La canción de Hiawatha Henry W. Longfellow The Song of Hiawatha (1855)
Traducción en prosa de un poema narrativo escrito en 1855 por uno de los poetas norteamericanos más populares del siglo pasado, Henry Wadsworth Longfellow (18071882). “Hiawatha, el gran profeta de la Confederación Iroquesa. Fue un mohawk del clan de la Tortuga, y vivió probablemente hacia el año 1570. Se percató de que las disensiones internas y los mezquinos odios de sangre eran los mayores males que afectaban a los indios, y fundó en consecuencia la Liga Iroquesa, una liga de naciones que se proponía la paz y el bienestar para todos, substituyendo el arbitraje de la guerra por un tribunal de justicia para dirimir las disputas internas.
LOS AMIGOS DE HIAWATHA Dos buenos amigos tenía Hiawatha, escogidos entre todos, unidos a él con estrecha unión y a quienes, en la alegría como en la tristeza, él daba la mano derecha de su corazón: Chibiabos, el músico, y Kwasind, el muy fuerte. Entre ellos se extendía una derecha senda, en la que nunca crecía la hierba. Los pájaros cantores, que profieren falsedades, los cuentistas, los chismosos no encontraban oído dispuesto a escuchar, ni podían alimentar la mala voluntad entre ellos. Pues ellos sólo se aconsejaban entre sí, y hablaban con corazones francos, meditando mucho y discurriendo mucho sobre cómo podrían hacer prosperar a las tribus de los hombres. El más querido de Hiawatha era el bondadoso Chibiabos, el mejor de los músicos y el más dulce de los cantores. Hermoso y aniñado era Chibiabos, valiente como lo es el hombre, tierno como lo es la mujer, flexible como una rama de sauce, majestuoso como un ciervo astado. Cuando él cantaba, el poblado escuchaba; todos los guerreros se congregaban en torno suyo, todas las mujeres se acercaban para oírle. Ora inflamaba la pasión en sus almas, ora las inclinaba a la compasión. Con las cañas huecas confeccionaba flautas tan dulces y melodiosas, que el riachuelo, el Sebowisha, cesaba su murmullo en el bosque, los pájaros interrumpían su canto, y la ardilla, Adjidaumo, dejaba de parlotear en el roble, y el conejo, el Wabasso, se sentaba sobre sus patas traseras para mirar y escuchar. Sí, el riachuelo, el Sebowisha, deteniéndose, decía: «¡Oh Chibiabos, enseña a mis aguas a correr con música, haz que fluyan suavemente como tus palabras al cantar!» Sí, el azulejo, el Owaissa, envidioso, decía: «¡Oh Chibiabos, enséñame esas notas tan salvajes y caprichosas, enséñame esas canciones tan llenas de frenesí!» Sí, el petirrojo, el Opechee, alegre, decía: «¡Oh Chibiabos, enséñame esas notas tan dulces y suaves, enséñame esas canciones tan llenas de alegría!» Y la chotacabras, Wawonaissa, sollozando, decía: «¡Oh Chibiabos, enséñame esas notas tan melancólicas, enséñame esas canciones tan tristes!» Los muchos sonidos de la naturaleza tomaban prestada la dulzura de su canto; los corazones de los hombres se ablandaban con la emoción de su música. Pues él cantaba a la paz y la libertad, a la belleza, el amor y el anhelo; cantaba a la muerte ya la vida imperecedera en las Islas de los Bienaventurados, en el reino de Ponemah, en la tierra del Más Allá. Muy querido de Hiawatha era el tierno Chibiabos, el mejor de los músicos, el más dulce de los cantores. Por su bondad le quería, y por la magia de su canto. Querido de Hiawatha, también, era el hombre muy fuerte, Kwasind, el más fuerte de los mortales, el más poderoso entre muchos. Precisamente por su fuerza le quería, por su fuerza unida a la bondad.
Perezoso era en su juventud Kwasind, indiferente, torpe y soñador. Nunca jugaba con los otros niños, jamás cazaba ni pescaba; no era como los demás niños. Pero éstos veían que ayudaba a menudo, que mucho rogaba a su Manitú, que mucho le suplicaba a su Angel Custodio. «¡Kwasind, holgazán! -le dijo su madre- ¡Nunca me ayudas en mi trabajo! Durante el verano vagabundeas por campos y bosques; en invierno te acurrucas en el wigwam junto a los tizones. En los días más crudos del invierno yo tengo que romper el hielo para poder pescar, ¡y tú nunca me echas una mano con mis redes! Las redes están colgadas a la entrada, chorreando Y helándose. ¡Ve a escurrirlas, Yenadizze! ¡Ponlas a secar al sol!» Lentamente, Kwasind se levantó de su asiento al lado de los tizones, sin una sola palabra de enojo como respuesta, salió de la cabaña en silencio, cogió las redes, que colgaban goteando y helándose a la entrada, y las retorció como si fueran un manojito de paja, y como si fueran un hacecillo de paja las deshizo; pues no podía retorcerlas sin romperlas, tanta era su fuerza. «¡Kwasind, holgazán! -le dijo su padre- Nunca me ayudas cuando voy de caza. Arco que tocas, lo rompes; y las flechas, las partes por la mitad. Pero, aun así, ven conmigo al bosque: traerás la caza a casa.» Iban por un desfiladero, en el que un arroyuelo les indicaba el camino y en el que el rastro de ciervos y bisontes se imprimía en el barro tierno de las orillas, cuando se encontraron con que no podían seguir adelante, porque el camino estaba completamente obstruido por unos árboles arrancados que estaban atravesados e impedían cualquier avance. «Hemos de retroceder -dijo el padre-, pues no podemos superar esta barrera de troncos; ni siquiera una ardilla podría hacerlo; y ni una marmota podría pasar por en medio de ellos.» Y diciendo esto encendió su pipa y se sentó a fumar y reflexionar. Pero antes de que se hubiera terminado la pipa, vio libre el paso ante sí. Kwasind había cargado con todos los troncos y los había ido arrojando a derecha e izquierda; los pinos, como si fuesen flechas, los cedros, como lanzas. «¡Kwasind, holgazán! -dijeron los jóvenes, mientras se divertían en el prado¿Por qué te quedas ahí mirándonos sin hacer nada, apoyado en esa roca que tienes detrás? ¡Ven a jugar con los demás! ¡Arrojemos juntos el tejo!» El perezoso Kwasind no contestó, no respondió a su desafío; simplemente se levantó y, dándose la vuelta poco a poco, agarró entre sus manos la enorme roca, la arrancó de su profundo cimiento, la sostuvo en el aire un instante y la arrojó al fondo del río, al fondo del impetuoso Pauwating, donde todavía se la puede ver en verano. En una ocasión en que Kwasind navegaba con sus compañeros por este espumeante río, por los rápidos del Pauwating, vio en la corriente a un castor, vio a Ahmeek, el Rey de los Castores, que luchaba contra la impetuosa corriente y que tan pronto emergía como se hundía en el agua. Sin decir palabra y sin vacilar, Kwasind se echó al río, se sumergió en las hirvientes aguas, y fue tras el castor entre los remolinos, lo siguió entre las isletas, y estuvo tanto tiempo debajo del agua, que sus horrorizados compañeros
exclamaron: «¡Ay! ¡Adiós, Kwasind! ¡No volveremos a ver a Kwasind!» Pero éste reapareció triunfante, llevando sobre sus hombros relucientes, muerto y chorreando, al Rey de todos los Castores. Y estos dos, como os he dicho, eran los amigos de Hiawatha: Chibiabos, el músico, y Kwasind, el muy fuerte. Vivieron juntos en paz durante mucho tiempo, hablando con el corazón en la mano, meditando mucho y discurriendo mucho sobre cómo podrían hacer prosperar a las tribus de los hombres.