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Sala de armas
Lo sé, nunca fue fácil. Ni los animales ceden con obediencia. El hombre simula coraje, pero en verdad su osadía es una sombra deshecha por el sol. Yo tampoco quería morir. Contrariar el vigor de mi piel en llamas. Me cupo, sin embargo, anticiparme a los designios, no exactamente arrojándome contra las rocas, sino apenas mermando poco a poco el exceso de energía.
Hace años no pronuncio una sola palabra, simple esclavo de unos cuantos pensamientos desordenados. Al principio aún predicaba la muerte. Un sermón más dado a enumerar los encantos de la naturaleza que a señalar sus defectos. Desde enunciar nombres de árboles, sin descuidar la fauna y el mundo mineral, hasta descifrar las corrientes de los ríos. Una monotonía que disfrazaba mi avidez.
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Ahora los hijos me insisten, proponen problemas, situaciones graves para que de algún modo me aferre a la vida y me levante de la curia. Les afecta mi silencio, a pesar de los años. Pero no me conmueven sus desatinos. Esas carnes armadas en bloques a las que me habitué a llamar mis hijos no transitan ya por la trama de mi cuerpo: soy yo la única parte maldita de mi carne, y nada distinto a mí se extiende sobre la tierra. Les transmito esta esperanza con la mirada, pero ellos la rechazan.
Mi mujer combate mi lucha. Se presenta como amazona. Capaz de rasgar innúmeras veces sus senos para que no la incomoden su volumen y los litros de leche. No le expliqué mi alejamiento de la tierra. De nada serviría exponerle el doloroso encuentro con la penumbra. Ella se limitaría a extraer del suelo una fuerza que ha viajado por los desagües, para adquirir color y olores que puedan conjurar mi crimen. Como si nuestro trato continuo la autorizara a podar extremidades enfermas y deleitarse con el mecanismo de las tijeras.
Asumí todas las formas, cuando la vanidad aún me alimentaba. Girasol, guerrero, amante, señor de tierras. Ahora me sumerjo en actos remotos y los perdono. Haber abolido el amor me aseguró la soledad, el coraje de eliminar estandartes, cabalgatas y exhibiciones
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musicales. Estoy solo, y la desgracia que amarillea mis tejidos es sagrada, no imita la viruela, la mordedura de cobra, ni siquiera el colorido de un aguacate abierto por la mitad. Asesiné la inclinación al mundo, las pompas, no necesito la daga que en la mano izquierda finge administrar justicia.
Las puertas y las ventanas están bien cerradas. Casi no se renueva el aire; solo cuando surge un hijo, proponiendo las fascinaciones del universo. Cierro entonces los ojos, para que ni la luz del sol me distraiga. Y otra vez, bajo la protección de la penumbra, regreso a la tarea de fijar los ojos en el techo. A pesar de esta vida de reserva tan secreta, en la que solo me habitan las larvas sumergidas en la humedad, se acumula en mi cuerpo una extraña energía.
Me preparé minuciosamente para este viaje. No venceré mares, ni sobresaltaré mi corazón con probables naufragios. Asumo el asunto más delicado e intransigente: mirar el techo y deleitarme. Me resguardo así de las tentaciones sonoras, del imperio de la luz, de las criaturas. Mi seguridad está clavada en el techo, la forma que inventé para mi comodidad cuando sea inmortal.
Lo sé, es una obsesión, una flor proscrita de los terrenos saludables. Pero la vejez es despiadada, condena los gestos que su cuerpo ya no reproduce, o las agitaciones epidérmicas de donde parten, inconsecuentes, las manifestaciones de la vida. Censura la movilidad, el temporal de la selva, los cuerpos jóvenes.
Quiero morir con los ojos abiertos, contemplando el techo, sus escudos mágicos, su aristocracia de madera. Allí se plantó mi historia, una concentración de zumos, color de azafrán, tintura real. Todos los capítulos que la memoria consintió, desde mi nacimiento hasta la decisión de inmovilizarme aquí y construir castillos, represas, inmensas ollas de cobre fundido sobre el yunque. Y no fue fácil unificar la dispersión de toda una vida, vida ahuyentada por el sonido de las flautas, en los objetos del techo.
Alli están estampados mis encantos. A cada minuto los miro. Solo en el suelo soy desleal a este destino. Pero esas horas son breves. Casi no duermo, y procuro ser parco en el comer. Trabajé día y noche para traer a casa mi eternidad. Siempre me habitó el temor a la muerte. Luchaba contra tal flaqueza despidiéndome de la vida. Un trabajo peregrine, de rodillas en el suelo y ante el aire enrarecido por las lluvias.
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Mi mujer pensó al comienzo que mi interés en renovar el techo de la sala obedecía a un capricho. Yo me movía entre la sala y el galpón, al que nadie tenía acceso. Siempre disimulando mis gestos, les reservaba mi verdad como un raro donativo. A veces me permitía los últimos paseos por el campo. Sabiendo que serían mis lecciones finales. Me iba despidiendo, aunque me preguntara, ¿estaré ya listo para abandonar el paraíso de frutas, los nísperos y los robles gigantes, las aguas de un río cuyo nacimiento conocimos y que vimos perderse en la amplitud de sus ondas? Había el peligro de empezar a amar la vida después de celebrar cada visita a la tierra. El hábito de contagiarme de la armonía en crecimiento, como si yo fuera joven, un fauno sagrado, y me cupiera imitarlo.
Cuando volvía a casa, la mudez me protegía. O usurpaba palabras ya ajenas, las había perdido con modestia y no luchaba por ellas. Los lujos decían, también un día partiremos. Insinuaban así, aún integrados a la jerarquía, que tal vez pronto podrían imitarme, pues a su juicio yo no habitaba ya la casa, hacía mucho que los había abandonado.
Les hacía ver que el poder no se situaba en el centro del trigo, en el círculo de la tierra, o en las manos hábiles del artesano; no se hallaba en parte alguna. Los quería divididos, venciendo asperezas. Yo había sido el barro, ellos serían utensilios liberados después del paso por la manufactura. Conocía mi camino. Entre dolor y espanto. También yo había heredado de mi padre la fatiga de vivir.
Él me había enseñado que jamás lo imitara, si sus inquietudes ante la amenaza de la muerte me molestaban. Nunca renunciaría a su suprema vocación por los hijos. En la tradición de su casa, el amor era un amplio destino. Se había unido a mi madre, sí, pero ambos rechazaban la convivencia, el deber diario de confrontar rostros, cuerpos, y el ruido siniestro de las vejigas desaguando. No exigió a sus hijos devoción al cultivo del campo; no obstante, ninguno dejó de obedecer a la fatalidad de la tierra. Algunos, diligentes al extremo, araban hasta bien entrada la noche. Mi padre escuchaba su labor solitaria sin preguntarles qué razón los movía a someterse así a sus destinos. Aunque no dejara de imprimirse en sus rostros cierta hermosura, y aquellas inciertas marcas vagaran por los cuartos y la sala, donde mi padre, sumergido en la inmovilidad, ordenaba silencio a su propia sangre.
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Y cuando empezó a enflaquecer, se dedicó a abrir una gran cavidad en el claro más iluminado del bosque. Allí, el sol no permitía sombras. Y, porque no aceptaba ninguna ayuda, el trabajo le tomó sus últimos años. Arañaba el suelo con una azada del tamaño de una mano, con tan cuidadosa lentitud que se dijera era su propia respiración, antes que la azada, el instrumento utilizado para remover la tierra. Sonreía ante cada trozo arrancado. Había prohibido visitas que profanaran lo que sería ahora el paraíso.
Una noche fui a ver su trabajo, cuidando de que no me siguieran, y durante una hora lo imité, avanzando algunos centímetros en la conquista de la tierra. No quería que él supiera que había participado de su festín. Después limpié el azadón, barrí el suelo, dejé todo como estaba antes. Pero sentía temor, como si mi padre, junto a mí, censurara una hazaña reservada a los dioses. Decía para mis adentros “solo quiero ayudar, padre”. Mi sudor negaba esa verdad. El misterio de mi padre ingresaba en mi vida y yo me apiadaba. ¿Pero qué piedad siniestra era aquella, que me hacía obrar como un ladrón y arrojar la azada al fondo del río para que él nunca la descubriera?
A la mañana siguiente se acercó, con gesto serio. Cargaba un saco lleno de tierra, cuyo peso había dejado marcas en su espalda. Me llamó y, mirando al cielo, pareció dirigirse a alguien, no sé a quién; pero yo entendía sus palabras: traje de vuelta lo que es tuyo, de mi tierra cuido yo. Y sostuvo siempre que probablemente esas palabras no habían sido pronunciadas para mí, pues a medida que avanzaba en el trabajo perdía el hábito de hablar.
Planeó el banquete, y lo celebró solitario. Cuando el hueco era ya lo suficientemente grande para que cupieran él, su cama, algunos utensilios de cocina, sus armas de caza, un puñado de semillas, su perro y su caballo, ambos valientemente sacrificados por él, e inclusive sus trajes, murió. Lo colocamos entre sus cosas y lo cubrimos con la tierra que había removido. Yo era el único que no lamentaba su pérdida. No debía perder detalle de la ceremonia, para investigar al hombre que enterrábamos, en cuya cara se reflejaba el tormento del orgullo. Y mientras cubríamos su rostro, comprendí que habría de seguirlo un día aquel que hubiera profanado su sepultura, manchado sus manos en el suelo prohibido, escuchado sus advertencias y temido siempre a la muerte. Me elegí entonces para imitar a mi padre en su excentricidad.
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Muy pronto empecé a inclinarme a la avaricia. Y no por amor al dinero, sino a su poder de cambio. Tanto, que lo podía retener junto a mi piel sin que su prodigio me embriagara. Fui reuniendo plata, oro, tierras, animales. La abundancia brotaba de mis raíces hasta que decidí fijar en el techo los objetos amados, buscando que los hijos no pudieran extraer del techo, sin demoler la sala, lo que allí había plantado como semilla.
Trabajé en secreto. Y antes de instalar en aquel sitio mis tesoros, obligué a mi mujer y a mis hijos a abandonar la región por espacio de cuarenta días. Después de su partida, amarré los animales a lo largo del patio que separaba la casa del galpón, tan unidos entre sí que sus cabezas se confundían. Y los adorné con ramos de olivo, hojas de roble y espigas de trigo. El patio se convirtió en una floresta que yo recorría con aires de emperador.
El último día libre, y habiendo terminado mi trabajo en el techo, me interné en el bosque. Fingí cazar, ejercité los músculos como un atleta. Lentamente llegaba a su fin mi larga labor. El retorno de la familia sería mi aviso. La despedida. En el techo había pretendido instalar también el retrato de la naturaleza que durante toda la vida había ido coleccionando. Allí estampé el drama, la limpidez de la tragedia, la forma de las legumbres y las frutas, mis viejos gestos serviles, y otras condenaciones salvajes. Nunca se confió a un hombre tanta riqueza.
El aviso en la puerta decía que, aunque lo juzgasen extraño, me concedieran el derecho de vivir según mis estigmas. Quien no estuviera de acuerdo, o hallara insensata mi decisión, debía marcharse de la casa. No le faltarían autorización ni dinero. Los hijos, no obstante, perdidos en la inocencia, profirieron en insultos; era su forma de pedirme socorro. Mi mujer no dijo una palabra. Me tocó en el hombro, cerró mis párpados como se cierran los ojos de los muertos. Con su profundo disgusto quería decir que, desobedeciéndome, me estaba bajando a la fosa en aquel preciso momento. Por largo rato nos contemplamos, y cuando al fin dejó la sala para nunca regresar, tropezó conmigo como si fuera ya una sombra. Habíamos muerto el uno para el otro. Aun así, yo temía ser débil durante los primeros años; empeñarme en traspasar paredes, salir de casa, mirar otra vez el sol. Declaré entonces ante un notario que mis hijos tendrían derecho a la herencia si me impedían a todo trance, aunque enfer
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mara gravemente, o suplicara, abandonar alguna vez los límites de la sala. A cambio del arsenal de plata, espiarían cualquier flaqueza súbita que surgiera en mi como un tumor.
Se alternaban noche y día, hasta que al cabo de los años comprendieron la inutilidad de su vigilancia. Mi única pasión era acostarme en la cama, que había hecho instalar en la sala, para desde allí contemplar mejor el techo.
Nunca han dejado de visitarme. Me transmiten avisos, señales de la prosperidad de la tierra, o de los desvaríos de la naturaleza. Y me traen ramos cargados de frutos recién nacidos, huevos sucios de paja y sangre, leche olorosa a vaca; se esfuerzan en probarme la perseverancia del crecimiento, para que no me olvide del mundo exterior.
Siempre les agradezco con la mirada, aunque deberían odiarme por los surcos maduros que cincelé en sus cuerpos, y que aceptaron, pues, como ovejas habituadas a la eliminación anual de su lana. Tal vez presientan que estamos destinados a conductas insólitas. Acaso, lejos de mí, porque soy sombra y deseo representarla, se pregunten: ¿Quién entre nosotros habrá de subir a la cruz, clavarse manos y pies con clavos de brillantes, y hacerse su heredero universal?
Ya la cólera debe haberlos invadido. Sus rostros ya no son los mismos. ¿Y cómo habrían de esquivar esta herencia, que vino de tan lejos? Tal vez nacida en la competencia de los ancestros, todos devotos de la muerte, la vigorosa amada. Y tanto se inquietan mis hijos, que ni el dinero los rescata de la culpa. También ellos se tornan exóticos. A juzgar por lo que dicen, confiaron sus vidas a ciclos experimentales, cultivan en el estómago contornos difíciles, un modo de expresarse cercano al dolor, y pusieron en su alma sentimientos fluctuantes entre la avaricia, la mezquindad, el descrédito de su propia clarividencia. Se entregan a rituales en los que sacrifican plantas, animales, y todo cuanto los pierde. Adensan sus misterios y dejan pegadas a la tierra sus campañas siniestras.
A veces me confiesan: somos tus hijos. Uno de nosotros, heredero de tu iniquidad, ha de enterrarte con sobriedad ejemplar. Sí, me enterrará usando una escalera, disponiendo de equilibrio, fuerza y poder de mando, pues tras la labor de carpintero, a la mano están el martillo, los clavos y el serrucho; ordenará el abandono de la casa.
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Esas fueron siempre mis órdenes. Nadie debe regresar a este retiro después de mi muerte, a menos que festejen otra partida y el entierro sea indispensable. Únicamente los de mi sangre reposarán a mi lado.
Sé que mi mujer no me acompañaría en la pira. Cumpliendo su promesa, jamás volvió a la sala. Nunca pronunció mi nombre, ni preguntó por mi salud, cuántas costras habían surgido en mi cuerpo después de tantos años. Tal vez, exultante, me imagine muerto. Aunque no alimente por mucho tiempo esa esperanza. Nos vigilamos como si nos viéramos, de algún modo oscuro aún nos fecundamos. Me habitué a sus pasos, recorriendo el pasillo construido dentro de la sala para que ella pueda trasladarse a la cocina y a otras dependencias sin tener que verme. Tanta furia llega a ablandar mi alma. Percibí a lo largo de los años que sus pasos se transformaron, ha perdido la agilidad que ostentara como arma en su época de oro. Sin duda por no pedir socorro, se ampara en los salientes de las paredes. Debe proteger sus ojos del sol para llegar a la cocina. La imagino gorda, aletargada, copiando de las vacas su doctrina de mansedumbre.
Muchas veces cesan por completo sus ruidos. Me quedo sin saber si viajó, o está recogida en su cuarto, o si me precedió en la muerte. Sería su venganza anticipárseme en el acto clásico. Los hijos no osarían sugerir que se la enterrara en la casa, pues he de ser el primero en inaugurar el camposanto armado dentro de la sala. Ni me comunicarían su deceso. Saben mi determinación de ignorar los quehaceres y combinaciones del mundo, e incluso su intensa armonía.
La oigo carraspear en las noches. Tal vez fumando demasiado, o simplemente sufre las dificultades de su cuerpo en descomposición. A cada crisis de tos sobreviene un silencio espeso. Como si apretara la boca contra la almohada y se hundiera entre las mantas, sepultando así las voces de la vida. Pretende torturarme con conductas clandestinas, quiere que de algún modo se establezca entre nosotros un código agonizante. La sé viva, y pienso que alimenta contra mí un odio tan frondoso como un árbol. Pero decidí matarla, y también a los hijos y a mí mismo. Les debo apenas la caridad de una sopa cada vez más suave. Estoy cercado de muertos y de una compasión impropia.
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El primogénito me demuestra más cariño que los otros. Aún conserva una energía que le permite sentimientos intensos. Tal vez el amor sea el misterio de más fácil asimilación. No le guardo gratitud por un afecto que necesita distribuir como abono, para no sofocarse. Es su deber señalar su paso por la tierra. La vanidad lo impulsa a pensar que ama. Y, como el amor es una inquietud pasajera, miro al lujo, observo su aflicción.
Él insiste en hablarme. Quiere extraerme palabras, mágicos intercambios, secretos que también lo salvarían. Con breves gestos, le expreso mi enfado, le hago entender que mi actitud y el techo no son producto de una equivocación. No soy víctima de un hechizo, y hago entonces la señal de la cruz, ahuyentando así los demonios que según él me poseen. Debería haber supuesto que algún día yo habría de seguir el destino de mi padre, siervo también de una pasión. Le preocupa el abandono de la casa después de mi muerte, pues su madre se rehúsa a dejarla, insiste en que ahí ha de quedarse para que yo no disfrute en silencio mi egoísmo. Mi mujer no hace parte de mi asfixia, de mi alejamiento de la tierra. Yo en Egipto, ella en Mesopotamia. Unos hijos urdidos en encuentros nocturnos. Pero, ¿en qué parte de mi memoria, o de mi cuerpo, se pierden las alegrías de mi antigua carne exaltada? La disculpa de haber sido feliz en mis verdes años no me exime ya de la certeza de otro reino. Afirmé, valiéndome de gestos, que mi interés por ella me llevó a reservarle desde el comienzo, para cuando muriera, un lugar en el techo. Y no un lugar clandestino, gracias a mi piedad. Construí su cajón de un tamaño igual al mío. Había pensado que tal vez quisiera llevarse consigo algunos objetos menudos, unas plantas, un escarabajo disecado, incluso la bola de cristal, regalo de bodas, en cuya profundidad se sumergía de inmediato, para retornar con un rostro limpio, de transparencia nunca revelada de nuevo, por más que yo la observara. Fue entonces cuando comprendí que algún día nos separaríamos, sí, pero que la culpa no sería de ella ni mía. Ella creyó en la inmortalidad de la vida, yo, más siniestro, inventé la inmortalidad de la muerte y me preparé para el banquete.
También los hijos deben acompañarme. Les basta con mirar el techo, contar el número de cajones que tuve el cuidado de instalar allí, para no sucumbir a la concentración de los cuerpos. Nunca pensé
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que fuera la tierra el único destino de un hombre. Preferí imitar al águila, instalar el nido sobre el lugar donde siempre comí, me afeité, pelé naranjas.
Mis gestos escasean cada vez más, la fuerza los abandona. Pero no me canso de mirar con codicia el techo, lleno de cajones: las vigas que cruzan aquel campo de madera les aseguran una relativa eternidad. No, apuesto a que no será fácil enterrar a ninguno de nosotros. Pero todos me hacen sentir que este extraño amor se cumplirá. Más que a ellos mismos, los cajones se asemejan a escudos de perreros, monopolizadores de sombras y actos heroicos. Sobre cada uno marqué un nombre. Para que no vacilen al elegir.
El primogénito me mira entristecido. Tal vez sondea discretamente el espesor de mi carne. De qué modo mis huesos se despojan, obedeciendo a un voto. Ya es fácil contarlos. Muchas veces mi incertidumbre es tan agónica que lo veo llamar a toda prisa a sus hermanos. En cuanto llegan dudan de mi vida, se muestran seguros de que he muerto. Aun así, buscan un espejo y el cristal les revela mi tenue respiración, los temblores sucesivos, sensibles como una mirada fija; comprenden entonces la insistencia con que, a pesar de una vida dudosa, me empeño todavía en contemplar el techo, la eternidad enraizada. Luego que vuelvo a la vida, el grupo se dispersa. Saben que mi muerte se aproxima. En cuestión de horas, acaso de días, no viviré. También a mí me seduce esta esperanza. Son siempre ansiosos los exámenes a que me someten. Pero, a pesar de mi intensa pasión, la muerte no parece desearme. Unas horas más, unos días; lo sé. Ah, qué difícil es aguardar.
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