SUMARIO
8 Dijeron…
10 GRANDES HISTORIAS DE AMISTAD
12 Nelson Mandela y Christo Brand: dos hombres diferentes en todo, pero iguales en bondad.
18 Antoine de Saint-Exupéry y Léon Werth: «No hay amistad si el amigo no acepta al amigo tal cual él es. No hay amistad sin la aceptación de uno mismo».
26 Pablo Picasso y Eugenio Arias: «Escuche usted, buen hombre, todos los japoneses juntos no tienen yenes y dólares suficientes para comprar mi amistad con Picasso y mi respeto hacia él».
32 Matt Damon y Ben Affleck: Dos amigos que se ayudaron a cumplir sus sueños.
36 Jesse Owens y Lutz Long: «Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que sentí por Long aquella tarde».
42 Goethe y Schiller: «Pensé que me perdía a mí mismo, y lo cierto es que pierdo a un amigo y, con él, la mitad de mi existencia».
48 Franz Kafka y la niña del parque: Una amistad sorprendente entre un gran escritor y una pequeña niña.
52 Rafael Nadal y Roger Federer: Grandes rivales en la pista, grandes amigos fuera de ella.
56 Victor Hugo y Albert Lacroix: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno».
58 Alejandro Magno y Hefestión: «Él también soy yo».
64 Melchor Rodríguez y Agustín Muñoz Grandes: «Se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas».
70 Mel Gibson y Jodie Foster: Una amistad sin par entre dos personas dispares.
74 Michel de Montaigne y Etienne de la Boétie: «Si me preguntan por qué lo quería, siento que solo se puede explicar diciendo: porque era yo, porque era él».
80 Charles L. Brown y Franz Stigler: Un rasgo de humanidad que convirtió a dos enemigos en amigos.
86 Shuhei Nishida y Sueo Oe: Un símbolo del espíritu olímpico.
90 NUESTRA GRAN HISTORIA DE AMISTAD
97 Bibliografía
nelson Mandela y christo brand
Dos hombres
Que un chico blanco se haga amigo de un hombre negro cuarentaiún años mayor que él, en la Sudáfrica del apartheid, parece improbable. Si, además, el chico blanco es un guardián de prisiones que tiene prohibido conversar con los presos y el hombre negro es uno de esos presos, esa amistad riza el rizo de lo imposible. Esta es la historia de una amistad imposible.
Sudáfrica, 1979. Christo Brand era un joven blanco de diecinueve años que entró a trabajar como guardián en la cárcel de Robben Island. Su misión, le dijeron, era custodiar a algunos de los más peligrosos terroristas del país. Uno de esos presos era Nelson Mandela, que entonces tenía sesenta años, diecisiete de los cuales había pasado en prisión.
diferentes en todo, pero iguales en bondad.
Cuando Christo entró en contacto con ellos, le desconcertó su aspecto aseado, sus buenos modales, la limpieza de sus celdas y el ahínco con el que todos estudiaban diferentes carreras en su tiempo libre.
El que más le impresionó fue Mandela. Era un hombre tranquilo, digno, de aspecto imponente y en muy buena forma por el ejercicio diario que se imponía. Un hombre cortés y humilde y, a la vez, líder indiscutible de todos aquellos presos.
A los guardianes les estaba prohibido conversar con los prisioneros, pero Mandela se las arregló para mantener breves charlas con su guardián en los momentos en que estaban solos. No hablaba de política, solo le interesaba saber detalles de la vida personal de Christo. Dónde había nacido, si vivían sus padres, si tenía novia, sus aficiones… y hasta se permitía darle consejos sobre su vida privada y sus estudios. Christo descubrió que ese interés era sincero, que se interesaba por él como persona y no sólo como guardián. A través de estas breves conversaciones y de su contacto diario, Christo comenzó a sentirse atraído por aquel hombre que estaba condenado a cadena perpetua y que, sin embargo, no parecía sentir resentimiento.
Más tarde, Christo fue destinado a la oficina del
censor. Su trabajo consistía en leer y censurar las cartas que los presos recibían y enviaban. Allí conoció todos los secretos del corazón de Mandela y descubrió su humanidad.
Poco a poco, Christo fue tomando partido por la causa de Mandela y decidió hacerle, a él y a sus camaradas, la vida en prisión lo más agradable posible dadas las circunstancias, a veces, saltándose las normas. Propició encuentros prohibidos para que los presos políticos de otros módulos pudieran conocer a su líder y se convirtió en el puente de Mandela con el exterior, informándole en secreto de lo que pasaba fuera. Aunque le habían advertido que evitara a toda costa una relación personal con los prisioneros, fue capaz de mantener su amistad sin que sus compañeros se percataran.
En una ocasión, en 1981, Christo Brand puso en riesgo su puesto de trabajo para proporcionarle una alegría a su amigo. Winnie, la esposa de Mandela, fue a verlo a Robben Island y había logrado ocultar bajo una manta a su nieta Zoleka de cuatro meses. Las reglas eran muy estrictas, pero Brand se las apañó para coger en brazos a la niña y llevarla unos segundos en presencia de su abuelo, que lloró al abrazarla.
Poco era lo que Mandela podía hacer para corresponder a estos detalles. Una vez que Brand tuvo un accidente, Mandela utilizó sus conocimientos legales para redactar una demanda con la que su amigo logró ganar el caso.
También intentaba persuadir a Christo para que estudiara, aunque sin éxito. Así que se buscó una aliada. Le escribió en secreto una carta a Estelle, la esposa de Christo, y se la entregó a escondidas a otro guardián. La carta decía:
Señora: Su esposo es un hombre de mucho talento, con un corazón de oro. Siempre está de buen humor y le gusta ayudar a los demás. Pero le falta determinación, y por ello descuida sus propios intereses y su futuro, así como el de su esposa e hijos. En incontables ocasiones he intentado persuadirlo para que estudie, pero todos mis intentos han fracasado por completo. Por ello ahora solicito su ayuda. Tal vez usted consiga convencerlo para que haga lo que otros jóvenes responsables de todo el mundo ya hacen: promover sus intereses y su futuro.
Estelle no le contó nada a su marido de aquella carta, pero empezó a presionarlo para que se matri-
culara en varias asignaturas universitarias.
Así, guardián y prisionero forjaron una extraordinaria amistad hecha de pequeños gestos y actos de generosidad. Una relación que continuó cuando en 1990 Mandela salió de prisión e incluso cuando, cuatro años después, fue elegido presidente de Sudáfrica. Las tornas habían cambiado, ahora era Mandela el que se encontraba en posición de poder y no se olvidó de su amigo. Christo quiso cambiar de trabajo y Mandela lo ayudó a encontrar un puesto en el archivo del Parlamento. El hijo de Christo terminó la selectividad y Mandela quiso entrevistarse con él para hablar de su futuro y le consiguió una beca para que estudiara en el extranjero. A menudo, Christo recibía invitaciones espontáneas para ver a Mandela, a pesar de que en aquellos momentos era uno de los hombres más ocupados del planeta. Mandela nunca olvidó a su amigo y, hasta el final, lo siguió considerando parte de su familia.
Ese final llegó en diciembre de 2013 cuando, ante el ataúd que guardaba los restos de Mandela, Christo se despidió «del hombre más fuerte, del mejor ser humano que he conocido jamás».
Antoine de Saint-Exupéry y Léon Werth
De todas las dedicatorias que en los libros han hecho, probablemente la más famosa sea la que encabeza El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry:
A Léon Werth
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor puede entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo aún una tercera excusa: esta persona mayor vive en
«No hay amistad si el amigo no acepta al amigo tal cual él es. No hay amistad sin la aceptación de uno mismo.»
Francia, donde padece hambre y frío. Tiene mucha necesidad de ser consolado. Si todas estas excusas no son suficientes, quiero, entonces, dedicar este libro al niño que una vez fue esa persona mayor. Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A Léon Werth
cuando era niño
¿Quién era ese mejor amigo que Antoine de Saint-Exupéry tenía en el mundo?
Léon Werth fue un escritor francés de origen judío. Luchó en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y esta experiencia lo marcó profundamente. Se convirtió en un convencido antimilitarista. Sus obras en contra de la guerra y de la política colonial francesa provocaron un gran escándalo en su país.
Antoine de Saint-Exupéry y Léon Werth se conocieron en 1931 y pronto se convirtieron en grandes amigos, pese a que Werth tenía veintidós años más que Saint-Exupéry.
En un momento de El Principito, el aviador dice: «A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla
de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: “¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?”. Pero en cambio preguntan: “¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa?
¿Cuánto gana su padre?”. Solamente con estos detalles creen conocerlo».
Más adelante, el principito les dice a las rosas: «No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo».
Cuando Antoine de Saint-Exupéry y Léon Werth se conocieron, no les importaron las cifras, ni la diferencia de edad, ni las ideas políticas. Solo les importó lo esencial de cada uno y se convirtieron en únicos el uno para el otro.
Sin embargo, no pudieron disfrutar mucho tiempo de su amistad ya que en 1939, al comenzar la Segunda Guerra Mundial, Saint-Exupéry, que era aviador, fue movilizado por el ejército del aire como piloto de una escuadrilla de reconocimiento aéreo. Tras el armisticio forzado por la ocupación alemana de Francia, huyó de su país y se instaló en Nueva York.
Léon Werth, en cambio, se había quedado en
Francia. Su posición era delicada, dado su origen judío corría peligro de ser deportado por los nazis, por lo que se refugió en Saint-Amour, un pueblo cercano a Suiza.
Desde la lejanía, Saint-Exupéry no dejó ni un solo día de pensar en su amigo y de temer por su suerte. A eso alude en la dedicatoria de El Principito, publicado en 1943: «Tengo aún un tercer motivo: esta persona mayor vive en Francia, donde padece hambre y frío. Tiene mucha necesidad de ser consolado».
Un año después, cuando todavía permanecía en América, escribió y publicó Carta a un rehén, una larga carta dirigida a Werth. En principio iba a titularse Carta a Léon Werth, pero cambió el título para preservar la seguridad de su amigo.
Unas palabras de este libro servirán para apreciar la calidad de la preciosa amistad que los unía:
«Quien esta noche me obsesiona la memoria tiene cincuenta años. Está enfermo. Y es judío. ¿Cómo sobrevivirá al terror alemán? Para imaginarme que todavía respira tengo que creer que, refugiado en secreto por la hermosa muralla de silencio de los campesinos de su aldea, el invasor lo ha ignorado. Solamente entonces creo que todavía vive. Solamente entonces
deambular a lo lejos en el imperio de su amistad –que no tiene fronteras– me permite no sentirme emigrante, sino viajero. Pues el desierto no está allí donde uno cree».
«Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cumbre donde se puede respirar. Tengo necesidad de acodarme junto a ti, una vez más a orillas del Saona, sobre la mesa de una pequeña hostería de tablones desunidos, y de invitar allí a dos marineros en cuya compañía brindaremos en la paz de una sonrisa semejante al día. Si todavía combato, combatiré un poco por ti. Tengo necesidad de ti para creer mejor en el advenimiento de esa sonrisa. Tengo necesidad de ayudarte a vivir».
«Junto a ti no tengo ya que disculparme, no tengo que defenderme, no tengo que probar nada. Como en Tournus, hallo la paz. Más allá de mis palabras torpes, más allá de los razonamientos que me pueden engañar, tú consideras en mí simplemente al Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbres, de amores particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco. Me interrogas como se interroga al viajero».
Léon Werth también pensaba en Saint-Exupéry y
desde su refugio escribió un diario en el que lo recuerda incesantemente. Pero Saint-Exupéry nunca pudo leer estas palabras. En 1944 regresó a Europa para volar con las Fuerzas Francesas Libres y participar con los aliados en una unidad de reconocimiento fotográfico. El 31 de julio de 1944 partió en una misión de reconocimiento y su avión fue derribado por los alemanes.
Más adelante, Léon Werth reunió estos escritos junto con las cartas que ambos se enviaron en un libro con el que quiso homenajear a su amigo: Saint-Exupéry tal como yo lo conocí. Si hemos comenzado esta historia con una dedicatoria, nada mejor que terminarla con las palabras que Léon Werth dedicó a su amigo:
«No hay amistad si el amigo no acepta al amigo tal cual él es. No hay amistad sin la aceptación de uno mismo».
Te quiero agradecer…
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