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El vengador errante contra el enemigo público número uno

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Claribel Alegría

Claribel Alegría

El vengador errante contra el enemigo público número uno

Durante años fui asesor literario de la Biblioteca Pública Nacional. Un hombre pensante, allegado a la intelectualidad del país: novelistas, filósofos, poetas, ensayistas. Realicé una extensa labor en pro de la cultura, y abrí el sendero del éxito a muchísimos escritores y artistas desconocidos, quienes leyeron textos, recitaron versos, exhibieron obras de arte, desataron encendidas polémicas en tan ilustre centro del saber. Pero ahora vivo en la clandestinidad y la zozobra. Me dicen El Vengador Errante, y mi retrato hablado se publica de vez en cuando en los periódicos.

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Fui un hombre sobrio, tranquilo, sin compromisos ni pasiones políticas. Un ciudadano normal, que respetaba su hogar y declaraba sus impuestos juiciosamente. Ahora soy un fugitivo que lucha contra el enemigo público número uno. Y que todos lo sepan, ¡no descansaré hasta aniquilarlo!

Trabajaba en la Biblioteca Pública Nacional, dije. No era un primer, ni tampoco un segundo asesor, y por lo tanto, permanecía en mi cargo, libre de intrigas durante los cambios de gobierno. Directores, subdirectores y secretarios nombrados por influencias políticas, figuraban un tiempo. Concedían reportajes, anunciaban reformas, ofrecían cocteles, asistían a encuentros literarios. Luego se marchaban, a desempeñar funciones más importantes, generalmente en la diplomacia. ¿Quién hacía todo el trabajo? Un servidor, naturalmente. Modestia aparte, durante veinticinco años, el peso moral de la institución recayó totalmente sobre mis hombros.

Aunque trabajaba el día entero y a veces parte de la noche, lo hacía con infinito placer. Y ni el mismo presidente de la Real Academia de la Lengua tenía al alcance del intelecto tanta información y sabiduría como yo. A mi disposición, millones de volúmenes; la mayoría reservados únicamente a mis ojos, puesto que las salas de lectura estaban a disposición del público seis días a la semana y en

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horas laborables. En mis ratos libres solía recorrer salas y estanterías, para mirar encuadernaciones, viñetas, fechas de edición, pies de imprenta, número de ejemplares. Aspiraba el inconfundible aroma del papel, reconocía los pegamentos — colbón, uvita de playa, goma arábiga, cola, engrudo— y me deleitaba con letras góticas y cantos dorados. Si un libro me fascinaba, lo llevaba a casa. Huésped dilecto, a quien reservaba la cabecera de la mesa y agasajaba con excelente licor, tabacos rubios, café, exquisita cristalería.

Durante una semana, todas las noches, yo leía en voz alta el libro invitado. Mi segunda esposa escuchaba, atenta y reverente, hasta el momento de retirarnos a descansar. (La primera, Dios la guarde, murió debido a un mal adquirido a través de las hojas de un antiguo ejemplar de las Reminiscencias de Santafé y Bogotá, desgraciadamente enmohecido por los años y las raíces del virus que infectó su pecho y laringe ahogándola en una sola noche.)

Muchos años, pues, viví en el mundo de mis sueños. Ignorando que la perfección se deslizaba entre mis manos. Sucedíanse uno tras otro los gobiernos. Democracia, dictadura, Frente Nacional, democracia. Y mientras la violencia y el caos galopaban por el mundo, yo —oculto entre mis libros— vivía en idilio ininterrumpido con las letras. Iba deslizándome de un ciclo a otro, sin que ningún arribista envidiase mi cargo, o los políticos de turno me considerasen ficha importante para mover o destruir. Y como el suscrito jamás quemó letras de imprenta o habló en televisión, bibliotecarios e historiadores daban por hecho que mi sueldo básico no tenía suficiente enjundia, para respaldar una vocación meritoria.

Fue durante la pasada administración, en víspera de jubilarme, cuando una nueva directora emprendió realmente los cambios anunciados por otros funcionarios durante décadas. Encontraba las instalaciones obsoletas, inadecuadas a las necesidades del público moderno. ¿Para qué tantas salas de lectura?, fue su primera opinión oficial. ¿Para qué un gran auditorio? En su sentir, todo estaba errado en el edificio. Leer ya era un desperdicio de tiempo. Los estudiosos necesitaban información resumida. Efectividad, rapidez, simplicidad. Una pequeña sala de música bastaría para complacer a los idiotas que al final del siglo XX siguen creyendo en la poesía. Ella, esposa de un industrial, encontraba despreciables palabras como soneto, alejandrino, odas, madrigales, amor.

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—La gente no acude más a recitales —dijo—: si acaso a conciertos, y al teatro, si hay actores desnudos en el escenario. La televisión es lo importante ahora. Los programas de acción son muy estimulantes ¡sangre y puños! y las novelas seriadas entretienen a fondo. Únicamente a los chiflados les da por la rima y el verso. A conferencias y lecturas apenas asisten unas cuantas viejas ociosas y los desocupados que se llaman a sí mismos escritores, intelectuales. ¡Vestir santos y adornar iglesias pasó de moda! ¿Y quién dijo que escribir es una profesión? Me río.

Era una mujer robusta, de aspecto wagneriano, afecta a trajes sastres, autos antiguos, zapatos cómodos. Tenía el cabello teñido de rubio ceniza y acento extranjero, disculpado a cada momento, “Papá fue embajador en Italia y yo nací en Roma. Íbamos de vacaciones a las islas griegas.” No necesitaba opiniones, ni debates. Un tercer asesor, enamorado de los libros, no significaba nada para ella. Yo era un asistente más a la reunión que había citado para anunciar reformas en la Biblioteca, y presentarnos al arquitecto contratado (un genio del oficio), quien revolucionaría la concepción de las edificaciones destinadas a impartir cultura.

El arquitecto, enjuto representante de las nuevas generaciones, arete en la oreja izquierda y ojos suavemente maquillados, que como buen especialista vestía jeans y no leía absolutamente nada, realizó con entusiasmo su trabajo renovador. Las salas uno, dos, tres, y el auditorio fueron derrumbados para construir un enorme salón, en donde se programarían recepciones multitudinarias, exposiciones bibliográficas, subastas y muestras de arte, eventos atractivos a la alta sociedad capitalina, en donde brillaría majestuosa nuestra directora.

La remodelación, debido al papeleo, tardó demasiado.

Al llegar a su término cambió el gobierno, y fue nombrado director un vocero de la nueva clase dirigente. Debido a la inflación, al endeudamiento del país con la banca internacional y al panorama local ensombrecido por el desaforado crecimiento de las guerrillas y el insólito fortalecimiento de grupos criminales integrados por traficantes de narcóticos y de armas, que sostienen ejércitos privados e incrementan la violencia, la política de los nuevos gobernantes exigía al pueblo austeridad. Renunciación. A nivel de la biblioteca, esto traducía congelación salarial y recortes drásticos al presupuesto.

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Las actividades ostentosas quedaron eliminadas. Así, la institución tenía una zona social temporalmente inútil, una diminuta sala de música para cumplir funciones de auditorio, deudas cuantiosas y más de trescientos mil libros inapreciables pudriéndose en el sótano.

En las secciones destinadas a la lectura, se habían instalado circuitos cerrados de televisión y computadores. La información debidamente seleccionada, resumida. Ahora, basta apretar un botón para conocer lo esencial de un tema. Y el nuevo gobierno capitaliza la incorporación de la tecnología a la Biblioteca Pública Nacional como una innovación destinada a educar a las masas en tiempo récord, proporcionándoles conocimientos rápidos y exactos sin la barrera de los libros.

Un día, ocioso, y para no rechazar de antemano los adelantos científicos, resolví hacer una consulta en los cubículos que reemplazaron a mi sala de lectura favorita. El autor no tenía discusión. Las mínimas reglas de cortesía indicaban rendir homenaje al príncipe de las letras castellanas.

Y he aquí la información obtenida al pulsar los botones y formar en la pantalla del televisor el glorioso nombre: Cervantes Saavedra, Miguel de - Figura máxima de las letras españolas - N. en Alcalá de Henares 1547 - M. en Madrid 1616 - Paje de eclesiástico - Soldado batalla Lepanto - Manco - Ex presidiario - Obra cumbre: Aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha - A su autoría se deben: Trabajos de Persiles y Segismunda - La Galatea - Novelas ejemplares - El amante liberal - Rinconete y Cortadillo - y otras obras que no añaden nada a su gloria.

Insistí una y otra vez. Pero, los datos no aumentaron o cambiaron una sola frase. La pantalla proyectaba sus traidoras letras verdes con una flecha. Consulté Diccionario Larousse Ilustrado - Enciclopedia Británica - T. V. videocinta Cervantes serie treinta capítulos. Frenético seguí de botón en botón, para descubrir que todos los genios de la humanidad estaban condensados en los mismos términos insultantes. Despreciativos. Homero, Sófocles, Esquilo, Omar Khayam, Shakespeare, Tolstoi, Dostoievsky, José Eustasio Rivera, Garcilaso, Calderón, Kafka, Saint Exupéry, Li Tai Po, Faulkner, Conrad,

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y así todos los titanes que han enriquecido con su talento el mundo de las letras y elevado el espíritu colectivo del universo; reducidos a líneas e información de cápsulas, para alimentar a través de computadores la gélida pantalla de un televisor.

Yo había cumplido mi tiempo de jubilación. Acogiéndome a ello, presenté renuncia irrevocable al cargo oficial y me dirigí a casa, en busca de paz y comprensión para mi humillado intelecto. En mi ser gestándose un odio feroz hacia el modernismo y su elaborada tecnología, concentrado en su máximo exponente: la televisión. Al fin y al cabo, los computadores son oprimidos obreros del sistema. Esclavos del vasto imperio del maquinismo.

Hasta entonces yo había compartido vida y sueños con mi esposa. Juntos pasábamos las noches en compañía de autores eméritos, dedicados a leer, releer y analizar textos escogidos. Cuando salíamos, era a disfrutar películas famosas en la historia del cine, a la ópera o al teatro. Y no faltábamos a los eventos programados en la Biblioteca. Porque juraba, inocentemente, que al retirarme, obtendría reconocimiento y honor a mis ideas y planes de la mujer que ostenta mi apellido. Había llegado el momento justo de surgir, a mi vez, como un destacado crítico literario, teniéndola a ella a mi lado. Esposa-inspiración-secretaria-media naranja- mensajero- compañera-fortaleza. Dinero, aunque moderado, no faltaba. Aún tengo en el banco ahorros de treinta años. Sin contar la jubilación.

Pero no habían transcurrido seis meses cuando la demoledora realidad me abofeteaba. Mis ojos fueron obligados a mirar la infamia entronizada en mi propia casa. Aquella mujer a la que ofrendé mis mejores años, y quien se había mostrado irreversiblemente fascinada con el universo literario, no era otra cosa que un espíritu mercenario. Vivía conmigo para disfrutar un status social, apellido extra, la diaria subsistencia gratuita. Cuando le informé sobre mi renuncia a la Biblioteca y la decisión de convertirme en crítico eximio, no encontré apoyo o admiración. Únicamente vejámenes insidiosos. Opiniones ofensivas que se repetirían incesantemente —desayuno- almuerzo-cena— y una serie de motes que recorrían la casa, la manzana, toda la urbanización, y eran propagadas burlonamente por los dependientes de cigarrería y panadería y las domésticas vecinas. Síntesis de lecturas no digeridas por mi mujer y de las cuales tenía empacho.

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Inepto desconsiderado esbirro orate coxis filisteo Caifás berilio onomatopeya minarete isótopo-de-boro mercachifle metílico ovejo-gusano-buey vermiforme ajenjo sucedáneo áspid polimio corrosivo infecto miasma contaminante

Soporté los insultos sin chistar, hasta que ella —ella misma, presuntamente alma gemela, sin el menor decoro—, me lanzó al rostro la más perversa humillación. No solamente odiaba leer y escuchar leer, sino todo lo que la literatura significaba. Era una mujer moderna, avanzada, sin prejuicios y como tal televidente nata. Veía, una tras otra, las telenovelas del medio día. Si había aceptado perderse los seriales de la noche, ello era porque mis viajes compensaban el tiempo malgastado. Total, en una telenovela de siete meses y tres días, es posible tomar el hilo en una semana, o menos. Y entonces, desafiante, ya que un bibliotecario jubilado no le merecía el menor respeto, ella pisoteó alevosamente nuestros diez años de matrimonio. Entró al cuarto de planchar, removió sábanas y fundas, enseñándome triunfante el televisor a color. El mismo artefacto que consistía su dicha y razón de existir. Odiado rival que colmaba sus horas y ansias románticas, mientras que yo dictaba aburridas misivas, clasificaba donaciones, lidiaba funcionarios irascibles, asistía a inauguraciones o viajaba a supervisar bibliotecas ambulantes, en pueblos y ciudades alejadas. Me había mentido. Nunca leía los volúmenes que con tanto amor le recomendaba. Examinaba diez, veinte páginas, al azar. Citaba unos párrafos, exclamaba ¡gran libro! y me dejaba satisfecho. Y yo, ávido de nuevos autores, considerándola mi alter ego, nunca albergué la menor sospecha.

Fue al reconocer a ese enemigo taimado, mortal, que se había posesionado de mi casa y de mi mujer, cuando descubrí la existencia de El Vengador Errante. Incubado en mi interior meses atrás, después de mi ominoso enfrentamiento con la técnica, surgió violenta y repentinamente, de la misma forma que la diosa Atenea hendió el cráneo mayestático de Zeus y se precipitó al exterior, armada de lanza, casco y escudo, lanzando gritos de guerra y victoria.

Soy El Vengador Errante. Yo-ese-mismo. Apodado también el brazo justiciero.

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La sombra que tanto fastidia a los alcaldes menores, los inspectores de Policía y los amantes incondicionales de la imagen. ¿Les sorprende? Entiendo muy bien. Las apariencias engañan.

En rigor, parezco un hombre del montón. Mi mujer, a quien le han destruido cinco televisores en dos años, ni siquiera lo sospecha. Resulto demasiado anodino para ella; no me perdona haberla abandonado. Me considera, en su estulticia, un hombre menos que mediocre. Pero soy El Vengador Errante. Me he sumado a la estirpe de los héroes y luchadores justicieros, ahora en desuso. Y en aras de la clandestinidad prefiero omitir caballo, espada, maza, capa, yelmo, escudo y armadura. Aunque en mi corazón viven — en sagaz armonía— un Caballero de la Triste Figura y Carlos XII y Perseo y Amadís de Gaula y Robin Hood y Fan Fan La Tulip y Bayardo. Todo sin miedo y sin tacha.

Sin embargo, la sensatez exige qué yo, el último de los héroes, permanezca incógnito y sacrificado en aras de mi lucha personal contra el enemigo público número uno. El mayor asesino y depredador de nuestro tiempo, que a diario pulveriza el gusto por la lectura, la unión familiar y la alegría de la conversación, modelando autómatas y entrenando futuros consumistas. Siervos de la ignorancia y la violencia.

Yo debo esconderme tras el uniforme de las masas, la tela jean que disimula la pobreza de jóvenes y desempleados —lo mismo en Bogotá, Madrid, Nueva York o Hong Kong— y permite a los opresores alternar codo a codo con los explotados. Bajo el traje azul desteñido, los zapatos tenis, el morral y el cabello a la moda del momento, ¿quién lograría reconocerme? No me falta el cigarrillo ladeado en los labios. Luzco el arete afeminado, rutilantes pulseras, collares de mostacillas. Soy cualquiera. Y nadie. Como un hippy envejecido, un cineasta sin trabajo, el operario de una marquetería o un publicista en decadencia. En realidad, El Vengador Errante, deslizándome entre la noche y la niebla citadina, espiando tras los ventanales, demoliendo antenas y televisores, igual en grandes mansiones que en ranchos de invasión. Justo y equitativo.

Lo más importante es la ruana o bufanda o el chal. En donde logro camuflar por breves instantes las armas que tanto atemorizan a las autoridades, comerciantes y televidentes fanáticos. Ni ametralladora, ni pistola, ni explosivo, ni machete. Improviso según las circunstancias. Ladrillo, piedra, fierro, teja, baldosín. Y nadie me 133

atrapará in fraganti, ya que trabajo solo y en horas impredecibles, cuando la gente aún llena la ciudad o acaba de apagar el televisor.

La fuerza pública, en sus requisas callejeras, solamente encuentra los tirantes de caucho, malva y naranja, que cruzan mi pecho y están a la vista de todos. Los toman como un estrafalario adminículo, propio de un viejo comodón o un exhibicionista. Jamás pensarían que suplen el arco, la ballesta, la misma espada, y resultan muy fáciles de utilizar. Basta ubicar el proyectil, colocarlo rápidamente y lanzarlo con la debida puntería. En tal disciplina ni el mismo Robin Hood me ganaría, ya que mis manos se han fortalecido y agilizado. Setenta y nueve mil dieciocho televisores destruidos en el último año así lo confirman. Llevo las estadísticas. Dice la policía, noventa mil. Únicamente que los otros perecieron a manos de maridos oprimidos, madres desesperadas y otros sanos imitadores, que de motu proprio se adhirieron a la causa. De mi cuenta, en un momento serán setenta y nueve mil diecinueve televisores hechos añicos el año en curso. Y no he contado mi trabajo anterior, para no resultar jactancioso. Mientras usted lee este cuento, yo me encargaré de asestar otro golpe mortal al enemigo público número uno que — como la hidra de Lerna— suele multiplicar sus espantosas cabezas en un instante. ¿Vio? Se ha quedado usted sin televisor. ¡Se lo advertí! Espero que aprenda la lección y se abstenga de adquirir un nuevo modelo. ¡No despilfarre su dinero! El Vengador Errante nunca baja la guardia ni se rinde.

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Nicaragua

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