Cautivo de las tinieblas, Capítulo 1

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Cautivo de las tinieblas

Jorge A. Garrido


Cautivo de las tinieblas © 2012 Ojos de Reptil © 2ª edición ISBN: 978-84-686-1402-1 ISBN ebook: 978-84-686-1446-5 Registrado en Safe Creative Nº de registro: 1208242166501 Corrección y maquetación por Jorge A. Garrido. Diseño y creación de la ilustración de las tapas por Alba Prieto Impreso en España www.delaplumaalaweb.com delaplumaalaweb@gmail.com Cualquier reproducción, total o parcial, de esta obra, así como su divulgación por cualquier medio o la creación de obras derivadas, necesita de la expresa autorización por escrito del autor Todos los derechos de esta obra quedan reservados a Jorge A. Garrido


Prólogo

Cautivo de las tinieblas es una obra de corte épico fantástico desarrollado en un mundo original y ficticio, habitado, en el tiempo en el que suceden los hechos de esta novela, por únicamente dos especies inteligentes: Humanos y dragones. Otras criaturas han desaparecido del continente por un motivo u otro; algunas extintas, otras incluso expulsadas por los mismos dioses que un día les dieran la vida. De este modo, los últimos herederos de Felácea se repartieron dicha tierra conscientes de que los hastiados dioses acabaron por darles la espalda, abandonándoles a su suerte. Éste es su hogar, una vasta extensión de tierra rodeada por peligrosos y bravos mares, así como varias islas al oeste y este y una enorme escisión del continente al sur llamada Tántaba, la cual parece alejarse muy lentamente con el paso de los años. Tampoco habría que olvidar las inmensas formaciones montañosas, como las cordilleras que dan nombre al Corredor de Gabi, las montañas Gares o la increíble elevación conocida como El Trono de los Dioses, cuyo pico se pierde por encima de las nubes lejos de la limitada visión de los humanos. Llanuras y valles terminan por completar una tierra rica y fértil regada por multitud de ríos que la segmentan en numerosas particiones, creando un mapa físico muy diferente de la división política que sus habitantes modifican con constantes guerras surgidas de la ambición desmedida de sus gobernantes. Sin embargo, Felácea vive una etapa un tanto atípica, con los humanos rigiéndose bajo las mismas leyes y condiciones en la mayor parte del continente. Tan sólo una minoría, afincada en Las Tierras del Noroeste, vive bajo un propio código individual, ajenos al mandato de un rey, pero con la máxima de la supervivencia del más 5


fuerte por bandera. De distinta manera se comportan los dragones, divididos estos en dos razas. Los marrones no quieren saber de nadie más, ni de los humanos ni de sus hermanos del otro color, aislados en las cimas de las montañas Gares, en el centro de Felácea. Por contra, los blancos, cuyo hogar se sitúa en El Trono de los Dioses, colaboran con los habitantes de Fránel, la capital del reino del mismo nombre, ubicada a los pies de dicha colosal mole. No obstante, estos grandes reptiles alados, con su rapidez y fiereza, añadida su particular dote para el ataque con fuego o rayos según cada individuo, no llegan a constituir lo más asombroso para la frágil e impresionable especie de los humanos, pues entre estos existe una minoría creciente capaz de canalizar sus propios pensamientos en forma de hechizos. Vestidos normalmente con largas túnicas, suelen vivir en soledad, desconfiando de otros miembros del gremio y siendo temidos y evitados por aquellos ajenos a su arte. Cada vez son más poderosos e influyentes, aunque aún se mueven, por norma, semiocultos entre las sombras, prefiriendo la noche y los lugares poco concurridos para moverse y desarrollar sus actividades. Bajo este curioso marco se presentan Felácea y sus habitantes, cuando tan sólo han pasado quince años desde la última confrontación seria, un enfrentamiento del que se hizo partícipe a la mayoría del continente. Aún están recuperándose de las pérdidas y estragos sufridos, a pesar del tiempo que ya ha transcurrido, pero el esfuerzo por devolver la normalidad a sus vidas e, incluso, crecer económica y socialmente, va dando sus frutos. Da la impresión de que la tranquilidad y el equilibrio se han instalado de forma permanente, aunque, no más lejos de la realidad, está a punto de suceder algo que va a tambalear esta aparente época de paz. Los habitantes de Felácea, confiados, no son capaces de advertir la proximidad del peligro y puede que, para cuando lo hagan, sea demasiado tarde. 6


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1 Nueva Tabsa

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acía casi una década, Nueva Tabsa era un tranquilo pueblo de interior, a varios kilómetros de la costa, rodeado por dos vastos sistemas montañosos que lo aislaban de las ciudades de Fadwell, al oeste, y Fídial, al sureste. Este aislamiento podría haberse considerado un grave contratiempo para el crecimiento de la región, pero no era éste el caso, por muy cierto que fuera que las comunicaciones se presentaban un tanto complicadas, con muy pocos accesos al mismo. Los dos más transitados y conocidos eran, al sur, un gran valle llamado Rémani, y, al este, el paso de Láber, un estrecho camino practicado en la montaña por su lado menos rocoso que alcanzaba los mil doscientos metros de altitud. Aún así, la actividad actual en Nueva Tabsa era la de un pueblo en auténtico auge, debido, en mayor parte, a la explotación de sus minas de hierro. Cuando la mayoría de la población se dedicaba a la agricultura o a la ganadería, la aparición del yacimiento atrajo a centenares de personas para trabajar en la mina, además de todo el empleo indirecto que originaría a su alrededor. Se utilizó el valle de Rémani para crear una ruta comercial a través de la cual distribuir el hierro extraído, pero pronto se establecieron allí otros negocios para abastecer a los nuevos habitantes de la región. Numerosas tabernas se levantaron entre las viviendas recién construidas junto a herrerías, hostales, casas de telas... Un crecimiento que cogió por sorpresa a los habitantes originales de Nueva Tabsa, unos a favor y otros lamentando dicho descubrimiento. 9


Cualquier visitante que nunca hubiese estado antes en el lugar habría sabido decir, sin equivocarse un sólo centímetro, dónde se encontraba la línea tras la cual comenzó a crecer tan desmesuradamente el pueblo. El viejo estilo de casa de madera, amplia y de dos alturas, contrastaba en exceso con las nuevas edificaciones, más austeras y pequeñas, propias de los que están de paso, de aspecto cuadrado, con varias alturas y una sola vivienda por planta. Esto no gustó en absoluto a los más viejos, que vieron cómo su pueblo perdía su propia personalidad. Pero no sólo empresarios y trabajadores de otras regiones vieron la oportunidad económica que ofrecían las minas; muchos fueron los ladrones, estafadores y demás escoria que también se apuntaron a la fiesta. Por suerte o por desgracia, estos atrajeron otro tipo de trabajadores, mercenarios en su mayoría, que se ofrecían para dar protección a establecimientos o personas, a modo de escolta. Así pues, una gran variedad de personas se dio lugar en Nueva Tabsa: empresarios con grandes o pequeñas fortunas para invertir; los que pasaban sólo una temporada probando suerte en alguno de los trabajos ofertados; quienes querían pasar inadvertidos; aquellos que se aprovecharían de los demás; y los que únicamente buscaban prestigio y poder. La calidez de un tranquilo pueblo de agricultores y ganaderos se transformó, en muy pocos años, en la extrema frialdad de una industrializada pequeña ciudad en la que nadie confiaba en los que les rodeaban. —¡Fuera de aquí! —gritó el dueño de la taberna a la par que empujaba a un viejo y andrajoso personaje, el cual tropezó y terminó por caer al suelo—. ¡Esto no es una casa de la caridad, si no tienes el dinero suficiente ve a pedir comida a otra parte! El hombre entró de nuevo en su local cerrando con un portazo tras de sí. El del suelo intentó incorporarse, pero, débil como estaba, trastabilló una vez más hasta volver a caer de espaldas y quedar finalmente sentado. Tras la capucha azul oscuro no se distinguía 10


ningún rostro y sólo sus brazos desnudos, sobresaliendo de las mangas arremangadas de la túnica, mostraban la piel arrugada del anciano. Un hombre de altura media, de escasa barba y melena lisa hasta los hombros de color castaño, se acercó con rapidez hacia el viejo ofreciéndole su ayuda para levantarse. Éste no la rechazó y, apoyándose en su brazo con las dos manos, logró al fin ponerse en pie. —Gracias muchacho —dijo lentamente y con voz ronca—. Es difícil encontrar gente amable en estos días, aunque, la verdad, en la tierra del legendario Héroe de Tabsa pensaba que encontraría a algunas personas más que merecieran la pena. —Alguien habrá que la merezca, pero sí, le daré la razón en que es difícil encontrarla. Usted no es de por aquí, ¿verdad? —No, no soy de aquí. —el anciano se sacudió cuanto pudo la tierra de la túnica, ayudado por el joven hasta que le sonaron las tripas del hambre, con tanta fuerza que el chico no pudo reprimir la risa, sorprendido—. Oye, discúlpame, pero, ¿sabes de algún lugar en el que por estas pocas monedas me den algo de comer? —el anciano desató con soltura un saquillo del cinto y fue a volcar el contenido en una de sus temblorosas manos cuando el joven se apresuró a detenerle. —No saque su dinero aquí; hay demasiados ojos mirando y, por muy poco que tenga, siempre será algo por lo que se interesarán estos indeseables. —mientras hablaba no miraba al fondo de la capucha, sino, de reojo, a varios de los curiosos que desde hacía rato se habían interesado en la escena protagonizada por el viejo—. No se suelte de mi, hoy le invito yo a comer. —¡Vaya! Sin duda he tenido más suerte contigo de la que habría tenido con ningún otro habitante de Tabsa. —Nueva Tabsa —corrigió el hombre. —¿Disculpa? —se sorprendió—. ¿Es que me he equivocado de pueblo? —No lo creo —respondió con una leve sonrisa—. Hará más de doscientos años que se reconstruyó la aldea de Tabsa y, en su lugar, se 11


le llamó Nueva Tabsa. —Menos mal, largo ha sido el camino que me ha traído aquí para que ahora me hubiese equivocado. ¿Cómo te llamas, muchacho? —Soy Frel. ¿Y usted? —Llámame Cóler. Sí, llámame así. La pareja anduvo despacio unas calles más al norte, cruzándose en su camino con una multitud que corría aprisa allá donde fuera. Era otra de las nuevas características del pueblo; su gente siempre iba corriendo a cualquier sitio, como si en todo momento llegasen tarde o no tuvieran tiempo de hacer nada, cada uno velando por sus propios intereses, sin detenerse a mirar siquiera quienes les rodeaban. Tanto mejor así, pensó Frel, que mantenía una disimulada calma mientras observaba a su alrededor a cualquiera que le diera mala espina. Al fin llegaron a un edificio alto, de cinco plantas, con una gran jarra de cerveza dibujada toscamente sobre un cartel encima de la pequeña puerta de acceso. El joven abrió ésta y ayudó a su acompañante a salvar el pequeño bordillo de la entrada para dirigirle, seguidamente, hacia una de las mesas más cercanas a la cocina que encontró libre. El lugar no tenía absolutamente ningún elemento decorativo en las paredes o el techo, salvo una sencilla y funcional lámpara de aceite, apagada a la hora del mediodía, como estaban. Con apenas ocho mesas y sus correspondientes cuatro sillas, no se podía decir que fuera una gran taberna, con una pequeña e insuficiente barra y el suelo revestido por una fina película de polvo, quizá sin barrer desde hacía cinco o seis días. Ni siquiera a la hora de comer, con tan pocas mesas a ocupar, se encontraba lleno el local. —¿Sueles comer en esta taberna? —se interesó el anciano cuando terminó de mirar con detalle todo cuanto le rodeaba—. Casi parece que el dueño vaya a tener que pagarnos a nosotros por quedarnos a comer aquí. Frel se echó a reír. 12


—Es un lugar tranquilo. No se forma mucho jaleo y tampoco se come mal para el poco dinero que piden. Cóler asintió ante la explicación. Entonces, se echó hacia el respaldo de la silla, se llevó las esqueléticas manos de largas uñas a la capucha y la echó por primera vez hacia atrás, dejando al descubierto un rostro castigado por el tiempo, enjuto y alargado, con dos profundas ojeras bajo unos ojos negros tan oscuros como la más cerrada de las noches. Estos, además, tenían un extraño brillo, quizá el último vestigio de la vitalidad que un día poseyera. No obstante, a pesar de su avanzada edad, que Frel calculó en unos sesenta años, tenía una buena mata de pelo en la cabeza, recogida la blanca y larga melena con una cinta del mismo color de sus ojos. Frel hizo una señal al camarero, dueño y único trabajador de La Jarra Hasta Arriba, nombre que tenía la taberna cuyo cartel en la entrada aún no había podido pagar. El hombre, con la cabeza rapada y de complexión fuerte, se acercó ataviado con un delantal con los colores del arcoiris, no porque fuera el motivo del mismo cuando lo tejieran, sino por el mosaico formado por decenas de manchas de distintas comidas y bebidas que ni él mismo podía ya distinguir sobre la tela. Cuando éste se acercó a la mesa, reparó en la imagen que mostraban sus dos clientes y le llamó poderosamente la atención el contraste entre ambos. A un lado, veía a un anciano al que más le valdría tener hecho ya el testamento y rezar por no toser demasiado fuerte, no fuera a romperse en mil pedazos. Al otro, un joven que debía rondar la treintena, vestido con una camisa marrón clara, pantalones del mismo color y una capa un poco más oscura, que no llegaba a taparle las buenas botas de piel que calzaba, aunque sí ocultaba, no a los ojos del detallista camarero, la larga espada que portaba al costado derecho. Visto este detalle, se fijó, entonces, a los lados de la silla del anciano, pero no encontró lo que buscaba. —Buenas tardes, señores. ¿Qué van a tomar? —preguntó mientras dejaba dos largas jarras de cerveza en la mesa, acostumbrado a que 13


todo el que entraba en su taberna pedía, al menos, cerveza. —Es curioso —se adelantó Frel—. Cada día, durante los últimos dos meses, he estado viniendo a tu taberna y siempre me haces la misma pregunta. El hombre miró confundido a su habitual cliente. —¿Quiere acaso que le pregunte qué no van a tomar? —No hombre, no —se divertía Frel—, pero da igual lo que te pida; siempre tienes un sólo plato para dar a tus clientes, aunque sea uno distinto cada día. Podrías decirnos qué tienes y ya está. —Eso no es cierto. —se sonrojó—. Usted puede pedir lo que quiera. —¿En serio? Pues, entonces, tráeme... Un buen filete de ternera. —¿Un buen filete de ternera? —Sí, un gran y suculento filete. No muy hecho... —exigió el joven. —Como quiera, señor. —el hombre se giró, entonces, hacia Cóler, dejando sonrojado, en esta ocasión, a Frel. —¿En serio me vas a traer un filete? —volvió a interrumpir. —Es lo que quería, ¿no? Un gran filete... —S-si... Frel se sentía ahora un tanto avergonzado, le acababan de dejar en ridículo, merecidamente quizá. —¿Y usted, señor? —dijo mirando a Cóler, el cual meditó su respuesta durante unos segundos. —¿Qué me recomienda? —Le recomiendo un filete, como su compañero. Es lo único que nos queda hoy, además del plato de sopa y pan de todos los días. Frel estalló en carcajadas, llegando a saltársele las lágrimas. Por contra, el camarero apretaba los dientes, por no perder a otro cliente más. —Elijo, pues, un gran filete —respondió Cóler, intentando no reírse. 14


—Muy bien, ahora mismo se los traigo. El hombre se marchó lo más rápido que pudo, sin llegar a correr en su huida hacia la cocina. Ambos se le quedaron mirando hasta que desapareció por la puerta. Cuando Frel al fin pudo serenarse, puso los codos sobre la mesa, apoyándose hacia delante, y dio un largo trago a la cerveza. —Si quieres, puedes tomarte la mía; es algo que no me gusta. Ciertamente, no sé lo que le veis a este brebaje. —¿Brebaje? ¡Si casi es lo mejor de este mundo! Y más aún con este dichoso calor de verano. Agradecido por la invitación, Frel apuró su jarra y alargó el brazo para coger la que rechazaba su acompañante. —¿A qué te dedicas, muchacho? —He estado trabajando de escolta. —¿Escolta? —repitió Cóler. —Sí, pero ahora estoy sin trabajo. ¡Me autodespedí! —Frel levantó su jarra, brindando por ello—. No me gustaba la forma en que se comportaba mi defendido, casi era más justo que me dedicara a defender a los que mi jefe acosaba. Como uno de los magnates de las explotaciones de las minas, tenía algunos enemigos y el puesto estaba muy bien pagado, pero no podía soportar ver cómo trataba a los que trabajan para él o aquellos que le deben algo —hablaba sin mirar al viejo, dando un nuevo trago a la jarra—. En realidad, es mi cuarto trabajo en Nueva Tabsa como escolta y sólo llevo aquí un año, pero con todos ellos vi lo mismo. Definitivamente, no me gusta esta ciudad. —Ya somos dos a los que no nos gusta. —Cóler no quitaba ojo a su acompañante, mirándole casi fijamente, atento a cada respuesta. —¿Y usted? ¿Qué hace aquí? —Yo he venido a por una cosa. —A por una cosa... No va a decirme lo que es, ¿verdad? Cóler sonrió amablemente, pero nada más dijo. Frel dio un trago más, acabando con la segunda jarra de cerveza, y suspiró hondo. Fue 15


entonces cuando apareció el dueño de la taberna y les dejó un par de platos de sopa caliente, pan y una cuchara a cada uno. —Buen provecho, señores. Ambos cogieron con ganas lo que les pusieron delante y comieron en silencio, de la misma manera que hicieron cuando al poco volvió a aparecer el camarero con los filetes de ternera. —No, por favor. Tal y como antes dije, en esta ocasión invito yo. —se adelantó Frel cuando vio a Cóler sacar su saquillo de monedas. —Muchas gracias de nuevo —asintió con la cabeza el agradecido. Frel hizo otro gesto al tabernero, acercándose a cobrar. —Espero que todo haya sido de su agrado. —¡Desde luego! Estaba delicioso —respondió el joven. —Lo mismo digo —continuó Cóler—. Creo que no comía así desde hace años. —Me alegro de oír tales palabras. Espero verles más a menudo. — el hombre se iba despidiendo con una fingida sonrisa, pero la curiosidad no hacía sino comerle las entrañas y, finalmente, se volvió hacia el anciano—. Discúlpeme, señor —titubeó mientras se decidía —. ¿Y su bastón? —¿Mi bastón? —se sorprendió Cóler. Hasta entonces, Frel no se lo había preguntado tampoco. No era muy común ver a un hombre de tan aparente delicada salud y avanzada edad sin algún apoyo del que ayudarse a andar—. No uso, me hace más viejo —dijo tan escueta y alegremente, dejando un tanto en ascuas a los dos jóvenes. El tabernero, sin embargo, se marchó, no demasiado contento con la respuesta, pero con unas cuantas monedas más en el bolsillo que le harían olvidar al viejo en cuanto comenzara a hacer el recuento del día al término de la jornada. —¿Qué harás ahora que no tienes trabajo, Frel? —Mañana mismo me iré de aquí. Aún no sé a dónde, pero no quiero seguir en este lugar. —Yo también me iré de aquí mañana. Puede que volvamos a 16


vernos alguna otra vez. —Estaré encantado de que eso ocurra. Pero, ¿tiene donde quedarse esta noche? —No te preocupes por mí, bastante has hecho ya. Sabré arreglármelas, en serio. —Como quiera. —Frel se levantó de su silla y alargó una mano para despedirse de Cóler—. Que tenga suerte con lo que sea que vino a buscar. —La tendré —contestó apretando la mano ofrecida. Frel echó un último vistazo al anciano antes de salir por la puerta de La Jarra Hasta Arriba, despidiéndose una vez más de Cóler con un gesto de la mano mientras éste seguía sentado en su silla, sin ninguna prisa aparente.

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