Los Suicidas 04: Ciudad de México

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Núm. 04 | Ejemplar gratuito Cuento de Mónica Lavín • Entrevista a Eduardo Casar • Carmen Boullosa y el guión cinematográfico • Mariana H en Caras vemos... escritores no sabemos • Ensayo sobre Juan O´Gorman • Mitología reciclable: chilangos apóstatas • El jazz y la ciudad de México


EDITORIAL

Fotografía: Iván Vilchis Ibarra | Artista digital: Sandra de Silva Modelo: Noha Montealegre | Maquillaje: Marco Hernández

N

ecesitábamos ropa para las fotos de la portada. Es el trabajo de un vestuarista, pero cuando no hay presupuesto para contratar a alguien con esas características el quehacer editorial se vuelve, digamos, multifacético. Nos recomendaron que fuéramos a las pacas del metro Pino Suárez. Las indicaciones eran precisas: hay que atravesar la plaza comercial que está arriba de la estación y luego cruzar un puente. Así llegamos al mercado de ropa usada —las pacas—; nuestra misión era encontrar unos pantalones grises a cuadros como los utilizados en las secundarias públicas, una bata satinada, y un top sin tirantes. Pensábamos que si la ciudad de México tuviera que vestirse de acuerdo a su antojo muy probablemente llevaría esas prendas. No encontramos nada; las montañas de ropa apiladas en varias cuadras resultaron demasiado grandes para nosotros. Sin embargo, caminando por esas calles del centro, vimos todos los paquetes que envuelven a nuestros conciudadanos, toda la ropa que jamás usaremos, y nos dimos cuenta de que la ciudad de México no funciona —tal como creíamos— cual tema. La ciudad de México funcionó como pretexto. Un pretexto para conspirar, un pretexto para no hacer nada, un pretexto para escribir. Un pretexto para festejar nuestro primer aniversario. En esta entrega leerán sobre los chilangos apóstatas y sobre lo que tienen en común el jazz y el Distrito Federal; aparecerá un policía judicial que se juega el corazón y se recordará el momento en el que el lago de Chapultepec quiso fugarse por una grieta. Carlos Salinas de Gortari figura en un texto posando ante una cámara fotográfica. Juan O´Gorman aparece, en un ensayo, desilusionado de la urbe. Este número incluye un cuento de Mónica Lavín sobre las reflexiones de un hombre postrado en la cama de un hospital. Contiene una entrevista a Eduardo Casar en la que abundó en el quehacer poético y en su percepción de la capital. Carmen Boullosa escribió sobre las dificultades de crear un guión cinematográfico. Bienvenidos a la ciudad de México. Celebramos un año de suicidio colectivo.

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EDITORIAL Director César Tejeda ctejeda@lossuicidas.com Coordinador Rubén Rojo Aura rrojo@lossuicidas.com Jefe de redacción Alejandro García Abreu agarciaabreu@lossuicidas.com

01 Editorial 04 Mitología reciclable

Confesiones de un chilango apóstata

Por Eunice Hernández

08 Persona

Quien está en los detalles Por César Tejeda

14 Sexocracia Cruising & dogging

12 Cine

Por Dora Márquez

Un sólo callejón

Consejo editorial Maurice Bertrand, Elías Chávez, Julio Antonio Fonseca, Eunice Mier y de la Barrera, Romeo Tello A.

Por Iván Vilchis Ibarra

18 El Chaperón

Relaciones públicas H. G. Sarquis hsarquis@lossuicidas.com

20 Suicidios ejemplares

24 Dossier

Demolición

Colaboradores Marta Aura, Carmen Boullosa, Álvaro García, Mariana H, Eunice Hernández, imai, Mónica Lavín, Ana Valentina López de Cea, Dora Márquez, Eunice Mier y de la Barrera, Jaime Panqueva, Romeo Tello A., Iván Vilchis Ibarra

El judicial y la maestra

Por H. G. Sarquis

30 Eje central

Mientras llega la carroza

34 la casa de los encuentros

Por Ana Valentina López de Cea

Correo electrónico revista@lossuicidas.com ARTE Y DISEÑO Arte y diseño editorial Biutiful, S.C. hello@biutiful.com.mx Coordinadora de arte Carla Qua carla@la-chula.com Editor de fotografía Luis Alonso Anaya Labastida Fotografía Mónica García, Alejandra López, Don Rodo, Jimena Sánchez, Mariana Sevilla Ilustraciones Mr. Avalancha, Esteban Azuela, Carlos Gamboa, Carla Qua, Emmanuel Peña, Santiago Solís COMERCIALIZACIÓN Y PUBLICIDAD Carlota de Garay Montoya 55 1387 4443 Editorial Patas Arriba 1012 0437 AGRADECIMIENTOS Alma Acevo, Ander Castillo, Manuel Chaparro, Marisa Durán, Ximena Herrerías, Andrés Hirsch, Claudia Montoya, Guadalupe Pérez Gay, Volga de Pina, Karla Prudencio, Alejandro Ramírez, Rubén Salazar, Lucia Sánchez, Daniel Vasallo Ismael Villar Bragdon, Rosa María Zabal Cortés 4 | Los Suicidas

26 Doctor Strangelove

Por Alejandro García Abreu

Iniciales

Hockney Town Fotografía: Iván Vilchis Ibarra Artista digital: Edson Monserrat Modelo: Sandra de Silva

Por Mónica Lavín

38 La valquiria

44 Duty Free

Entrevista a Eduardo Casar

Literatura entre líneas

Locura

Por la boca muere el pez

Por Eunice Mier y de la Barrera

Por Jaime Panqueva

48 Caras vemos... escritores no sabemos

Los Suicidas convoca al “Cuarto concurso de cuento Duty Free”, con el tema “Locura”. Envíen sus textos —de 3 cuartillas— con fecha límite de entrega el viernes 18 de junio de 2010 a la dirección de correo electrónico revista@lossuicidas.com

Vamos a la playa o la inútil batalla de las 8:00 p.m.

Por Mariana H

52 Teatro Incendios

54 La vida como un comentario de otra cosa

Por Marta Aura LOS SUICIDAS®, Publicación trimestral, 22 de abril del 2010. Editor Responsable: Hernán Ganesh Sarquis de la Torre. Director General: César Augusto Tejeda Argüelles. Número de Certificado de Reserva otorgado por el Instituto Nacional de Derecho de Autor: 04 – 2008 – 121613482500 Certificado de Licitud de Título número: 14433 Certificado de Licitud de Contenido número: 12006 LOS SUICIDAS es una publicación de Editorial Patas Arriba S. de R.L. de C.V. con domicilio en Amatlán núm. 104, Col. Condesa. CP. 06170 México D.F. Tel. 1054 6832 E-Mail: revista@lossuicidas.com Imprime: Grupo MYCSL con domicilio en Postes núm. 63, Col. Molino de Santo Domingo, delegación Álvaro Obregón C.P. 01130, México D.F. Distribuido por: Editorial Patas Arriba S. de R.L. de C.V. con domicilio en Amatlán núm. 104, Col. Condesa. C.P. 06170, México D.F. Tel. 1054 6832. El contenido de la publicidad y de los artículos y colaboraciones es responsabilidad exclusiva de los anunciantes y colaboradores. Los artículos escritos por colaboradores externos, no representan el punto de vista del editor y no reflejan, necesariamente, la política editorial de LOS SUICIDAS. Todos los derechos de las imágenes son propiedad de sus autores y no pueden ser reproducidos sin el permiso de estos.

La ciudad como improvisación de una ciudad

Por Romeo Tello A.

58 Carmen Boullosa

62 Libros

Una serpiente en el territorio de la ficción

Indicios de un territorio nebuloso

Por Álvaro García

64 Un suicidio de cecilio babosa Por imai

L oLso Ss uSi uc i dc iadsa|s5| 5


MITOLOGÍA RECICLABLE

CONFESIONES DE UN CHILANGO APÓSTATA Una ciudad respira cuando hay en ella espacios de la palabra. Michel de Certeau

L

a ciudad de México es una ciudad híbrida. Indefinida. Se sabe tan tradicional como cosmopolita. Se funda en mitos milenarios y en novedades urbanas. Se confunde: no sabe si llamarse valle o cuenca… o valle de lagos desecados o cuenca pavimentada. Los segundos pisos la invaden; los Starbucks también. Los puestos de tacos se recrean en cada esquina y el Zócalo se convierte en un respiradero en donde todo pasa, en donde todo puede suceder. Si alguien me dijera que esta plaza fue utilizada a manera de coliseo lo creería, si alguien me jurara que es el antecedente de la Torre de Babel, también. No es pecar de ingenuidad, es que el Zócalo es el símbolo de la esquizofrenia nacional. Decir que somos hijos del sincretismo entre la España católica y los antiguos mitos prehispánicos es simplificar un proceso y olvidar los doscientos años posteriores al fin de la Nueva España. Desde la caída de Tenochtitlán hasta nuestros días, la dualidad cultural dio origen a la multiplicidad y hoy, casi cinco siglos después de la conquista, reconocerse como chilango en todas las imágenes que

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ofrece el Zócalo es tan complejo como querer escapar de un laberinto. Concheros bailando el mitote como ofrenda al Quinto Sol, escapularios de la Virgen de Guadalupe, estampitas de santos, inciensos humando el lugar, vendedores ambulantes, cilindreros, policías, bicitaxis y manifestantes son lugares comunes, fáciles de encontrar cuando uno visita el Zócalo capitalino. Y digo visitar porque algunos de los chilangos normalmente vivimos en otra realidad, no sólo geográfica sino que respiramos otro Distrito Federal, quizá menos colorido, más urbano y seguramente más aburrido. Historiadores e intelectuales concuerdan en fundamentar la mexicaneidad en el mito de la “serpiente emplumada” y más aun, en el culto a la Virgen de Guadalupe, ambos íntimamente relacionados con la ciudad de México. Presente bajo diversos rostros

Ilustración: Emmanuel Peña

Por Eunice Hernández

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Somos renegados de nuestra idiosincrasia no por menosprecio a lo “nuestro” o admiración a lo “otro” sino porque habitamos un mundo híbrido que, ya poco tiene que ver con esa clásica mexicaneidad.

en casi todas las culturas mesoamericanas, Quetzalcóatl es un pilar de la cosmovisión azteca, ya que se le atribuye la creación del Quinto Sol, así como la invención del tiempo y de la agricultura. Pero, sobre todo, esta deidad se encuentra vinculada con la historia de Tenochtitlán: primero, con el mito de su fundación donde aparece un “águila sobre un nopal devorando a una serpiente”, clara alusión a la serpiente emplumada y posteriormente, con su caída. Así, el mito del regreso de Quetzalcóatl —quien huyó hacia el mar empujado por la vergüenza de haber cometido incesto con su hermana tras beber el pulque que, mañosamente, le ofrecieron los sacerdotes de su rival Tezcatlipoca— daría origen a una lamentable confusión que no sólo facilitó la conquista española sino que significó el derrumbe de los fundamentos religiosos del pensamiento azteca, como atinadamente señala Octavio Paz.

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Quetzalcóatl nunca volvería, pero de manera forzada y en ocasiones, verdaderamente estólido, su espíritu ha revivido en diversas etapas de nuestra historia. Durante el virreinato, Quetzalcóatl fue vinculado con el apóstol Santo Tomás y en el México postrevolucionario, el presidente Pascual Ortiz lo propuso para sustituir a los Reyes Magos y hasta Vasconcelos, en su lucha presidencial, se autoproclamó la reencarnación de este dios para simbolizar el proyecto transformador y educativo que encabezaba. Por otro lado, el mito Tonatzin/ Guadalupe cautivó con tanta fuerza a los mexicanos que todavía, en el siglo XXI, llamarle “mito” a este culto puede levantar querellas y discusiones apasionadas. Ficción o evangelización perfectamente inculturada (término teológico para referirse al proceso por el cual una revelación o mensaje evangélico es asimilado por un grupo cultural), la devoción a la “virgencita” sigue presente en el México contemporáneo y la Basílica de Guadalupe continúa siendo el centro de peregrinación más visitado del planeta, superando a la Meca y al Vaticano. Todo estaría claro si no existiéramos los chilangos renegados: ateos, postmamertos y urbanizados, reconocemos la importancia histórica de Quetzalcóatl, admiramos el culto a la Virgen, contemplamos el espíritu kitsch de lo popular mexicano y quizá hasta acompañamos a algún gringo a bailar con los concheros, pero —a pesar de admirar y disfrutar nuestras raíces— no vivimos estas creencias como realidades, a lo mucho como aventuras antropológicas.

Sumergidos entre lo mexicano y lo global, algunos chilangos somos los nuevos apóstatas que abandonamos la fe católica y el misticismo prehispánico para redefinirnos. ¿De qué manera? No estoy segura, pero nos reconocemos más en Borges y Cortázar que en la poesía de Nezahuacóyotl, más en la guitarra y la batería que en el huehuetl, entendemos más el significado de lo cool que de las homilías y recitamos con más frecuencia las mentadas de madre que el Ave María. Somos renegados de nuestra idiosincrasia no por menosprecio a lo “nuestro” o admiración a lo “otro”, sino porque habitamos un mundo híbrido que ya poco tiene que ver con esa clásica mexicaneidad. Para cualquier chilango sería hipócrita asegurar que su identidad es una continuación del pasado prehispánico. Francamente, ¿cómo seguir construyendo nuestros rasgos en la nostalgia de una gran civilización cuyos vestigios se resumen al Templo Mayor? ¿Cómo reconocernos hijos de la gran Tenochtitlán cuando la ciudad lacustre fue lapidada hace siglos por la capital de concreto? Más difícil es ser desertor de la fe. En un México religioso, resulta más aceptable confesarse gay que ateo y antiguadalupano. Por suerte, el látigo del asfalto es también nuestra salvación. Siendo menos del tres por ciento de los capitalinos, los chilangos apóstatas nos reconocemos en el caos vial pero también en el folclore de los microbuses, en el barroco de la Catedral, en el neoclásico del Palacio de Minería, en el art nouveau de la Roma e incluso, en el espíritu contemporáneo de los edificios corporativos de Reforma.

Carecemos de mitos fundacionales pero nos conformamos con la oferta cultural que alberga la capital, al igual que hace décadas nos contentamos con adoptar un término peyorativo como nuestro gentilicio. Del “haz patria, mata a un chilango” a la introducción de esta palabra —proveniente del maya xilaan que quiere decir “pelo revuelto o encrespado”— en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, muchos defeños hemos consolidado nuestra identidad en torno a lo chilango, que es más que una simple manera de autonombrarnos, ya que implica un gusto por lo urbano, un toque cosmopolita y una cosmovisión regida por la agudeza de la supervivencia. Compartimos, como muchos mexicanos, la deliciosa comida: los tamales, el pozole, la tortilla, el limón, el chile; el lenguaje, los mexicanismos, la voz mágica de “La Chingada”, el vínculo con la madre real, con la madre metafórica, con la madre patria y hasta con la patria misma. Somos nacionalistas, pero ante la trágica disyuntiva de ser indígena o mestizo, pasamos de largo no por apáticos hacia el drama nacional sino porque, ante todo, somos citadinos y este vínculo con la urbe es lo que realmente nos define. Las ciudad, dice Rafael Alberti, es una casa grande. El Distrito Federal, un edificio inmenso, ancho, amontonado que recuerda más a un zigurat como la mítica Torre de Babel que a una morada bien organizada. Los chilangos renegados subimos y bajamos por sus contradicciones, visitamos la antigua Tenochtitlán, el piso de la Nueva España, el sótano de las disputas revolucionarias y en medio de este caos menos poblado que Tokio, menos bello que París, menos inseguro que Ciudad Juárez y menos tóxico que Chernobyl, encontramos un espacio al que llamamos casa.

Eunice Hernández (ciudad de México, 1977) es gestora cultural. Ha sido colaboradora en revistas como Algarabía y Travel & Leisure. Es autora de El mundo en espiral. Actualmente imparte clases en la Universidad Iberoamericana.

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PERSONA

Quien está en los detalles

H

ago retratos desde que me dedico a la fotografía. Los hago porque me gustan, pero sobre todo porque se puede vivir muy bien de ellos. Trabajo en una revista que hace semblanzas de empresarios, a veces políticos, y en los dos años que llevo fotografiándolos he aprendido muy bien cómo debo tratarlos. Llego a una sesión, me presento y los tuteo, eso los desequilibra; están demasiado acostumbrados a las reverencias y luego llego yo, con mis pantalones de mezclilla y un par de arracadas en la oreja, a decirles “¿Cómo estás?”. Allí, en el set, el poderoso soy yo. La cámara tiene una cualidad única: hace dudar a las personas sobre su propia expresión. He visto a las mayores prepotencias desvanecerse enfrente de un teleobjetivo medio. No les queda más que respetarme; hay que tratar bien al tipo que va inmortalizarte en la portada de una publicación de distribución nacional. Un día el jefe me llamó. Ésa es la dinámica: debo estar disponible cualquier día de la semana a cualquier hora, y a cambio, trabajo relativamente poco. Emocionado, mi editor dijo: “mañana entrevistamos al pelón”. “¿Cuál pelón?”, pregunté. Carlos Salinas de Gortari. Las fotos serían mías. “Me cae que cuando lo vea le voy a azotar el tripié en la cabeza”, pensé. La cita era a las diez de la mañana en el fraccionamiento Jardines de la montaña que está en el Pedregal. Llegué puntual; disculparse por la hora siempre pone en desventaja. Dejé el auto afuera y decidí que Bruno, mi asistente, cargara el equipo. No fue por crueldad,

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ni temor a que no me dejaran pasar en coche, sino que tenía que entrar en atmósfera: ver a los vecinos de Salinas saliendo de sus palacetes setenteros, observar el andar de la servidumbre asustada y sufrir la soberbia de los guardaespaldas. En suma, ir entrando en detalle. Afuera de la privada nos recibieron ocho guardias presidenciales. Uno de ellos se acercó para preguntarnos a dónde íbamos, se lo informé y le expliqué las razones de nuestra visita. Dudó un instante; el tripié, los reflectores, el flash y mi Canon 5–D, guardados en bolsas negras, siempre generan desconfianza. “Vamos, un grupo terrorista no tocaría el timbre, y mucho menos si está compuesto por dos personas”. No me hizo caso y pidió autorización a través de una radio. Al dejarnos entrar preguntó “¿Saben cómo llegar al Señor?”, esas fueron sus palabras, escuché la ese mayúscula. “Al Señor se llega con buenas acciones ¿no?”, respondió mi asistente. El guardia volvió a ignorarnos y no aceptamos su ayuda. “Ya sabremos cómo llegar”, dije. Nos bastó con recorrer el camino de guaruras, de punto negro a punto negro, como un lápiz que completa la figura. Mi editor y el director de la revista ya estaban esperándonos, ajustaban los últimos detalles de la entrevista. El mayordomo salió por nosotros para conducirnos a una sala. Cinco minutos después el mismo intendente nos llevó a una biblioteca en donde ya estaba Salinas, sentado con soltura informal, como si llevara en esa postura mucho tiempo, como si hubiera sido él quien nos había estado aguardando a nosotros.

Ilustración: Santiago Solís

Por César Tejeda

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Una vez en el nuevo lugar dirigí sin ningún éxito la sesión. Don Carlos hacía lo que le daba su puta gana. Con una sonrisa se levantó. Permanecía erguido aunque mantenía cierta laxitud en los hombros que lo hacía parecer confiado. Saludó en orden jerárquico: director, editor, fotógrafo y asistente, pero a todos con el mismo gesto amable. Me impresionó a primera vista, tanto que no puse atención en su enorme biblioteca estilo inglés con dos pisos de alto, unos 12 metros de largo por 6 de ancho y grandes libreros de madera pulida. “Una de las colecciones privadas más grandes del país”, dijo el director de la revista. “10 mil ejemplares”, continuó mi editor. Yo no encontré otro comentario lisonjero, sino lo hubiera hecho. Al centro de la biblioteca había una sala con tres sillones, dos de dos plazas y otro de tres, Salinas, solo, ocupó el último y en ese espacio se llevó a cabo la entrevista. Mientras, Bruno y yo buscamos el lugar idóneo para tirar las fotografías. Un buen retrato debe ocurrir en una locación que hable del carácter del personaje y por eso escogí una silla pequeña de lado a un escritorio. Parecía un lugar íntimo, el espacio donde Salinas debe pasar sus tardes de lectura. Monté el equipo lo más rápido que pude, no quería perderme la oportunidad de escuchar al polémico ex presidente, y regresé a la sala para sentarme en el único sillón que quedaba vacío, enfrente de Salinas. Con un gesto invité a Bruno; no aceptó. Se quedó resguardando el equipo fotográfico, como si alguien fuera a robárselo. La entrevista estaba en su punto álgido; a mi editor le gusta confrontar a los personajes que cuestiona con preguntas incómodas, pero Salinas, que para ese momento estaba sentado con las piernas cruzadas, casi paralelas, y uno de los brazos por encima del respaldo, se defendía de todo sin perder la compostura; con una inquietante mezcla de provocación y sosiego: la primera en el

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movimiento de sus brazos y tronco, el segundo en la voz. Cuando le preguntó que si creía que las fallas del Tratado de Libre Comercio habían tenido repercusiones en la crisis actual, don Carlos se limitó a responder “¿Fallas? ¿A cuáles fallas se refiere? ¿Enumérelas, por favor?”, invitando a la respuesta con una mano, casi cerrada, a la altura de la cara. Ademanes sutiles y totales, respuestas rápidas y claras; a mi editor no le quedó más que cambiar el tema. Fui conquistado y por un rato perdí la atención de las palabras. Recuperé el hilo de la plática en la última pregunta. Mi editor dijo que consideraba incongruente que por un lado se reformaran las leyes agrarias para abrir a los campesinos el camino hacia las virtudes del libre mercado, y que por otro se entregaran 700 millones de pesos al programa de solidaridad para ayudas asistenciales. En el segundo exacto en que mi editor terminó el comentario Salinas le hizo una pregunta: “¿Sabe usted cuál fue el porcentaje de migración del campo a las urbes en esos años?”. Mi editor no supo qué responder, y así, don Carlos remató: “Recuerde: el diablo está en los detalles”. Con siete palabras había abreviado una entrevista y poco más había que decir. Pasamos a la sesión fotográfica. Sólo tenía quince minutos para hacerla, y cuando don Carlos se sentó en la silla que le había elegido resultó que el saco se le doblaba a la altura del vientre y ese era un pormenor que estropeaba todo. Fue eso, pero también que me sentía incómodo arrodillado frente a él, y esa posición era necesaria para conseguir que la cámara estuviera a la altura de sus ojos. Ya no podía cancelar esa locación así que seguí tomando fotos conciente de que no servirían. Con un ojo fotografiaba y con el otro buscaba una locación. Vi la escultura de un águila de madera enfrente de un ventanal de vidrios emplomados con la bandera de México. Me pregunté si esos símbolos significaban lo mismo que el reloj de la compañía que tiene en su cocina el gerente de la Coca-Cola. Ése era el lugar; le pedí que nos dirigiéramos hacia allá y, aunque

sus asistentes lo interrumpieron recordándole algún otro compromiso, él aceptó gentilmente. Una vez en el nuevo lugar dirigí sin ningún éxito la sesión. Don Carlos hacía lo que le daba su puta gana. Le pedí que se relajara, le dije que lo iba a cuidar, no porque lo necesitara, el señor ha aprendido mucho de algún asesor de imagen, pero en mi experiencia las personas confían cuando uno les ofrece protección profesional. Él, receloso, ignoró mis palabras y le pidió al editor que lo cuidara de mí: “Cuiden que este muchacho me cuide”. “Si se lo estoy diciendo es porque lo vamos a cuidar”, pensé. Sólo lo pensé. Cuando terminamos supe que no cumpliría lo del tripié en la cabeza, al contrario: “Un gusto, don Carlos”, dije. “Fue un gusto para mí trabajar con gente profesional”, respondió. Salí orgulloso de trabajar en esto. En una sesión fotográfica importan dos cosas: el manejo de la luz, que es la técnica, y el manejo del personaje. Fallé en lo último, pero don Carlos había hecho lo suficiente para que las fotografías no fracasaran. Afuera, mi editor me dijo que el trabajo debía estar listo esa misma noche, así que Bruno y yo tuvimos que regresar a mi departamento para seguir laborando. En el camino, mi asistente dijo que aunque nunca había escuchado eso de que el diablo estuviera en los detalles le había agradado la idea: “Un axioma para los fotógrafos”, comentó, y aunque es común que los estudiantes siempre busquen máximas y que sus mentores se las tiremos al piso, tuve que estar de acuerdo. Laboramos toda la tarde en Photoshop; tenía un buen trabajo, solo era cuestión de realizar algunos ajustes. Me gustó especialmente una fotografía en la que se veía a don Carlos en un plano americano (de la parte inferior de los muslos hacia arriba), parado con una rectitud casi militar, aunque con un gesto afable sostenido en una sonrisa franca que le empequeñecía los ojos. La guardé en el archivo de las favoritas.

Terminamos ya de noche. Bruno fue a su casa y yo, que no había comido nada, bajé para buscar algo que cenar. Vivo en Mixcoac, muy cerca de avenida Revolución. Caminé al parque Rosendo Arnaiz donde una señora, que con el tiempo se ha hecho mi amiga, tiene un puesto de quesadillas. Nuestra amistad sólo ha sido posible gracias al trato frecuente: ella es una mujer dura, de pocas palabras. En el barrio es una leyenda, ella y su salsa son míticas; la señora por su presencia fuerte y la salsa porque todos nos preguntamos sin éxito cuál es el ingrediente secreto. La seño estaba sentada en un banco pequeño justo a la altura del comal, con los pies descalzos y los zapatos sobre la acera a unos centímetros de distancia. Le pedí la orden y aproveché que estábamos solos para preguntarle el secreto de su salsa roja. “Será la prueba de que por fin somos amigos”, dije. La señora sonrió y me vio con empatía. Asintiendo aceptó revelarme el misterio, con la condición de que no se lo dijera a nadie. “Joven, sólo hace falta freír los chiles.” La miré con desconfianza, no podía ser una revelación tan sencilla. “No le creo, doña, ya cuénteme”, dije. Frunció el ceño y perdió la mirada en el parque. Tanto tardó en responderme que por unos instantes creí que el ingrediente secreto iba a ser cianuro. No fue así. Su confirmación me cautivó: “Ay, joven, le digo que basta con freír los chiles. Recuerde que dios está en los detalles”. La frase, pero sobre todo la coincidencia, me hizo sonreír. “Estoy de acuerdo, doña. Aunque hay quien opina lo contrario”.

César Tejeda (ciudad de México, 1984) es director de Los Suicidas. Realizó estudios de Ciencia Política en la Universidad Nacional Autónoma de México y, al respecto, elaboró algunos trabajos de investigación para fundaciones y ONG’s. Es egresado de la Escuela de escritores de la SOGEM y coautor de Reflexiones desde abajo. Sobre la promoción cultural en México.

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CINE

En un solo

callejón Por Iván Vilchis Ibarra

R

egresé a varios filmes que, a mi gusto, son indispensables para entender a la ciudad de México. Fui desde Los olvidados, de Luis Buñuel, hasta En el hoyo, de Juan Carlos Rulfo, pero no encontraba una película que me ayudara a describir lo vasta y universal que es esta urbe. Después de varios intentos (fallidos) de explorar sus historias, me encontré con una reseña del libro en el que se basa la afamada cinta de Jorge Fons: El callejón de los milagros. Abría con una cita de Naguib Mahfouz, autor de la novela: “Si desesperas, contempla la luz de frente y recobrarás la esperanza”. Casi como ocurre con una aparición de la virgen de Guadalupe, me encontré con esta frase que me impulsó a intentar un nuevo texto. Me pareció inusual que una novela escrita del otro lado del mundo en los años cuarenta fuera la base de una película mexicana tan reconocida en los noventa, pensé que más absurdo aún es que los personajes en la novela se parezcan tanto a un par de amigos y familiares que viven en esta ciudad. La ciudad de México podría ser la Babilonia del siglo XXI. Vicente Leñero —guionista de la cinta— tomó como espina dorsal de su guión cinematográfico la novela de Mahfouz y decidió contar, de la mano de Jorge Fons, la historia de una vecindad en el Centro Histórico. El callejón de los milagros explora la vida en un edificio desde el punto de vista de tres personajes. El primero es don Ru (Ernesto Gómez Cruz), un viejo cantinero que decide olvidarse de la vida rutinaria con su esposa e ir en búsqueda de su amor platónico, un muchacho de veinte años. Después, Alma (Salma Hayek), la mujer más

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El callejón de los milagros Director:zzJorge Fons. Guión: Vicente Leñero, basado en la novela de Naguib Mahfouz. Reparto: Ernesto Gómez Cruz, María Rojo, Salma Hayek, Bruno Bichir, Margarita Sanz. Año: 1995. País: México. Duración: 140 min. Color: Color. ANIMACIÓN

bella de la vecindad, termina en la prostitución para perseguir sus sueños de aventuras, riquezas y placeres, pero sobre todo para poder salir del barrio; y por último doña Susanita (Margarita Sanz), la solterona que es dueña del edificio, de una ingenuidad tal que todos se aprovechan de ella. El callejón de los milagros es un retrato de la clase media-baja mexicana, siempre desesperada por llegar a un buen status socioeconómico y llena de sueños inalcanzables. Esta historia es tan universal que podría situarse en El Cairo de los cuarenta o en la ciudad de México del año 2010. Podría ser escrita por algún guionista mexicano o por un escritor egipcio. El territorio es tan extenso que hay una oportunidad para todos. Así es la ciudad de México, de los milagros: donde la mujer más bella se convierte prostituta, donde el homofóbico resulta el homosexual y donde el más rico vive al lado del más pobre. Qué paradoja: el espíritu que deambula en 1485 km² cabe también en un solo callejón de los milagros.

ILUSTRACIÓN

Y MÁS

INFORMES:

carla herrera carla@border.com.mx 5584 7557 www.talleres.border.com.mx

programa talleres 2do. trimestre 2010

Abril

Iván Vilchis Ibarra (ciudad de México, 1982) ha traba-

DISEÑO

14 // Reuso, Reparación y Reciclaje de prendas y accesorios. Imparte: Olga Olivares. 19 // Procesos Creativos, del entorno urbano al proyecto artístico. Imparte: Diego Teo. 23 // Activismo en Medios Electrónicos. Imparte: Ignacio Madrazo.

Mayo

jado en diversos cortometrajes, campañas publicitarias y videos musicales. Su trabajo en Carretera del Norte fue galardonado con el premio Pantalla de Cristal 2008 como mejor fotografía en un cortometraje de ficción.

inscripciones abiertas!!!

06 // Hardware Hacking & Circuit Bending. Imparte: Juan José Rivas. 21 // Software Libre para Usuarios. Imparte: Francisco Treviño. 22 // Agricultura Urbana y Diseño Creativo. Imparte: Agricultures Urbanos.

Junio

17 // Diseño y Producción de Tatuajes. Imparte: Vampiro. 18 // Desarrollo de Portafolios Web 2.0. Imparte: David Hernández.


SEXOCR ACIA

Cruising & Dogging Por Dora Márquez

Fotografías: Jimena Sánchez Modelo: Hannah Sotelo | Madmamacitas.blogspot.com

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ara Cernuda bastaba un roce al paso y una mirada fugaz entre las sombras para que el cuerpo se abriera en dos, listo para recibir otro cuerpo “mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne”. Cuánta razón tenía don Luis. ¿No es el deseo sexual un chiquillo inoportuno que poco o nada entiende de horarios y protocolos para hacerse presente? ¿No es el acto sexual en sí mismo la rendición oportuna de esas inoportunas ganas? Esa esencia furtiva y rebelde del deseo sexual que muchas veces se vuelve una amenaza o una vergüenza, ha encontrado en el cruising y el dogging dos prácticas infalibles para expresarse amplia e intempestivamente. Consisten en mantener relaciones sexuales en lugares públicos cerrados o al aire libre con desconocidos —excluyendo del rito erótico aspectos como la inversión económica y emocional previa al encuentro o la postproducción sexual que muchas chicas amamos— para centrarse y concentrarse en el choque de adrenalinas. Lejos de cualquier ligero encanto —pues sin duda esto ya embelesó a más de cinco— ambas prácticas han derrumbado los límites del pensamiento y las paredes a través de una lucha en la que lo privado fue público y lo personal, político. El cruising fue un protagonista del desarrollo cultural lésbico-gay; el dogging, una manifestación en los setenta en contra de los rezagos de la moral victoriana. A pesar de representar diferentes intereses, tiempos y realidades sexuales, ambas se caracterizaron por haber atentado contra su respectivo “orden moral”, “deber sexual” o “normal

sexual” por medio de la re-significación escandalosa de los espacios públicos. Existen registros de la práctica del cruising desde 1800, tiempo en el que ser gay era considerado delito, enfermedad y pecado; admitirse como tal, heroico y suicida; y la intimidad un lujo. Muchos solteros compartían piso o vivían con familiares a consecuencia de sus precarios ingresos lo cual, aunado al prejuicio mordaz, restringía su privacidad y libertad sexual, generando la urgencia de una alternativa para la expresión erótica homosexual. Aproximadamente un siglo y medio más tarde, el orden coercitivo de la sociedad inglesa y un paradójico incremento de la prostitución generaron que varias parejas comenzaran a mantener sexo al aire libre. Este hecho desencadenó a su vez la conformación de la frecuente y fantasmagórica figura de los mirones (voyeuristas), que tomaban como pretexto paseos nocturnos e inocentes con sus perros —muchas veces inexistentes— para hacerse presentes; de ahí una de las hipótesis de la creación del término dogging (dog). En ambas prácticas el espacio público es emblemático. En el cruising, los

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Ambas prácticas han derrumbado los límites del pensamiento y las paredes a través de una lucha en la que lo privado fue público y lo personal, político.

www.madmamacitas.blogspot.com

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encuentros en teatros, cines, sanitarios, gimnasios, saunas, parques y cafeterías representaban la dificultad del contacto homosexual y un allanamiento parcial a la sociedad que los rechazaba; mientras que en el dogging, el sexo en parques, estacionamientos, trenes y plazas encarnaba una provocación directa a los convencionalismos puritanos y a los sistemas de vigilancia y control, era pues una manifestación de repudio al orden ilusorio y la doble moral. El acto sexual fue sobredotado de premura y casualidad, de brevedad e imprecisión, al tiempo que se hizo más evidente su inherente enlace con la insurrección. Asímismo, la capacidad creadora

sexual generó estructuras no verbales de comunicación, haciendo que ligeros movimientos se tradujeran en substancias de reconocimiento. Es decir, el deseo sexual rompió el monopolio de la lengua para recuperar su lenguaje primero e inconfundible. Hoy en día un contacto visual prolongado, un roce sutil a los propios genitales, el movimiento del pie y/o inclinación de la cabeza, puede ser una invitación para un encuentro cruising; pero si en un auto estacionado encienden constantemente las luces interiores o exteriores, puede tratarse de practicantes doggers; a lo que quizá prosiga una luz interna permanente para manifestar que la pareja quiere ser observada, la ventanilla entreabierta si quiere ser tocada o la puerta abierta para ser reforzada (acompañada). Las distantes inspiraciones del cruising y dogging parecen fragmentarse en las cuotas obligatorias de adrenalina y peligro que exige un mundo nuevo. Lo que antes fuera el escondite del deseo y la ilegalidad del mismo, hoy en día es un acuerdo difundido y anhelado como parte del ejercicio legítimo del derecho al goce sexual sin convencionalismos emocionales ni territoriales de por medio, que descubre en el anonimato de sus practicantes y en sus espacios de acción, dos de los máximos placeres sexuales: la transgresión y el misterio. La llegada del internet ha facilitado y popularizado este tipo de prácticas; existen alrededor de 70 mil sitios destinados a difundir fechas, lugares, temáticas y mapas de los encuentros cruising y dogging, y la posibilidad de transmisiones en vivo desde el punto de encuentro a través de teléfonos celulares. Estas prácticas son muy populares en Europa y Estados Unidos y aunque en México las relaciones sexuales en vía pública son consideradas faltas a la moral que generan multas entre 500 y 3 mil pesos, se rumora que durante los horarios nocturnos en los últimos vagones del Metro se arma la fiesta cruising (denominada en el argot gay chilango como metrear), que los jardines de la legendaria Alameda aún son testigos y protectores de encuentros secretos y que la Ciudad Universitaria cuenta con sus definidas zonas dogging. Si tienen pensado un encuentro de cualquiera de estos dos estilos, consideren los siguientes puntos:

• Relacionarse aunque sea momentáneamente con un desconocido será siempre un volado; puede ser un estuche de monerías o resultar bandido, suicida o reggaetonero, ya que estos últimos están obsesionados con el perreo. • Las áreas alejadas son seguras para que no te sorprendan en el acto, pero peligrosas para tu integridad física. • El decálogo dogger invita a respetar leyes de tránsito y carreteras, y mantenerse fuera de la vista de los niños y demás transeúntes. • En la práctica dogger puedes elegir ver, tocar y/o amar, todo dependerá de tu estado de ánimo e intenciones. Es recomendable que en la primera sesión dogger te dediques a observar para que vayas familiarizándote con el nuevo ambiente. • Cualquier práctica sexual requiere del 100% de tu convencimiento, seguridad (condones) y actitud para divertirte. A partir de hoy, las recomendaciones de nuestras madres de poner atención al cruzar la calle y pasear al perro pueden convertirse en un ejercicio de transformar la resistencia en libertad. Yo por lo menos pienso que esta ciudad de manifestaciones cuenta con una estrategia más para hacerse escuchar. Los practicantes tienen mi voto para recobrar nuestros espacios, haciendo el amor y no la guerra.

Dora Márquez (ciudad de México, 1980) obtuvo mención honorífica en el primer concurso de producción radiofónica del Conaculta. Participó en el virtuality Caza de Letras, organizado por la Dirección de Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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EL CHAPERÓN

1

Los alrededores de México son infinitamente más impuros: son horribles. Si cuando Humboldt visitó la ciudad de México la hubiera examinado con los ojos de un filósofo humano, y la hubiera presentado sin adornos, cuántas molestias habría ahorrado a los viajeros y a Europa.

2

E. W. H. Hardy

3

Huele mal la ciudad. Con la llegada de la primavera han florecido las alcantarillas. Francisco Hernández

5 7

La ciudad de México, millonésima en el dolor y en el placer... causará el tedio de los espíritus enfermizos, mas al reflexionar que atesora desde el tráfico visible hasta los espejos morganáticos en que la diosa sempiterna copia su dibujo piramidal, se concluye su estupenda categoría. Ramón López Velarde

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5

Hay parajes de suprema fealdad en la asamblea de ciudades que nombramos “México, Distrito Federal”; sin embargo, el conjunto cautiva por sus punzantes contrastes.

Esta capital que me engrandece con sus palacios, que me enamora con sus mil encantos, que me enloquece con sus beldades, y que me interesa con su misma indolencia y abandono. Guillermo Prieto

4

La ciudad que nos sueña a todos y que todos / hacemos y deshacemos y rehacemos / mientras soñamos / la ciudad que todos soñamos y que cambia sin / cesar mientras la soñamos. Octavio Paz

6

Juan Villoro

Lo singular, lo que en el caso de la ciudad de México desafía las previsiones, es la sensación de multitud al acecho (dentro de uno mismo incluso), que transforma las predicciones ominosas en paisajes inevitables.

Saca tu otro yo: El que sí lee.

Carlos Monsiváis

8

Ningún psicólogo social o antropólogo urbano o historiador de las mentalidades (...) podrá explicar, razonablemente, cabalmente, por qué carajos permanecemos aquí, retrepados a dos mil y pico de metros de altura sobre el nivel del mar, sofocados en invierno (...), respirando toneladas de mierda, sobre un suelo arcilloso que o se anega o resquebraja o hunde o trepida. Simplemente nos empuja una visión. Fernando Curiel

9

En muy pocos años ha crecido / mi ciudad. Se estira con violencia / rumbo a todos lados; derriba, ocupa, / se acomoda en todos los vacíos, / levanta metálicos esqueletos / que, cada vez más, ocultan el aire, / y despierta calles y aparadores, / se llena de largos automóviles sonoros / y de limosneros de todas clases. Rubén Bonifaz Nuño

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SUICIDIOS EJEMPLARES

Demolición

L

o imagino trazando el mapa del mural, ideando la red de caminos que conducirían a la representación, pensando dibujos de piedras multicolores distintos unos de otros: vínculos convexos. Recorría paisajes a la luz de la luna que iluminaba la ciudad eterna que siempre deseó. Se imaginó como el arquitecto de la Atlántida y proyectó en la

Fotografía: Alejandra López

Por Alejandro García Abreu

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ciudad sus sueños. Luego, en el esplendor nocturno de su obra de arte, meditó el final de su vida organizando el recuerdo: infinita sucesión de imágenes fragmentadas de una juventud perdida para siempre. Se acercaba la hora en que Juan O’Gorman lo perdería todo. “Ya somos el olvido que seremos”, escribió Borges. La historia inició con el arquitecto desencantado de la urbe. Frustrado porque la arquitectura moderna abandonó el ideal social del funcionalismo. Hacia 1938 O’Gorman renunció a la disciplina arquitectónica como profesión reprochando de los mercenarios y se dedicó plenamente a la pintura. Tiempo después, en 1947, construyó una pequeña casa para su amigo el músico Conlon Nancarrow, en la colonia Las Águilas de la ciudad de México. “Realicé —afirmó el artista en su Autobiografía— murales con piedras de colores con proyectos míos. Esta fue la primera vez que en México se hicieron mosaicos con piedras de colores al exterior de un edificio”. A principios de 1949 le fue solicitado proyectar la Biblioteca Central de la Ciudad Universitaria. La invitación fue ineluctable: estimuló a O’Gorman para regresar al terreno de la arquitectura. “Desde el principio del proyecto —dijo O’Gorman—, tuve la idea de hacer mosaicos de piedras de colores en los muros ciegos de los acervos, con la técnica que ya tenía muy bien experimentada. Con estos mosaicos la biblioteca sería diferente al resto de edificios de la Ciudad Universitaria y con esto le dio carácter mexicano”. Se trata de un revestimiento figurativo en un cuerpo cerrado destinado a almacenar un millón de libros. Esta obra simboliza al edificio convertido en lienzo, en un tapiz gigantesco. Es una construcción hermética ornamentada por un mural que expresa una alegoría del “perfeccionamiento” cultural. Representación histórica de la cultura, “una de las máximas y más originales expresiones de nuestro tiempo” en palabras de Ernest Hemingway, es un mural de aproximadamente cuatro mil metros cuadrados de evidente propósito simbólico. Juan O’Gorman revistió, con un espléndido códice de proporciones colosales, una construcción de corte racionalista. Su proceso se desarrolla suavemente, a través de razonamientos, ensayos, decepciones y amarguras.

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El final resultó sumamente violento y cerebral, caracterizado por el flujo de sangre del autosacrificio y la perfidia de la memoria. Esa tarde de la ciudad de México estaba escrita. Y no hubo manera de reescribirla. O’Gorman narró en clave el final de una historia justo donde el tiempo se detiene. El telón ha caído y no queda más que el drama final, las repercusiones de un mural en apariencia conclusivo. En una especie de búsqueda de epílogo afinó su ojo en el desenlace. También fue la consumación de una parábola. El mural del lado norte, colmado de figuras inspiradas en los códices nahuas, muestra, en su lado derecho, a la luna —las deidades y escenas que lo decoran representan al ámbito de lo tenebroso, la oscuridad y la muerte—; en la parte central, entre dos corrientes acuáticas, se ve la figura de Tlahuizoalpantecuhtli, el lucero de la mañana, Venus, una de las muchas advocaciones de Quetzalcóatl, y que muestra su dual presencia —la vida y la muerte—. Por el lado de su faceta vital levanta un bastón con la figura de un mono, ozomatli. A su espalda se levanta un cerro, rodeado de serpientes y fragmentos de cuerpos humanos. El sol alcanza con uno de sus rayos un cuchillo de oblación. De los extremos del pedernal emergen dos manos: en la de la derecha aparece el chorro de sangre del autosacrificio, de la inmolación.

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A raíz de ese pronóstico luctuoso, O’Gorman se construyó —entre 1948 y 1952— un refugio para alejarse de la “pútrida” civilización occidental. La casa de San Jerónimo 162, en El Pedregal, constituía la síntesis enrarecida del arte de Gaudí y del mundo prehispánico y resultaba el lugar idóneo para su aislamiento. Una necesidad monetaria lo llevó a vender la casa. La nueva propietaria la demolió en 1969. Su antiguo refugio quedó reducido a escombros multicolores y O’Gorman percibió que la modernidad arquitectónica había fracasado. Vio que el mundo entero se perfilaba a su autodestrucción. La demolición de su casa significó un grave golpe para su estado anímico y sirvió para volcarlo con más dedicación a la pintura de caballete. El final resultó sumamente violento y cerebral, caracterizado por el flujo de sangre del autosacrificio y la perfidia de la memoria. Esa tarde de la ciudad de Méxi-

co estaba escrita. Y no hubo manera de reescribirla. Terminó pasado el atardecer con la misma atmósfera tormentosa que había empezado. Hasta el último instante el arquitecto fue un hombre drástico; dio un ejemplo de suicidio contundente que no dejaba posibilidad de amparo. El 18 de enero de 1982, a los setenta y seis años, O’Gorman tensó un cable eléctrico entre su cuello y la rama de un árbol. Al mismo tiempo que la silla cayó dejando al cuerpo oscilando, disparó un arma

dentro de su boca. El material de la leyenda afirma que también consumió un frasco de veneno para no dar cabida al error. Planificó con minucia —como trabajó en vida— su eliminación física, la última demolición.

Alejandro García Abreu (ciudad de México, 1984) es ensayista y jefe de redacción de Los Suicidas. Es coautor de Línea de sombra. Ensayos sobre Sergio Pitol y ha sido colaborador en revistas culturales como La Nave, Nexos y Revista de la Universidad de México. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2007-2008 y 2008-2009.

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EJE CENTR AL

Mientras llega

la carroza

Con especial agradecimiento a Lucía Rivadeneyra

Por Ana Valentina López de Cea

Chava Flores

C

uando “él” murió de golpe, una mañana al fallar su corazón, el dolor de quienes lo querían fue opacado por una preocupación: “él” era músico, hombre sin salario fijo, vivía al día y no contaba con ningún tipo de seguro. ¿Cómo alguien en su situación podría pagar estos servicios? “Él” falleció y para otorgarle un velorio en que sus conocidos pudiesen despedirse y posteriormente cremarlo, hubo que conseguir varios miles de pesos (casi veinte), porque pese a lo que “él” o cualquiera pudiera pensar, morir en la ciudad de México no es cosa fácil. “La estadística más exacta: el 100% se muere”, se leía en la tarjeta con que se presentaba, hasta hace no tanto, Ricardo González, asesor de la funeraria Gayosso ubicada en Félix Cuevas. Marta González, de sesenta años de edad, conoció a Ricardo cuando éste le vendió el paquete de servicios funerarios con que cuentan ella y su esposo. “Tú pagas una cuota por mes, novecientos y pico por dos años y te dan un servicio que incluye traslado, el lugar de la velación, el cajón y si lo pides la cremación y la urna. Y a parte te cobran dos mil quinientos por el certificado”. Si la muerte de alguien cercano no es de por sí una experiencia fácil para los que quedan, hay que agregar a esto las complicaciones que morir trae consigo. Morir es

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Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlo a un río?

Es por ese exceso de “inquilinos” que en los panteones civiles del Distrito Fe-

Fotografía: Mónica Garcia Rojas

Yo creo que adrede este Cleto se enfrió pues lo que debe jamás lo pagó; tipo malaje, no fue tan guaje: con lo caro que está todo, regalado le salió.

el fin, ¿o será más bien el principio? ¿Qué precio tiene morir en el Distrito Federal? Según lo publicado en La Gaceta Oficial del Distrito Federal el 6 de diciembre de 2004 (cuando se divulgó el acuerdo por el que se expide el programa de regularización de títulos de fosas a perpetuidad en cementerios públicos), en la ciudad de México hay aproximadamente unos ciento diecisiete cementerios, de los cuales ciento dos son administrados por las delegaciones y quince son concesionados. El problema es que con el crecimiento demográfico desmedido, el número de defunciones también aumenta (la CONAPO calculó en 2005 unas cuarentaiseis mil setecientas cinco muertes, mientras que para el 2010 se preveen cincuenta mil novecientas treinta y cuatro) y los panteones resultan insuficientes, mientras que la cremación sigue siendo una alternativa mucho menos popular que los entierros. Así es: no solo nuestra ciudad está sobrepoblada, también lo están nuestros panteones, se muere como se vive.

deral ya no existe la perpetuidad. Nadie tiene asegurado para siempre su terreno en el campo santo porque después de un tiempo los restos serán exhumados para dar espacio a un nuevo “habitante”, a menos, claro, que alguien se haga cargo de seguir pagando el espacio y su respectivo mantenimiento.

Queda la opción de los privados. Eso sí, siempre y cuando el cliente esté dispuesto a pagar una “módica cantidad”. Así, puede encontrar en remate por Internet, una cómoda cripta en el “exclusivo” Panteón Español, con perpetuidad y a “cómodos pagos” por ochenta y seis mil pesos. Después de todo, ¿se puede poner precio al eterno reposo?

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No sólo nuestra ciudad está sobrepoblada, también lo están nuestros panteones, se muere como se vive. Pero si usted es de esos a los que no les gusta la soledad, no se preocupe y cómprese una cripta en el mismo panteón, que se anuncia como “casi junto a la tumba de Paco Stanley” (para sentirse siempre ¿bien acompañado?). ¿El precio? Doscientos cincuenta mil pesos; el vendedor acepta coches y dinero. Y si con esto no le basta, porque Paco Stanley está bien pero usted es un chilango de corazón y lo suyo son las multitudes, todos juntos y apretados cual si fuese estación de metro en sábado, qué tal una cripta en el panteón Xilotepec ubicado en la Noria, Xochimilco, a un lado de las canchas del Cruz Azul, que además de fácil acceso para las visitas cuenta con espacio “para seis adultos y seis menores o seis adultos y doce restos, haciendo esto un excelente lugar para el descanso eterno de familiares y, por qué no, amigos y parientes que estimamos en vida. Los interiores son acabados en granito pulido, el exterior está forrado sólo con vitro piso, lo cual genera la ventaja de construir sobre ella la forma que a usted más le agrade, sin tener que hacer grandes demoliciones, documentación en regla, sin ningún problema. Acepto auto a cuenta o cambio, dependiendo”. “Ella” era amiga de “él”. Además de “él”, “ella” ha perdido a otros en el último año. Así que con el merecido tiempo y toda su experiencia me pide: “Prométeme que cuando muera van a donar mis órganos y mi cueropo lo tiran a la

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fosa común. Te lo digo en serio, ¿eh? No quiero meter en problemas a nadie”. Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales. Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados.

Por otro lado, suponiendo que la persona que muere ya tenga su terreno apartado o su cremación con urna incluida, aún falta tocar el tema del velorio. Para éstos fines existen alrededor de trescientas cuarenta y tres funerarias según datos publicados en la Sección Amarilla. En Gayosso, el paquete menos costoso al contado cuesta cuarenta y siete mil ochocientos pesos e incluye traslado desde el hospital o el domicilio a la funeraria, doce horas de servicio, los trámites, misa, caja metálica y cremación con urna. Pero si lo que el cliente busca es algo mucho más económico, algo más apegado al salario mínimo de cincuenta y siete

pesos y cuarenta y seis centavos, existen otras opciones: En la funeraria del ISSTE ubicada en Avenida Revolución, el paquete que incluye dos viajes en la carroza, los trámites, la capilla de velación (sin café y con explicita prohibición a llevar su propia cafetera porque ellos cuentan con cafetería o en su defecto una máquina despachadora), ataúd metálico, gestoría y embalsamamiento tiene un costo de seis mil ciento veintiún pesos con noventa y ocho centavos. La Funeraria Lozano, con domicilio en la colonia Agrícola Oriental, ofrece sus servicios más económicos por entre ochenta y siete y ciento veintiún jornadas, según si se desea enterrar o cremar, más mil doscientos por arreglar el cuerpo (aunque siempre puede ahorrarse el pago haciéndolo usted mismo), urnas y hornos o ataud metálico, movimientos de carroza, tramites, transportación de hasta treinta y seis personas y cincuenta vasos para café. Y no hablo del tema de las flores para muertos, porque esa es otra historia, muy costosa también. Cuando murió la madre de Marta González, doña Rosa, la hija de la difunta pensó de inmediato en hacer un traspaso: utilizar uno de los paquetes que había comprado para ella y su marido. El asunto es que uno compra estos servicios previendo hacer más llevaderos los momentos de dolor, e incluso en que el golpe emocional no conlleve uno económico de buenas a primeras. Sin embargo, por mucha previsión que uno, como la señora Marta, pudiera tener, los gastos nunca terminan. “La doctora que extendió el certificado de defunción me cobró dos mil quinientos pesos y además los de la funeraria querían que pagara otras cosas. Yo les dije que ya en el paquete

estaba todo incluido, así que no”. Pareciera que nunca se puede ser lo suficientemente cauteloso en estas cosas. En resumen todo se trata de esto: “Él” vivió sin un salario fijo, sin seguro alguno y en consecuencia la preparación de su velorio comenzó como algo incierto. “Ella” siempre ha procurado que las cosas no sean tan complicadas. El destino de sus restos mortales será entonces solidario y socialista. “A la fosa común, con todos”. El que vive con salario mínimo, tendrá un velorio, un entierro o una cremación lo más económica posible que, sin embargo, dejará por herencia una deuda a la familia. Morir en México es mucho más que un simple suceso en la vida de alguien. Se trata de una tradición, un culto, una fiesta que cada vez se vuelve más costosa. Morir en la ciudad de México es cada vez más un privilegio. Y sin embargo, después de todo, lo único que tenemos seguro en esta vida es la muerte. Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.

Y a las palabras de Jaime Sabines agregaría: qué costumbre tan salvaje, además, la de cobrar hasta endeudar a los vivos, asfixiarlos con papeles, ¿para enterrarlos también?

Valentina López de Cea (ciudad de México, 1984) ha colaborado en Revista Nuevamérica y Nómada. Fue locutora de Detrás de los medios, las audiencias (IMER) y coordinadora editorial de Defensor del televidente (Canal 22). Actualmente es productora de Ediciones Pentagrama.

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DOSSIER

La ciudad de México en cifras 1 En el Distrito Federal viven 140,000 personas en situación de pobreza alimentaria.

3

2

El 17% del PIB nacional lo aportan las delegaciones Álvaro Obregón, Benito Juárez, Coyoacán, Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo.

4 En el Distrito Federal, del 7.7% de la población empleada que gana hasta un salario mínimo, el 64% son mujeres.

El tiempo promedio diario para desplazare al trabajo es de 2 horas y 30 minutos.

y

SHCP

DATOS 5

Existen 28,9 computadoras personales por cada 100 habitantes.

6

Hay 5,877 personas por cada km².

7

La velocidad media en horas pico es de 20 km por hora.

8

En el 2008 recibimos 11,565,225 turistas.

9

56,187 extranjeros viven en el Distrito Federal.

10

En el 2009 hubo 3,625 plantones y marchas, equivalentes a 9.2 diarios. (1-9, http://ciudadanosenred.com.mx; 10, El Economista.)

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Doctor STR ANGELOVE

Por H. G. Sarquis

U

sted nunca sabrá, doctor, lo que es salir a la calle y saber que hay de dos sopas: todo el mundo te odia o te teme. Bueno, tratándose de usted… La cosa es que hace poco, por primera vez desde que salí de sexto de primaria y María Luisita se me declaró vía una enseñada de calzones y una paleta payaso, sentí una mirada diferente encima. No era el asco al que ya estoy habituado y por un momento pensé que sería la otra sopa: el terror inspirado por las botas, la camisa abierta a medio pecho, la pistola al cinto y lo único que nos separa de la ratota: la placa. Puerco o juda. O mi comandante; mi jefe. O chinga tu madre. De todas oigo. Soy policía judicial (ahora ministerial) de carrera. Aquí por el rumbo de la Alameda. Y el pan de cada día: carteristas, roba coches, putas, putos, narcomenudistas. Todos entran a la pinche feria. Y todos pagan. Nuestra chamba no es chingarlos, nomás mantenerlos a raya. Al que se pasa de lanza lo mudamos al reclu. O a la chingada, según sea el caso. Como le decía, estábamos dando el apoyo a un operativo del comandante de la Merced: andaban sacudiendo el gallinero. Un grupo de sexoservidoras por la calle de Mesones se había organizado. Se negaban a seguir pagando mochada al comandante. El rumor era que estaban bajo el liderazgo de una exmaestra de primaria. La chava se quedó sin chamba hace dos años y con el papá

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malito decidió cambiar de giro. Dicen que a la primera que un padrote llegó a pedirle cuota por “protección” la maestra procedió a partirle lo que viene siendo todita la madre. El pobre coreano —que a la fecha funge como su secretario/guardaespaldas— desde entonces es conocido como el Chinito Varela, por aquello de que le partió la madre una Camelia y por aquello de que en mexicano China es igual a cualquier país con cabrones de ojitos rasgados. Durante el primer año y cacho la maestra siguió pagando piso al comandante. No quiso meterse en pedos. Pero como dice el dicho: poder absoluto corrompe absolutamente. Cuando toda la mafia coreana de la zona estaba a sus pies, la maestra, nada pendeja, se preguntó ¿por qué pagarle a los pinches tiras si los doblo en cabrones, armas y huevos? Tenía razón. Y al principio el comandante no pudo hacer gran cosa. La bronca con las mafias, como usted seguramente sabe, es que nunca es una. Más antes que al rato llega otro grupo —con más huevos, más armas y más pinche hambre— a querer quitarte lo tuyo, así como uno llegó a quitárselo antes a otro pobre pendejo. Los chinos de Tepito —esos sí chinos de a de veras— decidieron que una vieja, para colmo mexicana, no tenía el poder suficiente para mantener

Fotografía: Don Rodo Modelos: María del Carmen Garrido, Abraham Arroyo y Mauricio Romero

El judicial y la maestra

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Un grupo de sexoservidoras por la calle de Mesones se había organizado. Se negaban a seguir pagando mochada al comandante. El rumor era que estaban bajo el liderazgo de una exmaestra de primaria.

el barrio ella sola. Armaron un operativo pro-moral con la asociación de Serrano Limón, le pasaron una corta (bastante larga) al comandante de la Meche y antes que nadie pudiera decir “salieron de San Isidro” yo ya estaba invadiendo un edificio en la calle Mesones. Los guaruras no pusieron mucha resistencia. Las putas siempre son otra historia. Arañazos, patadas en los huevos, ataque aéreo

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de tacones, condones ya estrenados lloviendo del cubo de la escalera. De milagro llegamos al último piso. Yo iba al frente. La puerta de acero de la maestra ya se veía al fondo del pasillo. Suponiendo que estaría agazapada atrás de un sillonzote de película del Santo con el cuerno de chivo en mano, decidí que lo mejor sería tocar la puerta. Hablando se entiende la gente. La voz del padrote convertido en secretario me invitó de manera amable (“¿qué chingados quielen?”) a pasar. En todo su poder, la maestra, como si afuera no se estuvieran dando en toda la madre dos pandillas rivales en disputa por uno de los territorios mas codiciados del crimen organizado, bebía una copa de champaña. “Pásele mi comandante”, me invitó con toda la elegancia del mundo. El sillón, (totalmente de película del Santo) estaba bordado con motivos

coreanos (según yo) de leoncitos en hilo de oro. En la mesa de centro el resto de la botella se enfriaba en una cubeta plateada. Al lado el clásico espejito con coca, infaltable en toda escena de mafiosos. El chino Varela acariciaba la cacha de oro de su Colt .45 fajada al cinto, viéndome de reojo protegiendo a su patrona, aunque bien podría estar contando los leoncitos del sillón, con los pinches coreanos uno nunca sabe a dónde están mirando. Dio un trago a su bebida, me sonrió y dijo “Nos volvemos a encontrar, Martincito” y ahí me cayó el veinte. Era María Luisita, mirándome con la misma cachondez que ya tenía a los once años. Como para confirmar mis sospechas abrió las piernas revelándome los chones. Esta vez tan dorados como los leoncitos del sillón del Santo. Los amores juveniles nunca mueren, doctor. Anoche, con el chino Varela viéndonos (creo) hicimos el amor hasta el amanecer. Logré negociar 24 horas de tregua con la promesa de que la maestra se entregaría por su propio pie. Ya pasaron 22 para que se cumpla el plazo. Planeamos escaparnos por un túnel que conecta a los respiraderos del metro. El plan es pasar el resto de nuestras vidas bebiendo mojitos baratos en Cuba y buscándole a Varela una morocha. No le escribo para presumirle. Mi deber me llama: soy tira, doctor. Si entrego a María Luisita los ascensos llegarán y en una de esas hasta acabo de jefe de sector. Pero ella es el único amor que he conocido y, sospecho, conoceré. ¿Traiciono a mi corporación o a mi corazón? Policía ministerial

poco, la verdad, y realmente no veo el dilema, “mi comandante”. Nunca creí en la existencia de dicha entidad fantástica dentro del cuerpo. Mas allá de bombear sangre, vaya. Honor según Strangelove: ley inventada para justificar la rapacidad del hombre; la excusa perfecta para justificar guerras, homicidios absurdos, pleitillos al amanecer y traiciones. Tus lloriqueos me indignan un poco, aunque no me sorprenden. Eres el clásico hombrecillo que no se permite ser feliz. Tienes a tus pies lo que todos ustedes tanto anhelan: amor y comodidad económica en una playa barata. Probablemente sientes que como mami no te amamantó entonces no mereces nada. En fin. Las opciones: 1. Decides engañarte creyendo que no eres el único idiota con sentido del deber en ese asqueroso chiquero que llaman Policía Ministerial. Entregas a la maestra, escalas en la ínfima lista de precios de tu chambita. Llegas a comandante (olvídate de puestos directivos) de a de veras. Vives el resto de tus días productivos haciendo un trabajo que a) obviamente no tienes los huevos para hacer y b) no disfrutas. Mueres en tu departamento de interés social con una pensión miserable, sin vieja, ni chino que te ladre recordando “los buenos tiempos” cuando tenderos, prostitutas y bodegueros te fingían respeto. 2. Mandas a la chingada tu pseudo-carrera. Te vas al paraíso comunista del capitalista con la aparente mujer de tus sueños (por lo menos lo será de seis meses a cinco años, depende de tu química cerebral) con la fortuna que amasó mientras tu perseguías ladronzuelos y roba coches. Encuentras consuelo en el sexo pasional (ese dura como año y medio) y después en tríos con prostitutas cubanas. En una de esas arman una nueva red en la isla caribeña. Con los huevos de tu mujer probablemente llegarán a algún lado. Abra los ojos, “mi comandante”. Suerte con eso, Dr. Strangelove

“Waaa, waaa, doctor”. El milenario dilema del falso honor. Pasan 30 años haciendo una chamba en automático y un día les nace el honor prusiano. Ya los alucino un

H. G. Sarquis (ciudad de México, 1983) es cuentista. Ha colaborado en la revista Lenguaraz. Es coautor de Estación Central.

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LA CASA DE LOS ENCUENTROS

Iniciales Por Mónica Lavín

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Una camisa amarilla claro, de buena clase. Cuando me ayudan a desvestir en la noche les pido me lean la etiqueta y me entero que las hace un sastre, un tal Leopoldo Guerra. Soy Carlos Lira Morales y tengo una camisa amarilla con mis iniciales, soy un maniático de la hechura y la identificación. Soy abogado. Los abogados hacen esa clase de cosas. Y mi mujer se fugó con mi socio, mucho más simpático que yo. El licenciado Ortuño aprovechó un asunto que había que resolver en Alemania y que me tocaba a mí para llamarla y mandarle flores, invitarla a cenar, desplegar sus encantos y pedirle que se mudara con él, para siempre. Para que yo regresara y la casa estuviera desatendida y nada de sus perfumes en el closet ni en los cajones de la cómoda, ni en el baño. Y menos las joyas ni la ropa. Por eso debe ser que mis hijos no la mencionan. Le han retirado el habla, es la culpable de que yo esté aquí atendido por enfermeras. Y sin memoria. A Hilda la acompaña un joven que me dice abuelo. ¿Cómo fue el momento en que me volví además de padre, abuelo? Me traen un espejo para que me mire en él y luego vea al nieto. Cómo nos parecemos, murmura Hilda

Ilustración: Mr. Avalancha

Sé pocas cosas, es verdad. Vienen dos personas que dicen que son mis hijos y veo su rostro apesadumbrado cuando no emito palabra alguna. Papá, soy Hilda, insiste una señora que pasa los cincuenta y que tiene el pelo color cobre. Y saca unas fotos de la cartera y me presenta a mis nietos: Rodrigo y Azucena. Y yo asiento, nada más por barrerle el pesar a esa mujer que se atribuye mi paternidad. No sé si creerle y en todo caso si lo hiciera, sería sólo eso. Buena voluntad y pasajera. Porque no tengo nada que contarle de su infancia, de su adolescencia que seguramente nos costó quebraderos de cabeza a su madre y a mí, y todavía más la de su hermano Hilario que viste traje y sólo tiene la hora de la comida para ponerse junto a mi cama y platicarme de cuando lo llevaba a jugar futbol. Qué ideas tienen algunas personas de nombrar a sus hijos Hilda e Hilario, con H los dos. Podría haberme llamado Hugo o Héctor, o su madre Helena. Muy romanos y con ganas de conservar la H. Pero si de algo puedo estar seguro es que mi nombre no comienza con H. Sé que soy muy meticuloso porque llevo puesta una camisa con un monograma, bordado en el bolsillo: CLM. Esas iniciales algo dicen de mí, no sólo reflejan mi nombre sino mi manía por tenerme bordado, por identificar mis prendas.


Entra una mujer y acomoda la ropa en mi clóset. Tiene el pelo cobrizo y la tez tostada; se acerca y me da un beso. Me molesta ese trato, yo no beso a quien no conozco. Me limpio su saliva del cachete. Ella se ríe. Ay, papá. emocionada. El joven, displicente como yo, me da un abrazo a fuerzas y le digo mucho gusto, joven, pero la señora de pelo cobrizo dice que cómo es posible, si nos veíamos cada domingo. El supuesto nieto mira el reloj, está incómodo. Le digo que se vaya, que no le haga caso a esa señora que no conozco. El muchacho me dice adiós abuelo, por complacer a la señora visiblemente descompuesta, y se va. Papá, me mira seria, dicen los doctores que te han cambiado el medicamento y que tienes una rutina de ejercicios de concentración. Yo me paso las manos por el bordado del bolsillo. La camisa es azul cielo y tiene unas iniciales: CLM. ¿Acaso es usted Hilda Logroño?, le digo a la señora que está allí. Porque yo soy Celso Logroño Méndez. ¿Papá, por favor, de dónde sacas eso? Me quedo la historia para no desilusionarla y que tenga que ir a buscar otro padre en los pasillos de este lugar. Guardo para mí que heredé los hoteles de Tlalpan que mi padre echó a andar. Que los he administrado desde que cumplí los veinte años y que he visto cosas buenas y terribles pasar en sus habitaciones. Pero que he hecho dinero y que he podido viajar a Galicia una vez al año y con toda la familia, que por supuesto no la incluye a ella ni al joven que se acaba de marchar. Me entra nostalgia de ribeiro y de chorizo. Le pido que me lleve al comedor aunque todavía no tenga hambre. Allí no puede entrar ella y yo ya quiero que se vaya.

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Hilda e Hilario han venido juntos esta mañana. Se presentan y dicen que es domingo. Y se ponen a contar cómo me quedaba la paella en el jardín de la casa de Cuernavaca, y cómo se había puesto su primera borrachera Hilario y había vomitado frente a los invitados, sobre la azalea y que su madre escandalizada lo mandó a la habitación. Pero que yo en lugar de reprender al chico y solidarizarme con mi mujer, me reí y me reí y le traje un café y la que se marchó ofendida fue la madre de los dos. ¿Cómo está?, me atrevo a preguntarles por seguirles la corriente. No quiero que la pasen mal pues me gusta que piensen que yo era ese que sabía del punto del arroz y que las butifarras había que comprarlas en el puesto segundo del mercado de San Juan, como me cuentan. Pero se quedan mudos, Hilario me da un apretón de manos. No me atrevo a preguntar más. Cuando se van respiro aliviado de poder ser César Luis Macías y no ocuparme de paellas ni de hijos y nietos sino de llevar las cuentas de la empresa. De tener mi empleo correcto y mi departamento en la colonia Cuauhtémoc, de haberme enamorado de la contadora adjunta y que me tenga mis camisas planchadas, limpias, que huela tan bien cuando duerme a mi lado y me alborote por las mañanas con su cuerpo de hembra, redondito, de pantorrillas carnosas. Me sorprende una erección que disimulo con la cobija que me envuelve las piernas. Estas pobres personas que me visitan

creen que sufro la ausencia de la mujer que tuve. No conocen los verdaderos arrebatos de César Luis. Hoy le he pedido a la señora cobriza que se vaya. Me dijo con voz de quien le habla a un pequeño que si me tomé las medicinas, que si he dormido bien, papá, voy a llamar al doctor, te veo muy alterado y yo le he dicho que no soy su papá, que me deje en paz, que no la conozco. Y muy serena, como si no le importara mi irritación, ha encendido un aparato de donde sale una melodía, y me ha mirado expectante. Tu favorita, papá. Nunca he oído esa canción y estoy cansado de tener que estar frente a una desconocida. Váyase, señora, le digo. Márchese. Lanzo al piso el aparato minúsculo y cuando ella sale a buscar a una enfermera según dice, descubro la causa de mi malestar al llevarme la mano al bolsillo y no tropezarme con el relieve del bordado. Hoy no llevo camisa de iniciales. Abro ansioso el clóset donde cuelga mi ropa y descubro que no están allí como siempre. Me tumbo en la cama. Me quedo mirando el techo. Seguramente me duermo. Hoy vino un hombre, dice que se llama Hilario. Lo acompaña una mujer gorda y con rizos en el pelo. Es su esposa, dice. Mi nuera. Me toco el bolsillo. No respondo. Me dice que una tal Hilda se fue de vacaciones y no vendrá en unos días. No me importa lo que dice. No lo conozco. Entra una mujer y acomoda la ropa en mi clóset. Tiene el pelo cobrizo y la tez tostada; se acerca y me da un beso. Me molesta ese trato, yo no beso a quien no conozco. Me limpio su saliva del cachete. Ella se ríe. Ay, papá. La miro severo. Me cuentan que estás muy desganado, ha de ser porque no te he

venido a ver. Pero ya volví de Cancún. Ya no voy a faltar, papá. Te lo prometo y te voy a traer los álbumes de fotos. Me cansa esa voz, me cansa terriblemente. La mujer se pone de pie para cerrar la puerta del clóset. No, le digo. Acabo de ver el bolsillo de una camisa amarilla. Alcanzo a ver tres letras bordadas: CLM. Me alegro. Ella también. Menos mal, exclamo. Soy Cecilia Landú Martínez. ¿Qué dices, papá? Le pido la camisa. Me la acerca extrañada. Paso mis dedos por aquellos signos. Cantaba tan bien, pero enamorarse hace que uno pierda la cabeza… y la voz. Él criaba caballos, cuartos de milla era lo suyo. Quería que lo acompañara. Yo era su amuleto. Cuando lo acompañaba al hipódromo, a su cuadrilla le iba bien. Me compraba regalos y cuánta caricia por las noches. Faltaba a mis rutinas, a mis ensayos. Las potrancas nuevas llevaban nombres de personajes de ópera: Mimi, Ifigenia, Tosca, porque él me pedía que las bautizara. Mientras él ganaba, yo perdía la voz. Ya no puedo cantar, le digo a la señora con lágrimas en los ojos. Se acabó Cecilia. La mujer me mira alarmada y sale de prisa. Yo intento gorjeos, notas que rescaten a la soprano que fui. Es inútil. Resignada y triste, acaricio mis iniciales y escondo la camisa debajo de la almohada.

Mónica Lavín (ciudad de México, 1955) es escritora. Ha publicado, entre otros libros, La isla blanca, Cambio de vías, Ruby Tuesday no ha muerto, Uno no sabe, La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert, Café cortado, La más faulera, Despertar los apetitos, Hotel Limbo, Yo, la peor, Leo, luego escribo. Ideas para disfrutar la lectura, Apuntes y errancias, Retazos y La línea de la carretera.

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LA VALQUIRIA

Entrevista A

A

Eduardo Casar

ntes hacía un tipo de exploración: me salía de casa a las seis de la mañana, me subía al primer camión que pasara, escogía un personaje al azar y me bajaba donde él se bajara, y luego comenzaba a caminar para ver si me perdía en la ciudad. Llegué a lugares muy locos. Perderse en esta ciudad es como viajar con garantías; con que tengas claro dónde es-

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tá el sur y el norte, estás a salvo. Soy un hombre de ciudad. Por completo. He oído cosas del campo e historias pastoriles, pero yo soy de ciudad. Hay una frase que me encanta: “el campo es el lugar donde los pollos se pasean crudos”. Me gusta la ciudad por su movimiento, por su capacidad

Fotografías: Mariana Sevilla

Por Eunice Mier y de la Barrera


El Eduardo de cerca es distinto al Eduardo de lejos, al que se viste de “dichosas palabras” o locuciones radiofónicas, al maestro y poeta, el que habla con las manos e intenta zafarse del micrófono cada segundo.

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de anonimato… me dice Eduardo Casar en la sala de su departamento de la colonia Condesa. Y es que con la vista que tiene, cómo no va a amar al Distrito Federal. A él lo conocí hace doce años en el aula de la alfombra roja de la Escuela de Escritores. Recuerdo sus manos sobre la pizarra dibujando garigoles, su garganta carraspera recitando a Oliverio Girondo y su aroma a poesía que hacía que todas, absolutamente todas las chicas estuviéramos enamoradas de él, de nuestro Eduardo Casar. En su voz queríamos quedarnos dormidas; queríamos ser las vasallas de sus juegos poético-creativoliterarios y morir discípulas de este poeta barbado que enseñaba el don del lenguaje. Hoy después de tanto tiempo sigue siendo un hombre de pensamiento veloz —las palabras tienen que apresurarse antes de que hable, lo persiguen—, sigue siendo el ligero ceceo dentro de un aula, porque como él dice, un aula es un espacio de afectividad porque en éste se establecen relaciones afectivas, no puramente intelectuales, o no en mi caso, porque cuando la relación maestro-alumno es meramente intelectual lo que se hace es formalizar la relación. Y ser maestro es la gran oportunidad que tienes de descubrir cosas, no es decir lo que sabes, es descubrir todo al decirlo: Dar clases es un proceso de investigación al estar hablando, es la cuestión apasionada del conocimiento, es una actividad afectiva, emotiva, sensible; es toda una pasión. Y estar en contacto con los jóvenes me hace sentir vivo. Muy vivo. El Eduardo de cerca es distinto al Eduardo de lejos, al que se viste de “dichosas palabras” o locuciones radiofónicas, al maestro y poeta, el que habla con las manos e intenta zafarse del micrófono cada segundo. Es un ser indomable en la tierra de las palabras, es un salvaje que las revuelca, las revuelve, las estira y las hace suyas, es un desterrado de los acápites narrativos y por ello ha de ser que lame sus propios versos para convertirlos en poesía. El lenguaje casariano exige mojarse la mirada para poder leerlo; marea, susurra, excita, provoca, humedece los recovecos, la piel, el alma: habla sin cesar del océano, así es, el mar me impresiona por sus connotaciones, está lleno de significados; no me gusta para meterme, me gusta para su contemplación, para sentir esa densidad tan basta, para pensar que abajo hay más;

el mar es una entidad muy rara porque no se le nota todo lo que posee, tiene una orografía impresionante: preciosas sierras madres y cordilleras, saber que están pero que uno no las ve: me gusta que se mueva siempre. Su capacidad repetitiva. Hay una serie de asociaciones que hago con el mar, como la sensualidad: gran parte del movimiento amatorio es un movimiento natatorio en cierto sentido, porque uno no está solo cuando nada o cuando ama, está obedeciendo corrientes, sumergiéndose, perdiendo la respiración, pidiendo auxilio, termina mojado. El agua es un elemento extrañísimo, no hay cosa más rara que agarrar un poco de agua y meter un dedo y que salga húmedo. Es materia viva, es una relación amable. Eso de que se le haya salado a Dios se me hace una puntada impresionante. Pero así es Dios, ¡tiene cada puntada! Me cuenta también que de pequeño leyó La amada inmóvil, no sabía bien cómo había llegado este libro a su casa, pero que su mamá le recitaba y él comenzó a hacerlo con “México creo en ti” de Ricardo López Méndez, esto resultó todo un descubrimiento, que a un niño tan chiquito le cupiera tanto poema… Quizá por eso ahora la poesía se le sale incluso por las fosas nasales, quizá por eso su sonrisa mocita, tintineante, y su alma de niño. Con la literatura empecé cuando un tío me regaló Los tres mosqueteros y Sherlock Holmes, que no era el de Arthur Conan Doyle, sino una antigua colección de muñequitos —cómics—. Sherlock Holmes hizo que me pusiera a observar profundamente las cosas aunque en

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realidad no observara nada. Pero lo importante era eso, la actitud profunda. Y vaya que se le quedó. Para Casar, el libro fundamental es Rayuela, aunque sé que no puede operar de manera mágica con todos los lectores como conmigo, Rayuela también tiene sus envejecimientos; Historia de cronopios y de famas se me hizo una maravilla. Una novela que me da sensación de mundo completo es La montaña mágica. Creo que una experiencia de lectura impresionante es leer a Miguel Hernández, a Pablo Neruda; son poetas de orden emotivo y que tienen distintas épocas; Los versos del capitán me resultaron fuertes, fascinantes. Si se le presentaran dos mujeres encarnando una a la poesía y otra a la narrativa, la poesía sería deslumbrante, brillante. La narrativa duraría más. No soy muy buen seguidor de historias. Hay una raza de escritores que son escritores con capacidades diferentes, les llaman narradores, a ellos les encanta eso de contar historias; no soy bueno en eso. Soy malo para las tramas y argumentos; me gusta el lenguaje. Respeta cada uno de los géneros literarios, pero lo que más respeta en esta vida es, sin duda, la vida secreta de los demás, incluso la mía. Todos tenemos vida pública, privada y secreta. No me gusta meterme en las vidas ajenas, es más, ni en la mía propia. Hay una frase que dice “no te metas en lo que sí te importa”, porque si uno empieza a meterse en lo que sí le importa, a veces encuentra cada cosa… te encuentras con unas barbaridades… Yo de pronto me encontré con sus paredes: un cuadro de la Coyoxautli (le gusta la representación mitológica de un cuerpo desmembrado), arte religioso peruano, follajes verdes y varios retratos colgados: de Julio Cortázar, de Gerardo Rod y de una mujer leyendo, su esposa, porque lo mejor que te puede suceder como amante es ser correspondido; la cuestión amatoria no es de una determinada manera, es una cuestión dialógica. Tengo la teoría de que no hay buenos amantes o malos, ésta es una frase que le gusta mucho a Hollywood, en realidad uno es un gran amante con quien eso sucede, creo que amar es una cuestión de puentes, puentes que se encuentran a la mitad del camino y entonces el gran deslumbramiento es encontrar esas correspondencias que no tienen que ver con récords, con tiempos o circunstancias, sino con momentos muy específicos entre dos individuos.

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Los amigos como la pareja son términos que lleva pegados a la tinta, tanto que si tuviera la libertad y capacidad de erigir un edificio o crear una escultura en esta bendita ciudad, haría un monumento “al lector desconocido”. En Madrid hay una estatua de un cuate leyendo y todos se acercan a ver qué lee y no se ve qué lee. Es lindo. Aunque pensándolo bien, le haría una estatua a Gerardo Rod, un amigo que fue mi alumno en Sogem y que falleció el año pasado. Si a Eduardo Casar le cayera un rayo dejaría pendiente sólo una serie de cosas como conocer lugares, ver cómo viven y se desarrollan personas a las que quiero, pero creo que con lo que he hecho, ya hay bastante cumplido. Ya he hecho suficiente como para retirarme por una muerte prematura. Y me contesta la pregunta “de la casa”, como él la llama, la mejor manera que escogería para suicidarme sería echando el trago, escuchando música y unas pastillas. Pero con la vida que posee Casar uno sabe que lo leerán por centenarios, que su lenguaje ya ha sido grabado en las bibliotecas perpetuas y que su paso por esta vida ha dejado mares privados, cientos de gotas en el tintero, su voz, una que otra epístola e incontables versos.

Eunice Mier y de la Barrera (ciudad de México, 1976) es fundadora del taller La Narración de los Sentidos y egresada de la SOGEM y de la Escuela Superior de Artes TAI. Ha publicado en las antologías Siete de Setenta y Conciencia Latinoamericana. Es colaboradora del periódico Excelsior on line.


DUTY FREE

Por la boca muere el pez

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S

Ilustración: Carlos Gamboa para Viumasters

Por Jaime Panqueva

ucedió el cinco de junio de 2006. Al encender la televisión para ver el noticiero nocturno las imágenes me cayeron, literalmente, como un chorro de agua fría: el Lago Mayor del segundo sector de Chapultepec se había escurrido a través de una grieta del subsuelo. Las cámaras mostraban cómo sobre el cieno infecto y contaminado coleteaban varios especímenes de carpas sobrealimentadas con aire antediluviano de celacanto. Por las orillas se veía corretear a los funcionarios del parque en su intento por meter la mayor cantidad posible en unos barriles metálicos. Se están realizando todos los esfuerzos para que la población de peces sea trasladada a otro ambiente mientras se repara la fuga, comentó la reportera. Mi escalofrío se convirtió en una tenue melancolía.


Llevaba pocos años en la ciudad pero le había tomado un cariño especial a esa enorme mancha verde, conocida por mí gracias a las películas de Cantinflas que había visto en Colombia.

Llevaba pocos años en la ciudad pero le había tomado un cariño especial a esa enorme mancha verde, conocida por mí gracias a las películas de Cantinflas que había visto en Colombia. Pocos días antes había recorrido los alrededores del lago con mi hija de tres años y medio. Una grulla monumental, con seguridad escapada del zoológico del primer sector, se posó en medio de aquel espejo de agua verdosa. Por los movimientos elegantes de su cuello alargado y la manera de flexionar de sus alas nos dimos cuenta de que intentaba pescar su almuerzo. Yo estaba fascinado, la elegancia y colorido del ave evocaban los grabados de Hokusai. Verla trasplantada en la México-Tenochtitlan comprobó mis sospechas de que esta ciudad era capaz de abarcarlo todo. Creí que hasta Moctezuma Xocoyotzin estaría satisfecho si pudiera ver estos estanques sobrepoblados con seres exóticos, pues él mismo trató de hacer de Chapultepec un jardín que diera cuenta de la grandeza de su imperio. Lucía no estaba para ese tipo de reflexiones, lo hizo evidente con un par de tirones a mi pantalón. Ella (y yo también, lo reconozco) sabía que la visita tenía como objetivo alimentar a los seres monstruosos que pululaban bajo la superficie del agua. Desde la primera vez que visitamos el lago quedamos prendados por un suceso: cientos de peces se arremolinaban junto a la orilla para recibir sus galletas de animalitos. Con esa dádiva, replicada por los millares de visitantes diarios del parque, la población de peces se mantenía en crecimiento constante, desafiando las progresiones exponenciales calculadas por Malthus.

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La voracidad era complementada por el arrojo. Había tal competencia por las generosas donaciones de rinocerontes, leones y camellos de masa horneada, que los peces eran capaces de asomar la cabeza con un abrir y cerrar de boca que envidiarían los personajes secundarios de Bob Esponja. El chapoteo atraía a los curiosos, los peces se retorcían y engullían las galletas en segundos. Pero no era lo único que recibían. Un día vi a una señora contrabandear sushi del buffet del Meridiem para cebar a esos aprendices de escualo. Cheetos, chicharrones de harina, palomitas de maíz, todo desaparecía rápidamente de la superficie e iba a parar a la panza de los ictiosaurios, como me gustaba llamarles. Era un espectáculo barroco de lo más exquisito. Y por un módico precio: el kilo de galletas costaba diez pesos. Mi juego favorito con Lucía se llamaba pato o pez. Como era de esperarse la alta disponibilidad de la comida no atraía sólo a los peces, algunos patos osaban acercarse nadando a la orilla para recibir un bocado. Pero los peces eran implacables y les atacaban cuando les veían demasiado cerca. El juego consistía en arrojar la galleta a un punto equidistante entre los patos y los peces

para adivinar quién la atraparía. Casi siempre ganaban los peces, eran demasiado temerarios. Tras un rato de recibir agresiones subacuáticas, los pobres palmípedos se alejaban con el rabo entre las patas o salían del agua para poder comer con mayor seguridad sobre la banqueta. Siempre me pregunté qué pasaría si alguien caía accidentalmente cerca de los peces, ¿una escena similar a la de la setenterísima Piraña? Aún no lo sé, y como para aquel entonces Lucía era mi única hija, carecí de valor moral para experimentar con ella. Se me ocurrió aventar a otro escuincle, pero desistí al ver que le daría un mal ejemplo. Apagué la tele y esperé al día siguiente para darle la noticia a mi peque. ¿Se murieron los ictiosaurios, papá? No, cómo crees. Se los llevaron a otro lugar en lo que reparan el boquete y al rato los vuelven a poner, le dije. Es el tipo de mentiras que uno se acostumbra a decir como padre. Habíamos perdido algo entrañable. Así que, meses después, cuando con bombos y platillos se anunció la reparación y llenado del lago, aprovechamos el fin de semana para visitarlo. Ínfimos alevinos serpenteaban en el agua casi cristalina. Me cambiaron el pinche lago, pensé, no hay ni rastro de nuestras mascotas. Por casualidad encontré a uno de los cuidadores del parque, no dudé un instante en preguntarle. Me dijo que los barriles habían sido llevados a Chalco. Al poco tiempo los peces sobrevivientes habían muerto porque el agua era demasiado limpia para ellos. ¿Demasiado limpia?, volví a cuestionar como si no le hubiera oído. Sí, señor, demasiado limpia. Se murieron todos los ict… ¿cómo fue que me dijo?

Leyenda urbana o no, el epílogo de la ruptura y recomposición del estanque me puso a pensar. Además de comprobar la sabiduría centenaria del Hagakure, donde se asegura que “el pez no vive en el agua clara”, había una enseñanza personal que debía dilucidar. Pensé en el légamo fértil, contaminado, sobrepoblado y competitivo que habitamos, ése que engendra monstruos, nutre a seres más normales, como los patos, o tan maravillosos como la grulla. Soñé con historias que brotaban de ese barro primigenio como lo hacía otrora el agua de los manantiales del cerro de Chapultepec. No llegué a nada en claro, soy algo torpe para los análisis. Ver algunos chiquillos aventando galletas al agua a la espera de que los charalitos las devoraran, puso punto final a mis cavilaciones. Saqué unas monedas de mi bolsillo y tomé de la mano a Lucía. Fuimos a comprar más alimento para peces.

Jaime Panqueva (Bogotá, 1973) cursó la maestría de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Salamanca. Es autor de Tribulaciones de chinos en Indias (premio Juan Rulfo de Primera Novela Conaculta / INBA).

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CAR AS VEMOS... ESCRITORES NO SABEMOS

Vamos a la playa

8:00 P.M.

Por Mariana H

D

espués de muchos años de preguntarme cuántas horas habré desperdiciado en el tráfico, mi pregunta cambió a ¿cuántas horas he desperdiciado quejándome del tráfico? No lo sé, pero no puedo evitarlo, creo que tengo una relación codependiente con él: saca lo peor de mí, me destruye, me hace llorar, pero todos los días lidio con él y no pienso cambiarme de ciudad. Hay días en que lloro de tráfico. Pensé que era la única que lo hacía, pero ahora sé que hay mucha gente que lo hace y se inventa algún pretexto para justificar sus lágrimas cuando, en realidad, no está llorando porque está triste ni porque se siente mal; llora de tráfico, pero es poco digno aceptarlo. Y hay otros días en los que caigo en manos de la locura, esa locura que sufrimos quienes vivimos en el DF y que nos posee cada vez que estamos tras el volante: odiamos a todos y todos son nuestros enemigos. En un día normal salgo del trabajo a las 8:00 p.m., estoy de buenas, con entusiasmo de llegar a la casa a cenar, pongo mi estación favorita y parto. En menos de cinco minutos he tenido ya el primer disgusto, el primer claxonazo, la primera onda de calor. Me controlo, me digo que así es, que no hay de otra, que no tiene caso pelear, que de todos modos —y como cada noche— voy a estar una hora en el tráfico.

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Empiezo analizando el tráfico de esa noche. Trato de ser optimista, echo un vistazo al reloj; me he convertido en un hombre gris como aquellos que describía Michael Ende en Momo, me enojo por cada minuto perdido, peleo por ahorrar dos o tres, sumo, resto, calculo tiempos en diferentes días, en diferentes rutas, compruebo teorías, desecho hipótesis. Pronto comienzan a aparecer los signos de la desesperación, alargo el cuello intentando ver la longitud de la fila de autos que hay entre el mío y el semáforo: soy una jirafa atrapada en un coche que lo único que alcanza a ver es un ciempiés con miles de pares de ojos iluminados en rojo. Me doy cuenta de que es un mal día, la ruta habitual no va a funcionar, esta “vía rápida” se ha convertido en un tianguis itinerante en el que podría comprar gorditas de nata “delisiosas” o cigarros o una tarjeta de teléfono o pistaches o alegrías, me ofrecen incluso —qué detallazo— unas rosas rojas, “a 25 las flores, las flores”. Estoy empezando a sudar. Lo que más me hace sufrir es tener que tomar la decisión de optar por otra ruta y asumir las consecuencias si ésta resulta peor. Pero tomo el riesgo. Giro a la derecha, tomo un atajo, acelero, ya quiero conocer mi destino vial, me late el corazón. Obviamen-

Fotografía: Luis Alonso Anaya Labastida | Asistente: Manuel Valdivia

o la inútil batalla de las

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Qué pensaría mi novio si me escuchara en alguno de esos arranques en el tráfico en los que me convierto en una persona sexista, racista, misántropa, intolerante y violenta. te, tomé la decisión equivocada, nadie avanza. Me digo en voz alta lo idiota que soy, me culpo, me castigo, soy implacable conmigo misma. Veo el reloj. De inmediato me cuestiono, me pongo zen, me perdono y me angustio pensando que tal vez debería hablar de esto con el psicoanalista, preguntarle si acaso soy demasiado dura conmigo misma. ¿Cómo interpreta usted la ira tras el volante, doctor? ¿Será que en el fondo no tolero que alguien frene mi camino en la vida? ¿Por qué me insulto? ¿Tendré un problema de autoestima? Pero todo eso desaparece de golpe cuando mi crisis existencial es abruptamente interrumpida cuando veo que, claro, hay un camión estorbando, que hay cuatro coches que se pasaron el alto y por eso nadie puede avanzar, que ya ni en verde ni en rojo hay movimiento en este cruce y, además, el GDF bloqueó una calle. Al carajo el psicoanálisis: esta ciudad es una mierda. Le miento la madre a Marcelo (como lo hice antes con Rosario o Andrés Manuel), me pongo solemne y analítica —“¡por eso este país no avanza!”—, estoy tentada a llorar pero me contengo. Me pregunto qué pensaría mi novio si me escuchara en alguno de esos arranques en el tráfico en los que me convierto en una persona sexista, racista, misántropa, intolerante y violenta. Digo cosas espantosas, incluso para una persona mal hablada, engarzo una enorme serie de malas palabras con una agilidad asombrosa, descubro habilidades semánticas que no sabía que existían en mi, me impresiono. Pero pronto vine la cruda moral (o verbal) y tengo pensamientos apocalípticos: “Me estoy volviendo loca, tengo que cambiar de trabajo,

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Mariana H entre líneas:

la ciudad me está destruyendo, no puedo vivir así, soy una histérica”. Y la irremediable conclusión, el terror de todas las mujeres: “Me estoy volviendo igual a mi mamá”. Empiezan a invadirme pensamientos irracionales: que nunca voy a llegar, que voy a quedarme allí toda la vida, en un semáforo. Que me va a pasar algo… que allí moriré. Pero no muero. De pronto, ocurre el “efecto Drano”: los coches empiezan a fluir por razones inexplicables. Me emociono, me regresa la calma, estoy a punto de lograrlo cuando un microbús se me cierra con premeditación, alevosía, ventaja y ojetéz, y además me toca el claxon que, por cierto, tiene de tono ese bonito clásico tan ad-hoc en este momento: “Vamos a la playa, o, o, ooo”. ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué la violencia? ¿Por qué a mi? En ese momento sé que debo ceder, sé que es peligroso pelearse en la calle, sé que nada gano ahorrando dos minutos; pero sé también que hay un espacio muy estrecho entre él y el otro coche, sé que si le piso lo puedo rebasar, sé que es arriesgado, sé que no vale la pena, sé que puedo chocar, y sé perfectamente bien que lo voy a intentar, que el arranque de enojo y adrenalina es incontenible. Entonces, acelero y escucho “Vamos a la playa” ad infínitum a unos cuantos centímetros de mi y él acelera también. Calculo torpemente mi movimiento, peleamos por ocupar un carril inexistente, yo consigo los 5 cm. necesarios y, con el sabor del triunfo ya en la punta de los labios, logro rebasarlo y se queda atorado. De manera casi incontrolable se yergue el dedo de en medio de mi mano izquierda y, para cerrar con broche de oro mi fútil y efímero triunfo, mi brazo se alza a manera de bandera de victoria y sale por la ventana mientras, con el corazón batiendo, salgo airosa del atolladero y logro cruzar el semáforo. Perdí una

Siempre he pensado que la ciudad me hace mal: no soporto hacer colas. Pero si estuviera en provincia, en un lugar más tranquilo, creo que me pondría muy nerviosa. Soy vieja: tengo 35 años, nunca me he casado y no tengo hijos. En el DF todo eso es bien visto, pero en provincia no. Eso me hace ser más chilanga. Alguna vez le dije a Francisco Hinojosa que leer un cuento suyo era como meter la mano al sombrero de un mago. No sabes si el conejo viene feliz, rosita, esponjoso, o si viene mutilado y lleno de sangre. Las primeras camadas del rock mexicano tenían más discurso porque sí tuvieron que hacer talacha. Las bandas nuevas graban sus discos en casa de algún cuate y luego se hacen famosos en myspace. Como dice Eduardo Casar, mi maestro: tengo que ponerme a dieta de blog porque las ideas y las cosas viscerales las voy dejando allí, en lugar de llevarlas a un libro. Mi blog es una apología del ridículo. Me gusta hacer conexiones con los pequeños absurdos de todos los días y reírme de mí. Si tuviera que suicidarme lo haría en un coche tirándome al precipicio; como Thelma & Louise... pero sin Thelma.

oportunidad más de ser una mejor persona, de crecer, de ser civilizada, pero me siento feliz. A huevo, gané. Me estaciono en casa, apago el coche, sé que si quiero mantener mi relación no puedo llegar todas las noches diciendo “pinche tráfico”, en lugar de “buenas noches”. Así que respiro, sonrío sólo para ensayar, empiezo a bajar las escaleras y siento cómo en cada escalón, esa horrible criatura de ojos desorbitados, incontinencia verbal y malicia extrema, se empieza a transformar en persona otra vez: soy como un carbón entrando al agua, dejo atrás mi estela de humo. Abro la puerta y digo “¡hola, mi amor!”, con un gesto que no sé qué tanta credibilidad tenga. Y todo se desarrolla con naturalidad. Pero hay alguien que me mira con sospecha, que no se compra mi buen humor, él sabe quién

soy en realidad, lo huele en mi piel. Lo sé porque hace meses que, cuando llego en las noches, no mueve la cola y se niega a comer de mi mano. Tal vez tenga que cambiar de trabajo o de mascota, pero nunca de ciudad.

Mariana H (ciudad de México) ha trabajado, por más de diez años, en la radio y la televisión en diversas estaciones y programas, siempre dentro del rubro de la música y la literatura. Actualmente trabaja en Imagen y Cadena 3. Ha sido colaboradora en revistas como Warp y Este País.

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TEATRO

INCENDIOS Por Marta Aura

E

ste número está dedicado a la ciudad; busqué una obra que hablara de ella, y me encontré un pequeño foro con una gran obra. Como su nombre lo dice es una pieza que incendia nuestro ser con la belleza que irradia el escenario. Empezando por el texto. El TEATRO, así, con mayúsculas, como lo he dicho siempre, nos obliga a escapar de la cotidianidad. A despertar del letargo de nuestra vida adormecida. ¿Para qué nacimos? ¿A qué venimos a este mundo? ¿Quién nos maneja, y para qué? ¿Nuestras vidas están escritas, o manejadas por alguien más que no somos nosotros? Si no es así, entonces, ¿qué? ¿Qué es lo más importante de vivir? Puras preguntas sin respuesta. Así me pasa cuando asisto a una obra como esta. Los griegos tenían sus oráculos y con ellos se guiaban para trazar sus vidas, ¿pero nosotros qué tenemos? Nada. Un mundo en constante cambio, con una tecnología que nos rebasa. Guerras que no entendemos. Eterna lucha de poderes. A estas y otras muchas reflexiones nos lleva el arte y en particular el TEATRO, que es la disciplina que escogí en la vida para comprender este mundo. La obra de la que quiero hablar hoy es como un Edipo moderno, sólo que aquí la heroína es una mujer. Humillada, violada, ultrajada e inseminada por el enemigo. Es una tragedia como lo fueron en su momento las tragedias griegas. Una historia que nos confronta con el momento que estamos viviendo. No habla de una época que nos es lejana y no entendemos. Es actual... sin embargo seguimos sin entender. Cómo justificar tantas guerras que surgen constantemente y que no sabemos de parte de quién debemos estar, o más bien en qué lado nos toca pelear. ¿Y quién o quienes son los

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Incendios de Wajdi Mouawad Director: Hugo Arrevillaga Serrano. Traductor: Humberto Pérez Mortera. Reparto: Karina Gidi,

Concepción Márquez, Pedro Mira, Rebeca Trejo, Mauricio Garmona y Alejandra Chacón. Foro: Teatro Benito Juárez.

que ganan? Me hace pensar en su inutilidad y la infinidad de traumas que a nivel particular nos dejan. Como en Edipo, nuestra protagonista huye de su casa. No para fugarse de un oráculo, sino buscando a su hijo y encontrándose con un destino terrible. Todo es tan doloroso que nos hace reflexionar en nuestro propio dolor, en el sufrimiento de la humanidad, en el horror de las guerras. ¿Cómo vencer el odio que se tiene incrustado en las entrañas? Es un odio ancestral. Si queremos salvarnos tenemos que romper con esa cadena y la única manera de lograrlo es aprender “A LEER, A ESCRIBIR, Y A PENSAR”. Esa es la llave para entender el sentido de la vida. Esto nos lo dice el autor. Y con eso me quedo. Se necesita tan poco y el resultado es tanto. Sólo un espacio vacío, como decía Peter Brook. Un buen texto, un buen actor y un espectador para crear la magia. La madera de los módulos que están en el escenario nos remite al incendio que está latente en la obra. Nos incendiamos ante el dolor, ante el amor, ante la soledad, ante la fragilidad humana. Este autor es un transformador de la escena. Un poeta. Bravo por la Secretaría de Cultura, que ha apoyado a este grupo. Espero que la temporada continúe por un buen rato: es una obra que tendría que ver todo el público. Vayan al teatro, no se arrepentirán. En una de esas les cambia la vida. Estoy segura de que volverán. Yo no soy escritora, simplemente soy una actriz con una pasión: el TEATRO. Marta Aura (ciudad de México) es actriz. Con más de cuarenta años de experiencia en las artes escénicas, incursiona en la crítica para Los Suicidas.


La vida como un comentario de otra cosa

La ciudad como improvisación

de una ciudad Por Romeo Tello A. El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte. Roberto Bolaño

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os gusta decir que tenemos una “relación de amor/odio” con nuestra ciudad y eso es una mentira bastante profunda. O mejor dicho: un constructo teóricosentimental bastante profundo, que ni siquiera comparten todos los defeños. No, los que decimos y creemos eso somos proporcionalmente muy pocos. Somos los que podemos salir de la ciudad y contemplarla desde afuera o desde arriba y extrañarla desde alguna idílica distancia provinciana o trasatlántica. Somos los que pensamos a la ciudad en términos de escenario y contexto. Somos los que leemos y escribimos la ciudad tanto como la habitamos. La “relación amor/odio” con el DF es una invención romántica y burguesa, igual que el alma, el paisaje y el color local.

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b) Otro vastísimo lugar común a propósito de la ciudad de México: describirla como “caótica” y “llena de contrastes”. Lo de la saturación de contrastes es otra figura romántico-burguesa —por no decir, directamente, hipster—. Lo de caótica, simplemente es impreciso. Por un lado, el caos puede entenderse como la desagregación absoluta, y a nuestra ciudad algo la mantiene junta, algo mantiene unidas aún a sus partículas. Quizás no podamos hablar de un equilibrio, pero sí de una obstinación. Por otra parte, el caos es el estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos y, si bien la ciudad de México es generosamente amorfa e indefinida, no se siente como el embrión o la antesala de ninguna armonía venidera; por el contrario, tiene el pastoso aire del

Ilustración: Esteban Azuela para Viumasters

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Eso es la ciudad de México: un parche sobre un parche sobre un parche sobre un lago que se secó. día siguiente, de la resaca, del reacomodo des pués del orden que se fue al traste. c) El D. F.: un lugar que ha llegado a ser ciudad a pura fuerza de concentración, de agregación, de amontonamiento. Una inflamación de asfalto, una espesura polvosa. d) Pobres chilangos, tan afectos al laberinto y tan reacios a la soledad y la transparencia del aire. e) Pobres hipsters, tan cerca del estilo y tan lejos de la verdad. f) “Improvisada” es una palabra que define mejor a la ciudad de México. “Improvisar”, según la definición académica, consiste en “hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación”. Eso sí que resuena en lo más profundo de la caverna de la identidad chilanga. Nada es más representativo del DF y de sus habitantes que esa predisposición a hacer las cosas sin la menor dosis de cálculo, previsión, preparación y propósito definido. Hacemos las cosas porque sí, por inercia o porque nos obligan, y de plano no las haríamos de no ser porque la inacción tiene un dejo de dignidad y estoicismo que no va con nuestra personalidad. La cosa es hacer

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todo a medias, ahorrándonos hasta el último céntimo de dinero y esfuerzo, como si después fuéramos a tener algo realmente importante en qué gastar ese capital. O como si nunca nos fuéramos a morir. g) Soy un snob y, por lo tanto, al hablar de la improvisación no puedo dejar de pensar en el jazz. Al jazz empecé a aficionarme de la forma más artificial (y snob) posible: porque estaba haciendo una tesis sobre Julio Cortázar y decidí que, para poder terminarla, me era imprescindible aprender a disfrutar honestamente de la música de Miles Davis y John Coltrane —que es como decir: aprender a comulgar honestamente con una quemadura central—. Al principio, no comprendía cómo alguien en su sano juicio podía encontrar alguna forma de disfrute estético en esas notas ambiguas, en esa música carente de melodías sólidas, guitarras contundentes y heroicos coros. Es más, me parecía que esos sonidos estaban, todo el tiempo, a punto de no ser música. Pero un día, a base de terquedad y replay, algo en mi cabeza (o en mi estómago o en mi sistema linfático) se ajustó al jazz y lo “entendió”. Fue una revelación orgánica e instantánea: la aceptación de ese brutal refinamiento, de esa salvaje elegancia que es el jazz. h) Todos los gustos adquiridos son así, al principio exigen una cierta dosis de masoquismo, terquedad y ahogo. Pero una vez pasada la etapa de prueba, el rito de iniciación, todo cobra sentido. Así ocurre con el café, con la cerveza, con el mate amargo, con la disonancia y con el chile. Algo hay de recuerdo en el aprendizaje de esos arduos placeres.

i) La improvisación en el jazz nada tiene que ver con “hacer las cosas sin estudio ni preparación”. Todo lo contrario: el jazzman puede acceder a la magia de la creación en vivo sólo después de un duro y paciente entrenamiento; su vuelo está sustentado en una rigurosa ciencia. La improvisación en el jazz consiste en convertir la técnica en instinto, la teoría en voracidad. Improvisar es ejercer y consumar la libertad, sí, pero como toda verdadera libertad, la del jazz tiene un sentido y, por lo tanto, un cauce. j) Master your instrument, master the music, and then forget all that shit and just play. Charlie Parker. k) La improvisación en el jazz quiere decir una cosa: invención. La cíclica invención de lo irrepetible. Cada frase de jazz, cada pieza, incluye su propio incendio de Alejandría. l) El jazz es una mezcla de contrarios, de esencias opuestas. Podemos decir que funde la complejidad y riqueza expresiva de la música barroca con el impulso y la violenta urgencia del punk (dos músicas que precisan de oyentes particularmente afines a ellas). Por ello el jazz es álgebra y sacrificio ritual; es el mal del siglo de las cavernas, es una decadente inocencia. Es la solfa del cerebro secretando bilis y el hígado haciendo sinapsis. Es la más artificial de las creaciones de la más artificial de las criaturas; es, al mismo tiempo, el más orgánico de los frutos de la carne y la tierra. Es la infancia de Apolo y Dioniso, jugando en un patio polvoso; es su adulta e inconfesada cópula. m) El jazz es sólido y concreto, real como un choque sin seguro, como un rompimiento amoroso, como una congestión nasal, como esta

mesa. También es ambiguo y abstracto. Inasible como un pez que no existe. Como el tiempo. n) Esta forma de improvisar, que implica convertir la disciplina en explosión, nada tiene que ver con nuestra ciudad. No, los defeños improvisamos como dije antes: haciendo las cosas con toda la intención de que otro, después, tenga que rehacerlas. Todo aquí es un remiendo, la compensación o la sustitución de algo que pudo hacerse bien desde el principio. o) Eso es la ciudad de México: un parche sobre un parche sobre un parche sobre un lago que se secó. p) Sólo en eso coinciden la improvisación del jazz y la improvisación chilanga, en la necesidad de recrear y rehacer constantemente. Pero, en el jazz se trata de la reelaboración de un tema ya conocido, de la invención y el descubrimiento de lo que ya existe y dejará de existir, para siempre, en cuanto se toque; en el DF, en cambio, hablamos de saneamiento, repavimentación, bacheo. q) Supongo que, en el mejor de los casos, podemos decir que la ciudad de México está viva. Y, por lo tanto, como todo ser vivo, está muriendo. Cuánto tiempo durará esta agonía que llamamos D. F. —y a la que decimos odiar y amar por igual—, no lo sabemos. Pero sin duda nosotros, cada uno de nosotros, durará menos y ésa es nuestra suerte.

Romeo Tello A. (ciudad de México, 1981) es ensayista. Es editor y coautor de Entre la redención y el delirio. Regreso a Los Miserables. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2007-2008 y 2008-2009. Actualmente lo es del programa Jóvenes Creadores del Fonca.

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carmen boullosa

Una serpiente en el territorio de la ficción

Por Carmen Boullosa

Por Carmen Boullosa

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Ilustración: Carla Qua

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levo quince meses con un guión cinematográfico en las manos, escribiendo y reescribiendo y corrigiendo, cambiando, editando y cortando, después cotejando con posibilidades reales. El texto ha sido una serpiente. El espectáculo del viperino que me ha tocado en suerte me tiene fascinada y atemorizada: nunca ha sido un objeto inerte. El bicho semeja plegarse, obedece domesticado de pronto, pero siempre se sale con la suya.

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En el guión todo es la ley de la convivencia, escuchar qué opina éste, qué el otro, y no desatender (nunca) la sabiduría inherente a la ficción, el vigor penetrante de la imaginación que atiende a la verdad con un punzo.

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Es víbora: representa la traición, el encantamiento, la venganza, el engaño, la sabiduría. También la lucha entre el bien y el mal, o la vida –como el bastón de Moisés–, o la medicina (no en balde venden píldoras de su carne para esto y lo demás, por no hablar de Esculapio), o el veneno. Nunca había aprendido más acerca del poder del territorio de la ficción: luz sobre la realidad, sensatez, espacio imperativo de juego imaginario, un juego siempre con consecuencias. Todo significa. La ficción nunca pierde de vista a sus auditores. Su objetivo primero es provocar la interpretación. Cuando escribo una novela, no hay víbora similar: hago lo que me da la gana y no voy como un merolico de pueblo en pueblo; hasta donde la letra lo permite, soy china libre –y hasta donde los personajes lo aceptan: lo cierto es que tienen su vida preconcebida, el autor topa con ellos, no puede trucarlos, pero la resistencia a moldearse es anterior–. En el guión, todo es la ley de la convivencia, escuchar qué opina éste, qué el otro, y no desatender (nunca) la sabiduría inherente a la ficción, el vigor penetrante de la imaginación que atiende a la verdad con un punzo. Juega, hiere, penetra, comprende, falta al respeto, sobaja, interpreta, desnuda. A más críticas, más comprendo lo que había en la imaginación inicial. Es, como he dicho, la ficción, el territorio imaginario, pero sobre todo la palabra literaria. Ahí la trama no lo es todo: la forma cuenta. Cuando escribo un poema me olvido por completo del parámetro víbora, el parámetro no es pertinente: el lenguaje mismo es el que está en jaque mate. Se pone a prueba. La narración necesita confiar en éste como un “transmisor” bla bla, pero la poesía… ¡ni mangos! La poesía sitia a la lengua, detona cada palabra. Después, con esa lengua hecha añicos, viene el decir, el canto, el elogio, la confesión, la derrota, lo que fuere. Armé la ficción (histórica, hasta un cierto punto) del guión de Las paredes hablan, con la misma materia prima que uso para mis novelas, la imaginación que juega con la realidad, retomando las pelotas que más rebotan en el momento.

Digo serpiente con conocimiento de causa: Guarda sus propios huevos adentro de su [cuerpo, incubándolos completos Huevos que darán hijos Representa la lucha entre el bien y el mal Bastón en serpiente, serpiente en bastón Serpiente emplumada de Netzahualcóyotl Esculapio, serpiente venerada Medicina y veneno. He aprendido, como ya dije, mucho sobre la sabiduría de la ficción, sobre el poder reflexivo de la imaginación. Empieza la filmación en diez días. Estará por verse si, como la boa que sale de la canasta, la serpiente de mi guión sabe volar, y si el flautista puede convocarla a hacerlo, o si —incapaz de adquirir el aprendizaje de la vida— la víbora traidora se queda inerte.

Carmen Boullosa (ciudad de México, 1954) es escritora. Ha publicado, entre otros títulos, El complot de los Románticos, La virgen y el violín, La novela perfecta, La otra mano de Lepanto, De un salto descabalga la reina, Treinta años, Cielos de la tierra, Quizá, Duerme, La milagrosa, Llanto, El médico de los piratas y Antes.

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libros

Indicios de un territorio nebuloso Por Álvaro García

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on Pájaros en la boca, Samanta Schweblin construye un imaginario que oscila entre la fantasía y un realismo muchas veces grotesco. En cada relato está presente una narrativa que privilegia la brevedad y la simpleza de estilo, sin dejar atrás una complejidad fundamentada tanto en la trama como en el desarrollo de los personajes. En los cuentos está contenido un abanico de emociones que no es perceptible sino hasta que se terminan de leer por completo. Los finales abiertos de cada historia consiguen que el lector formule su propia versión de lo ocurrido, pero siempre hacia un sentido trágico o perverso. Esa es la mayor virtud de las historias: la precisión con la que Schweblin (Buenos Aires, 1978) inserta cada elemento que da pie a una lectura interpretativa pero que también resulta un retrato de los aspectos siniestros del ser humano. La trama de cada cuento está envuelta siempre en un velo de misterio que coquetea con lo sobrenatural, dicho en un sentido literal. Aunque los temas tratados sean acordes a la cotidianeidad de una vida en la ciudad o en los suburbios, como un padre que recoge a su hijo de la escuela, el censo de una población o una pareja que decide no tener a su bebé durante el embarazo; Shweblin los contrasta con tintes de extravagancia que permean los protagonistas y las anécdotas. Por ejemplo, en “Cabezas contra el asfalto” el narrador cuenta la historia de cómo llegó a convertirse en un pintor muy bien remunerado a causa de su obsesión por imaginar las cabezas de la gente aplastadas contra el piso. Aquí el lector juzgará si la inocencia se transforma en crueldad o si permanece invariable, justificando las acciones del personaje. En “Pájaros en la boca”, el relato que da

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Samanta Schweblin, Pájaros en la boca, Oaxaca, Almadía, 2010, 160 pp.

título al libro, ocurre lo mismo: un padre tiene que enfrentar la difícil situación de cuidar a su hija tras el abandono de la madre. Para su desagradable sorpresa la niña ha adquirido el peculiar hábito de comer sólo pájaros vivos. En “Mi hermano Walter” la depresión funciona como un amuleto de buena surte para una familia, atrayendo la fortuna y las relaciones prósperas de quienes rodean al hermano del narrador; y aunque no se mencione tácitamente, una tía comenta que “cuanto más deprimido está Walter, más feliz se siente la gente que está alrededor”. Otro elemento que resulta notable es cómo Schweblin va edificando una tensión que en cada historia se desarrolla de diferente manera. A pesar de que ésta casi siempre culmina en un anticlímax, es lo que queda en entredicho, lo que puede ocurrir después de terminada la lectura, lo que da pie a la reflexión. De esta manera, si uno sigue cada página, a la espera de que algo bueno o malo vaya a ocurrir, se topará eventualmente con una verdad oculta en el trasfondo de la anécdota. Mediante imágenes crudas, recursos literarios como la tensión y la rapidez con la que se desenvuelven los hechos, la autora otorga una visión fugaz pero concisa de los caminos ocultos que se abren en situaciones que normalmente transcurrirían en la monotonía de lo cotidiano. En Pájaros en la boca se dejan atrás los tabúes que rodean los aspectos de la vida, para entrar de lleno en un mundo que opera bajo reglas que no se alcanzan a comprender del todo, pero que pueden transformar profundamente el entendimiento del mundo.

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Álvaro García (ciudad de México, 1986) es traductor y ensayista. Ha traducido del inglés y el francés para Periódico de Poesía de la Universidad Nacional Autónoma de Méxi-

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co, el Boletín del Festival Poesía en Voz Alta 2007, 2008 y 2009 y Dirty Verbs. Es colaborador del diario La Razón.

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