Los Suicidas 03: Alcohol

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Ilustración: Ruz Ki Boy

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ace un tiempo escuchamos la anécdota de un alcohólico que, en busca de un acompañante que no le hiciera ninguna clase de reproches por su vida escandalosa, decidió ir al mercado de la Merced para comprarse un animal. Aquel hombre triste optó finalmente por una rana —“no sabía que las hubiera tan gruesas”— y luego regresó a casa. Días después, en una cruda, el borracho descubrió que el anfibio inmenso y frío, puesto con cuidado sobre la piel desnuda de su abdomen, le provocaba una sensación de inmenso bienestar por el contraste de temperaturas. Así imaginamos a nuestros lectores cuando terminen de leer el tercer número de Los Suicidas: descansando con la revista abierta en la última página sobre el vientre (desnudo o no). Primero los inducimos al vicio y después les ofrecemos el remedio. Procuramos que nuestros colaboradores de cabecera llenaran sus tinteros con alcohol, sin importar el tipo de destilado o fermentado que utilizaran. Algunos lo hicieron con whisky, uno con tequila, otro con absenta, una con vino; sólo se nos escapó una que terminó llenándolo de orina. Y el Doctor Strangelove que, a pesar de los lineamientos editoriales, terminó usando la tinta sucia con que se escribe la política. Nuestros escritores invitados se sumaron a nuestra propuesta etílica. Rafael Pérez Gay nos entregó el primer capítulo de su más reciente novela —un recorrido por los derroteros del whisky y la vejez— y la entrevista a Guillermo Fadanelli se convirtió en una fiesta. También hay sobriedad en esta entrega: Carmen Boullosa escribió sobre el insomnio y Kalimba narró su experiencia personal con la fama y sus tentaciones. Bienvenidos a nuestro tercer suicidio, dedicado a la literatura y el alcohol. Gracias por participar, dejen sus sogas en la entrada.

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Índice

EDITORIAL Director César Tejeda ctejeda@lossuicidas.com Coordinador Rubén Rojo Aura rrojo@lossuicidas.com Jefe de redacción Alejandro García Abreu agarciaabreu@lossuicidas.com Consejo editorial Elías Chávez, Eunice Mier y de la Barrera, H. G. Sarquis, Romeo Tello A.

01 Editorial 04 Mitología reciclable

Elogio al amanecer etílico Por Eunice Hernández

08 Pastiche

De qué hablamos cuando hablamos de un texto Por César Tejeda

Colaboradores Marta Aura, Maurice Bertrand, Carmen Boullosa, Julio Antonio Fonseca, Álvaro García, Eunice Hernández, imai, Dora Márquez, Eunice Mier y de la Barrera, Rafael Pérez Gay, Carlo Ricarte, H. G. Sarquis, Romeo Tello A., Iván Vilchis Ibarra Mail revista@lossuicidas.com ARTE Y DISEÑO Arte y diseño editorial Biutiful, S.C. hello@biutiful.com.mx Coordinadora de arte Carla Qua carla@la-chula.com Fotografía Yolanda M. Guadarrama, Mariana Sevilla, María Tejeda, Iván Vilchis Ibarra Ilustraciones Aileen Arakelian, Carlos Arriaga, Carlos Gamboa, imai, Carla Qua, Carlos Sandoval, Mara Soler, Wiró COMERCIALIZACIÓN Y PUBLICIDAD Editorial Patas Arriba 1012 0437 Roberto Sánchez 5272 6088 AGRADECIMIENTOS Adriana Bernal, Ander Castillo, Manuel Chaparro, Marisa Hasel Durán, Víctor García Ramírez, Delia Juárez, Óscar Olivares, José María Pérez Gay, Volga de Pina, Karla Prudencio, María de los Ángeles Ruíz, Paco Santamaría, Ismael Villar, Rosa María Zabal Cortés 2 | Los Suicidas

12 Cine

Un encuentro con Charles Bukowski Por Iván Vilchis Ibarra

Rubí rojo, 2009 Ruz Ki Boy Tinta, plumón y lápices de colores

14 Sexocracia Pissing

Por Dora Márquez

Ciudad de México Los Suicidas convoca al “Tercer concurso de cuento Duty Free”, con el tema “Ciudad de México”. Envíen sus textos —de 3 cuartillas— con fecha límite de entrega el viernes 5 de marzo de 2010 a la dirección de correo electrónico revista@lossuicidas.com

LOS SUICIDAS®, Publicación trimestral, 15 de enero del 2010. Editor Responsable: Hernán Ganesh Sarquís de la Torre. Director General: César Augusto Tejeda Argüelles. Número de Certificado de Reserva otorgado por el Instituto Nacional de Derecho de Autor: 04 – 2008 – 121613482500 Certificado de Licitud de Título número: 14433 Certificado de Licitud de Contenido número: 12006 LOS SUICIDAS es una publicación de Editorial Patas Arriba S. de R.L. de C.V. con domicilio en Amatlán núm. 104, Col. Condesa. CP. 06170 México D.F. Tel. 1054 6832 E-Mail: revista@lossuicidas.com Imprime: Grupo MYCL con domicilio en Postes núm. 63, Col. Molino de Santo Domingo, delegación Álvaro Obregón C.P. 01130, México D.F. Distribuido por: Editorial Patas Arriba S. de R.L. de C.V. con domicilio en Amatlán núm. 104, Col. Condesa. C.P. 06170, México D.F. Tel. 1054 6832. El contenido de la publicidad y de los artículos y colaboraciones es responsabilidad exclusiva de los anunciantes y colaboradores. Los artículos escritos por colaboradores externos, no representan el punto de vista del editor y no reflejan, necesariamente, la política editorial de LOS SUICIDAS. Todos los derechos de las imágenes son propiedad de sus autores y no pueden ser reproducidos sin el permiso de estos.

18 El chaperón 20 Suicidios ejemplares

Estuve borracho durante muchos años y después me morí Por Alejandro García Abreu

24 Dossier 26 Doctor Strangelove

El compañero (CENSURADO) Por H. G. Sarquis

30 Crónica

Alcoholímetro. El proceso Por Julio Antonio Fonseca

34 Capítulo I

38 La valquiria

Entrevista a Guillermo Fadanelli Por Eunice Mier y de la Barrera

44 Duty Free

Intervalo etílico Por Maurice Bertrand

48 Caras vemos…

escritores no sabemos La sombra de mí mismo Por Kalimba

52 Teatro

Edip en Colofón Por Marta Aura

54 La vida como

un comentario de otra cosa

Los anversos satánicos Por Romeo Tello A.

58 Carmen Boullosa El insomnio mata

62 Libros

Beber para creer. Las enseñanzas del señor Henri Por Álvaro García

64 Un suicidio

de cecilio babosa Por imai

Nos acompañan los muertos Por Rafael Pérez Gay Los Suicidas | 3


| M ITOLO G Í A R E C I C LA B LE |

Elogio al amanecer etílico Por Eunice Hernández La realidad es una ilusión temporal que surge por la ausencia de alcohol. Gary Ross

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Ilustración: Carla Qua

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manecer. Mejor dicho: amanecer bailando Guantanamera en la playa después de una buena fiesta, con la medida exacta de alcohol, me parece lo más cercano al paraíso; la prueba fehaciente de que, ante la añeja discusión de lo dionisiaco y lo apolíneo, prefiero la suerte del vino y el éxtasis del alcohol como medio, si no de iluminación, por lo menos de sabrosa extroversión. El amanecer es un momento mágico, un espacio de transición, un lugar donde la luz y la oscuridad se encuentran, donde la luna se confunde con los primeros rayos del sol, pero

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| M ITOLO G Í A R E C I C LA B LE |

El alcohol es un facilitador; un amable conductor para alcanzar ese exquisito estado de plenitud que empieza con la noche y que acaba con el sol.

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también por cuestiones sociales es el momento perfecto para la redención. A esas horas, los borrachos apestosos y empedernidos ya han caído al suelo y las sombras se encargan de esconderlos; los ebrios psicóticos y agresivos ya han armado sus querellas, dejando un aire de liberación en el ambiente y, por suerte, los borrachines depresivos o de tipo filosófico ya han abandonado la idea de que alguien caritativamente los escuche. De manera que, a la llegada del sol, quedan los mejores especímenes de la ebriedad: el borracho mobiliario —callado pero participativo— que ejerce sabiamente las cualidades de mimetizarse con el ambiente —clara prueba de la anulación del yo y de la reconciliación con la naturaleza, como veremos más adelante— y todas las variantes del borracho buen conversador, del borracho bailarín y del borracho canta-autor: tres formas —conversar, bailar y cantar— de liberar nuestros instintos, de escapar de las prisiones de la razón y de llegar al éxtasis dionisiaco que Friedrich Nietzsche tanto elogió. De acuerdo con este filósofo alemán, la vida del teatro y el teatro de la vida se originaban en la constante lucha de dos modelos estilísticos y de pensamiento que regían el drama humano: lo apolíneo y lo dionisiaco, es decir, la norma frente al instinto, el orden contra el caos, la razón versus las pasiones; opuestos ¿complementarios? que eran representados por un dios metrosexual, atlético, graduado con honores en el Olimpo, director del coro escolar y jefe amistoso de las musas —llamado Apolo— y por un dios desenfrenado, amante del vino, confabulador de la locura ritual y líder de las orgías de una pandilla de sátiros y centauros, mejor conocido como Dionisio. A pesar de sus diferencias y excentricidades, ambos dioses perseguían un ideal mayor: en el caso de Apolo, la belleza y la perfección a través del sueño y la poesía; y en el caso de Dionisio, la liberación y la unión con la naturaleza por medio de la embriaguez y la celebración. Como Apolo triunfó, difícilmente vemos en la fiesta y en el alcohol un camino de iluminación, es decir, una forma —barata y rápida— de salir del yo para experimentar las delicias de la existencia y la unicidad de lo absoluto o, lo que en palabras coloquiales quiere decir “sentirse parte del todo”, el formar parte de la gran banda que es el universo. No obstante, según Nietzsche, la embriaguez y el baile ritual permitían estrechar

un pacto entre los hombres y reconciliarlos con lo universalnatural. De ahí que, en la sociología informal, algunos teóricos quisieron ver en el fenómeno rave —que en inglés significa delirar, pero que también hace alusión al acrónimo Radical Audio Visual Experience— una renovación del impulso comunal y de lo dionisiaco, de las ceremonias rituales donde el tiempo y el espacio se difuminaban ante la pérdida de la individualidad, impulsada por la música y el baile. Estados de éxtasis, encuentros con el cosmos, que, para otros críticos, no eran más que bacanales y reventones desenfrenados de “punchis-punchis” que incitaban al consumo del ecstasy moderno y a la adoración de modelos neopsicodélicos retrovanguardistas. Lo mismo sucede con el alcohol; para muchos es la perdición, un terrorista que hay que extirpar, un generador de vergüenza o la mismísima fuente de la concupiscencia. Para otros, es una musa, una fuente de inspiración, un pretexto para socializar, una liberación o un dios multifacético que te premia o te castiga, dependiendo de la fuerza con la que lo vayas a venerar. Francamente, para mí el alcohol es un facilitador; un amable conductor para alcanzar ese exquisito estado de plenitud que empieza con la noche y que acaba con el sol. Un incitador —si prefieren el término— al éxtasis, aunque confieso que esa palabra siempre me ha parecido demasiado dramática, incluso pesada y fastidiosa, para referirse a ese estado tan delicioso que producen las borracheras hasta las primeras horas de la mañana. No obstante, lo confieso, cada día estoy más lejos del paraíso; la cruda, la vida en pareja y una güeva espiritual interna me alejan cada vez más de ese edén etílico que, hace unos cuantos años, disfrutaba con una sabiduría bacanal cada fin de semana. Ahora, en mis treintas, aunque lo niego, prefiero el sueño apolíneo o los brazos de Morfeo antes que sumergirme en el ditirambo del “reventón”, quizá por ello empiezo a idealizar los caminos del alcohol.

Eunice Hernández (ciudad de México, 1977) se ha desempeñado en el ámbito cultural y en el editorial. Actualmente prepara su primera novela, titulada El mundo en espiral, así como el ensayo La India de Octavio Paz.

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| P a s t i ch e |

De qué hablamos cuando hablamos de un texto Por César Tejeda Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro.

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a junta del consejo editorial fue el domingo a las nueve de la noche. Horario y día nefastos, pero teníamos el tiempo encima. Cuando León y yo llegamos, Fernando ya nos esperaba con ese tequila blando que siempre sirve y le otorga a esas reuniones un plus valor. Nunca ha querido decirme de dónde lo saca, es su secreto. Ahora me conformo con que me embriague cada vez que lo tiene. Bebimos mientras llegaba Virginia. Como siempre, discutimos. No lográbamos ponernos de acuerdo con las fechas de entrega y otros aspectos de logística. En la mesa había textos inconclusos, alguno malo, ilustraciones de baja calidad, problemas con algunas fotos… El dinero no venía de ninguna parte y llevábamos ya un mes de retraso. Fernando era un polo y yo

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el otro; es difícil provocar trabajo ante la incertidumbre. Nos callamos cuando comprendimos que no llegaríamos a ninguna parte. Va a salir, dijo León, y comenzó una brevísima tregua. Virginia llegó, Fernando sirvió otra ronda de tequila acompañado de cerveza, ella sólo quiso una coca-cola light. Comenzamos con las lecturas. Escogimos el primer texto al azar y León lo leyó en voz alta. Después de hacer los comentarios pertinentes, nos extendimos más de lo necesario por una oración que decía: “Médicamente, el alcoholismo es una enfermedad”. Fernando objetaba que era el estado deplorable del personaje del cuento —más no el alcoholismo— lo importante a señalar. Yo encontraba la frase pusilánime: había que quitar eso de “médicamente” y entrar de lleno: “El alcoholismo es

Ilustración: Aileen Arakelian

Raymond Carver

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| P a s t i ch e |

En mi cabeza quise culpar al alcohol en la cabeza de los demás, pero Virginia me veía con su mirada sobria y desaprobatoria. una enfermedad”; para León la oración era prescindible, y así divagamos sin llegar a nada hasta que Virginia puso el punto final: “Lo que pasa es que se sienten aludidos”. No nos quedó más que reír. Que el autor rehiciera el párrafo entero. Leímos el ensayo de Fernando; era lo mismo de la reunión anterior. Me molesté, si bien ya me había anticipado que era un escrito inconcluso, que no hubiera avanzado ni un párrafo me pareció insultante. No podemos criticar un texto inacabado, dije. Virginia atenuó mi hostilidad reparando un largo rato en la corrección de estilo, pero León la detuvo en seco. Sigamos adelante, eso es trabajo de otro departamento, dijo. Con excepción de uno que, en nuestra opinión, debía rehacerse por completo, el resto de los artículos nos pareció bueno. Había detalles: alguna frase extra, alguna palabra mal empleada, cacofonías —en suma, trabajos que estaban ya del otro lado. Íbamos por la sexta ronda de tequila y ya sólo faltaba que se leyera mi trabajo. Hasta ese momento no había podido decidirme por alguno de los tres pastiches de Raymond Carver que había escrito, no tanto por prolífico como por ineficaz. Llevaba copias de las tres posibilidades para hacer una elección de último minuto. Al final opté por “Sin ropa” (vamos, Carver no es un escritor que haya brillado por los títulos que puso a sus cuentos). Le di un trago al tequila para agarrar confianza y ya iba a comenzar a leer cuando

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León me quitó el texto de las manos. Quise pedírselo de vuelta para poder darle la entonación adecuada, pero me retracté: a fin de cuentas no podría entonárselo a todos los lectores de la revista. La anécdota trata de dos amigas que platican en un café. Una le cuenta a la otra algo que debe ser guardado en secreto, rompiendo así con la palabra que había dado a su novio respecto a no contárselo a nadie. La historia que le confía es la siguiente: la narradora había acompañado a su novio a una boda; en el transcurso de la fiesta notó algo raro en él porque parecía demasiado ensimismado y solitario para un evento de tales características. Ella terminó convenciéndolo de que si no se encontraba bien salieran de la celebración para ir de vuelta al hotel. Una vez allí, cuando ella comenzó a desvestirse, sintió que el cierre de su vestido se atoraba y le pidió a su novio que la ayudara. En el forcejeo el vestido terminó por romperse y eso a él lo excitó, hicieron el amor y terminaron dormidos y desnudos. En plena madrugada él se despertó para ir al baño o, por lo menos, eso es lo que ella había supuesto, pero en lugar de abrir la puerta del baño, el sujeto abrió la del cuarto y se salió a caminar. Desnudo. Pasaron algunos minutos en los que la protagonista, anonadada, estuvo haciendo conjeturas que le permitieran encontrar alguna explicación lógica a lo que había visto. Se preguntó, por ejemplo, si en realidad su novio había salido vestido, pero no, ella recordaba claramente sus “pompitas y espalda desnudas”. Por fin él regresó. Estaba asustado, no entendía lo que le había ocurrido. Poco a poco fue haciendo conjeturas e inferencias que lo llevaran a encontrar una explicación: resulta que había sufrido un episodio de sonambulismo, saliendo así de su habitación para encontrar un lugar para orinar en el hotel. Para ella, la situación era simpática y por eso se puso a reír; sin embargo, él todavía se sentía asustado y lloraba. En mi parte favorita del cuento, ella dice: “No llores. ¿Por qué lloras?” A

lo que él contesta: “Hay camaritas en las esquinas, qué van a pensar mis tíos cuando sepan que me da por salir desnudo a las cinco de la mañana para orinar en los pasillos de su hotel”. Me parece cómico y trágico. Cómica la escena, trágico que ella no entienda la preocupación de su novio. Allí acaba lo que la narradora le cuenta a su amiga; se lo había contado para expresarle lo raro que se había sentido al lado de un novio que se echa a llorar por algo que ella consideraba una nimiedad. Sin embargo, la amiga hace caso omiso de la preocupación. El diálogo es así: la protagonista dice: “Pero lloró. Creo que yo no hubiera llorado”. Y la amiga responde: “Pues mira, para empezar, yo no me hubiera salido desnuda a caminar por los pasillos de un hotel de mi familia“. Y allí se acaba el cuento con una reflexión de la narradora: “Creo que debí cumplir mi palabra y no contárselo a nadie”. La protagonista, a cambio de su traición, no había recibido la comprensión que esperaba. Cuado León terminó de leer el texto, yo, satisfecho, apunté una paloma al final de la hoja. A través de ella me dije “muy bien”, pero vino ese silencio que sigue a los trabajos insatisfactorios. León había hecho una buena lectura, creo que muy cercana a como yo la hubiera hecho, pero intuí que algo andaba mal desde el momento en que leyó la parte en que el personaje masculino externaba su preocupación por las “camaritas en las esquinas de los pasillos” y nadie se rió. Virginia dijo que no le había gustado, aunque no con esas palabras. León fue mesurado, me recomendó algunas correcciones, como prolongar el final para hacer mi intención más explícita y algunos ajustes en la voz del narrador para evitar incongruencias. Fernando, por su parte, fue categórico. Por amor de dios, quita eso de “pompitas”, dijo casi gritando. Es una voz femenina, me justifiqué. Comprendo que tú le digas “culo”, pero una mujer bien podría decir “pompitas”, dije. No, no importa, quita eso, es horrible, repitió. Virginia estuvo de acuerdo

conmigo, aunque creo que buscaba compensar el rechazo anterior. Siguieron algunos minutos de risas, “pompas”, “nalgas”, “pompitas” o “nalguitas”. Pero qué chingados importa eso, dije. Mi cara comenzó a ponerse roja por el enojo y el alcohol. León y Virginia lo notaron y quisieron cambiar de tema, continuar con la crítica a la estructura. Ella comentó que le parecía confusa la manera en que hablaban los personajes, que no se diferenciaban. Estuve de acuerdo. También dijo que el cuento no cerraba porque la anécdota no iba a ninguna parte. Yo no pude evitar hacer aquello que se desaconseja en todos los talleres literarios: justificarme. Quise explicar que lo carveriano radicaba en hacer un cuento de cualquier situación trivial, donde el final no es precisamente anecdótico sino mas bien emocional, que el ciclo se cierra adentro del lector… y entonces me callé. No lo había logrado. En mi cabeza quise culpar al alcohol en la cabeza de los demás, pero Virginia me veía con su mirada sobria y desaprobatoria. Es que todo lo justificas con que es carveriano, querido, dijo. Y pues sí, tenía razón. León terminó diciendo: está bien, sólo hacen falta algunos ajustes. Fernando, embriagado, insistió en que quitara eso de “pompitas”. Tuve que reír. A esas alturas, hacer lo contrario habría sido incluso políticamente incorrecto. Aunque he de admitir que en la versión definitiva quedó “nalgas”. Cerramos la sesión y salimos. El resto del grupo fue a cenar y, aunque me invitaron, yo preferí caminar a casa. Me hacía falta una historia carveriana que contar y, claro, que le gustara al consejo editorial. César Tejeda (ciudad de México, 1984) es director de Los Suicidas. Realizó estudios de Ciencia Política en la Universidad Nacional Autónoma de México y, al respecto, elaboró algunos trabajos de investigación para fundaciones y ONG’s. Es egresado de la Escuela de escritores de la SOGEM y coautor de Reflexiones desde abajo/sobre la promoción cultural en México.

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|CINE|

Un encuentro con Charles Bukowski

Barfly de Charles Bukowski Director: Barbet Schroeder. Año: 1987. País: Estados Unidos. Duración: 97 min. Color: Color.

Por Iván Vilchis Ibarra

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harles Bukowski es una referencia entre los escritores de la vida marginal estadounidense. La crudeza con la que sus textos describen situaciones ordinarias —como el sexo con prostitutas después de una borrachera— ha hecho de Bukowski un modelo entre las generaciones jóvenes. Irónicamente, el autor es venerado por amar más el fondo de una botella de whisky que la literatura misma. Heinrich Karl Bukowski nació en Alemania y creció en Los Angeles; desde pequeño fue maltratado por su padre y marginado por los niños de la cuadra, quienes se burlaban de su marcado acento alemán y su fuerte caso de acné. Gracias a un amigo de la infancia, Bukowski conoció el alcohol y adoptó rápidamente el estado etílico, no como vicio, sino como método para establecer una relación más amigable con su propia vida. Autor de novelas como Post Office (El Cartero), Women (Mujeres) y Ham on Rye (La senda del perdedor), Bukowski utilizó la literatura para compartir con sus lectores una visión llena de idealismos sociales, donde el briago es el héroe y el rico es el tonto. Bukowski creó a un antihéroe —Henry Chinaski— y lo consagró como uno de los modelos a seguir de los años 80 y 90, y se convirtió en uno de los autores estadounidenses más reconocidos, al grado de que su viejo bungalow es considerado patrimonio histórico. Era de esperarse que un escritor tan auténtico como Bukowski utilizara un medio audiovisual como el cine para perpetuar a su afamado personaje. Barfly es el único guión cinematográfico que escribió el autor. En él narra la vida de Henry, una “mosca de bar” que pasa sus días peleando con el cantinero y escribiendo cuentos y poemas que son publicados en una pequeña revista literaria. Estéticamente, Barfly es una combinación de géneros cinematográficos; su complicada estructura de guión hace parecer a la cinta

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como una película de acción o hasta una comedia romántica. La actuación de Mickey Rourke y la realización del equipo creativo —encabezado por Barbet Schroeder en la dirección y Robby Müller en la fotografía— nos ayudan a reflexionar sobre lo solazada y compleja que puede llegar a ser la vida de un escritor alcohólico. Si bien Barfly elogia la autodestrucción, también es una historia idealista, porque hace evidente el desinterés del autor por formar parte de una sociedad podrida que manipula a sus integrantes y los hace luchar por una realidad inexistente. La vida y obra de Bukowski nos invitan a pensar en lo paradójico del éxito de un escritor marginado en una sociedad llena de prejuicios. Resulta admirable su capacidad para rescatar a personajes ordinarios y volverlos tan entrañables que se vuelven modelos a seguir. La irreverencia tiene un precio, pero cuando alguien transforma eso en riqueza, éxito e inspiración, hay que hacerle reverencias. “Alguien me preguntó —dijo Bukowski— ¿Cómo escribes? ¿Cómo creas? No haces nada, les respondí. No intentas nada. Eso es lo verdaderamente importante: no intentarlo, ni para tener coches, ni para crear, ni para ser inmortal. Tienes que esperar, y si no pasa nada, tienes que esperar más. Es como un insecto en la pared. Tienes que esperar hasta que baje y se acerque a ti, cuando está lo suficientemente cerca te estiras para matarlo. O si te gusta cómo se ve, lo vuelves tu mascota.” Iván Vilchis Ibarra (ciudad de México, 1982) ha trabajado en diversos cortometrajes, campañas publicitarias y videos musicales. Su trabajo en Carretera del Norte fue galardonado con el premio Pantalla de Cristal 2008 como mejor fotografía en un cortometraje de ficción.


| S Ee CxCoIcr Ó Na| c i a |

Por Dora Márquez

Piss ing Beberé y beberé hasta que toda tú seas una gota deslizándose por mis labios. Diario de mi otro yo

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Ilustración: Carla Qua

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a lo decía Octavio Paz: el sexo es uno, antiguo, amplio y básico; siempre el mismo en busca de la cópula y el acoplamiento; el erotismo, al contrario, es imaginación, voluntad e invención. ¿Quién pensaría que nuestra orina, cotidiana y escatológica, de ser un desecho se convertiría, gracias al erotismo, en una muestra del deseo creciente, en un chorro desbordado al servicio del placer? De esta manera el pissing, urolagnia o undinismo, es aquella práctica sexual en la que la orina es despojada de su categoría de secreción y convertida en un elevador del éxtasis entre los amantes e inclusive, muchas veces, en una puerta líquida hacia el orgasmo. Esta práctica, considerada como una más del BDSM —Bondage, Dominación, Sado-masoquismo—, refleja ampliamente la unión del sexo primario con la transgresión del erotismo, nos remonta a uno


| S e x o cr a c i a |

de los primeros placeres como seres sociales y nos devuelve poéticamente nuestra sed insaciable del otro. El pissing tiene como principio orinar sobre el cuerpo de la pareja, esta acción es conocida como golden shower —lluvia dorada—; sin embargo, existen muchas variantes para evocar el placer en la micción: • Beber la orina directamente del cuerpo de la pareja —recordemos aquella escena protagonizada por la bellísima Emmanuelle Seigner en el filme Luna Amarga (Bitter Moon, 1992). • Beber la orina mezclada con alguna bebida. • Orinarse sobre uno mismo. • Observar a la pareja al orinar. • Observar cómo orinan otros a la pareja. • Masturbarse mientras se huele un paño empapado de orina. • Escuchar orinar a la pareja.

El pissing es aquella práctica sexual en la que la orina es despojada de su categoría de secreción y convertida en un elevador del éxtasis entre los amantes e inclusive, muchas veces, en una puerta líquida hacia el orgasmo.

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Esta práctica conlleva un alto grado de confianza y transgresión, pues en el común cotidiano orinar es un acto solitario e individual, a veces hasta vergonzoso, y por lo general las convenciones socio-culturales sitúan nuestras secreciones como “desechos del cuerpo” que, si bien son síntomas de un organismo saludable y un vestigio de nuestra historia animal, para la integración y convivencia diaria deben ser imperceptibles —el sudor con desodorantes, las mucosidades con pañuelos, la orina en el lugar idóneo, encerrado y despoblado, etc. Para los asiduos al pissing, la excitación y el placer inician al convertirse en cómplices, observadores del orinar, derrumbando la idea del acto solitario para en seguida cometer la doble transgresión que reubica al líquido fuera de su categoría de remanente del cuerpo y lo encumbra como húmeda savia, indispensable para el encuentro con el placer y colmar los cuerpos amantes de esa extraña belleza que deviene tras la destrucción de lo correcto. Una de las principales explicaciones científicas de esta práctica nos transporta a la historia antigua, al sexo básico; ya que, dentro de los significados filogenéticos de la orina humana, ésta es una barrera para los

posibles rivales. En pocas palabras, el pissing bien puede interpretarse como la reconstrucción actual o la repetición continua en el tiempo de la marcación o delimitación del territorio que mantiene a salvo y bajo control a la manada; y ya inmersos en el reino animal, recordemos que la orina es un signo para atraer a la pareja y que informa del propio poder, fuerza, edad y época reproductiva. Partiendo de la psicología, el pissing nos remonta a la primera infancia, al primer placer sucedido al control de los esfínteres, a aquellas primeras veces que decidimos no dejar libre el curso de nuestras excrecencias y optamos por la tensión que conlleva el control de las necesidades más básicas de nuestro cuerpo para, finalmente, ser individuos integrados al mundo y su cultura, que ahora transgredimos en nombre del placer sexual. ¡Bravo! El pissing es considerado una práctica de bajo riesgo, pero en caso de ingesta debe tomarse en cuenta que no existan heridas o llagas en la boca para evitar posibles contagios o infecciones. Siempre estará latente la posibilidad de efectos secundarios, como irritación o urticaria en pieles muy sensibles, ya que la orina tiene un pH muy ácido. Finalmente, debe tomarse en cuenta que aunque la orina es estéril, una infección de las vías urinarias podría trasmitir bacterias de la uretra y los riñones. Algunas recomendaciones para llevarlo a cabo son: • Tomar mucha agua antes del acto para reducir las cantidades de sal y minerales. • Tomar líquidos endulzados para diluir el sabor natural de la orina.

• Realizarlo en la ducha, por aquello de los residuos. También debemos considerar que esta práctica, como cualquier otra, puede llegar a cruzar los límites de lo concebido como “un intercambio sexual sano” cuando se convierte en la única manera de obtener excitación o de llegar a un orgasmo y, en un extremo, puede alcanzar la tipificación de obsesión patológica cuando existe daño directo a terceras personas, por ejemplo, si se espía en baños públicos o se orina frente a quienes no están de acuerdo. El pissing ha sido categorizado por sus aficionados como un “deporte acuático” que, según su forma, se clasifica en las siguientes disciplinas: • Lluvia dorada: orinar sobre la pareja. • Las cataratas del Nilo: orinar sobre el clítoris. • Navegación del Amazonas: orinar sobre el pene. • Fuente de Venus: sexo oral a la mujer hasta el orgasmo, momento en que ella orina la boca de la pareja. • Rocío de la serpiente: versión masculina de la anterior. • Riego del roble: la chica orina mientras el pene esta dentro de su vagina. • Inundación de la cueva: el chico orina dentro de la vagina. En las dos últimas formas, recordemos que la uretra no sólo transporta el semen o aquel fluido blancuzco —que aún no se define abiertamente como la eyaculación femenina—, sino también la orina, por lo cual no pueden realizarse ambos actos al mismo tiempo, pero sí orinar inmediatamente después de la eyaculación. Por último, sólo me queda decirles que de ahora en adelante piensen muy en serio aquella recomendación de beber dos litros de agua al día, ya que como hemos visto puede ser altamente beneficiosa para nuestro cuerpo, mente y sexualidad. ¡Salud!

Dora Márquez (ciudad de México, 1980) obtuvo mención honorífica en el primer concurso de producción radiofónica de Conaculta. Participó en el virtuality Caza de Letras, organizado por la Dirección de Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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| E l ch a p e rón |

Uno debe estar ebrio siempre, si no, se siente el paso del tiempo que curva los hombros. Debemos intoxicarnos con vino, con poesía o con virtud, usted elige. Pero intoxíquese.

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Charles Baudelaire

Nunca escribí una frase que valiese la pena mientras estaba bajo la influencia del alcohol.

2

Raymond Carver

3

La civilización comenzó con la destilación. William Faulkner

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El vino es la defensa de la verdad, tal como ésta es la apología del vino. Søren Kierkegaard

5

Después del primer vaso de absenta, se ven las cosas como uno desea. Después del segundo, se ven como no son. Finalmente se ven como son en realidad, y ésa es una sensación horrible.

Las agonías del borracho encuentran su paralelo más exacto en las agonías del místico que abusó de sus poderes.

6

Malcom Lowry

Oscar Wilde El intelecto humano debe su superioridad sobre las especies animales inferiores, en gran medida, al estímulo que el alcohol le ha dado a la imaginación.

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7

El alcohol es necesario, escriba lo que escriba. Francis Scott Fitzgerald

9 Uno empieza por no beber y termina asesinando a su familia Ambrose Bierce

Todo hombre que se respete a sí mismo debería emborracharse tal como dicta la añeja costumbre: a la menor provocación, y de preferencia en cualquier ceremonia pública.

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Mark Twain 18 | Los Suicidas

Samuel Butler


| su i c i d i o s e j e mp l a r e s |

Estuve borracho durante muchos años y después me morí Por Alejandro García Abreu

El suicida tiene tanto de héroe como de niño. Nunca sabe a ciencia cierta si está jugando con sueños o con fuego.

T

enía todo lo que quería y sabía que nunca volvería a ser tan feliz”, afirmó Francis Scott Fitzgerald en 1921, tras casarse con Zelda Sayre y después de iniciar su carrera literaria —a los veinticuatro años— con A este lado del paraíso, libro que le concedería gran popularidad y que le facilitaría publicar en el sello Scribner’s. Ulteriormente viajó a Francia con su esposa. En 1925, Fitzgerald concluyó El gran Gatsby —la más célebre de sus novelas—. Dos años antes, instalado en París, Ernest Hemingway debutó en una pequeña editorial con Tres cuentos y diez

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poemas. Había viajado como corresponsal del Toronto Star acompañado por Hadley Richardson, su primera mujer. Tiempo después conoció a Fitzgerald, en el bar Dingo de la Rue Delambre. Cuando los dos escritores se conocieron en abril de 1925, el alcohol era parte fundamental de la vida de ambos y Fitzgerald disfrutaba verse convertido en una celebridad por la publicación de El gran Gatsby. Comenzaron una amistad tan estrecha como tormentosa y la adicción a la bebida reforzó la relación, del mismo modo en que la deterioraría posteriormente. En una carta que le dirigió a Hemingway en 1926, Fitzgerald examinó meticulosamente Fiesta; Hemingway le había entregado una copia de la novela para que la comentara y le hiciera sugerencias.

Ilustración: Carlos Sandoval

Nuria Amat

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| su i c i d i o s e j e mp l a r e s |

Asistimos a la desintegración de dos hombres, al lamento de dos inteligencias malogradas. La literatura desaparece con aquello que la misma quema o ahoga. Epítomes de escritores alcohólicos, Hemingway y Fitzgerald —en su desafío a la muerte— resultan la antítesis del fuego y del agua. Autores vitalmente animados, Hemingway y Fitzgerald frecuentaron el bar del Ritz y los cafés de Montparnasse. El segundo —decía su colega— “se emborrachaba siempre por poco que bebiera”. En cambio, Hemingway convirtió su afición al alcohol en una actividad competitiva: soportar los embates de la bebida era una suerte de prueba. “Fitzgerald era blando —afirmó Hemingway en una entrevista en 1960—. Se disolvía con una sola gota de alcohol.” Invariablemente hubo rasgos histriónicos en el gusto de Fitzgerald por la bebida. Cuando era joven —dice el biógrafo Scott Donaldson— a veces fingía estar ebrio y daba tumbos en los tranvías. Su fascinación por Zelda Sayre —cuya pasión por la danza lo atraía— se acentuó porque era una mujer que disfrutaba beber y a la que le atraía el exhibicionismo tanto como a él. La pareja llamaba la atención por su comportamiento en las fiestas: solían

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hacer rodar botellas de champaña por la Quinta Avenida al amanecer y en una ocasión saltaron a la fuente Pulitzer frente al hotel Plaza de Nueva York. Casi dos décadas más tarde se separaron, tras una larga serie de conflictos, excesos y desastres. Ella quedó confinada en un psiquiátrico, donde murió durante un incendio. Pocas semanas después del último día que se vieron, Fitzgerald se despidió de Zelda con una misiva: “Tú eres la persona más espléndida, encantadora, tierna y hermosa que he conocido en mi vida”. Fitzgerald observó su propia caída, su naufragio mancomunado. Fue un anatomista del desastre —en palabras de Enrique Vila-Matas—: reflexionó sobre el “presente pavoroso de un pasado que podía haber existido” y buscó la noche suave, como dicta el título de uno de sus libros. A los cuarenta y cuatro años, el alcohol había degradado su salud, al igual que minado su carrera literaria y sus relaciones sociales. Y a su vez contribuyó al infarto que terminó con su vida el veintiuno de diciembre de 1940 en Hollywood. En un cuaderno de notas escribió una línea —a modo de vaticinio fúnebre— que enunció su destino inexorablemente etílico: “Entonces estuve borracho durante muchos años y después me morí”. Hemingway no asistió al funeral de Fitzgerald, su antiguo amigo y mentor, quien le consiguió su primer editor de importancia y sugirió cambios decisivos en Fiesta. La amistad había concluido años antes. “Ernest boxeaba con la sombra de su colega para cerciorarse de sus méritos —cuenta Juan Villoro— y Scott requería del ultraje para cerciorarse de que sólo podía hablar en nombre de los caídos, con ‘la autoridad del fracaso’.”Mientras se comentaba el retorno glorioso de Hemingway con Por quién doblan las campanas, Francis Scott Fitzgerald moría con un ejemplar del libro en su buró, dedicado por el autor “con afecto y estima”. El protagonista de Por quién doblan las campanas podría ser el trasunto del propio Hemingway: Robert Jordan escribió un libro sobre España y no puede apartar de su mente el suicidio de su padre. Hemingway intentó explicarse la decisión de su progenitor de morir por propia mano —la suya fue una familia rasgada por el suicidio: su padre, su hermano, una de sus hermanas y su nieta se quitaron la vida.

Hemingway estaba convencido de que, tras una herida sufrida en Italia durante la Primera Guerra Mundial, se había ganado el derecho a beber. Desde sus primeros años en Europa, convirtió a la bebida en una parte esencial de sus actividades cotidianas. Su aguante era descomunal, pero con el paso del tiempo el alcohol lo debilitó. Todas las mujeres en su vida lo acompañaron en los rumbos del vino y del licor, en los fulgores cotidianos. Fue un dipsómano funcional durante muchos años. Desde su temprana correspondencia con sus compañeros de pesca del lago Walloon y sus amigos del cuerpo de ambulancias, alardeaba constantemente de su resistencia: “Estoy bebiendo fuerte —escribió en 1918—. Me tomo unos dieciocho martinis al día”. Y en 1923 exclamó: “Me gusta ver a todos ebrios. Un hombre no existe hasta que no está borracho”. En una carta a Ivan Kashkin —un crítico ruso que admiraba su escritura— Hemingway elogia el whisky, el vino tinto y el ron, mismas bebidas que menciona en Las verdes colinas de África. Luego celebró el ajenjo en Por quién doblan las campanas. El protagonista, Jordan, asegura que con él puede recuperar los recuerdos gratos de épocas remotas: Un solo vaso ocupaba el lugar de las veladas en los cafés, los paseos por los castaños que ahora estarían en flor… las librerías, los museos, las posibilidades de leer por la noche y descansar; todas las cosas que disfrutara, cosas que ya había olvidado, volvían en cuanto probaba este líquido alquímico, opaco y amargo, que trababa la lengua, calentaba el estómago, alteraba las ideas y hacía bullir el cerebro.

Mientras creía que era capaz de renunciar a la bebida en cualquier momento, Hemingway sabía que ese no era su deseo. El problema era, escribió en 1943, que a lo largo del tiempo había comprobado que “cuando las cosas van realmente mal puedo tomar una copa y enseguida van mucho mejor”. Durante su última época —narra Donaldson—, Ernest Hemingway se enfermó frecuentemente. Contrajo hepatitis y comenzó a leer El hígado y sus enfermedades. En 1961 le diagnosticaron psicosis maniacodepresiva: estaba en la antesala de la muerte. Fue sometido a un tratamiento de electrochoques y, al ser dado de alta, se dirigió a su casa en Ketchum, Idaho, donde se mató con un tiro escopeta la mañana del dos de julio.

*** Asistimos a la desintegración de dos hombres, al lamento de dos inteligencias malogradas. La literatura desaparece con aquello que la misma quema o ahoga. Epítomes de escritores alcohólicos, Hemingway y Fitzgerald —en su desafío a la muerte— resultan la antítesis del fuego y del agua. Contrapuestos, delatan la ambivalencia de la bebida —su doble origen—, siguiendo una idea de Gaston Bachelard, quien transfiguró al alcohol en un factor del lenguaje. El alcohol de Hemingway es el alcohol que flamea; está marcado por el signo del fuego. El alcohol de Fitzgerald es aquél que sumerge y que da el olvido y la muerte; evidencia el signo del agua. El papel ancilar de la bebida en sus textos —sumado a múltiples anécdotas— revela dipsomanías arrebatadas. Ambos exaltaron las “voluptuosidades fulminantes” de los destilados y sus “encantamientos enervantes”. Consumidos, disueltos, convirtieron a la sed en parte trascendental de sus obras —en inspiración creadora—, para finalmente inmolarse: el final de la trama en el libro de la vida.

Alejandro García Abreu (ciudad de México, 1984) es ensayista y jefe de redacción de Los Suicidas. Es coautor de Línea de sombra. Ensayos sobre Sergio Pitol y ha sido colaborador en revistas culturales como Nexos y Revista de la Universidad de México. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 20072008 y 2008-2009.

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| DO S S IE R |

El alcohol en

México La Encuesta Nacional de Adicciones 2008 revela:

» Que casi 4 millones

» Que sólo 8 de cada 1, 000

mexicanos asegura beber todos los días.

de mexicanos abusan o dependen del alcohol. De éstos, 3 y medio millones son hombres y más de medio millón son mujeres.

» Que casi 27

millones de mexicanos, aunque beban con poca frecuencia, cuando lo hacen ingieren grandes cantidades.

» Que el estado en el que hay más personas que beben diario es Querétaro, y en el que menos es Sonora.

DATOS Que el estado con mayor porcentaje de abusadores / dependientes del alcohol es Nayarit y el menor, Baja California.

Que la cerveza es la bebida de preferencia y en proporciones significativamente menores, el vino de mesa y las bebidas preparadas.

Que tanto en hombres como en mujeres, el grupo de edad que muestra los niveles más altos de consumo es el de 18 a 29 años.

Y: Considera como bebedores altos a todas aquellas personas que, por lo menos una vez en su vida, hayan ingerido cinco copas o más en una sola ocasión.

Que por cada 8.5 hombres que ingieren alcohol de 96° y aguardiente, sólo hay una mujer que lo hace.

24 | L o s S u i c i d a s

No hace diferencia entre aquellas personas que abusan y aquellas que dependen del alcohol.


| D o c t o r S T R A N G E R LO V E |

El compañero (CENSURADO)

Querido Dr. Strangelove: Estoy en una situación insostenible. Acudo a usted después de agotar todas mis opciones. Escribir cartas (escribir en general) nunca ha sido uno de mis talentos. Le adjunto algunas entradas de mi diario donde abordo la situación que hoy me ocupa. Espero tenga un consejo oportuno. Gracias de antemano. SUFRAGIO EFECTIVO, NO REELECCION. S. de la R. C. Lic. (CENSURADO) (Nota de la redacción: El nombre fue censurado para proteger la identidad del autor y la integridad física del columnista). (Nota del columnista: Pussies. Lo hicieron para proteger sus cobardes traseros. La última vez que intentaron protegerme amanecí en los separos de una delegación tras veinte horas de arresto.)

Por H.G. Sarquis

Ilustración: Carlos Gamboa

Agosto 5, 2009 El desayuno estubo de gueba. El gober llego tarde, pa variar. Que si este año sí le vamos a aprovar sus mamadas. Chale. Re bueno pa pedir, pero que tal pa flojar. Sus pinches botellitas que nos manda saben a madres, ni con coca rifan. La gorda emepeso a remodelar el patio. Otra ves. Ya van cuatro desde que llegamos al defe. Y uno que no tiene ni pa la gasolina de la escolta. Desde que llegamos anda muy cambiada. Ora se fue a tragar con la esposa del senador (CENSURADO) a no se que pinche restoran en Polanco. Si cuando estábamos en (CENSURADO) no la sacaba de las pinches quesadillas de la Chole y ora no come en la casa ni por error. Y cada vez más gorda. Antes no me importaba pero ora si ya se le paso la mano.

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Agosto 17, 2009 Con eso de que metimos el carro completo en la federal, ora está cayendo mas feria. En la reunión de bancada de hoy anduvimos discutiendo algunos puntos relevantes, chance nos instalan el llacusito que queríamos pal caballito!!! (cruzo los dedos!). Ya le terminaron el patio a la gorda. Quedó padre. Le puso unos monumentos de unos potritos. Se viera como que estuvieran tomando agua de la alberca. Me acordé del rancho en (CENSURADO),

haber si ora para navidad vamos. Haber si quiere la gorda. El compañero (CENSURADO) andava vendiendo unas pastillas medio raras en los baños hoy. La gorda dice que no le entre pero todos los demás compañeros le estaban comprando. Le compre nomas dos pero todabia no las pruebo. Haber si al rato con el Tomas, ese guey le entra a todo. Septiembre 16, 2009 El pinche llacusi no queda bien. Ayer empeso a filtrar y hasta el lobi dicen que llego la agua. El compañero (CENSURADO) no ha traido de sus pastillitas. Todos andamos bien erizos desde el Lunes pasado. Y pa la ceremonia de ora haber como aguantamos el choro del chaparro. Vamos a salir jetones como el lider sindical ese hace unos meses. Tssss que quemón. Un compañero de la oposición, que también anda reerizo, dice que va a sacar unos toques para hoy en la noche. Si no a puro vino nos la llevamos. Ay diario, ando emocionado. Mañana empiesa el torneo de panbol intercomisional!!!!! Octubre 19, 2009 Los de la comisión de seguridad pública nos dieron en la madre ayer. Chale. Al minuto 9 anotó por nuestro equipo el compañero (CENSURADO), y todos celebrando. El resto del primer tiempo estuvimos a la cabeza pero en el minuto 5 del segundo, el culero de (CENSURADO) anotó un pinche golazo casi que desde media cancha. Pensábamos que iba a quedar empatado. Ya casi se acababa y que el baboso de (CENSURADO) le hace un pase a (CENSURADO), que estaba de portero, y que se le mete entre las patas. Autogol. Ni pedo. Nos toca pagar la peda del sábado. Lo bueno es que la comisión de seguridad tiene reunión mañana con el Marti y la Gualas, a ver si siguen tan contentos en la tarde los culeros, ja ja.

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| D o c t o r S T R A N G E R LO V E | Aunque perdimos estuvo chido porque la compañera (CENSURADO) me vio conectar el super pase que culmino en el primer gol. Hasta se avento un chiquitibun desde la tribuna. Creo que le gusto, diario!!!!. Octubre 21, 2009 La compañera (CENSURADO) me habló hoy en la comida. Me felisito por mi discurso sobre la reforma en seguridad, se me hace de que se dio cuenta que me lo hizo la chavita de polacas que tengo haciendo el servicio social, aunque creo que la libré con el choro que le eché. Al final de la comida le pregunté si ya tenía quien la llevara al reventón del compañero (CENSURADO) el próximo viernes, que si no quería ir conmigo. Me dijo que si diario!!!!. Noviembre 20, 2009 Feliz día de la Revolucha diario!!. Hoy fue un buen día. El despapaye empeso desde el desayuno en casa de la compañera (CENSURADO). Cancelamos actividades por el resto del día después del discurso del compañero (CENSURADO). Como a las cinco ya todos estábamos ahogados. A toda madre. Fue de esos días que sientes que todos los compañeros son tus cuates, sin importar la bancada o la comisión. A todo dar diario. Ando bien clavel con la compañera (CENSURADO), creo que la quiero diario. No se que hacer. La gorda ya esta sospechando. Hace como un mes que no planchamos, la semana pasada tuve pretesto porque los bisteces se andaban descongelando y ella sabe que asi no se puede, ya la comadre le ha dicho, pero ora? Voy a tener que hacer algo. Diciembre 15, 2009 Hoy fue la posada del compañero (CENSURADO). La gorda estubo chingando

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toda la semana con que la llevara, ni pedo. Pensé que no pasaría de una peda aburrida pero como a las 3 la compañera (CENSURADO) ya estaba ahogada y que va y le empieza a mentar la madre a la gorda, que “pinche vieja no sirves ni pa dar vergüenzas, no eres vieja para este cabrón y ya todos saben que el me quiere a mi” yo nomas ponía cara de “pinche vieja loca” pero que la gorda se prende, se le echó encima y que la agarra de las greñas, arrastró a la pobre compañera hasta el patio de la casa, entró la escolta de la casa pa separarlas pero la señora de la casa los detuvo, “ni madres. Uno a uno, que nadie se meta culeros”. Luego luego se hizo la bolita pa ver los cates. Mi gorda le iba poniendo en su madre a la pobre compañera, hasta que la otra se puso las pilas y que le acomoda un cabezazo en la narizota. Tiene unos guevotes la gordita, nomas sopló la sangre y orale, que le conecta derechazo en la quijada y pum, suelo la compañera. Ya la iba a rematar con el clásico brinco/codazo en la espalda pero que la compañera se rueda y la pobre gorda nomas le atinó al piso de marmol. Patada de la compañera derechito a la cabeza de la gorda. Le sacó mas mole, la gorda se encabrona otra vez, le quita un pomo al mesero que andaba ya organizando las apuesta y orale! Botellazo en la mera cholla. La compañera perdió el conocimiento y ahí si la señora de la casa detuvo el desmadre. “Ya estuvo ya estuvo, Lupe!” dijo “ya sabemos que esa pinche golfa no te da la vuelta”.

escuela tanto como para que un par de legisladores realmente puedan sentir amor por alguien además de sí mismos. Interesante descubrimiento; directo a mi libro de Datos estúpidos que no necesitaba saber. En fin, gracias por las risas. Pasemos a tu conflicto. ¡Ah!, los humanos y sus sentimientos. Tan sensibles y conflictivos, tan necesitados de cariño, de aprobación y —en las palabras de un cineasta británico, alguna vez casado con una cantante de pop que también creía serlo— “de la palmadita en la espalda. Atta’Boy”. ¿Cuándo aprenderán? Los grandes hombres, los líderes y estadistas realmente memorables, no están hechos de la materia de las emociones. La gente dispuesta a la gloria está también dispuesta a la renuncia de todo aquello que alguna vez consideraron precioso. La recompensa del poder es el poder mismo, mi ignorante amigo. No hay lugar para tibiezas. Perseguir el poder buscando las mansiones y el dinero es como perseguir el oro porque brilla bonito. Nimiedades como la familia o los sentimientos, propios o de los demás, sólo se interpondrán en su camino. La pregunta obligada es: ¿Qué clase de hombre es usted, ciudadano? ¿Busca usted el poder o los bocadillos que tiene como guarnición? Hágase esas preguntas, sea honesto y, cuando esté seguro, lea las opciones que le sugiero abajo.

P.D. Eso fue la semana pasada, doctor. Hoy las cosas con la gorda están cada vez mas incómodas. Le dije que había dejado de ver a la compañera, pero no puedo doctor! Soy débil. Dígame que hacer. Mi futuro político peligra.

1. La del asalariado glorificado De acuerdo. Entró usted a la política porque le pareció la distancia más corta entre pobreza y seguridad. Es válido. Patético, pero válido. Deprimente del tipo de personas que hemos puesto al volante de este accidente automovilístico al que llamamos país, pero válido. Felicidades, pertenece usted al 94.6% de los políticos que llegan al poder para servirse mas puré de papa. Sus opciones aquí son claras. Para mantener su curul lo único que usted necesita es… bueno, mantener su curul. No haga nada, siéntese derecho, vote lo que su líder de bancada le diga que vote y, al final del día, a nadie le va a importar si usted se esta tirando a la compañera (CENSURADO), a la líder del partido o a la mascota de la selección nacional. Honestamente nos vale madres.

Respuesta De entrada, tu bitácora —o diario como tan elocuentemente la llamas— es digna de colegiala insípida de secundaria. Fue divertido, no lo niego, por momentos no sabía si estaba leyendo la carta de un lector o si había entrado al universo paralelo de Doogie Howser, M.D., pero con el lenguaje destrozado. Si te hace sentir mejor nos regalaste no sólo una tarde de risas sino una lista eterna de chistes para los siguientes seis meses. “Creo que le gusto, diario”: oro puro. La verdad, no nos sorprendió la revelación del poder legislativo=patio de

2. La del príncipe moderno Es usted un hombre que ambiciona gobernar este país o por lo menos impulsarlo desde la legislación. Enhorabuena. Si bien es cierto que en este país la imagen pública importa poco, la realidad es otra. La imagen negativa importa, y mucho. Al pueblo le encanta el villano bonachón, el antihéroe robinhoodesco que rompe la norma sin molestar a su madrecita al tiempo que le prende una veladora a la virgencita. Si puede, filtre un par de fotografías de usted con la compañera (CENSURADO) a alguna revista del corazón. Por supuesto no deje a su mujer, al contrario, niegue rotundamente los rumores con una sonrisilla cínica en la boca, sólo no deje de invitar a los paparazzi a sus escapadas románticas con la legisladora antes mencionada. Esto le ganará una imagen de gavilán pollero inmejorable, además de que le dará tiempo aire gratis en las televisoras nacionales. Alguna vez un gobernador de Luisiana, E. U. A. —probablemente el más excéntrico que haya ocupado ese cargo—, dijo: “La única manera en la que puedo llegar a perder esta elección es si me encuentran en la cama con una mujer muerta o con un muchacho vivo”. Pocas veces se han dicho palabras más sabias. Podríamos decir que lo único que podría destruirlo a usted es que le suceda lo segundo. Después de todo, estamos en México. Mientras eso no suceda, usted tranquilo, y nos vemos en la grande en 2012. XOXO Dr. Strangelove

H. G. Sarquis (ciudad de México, 1983) es cuentista. Es coautor de Estación Central y consejero editorial de Los Suicidas.

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|CRÓNICA|

Alcoho límetro.

Por Julio Antonio Fonseca

C

uando mi novia se dio cuenta de que había un retén del alcoholímetro a dos cuadras de distancia, sugirió que tratáramos de evitarlo. Yo pensé que las dos cervezas más una cuba que había ingerido, en un lapso de tiempo considerable —tres horas—, no tendrían por qué ser un problema y seguí adelante.

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Los integrantes del programa “Conduce sin alcohol” utilizan conos naranjas para hacer una especie de embudo en diagonal que va a lo ancho de toda la avenida, y a través del cual pretenden evitar que alguien se les escape. Al final de la larga hilera que se forma, hay un oficial que te pregunta cuánto has bebido y luego se acerca a una distancia impúdica para escuchar la respuesta. Yo fui deshonesto, oculté la cuba. Aun

Fotografías: Iván Vilchis Modelos: Daniela Villaseñor, Rubén Salazar, Emiliano González, Simón Guevara

El proceso

así, me pidieron que bajara del coche para soplar en el mentado aparato. Un presunto médico (a juzgar por la bata blanca) te enseña una boquilla empaquetada en una bolsa de plástico, abre el envoltorio, saca la pipa para ponerla en el aparato conocido como alcoholímetro y, finalmente, te pide que soples como si estuvieras inflando un globo. Yo, para cumplir la instrucción cabalmente, imaginé que eso hacía y soplé. El doctor considero que mi esfuerzo había sido exiguo, así que tuve que espirar por segunda vez. Uno de los policías que me rodeaban pareció insultado por mis exhalaciones insuficientes y emitió alguna amenaza que ya no recuerdo; estaba nervioso, así que soplé con toda la fuerza que pude. La pantalla digital iba en asenso .38, .39, .40, .41. En ese momento el doctor quiso saber si alguno de mis acompañantes estaba sobrio y tenía licencia para conducir. Fue entonces cuando comprendí que había pasado a formar parte de las estadísticas de los detenidos por manejar en estado de ebriedad. Un policía, el malo, me pidió que lo acompañara a una mesa circular que estaba encima de la banqueta. Otro policía, el bueno, fue mi custodio. El malo exigió que le diera la tarjeta de circulación, mi licencia y que me sentara. Yo estaba muy nervioso y le dije que no quería sentarme, que prefería estar de pie, y por aquella humilde petición fui tratado con rispidez mientras se llenaban los papeles de mi detención. A través del policía bueno conseguí que mi novia pudiera llevarse el coche a pesar de no tener licencia, y eso evitó que ella tuviera que pedir un taxi y, claro, que se llevaran mi auto al corralón. Cuando el papeleo estuvo terminado fui exhortado a esperar al interior de una patrulla vacía. No podía dar el siguiente paso hasta que llegara otro conductor ebrio que llenara el auto policial. Tenía muchas ganas de orinar y le pedí al policía bueno que me dejara estar afuera, parado. Aquél aceptó y nos quedamos platicando un rato; aproveché para tratar de corromperlo, pero no pude. Cuando por fin detuvieron a otro borracho, nos hicieron abordar la patrulla y nos llevaron a la delegación Benito Juárez. En el trayecto las miradas de los automovilistas morbosos me hicieron sentir como todo un delincuente.

Llegamos a nuestro destino. El policía abrió la puerta, y no había terminado de salir cuando un par de tipos se acercaron para ofrecerme ayuda legal. Ya antes había escuchado de los famosos coyotes que por tres mil pesos pueden reducir la detención a casi la mitad; gente nefasta. No acepté gentilmente y seguí caminando hacia el juzgado, pero los pseudo-abogados me acosaron e incluso llegaron a insultarme. “Te van a chingar allá adentro, cabrón”. “Ya valiste madres, güey”. “¿Cómo te llamas?”. Hice caso omiso a todo. Luego supe que, de haber dicho mi nombre, habrían tramitado un amparo sin mi permiso. Supongo que después de varias horas de encierro y desvelo, una salida prematura puede resultar muy atractiva. Entramos en el juzgado y nos encerraron en los separos. Nos informaron que debíamos esperar a que el médico legista nos revisara. Me sentí esperanzado, seguramente el doctor notaría mi evidente estado de sobriedad y haría lo pertinente para que pudiera salir de allí. Estuvimos un buen rato en el cuarto de proporciones minúsculas. Yo permanecía parado tratando de saber qué pasaba afuera a través del ojo de la puerta, mientras que mi compañero de desventura se lamentaba. Aseguraba que sólo se había tomado dos cervezas, como todos hacemos en esos casos, incluso yo, pero en él, y a juzgar por su apariencia, aquel era un asunto improbabilísimo, casi fantástico. Estuve tentado a contrariarlo, pero juzgué que era insensato. En caso de alguna hostilidad no habría encontrado manera de escapar. Unos cuarenta minutos después fui llevado con el médico legista. Me comporté de manera amable y halagüeña:

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|CRÓNICA|

“mi nombre es tal, para servirle”, etc. Y contesté a todo con la mayor velocidad y sensatez que pude. Luego me hizo levantarme, pegar los talones, extender los brazos hacia delante y echar la cabeza para atrás; ejercicio que cumplí a la perfección. “Muy bien. Estás sobrio”. Orgulloso y satisfecho, salí creyendo que tenía mi pase de salida en la bolsa. Hicieron que regresara al separo y tuve que esperar nuevamente, en esta ocasión a que la jueza se desocupara. El femenino me pareció una bendición; todo sería más fácil con un poco de coquetería. Estaba muy equivocado. Cuando entré a su despacho, me señaló una silla en la que debía sentarme sin ni siquiera mirarme. “Quieres llamar a un abogado o te defiendes tú solo. De una vez te digo que si te defiendes solo, sales antes.” “No pienso llamar a nadie.” Contesté. “Bien”, pareció satisfecha. Después de un nuevo interrogatorio me dio 18 horas y hasta entonces acepté que esa noche no llegaría a casa. El policía que estuvo encargado de llevarme a las celdas que están en el sótano de la delegación, luego de pedirme que le dejara mis agujetas y el cinturón, hizo un comentario burlón alusivo a mi

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incuestionable sobriedad: “aunque se que no te vas a suicidar”. No me pidió nada más. Bajamos. Al fondo había tres mazmorras. En la primera, dos hombres oscuros miraban hacia el techo con severidad. Las otras dos eran una fiesta. Instintivamente, me encaminé a estas últimas, pero el policía cortó mis expectativas de tajo. “Tú vas con los sobrios”. Para que “los severos” no notaran mi desprecio, di un paso atrás y me negué haciendo un gesto, señalando el lugar de donde venía el jolgorio y que me parecía más amable. Mis peticiones fueron vanas. Para seguir un orden preestablecido yo tenía que entrar al lugar que ocupaban los detenidos sobrios para el médico (aunque ebrios para el aparato). La única diferencia formal es que nosotros ya habíamos compadecido ante la jueza, y los demás debían esperar a que se les bajara. Entré. Saludé con la cabeza y fui correspondido, pero no indagué en las características de los señores que me acompañaban. Me senté en una esquina y esperé. Media hora más tarde sonó mi teléfono celular. Era un amigo que quería ver en donde “la seguíamos”. Él, con dos detenciones previas, ya era todo un experto en las implicaciones del alcoholímetro, y me dijo que haría una pausa en sus actividades nocturnas para llevarme algo de comer y una chamarra. Hasta ese momento no había notado el frío que hacía allí adentro. Una hora después ya tenía un grueso abrigo, diez tacos del Borrego y un refresco. Comí con el mayor sigilo que pude para no llamar la atención. No era que no quisiera convidar de mis alimentos, era que a esas alturas no conocía las reglas de convivencia.

Poco antes de las cuatro de la mañana ingresaron a dos “sobrios” más. Nadie decía nada. Aproveché mi esquina para acomodarme en posición fetal e intentar dormir. No pude hacerlo, pero a juzgar por los ronquidos de los demás, fui el único. Cuando por fin pude dormitar, un alcohólico anónimo nos despertó. Eran las siete de la mañana y aquél llevaba panfletos para invitarnos a su asociación. Jamás he tenido un problema con los “AA”, pero en ese despertar los tuve. Teóricamente, las primeras horas de la cruda son el momento idóneo para convencer a la gente que tiene un problema con la bebida, es cuando son más susceptibles. Pero los de mi lado sólo estábamos desvelados, y ya nadie volvió a dormir. Fue el momento de las presentaciones. Descubrí que los señores que antes había tachado de “severos” eran amables. Uno tenía cuarenta (era marinero) y el otro sesenta (ingeniero). Los dos que llegaron más tarde eran, al igual que yo, veinteañeros. Uno de éstos últimos también era escritor, poeta, y teníamos conocidos en común. Ante la coincidencia no supimos a que estadística apegarnos; si a la excesiva cantidad de escritores que hay en nuestra generación, o a la excesiva cantidad de escritores ebrios que hay en cualquier edad. El otro joven salió temprano; había tramitado un amparo y no tuvimos tiempo de conocerlo. A pesar de las rejas, nuestras mujeres podían llegar hasta abajo, y eso diversificaba el ambiente un poco. Cada una llevaba bebidas y comida para todos. La mía fue la última en llegar, y por ello recibí el sobre nombre de “El Malquerido”. Nadie comía nada. Sentíamos las manos sucias, y los alimentos fueron acumulándose en una de las esquinas. Pizzas, sándwiches y hamburguesas, más un agujero en el suelo para orinar. Lo peor de la detención, sin duda, es el olor de las mazmorras. La experiencia ajena indicaba que tarde o temprano debían llevarnos al famoso “Torito”, centro de detenciones donde se mezclan los borrachos de todos los retenes. Y esa era mi única esperanza para cambiar de aire, para hacer algo, aunque fuera “ser transportado”. Ya me había cansado de orinar en el agujero que había en el suelo; necesitaba lavarme las manos y estaba harto del frío (había utilizado el abrigo para no tener

contacto con la banca). El “Torito” debía ser un lugar mejor; había escuchado que incluso había camas. Nunca entendí muy bien qué fue lo que pasó ese día, pero allí, en los sótanos de la delegación, cumplimos nuestro encierro. El castigo, descubrí, es la condena a un número determinado de horas de aburrimiento continuo. Adentro no hay hostilidades (sin contar el comentario cizañoso que el ingeniero hizo respecto a que yo, “güerito” y “fino”, era el único al que habían permitido ingresar con celular, o la inexplicable paranoia del mismo ingeniero hacía el marinero; juraba que estaba allí “por alguna razón”). El marinero nos entretuvo un rato con sus crónicas de viaje. No hubo más diversión. Me fue imposible concentrarme en el libro de Carlos Fuentes que llevaba, y lo mismo le ocurrió a mi compañero poeta con el ensayo sobre Coetzee que le había llevado su novia. A las nueve de la noche comenzaron a salir los primeros, sin despedidas acaloradas. Alrededor de las diez me liberaron. Fueron a recogerme mi mujer y el amigo que me llevó la chamarra y los tacos. Después de todo no es una gran experiencia. Aunque por primera vez en la vida fui privado de mi libertad, era domingo y no hubiera hecho mucho con ella. Eso sí, me queda una lección: no pienso quedarme sin licencia para conducir.

Julio Antonio Fonseca (Antigua Guatemala, 1982) es cronista y narrador. Reside en la ciudad de México desde 1987. Es coautor de Historias de un naufragio. Estampas del Distrito Federal, de próxima aparición, y ha colaborado en diversas publicaciones de Guatemala.

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| c a pí t u l o i |

Nos acompañan los muertos Rafael Pérez Gay

PARÍS NO ME CURÓ DE MIS PADRES. Nos hospedamos en el hotel Grands Hommes, en la Place du Panthéon, el mausoleo más grande de París al que se llega subiendo la cuesta desde el Jardin du Luxembourg. En la puerta del hotel una placa dice en letras negras: “Aquí Breton y Soupault descubrieron la escritura automática en el año de 1920 y escribieron Los campos magnéticos”. De ser así, la verdad es que no descubrieron nada. No estaba de humor para las charlatanerías surrealistas, cómo creer en alguien que cuando se va dormir dice: voy a trabajar. Cretinos. El verano era una parrilla de cuarenta y tres grados centígrados, París ardía y sus viejos se morían deshidratados, en el abandono. Los noticieros informaron del anciano número cien muerto a causa de la canícula. Los franceses han desamparado a sus viejos, pensé mientras un camión de bomberos apoyaba una escalera telescópica en la ventana de un departamento, en el tercer piso de un edificio de la rue Pascal, en el cinquiéme arrondissement, para sacar de ahí el cadáver descompuesto de un viejo perdido entre las sombras de su edad. Bien visto yo también abandonaba a mis viejos. Todos alguna vez los hemos dejado atrás, en el camino empedrado de sus pasos cortos. Imposible traerlos de su mundo de dolores y medicinas, recuerdos ancestrales y manías desesperantes; nadie puede recuperarlos de la decadencia y los adioses; los huesos se pulverizan, el oído se pierde, la vista se nubla, la carne cae. Una mañana atravesé la plaza bajo un sol que rajaba piedras y entré al mausoleo del Panthéon para mitigar los calores en la frescura sórdida del mármol. Caminé por los pasajes de las catacumbas de lo que un día fue la iglesia de Sainte Genevieve. Bajé las escaleras y entré en la recámara donde reposan los restos de Alexandre Dumas, Émile Zola y Victor Hugo. Las tumbas prestigiosas suelen ser mentiras de piedra. La verdad, Zola era un advenedizo eterno en esa habitación. Todos los

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Ilustración: Carlos Arriaga

A continuación, reproducimos un fragmento del primer capítulo de Nos acompañan los muertos. En esta novela, el narrador elabora un retrato de los últimos días de dos ancianos —del adiós a sus padres—, y cuenta las interminables jornadas de enfermedad y deterioro.

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naturalistas se sentían anatomistas, seguidores de la verdad; la búsqueda de la verdad es enemiga de la literatura. Ahí estaban los huesos de Hugo, el escritor que se adueñó del siglo xix francés entre otras razones porque alcanzó la alta vejez. Nadie se le escapó, ni Balzac, él llevó las cintas del féretro del autor de La comedia humana. Al final de su vida, el abuelo de Francia acabó persiguiendo a las sirvientas, escapándose de noche en busca de una aventura que lo hiciera olvidar la decadencia del cuerpo. Victor Hugo murió el 22 de mayo de 1885 sin comprender qué hacía tan lejos de su juventud, consumiéndose de una congestión pulmonar durante siete días de agonía en una cama de la vieja casa de la rue de La Rochefoucauld. Tenía ochenta y tres años, su obra y su fama secuestraron un siglo con su desmesura pública y los huracanes de su vida privada. En su lecho de muerte, Hugo juraba que había tenido conversaciones espíritas con Sócrates, Cristo, Shakespeare y Byron. Nadie supo de qué habló con estos personajes. Victor Hugo ya era un loco que se creía Victor Hugo y se hablaba de tú con la eternidad. En el Diario que escribió a solas, cuando había muerto su hermano Jules, Edmond de Goncourt contó que unos minutos después de la muerte de Hugo, Zola le dijo en voz baja: “Creí que nos enterraría a todos; de verdad, llegué a pensar que el viejo nos enterraría a todos, uno tras otro”. Goncourt terminó así la anotación del día: “Zola se paseó por la casa aliviado por esa muerte, como si estuviera llamado a ser el heredero de ese papado literario”. Algunas muertes alivian. Edmond escribió esto en la misma entrada del Diario: “Tengo sesenta años y esta noche una mujer no muy joven pero muy hermosa me ha dicho adiós. En el fondo temo que le haya dicho adiós a mi casa, a mi jardín, a mi vida”. Los Goncourt gastaron litros y litros de tinta en tres mil novecientas páginas de una obra monumental llamada Journal, un diario que contiene chismes, envidias, malestares culturales y no pocas verdades fulminantes: ciertamente, la vejez es esa forma terrible de decirle adiós a la casa, al jardín y a la vida. Al salir de las catacumbas del Panthéon, las estatuas de Rousseau y Voltaire, frente a frente, despiden a los turistas. Los enemigos acérrimos compartirán el mismo lugar hasta el fin de los tiempos. Eso pasa cuando se proponen en vida odios que al final la muerte y los vivos se encargarán de borrar con la tinta sucia de la posteridad. Todos los días caminábamos por el Boulevard Saint Michel rumbo a Saint Germain. Uno elabora costumbres inmediatas, como el óxido en el hierro, sin esas reiteraciones la vida es bruma. Mis hijos y mi mujer siempre querían compras y museos; yo, un trago. Los dejé ir a ver caravaggios y me senté en una mesa del Café de Flore. Pedí un Glenfiddich, double. Tiempo atrás había abandonado los blended, a veces hay que seguir el consejo de los viejos. Dejé también el vaso largo, el florero de los jaiboles a que se refería mi padre. En Francia un whisky doble llena un vaso old fashion, en Italia te dan una miseria. Cuando terminé con el primer trago me sentí débil y melancólico. Así debieron

sentirse los primeros bebedores de las maltas de cebada y avena en la Escocia del siglo xii, cuando asistieron al prodigio de la transformación milagrosa de la cebada en agua de vida. Ordené el segundo cañonazo de single malt. Junto a mi mesa, un anciano fumaba frente a una taza de café mientras leía Le Monde. Se acercaba el diario a los lentes detrás de una cortina de humo para enterarse de las víctimas de la onda calurosa que agobiaba París. Pensé que buscaba su nombre para saber si estaba muerto. No sé dónde leí que en un mundo más estricto todos seríamos fantasmas. De un tiempo a esta parte olvido nombres y pierdo las cosas. Aun en espacios pequeños los objetos se me esconden. Me la paso persiguiendo lentes, llaves, encendedores y libros porque los pierdo luego de movimientos inconscientes. No vamos a hablar de las oscuridades del Ello ni de las recámaras impredecibles de la mente, pero siempre termino en búsquedas encarnizadas entre las cobijas, debajo de los cojines, de los sillones, en el buró. No encontré mi encendedor y le pedí el suyo al viejo. Me lo dio sin quitar la vista cansada del diario. Los parisinos son odiosos, por eso les han robado su ciudad, su enorme museo urbano les pertenece ahora a los árabes, a los negros africanos, a los turcos, a los jóvenes migrantes que les prenden fuego a sus barrios. Vi sobre la mesa un paquete de cigarros Gitanes. Las historias de familia se ocultan entre los nombres de algunas cosas del pasado. Quien ilumine con la memoria esas voces antiguas descubrirá los secretos de su vida. Abrí esa puerta cuando vi los Gitanes sin filtro del viejo y recordé los cigarros Casinos que mi madre fumó durante más de cuarenta años, antes de mudarse al mundo suave y sin esperanza de los cigarrillos light. El paquete amarillo ostentaba en el centro un rectángulo color café con letras impresas en marrón. En ese mundo, los publicistas anunciaban los Casinos como “el cigarro de los deportistas”. Costaban sesenta centavos, un poco más que los cigarrillos duros como los Delicados sin filtro, los Alas, los Faritos. Nunca supe qué parte de gusto legítimo o de aprietos financieros había en la elección de mi madre por el tabaco oscuro. Cumplí durante años este rito frente al mostrador del estanquillo: tres huevos, un cuarto de aceite, unas galletas Pilla y unos Casinos. Desde entonces, para mí fumar era estar cerca de mi madre. Les recuerdo que estamos hechos de pequeños ritos ordinarios. Ella fumaba diez cigarros al día, o menos, ni uno más. Una noche conté quince colillas sin filtro en un cenicero, todas con una marca roja de bilé. Al día siguiente mi madre, dura como un coyol para las lágrimas, lloraba mientras se llevaba a la boca un Casino.

Nos acompañan los muertos, Planeta, 2009. Rafael Pérez Gay (ciudad de México, 1957) es escritor. Ha publicado, entre otros libros, Me perderé contigo, Esta vez para siempre, Llamadas nocturnas, Cargos de conciencia, Diatriba de la vida cotidiana, Paraísos duros de roer, Sonido local. Piezas y pases de fútbol y No estamos para nadie. Escenas de la ciudad y sus delirios.

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Entrevista a

Guillermo Fadanelli Por Eunice Mier y de la Barrera Creo que tendríamos que considerar y apreciar mucho más la transmisión del conocimiento intangible: puedes ser muy leído y no transformar a nadie. Puedes ser poco leído y las pocas personas que te lean transformen no sólo su vida, sino la vida de los que estén cerca de ellos.

C

on Fadanelli tenía que ser diferente. Porque él es diferente. Nada de entrevistas personales, un cuestionario que contestaría y listo. Lo envié entonces, y al cabo de unas semanas, me llegó su respuesta a las 17 preguntas formuladas. Sin embargo, el ejercicio estaba incompleto. Sentí ansiedad. Nunca había visto al escritor en cuestión y quería conocerlo. Curiosidad. Viernes medio día y me llama el jefe, hoy nos recibe Fadanelli a las 6, ¿puedes?

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La respuesta fue obvia: su Lodo se me había embarrado desde hacía ya un tiempo. La puerta de un departamento amplio y vacío en un edificio de la colonia Escandón se abre. Aparece un hombre singularmente alto, con la vida encima y las manos muy grandes. Se le huelen las letras en los ademanes y los brazos. Hay una mesa al centro con cinco sillas, nos acomodamos tres suicidas —Alejandro, César y yo—, una mujer de falda descobijada —Yolanda—, y él —Guillermo Fadanelli. Emergen la botella de güisqui, un té, dos cervezas y su voz. Comienza la charla —mas no entrevista— hilada apenas entre elipsis, carcajadas, sorbos y desvaríos.

Fotografías: Yolanda M. Guadarrama

G. F.


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¿Cómo puede la virilidad zafarse por los puños y la tinta? Pasa el tiempo y lo entiendo, Guillermo es un hombre de aforismos. Es un anciano precoz. Es un cocodrilo: esconde los dientes, la mirada y escupe sabiduría; se encierra debajo de una gorra para guardarse el misterio. Parece que lleva llorando desde su primera piel. ¿Cómo puede uno ser deprimente y divertido a la vez? ¿Cómo puede la virilidad zafarse por los puños y la tinta? ¿Cómo logra Fadanelli volvernos unos vasallos de su mundo? Sencillo, por su lengua, su formación, me gusta recordar que quien me dio la vida, me dio la cultura. Quien me enseñó a escribir y a leer fue mi madre; después una maestra. Siempre han sido las mujeres quienes me han llevado. Y se nota, a la mujer de sus días — Yolanda— sólo le faltan alas, la conoció en la Facultad de Ingeniería, yo estaba programado para ser un ingeniero exitoso, pero mis preocupaciones, obsesiones y tiempo no estaban ahí. Hubiera sido mezquino continuar en la carrera. En su momento gané un premio: 400 mil pesos. Éramos millonarios. Y con ese dinero fundamos Moho. Los cigarros empezaban a morirse, un “toledo” nos veía de reojo y el güisqui bajaba hacia al fondo. En la mesa estaban los libros regados y en su saliva, la literatura, fui un escritor tardío, publiqué después de los 30 años, aunque habría que especificar eso de lo tardío porque es-

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to de la “pañalocracia”, el joven que viene a revolucionar las letras tiene algo de ridículo y poco sabio. Nos reímos, después de todo, estábamos sentados un trío de pañalíticos en potencia… pero alguien creyó en él, lo impulsó, mis editores siempre han sido muy solapadores conmigo: Huberto Batis en Sábado de Uno más Uno, Rafael Pérez Gay en Crónica, luego Héctor de Mauleón en Confabulario y Alejandro Páez en Día Siete. Alguna vez escribí una obra de teatro que se llamó Ovarios en sentido contrario; claro, tenía 22 años. Está en el fondo de alguna caja. Estuvimos a punto de llevarla a escena; en ese entonces Alejandro Aura nos ofreció El Sótano, pero ya era demasiado: ingenieros escribiendo revistas y haciendo teatro… Guillermo escribe dos novelas al mismo tiempo porque, según él, es extremadamente inseguro, siempre tengo que tener mi guardadito. La novela me parece hoy en día el género más vanidoso de la literatura, prefiero el ensayo y el relato. Escribiendo relato me siento en casa y con la novela estoy en continua pelea y a disgusto. Creo que la brevedad es símbolo de cortesía. Mis novelas preferidas son breves: Hotel Savoy, La metamorfosis, El viejo y el mar, Muerte en Venecia, El lamento de Portnoy, La leyenda del santo bebedor. Los hielos están por terminarse, lo mismo que la botella de güisqui. Yo digo que vaya Alejandro por más hielo y todos ríen, las mujeres están en todo, dice el escritor, y comienza casi una cátedra, la sabiduría femenina tiene mucho que ver con el pragmatismo, con la idea de supervivencia. El esfuerzo de que crezca una larva en su vientre, el dolor… y el que esa larva deba sobrevivir. No te chupes el dedo, no te comas la tierra, ese conjunto de consejos que forman el vivir cotidiano, es algo que me sorprende. Pero al final, todas las mujeres que te aman son tiranas. Casi le sale como poeta, pero no, su último poema lo escribió en 1987, volveré a la poesía cuando me anuncien un cáncer terminal, pues la poesía es la sustancia religiosa de la literatura y hay que tenerle pasión y la pasión en sí misma te consume; es mejor el silencio. Si vas a atreverte a transmitir esa pasión, ojalá tengas una experiencia profunda con el lenguaje. Y aquí empieza una profunda plática sobre la poe-

sía seguida por el tema del respeto al condómino y el alcohol, por lo que se llega al consenso de salir a un bar en cuanto se termine el ron, el cual ha sustituido al ya finado güisqui. Con respecto al alcohol, lo que interesa no es lanzarte a un hoyo como una bestia; se busca la tranquilidad pero también llevar tu experiencia al extremo porque creo que cuando eres un escritor reflexivo y lees filosofía, por ejemplo, llega un momento en el que quieres descansar y volverte una bestia, y no quiere decir de ningún modo que vayas a matar a nadie, es una manera de liberarse. Después de todo, un hombre es la suma de sus vicios y los vicios te dan una personalidad, porque no eres sólo lo que te da placer sino lo que eres incapaz de controlar. Qué mejor definición de uno mismo que el vicio que no se controla: allí perdiste, tu estar en el mundo se fue… Eso me remite a una pregunta del cuestionario enviado: el recuerdo más oscuro de su infancia, cuando en un mercado lleno de gente, perdí la mano de mi madre, tenía cuatro o cinco años. De qué modo tan azaroso se construyen los miedos desde la infancia. Pero esos eran miedos nobles. Hoy los miedos provienen de sociedades podridas, son vulgares. Fadanelli tiene una muletilla: claro, palabra pronunciada con un tono de obviedad y casi de ginebra. Y tiene una afirmación: soy un conservador. Así es. Bien podríamos ponerle un sombrero negro y jugar con él al psicoanalista o el mago; podríamos ponerle una Biblia y convertirlo en un predicador. Es una lástima, él no puede observar lo que yo veo: un escritor que se lanza al vacío. Para él,

FADANELLI entre líneas:

El primer libro que se encajó en tus vísceras: Fueron varios. Es difícil tirarme de un solo golpe. Te menciono tres: La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, La metamorfosis, de Kafka, Pregúntale al polvo, de John Fante. Te observas en un espejo desnudo durante varios minutos, ¿Qué ves? Un ser odioso y más feo que un mono. La idea que nunca vas a comprar: Que la amistad o el amor de una mujer se sobreponen al tiempo. Cuándo —y por qué— fue tu última carcajada: Hace dos días, borracho y a causa de cualquier tontería. El pecado capital que más practicas: La lujuria, la pereza, la ira y la gula, a veces la soberbia, pero no soy avaro ni envidioso. La mujer que deseas: Yo deseo a casi todas las mujeres.

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| LA v a l qu i r i a | todo escritor se debe a la lectura, no hay un buen escritor sin lectura, el escritor tiene derecho a decir lo que se le dé la gana porque si el escritor o el artista tienen mordaza, no vamos a poder enterarnos hasta qué extremo puede representarse la maldad, por lo menos en lo que se refiere a la imaginación. George Steiner decía: Louis-Ferdinand Céline seguro está en el infierno, pero si hay un ventilador en el infierno, seguro es para Céline. Y para cerrar con la muerte, la pregunta obligada sobre el suicidio, la idea más atractiva del suicido para mí es colgarme. De hecho, desde joven he tenido obsesión por la cuerda. Pero no voy a colgarme. Si me llegara a suicidar lo haría con pastillas y alcohol. La pistola jamás, me parece una vulgaridad absoluta. Una última carcajada y nos paramos de la mesa. Él es un conservador, cierto. Y a pesar de la madrugada, el alcohol, la música y la digresión, él sigue de una pieza, es un hombre en forma de T (largo y con la cabeza bien puesta) junto a una compañera de vida y dos discípulos que comparten tabaco, revistas antiguas y literatura. Sentimos el efecto etílico y reímos porque sí, porque a la vida hay que reírla, hay que bailársela en la noche y en el día, pero con pasión ¡claro!, como dice él. Hay que venerarla con güisqui o tequila o té. Y qué mejor si es acompañados de Guillermo Fadanelli.

El dolor más cagado de tu vida: Cuando murió Jean Baudrillard. Me daba risa que me apenara tanto. El recuerdo más oscuro de tu infancia: Cuando perdí la mano de mi madre en un mercado lleno de gente, tenía cuatro o cinco años. La droga —tu droga— es como… El alcohol, y después de cinco tragos la que venga. El alcohol es para… Hacerte experto en los estados del alma, y también sirve para odiar menos a las personas. La vida empieza en realidad cuando... Cuando pierdes el entusiasmo. Si tuvieras el don de la “ubicuidad”, ¿en qué otro lugar estarías en este momento? En Berlín. ¿Para qué escribir? Para inventarse una vida, un oficio y mirar el infierno desde la ventana. ¿Cuál es la letra —sí, la letra del abecedario— que te parece menos atractiva?, ¿la más puta?, ¿la melancólica?, ¿la más viva? Depende en qué tipografía, pero no guardo sentimientos hacia las letras. La X, en todo caso, me parece una arbitrariedad. El color de tu narrativa: Si tengo que responder te diré que es roja y gris.

Eunice Mier y de la Barrera (ciudad de México, 1976) es fundadora del taller La Narración de los

Y la pregunta obligada de la revista: si alguna vez

Sentidos y egresada de la SOGEM y de la Escuela

pensaras en suicidarte, ¿cómo lo harías?

Superior de Artes TAI. Ha publicado en las antologías

Desde joven he pensado en colgarme, pero lo haré con una

Siete de Setenta y Conciencia Latinoamericana. Es

sobredosis de alcohol y pastillas. No creo que falte mucho.

colaboradora del periódico Excelsior on line.

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Intervalo etílico El Libro del whisky describe el primer sorbo como alegría; el segundo resulta goce y el tercero, intranquilidad, el cuarto, locura y el quinto fue incierto para mí hasta aquella noche. Después de varios años de haberme dedicado al oficio de librero, nunca imaginé que bebería de nuevo por el restablecimiento de mi fuerza, no por mi tristeza. El gusto por el océano y los libros no fue adquirido; fue inculcado a través de una larga tradición familiar. Tras el repentino desvanecimiento de mis padres —de quienes mi hermano y yo heredamos la

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vieja librería— el whisky fue agregado a la lista de placeres transitorios y formó parte del vínculo fraternal. Con mi hermano compartí las primeras navegaciones, las primeras lecturas, los primeros whiskies. Solíamos pensar en el olor de mar, de libros y de licores fuertes. Harto de las compraventas, de los mercenarios y de los adquisidores compulsivos, mi hermano abandonó ese mundo y partió en un viaje sin retorno depositando su juventud en un barco ebrio. Naufragó solitario entre tinieblas y bruma y asistió a la gran tragedia: tempestad, ola y hundimiento. Imaginé un alma que se trasbordaba en la mar embriagada, en la inmensidad de lo profundo. El navío era ya fantasma y el respirar desaliento, agua de

Ilustración: imai

Por Maurice Bertrand


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Se perfilaban los rostros de los catadores refinados, falsos bebedores. Ellos cataban, yo bebía.

sal. Las lecturas y el whisky mitigaron mi soledad y por otro lado me condenaron a ella. Ahogados los silencios y las desapariciones, permanecí en la librería. Dejé atrás el tiempo marítimo para dedicarme de lleno a la búsqueda de incunables —el último lazo con mi genealogía—, hasta que obtuve el Libro del whisky, largamente anhelado por mi hermano. Para venderlo —después de varias lecturas exhaustivas— contacté a una casa de subastas, la cual anunció de manera anticipada y oprobiosa la puja por mi extraño hallazgo. Y pronto me buscaron, preguntando por el preciado ejemplar: un tratado anónimo escocés del siglo xviii del que restan sólo tres copias en el mundo. No llegué a un acuerdo con la casa de subastas porque estaba a la espera de un mejor postor. Una semana después, dos hombres tocaron a mi puerta y dijeron: “Ese libro pertenece a un solo lugar”. Me entregaron un sobre y partieron sin decir más. Al abrirlo, supe que el destino del libro tenía una estrecha conexión con el mío.

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En su interior había un mapa del centro de la ciudad con una marca trazada en rojo que indicaba un punto de encuentro y a su costado figuraban una fecha y una hora precisas. Acudí a la cita con la joya resguardada dentro de un maletín. Fui recibido por los mismos individuos que se habían presentado con anterioridad. De inmediato preguntaron por el codiciado objeto y con delicada cortesía fui exhortado a cruzar el umbral. Atravesé con ellos un angosto corredor en dirección a una escalinata de mármol. Descendimos a un sótano frío. Un pasillo polvoriento se abrió ante mis ojos, mientras se adaptaban a la tenue iluminación. Parecía infinito y creciente. “No es tan grande”, reflexioné. “Lo agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento”. Al llegar a una antecámara circular, dos mujeres de anacrónica elegancia y otros dos hombres vestidos con esmero semejante nos esperaban. “Bienvenido”, exclamó una de ellas al abrir la cortina que revelaba una suerte de ecosistema simbiótico: una cava y una biblioteca conectadas por un túnel. Las barricas de roble constituían el reflejo de los numerosos volúmenes. En ese recinto, impregnado de olor a secreto, la otra convidante proclamó la máxima grabada en uno de los muros: “Nuestros tesoros son los libros y el whisky; nuestro palacio, esta caverna; nuestros afortunados compañeros, la lectura y la sed”. Tras la breve consigna espetada por la mujer, recordé un pasaje de una autobiografía etílica: “He leído mucho, pero he bebido más; he escrito mucho menos que la mayoría de los que escriben; pero en comparación, he bebido mucho más que los que beben”. En ese instante, y de una manera casi física, sentí la gravitación de los libros y del whisky. Uno de los anfitriones destapó una botella de porcelana y me preguntó por qué había decidido asistir. “Francamente no hay razón para estar aquí, salvo el deleite de dilatar el enrarecimiento de los hechos”, contesté a sabiendas de que no hay motivaciones verdaderas. Abrí el maletín con recelo y les mostré el ejemplar. El libro —ya lejos de mis manos— me cansó tan sólo

de verlo serio y grande. Me ofrecieron el primer vaso y lo acepté sin remedio; cuando me dispuse a tomarlo, el súbito gesto de un probable maestro de ceremonias me detuvo. “Un whisky añejo —dijo el anciano— se bebe con el mismo cuidado con que se pasa la hoja de un libro antiguo.” Dejé de prestar atención a sus palabras y apuré el whisky; llenó mi boca, invadió el paladar y la garganta. Llegó a mi nariz y lo olí, lo vi por dentro también como una ola que rompía sobre la playa de mi lengua. El sabor histórico y el color ámbar que sólo el reposo de los años puede lograr me revelaron que se trataba de un single malt antiquísimo. Al parecer, el anciano asumió mi acto como una afrenta y expresó su inconformidad: “¡Este elixir de más de un siglo equivale a un incunable!”. Aún así, el ritual continuó. Volvieron a llenar mi vaso, e indicaron que lo cubriera durante el proceso de degustación —técnica habitual—, porque el sabor sufre cambios al entrar en contacto con el aire. Sugerí que se equivocaban: “La mejor transformación de la bebida se da en el contacto con las partículas volátiles aromáticas de los libros de esta biblioteca, apartada de la luz natural como las barricas de roble; aroma antiguo de una tinta que se funde con la malta”. Bebí el contenido de un golpe y extendí mi vaso porque cuando tomo whisky me siento como otro hombre, y ese otro hombre siempre necesita otro whisky. Hojeaban el Libro, descubrían pasajes, mojaban sus labios; yo empapaba los míos, ajeno a la cofradía. Se perfilaban los rostros de los catadores

refinados, falsos bebedores. Ellos cataban, yo bebía. Degusté toda una gama de tonalidades: caoba, cobre, oro puro, oro sin brillo, paja pálida. Cada ronda resultó una procesión de antorchas encendidas que descendían por mi garganta. También percibí —en una especie de tacto—, el peso, la textura, la densidad, la ligereza, la juventud o la madurez, propias de cada generación. Los murmullos nunca cesaron; quedaron atrás en mi lúcido sueño, confundiéndose con pasajes del Libro del whisky: “Paciencia del agua de la vida. Quien la ha bebido, beberá. Ésta sabe esperar”. Las páginas me condujeron a un redescubrimiento de la prodigiosa bebida y al mismo tiempo me extraviaron. La biblioteca permanecía estática. Pero en medio de la fatiga y confusión, todo giró ante mis ojos. Consciente de mi inconsciencia, reafirmé que aquellos que descubren los verdaderos placeres del whisky como los de la lectura, jamás podrán renunciar a ellos. Hubo un tiempo en el que consideraba al alcohol un remedio de efectos pasajeros; y a los libros como una medicina eficaz y duradera. Los libros me han abandonado, como las reflexiones en el umbral de esa cueva. Después del oscuro y difuso viaje al centro de mí mismo, salí con las manos vacías. Antes de ser arrastrado a la salida, bebí el último trago —el sabor terroso era prominente, ya sabía a libros— y me sentí, por primera vez desde hacía meses, libre por completo de melancolía y angustia; en un estado en el cual espero acabar mis días: borracho y a la deriva en alta mar. Traducción de Alejandro García Abreu y Carlo Ricarte

Maurice Bertrand (Sète, Hérault, Languedoc-Rosellón, 1981) es narrador y ensayista. Es autor de Le livre des intervalles (El libro de los intervalos) —al que pertenece el presente relato—, de próxima aparición en Francia.

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| C A R A S V E M O S … e scr i t o r e s n o s a b e m o s |

La sombra de mí mismo Por Kalimba

Fotografías: Mariana Sevilla

N

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o es de extrañarse que la vida de un músico sea tan dramática y confusa, puesto que la vida misma de la música comenzó ligada a la mafia como un gran lavadero de dinero y favores personales, claro, sin dejar a un lado las ganancias que ésta produce. Para todos los que se encuentran asombrados por esta “bella” noticia, dense por enterados que la mafia manejaba las estaciones de radio para lavar su dinero: le daban una cantidad al programador de la radio, el cual era contratado por ellos mismos en sus emisoras, y después de ser investigados, éste les regresaba la mayor parte del dinero, quedándose con una pequeña porción. Esta “pequeña” porción, la payola, era justificada como un préstamo para financiar la estación, o como un agradecimiento por apoyar a los artistas dentro de ésta. Pero sólo ocurrió en los inicios ya que al poco tiempo se volvió ilegal, y aunque seguía sucediendo, tuvo que ser como todo lo demás manejado por la mafia: por debajo del agua. Después de esta pequeña introducción sobre los principios de mi negocio,

quiero hablar de mi experiencia como músico. He vivido a la sombra de mí mismo, queriendo ser un ejemplo de pasión por la música sin la necesidad de relacionarme con el contorno de la misma. Pero cómo hacerlo si a cada segundo existo en un continuo ofrecimiento de pecado, o como nosotros lo llamamos, diversión. Y por otro lado, las confusiones y presiones con las que crece un músico que desde pequeño es tratado como adulto y enredado en los rencores, las envidias y las necesidades del mundo, siempre con expectativas, siempre con exigencias, y nunca, por mejor trabajo que haga o mayor amor que le ponga, satisfecho. He vivido siempre buscando algo de mí, esperando que casi de manera automática responda con una sonrisa, un gesto, un saludo; que olvide por completo mi vida y actividades personales y viva para los demás. Sin embargo, gracias a la ventaja de estar en la búsqueda constante de paz y mejora personal, y de nunca estar conforme con el estándar propuesto por la misma costumbre de definir lo que un músico debe ser, encontré la solución a mis problemas y la luz que esperaba ser,

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| C A R A S V E M O S … e scr i t o r e s n o s a b e m o s |

la esperanza que, nunca muerta, decidió aferrarse a mí y darme paciencia hasta encontrar una respuesta: DIOS. Sí, DIOS, el ser que espanta un poco más que Belcebú; y yo sé que es una declaración fuerte —tal vez algunos la encontrarán ofensiva—, pero seamos honestos, preferimos la idea de un infierno leve que de un cielo justo; de un diablo tramposo y juguetón que un DIOS con consejos y algunas peticiones para una vida mejor. Ahora, —no se confundan, no es sermón ni mucho menos— no insinúo que me he vuelto perfecto, que mis actitudes son siempre justas o que los demás músicos están en un severo problema. Simplemente intento testificar que le he encontrado un nuevo rumbo a mi vida, a mi manera de ver el mundo y, por supuesto, a mi negocio y a mi pasión: la música. He encontrado tanto amor en la falta de conciencia que el mundo puede mostrar frente a una persona de carácter público; a las interrupciones entre bocado y bocado por una foto o una firma; a las pláticas que no terminan con algún amigo pues la multitud crece y hay que salir del lugar apuradamente, y a todas las interrupciones de mis actividades personales y laborales tan sólo por una petición de afecto o unos segundos de atención. He descubierto una fórmula popular y sin embargo personal para amar a todo aquel que espera un poco más de mí sin preguntar cuánto me he esforzado o cuánto de mí se ha sacrificado por dar lo que tengo. DIOS. Es mi única manera de resumir el cambio entre la búsqueda y la verdad, entre la necesidad y la solución, entre la falta y el amor real. DIOS. La mú-

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sica que ahora escribo para que me detengan en la calle y me hablen de mi voz o de mi persona, de su desdén o su admiración y de sus sentimientos, aun cuando no sean afines a los míos. Perdón, pero debí mencionar en un principio que también he sido tachado de apático y egoísta y no por el mundo en general, sino por las personas que me conocen y me quieren. Debo decir que esta crítica no ha sido injusta. Hasta hace un par de años me importaba poco lo que otros tenían que decir, motivo por el cual no me parecía apropiado e incluso era injusto exigir que me escucharan, así que la única solución era aislarme y así no sentir culpa alguna, pero seguía sin escuchar o ser escuchado. Así que sólo me queda confirmar una cosa: DIOS. La razón que ahora tengo para escuchar y poner atención, para descubrir que otros también tienen algo que aportar a mi vida y para ser justo conmigo primero y, por consiguiente, con los demás. Por último regreso a la música; una industria que desde sus comienzos ha sido una mafia y en la cual me he encontrado con DIOS, la salida a sus insinuaciones y exigencias. Sigo cometiendo grandes errores, pero mi fe y voluntad han dejado de ser arrojadas al vacío y empezaron a dar frutos en mi vida. Esta es mi frase final, ahora compartiré un versículo. Con Dios, he dejado de vivir a la sombra de mí mismo. (1 Juan 4:8-16)

Kalimba en citas: Las letras me han influenciado para mal… empecé a caer mucho en la metáfora. Estaba leyendo tanta poesía que me costaba ser sencillo en mis canciones. No me gusta ser rebuscado. Tuve que dejar leer un rato para escribir en mi estilo otra vez. Cuando le hablas a alguien y le dices “te hablo porque en las noches mi cama huele a ti entonces cuando me levanto en la mañanas no puedo ni siquiera pensar y cuando entro a la regadera caen esas gotas tan tristes…” si haces eso te cuelgan el teléfono. Mejor “Te extraño porque te fuiste” Punto. Me considero un coloquialista. Cuando entré a OV7 me salí de la preparatoria y estudié poesía con una maestra particular. Mi abuelastro era escritor, por lo que se quedó mucho del legado literario en la casa. Principalmente me gusta la poesía. Mentiría si digo que leo todo lo que me recomiendan. Como cristiano me sugieren muchos libros de “ejemplo de vida”, pero me dan flojera. Soy de esos tipos raros: compro en librerías de viejo. Hojeo y lo que me gusta, sobre todo de romance, me lo llevo. Generalmente no me fijo en los autores. Creo que es más fácil llegar al corazón de la gente cuando dices las cosas como son. Toda la vida he sido rocker, no tengo pop ni en mi computadora ni en mi iPod… La música es una cultura pero no significa que “entonces cheleo, voy al Bull y al que se me pare enfrente le parto la cara”. Tampoco es a fuerza. El rock es un estilo musical, no es una manera de vestirse, no es una manera de hablar. Muchas veces cuando menciono que soy cristiano me dicen: “¡Ah qué padre, yo también tengo amigos cristianos!”. Como si dijeran: “Tengo amigos de tu especie”. Si me fuera a suicidar me cortaría las venas. Es más romántico, agonizas mucho más.

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| TEAT R O |

Edip en Colofón

Edip en Colofón de Flavio González Mello Dirección: Mario Espinosa. Reparto: Luis Rábago, Roberto Soto, Carmen Mastache, Gabriela Núñez, Arturo Beristain, Angelina Peláez, Rodrigo Vázquez.

Por Marta Aura

E

stamos sumergidos en un hospital psiquiátrico, nada más y nada menos donde internan a los locos, no precisamente para que se curen, es sólo para estar cuidados por alguien, o más bien para que las familias se libren de ellos por un tiempo. Y lo que sucede es que al llegar aquí nos encontramos con un maravilloso personaje de la mitología griega: Edipo. ¿Qué hace aquí? Nunca habíamos oído que estuviera loco. Hizo cosas terribles, sí…. pero loco, no…. Sabemos que quiso huir de su destino y justamente en esta huída se topó con lo que no quería encontrar. Siempre nos hemos preguntado. ¿Existe el destino? ¿Es verdad que nosotros somos los únicos responsables de lo que nos sucede? Eso nos han dicho… ¿no? Entonces no existe el destino… o sí… y ¿podremos encontrar aquí las respuestas? No, no creo… nadie nos puede dar las respuestas que esperamos… Pero bueno, hablaba de esto porque resulta que aquí en el hospital nos encontramos con un Edipo que no recuerda nada, está confundido, se hace el loco, se burla de todo y de todos. ¿Será que realmente está loco? Su desgracia es evidente, ya pasó hace mucho todo lo que hemos sabido siempre: que huyendo de su destino mató a su padre y se casó con su madre y procreo hijos con ella, luego Yocasta —su madre-esposa— se ahorca, y Edipo, al darse cuenta de que no pudo evitar su destino, se saca los ojos y se va errante por la vida, desterrado y cuidado por Antígona —su hija-hermana, que lo protege—. Ha perdido todo. ¿Hay mayor tragedia en la vida? Ahora no sé por qué venimos a parar a este hospital, el caso es que sí, aquí estamos y quisiéramos alejarnos un poco, pero… ya estamos aquí y de pronto nos damos cuenta de que también nosotros

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nos hemos dejado atrapar por ese laberinto que él recorre una y otra vez y que se resquebraja junto con nosotros en diferentes momentos y es por eso que de pronto nos sentimos dentro sin darnos cuenta y sin saber ni cómo pasó. ¡Cuántas veces hemos entrado a esos laberintos mentales tratando de entender nuestra vida! Y claro que nos preguntamos ¿qué hacemos aquí? ¿A qué venimos? Aparecen otros personajes que hemos conocido siempre y que se supone están cuerdos, al igual que nosotros. Hay una confusión, ya no sabemos quiénes son los locos y quiénes los cuerdos, pero eso es natural porque, como dije antes, estamos en un hospital psiquiátrico. Es la búsqueda de todas las posibilidades que pudieron haber sido. ¿Por qué tenía que haber sucedido como nos han contado y no de este otro modo? ¿Cuál es la verdad, si es que existe una verdad? ¿Y de qué verdad hablamos? Todo es tan subjetivo y además eso es lo de menos. El caso es que nos hacemos miles de preguntas y, finalmente, nos damos cuenta de que… sí, estamos en el teatro. En efecto, hemos venido a ver una presentación de la obra Edip en Colofón, que presenta la Compañía Nacional de Teatro. Si se acercan a este hospital —perdón, a este teatro—, les aseguro que viajarán por sus propios laberintos y eso es lo que resulta tan interesante. Es una obra inteligente, moderna. Hay teatro dentro del teatro. Y a qué, si no, vamos al teatro. Pues a ver TEATRO. Marta Aura (ciudad de México) es actriz. Con más de cuarenta años de experiencia en las artes escénicas, incursiona en el arte de la crítica para Los Suicidas.


| L a v i d a c o m o un c o m e n ta r i o d e o t r a c o s a |

Los anversos satánicos Por Romeo Tello A.

S

Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos

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Ilustración: Wiró

i la modernidad, a partir del romanticismo, vio en Satán un estandarte no fue tanto por su estatuto de rebelde y maldito como por su naturaleza híbrida e inconstante. Por su capacidad para —mejor dicho: su condición de— ser siempre diferente de sí mismo. Dice Octavio Paz que “la modernidad se inicia cuando la conciencia de la oposición entre Dios y Ser, razón y revelación, se muestra como realmente insoluble”. Pero antes de aceptar esta sentencia tendríamos que preguntarnos: ¿qué nociones de Ser y Dios son las que se vuelven irreconciliables en el nacimiento de la modernidad? La pregunta es pertinente ya que durante siglos estos términos habían sido sinónimos casi perfectos. El Dios de Santo Tomás y el Ser de Parménides tenían en común una importante serie de atributos: ser uno e indivisible, ingénito e imperecedero, completo e inmutable. Y, de cierta forma, el Dios del Doctor Angelicus también era el Dios del Antiguo Testamento, dado que este documento ya había consignado la tautología absoluta que entraña la esencia divina:

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| L a v i d a c o m o un c o m e n ta r i o d e o t r a c o s a |

La ambigüedad satánica tiene un lado oscuro que todos conocemos y no podemos soslayar: la indecisión ante nuestro propio deseo y la incertidumbre ante la voluntad del otro. me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. (Éxodo 3:13-14).

La misma Biblia, libros y siglos más adelante, reforzaría esta idea: si Dios es uno e idéntico a sí mismo, Su adversario debe poseer las cualidades contrarias. Por ello, el demonio contesta al Hijo de Dios, cuando éste le pregunta por su nombre: “Legión me llamo; porque somos muchos” (Marcos 5:9). ¿Qué tuvo que pasar, entonces, para que la equivalencia Dios-Ser se convirtiera en “oposición insoluble”? Simplemente, que uno de los dos términos cambiara de signo. Y el elemento mutante fue el Ser. Su anatema fue encontrar respaldo y garantía a su existencia en un aval bastante comprometido: la razón. El célebre cogito ergo sum pronto condujo al Ser a un callejón sin salida, o, más bien, a un callejón con infinitas salidas a ninguna parte. Al identificarse con la razón, el Ser terminó identificándose con el cambio. Pues la razón, desde su capacidad para autoexaminarse, se revela como crítica y problemática, diversa y heterogénea: capaz de ser distinta a sí misma. En la modernidad, advierte Octavio Paz siguiendo a Marx, “nada

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es permanente: la razón se identifica con la sucesión y con la alteridad”. El ser moderno no encuentra refugio ni sustento en los principios de identidad y no contradicción; es múltiple y diverso: también él es una imprecisa legión. Los poetas románticos entendieron que la mutabilidad satánica era una condición esencialmente poética y que ésta no se limitaba a un superficial camaleonismo. Si Satán puede adoptar numerosas formas es por carencia de una identidad propia; debe sus títulos de Príncipe de la Ambigüedad y Maestro de la Metamorfosis no a la versatilidad sino a la vacuidad: a una cierta indigencia ontológica. Dos citas establecen con deslumbrante claridad el parentesco de Satán y el poeta romántico (y partir de entonces: del poeta sin adjetivos) como entes indeterminados, seres sin ser. Dice René Girard en Veo a Satán caer como el relámpago: “La ‘condición propia’ del Diablo, aquella de la que extrae sus mentiras, es el mimetismo violento, algo que no tiene nada de sustancial. En efecto, el Diablo no tiene una naturaleza estable, carece absolutamente de ser. Para darse una apariencia de ser necesita parasitar a las criaturas de Dios. Es todo él mimético, lo que es tanto como decir inexistente.” John Keats, en una carta de 1818 dirigida a Richard Woodhouse, escribe: “Un poeta es lo menos poético de todo cuanto existe; como no tiene identidad, continuamente tiende a encarnarse en otros cuerpos... El poeta no posee ningún atributo invariable; ciertamente es la menos poética de todas las criaturas de Dios.” La semejanza de estas dos definiciones no es casual ni accesoria. Por un lado, la caracterización

de Satán como un ser “que no tiene nada de sustancial” responde a la necesidad de la Iglesia de presentarlo como absolutamente opuesto y, a la vez, inferior a Dios. Si el Diablo es sólo un vacío imitador, no puede alcanzar el peso ontológico que lo convertiría en un dios del mal. Por el otro lado, la vacuidad del poeta es la condición necesaria de la propia poesía. El poeta no canta porque quiera o pueda hacerlo, canta porque en ello le va el ser. El poema le da la oportunidad de participar de esencias y entidades ajenas que lo nutren y lo sustentan. Es precisamente su ubicuidad disolvente, dice Cortázar, la que “abre al poeta los accesos del ser y le permite retornar con el poema a modo de diario de viaje”. Además, el recurso fundamental de la poesía —la analogía— opera sobre la base del principio de no-identidad. Precisamente porque esto no es aquello es posible tender un puente entre ambas cosas, un puente que cristaliza en la imagen poética: irresolubilidad dinámica, permanente indeterminación que es exactitud absoluta. La poesía, canto desde y a la alteridad, ha sido siempre una colección de versos satánicos. Sin embargo, no tengamos demasiada prisa por glorificar incondicionalmente la indeterminación luciferina. Es cierto, la consigna del “muchos soy” significó un acto de justicia para con la naturaleza humana, una reivindicación tan importante como cualquiera de las asentadas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre: reconoció el derecho de cada individuo de no ser de una sola pieza, de poder ser otro a cada paso. Pero la ambigüedad satánica tiene un lado oscuro que todos conocemos y no podemos soslayar: la indecisión ante nuestro propio deseo y la incertidumbre ante la voluntad del otro. Pues pocos tormentos hay tan terribles como el de no saber si somos amados o no y, peor aún, si amamos o simplemente esta-

mos aburridos. Están además los terrores del alma, está la depresión, está la esquizofrenia y está la más sutil pero no menos sádica sensación de despersonalización, ese desarreglo que nos permite experimentar la conciencia propia con la dolorosa extrañeza de quien no reconoce su voz en una grabación. La ambigüedad satánica también nos sugiere la infinita y, a la vez, imposible imagen que anidaría entre dos espejos reflejándose mutuamente, sin testigos ni intermediarios. Nos sugiere la imagen de la Nada que puede anidar en nuestra cabeza. Todo hombre tiene el derecho, y quizás la necesidad, de pronunciar una vez en su día la tajante tautología del Dios del Éxodo: yo soy el que soy. Aunque sólo sea para terminar la jornada susurrándole a la almohada, junto con Iago: I am not what I am.

Romeo Tello A. (ciudad de México, 1981) es ensayista. Es editor y coautor de Entre la redención y el delirio. Regreso a Los Miserables. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2007-2008 y 2008-2009.

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| C A R M E N B O U LLO S A |

El insomnio

mata 1.

M

orir por dormir. Darlo todo por unas horas de inconciencia: esto deseamos los insomnes despuĂŠs de pelear durante noches sucesivas por conciliar el sueĂąo. Los segundos se vuelven eternos, los minutos infinitos, las horas un

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IlustraciĂłn: Mara Soler

Por Carmen Boullosa

Por Carmen Boullosa

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| C A R M E N B O U LLO S A |

Dormir es un artefacto cultural al que no todos tenemos igual acceso. Habemos los que peleamos toda la vida contra el insomnio. infierno. Los párpados duelen, respirar es un tormento, cualquier imagen es un sable sangrador... Es un desespero, es el infierno... La vigilia es el máximo enemigo. La inconsciencia aparece coronada como una meta inaccesible. Bajo esa luz, terrible, los valores y los sentidos se trastocan. Tenemos al fondo del abismo el día, hay cosas importantes que hacer —acciones que nos redimen, nos dan sentido, pero, si no dormimos, el insomnio nos arrebatará tanto el descanso como la vigilia. 2. La primera vez que oí hablar de Ramos Sucre (Cumaná, Venezuela 1890—Ginebra, 1930) fue de boca del escritor José Balza,

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también venezolano, hace lo menos veinte años. Ramos Sucre, explicó Balza, exilado en Europa, llevaba años sin dormir. Interpretó este insomnio con una frase: “era la única conciencia despierta en Venezuela durante la tiranía de López: no podía ceder al sueño”. Esta interpretación se justifica en muchos de los textos de Ramos Sucre, como en el “Episodio del nostálgico”:

es el acceso al sueño: eso es también el mayor deseo, lo único necesario Transcurridos siete años de insomnio, Ramos Sucre murió de un mal innominado. ¿Lo mató la tiranía de López? ¿Murió de la mano de su conciencia despierta? Lo pertinente es decir que lo mató el insomnio.

Siento, asomado a la ventana, la imagen asidua de la patria... Protejo, desde ayer, a la huérfana del caballero taciturno, de origen ignorado. Refiere sobresaltos y peligros, fugas improvisas sobre caballos asustados y en barcos náufragos. Añade observaciones singulares, indicio de una inteligencia acelerada por la calamidad.

3. La trama de la joya fílmica After Life de Hirokazu Koreeda es simple: al morir, la gente debe elegir un solo recuerdo para repetirlo en la eternidad. Perderá todos los demás. Con la memoria escogida, el equipo de personas que está a cargo de su pasaje elaborará una película que se repetirá al infinito. Ni uno de los personajes pide que esa memoria sea la de un insomnio, donde el infinito se repite de por sí.

También podemos entreverla en “La salva”: “Una amante pérfida me había sumergido en el deshonor. Su discurso ocupaba mi pensamiento con la imagen de una carrera absurda, en un bajel proscrito. Yo desvariaba en la sala de una orgía cínica”. Y en una carta: “Los médicos de Europa no saben qué es lo que me derriba. Yo supongo que son pesares acumulados. Nací en la casa donde todo está prohibido”. La prohibición es uno de los personajes predilectos del insomnio. Pero no es el narrador, no quien lleva el control. En esas largas horas, lo único prohibido

4. Michael Jackson murió, según parece, de ganas de dormir, en una batalla errada contra el insomnio. Con él se van a la porra los que argumentan que es necesario hacer ejercicio para alcanzar el sueño, si lo suyo era bailar. No es tan simple (¡brincos diera!) curar el insomnio.

duermen como osos. (Pero se acepta en ese estado que los que duermen bien los que tienen suerte, así sean inteligentes, tengan escrúpulos y amen la vida). 6. Nadie puede negar que el insomne ama la vida. Lo atormenta la idea de no vivir. 7. Dormir es un artefacto cultural al que no todos tenemos igual acceso. Habemos los que peleamos toda la vida contra el insomnio, de una o de otra manera. Michael Jackson buscó la salida por el laberíntico camino de las píldoras y las inyecciones, de la mano de Ariadnos arrojados o incompetentes, hasta que descansó en paz Ramos Sucre, en cambio, escribió, como hacemos otros. ¿Inconciencia a estar alerta?: el insomnio pega parejo. Se le etiquetará como el mal emblemático de esta era. Carmen Boullosa (ciudad de México, 1954) es es-

5. Tal vez lo más aterrador del sueño es que emula la muerte. La inconciencia o la estupidez suprema. Atrás del insomnio, la sombra de una reivindicación es la única esperanza: los idiotas duermen bien; los sin escrúpulos no tienen problemas con el sueño, los holgazanes

critora. Ha publicado, entre otros títulos, El complot de los Románticos, La virgen y el violín, La novela perfecta, La otra mano de Lepanto, De un salto descabalga la reina, Treinta años, Cielos de la tierra, Quizá, Duerme, La milagrosa, Llanto, El médico de los piratas y Antes.

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| L i br o s |

Beber para creer: las enseñanzas del señor Henri

C

uando Gonçalo M. Tavares concibió la idea de crear un barrio literario portátil, habitado por escritores como Paul Valéry, Italo Calvino y Bertolt Brecht, seguramente pensaba en las inagotables posibilidades creativas que un universo construido y resguardado en las páginas de los libros puede ofrecer. Henri Michaux, el protagonista de El señor Henri, es engendrado mediante la combinación de la figura real del escritor con detalles de su obra y la perspectiva propia de Tavares (Luanda, 1970), la cual se imprime de manera única en los pensamientos del personaje. Compuesto de treinta y seis capítulos breves que oscilan entre el ensayo y la anécdota, El señor Henri abarca inquietudes filosóficas, vistas a través de las eruditas y humorísticas reflexiones del personaje. Sus conjeturas siempre determinan un modo de actuar o pensar basado en la ingestión de absenta, pero resultan absurdamente ciertas en tanto que son producto de la experiencia cotidiana. Bien lo dice Tavares en “El sistema”: “El señor Henri dijo: la absenta es mi teoría sobre el mundo… tengo un sistema general del pensamiento, se llama absenta”. En “La moneda”, Tavares cuestiona la concepción de la naturaleza de las cosas cuando el señor Henri demuestra que un anillo hecho de oro equivale a seis mil vasos de absenta, y piensa para sí que ha encontrado el “primer anillo líquido de la historia”. De igual manera, en “El motor de dos tiempos”, con el carisma propio de un intelectual borracho, elabora un argumento convincente, pero un tanto disparatado, sobre cómo la democracia no existiría sin el microscopio, pues bajo su lente, “un pobre […] tiene tantos gusanos y tantos colores como un rey.” Tavares otorga a su personaje una mente sagaz para experimentar y jugar con los razonamientos de la filosofía, como ocurre en “La realidad”, capítulo en el que el señor Henri deduce que ésta es mejor si se mezcla con la absenta, pero pide que le sirvan “otro vaso […] y sin una gota de realidad, por favor.” El humor se funde con la solemnidad para crear una perspectiva singular sobre las “decisiones esenciales de la vida”. Las disertaciones del señor Henri ocurren dentro de un vaivén de vasos de absenta, fechas precisas de la in-

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Por Álvaro García Gonçalo M. Tavares, El señor Henri, traducción de Rita da Costa, Barcelona, Mondadori, 2007, 95 pp.

vención de objetos o ideas, y referencias a personajes históricos. La soberbia del personaje se justifica en la medida en que arroja una luz insospechada a los mecanismos lógicos del pensamiento. Sin embargo, cada trago de la bebida transforma su erudición en una proclama en favor de sus efectos catárticos. Dice en “El estornudo”: “yo soy muy erudito, pero cuando entro en esta biblioteca embotellada dejo la erudición a la puerta y me transformo en un animal de la bebida”. El señor Henri, consciente de que su inspiración proviene íntegramente de su deseo de beber, consagra a la absenta su razonamiento y su capacidad artística, como ocurre en “Los Filósofos”: “por suerte existe la absenta en el mundo… la absenta es el mejor estímulo que existe para la cabeza. A veces ni siquiera sé qué es lo que piensa mejor en mi cabeza […] pero probablemente es la absenta”. Finalmente, y sólo después de una larga sesión de meditaciones y vasos de esta bebida de ajenjo, el protagonista agota sus ánimos para conversar, pero deja tras de sí, quizá, la enseñanza más sobresaliente del libro: “de hoy en adelante sólo abriré la boca para pedir más absenta, y sobre lo demás nadie me oirá ni una palabra […] de hoy en adelante, nada más que lo esencial …y no pienso dar más explicaciones …otro vaso de absenta, su excelencia —dijo el señor Henri.” Álvaro García (ciudad de México, 1986) es traductor y ensayista. Ha traducido del inglés y el francés para Periódico de Poesía de la Universidad Nacional Autónoma de México, el Boletín del Festival Poesía en Voz Alta 2007, 2008 y 2009 y Dirty Verbs. Es colaborador del diario La Razón.




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