las axilas. Y hundirse en él, perderse, confundirse con la arena de la playa. Podían hacer mil veces el amor, Horacio inventaba siempre pretextos para retenerla un momento más; buscaban escondites; habían descubierto una cueva que el mar cubría apenas subía la marea; allí se quedaban toda la tarde, qué locos, qué absurdos eran. Se amaban, al menos lo parecía. Ella lo había amado sin condiciones, maravillada desde el primer día cuando lo vio aparecer entre los aplausos de la gente y él, eligiéndola, le había tendido una rosa blanca que llevaba en las manos; enervada por la intensidad de su mirada, sorprendida de su aplomo, de su manera de controlar al público. Casi al instante él le había hecho llegar un billete pidiéndole que se encontraran al final del espectáculo. Vamos, le había dicho

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Marvel Moreno Maritza sonriendo, a lo mejor es el hombre de tu vida. Pero ella no quería, le parecía que sería un acto indebido. Y entonces, cuando daba la vuelta para salir, lo había encontrado frente a ella mirándola con aquella vehemencia apasionada que ya había sorprendido antes en sus ojos. Habían ido a la Heladería Americana y ella había pedido un Froozomalt que dejó intacto. Maritza sonreía burlona y él no dejaba de mirarla. Se mostraba tierno, solícito, le había ofrecido la cereza de su helado y al acercarla a su boca, le había acariciado suavemente la mejilla. Laura de Urueta se echó a reír, la cereza de su helado, qué cursi. Pero tenía una voz extraordinaria y hablaba de su vida con ligereza y una áspera amargura. Conocía cada rincón de la América del Sur, decía, había hecho todos los oficios. De niño, en Buenos Aires, había vendido periódicos y más tarde, había ganado un concurso de tangos en Radio Belgrano. Eso le había permitido convertirse en locutor, sólo que él no estaba hecho para la rutina, qué querés che, le gustaban la aventura, los viajes, encontrar gente diferente. A veces se quedaba sin trabajo y entonces cantaba tangos en cualquier bar de barriada o servía de camarero. Una existencia dura, che, azarosa, tanto mejor. Así había aprendido a hacerse hombre y salir adelante como fuera. Ella apenas se atrevía a alzar los ojos del Frozomalt pensando, mientras él hablaba con aquel acento arrastrado y dulzón, qué bello es, qué vida tan formidable la suya. Bello, sí, a pesar de haber olvidado su cara recordaba que Horacio era el hombre más guapo que había conocido. ¿Su vida?, espulgando por aquí y por allá quedaba reducida a la de un pobre diablo sin mayor consistencia. Pero, ¿quién hablaba?, ¿la mujer o la niña que entonces lo escuchaba deseando ya hacerle olvidar tanta miseria, temblando de emoción porque su pierna se había puesto a presionar la suya? Extraño Horacio, indefinible: un charlatán y al mismo tiempo un hombre que conocía como nadie los gestos del amor, su ritmo y sus secretos. Sabía sacar a una mujer de la indiferencia y conducirla hasta donde ni ella misma, en sus sueños más audaces, se había atrevido a llegar. Un cuerpo en sus manos, bajo el apremio de su voz, de su mirada, abandonaba cualquier forma de recelo y sin vergüenza alguna se aceptaba, se descubría. Había sido una verdadera suerte vivir por primera vez el amor con él. Lo pensaba incluso ahora, sabiendo ya lo que sabía. Lo que él le había insinuado la noche que iban a escaparse juntos, cuando cerrando su maleta había dicho:

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Algo tan feo en la vida de una señora bien ¿suerte?, a lo mejor, fíjate che, sea tu desdicha. Mucho después, después de haber conocido a Ernesto y de haberse casado, después del nacimiento de Lilian y de su matrimonio, había seguido pensando que al decir aquello Horacio se refería a toda la pobreza que irían a afrontar juntos, los viajes en tercera clase, los hoteluchos de mala muerte. Y durante años, cada vez que la frase volvía a su memoria, le daba la misma interpretación sin poder admitir que al hablarle de ese modo, Horacio había intentado prevenirla de que de allí en adelante encontraría difícilmente un hombre capaz de amarla como él lo había hecho. Porque aceptar eso habría sido reconocer lo que su madre le había revelado hacía una semana, cuando ella se quejó de que Felipe hubiera olvidado el aniversario de Lilian, y colérica, en un repentino, inexplicable estallido de furia, su madre le había descubierto que fue el propio Horacio el que la había telefoneado para avisarle su intención de escaparse juntos y el sitio donde podía encontrarlos. Pero tú, a lo mejor preferirías para tu hija un miserable como ese hombre, dijo. Y los ojos de su madre eran fríos, no malévolos, sino fríos. Y al advertir su estupor había balbuceado algo así como lo siento, Laura, no sé qué me pasó, había jurado que nunca te lo diría. Una música se oyó a lo lejos, un tambor sonaba entre la queja alegre de las gaitas. Laura de Urueta recordó que era sábado de carnaval. Aquella música, sin embargo, la sorprendió; ya las danzas no subían hasta el Prado y a la hora que era debían de estar todas en pleno Paseo Bolívar acompañando la carroza de la reina. Poco importaba finalmente, pero resultaba insólito, aquellos tambores resonando como si una danza estuviera acercándose a la casa. De pronto se detuvieron: el teléfono sonaba a su lado. Oyó la voz de Ernesto preguntándole si se encontraba bien: en plena forma, le contestó encendiendo un cigarrillo. Ernesto estaba contento, quería saber si deseaba que le llevara algo. Sí, dijo, un amuleto de coral. ¿Qué?, ¿estaba loca? Es para un regalo que pienso hacerle al hijo de Lilian, le explicó. Dos frases más y pudo al fin colgar el teléfono. Entonces sintió que la paz le invadía el corazón. Sirvió el agua de la jarra en un vaso, reunió en el hueco de su mano las veinte pastillas que tenía preparadas y las bebió en tres sorbos. Ahora sí reposaría hasta el día siguiente, tranquila, sin inquietarse más de nada. Cerró los ojos buscando las imágenes que la ayudaban a dormir. ¿Dónde estaban los tambores? Ya no se oían, pero la mosca había comenza-

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Marvel Moreno do otra vez a zumbar. Pobre mosca, quizás tenía frío, hacía frío en el cuarto. Pensó que debía levantarse a buscar la manta mexicana del diván. Pensó también que nunca se sentaba en el escritorio de su padre. Había estado guardado durante años en el garaje de la casa de Olaya Herrera llenándose de arañas y comején. Lo había limpiado, lo había hecho traer, pero no lo usaba. Su padre, un hombre indigno. Una vez alguien le había contado, ¿quién?, alguien, ah, sí, aquel hombre que se había pasado toda su vida leyendo al Dante, hágame el favor, se lo sabía de memoria. Maritza y ella lo habían encontrado en la parada del autobús y él se había puesto a contarle que de joven salía a cazar con su padre, un excelente cazador, dijo. Un día le disparó a una mica que estaba con su bebé en la rama de un árbol. Nunca supo por qué. Pero mató al miquito y la madre empezó a seguirlo quejándose y mostrándole al miquito muerto. Desde esa vez, aseguró el hombre, tu padre no quiso volver a cazar, lo vendió todo, su fusil, sus escopetas. Sin embargo era indigno. Tenía queridas, repetía su madre, que lo engañaban y lo ponían en ridículo. Y ella, ¿qué había sido su padre para ella? Salía a pasear con él al anochecer; la llevaba al parque Washington y cuando ella caía dando vueltas por la loma la recogía en sus brazos. La loma, aquella impresión de vértigo, volvía a sentirla. Como si de la mano de su padre se hundiera en el mar, el mar, Horacio, ¿por qué no recordaba su cara? En el castillo de Salgar había niños, huérfanos, les llevaban colombinas, yo también perdí a mis padres, decía Horacio, sí que se apiadaba de sí mismo. Horacio farsante, ¿cuántas veces habría repetido toda aquella comedia? Decía que la amaba, locamente, fíjate che, nunca me había ocurrido. Hablaba de los astros y llevaba un amuleto de coral colgado al cuello. Mejor intentar dormirse, la manta, qué frío hacía. Un cangrejo aparecía entre las rocas, ¿de nuevo llorando, Laura?, caminas para atrás como el cangrejo, no llores más, te digo que tu padre se fue para siempre. Sus piernas, las había perdido, iba a quedarse inmóvil, no, sólo dormía. ¿Y si tomaba las otras diez? El suicidio es una venganza, ¿dónde lo había leído? Una venganza, pero, ¿y si las tomaba? Trató de abrir los ojos y a duras penas divisó el vaso de agua y el frasco, algunas pastillas rodaron al suelo, bebió las otras. Ahora sí el olvido, no más Ernesto, no más su madre. Dormir, acabarlo todo, ¿qué era esa nube que giraba en la ventana? Alguien intentaba entrar al cuarto, la ventana se abría, no podía creerlo, Horacio. Horacio se acercaba a ella, indiferente a

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Algo tan feo en la vida de una señora bien la explosión de risas que desataba su paso bajo la carpa iluminada del circo. Estallaban los cobres de la banda, trararará, trará, pon, poropón, ponpón, y en el aura rosada de los reflectores lo vio al fin, vio sus zapatos de raso negro, vio su traje constelado de piedras brillantes, vio sus ojos quietos y alucinados mirándola intensamente desde aquella cara que regresaba ahora del fondo de los años, injuriada por el olvido y recobrada en el momento mismo en que todo empezaba a ser bruma y silencio, su triste y remota cara: de payaso blanco.

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Fanny Buitrago

Escritora colombiana del siglo XX caracterizada por tener una narrativa rebelde y apasionante. También está vinculada con el teatro y la literatura infantil. Sus obras se caracterizan porque narran aspectos económicos y psicológicos de la sociedad y la familia; la lucha política y el poder económico. Sus primeros escritos empezaron a circular en publicaciones nacionales e internacionales como en los suplementos literarios de El Tiempo y El Espectador y en revistas como El Nacional, Papeles de Venezuela, Cuadernos del Viento y El Cuerno Emplumado. En 1963 publicó su primera novela: El hostigante verano de los dioses. Otras de sus obras son: Cola de zorro (1970), La otra gente, libro de relatos (1973), Los amores de Afrodita (1983), La casa del arco iris (1986) y Cartas del palomar (1988). A lo largo de su carrera literaria su obra ha recibido diversos reconocimientos, entre los cuales cabe mencionar el Premio Nacional de Teatro (1964) y el II Premio Unesco Editorial Voluntad de Literatura Infantil, entre otros.

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El vengador errante contra el enemigo público número uno

Durante años fui asesor literario de la Biblioteca Pública Nacional. Un hombre pensante, allegado a la intelectualidad del país: novelistas, filósofos, poetas, ensayistas. Realicé una extensa labor en pro de la cultura, y abrí el sendero del éxito a muchísimos escritores y artistas desconocidos, quienes leyeron textos, recitaron versos, exhibieron obras de arte, desataron encendidas polémicas en tan ilustre centro del saber. Pero ahora vivo en la clandestinidad y la zozobra. Me dicen El Vengador Errante, y mi retrato hablado se publica de vez en cuando en los periódicos. Fui un hombre sobrio, tranquilo, sin compromisos ni pasiones políticas. Un ciudadano normal, que respetaba su hogar y declaraba sus impuestos juiciosamente. Ahora soy un fugitivo que lucha contra el enemigo público número uno. Y que todos lo sepan, ¡no descansaré hasta aniquilarlo! Trabajaba en la Biblioteca Pública Nacional, dije. No era un primer, ni tampoco un segundo asesor, y por lo tanto, permanecía en mi cargo, libre de intrigas durante los cambios de gobierno. Directores, subdirectores y secretarios nombrados por influencias políticas, figuraban un tiempo. Concedían reportajes, anunciaban reformas, ofrecían cocteles, asistían a encuentros literarios. Luego se marchaban, a desempeñar funciones más importantes, generalmente en la diplomacia. ¿Quién hacía todo el trabajo? Un servidor, naturalmente. Modestia aparte, durante veinticinco años, el peso moral de la institución recayó totalmente sobre mis hombros. Aunque trabajaba el día entero y a veces parte de la noche, lo hacía con infinito placer. Y ni el mismo presidente de la Real Academia de la Lengua tenía al alcance del intelecto tanta información y sabiduría como yo. A mi disposición, millones de volúmenes; la mayoría reservados únicamente a mis ojos, puesto que las salas de lectura estaban a disposición del público seis días a la semana y en

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Fanny Buitrago horas laborables. En mis ratos libres solía recorrer salas y estanterías, para mirar encuadernaciones, viñetas, fechas de edición, pies de imprenta, número de ejemplares. Aspiraba el inconfundible aroma del papel, reconocía los pegamentos — colbón, uvita de playa, goma arábiga, cola, engrudo— y me deleitaba con letras góticas y cantos dorados. Si un libro me fascinaba, lo llevaba a casa. Huésped dilecto, a quien reservaba la cabecera de la mesa y agasajaba con excelente licor, tabacos rubios, café, exquisita cristalería. Durante una semana, todas las noches, yo leía en voz alta el libro invitado. Mi segunda esposa escuchaba, atenta y reverente, hasta el momento de retirarnos a descansar. (La primera, Dios la guarde, murió debido a un mal adquirido a través de las hojas de un antiguo ejemplar de las Reminiscencias de Santafé y Bogotá, desgraciadamente enmohecido por los años y las raíces del virus que infectó su pecho y laringe ahogándola en una sola noche.) Muchos años, pues, viví en el mundo de mis sueños. Ignorando que la perfección se deslizaba entre mis manos. Sucedíanse uno tras otro los gobiernos. Democracia, dictadura, Frente Nacional, democracia. Y mientras la violencia y el caos galopaban por el mundo, yo —oculto entre mis libros— vivía en idilio ininterrumpido con las letras. Iba deslizándome de un ciclo a otro, sin que ningún arribista envidiase mi cargo, o los políticos de turno me considerasen ficha importante para mover o destruir. Y como el suscrito jamás quemó letras de imprenta o habló en televisión, bibliotecarios e historiadores daban por hecho que mi sueldo básico no tenía suficiente enjundia, para respaldar una vocación meritoria. Fue durante la pasada administración, en víspera de jubilarme, cuando una nueva directora emprendió realmente los cambios anunciados por otros funcionarios durante décadas. Encontraba las instalaciones obsoletas, inadecuadas a las necesidades del público moderno. ¿Para qué tantas salas de lectura?, fue su primera opinión oficial. ¿Para qué un gran auditorio? En su sentir, todo estaba errado en el edificio. Leer ya era un desperdicio de tiempo. Los estudiosos necesitaban información resumida. Efectividad, rapidez, simplicidad. Una pequeña sala de música bastaría para complacer a los idiotas que al final del siglo XX siguen creyendo en la poesía. Ella, esposa de un industrial, encontraba despreciables palabras como soneto, alejandrino, odas, madrigales, amor.

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El vengador errante contra el enemigo público número uno —La gente no acude más a recitales —dijo—: si acaso a conciertos, y al teatro, si hay actores desnudos en el escenario. La televisión es lo importante ahora. Los programas de acción son muy estimulantes ¡sangre y puños! y las novelas seriadas entretienen a fondo. Únicamente a los chiflados les da por la rima y el verso. A conferencias y lecturas apenas asisten unas cuantas viejas ociosas y los desocupados que se llaman a sí mismos escritores, intelectuales. ¡Vestir santos y adornar iglesias pasó de moda! ¿Y quién dijo que escribir es una profesión? Me río. Era una mujer robusta, de aspecto wagneriano, afecta a trajes sastres, autos antiguos, zapatos cómodos. Tenía el cabello teñido de rubio ceniza y acento extranjero, disculpado a cada momento, “Papá fue embajador en Italia y yo nací en Roma. Íbamos de vacaciones a las islas griegas.” No necesitaba opiniones, ni debates. Un tercer asesor, enamorado de los libros, no significaba nada para ella. Yo era un asistente más a la reunión que había citado para anunciar reformas en la Biblioteca, y presentarnos al arquitecto contratado (un genio del oficio), quien revolucionaría la concepción de las edificaciones destinadas a impartir cultura. El arquitecto, enjuto representante de las nuevas generaciones, arete en la oreja izquierda y ojos suavemente maquillados, que como buen especialista vestía jeans y no leía absolutamente nada, realizó con entusiasmo su trabajo renovador. Las salas uno, dos, tres, y el auditorio fueron derrumbados para construir un enorme salón, en donde se programarían recepciones multitudinarias, exposiciones bibliográficas, subastas y muestras de arte, eventos atractivos a la alta sociedad capitalina, en donde brillaría majestuosa nuestra directora. La remodelación, debido al papeleo, tardó demasiado. Al llegar a su término cambió el gobierno, y fue nombrado director un vocero de la nueva clase dirigente. Debido a la inflación, al endeudamiento del país con la banca internacional y al panorama local ensombrecido por el desaforado crecimiento de las guerrillas y el insólito fortalecimiento de grupos criminales integrados por traficantes de narcóticos y de armas, que sostienen ejércitos privados e incrementan la violencia, la política de los nuevos gobernantes exigía al pueblo austeridad. Renunciación. A nivel de la biblioteca, esto traducía congelación salarial y recortes drásticos al presupuesto.

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Fanny Buitrago Las actividades ostentosas quedaron eliminadas. Así, la institución tenía una zona social temporalmente inútil, una diminuta sala de música para cumplir funciones de auditorio, deudas cuantiosas y más de trescientos mil libros inapreciables pudriéndose en el sótano. En las secciones destinadas a la lectura, se habían instalado circuitos cerrados de televisión y computadores. La información debidamente seleccionada, resumida. Ahora, basta apretar un botón para conocer lo esencial de un tema. Y el nuevo gobierno capitaliza la incorporación de la tecnología a la Biblioteca Pública Nacional como una innovación destinada a educar a las masas en tiempo récord, proporcionándoles conocimientos rápidos y exactos sin la barrera de los libros. Un día, ocioso, y para no rechazar de antemano los adelantos científicos, resolví hacer una consulta en los cubículos que reemplazaron a mi sala de lectura favorita. El autor no tenía discusión. Las mínimas reglas de cortesía indicaban rendir homenaje al príncipe de las letras castellanas. Y he aquí la información obtenida al pulsar los botones y formar en la pantalla del televisor el glorioso nombre: Cervantes Saavedra, Miguel de - Figura máxima de las letras españolas - N. en Alcalá de Henares 1547 - M. en Madrid 1616 - Paje de eclesiástico - Soldado batalla Lepanto - Manco - Ex presidiario - Obra cumbre: Aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha - A su autoría se deben: Trabajos de Persiles y Segismunda - La Galatea - Novelas ejemplares - El amante liberal - Rinconete y Cortadillo - y otras obras que no añaden nada a su gloria. Insistí una y otra vez. Pero, los datos no aumentaron o cambiaron una sola frase. La pantalla proyectaba sus traidoras letras verdes con una flecha. Consulté Diccionario Larousse Ilustrado - Enciclopedia Británica - T. V. videocinta Cervantes serie treinta capítulos. Frenético seguí de botón en botón, para descubrir que todos los genios de la humanidad estaban condensados en los mismos términos insultantes. Despreciativos. Homero, Sófocles, Esquilo, Omar Khayam, Shakespeare, Tolstoi, Dostoievsky, José Eustasio Rivera, Garcilaso, Calderón, Kafka, Saint Exupéry, Li Tai Po, Faulkner, Conrad,

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El vengador errante contra el enemigo público número uno y así todos los titanes que han enriquecido con su talento el mundo de las letras y elevado el espíritu colectivo del universo; reducidos a líneas e información de cápsulas, para alimentar a través de computadores la gélida pantalla de un televisor. Yo había cumplido mi tiempo de jubilación. Acogiéndome a ello, presenté renuncia irrevocable al cargo oficial y me dirigí a casa, en busca de paz y comprensión para mi humillado intelecto. En mi ser gestándose un odio feroz hacia el modernismo y su elaborada tecnología, concentrado en su máximo exponente: la televisión. Al fin y al cabo, los computadores son oprimidos obreros del sistema. Esclavos del vasto imperio del maquinismo. Hasta entonces yo había compartido vida y sueños con mi esposa. Juntos pasábamos las noches en compañía de autores eméritos, dedicados a leer, releer y analizar textos escogidos. Cuando salíamos, era a disfrutar películas famosas en la historia del cine, a la ópera o al teatro. Y no faltábamos a los eventos programados en la Biblioteca. Porque juraba, inocentemente, que al retirarme, obtendría reconocimiento y honor a mis ideas y planes de la mujer que ostenta mi apellido. Había llegado el momento justo de surgir, a mi vez, como un destacado crítico literario, teniéndola a ella a mi lado. Esposa-inspiración-secretaria-media naranja- mensajero- compañera-fortaleza. Dinero, aunque moderado, no faltaba. Aún tengo en el banco ahorros de treinta años. Sin contar la jubilación. Pero no habían transcurrido seis meses cuando la demoledora realidad me abofeteaba. Mis ojos fueron obligados a mirar la infamia entronizada en mi propia casa. Aquella mujer a la que ofrendé mis mejores años, y quien se había mostrado irreversiblemente fascinada con el universo literario, no era otra cosa que un espíritu mercenario. Vivía conmigo para disfrutar un status social, apellido extra, la diaria subsistencia gratuita. Cuando le informé sobre mi renuncia a la Biblioteca y la decisión de convertirme en crítico eximio, no encontré apoyo o admiración. Únicamente vejámenes insidiosos. Opiniones ofensivas que se repetirían incesantemente —desayunoalmuerzo-cena— y una serie de motes que recorrían la casa, la manzana, toda la urbanización, y eran propagadas burlonamente por los dependientes de cigarrería y panadería y las domésticas vecinas. Síntesis de lecturas no digeridas por mi mujer y de las cuales tenía empacho.

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Fanny Buitrago Inepto desconsiderado esbirro orate coxis filisteo Caifás berilio onomatopeya minarete isótopo-de-boro mercachifle metílico ovejo-gusano-buey vermiforme ajenjo sucedáneo áspid polimio corrosivo infecto miasma contaminante Soporté los insultos sin chistar, hasta que ella —ella misma, presuntamente alma gemela, sin el menor decoro—, me lanzó al rostro la más perversa humillación. No solamente odiaba leer y escuchar leer, sino todo lo que la literatura significaba. Era una mujer moderna, avanzada, sin prejuicios y como tal televidente nata. Veía, una tras otra, las telenovelas del medio día. Si había aceptado perderse los seriales de la noche, ello era porque mis viajes compensaban el tiempo malgastado. Total, en una telenovela de siete meses y tres días, es posible tomar el hilo en una semana, o menos. Y entonces, desafiante, ya que un bibliotecario jubilado no le merecía el menor respeto, ella pisoteó alevosamente nuestros diez años de matrimonio. Entró al cuarto de planchar, removió sábanas y fundas, enseñándome triunfante el televisor a color. El mismo artefacto que consistía su dicha y razón de existir. Odiado rival que colmaba sus horas y ansias románticas, mientras que yo dictaba aburridas misivas, clasificaba donaciones, lidiaba funcionarios irascibles, asistía a inauguraciones o viajaba a supervisar bibliotecas ambulantes, en pueblos y ciudades alejadas. Me había mentido. Nunca leía los volúmenes que con tanto amor le recomendaba. Examinaba diez, veinte páginas, al azar. Citaba unos párrafos, exclamaba ¡gran libro! y me dejaba satisfecho. Y yo, ávido de nuevos autores, considerándola mi alter ego, nunca albergué la menor sospecha. Fue al reconocer a ese enemigo taimado, mortal, que se había posesionado de mi casa y de mi mujer, cuando descubrí la existencia de El Vengador Errante. Incubado en mi interior meses atrás, después de mi ominoso enfrentamiento con la técnica, surgió violenta y repentinamente, de la misma forma que la diosa Atenea hendió el cráneo mayestático de Zeus y se precipitó al exterior, armada de lanza, casco y escudo, lanzando gritos de guerra y victoria. Soy El Vengador Errante. Yo-ese-mismo. Apodado también el brazo justiciero.

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El vengador errante contra el enemigo público número uno La sombra que tanto fastidia a los alcaldes menores, los inspectores de Policía y los amantes incondicionales de la imagen. ¿Les sorprende? Entiendo muy bien. Las apariencias engañan. En rigor, parezco un hombre del montón. Mi mujer, a quien le han destruido cinco televisores en dos años, ni siquiera lo sospecha. Resulto demasiado anodino para ella; no me perdona haberla abandonado. Me considera, en su estulticia, un hombre menos que mediocre. Pero soy El Vengador Errante. Me he sumado a la estirpe de los héroes y luchadores justicieros, ahora en desuso. Y en aras de la clandestinidad prefiero omitir caballo, espada, maza, capa, yelmo, escudo y armadura. Aunque en mi corazón viven — en sagaz armonía— un Caballero de la Triste Figura y Carlos XII y Perseo y Amadís de Gaula y Robin Hood y Fan Fan La Tulip y Bayardo. Todo sin miedo y sin tacha. Sin embargo, la sensatez exige qué yo, el último de los héroes, permanezca incógnito y sacrificado en aras de mi lucha personal contra el enemigo público número uno. El mayor asesino y depredador de nuestro tiempo, que a diario pulveriza el gusto por la lectura, la unión familiar y la alegría de la conversación, modelando autómatas y entrenando futuros consumistas. Siervos de la ignorancia y la violencia. Yo debo esconderme tras el uniforme de las masas, la tela jean que disimula la pobreza de jóvenes y desempleados —lo mismo en Bogotá, Madrid, Nueva York o Hong Kong— y permite a los opresores alternar codo a codo con los explotados. Bajo el traje azul desteñido, los zapatos tenis, el morral y el cabello a la moda del momento, ¿quién lograría reconocerme? No me falta el cigarrillo ladeado en los labios. Luzco el arete afeminado, rutilantes pulseras, collares de mostacillas. Soy cualquiera. Y nadie. Como un hippy envejecido, un cineasta sin trabajo, el operario de una marquetería o un publicista en decadencia. En realidad, El Vengador Errante, deslizándome entre la noche y la niebla citadina, espiando tras los ventanales, demoliendo antenas y televisores, igual en grandes mansiones que en ranchos de invasión. Justo y equitativo. Lo más importante es la ruana o bufanda o el chal. En donde logro camuflar por breves instantes las armas que tanto atemorizan a las autoridades, comerciantes y televidentes fanáticos. Ni ametralladora, ni pistola, ni explosivo, ni machete. Improviso según las circunstancias. Ladrillo, piedra, fierro, teja, baldosín. Y nadie me

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Fanny Buitrago atrapará in fraganti, ya que trabajo solo y en horas impredecibles, cuando la gente aún llena la ciudad o acaba de apagar el televisor. La fuerza pública, en sus requisas callejeras, solamente encuentra los tirantes de caucho, malva y naranja, que cruzan mi pecho y están a la vista de todos. Los toman como un estrafalario adminículo, propio de un viejo comodón o un exhibicionista. Jamás pensarían que suplen el arco, la ballesta, la misma espada, y resultan muy fáciles de utilizar. Basta ubicar el proyectil, colocarlo rápidamente y lanzarlo con la debida puntería. En tal disciplina ni el mismo Robin Hood me ganaría, ya que mis manos se han fortalecido y agilizado. Setenta y nueve mil dieciocho televisores destruidos en el último año así lo confirman. Llevo las estadísticas. Dice la policía, noventa mil. Únicamente que los otros perecieron a manos de maridos oprimidos, madres desesperadas y otros sanos imitadores, que de motu proprio se adhirieron a la causa. De mi cuenta, en un momento serán setenta y nueve mil diecinueve televisores hechos añicos el año en curso. Y no he contado mi trabajo anterior, para no resultar jactancioso. Mientras usted lee este cuento, yo me encargaré de asestar otro golpe mortal al enemigo público número uno que — como la hidra de Lerna— suele multiplicar sus espantosas cabezas en un instante. ¿Vio? Se ha quedado usted sin televisor. ¡Se lo advertí! Espero que aprenda la lección y se abstenga de adquirir un nuevo modelo. ¡No despilfarre su dinero! El Vengador Errante nunca baja la guardia ni se rinde.

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Nicaragua



Claribel Alegría

Escritora y poetisa nicaragüense quien centró sus escritos en contrariar los regímenes dictatoriales y hablar sobre la política de la época, como en sus novelas El detén (1977), Álbum familiar (1984), Pueblo de Dios y de Mandinga (1985) o Despierta, mi bien, despierta (1986). Aunque su trabajo más reconocido se centra en la poesía y aborda temas como el amor, la muerte, el anhelo y la esperanza, en títulos destacados como Anillos de dilencio (1948), su primer poemario, Suite de amor, angustia y soledad (1950), Vigilias (1953), Acuario (1955), Huésped de mi tiempo (1961) y Vía única (1965). Nació en 1924 en la localidad de Estelí, aunque se trasladó a El Salvador en donde se crió toda su infancia y adolescencia para posteriormente vivir en Estados Unidos, país donde estudio y se casó con el diplomático y periodista Darwin J. “Bud” Flakoll, con el cual coescribió Cenizas de Izalco (1966). Fue galardonada con el premio Casa de las Américas y la Orden las Artes y las Letras concebida por el gobierno francés. Claribel falleció en el 2018 en su país natal.

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El despertar

Fue a mediados de mayo. Laura y Juan Carlos, sentados frente a una mesita del bar contemplaban el paisaje marino saboreando un Extra Seco. Habían venido a pasar el fin de semana a Montelimar y se hospedaban en uno de sus bungalows, el número 233. — ¿Por qué no vamos a nadar un ratito y después volvemos a terminarnos las bebidas? —sugirió Laura —. El sol ya se va a hundir y quiero ver la chispa verde. ¿Nunca la viste, verdad? —No— dijo Juan Carlos—, Creo que son cuentos tuyos. —Vamos — se puso de pie Laura. —No se lleve las bebidas —le dijo Juan Carlos al mesero—, dentro de diez minutos regresamos. —Está bien, pero mejor déjelas pagadas. Juan Carlos sacó dos billetes y se los extendió. —Podés quedarte con el vuelto —dijo. Laura salió corriendo hacia la playa en su bikini estampado y Juan Carlos la siguió con pasos mesurados. —Apúrate —grito Laura— o no vas a ver nada. Agarrados de la mano se internaron los dos hasta que el agua les llegó a la cintura. El sol, un enorme disco rojo, empezaba a hundirse en el horizonte. —No dejés de mirarlo y procurá no pestañear —dijo Laura con voz cantarina—. Cuando veás la luz verde, pedí tres cosas y verás cómo se te conceden. —Supersticiones — le apretó Juan Carlos la mano y ambos fijaron su mirada en el sol. —Ya, ya se va a hundir—, decía ella, cuando una enorme ola los aplastó contra el fondo, separándolos, arrollándolos, succionándolos mar adentro en la resaca. Laura alcanzó la superficie. Intentó gritar pero no pudo. Tenía la boca y la garganta llenas de agua salada y estaba enloquecida de terror. Otra ola gigante la cubrió, la sacudió en sus fauces como si fuera una muñeca de trapo, la sumergió de nuevo y entonces sí, ella gritó y el mar entró a su boca y a sus nari-

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Claribel Alegria ces entorpeciendo el aullido. Los segundos se dilataron, se volvieron horas mientras ella agitaba piernas y brazos convulsivamente. De pronto, un pie tocó la arena y se orientó en un mundo de arriba y abajo, de planos separados de agua y aire. Luchó a ciegas por alcanzar la playa y se lanzó sobre el reflujo de una ola agarrándose a la arena. Levantó la cabeza, aturdida. Divisó a Juan Carlos a unos cuantos metros de distancia haciendo esfuerzos por levantarse y salió tambaleándose, a su encuentro. Se besaron desesperadamente y se tumbaron sobre la playa. Estaban magullados y adoloridos. — Qué susto —dijo Laura—. Te juro que creí que me moría. —Yo también. Todo debe haber durado un minuto, pero sentí que eran siglos y qué cosa curiosa, de repente perdí el miedo, pensé que qué manera más idiota de morir y vi cómo toda mi vida desfilaba ante mí. —Lástima que no viste la luz verde. Juan Carlos sonrió y no dijo nada. —Lo increíble —cambió ella de tema— es que tragué toneladas de agua y ahora no siento nada en los pulmones. —Yo tampoco. La debemos de haber vomitado sin darnos cuenta. —Podríamos habernos muerto —abrió Laura grandes los ojos—, juro que no vuelvo a meterme al mar. —Después de semejante susto —hizo Juan Carlos una mueca y se estremeció—, lo que más necesito en este mundo es un trago fuerte para brindar a la vida. ¿Qué te parece si volvemos al bar? Se incorporaron con dificultad y caminando despacio se dirigieron hacia allí. Las bebidas los estaban esperando en la mesita. —Qué rico sabe este ron —dijo Juan Carlos—. Más rico que hace unos minutos. —Tenés razón—, tiene como un sabor más intenso. —En cambio la música —torció Juan Carlos el rostro—, me golpea los oídos. Le diré al camarero que la ponga más baja. Se levantó, fue hasta el mostrador y pidió que la bajaran. No hubo caso. Julio Iglesias seguía cantando a voz en cuello. —Estaba mirando esta rodajita de limón —dijo Laura cuando volvió Juan Carlos—, nunca me había dado cuenta de este verde iridiscente que tiene el limón. Parece mentira que solo hasta ahora lo haya descubierto.

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El despertar —Es como si de pronto todo se hubiera intensificado —dijo Juan Carlos—. Mírale la cara al mesero. ¿Te habías dado cuenta de la enorme tristeza y de la rabia que ese rostro encierra? Laura levantó la vista de la rodaja de limón y la fijó en el rostro del mesero que les servía a los otros dos parroquianos en la mesa de al lado. —Increíble —dijo—. Dan ganas de llorar. —¿Querés otro ron? —No, amor, estoy muy cansada y no soporto la música. Cuando salieron Laura levantó la mirada hacia el cielo. Las estrellas eran enormes, jamás había visto estrellas así. Brillaban de una manera extraña y se sintió al borde del vértigo. —¿Sabés? —dijo—, me siento igualito a aquella vez que tomamos LSD. ¿Te acordás? —Es verdad, yo también. Solo entonces he sentido esa intensificación de las cosas que siento hoy. Estuvimos a punto de ahogarnos, ¿será eso? —Fue horrible —dijo Laura, apretándole la mano—. Procuremos olvidarlo. Los bungalows eran todos igualitos. Caminaron dos cuadras en silencio y doblaron a la izquierda. —Creo que es por aquí —dijo Juan Carlos—. Estoy confundido. —Parece un laberinto. —No, no es por aquí, creo que había que doblar a la derecha. —Estoy tan cansada, ni un alma a quien preguntarle. ¿Te fijaste que fuera de la pareja que dejamos en el bar no hemos visto a ningún otro turista? —Sí que me fijé. La crisis es tremenda, pero qué lindo tener la playa para uno solo, ¿verdad? Siguieron caminado y perdiéndose en el laberinto hasta que por fin, después de más de media hora de dar vueltas y sintiéndose ambos exhaustos, Juan Carlos descubrió el número 233. Laura entró primero y fue directamente al baño. Cuando volvió al dormitorio Juan Carlos ya estaba dormido. Ni siquiera se había quitado la calzoneta. Se tendió junto a él, desnuda, apagó la lamparita de la mesa de noche y se quedó dormida. Soñó: La luz de la mañana entraba a chorros por la ventana y se filtraba por las cortinas iluminando la habitación. Dos muchachas vestidas en uniforme azul y delantal blanco entraron conversando.

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Claribel Alegria Laura trató de incorporarse y no pudo. Sentía el cuerpo pesado. Trató de increparlas y tampoco pudo. La voz no le salía, era como si tuviera la boca llena de algodones. Trató de despertar a Juan Carlos. Todo en vano. Más que miedo sentía indignación. Reconoció que estaba atrapada en un sueño. La familiar sensación de pesadilla en la que uno queda inerme ante las circunstancias. Las dos muchachas se dirigieron al armario. —Empecemos por aquí —dijo una. Laura las miró atónita, enmudecida, mientras ellas empezaron a sacar la ropa y lo metieron todo en la maleta que reposaba sobre un banquito, al lado. Cuando terminaron se dirigieron al baño. —“Opio de St. Laurent” —exclamó la más bajita—. Voy a quedármelo de propina. —Hacés bien —dijo la otra estallando en risas—. Yo en cambio me quedaré con el bikini amarillo que encontré en el closet. Regresaron al dormitorio y entre las dos pusieron la maleta sobre la cama para cerrarla. Fue solo entonces, cuando la colocaron sobre sus piernas sin que ella sintiera nada, absolutamente nada, que Laura comprendió.

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Irma Prego

Nació en Granada, Nicaragua en 1993. Fue una de las primeras escritoras de su época en enfatizar la conciencia de género de manera crítica y moderna, estimulando el desarrollo de la literatura nicaragüense; en sus temas las mujeres siempre se rigen por las normas establecidas por la sociedad patriarcal ante el papel del hombre machista, agresivo y sexualizador. Se dio a conocer como escritora en los Juegos Florales Centroamericanos de Guatemala en 1978. Sus tres obras publicadas son una recopilación de cuentos y poesía, Mensajes del más allá (1988), Agonice con Elegancia (1996) y Piensa en mí (colección de 16 cuentos inéditos), algunas de estas han sido llevadas al teatro. En el año 2000 Irma Prego falleció en Costa Rica, donde vivía desde 1956.

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Mabita culpable

Manita padece hace rato una inercia fatal. De pronto empezó a notar cambios súbitos en su buen carácter de pan llevar. Pasaba de la furia al mutismo, donde su mente no paraba de pensar veloz y desordenada hasta dolerle el cerebelo. Entonces se dejaba llevar por la fácil pendiente de no tomar ninguna iniciativa para no fallar, para no ser enjuiciada o cuestionada. Estaba harta sin saberlo de ser disminuida en su más mínima expresión vital. Se las arreglaba para levantarse muy tarde, comer poco, hacer siesta y leer de noche hasta que los ojos le ardían de irritación entrada la madrugada. Así logró no pensar temerosa en la permanente inseguridad que vivía, amenazada de dramas siempre impredecibles, gastando energías, como alguien que salta sobre un tonel que gira. —La quiero ayudar —dijo el marido— Venga a dejarme a la oficina, esa modorra en que vive no me sirve y afecta a los niños, venga y se queda con el carro para que lleve en la tarde a los hijos a comer un helado y a dar una vuelta por la ciudad, hace un día magnífico. —También podemos ir por pan caliente para el café –dijo Manita reanimada—. Fue a dejar a su esposo a la oficina, en el trayecto intercambiaron pocas palabras. Regresó, guardó el carro en el garaje, y se sumió en la siesta; después esperó a sus hijos, que regresaran de la escuela como todas las tardes. En el calor de la canícula, Manita se llenaba de manchitas rojas en las piernas y en la cara, el dermatólogo le aseguró que era sicosomático. “Cuídese del sol y del calor de la cocina, pero sobre todo tranquilidad, nada de tensiones, tiene que vivir al margen de compulsiones, vivir tranquila y ya verá cómo sana rápidamente. Todos sus problemas se le reflejan en la piel, pero le ha ido bien, a muchas se les cae el pelo y acaban sus días casi calvas.”

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Irma Prego A ella, por su estado de ánimo, el sol brillante del verano la hería, la ofendía. Entonces corría las cortinas a las 4 de la tarde, para adelantar la penumbra de la noche, con la esperanza de que mañana sería distinto, en ese pasar el tiempo como un río hacia la mar, en la indolencia apática muy a su pesar... Pero hoy tal vez sería distinto... ¡Qué conjunción de astros propicios le daba un día de paz! Cuando llegaban los hijos, ella revivía. Merendaba con ellos, hacían tareas, conversaban sobre variedad de tópicos de actualidad, de la escuela y sus incidencias y de los proyectos que inventaba Manta para divertirlos. Como el plan de conseguir un mono cariblanco, que se llamaba Mincho, que lo iba a conseguir con un pampero guanacasteco, el que comería frutas, legumbres y hortalizas, además le enseñaría a fumar y a bailar minué, le haría trajes de varón viril, y el mono viviría feliz, muchos años, atado a su cadenita dorada, con casa de moho y cama para que durmiera abrigado en el invierno. Aunque —dicen, les advirtió a los niños—, que los monos se enamoran de las mujeres y entonces son obscenos hasta decir no más, pues parece que como algunos varones enfermos, se dedican a ofrecerles sus partes íntimas a las mujeres, en una ostentación machista muy animal. Entonces mejor traemos una mona maternal como yo, para que nadie ni nada a ustedes los escandalice. Se imaginan un monto embramado enseñándole sus partes nobles a mi tía Tina. Y ella cayendo cataléptica furiosa conmigo. Y después, el sermón anacrónico de libre pensadora, atrabiliaria, qué manera de criar hijos en compañía de animales salvajes. Mincho era un personaje que llenaba las horas vacías y las fantasías de Manita y sus hijos. Lo mismo que la paloma mensajera que pediría al Canadá, que transportaría mensajes secretos a las amistades de los niños, en un afanoso ir y venir, que se llamaría Juanita, con palomar y palomo macho, para hacer crías y vender en un próspero negocio, que saturaría el Mercado Común Centroamericano, y así nos ahorramos el correo, y ustedes se van a comunicar de una manera íntima con sus compañeros, sin censura del bandido correo. Pero los estrenos de palabras estrambóticas que Manita pepenaba en sus lecturas de libros y revistas, ella las ponía a circular en la casa como lenguaje corriente. Cuando descubrió la palabra defenestrar fue asunto serio, porque durante un mes o más usó y abusó del término. “A tu maestra la voy a defenestrar” “Defenestremos el

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Mabita culpable almuerzo” “Mi amiga se defenestró casándose con ese badulaque.” “Ese señor está defenestrando el país con tanto impuesto.” “Hay que defenestrar al Fondo Monetario Internacional o él nos defenestrara.” O cuando le daba por hablar como escribe García Márquez, usando la hipérbole en lo más simple y la simplicidad en lo más dramático. O cuando los veía aburridos decía: “Es hora de salir a fundar un pueblo”. Los hijos también entraban en el juego de palabras conspicuas y todos se divertían de la manera más singular. Estaba Manita desdeñosa e importante jugando de magnate gringa con los hijos, hablando de sus inversiones en bienes raíces en Hamburgo, de sus fábricas cibernéticas en Japón con sucursales en Buenos Aires y Pernambuco, de su enlatadora de cangrejo gigante en Alaska, cuando timbró el teléfono. El hijo mayor corrió a atenderlo. —Dice papá que vayamos por él, hoy puede venir a cenar. Manita al volante, contenta, con el carro lleno de niños, y con Nicolás, su perro zaguate, cruzó la ciudad hablando cosas alegres de monos, fábricas y combinaciones divertidísimas de palabras. Sintió que ese día por lo menos se salvaba de la rutina y recobraba en algo su alegría de vivir. El tener cerca a sus hijos risueños, animosos, la llenaba de una sensación de plenitud reconfortante. Ella no concebía la vida sin humor, sin buen humor. Y volvió a hablar de su caballo Chele, copete espeso, tobillo fino, pasitrotero, el que compraría no más ajustara la plata. Y le vamos a dar zanahorias, afrecho y cajeta de coco. Al llegar a la oficina del marido, le sorprendió encontrarlo al borde de la acera, con aire inquieto; presuroso se subió al carro y la miró fijo, inquisitivo. Saludó brevemente a los niños. Con alardes de violencia, asfixiado de ira y con un brazo tieso arrancó el carro, no más rodó un trecho, miró el kilometraje con ostentación y vehemente furia ciega, mal contenida, preguntó —¿Dónde andabas? ¿De dónde venís?... Este carro ha subido en 150 kilómetros su recorrido, el tanque de gasolina estaba lleno y ahora... —Y en tono patético de partir el alma—Y ahora…, Dios mío, está casi seco. ¿Dónde andabas, muñeca? —preguntó angustiado y con expresión de ojos, orejas, nariz, piernas y brazo tieso, completamente teatral.

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Irma Prego Manita sintió hervirle la sangre en la cabeza. La asombró que en vez de enfurecerse, se desanimó, se amilanó, sintió vértigo por la humillación de siempre, por la absurda escena desproporcionada e imbécil ante sus hijos. Los niños, asustados, no supieron cómo pasar de la risa y el regocijo al psicodrama. Uno lloraba, el otro gemía quedito y suspiraba. El otro, más valiente, gritaba —Déjela, déjela en paz; no pelee, no pelee más—, y también se echaba a llorar desconsolado, con un llanto profundo y desgarrado, difícil de olvidar y perdonar, porque se repetiría muy pronto, la mañana siguiente, la noche de la próxima semana, el día iluminado, el día lluvioso, la tarde aún sin fecha, pero más y más Manita cargada de culpas.

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México



Rosario Castellanos

Nació en Mexico D.F, novelista, poeta, ensayista y diplomática, ejerció el Magisterio en la unam y en las Universidades de Wisconsin y de Bloomington, así como en la Hebrea de Jerusalén. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializadas en México y en el extranjero. Su obra se caracteriza por tratar temas innovadores para su época como es el indigenismo, el feminismo y la preocupación social. Recibió los premios Chiapas, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Trouyet. La autora cultivó con empeño y rigor la escritura creativa y periodística: dejó un sinnúmero de colaboraciones en periódicos y revistas. En su época no recibió la atención que merecía, sin embargo después de su muerte los estudios sobre su obra, el reconocimiento de sus ideas y compromisos, el interés de los lectores por sus libros ha ido en ascenso. Murió en Tel Aviv, mientras ostentaba el cargo de Embajadora de México.

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Lección de cocina

La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: “La cena de don Quijote.” Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los puentes. “Pajaritos de centro de cara.” Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. “Bigos a la rumana.” Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la

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Rosario Castellanos realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente. Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia “carnes” y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja. Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar. Del mismo color teníamos la espalda, mí marido y yo después de las orgiásticas asoleadas en las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas y se volvió a callar”. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos. Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos —no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir— el nylon de mi camisón de desposada resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su sig-

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Lección de cocina nificado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga. Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sin otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio. Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen. Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que... No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos “serios”. Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento. Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte. Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que

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Rosario Castellanos tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo. Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose), es verdad que en el contacto o colisión con él he sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y sé, no sentía y siento, no era y soy. Habrá que dejarla reposar así. Hasta que ascienda a la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él, por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va a acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada. Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias haberme abiertola jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar el interior del templo, exaltada por la música del órgano. Gracias por... ¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado.porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.

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Lección de cocina ¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario. ¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable —gracias a mi temperamento— que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees. Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa. Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. De esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de…

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Rosario Castellanos ¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío. Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes. ¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro. Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas. El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea y salta y me quema. Así voy a quemarme yo

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Lección de cocina en los apretados infiernos por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, la perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían ahora a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. Imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova! Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande. Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra “fin”. ¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito. Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano al través de los grandes ventanales de su estudio. Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Pero lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser suficiente para los dos? La estoy viendo muy pequeña. Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo.

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Rosario Castellanos Maduro. Retirado. El único que a estas horas puede darse el lujo de andar de cacería. ¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemada de un lado. Menos mal que tiene dos. Señorita, si usted me permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Síg-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme. ¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería de comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a comer fuera. Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculto, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de no mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, con proclividades a la frivolidad, pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta. Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en la etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias.

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Lección de cocina Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... .ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa, digo, en una cocinera fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos... No, no le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones. Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora. Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no queden ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe. ¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne. La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro. Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia las

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Rosario Castellanos reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo. Si asumo la otra actitud, si soy el caso típico, la femineidad que solicita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios sino para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ella confirmará mi certidumbre. Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo? Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura. Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo le plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo...

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Elena Garro

Elena Garro fue dramaturga y novelista mexicana; también cultivó la poesía, inédita en gran parte, y el periodismo, recientemente publicado. Además, incursionó en otras disciplinas artísticas como la danza, la actuación y la coreografía. Elena plasmó en sus escritos temas que trastocaban a la sociedad mexicana de la época, como la marginación de la mujer, la libertad femenina y la libertad política en Felipe Ángeles. Su figura literaria se ha considerado como un símbolo libertario. Entre sus principales obras se destacan: Un hogar solido (1958), Los recuerdos del porvenir (1963), La semana de colores (1964), y La casa junto al río (1983).

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El anillo

Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo. Cruzaba yo la Plaza de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. “Quién sabe qué estarán haciendo mis muchachos”, me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a golpear a mis muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes, señor, y Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro, bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos chiquitos. “¡Ándale, Camila, un anillo dorado!” y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía ninguna piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi mano y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: “Se lo daré a Severina, mi hijita mayor”. Somos tan pobres, que nunca hemos tenido ninguna alhaja y mi lujo, señor, antes de que nos desposeyeran de las tierras, para hacer el mentado tiro al pichón en donde nosotros sembrábamos, fue comprarme unas chanclitas de charol con trabilla, para ir al entierro de mi niño. Usted debe de acordarse, señor, de aquel día en que los pistoleros de Legorreta lo mataron a causa de las tierras.

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Elena Garro Ya entonces éramos pobres, pero desde ese día sin mis tierras y sin mi hijo mayor, hemos quedado verdaderamente en la desdicha. Por eso cualquier gustito nos da tantísimo gusto. Me encontré a mis muchachos sentados alrededor del corral. —¡Anden, hijos! ¿Cómo pasaron el día? —Aguardando su vuelta —me contestaron. Y vi que en todo el día no habían probado bocado. —Enciendan la lumbre, vamos a cenar. Los muchachos encendieron la lumbre y yo saqué el cilantro y el queso. —¡Qué gustosos andaríamos con un pedacito de oro! —dije yo preparando la sorpresa—. ¡Qué suerte la de la mujer que puede decir que sí o que no, moviendo sus pendientes de oro! —Sí, qué suerte… —dijeron mis muchachitos. —¡Qué suerte la de la joven que puede señalar con su dedo para lucir un anillo! —dije. Mis muchachos se echaron a reír y yo saqué el anillo y lo puse en el dedo de mi hija Severina. Y allí paró todo, señor, hasta que Adrián llegó al pueblo, para caracolear sus ojos delante de las muchachas. Adrián no trabajaba más que dos o tres veces a la semana reparando las cercas de piedra. Los más de los días los pasaba en la puerta de “El Capricho” mirando cómo comprábamos la sal y las botellas de refrescos. Un día detuvo a mi hijita Aurelia. —¿Oye, niña, de qué está hecha tu hermanita Severina? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Oye, niña, ¿y para quién está hecha tu hermanita Severina? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Oye, niña, ¿y esa mano en la que lleva el anillo a quién se la regaló? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Mira, niña, dile a tu hermanita Severina que cuando compre la sal me deje que se la pague y que me deje mirar sus ojos. —Sí, joven —le contestó la inocente. Y llegó a platicarle a su hermana lo que le había dicho Adrián. La tarde del siete de mayo estaba terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había dado sed a mi hija Severina y a mí. —Anda, hija, ve a comprar unos refrescos. Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio

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El anillo estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre, señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca, en la iglesia del pueblo y los domingos cuando viene desde México, la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. “¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y que no iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que Severina había ido a “El Capricho”. “¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?” Miré el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar. —Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha. Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo llevaba. —¿Dónde está tu anillo, hija? —Acuéstese, mamá.

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Elena Garro Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse. —¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol en muchos días. Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Solo su mano seguía hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en Aldana 17. —Doctor, mi hija se está secando… El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas. Camila sacó unos papeles arrugados. —¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —me preguntó Aurelia. —No, hija, ¿quién? —Adrián, para quitarle el anillo. ¡Ah, el ingrato! y en mis adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián. —Pasa, Camila. Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo veía. —Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el mal. —¿Qué anillo? —El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en “El Capricho” y desde entonces ella está desconocida. —No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja. —Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de toda su familia. —¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo. Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar el idioma de los maleados. ¡Ay, Jesús bendito, no permitas

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El anillo que mi hija muera endemoniada! Y me puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: “Vamos por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho”. Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la niña, cubierta con una sábana. —Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal —dijo. Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y gritó: “¡Ayúdeme, mamacita!”. Y echó por la boca un animal tan grande como mi mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces cantó el primer gallo. —Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo, porque antes de los tres meses habrán crecido las crías. Apenas amaneció, me fui a las cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos en los bolsillos. —Mira, Adrián desconocido, no sabemos de dónde vienes, ni quiénes fueron tus padres y sin embargo te hemos recibido aquí con cortesía. Tú en cambio andas dañando a las jóvenes. Yo soy la madre de Severina y te pido que me devuelvas el anillo con que le haces el mal. —¿Qué anillo? —me dijo ladeando la cabeza. Y vi que sus ojos brillaban con gusto. —El que le quitaste a mi hijita en “El Capricho”. —-¿Quién lo dijo? —y se ladeó el sombrero. —Lo dijo Aurelia. —¿Acaso lo ha dicho la propia Severina? —¡Cómo lo ha de decir si está dañada! —¡Hum!… Pues cuántas cosas se dicen en este pueblo. ¡Y quién lo dijera con tan bonitas mañanas! —Entonces ¿no me lo vas a dar? —¿Y quién dijo que lo tengo? —Yo te voy a hacer el mal a ti y a toda tu familia —le prometí. Lo dejé en las cercas y me volví a mi casa. Me encontré a Severina sentadita en el corral, al rayo del sol. Pasaron los días y la niña se empezó a mejorar. Yo andaba trabajando en el campo y Fulgencia venía para cuidarla.

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Elena Garro —¿Ya te dieron el anillo? —No. —Las crías están creciendo. Seis veces fui a ver al ingrato Adrián a rogarle que me devolviera el anillo. Y seis veces se recargó contra las cercas y me lo negó gustoso. —Mamá, dice Adrián que aunque quisiera no podría devolver el anillo, porque lo machacó con una piedra y lo tiró a una barranca. Fue una noche que andaba borracho y no se acuerda de cuál barranca fue. —Dile que me diga cuál barranca es para ir a buscarlo. —No se acuerda… —me repitió mi hija Aurelia y se me quedó mirando con la primera tristeza de su vida. Me salí de mi casa y me fui a buscar a Adrián. —Mira, desconocido, acuérdate de la barranca en la que tiraste el anillo. —¿Qué barranca? —En la que tiraste el anillo. —¿Qué anillo? —¿No te quieres acordar? —De lo único que me quiero acordar es que de aquí a catorce días me caso con mi prima Inés. —¿La hija de tu tía Leonor? —Sí, con esa joven. —Es muy nueva la noticia. —Tan nueva de esta mañana… —Antes me vas a dar el anillo de mi hija Severina. Los tres meses ya se están cumpliendo. Adrián se me quedó mirando, como si me mirara de muy lejos, se recargó en la cerca y adelantó un pie. —Eso sí que no se va a poder… Y allí se quedó, mirando al suelo. Cuando llegué a mi casa Severina se había tendido en su camita. Aurelia me dijo que no podía caminar. Mandé traer a Fulgencia. Al llegar nos contó que la boda de Inés y de Adrián era para un domingo y que ya habían invitado a las familias. Luego miró a Severina con mucha tristeza. —Tu hija no tiene cura. Tres veces le sacaremos el mal y tres veces dejará crías. No cuentes más con ella.

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El anillo Mi hija empezó a hablar el idioma desconocido y sus ojos se clavaron en el techo. Así estuvo varios días y varias noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que llegara a su cabal tamaño. ¿Y quién nos dice, señor, que anoche se nos pone tan malísima? Fulgencia le sacó el segundo animal con pedazos muy grandes de su corazón. Apenas le quedó un pedazo chiquito de su corazón, pero bastante grande para que el tercer animal se prenda a él. Esta mañana mi niña estaba como muerta y yo oí que repicaban campanas. —¿Qué es ese ruido, mamá? —Campanas, hija… —Se está casando Adrián —le dijo Aurelia. Y yo, señor, me acordé del ingrato y del festín que estaba viviendo mientras mi hijita moría. —Ahora vengo —dije. Y me fui cruzando el pueblo y llegué a casa de Leonor. —Pasa, Camila. Había mucha gente y muchas cazuelas de mole y botellas de refrescos. Entré mirando por todas partes, para ver si lo veía. Allí estaba con la boca risueña y los ojos serios. También estaba Inés, bien risueña, y allí estaban sus tíos y sus primos los Cadena, bien risueños. —Adrián, Severina ya no es de este mundo. No sé si le quede un pie de tierra para retoñar. Dime en qué barranca tiraste el anillo que la está matando. Adrián se sobresaltó y luego le vi el rencor en los ojos. —Yo no conozco barrancas. Las plantas se secan por mucho sol y falta de riego. Y las muchachas por estar hechas para alguien y quedarse sin nadie… Todos oímos el silbar de sus palabras enojadas. —Severina se está secando, porque fue hecha para alguien que no fuiste tú. Por eso le has hecho el maleficio. ¡Hechicero de mujeres! —Doña Camila, no es usted la que sabe para quién está hecha su hijita Severina. Se echó para atrás y me miró con los ojos encendidos. No parecía el novio de este domingo: no le quedó la menor huella de gozo, ni el recuerdo de la risa. —El mal está hecho. Ya es tarde para el remedio.

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Elena Garro Así dijo el desconocido de Ometepec y se fue haciendo para atrás, mirándome con más enojo. Yo me fui hacia él, como si me llevaran sus ojos. “¿Se va a desaparecer?, me fui diciendo, mientras caminaba hacia delante y él avanzaba para atrás, cada vez más enojado. Así salimos hasta la calle, porque él me seguía llevando, con las llamas de sus ojos. “Va a mi casa a matar a Severina”, le leí el pensamiento, señor, porque para allá se encaminaba, de espaldas, buscando el camino con sus talones. Le vi su camisa blanca, llameante, y luego, cuando torció la esquina de mi casa, se la vi bien roja. No sé cómo, señor, alcancé a darle en el corazón, antes de que acabara con mi hijita Severina… Camila guardó silencio. El hombre de la comisaría la miró aburrido. La joven que tomaba las declaraciones en taquigrafía detuvo el lápiz. Sentados en unas sillas de hule, los deudos y la viuda de Adrián Cadena bajaron la cabeza. Inés tenía sangre en el pecho y los ojos secos. Gabino movió la cabeza apoyando las palabras de su mujer. —Firme aquí, señora, y despídase de su marido porque la vamos a encerrar. —Yo no sé firmar. Los deudos de Adrián Cadena se volvieron a la puerta por la que acababa de aparecer Severina. Venía pálida y con las trenzas deshechas. —¿Por qué lo mató, mamá?… Yo le rogué que no se casara con su prima Inés. Ahora el día que yo muera, me voy a topar con su enojo por haberlo separado de ella… Severina se tapó la cara con las manos y Camila no pudo decir nada. La sorpresa la dejó muda mucho tiempo. —¡Mamá, me dejó usted el camino solo!… Severina miró a los presentes. Sus ojos cayeron sobre Inés, esta se llevó la mano al pecho y sobre su vestido de linón rosa, acarició la sangre seca de Adrián Cadena. —Mucho lloró la noche en que Fulgencia te sacó a su niño. Después, de sentimiento quiso casarse conmigo. Era huérfano y yo era su prima. Era muy desconocido en sus amores y en sus maneras… —dijo Inés bajando los ojos, mientras su mano acariciaba la sangre de Adrián Cadena.

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El anillo Al rato le entregaron la camisa rosa de su joven marido. Cosido en el lugar del corazón había una alianza, como una serpientita de oro y en ella grabadas las palabras: “Adrián y Severina gloriosos”.

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Perú



Pilar Dughi

Pilar Dughi nació el 5 de abril de 1956 y falleció el 6 de marzo del 2006 en Lima, Perú, poco antes de cumplir 50 años. Publicó la novela Puñales escondidos (1988), que ganó el premio de novela corta del Banco Central de Reserva, y tres libros de cuentos, La premeditación y el azar (1989), Ave de la noche (1996) y su libro póstumo La horda primitiva (2008). Su obra es destacada por la profundidad psicológica de sus personajes y la multiplicidad de narradores (niños, ancianos, hombres, mujeres) que emplea en su universo narrativo, todos ellos coherentes y más que verosímiles. La crítica atribuye lo anterior a las experiencias que tuvo como psiquiatra, profesión que no solo la documentó sobre el funcionamiento de la mente humana, sino que también la llevó a explorar sus casi indescifrables desvíos. También hay que destacar su vinculación con UNICEF y diversas instituciones que apoyaban a mujeres víctimas de la violencia, pues su sensibilidad social le sirvió para cuestionar las ideas patriarcales y coloniales imperantes en su país. Entre los temas principales de sus ficciones se encuentran la locura, el crimen, la violencia sexual e intrafamiliar, la identidad femenina, el choque cultural entre colonizadores e indígenas y el cuestionamiento de la historia.

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Ave de la noche

Estoy como un búho en la oscuridad al que no le llega la hora del canto. Entonces es agradable observar la tranquilidad de un hogar en el silencio de la noche. Ver los restos de la cena sobre la mesa del comedor, el vaso con algo de refresco, la servilleta arrojada con displicencia sobre la alfombra, la ropa de la jornada abandonada entre los muebles, como quien ya se cansó de ordenar los trastos del día y deja la tarea para mañana. Sentirse parte de este mundo de cuadros, espejos, ceniceros, cojines, sin aparente conexión, colocados solo para vestir un espacio desnudo, pero a los que el desorden transforma, haciéndolos íntimos, familiares. Es cómodo estar sentado en esta penumbra de la sala, quietamente, dominando el paisaje humano y escuchando la música tenue en el dormitorio de al lado. Habitualmente, en días como este, estoy aburrido y suelo alquilar películas de video. Busco cuatro o cinco del mismo género, si cabe llamarlas así, especialmente, las policiales de intriga y suspenso. Y a despecho de quienes piensan que no es igual que verlas en el ritual del cine, de la gran pantalla, con sus butacas rígidas y la vigilia solitaria de los espectadores, yo me olvido de ello y me concentro en las imágenes que, ciertamente, no siempre son nítidas, pero a fin de cuentas lo que me interesa es el argumento. Vivimos demasiado aprisa para imaginarnos el proceder de los hombres. No hay tiempo para ese estado de contemplación que hacía que los antiguos pudieran representar su propio cosmos interior y también el de los otros, adquiriendo los conocimientos necesarios a través del ensayo y el error. Ahora nos dan el entretenimiento y la información directamente, sin cavilación ni esfuerzo. Una de las últimas películas que he visto está basada en una historia real que ocurriera en una pequeña ciudad de Rusia llamada Rostov. Un joven médico forense, recién destinado a su puesto de trabajo, recibe el cadáver de una mujer asesinada y hallada bajo tierra en un campo de cultivo. Animado por una intuición especial, le pide

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Pilar Dughi a su ayudante que rastree el lugar. Al poco tiempo encuentran cinco cadáveres más, muertos en iguales circunstancias. Todos tienen signos inequívocos: golpes en la nuca, numerosas cuchilladas de trazo oblicuo en pecho, abdomen, y extrañas mutilaciones. Algunos de los muertos son niños. Ante el horror que despierta en la población el sorprendente hallazgo, el médico forense es convocado por el Concejo del gobierno local y expone el caso. Por el estado de putrefacción de los cuerpos, los asesinatos se han producido en diferentes periodos comprendidos en cinco meses. La disposición de los cadáveres en un perímetro espacial circunscrito hace sospechar que el homicida conoce la ruta y los linderos solitarios del pueblo. El procedimiento de la muerte coincide con una técnica metódica, utilizándose, al parecer, el mismo instrumento en el conjunto de casos. El criminal no es improvisado ni impulsivo. Diríase más bien que se trata de un personaje controlado, que no actúa por provocación. El médico forense solicita contactarse con archivos internacionales de criminalística, computadoras para organizar la información y hombres para iniciar una pesquisa general, porque está convencido de que se trata de un asesino en serie. El secretario del partido comunista le indica que nada de eso es pertinente y mucho menos, posible. Termina la sesión y el declarante se retira. El jefe de la guarnición militar, sin embargo, cree en él y lo apoya. Lo nombra, eufemísticamente, “director de investigación de La Unidad de Asesinatos”. En los siguientes meses se suceden varios crímenes, con idénticas características. Sin auxilio técnico, sin recursos, con apenas algunos hombres que lo ayuden, el médico forense inicia una paciente búsqueda. Examina los lugares en donde se han enterrado los cuerpos, interroga a familiares, imagina trayectorias y recorridos. Las notorias diferencias de edad y sexo le hacen sospechar que el criminal no tiene preferencias especiales, al estilo de Peter Kürten, el vampiro de Dusseldorf, quien cometió su primer crimen a los doce años, empujando a dos amigos suyos a las aguas del Rhin. Hombres, mujeres y niñas se sucedieron indistintamente en su prontuario policial. Su procedimiento, sin embargo, fue irregular. Alternó modalidades de estrangulación, degollamiento, cuchilladas mortales e incluso la agresión a martillazos en más de catorce asesinatos. La mayoría de víctimas habían sido maltratadas físicamente antes de ser muertas.

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Ave de la noche El médico forense deduce que el homicida que investiga es diferente al desordenado Peter Kürten. Debe tener inicialmente una conducta amable, capaz de conducir a la gente hasta el paraje adecuado, con la técnica de Petiot, el cirujano que actuó durante la segunda guerra mundial como agente de la resistencia francesa. Atrajo gentilmente a numerosas personas que huían de la persecución nazi, prometiéndoles pasajes hacia la frontera. Utilizó para sus sesenta y tres víctimas el mismo método: las adormecía con una inyección letal y las colocaba en una habitación, observando su agonía a través de una mirilla. Posteriormente cremaba los cadáveres. El médico forense, poco a poco, llega a tener algunas certidumbres. Por razonamiento inductivo, yendo desde las pequeñas pruebas e indicios hasta imaginarse al sujeto sin rostro, está convencido que el asesino no actúa bajo presión. Al igual que Petiot, sus actos son coherentes, la repetición, su característica. El agresor busca a sus presas en la estación del tren, lugar poblado de jóvenes que están de paso, niñas viajeras, muchachos en busca de empleo o mujeres prostitutas. El médico forense realiza un registro personal y cuidadoso de la estación. Él mismo tiene que entrenar a los pocos gendarmes que le han asignado, rogándoles que no usen el uniforme tradicional, alertándolos para que aprendan a observar y descubrir cualquier comportamiento sospechoso. Los asesinatos continúan y las noticias llegan hasta Moscú. El criminal actúa con libertad; se debe sentir dueño de la situación. Es, entonces, cada vez más peligroso. El cuartel general de la kgb envía emisarios, pero lejos de ayudar en la investigación, obstaculizan el derrotero seguido hasta el momento, identificando pistas que resultan posteriormente falsas. Numerosos sospechosos son detenidos, pero los cargos no son probados. Después de nueve años de infructuosa búsqueda, la situación política en la Unión Soviética cambia. Cae el antiguo Estado y se constituye la República de Rusia. Muchos viejos líderes son removidos de sus cargos, y el antiguo jefe de la guarnición militar es ascendido a general. Con energía, promueve al médico forense y le proporciona personal y apoyo administrativo para iniciar la búsqueda más grande de un criminal en los anales de Rusia. Ambos dirigen personalmente el caso. Las muertes se elevan a cincuenta y dos. Comienzan a vigilar ostensiblemente la estación principal y dejan, intencionalmente, con una custodia disimulada, pequeñas estaciones en la campiña. Un día se identifica a un sospechoso. El

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Pilar Dughi hombre ha sido visto en una estación pequeña con las ropas manchadas de barro y un maletín de mano. Interrogado por el policía camuflado de civil, confiesa haber ido al pueblo cercano a pie. El vigilante duda, la aldea está demasiado lejos, así que anota sus datos. El médico forense revisa la información como lo ha hecho pacientemente con docenas de sujetos. Algunas caras se han borrado con el tiempo, otras permanecen en su memoria. Conoce al tipo que fue detenido como sospechoso muchos años atrás, pero liberado por presión del gobierno local por ser miembro del partido. Pocas horas después, doscientos hombres peinan el bosque y hallan el cuerpo desfigurado de una pequeña niña. El asesino ha aprendido de la experiencia. Desde hace algún tiempo, se preocupa de alterar la configuración anatómica de la estructura facial y en ocasiones elimina las huellas dactilares dejando las manos desolladas. El acusado, obrero de una usina cercana, casado, padre de familia, es capturado y confiesa sus crímenes sin resistencia. Antes de conducirlo al cadalso lo interrogan exhaustivamente. El médico forense ha entregado mucho tiempo de su vida en la persecución de este hombre. Durante años se ha hecho una sola pregunta: ¿Por qué? Ha imaginado a un psicópata de reacciones tranquilas, sin escrúpulos, sin sufrimiento ni indulgencia, viviendo lo que a mediados del siglo se llamaba la incapacidad moral. El hombre de Rostov no es diferente a las descripciones habituales que la literatura señala. Los criminales en serie parecen poseer determinados patrones de conducta. Está el muchachito de un elegante barrio de Ohio, siempre simpático y emprendedor con sus vecinos, cuyo rostro esquivo, rodeado de cabello graso, sería identificado años más tarde por la televisión mundial como Jeffrey Dahmer de Milkwaukee. Asesinó a diecisiete jóvenes y adolescentes, guardando pulcramente sus restos en la nevera de la casa. John Gacy de Chicago era más bien un gordito de edad madura que se vestía de payaso y animaba entretenidas fiestas infantiles donde probablemente recolectó a sus treinta y tres víctimas. En muchas oportunidades son simples padres de familia, como Albert De Salvo, más conocido como el estrangulador de Boston, quien después de estrangular y violar a su duodécima víctima, llegó a su casa, jugó con sus pequeños niños, preparó una sopa de verduras con apio y zanahorias y, después de acostarlos, se puso a ver TV. Por lo general, los indicios están hábilmente ocultos y las coartadas sustentadas en

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Ave de la noche una vida social apacible. Puede tratarse de nuestro compañero de carpeta en la escuela o el vecino que se despide todas las mañanas de sus hijos con un beso en las mejillas. En un momento determinado actúan como si tuvieran un demonio en su interior. Por eso, tal vez necesitan vivir de manera contraria a lo que realmente sienten, mostrándose extremadamente agradables y simpáticos. ¿Los móviles?... He leído tanta información al respecto que puedo afirmar que los investigadores no están claros si se trata de conductas antisociales con rasgos genéticos o alteraciones del desarrollo en contextos culturales de gran violencia. Ni siquiera los estudios retrospectivos con gemelos idénticos y criados en medios sociales diferentes han podido ilustrar mayores precisiones. En fin, ¿cómo saberlo? No tiene importancia, porque cuando se descubre a una de estas mentalidades ya es demasiado tarde. Ted Bundy fue ejecutado en la silla eléctrica, sin determinarse si sus víctimas fueron treinta y seis o cien mujeres como las evidencias parecían demostrar. Se piensa cada vez más, sin embargo, que se trata de una adicción. No a una sustancia, sino a una vivencia singular buscada reiteradamente como una droga: una experiencia del mal. Estos sujetos son extraordinariamente hábiles para soslayar riesgos, desarrollando una gran sensibilidad para no dejar el menor rastro. Ello oscila, extrañamente, con cierta omnipotencia paradójica que los conduce muchas veces a errores fatales. En algunos casos dejan, intencionalmente, pequeños datos o pruebas, construyendo un rompecabezas impulsados por el placer sádico del riesgo de ser descubiertos, o bien, simplemente, cuentan algunas de sus historias a los incrédulos. Tienen calibrada, en cierta forma, la fina relación entre mal y goce, ese estremecimiento fascinante que provoca en sus oyentes la afición por la historia del crimen y el relato policial. Si el médico forense de Rostov hubiera sido un hombre de espíritu más libre podría comprender, vívidamente, por qué estoy esperando que esa mujer apague su luz.

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Apúrense, por favor

Eran casi las siete de la noche cuando Milton Peña bajó la cortina de la sala y encendió el décimocuarto cigarrillo del día. Levantó el auricular del teléfono y vaciló unos segundos antes de volver a colgarlo. Se levantó inquieto y comenzó a pasear por el recinto. —Papá, ¿por qué está todo oscuro? —preguntó su hija de siete años. Milton echó una larga bocanada de humo. —Vete a tu cuarto —contestó secamente. —Tengo miedo. Todo está oscuro —dijo la niña. Milton prendió una de las velas que estaban encima del aparador y se la entregó a la niña. —Ahora ya no tendrás miedo —le dijo. Le acarició la cabeza y la empujó hacia el pasillo —. Anda, espérame en tu cuarto. La niña cogió la vela y titubeó. —¿Vendrás? —Claro, espérame allá. Su hija caminó lentamente por el pasillo e ingresó a una habitación del fondo. Milton cerró la puerta de la sala que comunicaba con los dormitorios y se dirigió de nuevo al teléfono. Marcó un número. —¿Aló? —dijo en voz baja. —¿Sí? —Mamá, soy yo, ya terminé de cerrar las puertas. —¿Terminaste qué? Hijo, no te entiendo, debe ser el teléfono, nunca te escucho bien. —Todos vamos a estar tranquilos. —Habla más alto. No sé por qué te empeñas en vivir en Cieneguilla. Todas las líneas telefónicas están pésimas. —¿Recuerdas lo que te dije ayer? —Estoy preocupada, hijo, no me gusta que estés allá tan lejos y tan solo.

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Pilar Dughi —Nadie nos va a molestar en el futuro. —Hijo, ¿por qué no te vienes? ¿Dónde está Enriqueta? —En su dormitorio. —¿Y la empleada? —Se fue, mamá. —Pero, ¿por qué no me has avisado? ¿Estás solo con Enriqueta? —Sí, mamá, ya te dije. —Vente inmediatamente. —No, mamá, estoy donde debo de estar y nadie me va a sacar de aquí. —Yo no digo eso, hijo, es que debes venir a vivir aquí conmigo. —Estás equivocada. —Pero si ya te han cortado la luz y el agua, es peligroso que estés allá. Hijo, por favor, escúchame, obedéceme. Tienes que venir. —Adiós, mamá, quería despedirme de ti. —Hijo, ¿aló? ¿Aló? —La mujer escuchó el clic del teléfono. Entonces ella marcó otro número. —¿Aló? ¿Marina? —Sí, ¿quién habla? —Soy Edelmira —dijo la mujer—. Estoy preocupada. No sé qué hacer. Milton ha despedido a la empleada y se ha quedado en la casa con Enriqueta. —Bueno, ¿pero qué tiene eso de malo? —Después del episodio de los cuadros me parece que no está bien. ¿Cómo va a vivir a oscuras, solo, con una niña de siete años? Además, se ha comido todas las uñas de las manos. —¿Quién? —Milton. —¿Tienes el teléfono del médico que lo ve? —Sí, tengo miedo, Marina, ¿se estará volviendo loco? —¿Sabes si lleva el arma? —Claro, nunca la abandona. —Llama al doctor y cuéntale. Él te puede decir qué hacer. Me llamas después. —¿No puedes ir tú en el carro? —¿Ahora? ¿A Cieneguilla? —Sí, por favor, Marina, puede pasar una desgracia. —Pero me va a echar de ahí. ¿Con qué pretexto me aparezco? —Dile que yo te mandé.

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Apúrense, por favor —Mejor primero llama al médico. Tal vez te estás precipitando. La mujer comenzó a buscar en una agenda el número del médico. Recordaba haberlo anotado en un papel suelto. —No encuentro el teléfono —dijo. —Cálmate —contestó la otra—, ahora cuelgo. Busca el teléfono, llámalo e inmediatamente me vuelves a llamar. Colgaron. La mujer no encontraba el papel. Sufría de artritis desde hacía más de quince años y estaba sentada en una silla de ruedas. Sus piernas estaban adelgazadas y encogidas. Hizo rodar la silla diestramente hacia un anaquel en el centro de la sala y revisó algunos cuadernos. Encontró el número y regresó al teléfono. —¿Aló? ¿El doctor Ruiz? —Un momentito, por favor. Esperó unos segundos y rogó que el doctor se encontrara en el consultorio. Sabía que atendía hasta tarde porque una vez su hijo había tenido una cita a las nueve de la noche. —¿Aló? —una voz masculina le contestó. —Doctor Ruiz. Soy la madre de su paciente, Milton Peña. Doctor, disculpe que lo llame para molestarlo, pero creo que mi hijo está mal. Se ha comido todas las uñas de las manos. Ahora se ha quedado solo en su casa de Cieneguilla con mi nieta y están a oscuras. Después de lo que hizo la semana pasada, tengo miedo de que se esté volviendo loco. —¿Qué hizo la semana pasada? —Lo de los cuadros, doctor. —Ah, eso. Sí, claro. No, no es conveniente que esté solo. —¿Qué hago doctor? —¿Lo ha llamado por teléfono? —Sí, me dice que todo va a estar bien. Pero me parece raro que me llame para eso. —¿Qué más le dijo? —Que quería despedirse de mí. —¿Cuándo lo ha visto usted por última vez? —Hace una semana, doctor, estoy desesperada. ¿Llamo a la policía? —Espere. Yo lo voy a llamar por teléfono. —¿Se puede volver loco, doctor? ÉI tiene un arma, doctor. —Hablaré con él y después la llamo, señora.

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Pilar Dughi La mujer colgó. Empezó a dar vueltas alrededor de la sala con su silla de ruedas. Miró su reloj. Eran las siete y veinte de la noche. Había pasado ya demasiado tiempo. La campana del teléfono repicó. Se dirigió velozmente hacia él y levantó el auricular. —Soy el doctor Ruiz, señora. Acabo de hablar con su hijo. Dígame, ¿tiene usted algún pariente que pueda ir a verlo? —¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —Nada, nada. Pero es mejor que no esté solo allá. No lo digo por hoy, sino que, en realidad, me parece que no debe vivir en esa soledad por el momento. Y menos si está armado. —¿Está loco? Por Dios, dígamelo. —Señora, insisto, ¿tiene usted algún pariente con el que podamos contar? —Una amiga va a ir. Pero, ¿no será mejor llamar a la policía? —¿Su amiga no puede ir acompañada? —Voy a llamar a la policía. —Yo acompañaré a su amiga. Deme su teléfono. La mujer se lo dio. —Usted espere. Yo iré con ella dentro de media hora. —Pero va a ser demasiado tarde. —Lo haré lo antes posible. Colgó. El teléfono volvió a repicar. —¿Edelmira? —Marina, cuelga, por favor. Acabo de hablar con el doctor. Yo creo que Milton está loco. Cuelga porque el doctor te va a llamar enseguida. —Ya. Pero Milton está armado. Nos va a disparar. —Marina, cuelga. Anda con el doctor allá. —Creo que hay que llamar a la policía. —¡Marina, son casi las ocho! —Edelmira, llama primero a radio patrulla. Después a Milton y entretenlo. Convérsale. Dile cualquier cosa para hacer tiempo. —Está bien. Edelmira colgó el teléfono y volvió a marcar el número de Milton. Nadie contestaba. “Quizá me he equivocado de número”, pensó. Volvió a marcar de nuevo. —¿Aló? —Enriqueta, hijita, ¿estás bien? ¿Dónde está tu papá? —En mi cuarto.

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Apúrense, por favor —¿Qué está haciendo? —Nada. —¿Cómo que nada? ¿Cómo está? —Sentado: me lee un cuento. —Enriqueta, llámalo rápido. La mujer esperó. Estuvo así un buen rato, pero luego escuchó el clic del teléfono. “Se ha cortado la línea o él ha colgado”, se dijo. “Malditas líneas, siempre pasa lo mismo, se corta la comunicación”, pensó. Volvió a llamar, pero sonaba ocupado. Colgó. El timbre del teléfono volvió a sonar. —¿Aló? —Edelmira, el doctor no me ha llamado todavía. Dame su teléfono, yo lo llamo. —Espérate un segundo, aquí está. Por favor, vayan inmediatamente. —¿Has llamado a la policía? —Voy a llamar en este instante. Aunque tengo miedo. ¿Y si se pone mal si ve a los policías? —¿Y si nos dispara a nosotros? —No creo, acabo de hablar con Enriqueta. Dice que su papá le está leyendo un cuento. Voy a volverlo a llamar en este instante. —Edelmira, llama a la policía, por favor. —Pero creo que es mejor que ustedes lleguen primero. —Cieneguilla está muy lejos y ni siquiera sé cuánto tiempo se va a demorar el doctor en venir. ¿Por qué no va él solo? —Es que él no sabe cómo llegar a la casa; tú, en cambio, sí. —Bueno, voy a llamar al doctor. Marina colgó. Edelmira volvió a marcar el teléfono. Seguía sonando ocupado. ¿Lo había dejado descolgado? Insistió y volvió a escuchar el irritante sonido. Abrió la guía telefónica y buscó. Patrulla de Emergencias. —¿Aló?, por favor, se trata de una emergencia, es urgente. —¿Si? Dígame qué pasa. —Mi hijo está loco, señorita, está encerrado en la casa a oscuras con una niña y está armado. Por favor, tienen que ir inmediatamente. Puede ocurrir una desgracia. —Espérese, señora ¿cómo se llama usted? —Edelmira Quintana. —¿Dónde vive?

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Pilar Dughi —Señorita, mi hijo vive en Cieneguilla, por favor, no se demoren. Es de vida o muerte. —Señora, tiene que llamar a la comisaria de Cieneguilla. Ellos pueden ir más rápido. —¿Cuál es el teléfono? —Espérese un ratito. Edelmira miró el reloj. Ocho y cuarto. “Que estúpidos, siempre es lo mismo”, se dijo furiosa. —Tome nota, señora. La mujer le dio dos teléfonos. Edelmira colgó y llamó inmediatamente. Estaban ocupados. ¿Y ahora qué hago? Marina debe haber hablado con el doctor. Ya estará en camino. “Por lo menos tardarán media hora en llegar hasta allá”, pensó. Volvió a insistir con la línea telefónica. —¿Aló? —¿Sí? —Señor, llamo por una emergencia. Mi hijo está loco, está armado y va a matar a su hija, a mi nieta. —¿Quién es usted? —Escúcheme, si no van inmediatamente, va a ocurrir una tragedia. —Pero no le entiendo, señora. ¿Me puede explicar de qué se trata? La mujer dio un largo suspiro. —¿Señora? —Mi hijo vive en La Floresta segunda cuadra, número trescientos quince. Vayan allá por favor. —¿Pero por qué? —Porque está encerrado con un arma. —Está bien, señora. Pero explíqueme, ¿por qué dice que está loco? —Porque me lo ha dicho su médico. Y además está armado y yo acabo de hablar con él y me ha dicho que va a matar a su hija y él se va a matar también. —Repita la dirección. Edelmira volvió a darle las indicaciones. —¿Van a ir ahorita? —No tenemos ninguna patrulla en este momento, pero nos comunicaremos con radio y en pocos minutos estamos ahí.

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Apúrense, por favor —Ya, gracias. Colgó. El reloj daba las ocho y media. Volvió a llamar por teléfono. Esta vez escuchó el timbre habitual. —¿Aló? —Enriqueta, hijita. ¿Dónde está tu papá? —Se ha quedado dormido abuelita. —¿Estás segura? —Está roncando. —¡Qué raro! —la mujer se quedó pensativa. —¿Abuelita? —Hijita, escucha. Es muy importante lo que te voy a decir. —Sí, abuelita. —No tengas miedo. Pero vas a hacer exactamente lo que yo te digo, ¿ya? —Bueno. —Tu papá tiene una pistola, ¿no? —Sí. —¿Dónde la tiene? —Ya no la tiene abuelita. —¿Cómo? —Sí. La semana pasada me dijo que la iba a vender porque ya no tenía plata. La sacó de la caja y la vendió al señor Martínez, el que vive al lado. —¿Tú viste que se la entregó? —Sí, yo fui con él. —Ah, ya. —¿Por qué abuelita? —Por nada, hijita, por nada. Escucha, van a ir a visitar a tu papá. Así que cuando lleguen, les abres la puerta, ¿ya? —Ya. —Chau, hijita. La niña colgó. Se dirigió a su dormitorio. Su papá estaba sentado sobre un sofá. Ya no roncaba. Tenía la boca abierta. Al lado de él, sobre la cómoda, había dejado un vaso de gaseosa para ella. La niña terminó de tomar el líquido mientras contemplaba el frasco vacío de pastillas que su padre había echado en los vasos. La niña se echó en la cama. Su papá le había dicho que se acostara después de tomar la gaseosa. Iba a tener mucho sueño.

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Uruguay



Cristina Peri Rossi

Escritora uruguaya muy representativa desde los años 60 por sus publicaciones enfatizadas en la rebeldía y la innovación. Actualmente es considerada como una importante escritora de la lengua española por su poesía y narrativa. En 1972 tuvo que exiliarse en España, Barcelona, donde vive desde entonces. Es profesora de literatura, periodista y traductora. Se destaca actualmente como escritora, ensayista y traductora a varios idiomas de escritoras conocidas como lo es Clarice Lispector. Sus obras más conocidas son, Evohé (1971), Descripción de un naufragio (1975), Los museos abandonados (1984), Indicios pánicos (1980), La tarde del dinosaurio (1980), La última noche de Dostoievski (1993), El amor es una droga dura (1999), Julio Cortázar. Un testimonio (2000), Cuando fumar era un placer (2002). Ha ganado el Premio Ciudad de Barcelona y el Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti.

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Sí, quiero —¿Dónde está mi pene? —grité angustiadamente a las diez de la mañana de un grisáceo día primaveral. Había amanecido soleado. Eran las ocho. Después, unos nubarrones oscuros cubrieron el cielo, pero tampoco estaba claro que fuera a llover. La primavera es así, inestable. —¿Dónde está mi pene? —volví a gritar, obsesivamente. Marta no me hacía caso. Tenía que entrar a las diez a su trabajo, eran las diez y todavía estaba en casa. Y yo, sin pene. —No tengo la menor idea —respondió, con calma, mientras juntaba las últimas cosas para irse: folios, rotuladores, un bolso, un pañuelo para el cuello. Se había pintado levemente los labios. —El pene, querida, es cosa tuya —dijo sarcásticamente. —Hace exactamente una semana, era cuestión de ambas —le dije. Hacía una semana nos habíamos reconciliado, después de tres meses de separación. En esos tres meses me fui a vivir a una pensión de ínfima categoría, como corresponde a mi sueldo de lectora en una editorial, ligué con una bisexual de dieciocho años (tuve, pues, una de las experiencias más intensas y aterradoras) y me peleé con mi psicoanalista. Quiero decir con esto que mi vida fue más desordenada de lo que suele ser habitualmente. Marta me ordena, me recoge, me contiene, como dice la psicoanalista a la que ya no voy. No sé qué hizo Marta durante esos tres meses en los que no nos vimos ni nos llamamos por teléfono (no le pregunté para que no me preguntara, pero teniendo en cuenta su tendencia a la fidelidad, absolutamente contraria a la mía, es posible que se haya dedicado a leer las obras completas de Derrida, a pasear a sus sobrinos heterosexuales —dos, de siete y ocho años— y a terminar su tesis sobre el método Piaget de educación afectiva de la infancia) pero luego de esa separación, la primera en nuestra relación de tres años, le envié un mensaje por el móvil que decía: “No puedo vivir sin ti”. Respondió: “Siempre tan dramática. Yo, tampoco”.

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Cristina Peri Rossi Mientras intentábamos en vano vivir separadas sin sufrir, la cámara de Diputados aprobó la ley de matrimonio homosexual, de modo que cuando nos reconciliamos (hace exactamente una semana) decidimos casarnos. Para festejar la decisión, que me horrorizaba (soy fruto de un largo matrimonio heterosexual, lleno de riñas, violencia, desacuerdos y paranoia) nos fuimos a cenar a un precioso restaurante gay lleno de parejas integradas por un hombre con éxito en la vida, es decir, dinero, y otro sin ningún éxito en la vida, es decir, pobre, y yo me compré un pene en un sex shop. —Si nos vamos a casar —fue mi argumento al desenvolver el precioso pene color carne en el momento exacto en el que el camarero (gay, y vestido con un absurdo pantaloncito corto que insinuaba su paquete)—, haremos una boda con todas las de la ley, yo con pene, tú con vagina —le dije, al exhibir el miembro que yo no tenía, pero estamos en el siglo del plástico y de los implantes. Marta lo aceptó con una deliciosa sonrisa en los labios. Así son las bisexuales, nada les sorprende. Acerca de mi tendencia a enamorarme de mujeres bisexuales tuvimos varias sesiones con mi psicoanalista (heterosexual) a razón de setenta euros los cuarenta y cinco minutos. Fueron completamente improductivas. —¿Por qué crees que te gustan las mujeres bisexuales? —me preguntó. —Cuando me gusta una mujer, no me fijo en cuáles son sus preferencias sexuales —repliqué, altiva. —¿Eso quiere decir que te crees lo suficientemente seductora como para conquistar a cualquiera, sea cual sea su identidad sexual? —insistió, con aparente indiferencia. Parecía incapaz de matar una mosca, pero no me podía fiar de ella. Con ese aire inocente, podía meter el estilete de una pregunta hasta el fondo. Las moscas, las mato con la mano, no con palabras. —Eso quiere decir exactamente lo que dije —contesté—: cuando me gusta una mujer no me fijo en su identidad sexual. Siempre que tengan una. En los tiempos modernos, la identidad sexual suele ser bastante inestable. —No es el caso de la tuya —dijo, bajando la cabeza para mirar sus apuntes. Los apuntes que toma de las sesiones anteriores—. Según me has dicho, solo has tenido relaciones con mujeres.

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Sí, quiero —Es que soy una persona muy lúcida y con principios muy firmes —aseguré. Como dice mi madre, yo tengo un criterio. No será el suyo —el de mi madre— pero por lo menos, es uno. —Es curioso que mantengas relaciones solo con mujeres bisexuales, si piensas que carecen de criterio. —Es el mayor de sus encantos —respondí. Siempre te dicen cosas como: “Solo contigo, te juro, nunca me había gustado una mujer”, o “Haces el amor como los dioses. Ah, si mi marido estuviera aquí. Con él, nunca llegaba al orgasmo. Decía que yo tenía un problema. Sí, tenía un problema: él”. —¿Te gusta sentir que las redimes de sus fracasos? —preguntó otra vez la psicoanalista, con ese aire de mosquita muerta que detesto. —Las salvo de la frigidez heterosexual —proclamé. —Como salvaste a tu madre de un matrimonio desgraciado — interpretó la psicoanalista—. Creo que salvar a tantas mujeres debe de ser una misión un poco agotadora ¿no te parece? No me parecía. —Lo de salvar lo ha sugerido usted. Yo, me divierto —dije. —Pero además sufres —corrigió la psicoanalista, mirando otra vez sus apuntes—. Según me has dicho, con las bisexuales siempre está el fantasma de su pasado con hombres o de su posible futuro con hombres. —No conozco a una sola heterosexual que luego de haberse acostado con una mujer regrese a sus malos hábitos —respondí, sarcástica. —Quieres decir que ninguna de las mujeres heterosexuales con las que te has acostado ha vuelto a acostarse con un hombre —insistió. —Dije lo que dije. Hay estadísticas. Lo que ocurre es que usted no las conoce, porque como es heterosexual, jamás ha tenido que investigar los motivos o las causas de su deseo. Los heterosexuales no tienen que hacerse preguntas, porque es lo normativo. —Te dije que por el momento, yo era heterosexual, pero que no podría afirmarlo para toda la vida. —Bonita manera de intentar no herir mis sentimientos y de buscarse una coartada —le espeté. Pensó que si afirmaba que era rotundamente heterosexual, yo no seguiría viniendo y perdería una

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Cristina Peri Rossi paciente. Los tiempos no están para perder pacientes. ¿O quiso insinuar que quizás yo podía intentar seducirla con éxito? —. Usted no es mi tipo. —Creí que no tenías tipo, salvo la bisexualidad —insistió la psicoanalista. Nos estábamos peleando. Nos ocurría muy a menudo, como a Marta y a mí, en el tercer año de lo que había sido una dichosa relación, la mejor de mi vida. Es más: había conseguido serle fiel durante esos tres años, sin siquiera pensarlo. Pero un porvenir de fidelidad, hipoteca, televisión y caniche en casa me llenaba de espanto. —Identificas la fidelidad con la monotonía —me había diagnosticado la psicoanalista. ¿Para eso le pagaba setenta euros la sesión? A veces pensaba que intentaba que nos peleáramos, para reproducir los últimos seis meses de mi relación con Marta que habían culminado con la separación. —Esto te pasa por ir a psicoanalistas heterosexuales —había sentenciado la comunidad lesbiana, que no veía con muy buenos ojos mi dedicación a salvar a las heterosexuales de su frustración. El camarero del restaurante gay que nos servía alcanzó a ver el miembro que yo le ofrecí a mi querida Marta y sonrió, con complicidad. —Yo tengo uno muy parecido —dijo. Lo miré con sorpresa. —No sé para qué quiere uno de plástico si tiene uno de verdad —le comenté en voz baja a Marta, mientras envolvía decorosamente el que había comprado en el sex shop para esconderlo. Ahora que tenía un pene, no era cosa de que cualquier gay de mierda me lo estuviera mirando o tocando. —Algunos gays lo usan para penetrar a sus parejas por el ano —me informó Marta. Siempre me sorprende. ¿No era heterosexual hasta que me conoció y jamás había tenido un amigo o amiga gay? El pene resultó un adminículo muy estimulante para nuestras relaciones sexuales, lo usaba exclusivamente yo, Marta me dijo que no le hacía ilusión ponérselo, cosa que yo me imaginaba y me tranquilizaba. La noche en que lo usamos por primera vez, es decir, la noche de nuestra reconciliación, decidimos, además, casarnos. Le pregunté si la súbita aparición del pene en nuestras vidas había tenido algo que ver con esa decisión.

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Sí, quiero —No seas retorcida, querida —me respondió Marta. Desde que te conozco tengo ganas de casarme contigo, con pene o sin él. Como si el hecho de que yo fuera una retorcida no constituyera un motivo muy importante de su amor por mí. —Además —agregó—, le diré a mamá que nos casamos y por fin podrá venir a casa con papá. Me extrañó que no dijera “papi”. Detesto a las mujeres que llaman “papi” al monstruo incestuoso de su padre, pero inexplicablemente, algunas sienten ternura por él. Seguramente les gustó cuando él les metió mano con el pretexto del termómetro (antiguamente se ponía en la ingle), de cambiarle los pañales o el vestidito. Hasta ese momento, yo me había negado rotundamente a participar de cualquier ceremonia familiar, fueran cumpleaños, bodas, navidades, bautismos, preoperatorios, posoperatorios o simples catarros. No quería hacer el triste papel de una advenediza en el seno familiar, que es el único seno que no me gusta. Con los demás, soy muy amplia. Me gustan los senos prietos y los caídos; los anchos y los estrechos, los que sobresalen de la ropa y los que hay que buscar con lupa. Después de dos años de relación, Marta le había dicho a sus padres que vivía con una mujer, pero no había entrado en detalles. Éramos amigas, y la palabra es lo suficientemente confusa como para prestarse a cualquier interpretación; los padres, gente sana, al fin, habían preferido la más sencilla y menos preocupante: su hija vivía con una amiga como si fueran hermanas. Pero ahora que íbamos a casarnos, Marta había decidido hablarles con claridad, comunicarles nuestra intención matrimonial e invitarlos a casa. Vendrían a almorzar el sábado, estábamos a viernes y yo no podía encontrar el pene. —Me tengo que ir —proclamó Marta, junto a la puerta—. Deja de preocuparte ya por el pene. Además, hasta la noche no lo necesitamos. —¿No recuerdas que hoy viene la empleada? —le grité, al borde de la histeria. Teníamos una empleada boliviana, de veintiocho años, con dos hijos en su país natal, limpiaba el piso cada viernes. Y este viernes, era el día anterior a la visita matrimonial de los padres de Marta.

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Cristina Peri Rossi —Me tengo que ir a la editorial, no sé dónde está el pene y no me gustaría que la empleada lo encontrara y lo guardara en la nevera, en la alacena o en cualquier otro lugar al alcance de tu padre o de tu madre, mañana, a los postres. Marta pareció haber tomado conciencia del problema en ese preciso momento. —¿Lo decías por mis padres? —preguntó, asombrada. —¿Y por quién iba a decirlo? —respondí, enojada. —Bueno —reflexionó en voz alta— llevan treinta años de casados, me imagino que un pene no será algo nuevo en sus vidas — agregó. A veces, la naturalidad de las bisexuales me sorprende y me saca de quicio. —¿Te imaginas las preguntas que se harán, si lo llegan a encontrar en un cajón, acerca de nuestra vida sexual? —le dije. —Creo que no tendrán ninguna duda acerca de quién lo usa — me respondió jocosamente—. Te queda estupendo —agregó, como para satisfacer mi orgullo. Solo consiguió lo opuesto: humillarme. —Tuve graves problemas para elegir su tamaño —respondí—. No conocía tus gustos acerca de penes. No sabía si te gustaban delgados y largos o anchos y regordetes. Hay una gran variedad, como habrás podido comprobar en tu vida anterior. No era muy cierto, porque Marta solo había tenido un par de amantes hombres, antes de conocerme. —Touché, querida. —Se acercó conciliadoramente a besarme—. ¿Dónde crees que puede estar? —No lo sé —dije, bajando la guardia—. No está debajo de la cama, ni entre las sábanas, ni en su bolsa de plástico. —¿Y en el armario del baño? ¿Buscaste en el armario del baño? —Solo están el secador de pelo, un par de toallas, las cremas desmaquilladoras y dos pastas de dientes sin abrir. (Marta tenía la obsesión de que en algún momento nos faltara pasta de dientes. Siempre le gustaba tener un par de tubos de repuesto. No llegué a hablar de esta obsesión con mi psicoanalista, porque cuando se la conté, me dijo que las obsesiones de Marta no eran cosa nuestra. “¿Nuestra?”, repetí, asombrada. A ver si ahora, además de tener novia fija, a punto de casarme, tenía un lance sentimental con la psicoanalista).

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Sí, quiero —Recuerda la última vez que lo usaste —dijo Marta, que había abandonado su bolso, dispuesta a ayudarme y a llegar tarde al trabajo. —Lo usamos, querida, lo usamos. Creo que te beneficiaste de él —aseguré. —No sé por qué eres tan puntillosa con el lenguaje —me replicó. —Pensé que eso era lo que te gustaba de mí —refuté. —Me gustan muchas cosas de ti, pero tu paranoia lingüística a veces me irrita los nervios. —Todavía no nos hemos casado y ya tenemos una disputa matrimonial —observé, con frustración. —No, simplemente es una riña de enamoradas —precisó Marta. —A veces a ti también te gusta ser muy puntillosa con el lenguaje —maticé. —¿Quieres hacer el favor de recordar dónde estaba el maldito pene la última vez que lo viste? Se me está haciendo muy tarde — dijo. —Por lo que recuerdo, la última vez que lo vi estaba en el interior de tu vagina, muy cómodamente instalado, según tu expresión facial y ciertos grititos completamente excitantes que emitían tus cuerdas vocales —afirmé—. Sospecho que si continuara alojado en el mismo antro, receptáculo, cueva, caverna, agujero negro, pozo abisal, lo hubieras advertido. Marta se rio. Me encanta hacerla reír. Creo que es uno de los motivos por los cuales vamos a casarnos. —Eran las tres de la mañana, si no recuerdo mal —respondió—, y nos dormimos una en brazos de la otra. ¿Cuándo te lo quitaste? ¿Antes o después? De pronto, tuve una iluminación. Siempre le he dicho a mi psicoanalista que la relación con Marta me obnubila, pero después, me recupero. Recordé que a las cinco de la mañana me desperté con el delicioso rostro de Marta en mi hombro izquierdo y unas irremediables ganas de orinar, de modo que desplacé suavemente su rostro sobre la almohada, ella protestó débilmente (“bésame”, dijo) y yo me quité las cintas que sostenían el pene de plástico, porque no se me da bien orinar de pie. El adminículo, lo metí en el cesto de la ropa sucia, para lavarlo al día siguiente. Ahora estaría allí, mezclado con las toallas, los repasadores de cocina y las camisas.

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Cristina Peri Rossi Inofensivo, como si nunca se hubiera metido con nadie. O nunca se lo hubiera metido a nadie. Seguramente, la primera en encontrarlo habría sido Yolanda, la empleada boliviana. Lo habría encontrado, lo habría asido entre ambas manos, a la altura de sus ojos ¿y?, ¿y? —Está en el cesto de la ropa sucia —le dije a Marta, y me dirigí hacia allí. No sé qué habría hecho Yolanda con él. —Lo habría metido en la lavadora —sentenció, recogiendo otra vez su bolso. —Tenemos que buscarle un lugar definitivo en este mísero piso de cuarenta y cinco metros cuadrados —protesté. —Creí que ya le habías encontrado un lugar definitivo entre tus piernas, querida —me dijo Marta, riendo, mientras cerraba la puerta. Es lo que tienen las bisexuales. Siempre me asombran.

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Armonía Somers

Escritora, maestra y pedagoga uruguaya quien tomó el pseudónimo de Armonía Somers para firmar todos sus libros y de esa manera ocultar su identidad. Sus obras tocan temas como el amor, la muerte, la miseria, la violencia ejercida sobre el más débil, la sexualidad y el erotismo. Su primera obra fue publicada en 1950, La mujer desnuda, la cual provoco un gran escándalo al hablar de manera muy específica y cruel sobre la libertad del sexo, violadores y lesbianismo, junto con una crítica moral a la sociedad. Por sus obras ha ganado numerosos premios como, El derrumbamiento (1953) que recibió el Primer Premio Narrativa del Ministerio de Instrucción Pública, Un retrato para Dickens (1969) fue elogiado con el Premio Intendencia Municipal de Montevideo, entre otros, todas sus obras fueron traducidas al inglés, francés y al alemán. Armonía falleció en 1994 en Montevideo.

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El hombre del túnel Iba saliendo de aquel maldito caño —un tubo de cemento de no más de cincuenta centímetros de diámetro en el que había tenido el coraje de meterme para atravesar la carretera— cuando lo conocí. Contaba entonces siete años. Eso explicará por qué, si es que se puede cruzar normalmente una senda, alguien pensara en la angosta alcantarilla como vía. Y que todo el sacrificio de aquel pasaje inaudito, agravado por la curva de la bóveda, fuese para nada, absolutamente para y por nada. Reptando a duras penas, oliendo con todos los poros el vaho pútrido de la resaca adherida a la superficie, logré alcanzar la mitad del tubo. Fue en ese preciso punto de caramelo de la idiotez cuando sucedieron varias cosas, una de ellas completamente subjetiva: el pensar que pudiera aparecerse de golpe algo terrorífico, desde víbora a araña, siendo imposible el giro completo del cuerpo, y debiéndose imaginar la marcha atrás como una persecución frontal por el monstruo. Entonces, y ya instaurada para siempre la desgracia de la claustrofobia, se advirtieron estos dos leves indicios compensatorios: ver aproximarse cada vez más la boca del caño a la punta de mi lengua y vislumbrar los pies de un hombre, al parecer sentado sobre la hierba, según la posición de sus zapatos. Es claro que ni por un momento caí en pensar que era yo quien había estado buceando hacia todo, sino que las cosas se vendrían de por sí, a fuerza de tanto desearlas. (Dios, yo nunca te tuve, al menos bajo esa forma de cómoda argolla de donde prenderse en casos extremos, ni siquiera como la cancelación provisoria del miedo). Así, solamente asistida por una imagen circular y dos pies desconocidos, fue cómo llegué a la boca de la alcantarilla, hecha una rana bogando en seco, y exploré la cosa. El hombre de las suelas, gruesas y claveteadas en forma burda, estaba sentado, efectivamente. Pero no sobre la hierba, sino en una piedra. Vestía de oscuro, llevaba un bigote caído de retrato antiguo y tenía una ramita verde en la mano.

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Armonía Somers Mi salida del agujero no pareció sorprenderlo. Aun sin sacar todo el cuerpo, respirando fatigosamente y tatuada por la mugre del caño, debí parecerle un gusano del estiércol que va a tentar suerte al aire de los otros bichos. Pero él no hizo preguntas, no molestó con los famosos cómo te llamas ni cuántos años con que a uno lo rematan cuando es chico, y que tantas veces no habrá más remedio que contestar mostrando la retaguardia en un gesto típico. Si acaso intentó algo fue sonreír. Pero con una sonrisa de miel que se desborda. Y elaborada al mismo tiempo con los desechos de su propia soledad, quizás de su propio túnel, como siempre que la ternura se quede virgen en esta extraña tierra del desencuentro. Entonces yo emergí del todo. Es decir, me incorporé enfrentándolo. De nuevo volvió él a echarme por encima aquel baño total de asentimiento, una especie de connivencia en la locura que me caló hasta los tiernos huesos. Nadie en la vida había sido capaz de sonreírme en tal forma, debí pensar, no solo completamente para mí tal una golosina barata cualquiera, sino como si se desplegase un arcoíris privado en un mundo vacío. Y casi alcancé a retribuírselo. Pero de pronto ocurre que uno es el hijo de la gran precaución. Hombre raro. Policía arrestando vagos. Nunca. Cuidado. Eran unas lacónicas expresiones de diccionario básico, pero que se las traían, como pequeños clavos con la punta hundida en la masa cerebral y las cabezas afuera haciendo de antenas en todas las direcciones del riesgo. Malbaraté, pues, el homenaje en cierne y salí a todo correr, cuanto me permitió e! temblequeo de piernas. El relato, balbuceado en medio de la fiebre en que caí estúpidamente, se repitió con demasía. Y así, sin que nadie se diera cuenta de lo que se estaba haciendo, me enseñaron que había en este mundo una cosa llamada violación. Algo terrorífico, según se lograba colegir viendo el asco pegado a las caras como las moscas en la basura. Pero que si, de acuerdo con mi propia versión del suceso, podría provenir de aquel hombre distinto que había sonreído para mí desde la piedra, debía ser otra historia. Violación, hombre dulce. Algo muy sucio de lo que ellos estarían de vuelta. Pero sin que nada tuviese que ver con mi asunto, divisible solamente por la unidad o sí mismo, como esos números anárquicos de la matemática elemental que no se dejan intervenir por otros. Tanto que supuse que violar a una niña sería como llevársela sobre un colchón de nubes, por

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El hombre del túnel encima de la tierra suspicaz, a un enorme granero celeste sin techo ni paredes. Y a estarse luego a lo que sucediera. Así fue cómo la imagen inédita de mi hombre permaneció inconexa, tierna y desentendida de todo el enredo humano que había provocado. Detuvieron a unos cuantos vagabundos, y nada. Mi descripción no coincidía nunca con harapos, piojos, pelo largo, dientes amarillos. Hasta que un día decidí no hablar más. Me di cuenta de que eran unos idiotas crónicos, pobres palurdos sin aventura, incapaces de merecer la gracia de un ángel que nos asiste al salir del caño. Y todo quedó tranquilo. Pero eso no fue sino el prólogo. Él reapareció muchas veces, se diría que siete, las suficientes para una completa terrenidad. Y aquí comienza la verdadera historia. El hombre de la acera de enfrente. El único que asistió a mi muerte. La revelación final del vacío. Yo vivía entonces en una buhardilla. La había elegido por no tener nada encima ni a los costados, una especie de liberación inconsciente del túnel, por si esto fuera saber psicoanalizarse. Una vez, luego de cierta enfermedad bastante larga, abrí la ventana para regar unas macetas y lo vi. Sí, lo vi, y era el mismo. Con tantos años más encima, y no había cambiado ni de edad, ni de traje, ni siquiera de estilo en el bigote. Se hallaba parado junto a una columna y, aunque nadie pudiese creerlo, tenía la misma ramita verde de diez o doce años atrás en la mano. Entonces yo pensé: esta vez será mío. Solo que su imagen no tendrá profanadores, no irá a caer en los sucios anales del delito común, al menos siendo yo quien lo entregue… En ese preciso golpe mental de mi pensamiento, él levantó la cabeza, desde luego que reconociéndome, y volvió a sonreírme como en la boca del túnel. (Dios mío, haz que no se pierda de nuevo —dije agarrándome de la famosa argolla del ruego—. Otros tantos años después del después no serían lo mismo. Solo tiempo de bajar a decirle que yo no lo acusé. Y no únicamente eso, sino todo lo demás, las dulces historias que su presunta violación había sido capaz de provocar más tarde, en toda soledad que tú desparramases bajo el cielo, cuando las horas eran propicias y las uvas maduraban en sus auténticos veranos…). Tomé el teléfono y marqué el número del negocio vecino al lugar donde él había reaparecido.

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Armonía Somers —Perdone —dije contrariando mi repugnancia a este tipo de humillaciones— habla la estudiante que vive en el último piso de enfrente… —Sí… ¿Y? —Bueno, usted no lo podría comprender. Quiero, simplemente, que salga y diga a ese hombre vestido de oscuro y con una ramita en la mano que está junto a la columna, que la muchacha que regaba las macetas es aquella misma chiquilla del túnel. Y que ya baja a encontrarlo, que no vaya a perderse de nuevo a causa de los cinco pisos que deberá hacer para reunírsele. ¡Corra, se lo suplico! —Nada más, ¿eh? — se atrevió a preguntar el tipo. —-Vaya de una vez —le ordené con una voz que no parecía salir de mis registros— lo espero sin cortar. ¡Es que ya no podrían pasar de nuevo los mismos años, nunca es el mismo tiempo el que pasa! Mis incoherencias, la locura con que le estaría machacando el oído, lo hicieron salir a la calle. Le observé mirar hacia el punto preciso que yo había indicado, mover la cabeza negando, y aumentar después el área de reconocimiento. Al cabo de unos segundos, y mientras yo veía aún al forastero en la misma actitud, volvió con esta estúpida rendición de noticias: —Oiga, ¿por qué no se guarda las bromas para otro? Junto a la columna no hay ningún tipo, ni nada que se le parezca. Esto no es un episodio del hombre invisible, qué diablos… —¡Bromas las que quiere hacer usted, no yo —le grité histéricamente— está aún ahí, lo sigo viendo! —Eso si no agarró las de Villadiego al ver que yo o usted lo habíamos pescado a punto de robarse mi bicicleta, ¿no? —¡Cállese, pedazo de bruto! —O las de cruzar la calle, no más —agregó tomándose confianza— para trepar de cuatro en cuatro a su altillito… Porque yo siempre pienso que usted duerme ahí demasiado sola y que cualquiera sería capaz de ir a acompañarla con gusto… Le corté el chorro sinfín de la estupidez con que amenazaba inundar el mundo. Y hasta descubrir quién sabría qué conexiones secretas con los demás, los de aquel tiempo qué se me había ido perdiendo entre uno y otro año nuevo, llevándose sus caras.

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El hombre del túnel Por breves minutos de marcha atrás, volví a sentir mi aire abanicado por sus alientos, algunos como el del parto de las flores, pero otros tan iguales al de esas mismas flores cuando se pudren, que casi hubiera sobornado a la muerte para que se los arrastrara de nuevo. Fue entonces cuando comprendí que jamás, en adelante, debería comunicar a nadie mi mensaje. Todo era capaz de quedar injuriado en el trayecto por el puente que ellos me tendían. Y en forma vaga llegué a intuir que ni yo misma estaría libre de caer en sus fabulaciones, que era necesario liberar también al hombre de mí propio favor simbólico, tan basto como el de cualquiera. Cerrado, pues, el trato definitivo, y mientras él seguía en la misma actitud de contemplación, sin enterarse siquiera de que el dueño de la bicicleta la sacaba del apoyo de la columna llevándosela al interior de la tienda, yo salí como una sonámbula hacia la escalera. Iría, quizás, hablando sola, o contraviniendo la velocidad normal, o en ambas cosas a la vez, cuando la mujer de color indefinido que subía resoplando con un bolso lleno de provisiones en la mano, se interpuso en mi camino. Ya antes de pretender su prioridad, se me había hecho presente con un olor como de escoba mojada con que traía inundado el pasillo. La estaba imaginando en una pata, yéndose a la oscuridad de la rinconera a colgarse sola por una argollita de hilo sucio que ella misma se habría atado en la ranura del cuello, cuando persistió en tomarse toda la anchura del pasaje. Luchábamos por el espacio vital, sin palabras, a puro instinto de conservar lo más caro, ella su vocación de estropajo, yo la boca del túnel donde iba a hallar de nuevo algo que me pertenecía, cuando no tuve más remedio que empujar. Sí, empujar, qué otra cosa. Dos veces no va uno a dejarse interferir por nadie, mientras hace equilibrios en la cuerda tirante del destino sobre las pequeñas cabezas de los que miran de abajo. Y llegó ella primero que yo, es claro. Cuando la volví a ver en el último descanso, mirándome fijamente con dos ojos de vidrio entre el desparramo de sus hortalizas, ya era tarde. El hombre había desaparecido. No diré que para siempre. Más su periodicidad, contándose desde mi violación a mi primer crimen, luego a las otras menudencias de las que él fue también principal testigo, y en las que siempre los demás actuaban de desencadenantes, se me llevó pedazos de la pobre vida que nos han dado. Es que uno merodea

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Armonía Somers por años alrededor de ese algo que nos van a quitar, y luego hasta tiene valor para esperar a que el vino se ponga viejo. Así, cuando mucho tiempo después cambié las escaleras por ascensor automático, y nadie supo en el piso de dónde venía la mudanza, casi llegué a saludar a una mujer parecida a mí que se echaba hacia atrás los cabellos en un espejo del pasillo. Dios mío, iba a decir ya como alguna otra vez en las apuradas. Pero recordé de pronto el peor y el mejor de mis trabajos, aquel de quitarle limpiamente su hombre a una prójima desconocida. Y decidí que mi pelo ya desvitalizado era una cosa de poca monta para andar a los golpes en la última puerta en busca de lástima. Hasta que cierto atardecer lluvioso, no podría decir cuánto tiempo después, el hombre del túnel volvió a aparecer en esa y no otra acera de enfrente, con el olfato de un perro maníaco que anduviera de por vida tras la pieza. Entonces yo decidí que nada en este mundo podría impedirme ya que me precipitase a su encuentro definitivo. Estaba así, sin intermediarios de ninguna especie, apretando el botón de la jaula, cuando vi recostada a la pared la escalera de emergencia. —Eso es, lo de siempre —farfullé- la atracción invencible del caño, aunque la senda normal sea ahora ésta que va y viene verticalmente con su incuestionable eficacia propia. De pronto, y mientras la puerta del ascensor se abría de por sí como un sexo acostumbrado, el pasamanos grasiento de la escalera se me volvió a insinuar con la sugestión de un fauno tras los árboles. El minuto justo para cerrarse la puerta de nuevo. Y yo hacia atrás de la memoria, cabalgando en los pasamanos tal como alguien debió inventarlos para los incipientes orgasmos, que después se apoderan de las entrañas en sazón, hasta terminar achicándose en los climaterios como trapo quemado. —¡Sí! -grité de golpe, completamente libre ya de toda carga, incluso la de los otros, que también soportan lo suyo encima. Aquel sí colgado del vacío, sin más significación que la de su arrasamiento, se quedó unos instantes girando en el aire de la caja con otros sí más pequeños que le habían salido de todo el cuerpo y me acompañaron hasta la puerta. Crucé luego la calle con el mismo vértigo con que había cabalgado la escalera, ajena a la intención de las ruedas que se me venían como si el mundo entero hubiese enfilado sus carros en busca de mis vísceras. Yo estaba sorda y cie-

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El hombre del túnel ga a todo lo que no fuera mi objetivo, el abrazo consustancial del hombre de la ramita verde que seguía parado allí, sin edad, omiso ante la obligación de correr como un loco detrás del tiempo. Fue entonces cuando pude ver fugazmente cómo el violador de criaturas, el ladrón, el asesino, el que codicia lo que no le fue dado, y el todo lo demás que puede ser quien ha nacido, abría los brazos hacia mí. Pero en una protección que no se alcanza si las ruedas de un vehículo llegaron primero. Lo vi tanto y tan poco que no puedo describirlo. Era como un paisaje tras los vidrios del tren expreso, con detalles que nunca se conocerán, pero que igualmente aterciopelan la piel o la erizan de punta a punta. —Gracias por la invención de las siete caídas —alcancé a decirle viendo rodar mi lengua como una flor monopétala sobre el pavimento. Entré así otra vez en el túnel. Un agujero negro bárbaramente excavado en la roca infinita. Y a sus innumerables salidas, siempre una piedra puesta de través cerca de la boca. Pero ya sin el hombre. O la consagración del absoluto y desesperado vacío.

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Este libro se terminó de realizar en el mes de mayo de 2021, un poco más de un año después del inicio de la pandemia del COVID- 19




Esta selección de cuentos reúne voces femeninas de nueve países de América Latina. Algunas de ellas gozan de una consagración internacional como es el caso de Elena Garro, Clarice Lispector, Silvina Ocampo y Marvel Moreno. Otras, sin embargo, están dándose a conocer gracias a la labor de la crítica y la difusión realizada por editoriales independientes. Ese es el caso de Pilar Dughi, cuya profesión de psiquiatra la llevó a explorar en sus personajes los casi indescifrables desvíos de la mente humana; o el de Cristina Peri Rossi, quien cuestiona las formas hetero-patriarcales de amar al explorar la relación sentimental entre una mujer lesbiana y una bisexual. Otro cuestionamiento revolucionario, sobre la guerra, aparece en la pluma de Marta Lynch, al introducirse en los complejos temores y vacíos que sufren los jóvenes y sus madres cuando son separados a causa del servicio militar. La lectura de este libro sorprenderá por sus transgresiones, estilos e historias novedosas, que solo una mirada femenina y latinoamericana podría concebir.


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