Cautivo de las tinieblas
Jorge A. Garrido
Cautivo de las tinieblas © 2012 Ojos de Reptil © 2ª edición ISBN: 978-84-686-1402-1 ISBN ebook: 978-84-686-1446-5 Registrado en Safe Creative Nº de registro: 1208242166501 Corrección y maquetación por Jorge A. Garrido. Diseño y creación de la ilustración de las tapas por Alba Prieto Impreso en España www.delaplumaalaweb.com delaplumaalaweb@gmail.com Cualquier reproducción, total o parcial, de esta obra, así como su divulgación por cualquier medio o la creación de obras derivadas, necesita de la expresa autorización por escrito del autor Todos los derechos de esta obra quedan reservados a Jorge A. Garrido
2 Nada es lo que parece
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rel no guardaba prácticamente ningún buen recuerdo de Nueva Tabsa. Sólo hacía poco más de un año que llegó a la ciudad, recomendado por Zédal, un compañero de armas con el que compartió buena parte de su juventud en las filas del ejército de Fránel. Cuando ambos decidieron ser mercenarios, mucho mejor pagado y menos aburrido en tiempos de paz, se lanzaron a buscar trabajo por las zonas del este. Precisamente por el término de la guerra, con las distintas regiones recuperándose de la devastación sufrida, no tuvieron demasiado éxito en su búsqueda. Es por ello que se dedicaron durante varios años a recopilar información en las pequeñas aldeas acerca de extorsiones y el acoso por parte de bandidos en la zona, para así buscar y atacar a estos sinvergüenzas e intentar devolver lo robado a sus dueños, cobrando una cantidad nada despreciable por sus trabajos, aunque un tanto alejadas de los buenos sueldos que esperaban obtener en un principio. En su recorrido, al llegar a la ciudad de Hújether, se separaron sus caminos cuando a Zédal le ofrecieron un empleo como escolta para uno de los grandes señores de la ciudad, que pensaba en invertir una buena parte de su fortuna en la que decían era la oportunidad del momento, en Nueva Tabsa. Zédal aceptó y partió de inmediato bajo las órdenes su nuevo jefe. Pasados unos meses, envió un mensajero a la zona en la que se había establecido Frel, donde parecía que nunca dejarían de surgir nuevos bandidos, animándole a ir a este pueblo donde no faltaba el trabajo como escolta, debido a la multitud de empresarios e inversores que acudían al yacimiento minero. 5
Frel no lo dudó entonces. Empezaba a estar harto de acechar delincuentes de poca monta, no suponían ningún reto para él, y no ganaba tanto dinero como lo prometido en el mensaje de Zédal. Se encaminó, pues, hacia Nueva Tabsa y pudo comprobar personalmente que su buen amigo no se equivocaba en nada. Al día siguiente de llegar comenzó a trabajar para uno de los dueños de la mayor franquicia de tabernas conocidas, el cual levantó hasta tres locales sólo en este pueblo. Sus ajustados precios y los grandes locales que compraba y adecuaba para servir para tal oficio comenzaron a hacer mella en la caja de otros taberneros, lo que le creó algunos más enemigos de los que ya tenía en otras comarcas. Mientras fuera escolta, Frel no tendría apenas tiempo para sí mismo, pasando cada día, hora y minuto pegado a la espalda de su protegido, por lo que poco podía hacer, de momento, para encontrar a su compañero. Tres meses le duró el puesto. Siempre tuvo en cuenta que vería y oiría cosas que no serían de su agrado, pero un contrato era un contrato y tendría que pasar por alto esas cosas si quería conservar un buen trabajo. Fue más difícil de lo que creyó cuando aceptó ser su escolta y abandonó una vez que ya no pudo soportar más a su jefe. Aprovechando el dinero ganado durante ese tiempo, pudo permitirse no comenzar a trabajar de inmediato y así dedicarse a buscar a Zédal. Durante dos semanas buscó por toda la ciudad alguna pista que le permitiera encontrarle, pero no logró ninguna. Decepcionado, pensando que quizá tuviera que haber salido de Nueva Tabsa siguiendo a su jefe a otra región, decidió probar suerte una vez más como escolta, aunque finalmente pasó por tres magnates más, quedando asqueado de tal trabajo, harto de las humillaciones, palizas y otros actos vejatorios que sufrían algunos de los desdichados e infelices que le debían dinero o favores a los que él debía escoltar. Lo tenía decidido; se volvía al este. Tenía pagada una última noche al hostal y sabía que no le 6
devolverían el dinero ya depositado, por lo que pensó en descansar bien y partir temprano, con la salida del sol. Había un momento del día en el que al fin la tranquilidad llegaba a Nueva Tabsa: Una vez que el sol desaparecía tras la cordillera. La mayoría de los trabajadores se encerraba en su casa para descansar tras una dura jornada y pocos eran los que deambulaban por las calles. Lo mismo sucedía con los distintos edificios destinados al comercio. Los únicos locales que permanecían abiertos, y se trataba de unos pocos, eran algunas de las tabernas, a parte de los hostales, por supuesto, abiertos a cualquier posible viajero que llegase al pueblo en las horas nocturnas. Uno de estos establecimientos era La Jarra Hasta Arriba. No es que se mantuviera abierta mucho tiempo después de pararse la actividad en Nueva Tabsa, pero sí que apuraba algunas horas a fin de conseguir una última moneda más. El dueño del local acercó una de las sillas al centro del mismo y se subió a ella para rellenar de aceite la lámpara del techo, la cual, inexplicablemente, se había apagado unos minutos antes. Mientras bajaba, echó un vistazo al anciano que desde la hora del mediodía no se había movido de su sitio. De hecho, incluso juraría que no realizó un sólo movimiento, ni siquiera un leve parpadeo. Entonces, una horrible idea cruzó su mente, pensando que quizá hubiese exhalado ya su último suspiro en aquella taberna. Despreocupado de volver a colocar la silla en su lugar, se acercó con cuidado al hombre. Se encorvó un poco y ladeó la cabeza a un lado, mirando de reojo a su objetivo, sin fiarse de que realmente estuviera muerto. Aún así, mientras se acercaba, empezaba a estar casi completamente seguro de que no respiraba. Recordó que al término de la comida intentó pagar, pero su compañero se negó en rotundo, volviendo a guardar el saquillo de monedas a la cintura. No se consideraba una mala persona ni un simple ladrón, pero de nada iba a servirle ya el dinero a un hombre muerto y, para que cualquier otro extraño se quedara el botín, mejor 7
que fuera para él. Además, sería él mismo quien tuviera que hacerse cargo del fallecido y lo que hubiera en el saquillo serviría como pago por los improvisados servicios fúnebres. Una vez encima, el tabernero se fijó primero en sus párpados, cerrados a cal y canto. Después, puso sus dedos bajo la nariz a fin de notar su respiración, que en un hombre de su edad debería ser un poco forzada. No notó nada. No iba a ser el primer muerto del que tuviera que deshacerse. Ya llevaba más de tres años en el pueblo y por su taberna habían pasado muchos clientes, algunos menos de los que esperaba haber tenido que atender cuando se planteó llevar a cabo aquel proyecto empresarial y muchos más malos pagadores y otros problemáticos clientes de los que hubiese deseado tener. Fue en una de las fiestas del pueblo, durante la celebración de la llegada de la primavera de hacía dos años, cuando se inició una pelea a altas horas de la noche entre varios de los borrachos habituales y una nueva cuadrilla de mineros que llegaron, probablemente, desde lejanas tierras del norte, por su especial acento parecido al que suena mientras se intenta hablar con la boca llena de bayas, procurando no abrir demasiado la boca para que no se derrame el jugo. No pudo evitar la gresca y aún menos que le destrozaran la mitad de las mesas y sillas del local, pero, en un arrebato, saltó en medio del barullo y se desahogó de lo lindo repartiendo guantazos a diestro y siniestro entre los integrantes de cada bando. Tanto así que jamás olvidaría al joven que mandó volando, de un certero derechazo, hacia la pequeña barra de la taberna, sesgando así la vida de aquel desgraciado al recibir tan brutal golpe en la sien. Nervioso, sin que nadie de los allí presentes le prestara atención debido a la intensa trifulca, arrastró el cuerpo hasta la cocina, ocultándolo de la vista de los demás. Cuando únicamente quedaron en pie tres de los cerca de veinte implicados en la pelea, se pudo afirmar que la victoria fue para los 8
residentes habituales de La Jarra Hasta Arriba. Un par de horas después, el local se quedó vacío. No fue sencillo ir despertando a los inconscientes, pero con paciencia y tesón logró que todos abandonaran el lugar. Dirigiéndose hacia la cocina, sabiendo lo que debía hacer, esperó a que las calles se calmaran del todo, a altas horas de la madrugada. Al fin y al cabo, y aunque lo hubiese intentado, no podría haber pegado ojo en toda la noche, sabiéndose culpable de la muerte de un hombre. A poco de empezar a teñirse de naranja el cielo, anunciando el comienzo del nuevo día, salió de la taberna por la puerta trasera, usada para lanzar los residuos originados durante la jornada en un gran contenedor del callejón. Con el cadáver del joven envuelto en un amplio mantel y echado a cuestas sobre el hombro, se deslizó entre las sombras evitando los candiles de las calles y a las pocas personas que podría encontrarse. No tardó demasiado en llegar al límite del pueblo, allí donde cruzaba uno de los riachuelos, ya con un buen caudal en este punto, que usaba el valle de Rémani para alcanzar el mar al sur. Atento a que nadie le viera, soltó al muerto en el agua con cuidado de no hacer el más mínimo ruido, observando, pálido y angustiado, como éste desaparecía arrastrado por la corriente. El tabernero tenía treinta y cuatro años. Esa noche perdió la mayor parte de la alegría que hasta entonces le caracterizaba. Estaba convencido de que el anciano estaba muerto y sabía lo que debía hacer: Coger los objetos de valor que tuviera y deshacerse después del cuerpo. Ya sin miedo alguno, lanzó una mano en busca del saquillo, con el rostro prácticamente pegado al del fiambre. Alcanzó la bolsa, aunque no reconoció el nudo que hubo sido practicado. Con una mano y a tientas, no podía soltarlo del cinto. Así las cosas, se echó encima de la mesa y al volver el rostro se encontró a tan sólo unos centímetros de la terrible mirada del viejo, clavados sus ojos en los suyos, con una expresión que hubiese aterrado al más valiente de los guerreros o a los mismísimos héroes de la antigüedad. 9
Con el corazón a punto de salírsele por la boca, dio un salto hacia atrás, arrancando de golpe la bolsa de la cintura del que creía muerto y dándose un tremendo golpe en la espalda contra la mesa que tenía justo detrás. Cóler se levantó de su silla sin apoyarse en la mesa, fijos sus negros ojos en los del tabernero. Éste no habría oído a nadie que entrara en el local en medio de gritos, ni siquiera habría visto los pedazos del techo cayendo a su alrededor de haberse derrumbado en ese preciso momento; sólo veía al viejo delante suya, el resto del mundo dejó de existir en ese instante. Sintió su cuerpo paralizado, por más que quisiera haber huido no lo habría logrado. Aquel hombre le tenía a su merced. El anciano se acercó lentamente, mas no daba en absoluto la sensación de ser el mismo que entrara hacía tantas horas por la puerta de la taberna, con la imperiosa necesidad de ser ayudado para subir el escalón de la entrada y no caer al suelo. Se agachó sin siquiera pestañear, agarró su saquillo de entre las manos del tabernero, de cuclillas, y acercó sus labios a una oreja del joven para susurrarle. —Este lugar, esta noche... Ha llegado el momento de recoger lo que un día dejé atrás y así poder terminar lo que nunca debí dejar a medias. Cóler se levantó con la facilidad de un adolescente y abrió su saquillo, del que sacó un par de monedas que dejó caer a los pies del tabernero. Acto seguido, caminó hacia la puerta, abrió ésta y se marchó, cerrando con sumo cuidado al salir. El dueño del local se quedaría toda la noche sentado donde se encontraba. Por su mente ninguna idea pasaría, ninguna imagen tampoco. Allí permanecería hasta el alba, cuando el primer cliente entrara y le encontrase completamente aturdido, sin recordar absolutamente nada de lo ocurrido la noche anterior.
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