El pasado año, los Certámenes de Verano de la Organización Cultural "La Hora del Cuento", si bien arrojaron un puñado de ganadores cuyas obras fueron publicadas en una antología en formato papel, dejaron fuera tanto a los trabajos mencionados como a un gran número de textos de excelente nivel literario. La tarea no fue fácil para el jurado, y mucho menos para nosotros al saber que muchos de aquellos relatos y poesías no verían la luz, por esa razón este año 2015, procurando dar un paso más en la difusión de las Letras, tal como nuestro lema lo indica, decidimos reformular la propuesta, y por esa razón al menos un trabajo de cada una de las participaciones que los escritores realizaron fueron antologados en este libro en formato digital. Querido lector, usted ahora podrá ser testigo de la difícil tarea que este año debió afrontar el jurado de los distintos géneros, pues podrá leer al menos un trabajo de cada uno de ellos en los que cada escritor participó en nuestros "II Certámenes de Verano" incluyendo los trabajos premiados y mencionados. Es nuestro deseo que puedan disfrutar de esta obra tanto como nosotros lo hemos hecho.
Autores Varios
Certámenes de Verano 2015 Organización Cultural "La Hora del Cuento" Antología Digital
ePub r1.0 Editor 8.6.15
Antología Digital II Certámenes de Verano : La Hora del Cuento, 2015 / Daniela Selene Lorenzini Sánchez ... [et.al.] ; compilado por Daniela Selene Lorenzini Sánchez. - 1a ed. - Bialet Massé : La Hora del Cuento, 2015. E-Book. ISBN 978-987-45408-9-8 1. Literatura Argentina. 2. Narrativa. 3. Poesía. I. Lorenzini Sánchez, Daniela Selene II. Lorenzini Sánchez, Daniela Selene, comp. CDD A860
Título original: Antología Certámenes de Verano 2015 - La Hora del Cuento Autor, año de 1.ª publicación en idioma original Imagen de Tapa: "Campo de Amapolas", pintura, (C) Kevin Gray (Alemania) Diseño/Retoque de cubierta: Miguel Luis Aguilera Editor digital: Editorial "La Hora del Cuento"
ALBRECHT, MARÍA CRISTINA Córdoba, Córdoba, Argentina. 2º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Corto.
INVISIBLE “Mamá, mamá”, la llamaban sin tener respuesta. La buscaron por el fondo del patio, las piezas de adelante, el galpón de los trastos, no quedó ningún rincón sin revisar. Estaban desconsoladas, Ana, la más pequeña, se largó a llorar, al instante lo hizo Clara y finalmente Luisa no se pudo contener. ─Parece que se hubiera esfumado ─comentó Clara entre sollozos. ─¿Se habrá hecho invisible como la mujer de la película? ─preguntó Ana. ─No digas tonterías ─dijo Luisa y, como si una luz de repente la iluminara, exclamó convencida ─Se tiró al pozo. Salieron las tres en estampida rumbo al aljibe que había quedado de adorno en la galería. Se asomaron y la vieron, estaba como dormida, la llamaron pero no contestó. En ese instante sintieron girar la llave en la puerta, corrieron y se abalanzaron sobre el padre, a los gritos le contaron lo sucedido. Juan desesperado llamó a sus hermanos y al servicio de emergencia, entre todos lograron izarla y la llevaron al hospital. Quedó internada en terapia.
Algún tiempo después volvió al hogar, pero ya nunca fue la misma, caminaba sin rumbo, no hablaba, parecía estar en otro mundo; era en vano que las niñas la llamaran. La abuela se hizo cargo de la casa. Serían las tres de la madrugada de un frío día de otoño cuando se sintió el fuerte ruido de una puerta violentada; saltaron de la cama, en el patio se veía una figura fantasmal que giraba y giraba, de pronto se subió al tapial por la pila de leña y abriendo sus brazos como si quisiera volar se arrojó al vacío. “Se hizo invisible”, dijo la pequeña llorando.
AIRASCA, CLAUDIA MARCELA Venado Tuerto, Santa Fe, Argentina.
Una verdad irrenunciable —La identidad es un derecho inalienable de cada individuo— Esa idea resonaba una y otra vez en su mente. Paula había nacido en un pequeño pueblo de llanura donde las mentalidades parecen tener la misma chatura del paisaje. Pueblo chico, infierno grande. Se había criado en una familia humilde, de clase media baja, con sus padres Antonio y Clara y dos hermanas mayores: Susana y Virginia. Todo parecía ser una familia normal, pero ella desde muy pequeña, tuvo una duda que no le permitía estar en paz. Preguntaba recurrentemente a su madre: —Mamá: ¿vos me querés? —A lo cual recibía siempre la misma respuesta: —Hija, ¿por qué me preguntas eso? ¿Cómo no te voy a querer? —Ella no quería otra pregunta como respuesta porque estaba llena de preguntas. Sólo esperaba un —¡Sí! Te quiero hasta el cielo. Pero no sólo dudaba del amor de su madre que salía mucho de casa dejándola al cuidado de su hermana del medio, Virginia, que estaba muerta de celos y la maltrataba cuando ningún adulto podía verlas. Cuando fue creciendo escuchó conversaciones que no debía y descubrió que su madre le había sido infiel a su padre con un tío que, casualmente, era su padrino de bautismo. Un día cuando ella tenía sólo cinco años, mientras estaba jugando en la habitación de sus padres, comenzó a escuchar una fuerte discusión entre ellos, en la
cual su padre le recriminaba a su madre haberlo engañado con ese tío y ella, a los gritos, lo negaba. Entonces frente a tal situación su padre le decía: “—Vayamos a la casa de Raúl y Esther para aclarar esta situación—” y ella dijo que no era necesario hacer semejante escándalo. Fue entonces cuando desde el rincón donde se había ocultado en cuclillas, por miedo a que le pegaran, pensó: “—Mi madre, es culpable—”. Desde entonces, comenzó a sospechar que ese tío u otro hombre pudiera ser su padre. Sufrió mucho imaginando, a lo largo de su vida las distintas posibilidades y analizando las respuestas de su madre que siempre eran confusas. Creció y quiso festejar sus quince años y, a pesar de la situación económica de sus padres, realizó un brindis muy cálido. Se destacó siempre en la escuela y decidió ser docente y sus padres, nuevamente la consintieron y ayudaron. Se recibió y se casó enamorada. Tuvo tres hijos maravillosos y luego comenzó a tener problemas con su marido. Había otra mujer. Frente a la frialdad de él, decidió divorciarse y seguir viviendo sola con sus tres hijos. Todo fue muy duro, muy difícil para ella, pero siempre salió adelante. La vida transcurría. Paula era una mujer exitosa, respetada y reconocida en su profesión. Sus hijos crecieron y los tres decidieron estudiar en la facultad. Sin embargo, a pesar de que al “liberarse” de su ex marido y sus reiteradas infidelidades, ella fue feliz, a su manera con sus hijos y alguna pareja de poco tiempo; por su mente continuaba rondando la idea que aparecía cuando discutía en la mesa con su supuesto padre Antonio: “—Este necio no puede ser mi padre—”. Esa duda eterna carcomía su alma. En reiteradas oportunidades ella había enfrentado a su madre diciéndole: “—Por favor, decíme quién es mi padre. Yo sé que Antonio no era mi padre biológico si bien fue el mejor padre que pude tener porque fue la persona que más afecto me dio en esta vida
—”. Hasta llegó a pensar que Clara no era su madre. Lo habló con su hermana Susana que trataba de persuadirla diciéndole que estaba loca hasta que un día fue a visitar a su hermana Virginia que también sospechaba no ser hija de Antonio. Paula le preguntó si ella sabía quién era su padre y Virginia le dijo que su madre no se lo había dicho; pero que ella, atando cabos y contemplando fechas y sucesos había llegado a una conclusión. Creía que el padre de Paula era un hermano de Antonio que había muerto cuando Paula nació, pero que, antes de morir había tenido relaciones con Clara y la había dejado embarazada. El tío Nacho, que así lo llamaba toda la familia, era un hombre muy diferente a su hermano Antonio. Era educado, no tomaba alcohol, no fumaba, pero murió muy joven, a los treinta y seis años, víctima de una cirrosis por una hepatitis mal curada que había contraído en el servicio militar y había pasado casi de pie, dejando una viuda muy joven y un hijo varón. Antonio, en cambio, era un hombre de muy mal carácter, que se alcoholizaba para ahogar sus penas. Desde pequeña cuando Paula concurría al cementerio en la ceremonia de saludar a los difuntos tocando sus respectivas lápidas ella había saludado al tío Nacho y más de una vez le había dejado una flor sorprendida de que nadie le dejase flores, aunque había sido tan bueno. Ella lo quería a pesar de no haberlo conocido. Paula siempre había dicho que le hubiera gustado tener un hermano varón y, en realidad, lo tenía. Era su adorado primo Enzo, hijo de Nacho. Sintió un gran alivio al descubrir a sus cincuenta años que su intuición había sido certera: ella no era hija de Antonio sino de su hermano Nacho al cual se parecía más, pero qué podía hacer con esa verdad. Su madre tenía ya ochenta años y, si bien, estaba lúcida enfrentarla con ese secreto de familia de toda la vida podía ser letal.
Por otro lado qué podía reprocharle: la había criado lo mejor que había podido; pero Paula no podía entender por qué le había mentido toda la vida. Ella quería saber algo de su padre al que no la unía ni siquiera una caricia. Sólo esa mirada limpia y clara de la foto del cementerio. Ni siquiera podía odiarlo por haberla abandonado porque él se había muerto antes que ella naciera. Pero, a pesar de todo, Paula necesitaba fervientemente que su madre la ayudara a cerrar ese capítulo de su vida y decidió llamar a su puerta porque la verdad es lo único que puede sanar el alma…
ALBALAT, NORA Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina
El contador de segundos Desde siempre, a Antonio le gustó contar. A temprana edad contaba las ovejas para dormirse. Más adelante comenzó a contar los pasos que lo llevaban a la escuela. Pronto aprendió a multiplicar y calculando alto por ancho supo el total de azulejos que había en el baño de su casa. Su destino estaba escrito. Se anotó en el Colegio Comercial, estudió contabilidad y concursó para entrar a trabajar en un Banco. Como era de esperar, sacó las más altas calificaciones y al otro día comenzó como cajero. Era tan rápido en la caja que le sobraba el tiempo y se entretenía contando las personas que iban entrando al Banco. Contaba las personas que atendía cada cajero y el tiempo que tardaba con cada una. Jugaba a ver quién atendía más personas por hora y así se ganó un ascenso a jefe de cajeros. Estaba en ese puesto cuando vio entrar a una muchacha. “Que venga a hacer un depósito, que venga a hacer un depósito…” pensaba Antonio, que quería verla más de cerca. Pero ella solo venía a pagar impuestos. Antonio deseó volver a ser un simple cajero para poder atenderla. Se le ocurrió simular que supervisaba al cajero de impuestos, miró con cara seria las boletas que traía la muchacha y mirándola a los ojos le dijo:
―Si es tan amable… ¿Podría pasar por la caja uno? Ella, un poco preocupada, hizo lo que le pedía Antonio, y él revisó un rato las boletas en busca del nombre, apellido y dirección de la chica. ―¿Su nombre es Perla Gómez? ―dijo Antonio. ―¿Pasa algo? Ese es el nombre de mi madre― respondió la chica. ―Ah! ¿Y usted vive con ella? ― se atrevió a decir Antonio. ―Si, pero… ¿Qué importancia tiene eso? ―dijo la chica, visiblemente incómoda. ―Sólo curiosidad. ―contestó Antonio desplegando su mejor sonrisa; y agregó ―A partir de hoy, cada vez que venga a hacer un trámite, diríjase a esta caja, que yo la voy a atender sin hacer cola. ―¿Me podría decir la razón? ―dijo asombrada ella. Y él inventó que, por ser la décima persona que entró al banco ese día, tendría ese privilegio. A partir de ese momento, Antonio empezó a contar los días que pasaban hasta que la veía entrar. Y en cada trámite iba sacándole más información. Ahora sabía que era soltera y que su nombre era Elsa. Un día, Antonio se animó a escribirle un poema detrás del impuesto inmobiliario. Elsa se hizo la tonta y no dijo nada, pero empezó a venir más seguido al Banco, pagando de a uno los impuestos que antes traía todos juntos; y después de diez veces de impuestos con poemas, Antonio le escribió una propuesta de matrimonio detrás de la boleta de la luz. Elsa le dijo: ― ¿Usted cree que yo me casaría con un simple cajero? Y Antonio le confesó que había rechazado un ascenso a Contador, porque si aceptaba dejaría de verla. ―Acepte. ― dijo Elsa― Y luego hablaremos de casamiento. Y así fue que Antonio ascendió a Contador y luego de dos años de noviazgo se casó con Elsa.
Antonio estaba tan feliz y ocupado que olvidó un poco su obsesión de contar todo a su paso y sólo se entretenía contando los segundos que tardaba en llenar el termo con el cuál le cebaba mate en la cama a Elsa cada mañana. El número de segundos coincidía justo con la edad de Elsa: veinticuatro. Cada mañana, vertía el contenido de la pava en el termo, en veinticuatro segundos. Hasta que fue el cumpleaños de Elsa y se vio obligado a tardar veinticinco segundos. Así, cada año, inclinaba un poco menos la pava, para que el agua fluyera un segundo más lento. Pasaron muchos años y Antonio se jubiló del banco, siempre como contador. Ahora se había convertido en contador de segundos. En ese momento tenía que contar hasta sesenta, pero no importaba, porque tenía todo el tiempo del mundo, y aunque Elsa le reclamaba cariñosamente el mate desde la cama, él contaba rogando que no se terminara el agua ni un segundo antes. Creía que esos segundos eran mágicos y si los hacía coincidir con la edad de Elsa, le aseguraría a su amada esposa una larga y dichosa vida. Si sobraba agua en la pava, no importaba, pero para él era indispensable que no faltara. El sarro que se fue acumulando en el pico ayudó bastante pero debía remover el del fondo cada tanto, para que no disminuyera la capacidad de la pava; y aunque sus hijos le regalaban pavas nuevas él seguía usando aquella que comprara para su boda. Cuando Elsa cumplió ochenta y ocho años, Antonio se vio en figurillas para tardar ese número de segundos, y a su edad la pava le pesaba más que nunca y le hacía acalambrar el brazo. Le llamó la atención que se le acalambrara el brazo izquierdo, siendo que estaba sosteniendo la pava con el derecho. Ese día anduvo muy cansado y
se acostó temprano. Ya nunca despertó. En su primer día de viuda, Elsa tiró la vieja pava porque la entristecía mucho recordar el apego que le tenía su esposo. Estrenó una pava que le había regalado su hijo mayor. La nueva pava, con su enorme pico, llenó el termo en diez segundos. Elsa vivió diez años más sin saber por qué.
ALONSO SANCHEZ, PEDRO FELIX Córdoba, Córdoba, Argentina
La dama que gira Sandra sabe que esta no es la vida que hubiera elegido, de haber podido hacerlo. Quiso desde siempre ser una gran estrella de cine. Admira a Marilyn Monroe, y trató, en vano, de parecerse. Solo el falso platinado de su cabello le da un aire parecido. El resto es una mezcla de clown con alguna caricatura salida de un viejo comic. En el parque, su figura grotesca llama la atención. Gorda, demasiado blanca, bajita, dos puntitos azules como ojos y un corazón rojo en la boca. Una ajustada calza violeta fosforescente que termina en un par de zapatillas Nike amarillas (que hacen juego con el color del pelo) y una remerita ajustada que no llega a cubrir la inmensa panza lechosa, obligan a todo el mundo a mirarla sin ningún reparo, cosa que a ella le agrada: necesita sentirse observada. Camina sin parar, de un lado a otro, sin destino fijado. Su mirada perdida en la lejanía le da un cierto aire demencial. Espera, pasan las horas, nadie la busca. De pronto aparece un auto negro, hace guiño de luces, detiene su marcha. Ella se aproxima curiosa, imagina que es la persona que espera. Desde adentro del coche una voz áspera y aguardentosa la saluda e invita a subir. Ella no lo duda, ha llegado el momento esperado. Con agilidad felina, increíble en ese cuerpo tan tosco, se sumerge en la oscuridad del vehículo. Estrellas titilantes iluminan la Avenida del Dante, del auto negro
desciende una dama, cara redonda y complaciente, se despide con un gesto. Camina por la vereda en penumbra, la calza violeta fosforescente la destaca. Empieza una nueva espera.
Crónicas del cortadero Salvador vive como puede. Y no siempre puede. A veces le cuesta vivir, otras veces le duele, siempre lo sufre. Pero no pierde la sonrisa. Será porque le gusta reír o será porque no tiene dientes y su boca semeja una mueca de alegría permanente. Todo es difícil en ese lugar que él no eligió y ni siquiera fue preguntado. Cuando tuvo noción de las cosas ya vivían ahí. Siempre igual, siempre aguantando el calor y el frío, la lluvia y el viento, las inundaciones y la falta de agua. Sabe trabajar, eso sí. Lo aprendió de chiquito. Su maestro fue su tío y padrino. Porque dentro de tanta escasez no tuvo ni padre. Madre si tiene y ¡que madraza! Cuando se levanta a las cinco, ella ya está esperándolo con el humeante mate cocido en el tazón de aluminio y el pan casero cortado en rebanadas. Por ser el mayor de cuatro hermanos, Salvador con sus escasos ocho años, es el primero en aparecer. Mientras su mamá prepara el desayuno él va hasta el pozo a traer agua. Llena unos tarros de plástico que encontró en el basural, y los acomoda, prolijitos, al costado de la pieza. Enseguida despierta a sus hermanos. Es fácil, todos duermen en una sola cama, así que con
un solo empujón la tarea queda cumplida. Sólo dos van a la escuela, Jonathan y Melisa. Ismael, el más chiquito, se queda en la casa junto a su mamá. Salvador no va a la escuela, tiene que trabajar. Llegó hasta segundo, aprendió a leer y a sumar, también sabe firmar. A las seis sale, cruzando el descampado, abrigado con la poca ropa que le dieron en el roperito de la parroquia. Llega al lugar donde ya algunos hombres están trabajando. Los caballos dan vuelta sin cesar pisando el barro para darle la consistencia necesaria; más tarde lo pondrán en los moldes y cuando ya estén oreados armarán el horno. ―Hola Salvador ―lo saluda el jefe de la cuadrilla. Es el tío de su papá. Su padre siempre estuvo ausente. Se fue con otra mujer cuando Ismael aún no había nacido. Mejor así, antes, cuando estaba en su casa, siempre le pegaba a su mamá, y a él, por ser el mayor, lo sermoneaba constantemente porque no le traía dinero suficiente a sus bolsillos. En esa época todavía iba a la escuela. Al volver, en lugar de ir a su casa a almorzar, se quedaba en la esquina de la ruta limpiando los parabrisas de los autos que paraban en el semáforo. Cuando su papá se fue, él tomó el lugar de jefe, y a partir de entonces trabaja en el cortadero de ladrillos de su tío. Cada día, busca la azada en el galpón y se va a mezclar barro en el pozo, después le agrega la bosta de caballo y un poco de aserrín, para que el ladrillo sea de mejor calidad. Es el más chico del equipo, no gana mucho, sin embargo le alcanza para que su familia pueda comprar las provisiones en el súper que queda en la ruta. Mucha mazamorra y mate cocido, poca carne, nada de leche. De vez en cuando viene Don Jerónimo y les trae unos paquetes con arroz, polenta, azúcar y otras cosas, pero eso les dura solo unos quince días. Cuando termina de trabajar y vuelve a su casa, a veces piensa. No
siempre. Y cuando piensa sueña, y cuando sueña se transforma. Se ve grande, paseando por el centro, con unas Nike. Esas negras que usa el Froilán. Pero Salvador nunca fue, no lo conoce. Una vez le preguntó a su mamá. ―¿Querés que vayamos al centro el domingo?, nos tomamos el R11 y nos vamos todos. Ella no quiso, no sabía ni siquiera como tenía que subir, y con los cuatro chicos era complicado. ―¿Y para qué quiere ir al centro? ―le preguntó ―si estamos bien aquí nomás. El domingo pasado hubo elecciones. Vinieron en unas camionetas azules a buscarlos a su casa. Solo a su mamá, porque los demás eran todos chicos. También subieron al Rufino, la Manuela y la hija de ella, la Jessica, que ya cumplió los 16. Después pasaron por el otro callejón y levantaron a los hijos de don Molina. Los llevaron a votar a la escuela del barrio, Salvador miraba todo con tristeza. Unos días antes había venido un candidato a visitarlos. Les había preguntado cómo estaban. Hizo una lista en un papel que tenía en el bolsillo de la camisa. Ahí anotó los nombres de la gente, y les prometió que, si ganaba su partido, les haría casas lindas para todos. El lunes, cuando paró para comer un pan con mortadela, se puso a pensar. En su cabecita morena daba vuelta una obsesión: algo tenía que hacer para sacar de ese lugar a su mamá y sus hermanitos. Las promesas dichas el domingo ya las había escuchado otras veces. Después de votar nadie se acordará de ellos. Tenía que conseguirlo él solito. Sabía que era difícil, pero lo había decidido una noche de mucho frío: cuando fuera grande juntaría platita y los sacaría a todos. Quería tener una casa linda, ladrillos les sobraban. Soñaba que su
mamá viviera mejor. Una vez había ido hasta Barrio Comercial en la chata de Froilán y le había gustado. Ahí había de todo, hasta almacenes y kioscos. Ese era el lugar elegido. Tenía que esperar, tenía que trabajar, tenía que sacarlos de esta realidad. Cuando nació, en la Maternidad de San Vicente, su mamá le eligió el nombre. Le tendrá que hacer honor.
AMATO, MARIA ISABEL Río Tercero, Córdoba, Argentina
Reunión cumbre Cierto día los directores de la empresa convocaron a sus gerentes con urgencia a una reunión, había que tomar decisiones con premura, sino deberían declarar la quiebra, una vez todos reunidos esta fue la pasional discusión: ―Señores gerentes los hemos reunido aquí porque como ustedes ya saben padecemos serias dificultades y si seguimos de esta manera arribaremos a un estrepitoso fracaso, estoy a punto del infarto― dijo el corazón presidente de la empresa. ―Ni hablar de mí, que cuando se fundó la empresa, era blanca, brillante y tenía toda la gama de ilusiones con respecto a la prosperidad de esta empresa, cada día que transcurre estoy más gris y apática, si seguimos así me oscureceré totalmente y moriré. Pero eso no es posible con este numeroso staff que ustedes conforman debemos evitar el naufragio―dijo el ama vicepresidente de la empresa. ―Tienen ustedes, toda la razón, debo pensar con calma y encontraremos el camino― dijo la inteligencia gerente general. ―No me hagas reír que ridícula, con tus lógicas estúpidas no vamos a ningún lado― interrumpió furiosa la pasión. ―Totalmente de acuerdo, aquí lo que necesitamos es premura sin perder el tiempo en pensamientos inútiles―apoyo la impaciencia. ―Bueno francamente un poco de razón tienen ustedes pero no
dejaron terminar de exponer sus ideas a la inteligencia, continua― dijo el corazón. ―Bien, me he tomado la libertad de armar algunos planes de salvataje y además llamé a un asesor externo, el me aseguró que nos puede ayudar. ―Nunca escuché idiotez semejante en toda mi vida, nosotros no necesitamos a nadie o acaso no escuchaste al alma formamos el mejor staff―gritó el orgullo envalentonado. ―Pero por supuesto, vos lo único que haces es producir pensamientos estúpidos, pero acá, como dijo la impaciencia hay que accionar y yo tengo la primera solución, ustedes saben que yo hago el marketing de esta empresa― replicó la vanidad y continuo diciendo― debo reforzar la propaganda, pero vos, che― dijo mirando por el rabillo del ojo a la alegría― podrías ayudarme un poco la verdad es que últimamente no estas interviniendo demasiado, yo puedo vender el producto pero si no esbozamos alguna sonrisa, le damos una chispita a la mirada etc, etc, nadie me cree. ―Yo quiero intervenir, quien te dijo que no, pero cada vez que pongo a trabajar a mi equipo, viene la tristeza con el suyo y me aplasta, le encanta ser protagonista eso es lo que pasa― protestó la alegría. ―No es cierto, yo también estoy cansada o pensás que no quiero terminar con mi trabajo, lo que sucede es que cada vez que quiero irme llegan los avatares de la vida y otra vez debo permanecer para proteger al corazón y el alma, con mis colaboradores el llanto, las lágrimas y demás, sino ellos estallarían en mil pedazos, además cuando quiero dejarte mi lugar siento que no estas lo suficientemente preparada, entonces no puedo dejar todo a tu cargo, sería una irresponsabilidad de mi parte. ―Escuchen, porque no oímos lo que tiene que proponer el asesor― dijo la prudencia― y también se me ocurre que podríamos observar
algunas empresas exitosas y tratar de aprender de ellas. ―Ja! ja! ja! como se ve que nuestra sesuda gerenta te influencia― replicó la ironía-¡qué despropósito! ―Estamos hartos de tener que ser las válvulas frente a todos los desajustes―proclamaron la bronca, los gritos y el odio. ―¡Por favor! nosotros lo que tenemos que hacer es entablar relaciones con otras empresas analizar cómo operan, copiar todo lo que sea útil a nuestro beneficio y luego claro esta destruirlas, de esa manera eliminamos la competencia, ¿no es el plan perfecto? ―se regodeó la envidia― ¿no pedían soluciones? ―¡Nooo!, tienen que haber formas más nobles de lograrlos― replicó la bondad apoyada en su moción por la lealtad. ―Sin embargo, el plan de la envidia esta piola, tus métodos, bondad, son muy trabajosos y lentos y ya sabemos aquí lo que necesitamos es premura y además ya sabemos que no siempre triunfas…― dijo la pereza con bostezo burlón. ―No es cierto, tardamos más sí, pero el triunfo es seguro porque nuestros planes tienen solidez― protesto la verdad en auxilio de la bondad. ―Me hacen trabajar a la fuerza, aunque no tenga ganas es inevitable expresarme― balbuceo la risa muy horonda. ―Además el edificio tiene, lastimaduras, grietas, dolores, por todos lados, es lamentable nuestra imagen― chilló la vanidad. ―Tonta, para eso recurrí a mí― esgrimió la mentira, ponemos maquillaje y listo. ―En ese punto compartimos tu opinión, vanidad, nosotros estamos a full con el trabajo nos reclaman de todos lados, el estómago, la espalda, la cabeza y para qué seguir de todas partes-se quejaron los malestares ―Ustedes, lo único que consiguen es retrasar nuestra tarea― les gritó la tozudez.
―¿Por qué no se evaporan? inservibles― los agredió la inconciencia. A esta altura de la reunión, todos, discutían, gritaban y ninguno escuchaba al otro. ―¡Ey! ¡Basta! ¡Paren! silencio― exclamó una voz profunda, potente. Todos se volvieron azorados hacia la voz. ―Disculpen mi retraso en intervenir. ―Pero vos ¿quién sos? ―vociferaron todos. ―El asesor a quien pidió ayuda su gerenta, la inteligencia. ―Pero…, ¿quién te permitió pasar? ¿Cómo seguridad no avisó que entrabas? ―interrogó el presidente. ―Yo siempre estuve aquí con ustedes, solamente que estaba en un rincón, observándolos y como ya dije tarde en intervenir, pero puedo asesorarlos… ―Pero…, ¿ quién sos? y ¿cómo que siempre estuviste? ―preguntaron todos intrigados. ―Yo soy el tiempo, y siempre estuve allí desde el mismo día en que nació esta empresa, sólo que ustedes no me advirtieron. ―Nosotros resolveremos esto solos, andáte, no te necesitamos. ―Vociferó la insensatez. ―Un momento, dejen que exponga sus ideas― ordenó el corazón― ahora ¿explíqueme por qué dice que estuvo siempre? ¿Cómo es que no reparamos en usted? ¿Cómo esta presidencia no verificó su entrada? ―En primer lugar, señor presidente, muy acertada su decisión de no echarme, si yo me fuera ustedes no tendrían más posibilidades, porque yo soy el que señala el camino, sin mí ese infarto tan temido por usted, sucedería en el acto y sería el final, los otros rumbos a seguir ya no están a mi alcance. Respecto a su pregunta es muy común lo ocurrido, yo estoy con ustedes desde su nacimiento, me brindo en etapas y las empresas al momento de su creación nunca
reparan en mí, están muy ocupadas en prosperar y digamos…, que yo les doy cierto crédito para comenzar…, pero después si no me advierten es mi obligación hacerme oír, porque si bien me brindo enterito para ustedes, la parte de mí que entrego y ustedes desperdician, no se recupera en ese punto soy inexorable… ―¿Y si no quisiéramos oírte? ya nos cansaste con tanta cháchara― vocifero la mayoría. ―Ustedes eligen, ya lo expliqué antes. ―Bueno sabelotodo, habla― dijo la ironía ¿Cuál es tu fabuloso plan? ―Estoy convencido de que ustedes pueden salir adelante porque como se dijo en esta reunión, ustedes son un gran staff, no falta nadie sólo les hace falta ajustar sus tareas. ―¿Cómo es eso? ―preguntó el alma ― explícate mejor. ―Bueno ustedes cada cual tiene su tarea determinada, todas absolutamente todas son necesarias, sólo que tienen inconvenientes para tomar cada uno el lugar correcto, se invaden unos a otros en sus respectivas jurisdicciones permanentemente, por ejemplo oí a la alegría reprocharle a la tristeza que no le permitía intervenir y es cierto, vos tristeza queres protagonizar, demasiado, debes correrte y permitir que la alegría y su equipo actúen y no te preocupes por si la alegría esta lista o no, ese punto es responsabilidad de ella y no tuyo, tu intervención por ahora se acabó y así podría darles muchos ejemplos… ―Ya me agoté sólo de oírte― dijo la pereza. ―Allí tienen otro ejemplo, vos pereza sos muy necesaria en los tiempos de descanso, pero no durante todo el día, debes dejar al tesón hacer su trabajo. ―Vos serás muy sabio pero lo que propones es lo más difícil de lograr ¡qué cada uno de nosotros tome su lugar! ¡Qué gracioso eso es lo más difícil de conseguir! ―increpó la bronca.
―Yo nunca mencioné que fuera fácil. ―No estas aportando ninguna solución― dijo la impaciencia. ―Yo propuse asesorarlos, no solucionarles el problema, eso les corresponde a ustedes. ―Eso, si mal no entendí, te consumiría a vos, dijiste que no tenemos que desperdiciarte, además habría que tener un plan de acción ¿quién lo va a trazar? Eso es una locura― dijo la tozudez secundada por el orgullo y algunos otros. ―En primer lugar yo voy a pasar igual, el tema está en como ustedes pretendan atravesarme, eso que ustedes llaman desperdiciarme, se llama vivir, lo pueden hacer bien o mal eso lo eligen ustedes. ―Seguimos sin soluciones ¿y el plan? ¿Quién lo delinearía? ―Ustedes tienen su gerenta, déjenla actuar, cíñanse a sus planes y todo saldrá bien. Bueno, los dejo me voy a trascurrir. Ah! un consejito más para vos vanidad; respecto a tu marketing, hacelo corto y efectivo, vos sabrás que cuando la propaganda resulta extensa, la gente hace zaping; eh! pensalo. ―Espera, ¿cómo que te vas? nos tiras una idea abstracta, no nos decís cómo plasmarla, que es el meollo de la cuestión y te vas, además nos dijiste que te vas a terminar queremos saber cuándo, ¿qué nos queda de vos? ¿Ese es tu gran asesoramiento? ― increpó el alma. ―En primer término no me está permitido hablarles de mi permanencia en ustedes, es más, ni yo a ciencia cierta sé cuál es el momento final con ustedes, tengo una idea aproximada pero nada más, lo que si les puedo informar es que para todo el trabajo que ustedes deben realizar, tienen aún suficiente de mí, atención dije suficiente, no abundante. Respecto a cómo “plasmar la idea” eso es tarea de ustedes; eso que tú llamaste “meollo de la cuestión” yo lo denomino “madurez” y ese es el vehículo por el cual obtendrán el superávit de la empresa, lo que yo denomino “felicidad”.
―Pero…, es largo y tedioso el camino― reflexionaron la inteligencia y su equipo. ―A eso yo lo llamo vivir, ir recorriendo el camino que, en algunos tramos es tedioso sí, pero a veces, encontramos atajos, sólo que debemos ser cuidadosos al tomarlos, porque algunos son trampas que nos conducen a precipicios difíciles de remontar. De algunos no se vuelve, así que caminen con sumo cuidado. Bueno adiós. El tiempo se alejó y todos los miembros de la empresa de a poco comenzaron la ardua tarea. Y finalmente obtuvieron el preciado tesoro “la felicidad” y comenzaron a interrelacionarse con otras “empresa” algunas exitosas otras no tanto, pero con todas fueron capaces de negociar, con cada una en la forma adecuada. Este fue el reporte de una reunión cumbre.
Cayendo Se me cae otro día sumergida en la agonía de extrañarte, se me cae la palabra amable y me hierve la impotencia, se me cae la razón y me asalta la locura de la pena se me cae la sonrisa y la nostalgia causa estragos en mi esencia se me cae la libertad de la risa franca, cálida y me inunda la sonrisa complaciente, de metal
se me cae la mirada, verde, brillante y me invade la mirada oscura, aciaga. se me cae la magia no logro inventarme más placebos me duele insoportablemente. Se me cae el corazón herido de desazón y carezco de restaurador de pesares se me cae la pasión anda magullada por los días ciegos se me cae la piel se desparrama por las arrugas de la tristeza se me caen los colores, los sueños, las apariencias y aparece la realidad rígida, fatal y esbelta. se me cae el punto cardinal de la esperanza y se deslizan las brumas de las imposibilidades. y caigo y caigo y sigo cayendo hacia tu ausencia.
ANAUT, ENRIQUE Trenque Lauquen, Buenos Aires, Argentina
Carta a mi abuela Querida Abu. Te escribo mi primera carta. Antes no lo hacía porque estaba siempre con vos. Ahora que estoy lejos lo hago para contarte algunas cosas de aquí. Mamá y Papá están muy contentos. A Papá lo nombraron gerente en esta sucursal que es más grande y linda, en esta ciudad, que también es grande y linda. Pero a mí no me gusta mucho. La verdad que la casa es hermosa y moderna y está en el primer piso, arriba del banco. Pero no tiene patio ni lugar para jugar. Estoy como encerrado aquí. Ya no puedo compartir con mis amiguitos como lo hacia allá en el pueblo. Aquí no conozco a nadie. Me parece que me voy a hacer amigo de dos hermanos mellizos que son igualitos, igualitos. Los colorados que tienen la cara llena de pecas. Creo que son muy buenos. En la escuela me divierto con ellos porque las maestras los confunden, y ellos no dicen nada. Los demás me dieron poco bolilla. A los vecinos tampoco los conozco, así que todavía no pude ir a jugar con ningún amigo que viva cerca. Por otra parte Papá no me deja salir mucho a la calle porque dice que es muy peligroso, por ser el hijo del gerente. Allá en el pueblo yo podía salir más, andar por las calles en bici y jugar en la plaza, y Papá también era gerente. La vedad que no lo entiendo bien.
Por lo que pude escuchar, creo que no volveremos más al pueblo, porque Papá le decía a Mamá que si todo andaba bien, a lo mejor dentro de un año o dos lo volvían a trasladar a otra sucursal más grande todavía. Así que cuando me haga amigo de los colorados, a lo mejor me voy a tener que ir otra vez. Creo que cuando papá se jubile a lo mejor volvemos a vivir allá con ustedes. Bueno, para ello todavía falta mucho, porque los jubilados son más viejos que papá. A veces voy al banco para hablar con los empleados. Son todos buenos. Me atienden y me dan caramelos, como me dabas vos, pero no es lo mismo. Un día escuche a un cajero que le decía a otro. Ahí viene el hijo del Gerente. Me parece que son medio alcahuetes. Quieren quedar bien conmigo para que yo le cuente a Papá. Pero no le voy a decirle nada. Me como los caramelos que me dan, y chau. La leche a la tarde la tengo que tomar aquí, en la casa del banco y solo. Ya no puedo ir a tu casa como antes cuando vos me dabas un rico café con leche y alguna torta que siempre me hacías. Aquí todo es comprado en la panadería. La verdad es que no me gustan. Extraño mucho estar con vos. Los domingos voy a matiné del cine, pero con Mamá. No puedo estar con los chicos como allá, porque aquí no los conozco. Son pocos los que van solos, la mayoría van con los padres. Dicen que es peligroso andar solo. No sé porque tienen tanto miedo, si el banco esta apenas a cuatro cuadras del cine. Papá y Mamá si tienen más amigos que yo. A ellos los invitan a cenas donde todos van muy de pinta. Yo me aburro un montón porque van pocos chicos. Además no saben jugar a nada, se la pasan con el celular y no te hablan. Una buena Abu, ayer Mamá le decía a Papá que me van a mandar a un club para jugar en el fútbol infantil. Eso está bueno, al menos
con los compañeros de equipo voy a poder hablar más. Eso sí, voy a tener que esmerarme mucho y hacer goles para que me quieran y me feliciten. Bueno, no sé si podré hacer goles. Al arco sí que no voy a ir porque cuando me hagan goles me van a odiar todos. Damián.
ANDREÑUK, DAMIÁN La Plata, Buenos Aires, Argentina
Conversación Habíamos bebido hasta clausurar el pesar. Las muecas y el habla bifurcaron sus rumbos. Mariano exageraba ademanes, ensayaba cortos pasos manteniéndose en su sitio. Comencé a disociar su cuerpo de las palabras que decía, a proyectar quehaceres en mi mente mientras percibía un tenue balbuceo: ─¿Se entiende? ─Claro ─respondí.
Una insólita vecina Fue terrible. Aceptablemente podría haber sido un proceso onírico que nos hiciera exclamar al despertar: ¡vaya pesadilla! Al principio aún la escuchábamos cuando venía con sus reclamos absurdos. Pasábamos minutos extenuantes resistiendo los delirios hostiles de un ser cuyos rasgos de persona se irían transformando precipitadamente hacia alguna forma de demonio. Llegaba siempre obsesionada con legalidades incoherentes. Lucía y yo convivíamos en la mayor y más agradable armonía posible, pero
en cuanto conversábamos un poco animadamente golpeaba nuestra puerta para recordarnos que después de las veintidós no estaban permitidos los ruidos molestos. La disposición de los departamentos y la estrechez del pasillo que nos separaba propiciaban que nuestra insólita vecina pudiera desarrollar su enérgica psicosis; era de esos individuos que, encerrados en su mundo, pretenden adueñarse de otras vidas mediante un contacto violento que haga realidad sus fantasías. Cuando despertamos una mañana y hallamos la primera nota que nos había dejado, sentimos algo de comicidad; luego, con las siguientes, comenzamos a sentirnos verdaderamente atrapados en una trama sumamente trágica. Una noche se acercó hasta nuestro umbral y balbuceó unas palabras inentendibles a modo de trampa para que le abriéramos. ─¡Andate! ─gritamos al unísono con Lucía. Y hubo silencio hasta que sonó el teléfono.
Entre un olor a pasto de pantano Eyaculo lechuzas ocres. Sin vergüenza. Sin soberbia de obelisco. Sólo furia apasionada detrás del impulso. Lo real es una antorcha a través del hielo. Mucho desinterés por el convencimiento
a la vera de la celebración de los coyotes. Algo crece entre un olor a pasto de pantano y a veces en mi pecho lo que no fui. Los ángeles no pueden salvarme mi voluntad sólo conoce de vísceras y de un indefinido entre polos irreconciliables.
ARÁOZ, CRISTINA Zárate, Buenos Aires, Argentina
Se arrebujó en un chal de bruma "Ausencias que llamamos recuerdos. Tanto hueco vacío” Julio Cortázar Tengo las alas y el alma rotas por esas ausencias, que llamo recuerdos y me asalta aquél septiembre anterior, cuando eran los días de la espera. Me invade la nostalgia de la ilusión, que se perdió en la noche sin perfume, sin azules prometidas vestimentas, ni murmullos, ni rimas, ni versos, ni poesías, ni verdes extasiándose en profundos presentidos luceros negros... Nada que lograra saciar “¡Tanto hueco vacío!” No hubo "miel de palo" ni panacea para el pertinaz insomnio. Ni cerrado abrazo de bienvenida, ni apasionados besos de despedida.
La desazón se arrebujó en un chal de bruma y fue como si lo esencial, al decir del "Principito" se hubiese tornado invisible, a los ojos de las ansias. No hubo tonada dulce, ni manos ni caricias, ni espejos, ni palabras con que remendar, una ilusión y un corazón partido en mil pedazos
ARTEAGA HERNÁNDEZ, BÁRBARA LINA Lindero Nuevo Vedado, La Habana, Cuba
Padre mío
Llega la noche y como cada día la pequeña Isabel busca a su abuela Adela, para que antes de dormir le cuente una historia, ella sonríe al ver a la niña tomarla de la mano para que la acompañe al cuarto. Adela, enciende la lamparita de noche y arropa con mucho amor a su encantadora nieta, de cabellos ondulados y ojos azules; todos los días crea alguna historia que al final le dé una lección sobre la vida, y hoy Bel, como cariñosamente todos llaman a la pequeña le pregunta, ―¿Abue que me contarás hoy? Adela sonríe y le comenta ―Hoy será sobre un hombre que fue muy importante en la vida de tu abuelita, sabes mi niña y la historia se titula “mi padre”. ―Tú bisabuelo José ya no está junto a nosotros porque como has aprendido en la escuela todos los seres vivos nacen, crecen y al final mueren―, la pequeña asienta con su cabecita y sus ojitos denotan la original curiosidad infantil y le pide que continúe con la historia. ―Siempre me emociono mucho cuando hablo de él, pero para ti lo haré con mucho amor, el mismo que supo entregarnos a todos y que es imposible de olvidar. ―En mi papi como cariñosamente siempre lo llamaba, vi ese
hombre que a pesar de inspirar un gran respeto y de tener su tiempo ocupado con mucho trabajo, buscaba un momento para compartirlo con su familia, siempre podíamos contar con él si teníamos algún problema, una preocupación como jóvenes y luego como adultos cuando ya todos éramos profesionales. ―Decían que yo era su consentida, la niña o reina de papá es algo muy cierto porque así me llamaba, fue ese gran amigo y confidente que siempre me tendió su mano, y que a pesar de ya ser una mujer si me enfermaba se preocupaba tanto como cuando era solo una niña y se aparecía a mi cuarto con ese vaso de jugo de naranja bien frío con hielo y me decía ya pasara y te sentirás mejor. Bel, la interrumpe y comenta: ―¿Por eso siempre cuando yo tengo tos o me da fiebre, me haces ese rico jugo de naranja, y te acuestas a mi lado hasta que me siento mejor? Adela, acaricia el cabello de la nieta, la mira con mucha ternura y le responde ―sí―, continuando el hilo de hechos de la vida de su padre. ―Mis hermanos y yo creamos nuestras propias familias y le regalamos a él, el bello fruto de sus nietos, así como hoy tu mamá y tú papá me han dado la inmensa alegría de tenerte a ti. Fue ese dulce y tierno abuelo que supo aprovechar cada instante hasta el final con ellos, como si supiera que no podría verlos hacerse los hombres y mujeres que son hoy. ―Yo viví todo ese cariño y amor que entregó con juegos, relatos y canciones que me recordaba mi niñez cuando mis hermanos y yo éramos como ellos y me gustaba tanto acostarme a su lado para escucharlo e imaginarme que estábamos allí. La niña ríe, es lo mismo que su abuela hace todos los días con ella, y recuerda que su papá le ha hablado sobre las canciones que su abuelo le cantaba a él y a sus hermanos cuando eran pequeños. ―Abue, ¿por qué no me hablas un poco de lo mucho que le gustaba a Pa el deporte? Ya sé que papi fue quien le puso Pa.
―Si hijita, tu papá lo llamaba así y el beisbol era su deporte preferido y siempre defendió su equipo, así jugó con nosotros de pequeños y después lo hacía con sus nietos y cuando no podía asistir al estadio la seguía por la televisión y yo me reía cuando quería que el director del equipo hiciera los cambios que él consideraba los correctos. ―Las reuniones familiares eran de gran valor para él, trataba siempre que la familia comportarían todos juntos y uno de los recuerdos más hermosos que tengo era el celebrar los cumpleaños, esos eran días especiales, y en su fiesta le agradaba ver que toda la familia y amigos estuvieran junto a él, se preocupaba por que no faltara una deliciosa comida criolla y el campeonato de dominó familiar, en el que siempre deseaba llevar las de ganar y como decía a mi mamá: “mima así no se juega, así no podemos ganar”. ―Eso ha continuado como una tradición en la familia, tú y tus primos lo disfrutan, todos por alguna fecha especial nos reunimos y no falta el dominó y escuchar decir ―recuerdan al viejo― como cariñosamente también le decíamos. ―Fíjate si su cumpleaños siempre fue un día de alegría que tus padres mi niña escogieron esa fecha para celebrar su boda, como un gesto de cariño y admiración por él. ―Y cómo puedo explicarte mi amor, no importa que ya mi querido papá no esté presente sabes que lo extraño mucho, pero sus valores como ser humano, sus bellos recuerdos viven en nuestros corazones; siento mucha emoción cuando alguien lo menciona, un orgullo de poder decir que soy su hija y que me haya entregado todo ese amor, y seguir diciéndome cada vez que miro sus fotos, que siempre será mi gran amigo, y confidente. Bueno pequeñita ya es tarde y tienes que dormir, mañana hay que levantarse temprano para ir a la escuela, y tu abuela tiene que ir a descansar, espero que te haya gustado la historia de hoy.
Bel, se sienta en la cama, con sus pequeños brazos abraza a Adela, le da un beso en la mejilla y le dice: ―Sabes Abue, esta bella historia un día cuando sea grande como tú se la contaré a mis hijos y nunca se podrá borrar el bello recuerdo de mi querido bisabuelo Pa, dulces sueños para ti también abuelita. Adela, sonríe se queda un rato junto a su nieta, apaga la pequeña lámpara y sale sin hacer ruido del cuarto, pero unos ojitos se abren nuevamente y las manos de la niña toman un pequeño cuadro donde está su papá junto a su abuelo Pa, les dedica un beso y les desea dulces sueños.
Si me preguntaras Si me preguntaras por qué estoy triste. Te diría porque estoy sola, y me siento que doy tanto amor cuando solo tengo tristeza y soledad. Si me preguntaras qué quiero. Te diría, deseo amor, compañía y afecto. Si me preguntarás qué siento. Te diría, no siento nada porque sentir sin tener es soñar con algo que no existe y es para mí muy difícil de alcanzar. Si me preguntaras qué es. Te diría es el amor que la vida me arrebató y no me lo pueden dar porque para mí no existe,
sino solo en mi fantasía de soñar. Si me preguntaras cómo ayudarme. Te diría solo dame un poquito de afecto sin pensar en que para ti sea amor. Si me preguntaras qué me haría feliz. Te diría solo verte a ti.
ATÍA BELAUSTEGUI, JOSÉ EDUARDO Santiago del Estero, Santiago del Estero, Argentina
Los colores de la tarde
¡Que pequeño me siento Dios! Mi pecho tiembla aspirando, mamando de la madre tierra los sabores longevos. en estos salitrales blancos, agrestes, lastimeros… Y en su inmensa geografía, cierro mis ojos, apresando los colores de la tarde Donde los fantasmas juegan, con los últimos rayos de sol, que se van fundiendo en mi alma Crisol de mi espíritu Salamanquero ¿Qué embrujo hechizante Malambea* en los blancos espacios entre la vida y la muerte? En estas puestas de sol donde la brisa salideña* bautiza mi cuerpo,
madurando algarrobas misky* de placer. En benditas tardes, con sinfonías de coyuyos que le cantan a la Pacha Mama en Santiago del Estero. *Malambea: baila malambos. *Salideña: de las salinas *Misky: dulzura
BARRENECHE, SUSANA MARIA ROSA Guatimozin, Córdoba, Argentina
Aprender a volar
La noche acorta tus pasos la lluvia lava tus huellas y el silencio se convierte en tu guía. Cuerpo y alma unidos para afrontar la oscuridad. Solo debes esperar, la luz, llegará y permitirá que las hojas que ahora te aprisionan recuperen su color, abandonen su rigidez y abran la jaula que ahora te apresan, para que puedas por fin, aprender a volar.
BARRERA, SANDRA RAQUEL Córdoba, Córdoba, Argentina
Cuestión de fragancias
Imaginaba a Pedro como una cebolla con aroma y llanto. Volaba mares y montañas, pero él no entendía impresiones del viaje. Un día encontró un hongo sospechoso y lo siguió por territorios cálidos y fríos donde desconocían cebollas provocadoras de lágrimas. El hongo, inmutable, no olía tan destemplado como Pedro.
Fantasmas
Crece la soledad en los vagones de los trenes. En el andén las figuras se borran con la mano en alto. Caen a las vías papeles de cigarros y vuelan pañuelos de sorprendidas lágrimas. Nadie despierta con el ruido del claxon en su horario. Nadie advierte que parte. Crece la soledad con alguien ido y otro abandonado.
Ya en el camino, el ido, ha escondido en el guante la imagen del despido en la memoria los ojos renegridos y en la mano su perfume de flores. Crece la soledad en esta noche rara en esta loca noche donde un corazón envejecido llora acariciado por manos deseadoras. Crece la soledad en este andén inexistente con trenes distraídos y un viaje que no fue.
BAZÁN, ANA Mendoza, Mendoza, Argentina
Tu sentimiento
La soledad va creciendo, ante el avance inevitable de los husos invisibles del tiempo, encariñándose remolonea para no pasar inadvertida. La habitación está en penumbras. Todo permanece en silencio. Algo te despierta, el portazo quizás. No parece haber actividad afuera, tal vez acompañando tu sentimiento. Sientes tu cuerpo rígido. Tu mano apoyada en la almohada ahora consciente, detecta un gélido frío que te acobarda. Pero no puedes evitar el súbito recuerdo que arrastra tu memoria. Nuevamente te llenas de tristeza entonces, decides quedarte cerrando los ojos. Es, que no hay nadie del otro lado del jergón. Se ha ido. Más tarde, como algo inevitable te levantas de la cama. Abajo el ventanal esta descubierto, el espectáculo es inmejorable, el jardín se está vistiendo de blanco. Cae sobre él un velo níveo de timidez, quizás respondiendo a tu mirada de asombro y va envolviendo todo lo que hay a su paso. Pegándose por un minuto sobre tu pantalla pudorosa y decidida; desciende la neblina que lo secunda, como tul que juega con la brisa. Se retira muy lento pero sin alejarse definitivamente, arrastrando su velo muy dócil aunque te permite observar un detalle, su ramo. Por un instante crees verlo con todo su follaje erguido en tu jardín.
Recuerdas a la perfección aquella mañana y sales de la estancia remembrando los instantes vividos, tan claros como ese día. El calor primaveral, el viento que refrescaba su paseo por el jardín y la primera rosa fucsia que naciera de su regalo. El que plantaron juntos. Pero repentinamente sientes frío, has tocado en tu distracción unas espinas y vuelves a la realidad. Tu figura tiene rastros de nieve en todas partes y corres hacia adentro sacudiéndote los copos como puedes, con tus manos heladas. Vuelves a mirar hacia afuera y no, la rosa no está se ha ido y tal vez también tu amor. Subes lento las escaleras pensando y decides tomar un baño. El cuerpo recibe poco a poco el calor que le faltaba, pero tú apenas logras darte cuenta dentro de tu letargo. Sin poder evitarlo las lágrimas deciden escaparse y confundirse con el agua justo en el momento en que escuchas tu nombre. Un tintineo para tus oídos. Es tu amor. Está detrás de la mampara, puedes ver su figura, su mano apoyando una rosa contra el vidrio y abre suavemente. Como una visión para tus pupilas. El vapor es denso y cierras el agua, su desnudez y la tuya son evidentes, igual que tu cara de sorpresa y tus ojos rojos. Los suyos se mantienen fijos en ti. Te ha sorprendido en tu flaqueza e intentas frenar tus respingos a la vez que notas su pena, su sufrimiento. Entra y dice: ―Te amo, y siempre te amaré. ―una caricia a tu corazón. Ya no es el vaho rodeándolos, es perdón y el mutuo afecto que los cautiva. Entre tanto, vuelves a abrir el agua y súbitamente te ciñe contra sí, te arranca un beso y acaricia finalmente, todo tu cuerpo.
La neblina ha penetrado nuevamente e invade el sitio y se escapa hacia la habitación pero ésta, no es fría, es la esencia del cariño que los está conquistando y el deseo de poseerse. Seguidamente cierra el agua y tomando el toallón comienza lentamente a secarte, de arriba hacia abajo... Y te dejas llevar por las sensaciones. Te cubre con él y vuelve a estrecharte contra su cuerpo pegando su nariz a la tuya, su frente a la tuya. Su boca, a tus labios. Suave, lento, muy apasionadamente. Llegas a sentir su calor en tus entrañas, en tu corazón. Te pasa su toallón para que hagas lo mismo y a tiempo toma tu mano, jalándote con suavidad te conduce hasta la cama. Cubiertos de algodón, ceñidos por el cariño se ofrecen el uno al otro enamorados, completándose y confundiéndose con el allende. La habitación aún está en penumbras y el frío se ha disipado en toda la casa. Hay calor de hogar y de armonía. Abajo, por el luminoso ventanal, se observa como lentamente dejan de caer, lágrimas de hielo. Cuando bajan a la estancia te quedas inmóvil por el pasmo. ―¡El sol ahora brilla alto! ―dices, señalando hacia fuera. Y el jardín primaveral, te ofrece todo el verdor de sus hojas y sus flores fucsia adornan tu mirada. El cielo diáfano, ardiente, pinta pájaros volando.
Sensatez
Te vi alejarte, en medio de esa calle pedregosa y solitaria. Enrede mis sentimientos compasión, amor, nostalgia. Mirando el paisaje que brindaba el sembradío me sentí contenta de estar, de haber ido. Me tentaba acompañarte pero urgía mi presencia. Mi urgencia no era que te escoltara. Eran aquellos, que me aguardaban. Veía tu mano saludarme pero mi miedo era, que sola estabas. Me asuste al ver una figura difusa. Me dejo en alerta, pasmada! Era papá, que a la espera estaba Recordé, verás esos días de escuela en que tú, me despedías con una mano al corazón y la otra hacia arriba extendida esperando retribución. La esencia a mutado, ahora es al revés! Es mi turno en el oficio, a ti te llama la sensatez. Me quedo tranquila vas en buena compañía. Es todo lo que consuela. Tú, te vas a tu casa, y yo a llevar a los niños, a la escuela.
BENAVIDEZ, EVA FLORENCIA Malagueño, Córdoba, Argentina
1º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Corto.
La decisión
Ella tiene la mirada perdida, todo gira a su alrededor, sus manos tiemblan sosteniendo aquello a lo que se aferró ya hace tanto tiempo. Va flotando a la deriva, si mira atrás sólo ve vacío y hacia delante soledad absoluta. Al cerrar los ojos recuerda ese día en el que sintiéndose tan perdida, decidió detenerse, ya no luchar por mantenerse a flote; y sólo dejarse llevar. Y esperar, esperar. Pero los días cada uno igual al anterior y al siguiente, parecieron convertirse en años o en una eternidad, ya no lo sabía. De repente el sol de una nueva mañana alumbrándolo todo, invade la oscuridad y así interrumpe sus pensamientos, o sus delirios. Al abrir los ojos se atreve a mirar más allá todavía; para encontrarse a lo lejos, lo que creía, no existía. Parece casi flotar traída por los vientos, la esperanza de la vida. Su corazón comienza a latir desesperado, queriendo disuadir a su mente, a creer que tal vez la razón sigue conectada a su visión. La oportunidad de sobrevivir se presenta con urgencia. Nunca pensó
que dudaría, pero se sorprende debatiéndose ante la posibilidad de arriesgarse a soltar a su compañera, y tal vez no ser vista u oída, y así acabar con su último aliento de vida. El momento casi termina, la decisión debe tomarse. De repente su cuerpo decide por ella. Lentamente uno a uno sus dedos se abren y sueltan a su confidente más íntima, fiel testigo de su trágica travesía, sus piernas la incorporan y le dan una nueva perspectiva. Debe levantarse, enfrentar sus temores. Casi sin percatarse ya está de pie, ahora al ver atrás ve su almohada tan conocida, y al mirar delante, le acompaña la tan postergada decisión de volver a vivir; y ya no seguir muriendo a la deriva.
BERTRAN, ALCIDES Bella Vista, Corrientes, Argentina
La luminaria
Era un barrio humilde y de casas dispares, construidas en base a elementos que subsanaban solamente las necesidades y de ningún modo la estética. No había techos ni paredes iguales y menos cercas y puertas que se asemejaran, a pesar de que cumplían acabadamente la función para la que fueron puestos. Los patios de tierra y en algunos casos de ladrillos, tenían la misma calidez que los fondos parqueados de los suntuosos chalets urbanos; pero no se levantaban las hojas de los paraísos y parrales con aspiradoras, sino que se amontonaban en algún rincón con escobas hechas de pichanas del campo. En el barrio no había bombas centrífugas ya que el agua emergía transitando entre cuplas, varillas y caños galvanizados, pero de un modo u otro, pura y fresca casi como de heladera, servía para aplacar el calor de las tardes y aliviar a las bestias que se acercaban a las bateas y cubas para abrevar. Juancito, tras encerrar los terneros y cepillar a su petiso, se refrescó en la batea y fue con premura al galpón en donde guardaba las herramientas con las que ya hacía unos días venía construyendo su luminaria. Había rogado unos días antes que el veinticuatro no le sorprendiera sin haber hecho por lo menos alguna prueba; pero a esta altura ya le parecía imposible. Ante la falta de alambre fino, quemó
unas cubiertas viejas de bicicleta logrando así unos metros dúctiles con los que forjó el globo que no tenía más que un metro de circunferencia. Tras cubrirlo con papel de diario y pegarlo puntillosamente con engrudo, logró darle la forma deseada. Esa fecha santa ya no iba a tomarle de sorpresa; no quería ser el único entre sus vecinos que no intentara hacer volar el día de San Juan esos globos que desde muy niño los había visto surcar el horizonte. Sí, al fin se sentía feliz. Al cielo de ese veinticuatro, que era claro promediando la mañana, prontamente un viento norte lo tornó brumoso, pero, por consecuencia y al caer la noche, algunos lejanos relámpagos comenzaron a destellar desde el sur; esto hacía suponer que la deseada lluvia vendría de madrugada, o al otro día, y aliviaría por fin el deambular de las vacas que ya casi no hallaban pasturas en los potreros y rápidamente iban debilitándose. Además, quitaría la angustia y el temor de volver a vivir una sequía como la del último verano. Ya de noche, los faroles y lámparas iluminaban los patios festivos. Las mesas tendidas desde temprano esperaban a los lejanos familiares que siempre solían reunirse para esta fecha. El humo de los hornos y parrillas denunciaban que los asados lentamente iban sazonándose; las mesas, en escasas oportunidades se veían cubiertas como estaban ahora, con vinos baratos, quesos caseros y panes recién horneados. Pero Juancito no mostró interés a la hora de cenar, sus manos empapadas con kerosén se esmeraban por hacer que la lata de conserva permaneciera rígida en la base del globo; su gran dilema era como sellarla puesto que la había cargado hasta rebosarla y la mecha no lograba conformarlo del todo. Luego de mucho trabajo, el artefacto parecía haberse equilibrado. Entonces, a escondidas, llevó su globo detrás de la casa en donde un potrerito con raleada gramilla
se extendía los trescientos metros distantes a las barrancas del Paraná; allí la noche se espesaba y se cargaba de presagios. Cuando la encendió, tuvo la sensación de que la mecha no funcionaría, pero no se desanimó puesto que tras varios intentos logró al fin que se desplazara. Al principio lo hizo incomodo, hasta que una corriente de aire le dio un ligero impulso levándolo unos quince metros. “¡Suficiente!”, pareció decirle el pequeño con la mirada a su perro, que, partícipe de su aventura, no menguaba ladridos ni dejaba de agitar su cola observando el globo. En ese instante sus padres salieron apresurados por el alboroto; suponiendo, quizá, que alguien llegaba a casa. —¡Miren! ¡Miren! —se escuchó entonces exclamar a los vecinos, quienes, reunidos en los patios, se apretujaban a observar. El globo era una bola fosforescente con la semejanza de una luna llena que se dirigía lentamente hacia el río. Luego de transitar hacia el oeste con suma lentitud, pareció imprevistamente ser absorbido por el vacío de las barrancas. El rostro de Juancito se tornó una decepción. ¿Tanto trabajo, para qué? ¿Para qué se perdiera en las aguas del río? Pero de pronto y cuando la mayoría de los vecinos aún estaban en los patios, la luminaria emergió esplendorosa en unos cuatrocientos metros hacia el sur, como si hubiera estado transitado a ras de las aguas y en paralelo a los barrancos. Los ojos del pequeño, al verlo, volvieron a destellar de emoción. Pero luego, lejanos relámpagos lo ocultaron y cuando ya parecía sólo un punto en el horizonte, unas fuertes ráfagas de vientos cruzaron los patios de las casas y un enardecido crujir de hojas y ramas se abatieron sobre los techos de pajas y cartón; los faroles se bambolearon y las mechas denunciaron unos ligeros y repentinos ahogos. Rápidamente todo fue oscureciéndose y las luces de los faroles sólo se veían tenues a través de las rendijas de puertas y ventanas. El viento había cambiando y esto traería la bendita lluvia más rápido de lo que se
esperaba. Juancito, feliz con su aventura, se acercó a la cerca una vez más buscando ver en el horizonte tal vez el último pestañeo de su luminaria. Sin embargo, al instante de estar allí, un extraño resplandor se observó en el horizonte; una gran bóveda amarillenta comenzaba a levantarse desde sur. Se quedó paralizado, sumido en un silencio alarmante. Súbitamente sus manos se ciñeron sobre las picanillas de la cerca; para entonces ya un crepitar de pasto y ramas se oía a lo lejos, y vaya desgracia: el viento comenzaba a soplar con más fuerza. Segundos de indecisión, de culpa, tal vez de responsabilidad corrieron por sus venas; no obstante, sus diez años eran suficientes para hacerle comprender la causa del incendio. Cuando trepó la cerca ya nada podía detenerlo puesto que las patas de su petiso, volcadas en una tendida carrera, iban achicando cada vez más su minúscula silueta ante el resplandor del voraz incendio. Cuando ya se internaba entre el humo y en su rostro chocaban las partículas de ramas fluctuantes en el aire, su decisión era inquebrantable: ¡Debía hallar el motivo de tan feroz incendio! ¡Debía hallar su maldito globo! De nada sirvieron los gritos de sus padres y de sus vecinos, quienes sólo lo vieron perderse en la noche; quizás, en tan breve tiempo hubieron comprendido su heroica decisión. Para entonces los bosques y los pastizales ya se habían tornado en trampas mortales, sin salidas. Cuando llegaron al lugar las llamas se elevaban por metros sobre sus cabezas y las chilcas y colas de zorros parecían catalizarlas, puesto que incrementaban sobremanera las feroces llamas. En escasa distancia del incendio hallaron al perro, jadeante; se les acercó saltándoles hasta el pecho para correr luego con ojos encendidos hasta las sofocantes humaredas; pero su ladrido contenía una innata presunción de tragedia. No era suficiente que intentaran aplastar el fuego con gajos de arbustos puesto que cada golpe parecía atizarlo; se internaban escasos metros para retroceder
inmediatamente sofocados. El fuego les dejaba insignificantes y lentamente inermes. De pronto, un relincho desesperado se escuchó en la noche: el petiso se arremolinaba entre el humo y las brasas y como si emulara a un unicornio mitológico, emergió del resplandor con un increíble salto escapando a campo traviesa; la cuerda que pendía de su pescuezo iba incendiada y chispeante arrastrándose por el pasto. Su relincho se perdió en la noche llevándose todas las esperanzas. Cuando todo concluyó, el silencio ahondó el dolor, y parecía traer con más nitidez los relámpagos y truenos de la tormenta que se avecinaba. Pero las gotas que comenzaron a regar los abrasados pastizales ya de nada servían: Juancito estaba tendido junto a los alambres retorcidos de su globo, aprisionando entre sus manos la lata de conserva, como si el destino le hubiera otorgado al fin el derecho a ahogar la inocente llama de su culpa.
Contigo este otoño… ¿Bajo qué cielo colmado de estrellas estarás esperando ese amor que has soñado, trémula y en embeleso, con los ojos lánguidos hiriendo la lejanía, rasgando los bolados de sombra? Te enmarcará quizás una ventana como a una Náyade el río entre sábanas de seda y espuma embriagada con el elixir que arrastra la brisa
coagulada de cedrones y jazmines. Te imagino contando las luciérnagas enternecida bajo una mirada de luna uncida por el rocío que asoma en los versos de un poema. ¿Bajo qué embrujo estarás esperando ese amor que en ti es beso sin prisa, transparencia de libélulas en ocaso, polen del estambre, seductor de la rosa, que perece en lisuras de llanura y revive en vírgulas de serranía? Mira, si tú supieras que él también te ha soñado y que se encuentra con una lapicera y una hoja para regalarte este poema que apasionadamente te busca y te besa. Espérame, quiero deshojar contigo este otoño… Ser el motivo incansable de tus suspiros ah, y el dueño prodigioso de tu espacio.
BOBASSO, OSVALDO ALBERTO Quilmes, Buenos Aires, Argentina
Último aviso
En la sala de terapia intensiva. ─¡Doctor, el paciente tiene pulso! El paciente, antes de abrir los ojos, cree escuchar desde el fondo de un túnel: ─Por esta vez volvé, pero no hagas muchos planes a futuro.
El puente El 14 de julio de 2013, a eso de las seis de la tarde, Guillermo llegó a su casa de solo. Ese día al hacer girar la llave en la puerta de entrada sintió más que nunca el ruido a nada, a hogar vacío. Hacía un año que su esposa, Nélida, había muerto. En la repisa del living una foto de los dos, felices en Pinamar, le inyectaba la cuota diaria de pena. La otra, la de ella sola, sacada en esa misma habitación, era la compañía fúnebre en su dormitorio. Esa foto era
testigo de sus insomnios y de sus pesadillas. De éstas, las peores eran las que lo estafaban mientras dormía, haciéndole creer que aún ella estaba viva. En ese año pasado desde la muerte de Nélida, no fueron pocas las veces en que Guillermo la presintió durmiendo a su lado. No sabía bien si estaba soñando o era cierto, pero jamás se atrevió a darse vuelta en la cama. Eran unos segundos solamente. Sin embargo, Guillermo se atrevía a poner la mano sobre la sábana desierta para ver si estaba tibia. Trató de demorar la hora de acostarse; esa noche cerraría el primer año de ausencia. Ya había pasado el primer cumpleaños de ambos y las primeras navidades, solo faltaba cursar ese último penoso trámite para entrar en la rutina del olvido final. A eso de la una de la mañana, envalentonado con algo de alcohol, Guillermo se acostó. Se durmió muy rápido, tuvo sueños precisos sobre situaciones vividas ese día. Después, ya adentrado en la alta madrugada, apareció Nélida; la soñó tranquila, sonriente. Parecía que ella no sabía que estaba muerta y él no se animó a decírselo. Soñó lugares comunes, algún viaje; no faltaron las situaciones absurdas, esas que siempre toleramos como normales en los sueños. Finalmente escuchó su respiración en la almohada vacía, la que usaba ella. Unos segundos después, sintió la mano cálida de Nélida acariciarle la espalda y se atrevió a darse vuelta. Ahí estaba ella, hermosa, radiante; sin los rasgos torturados por su enfermedad. Guillermo la abrazó, se besaron. Hicieron el amor sin prender la luz. No intercambiaron palabra alguna. Luego Nélida se levantó y salió de la habitación en el mismo momento en que sonó la alarma del reloj despertador. Guillermo despertó sobresaltado. Se dio cuenta que había soñado un imposible y comenzó a llorar. Tardó en serenarse. Se levantó y antes de entrar a la ducha, prendió la cafetera eléctrica que tenía junto a una ventana
de la cocina. Pudo apreciar que por la noche había helado. Los vidrios tenían restos de escarcha. Al salir del baño, fue a servirse una taza de café caliente, la ventana estaba empañada por el vapor de la cafetera. En medio de otro acceso de llanto, pudo leer unas palabras escritas en el vidrio: Te amo, Guillermo, fue una noche hermosa. Solo podemos revivir cuando alguien nos sueña y esta vez me soñaste tan intensamente que pude dejarte este mensaje. Cuando Guillermo terminó de secarse las lágrimas, el mensaje había desaparecido.
BRAVO DE RIGALLI, ISABEL Gálvez, Santa Fe, Argentina
Refugio de misterios
“Dicen que en noche nublada si su guitarra algún mozo en el crucero del pozo deja de intento colgada, llega la sombra callada y al envolverla en su manto suena el preludio de un canto …………………………….. entre las cuerdas heridas”. “Santos Vega” de Rafael Obligado
El caserón permanece allí, rodeado de hierbas salvajes, con enredaderas que se aferran a sus muros agrisados por el tiempo. Es una fortaleza de ladrillos carcomidos habitada por miradas que vienen desde un ayer extraño. Vigila silente la extensión. Atesora historias y marca su presencia en el lugar, imponente, con sus paredes altas y gruesas, sus puertas astilladas y ventanas quejosas que junto al ulular del viento entre las grietas, componen heladas
melodías. Está del otro lado de la vía, donde el pueblo demoró en crecer. Terraplenes y rieles silenciosos fueron testigos de banquetes de gula y alcohol, de traiciones, de estafas, de ingratitudes y venganzas. Se descubrieron, después de mucho tiempo, sótanos de longitudes inesperadas y escaleras a distintos niveles, con caprichosas vueltas. Los relatos sobre lo acaecido en este sitio, abundan, pero son tan oscuros como su interior. Al costado del edificio corre un camino que une el pueblo con los campos aledaños. En aquellos tiempos, había también postes telefónicos cerca de los alambrados que bordeaban sembradíos, bosques de eucaliptos y paraísos. Los centinelas de madera, seguían alineados hasta pasar el horizonte y los cables que se sostenían en la altura cortaban el viento, sonaban como violines de rumores repetidos. La vieja calle de tierra llevaba a los lugareños hasta sus hogares distanciados del poblado, era el paso obligatorio entre el aislado caserío y el centro. Siempre hubo miradas de recelo hacia el caserón solitario. Es sabido que cada lugar tiene sus leyendas como la de “La Llorona”, “La Luz Mala” o la del “Perro sin Cabeza”; pero de este sitio aseguraban que salía, en noches oscuras, una mujer sin rostro con vestimentas largas y blancas. Parecía buscar a alguien llamándolo con gritos destemplados, palabras confusas y llantos desgarrantes. Durante el día se evaporaban los misterios. Los carros, los sulkys, los jinetes pasaban por el lugar; pero la rutina o las preocupaciones diarias, las obligaciones y el duro trabajo de campo, distraían cualquier temor fundado en decires sobre esa esquina. Por la noche, en cambio, renacían los temores alimentados por la oscuridad, por ruidos inesperados, como el roce de las hojas o el
chistar de una lechuza o los ladridos de perros asustados. Los jóvenes se jactaban de hazañas para darse valor. No querían que las supersticiones de los mayores limitaran sus deseos de divertirse. Una noche nublada, volvían por el camino ancho tres amigos, el baile organizado con motivo de las fiestas patronales, había finalizado a medianoche. Volvían haciendo bromas, riéndose de sus hazañas, prolongando la euforia de los festejos. El sulky seguía el camino de retorno, faltaba un buen trecho, se acercaban al cruce de calles donde se divisaba el enorme caserón, cerca de la esquina. Sin querer dejaron que los ganara el silencio, no podían evitar cierto resquemor al pasar por tan mentado lugar. El caballo comenzó a relinchar y a alterar la marcha. Los faroles de las esquinas mezquinaban su luz. El que llevaba las riendas azuzó al animal, pero no hubo respuesta, al contrario, se detuvo dando coces con furia. Los muchachos enmudecieron y comenzaron a conjeturar. Uno de ellos, tal vez el más observador, descubrió un bulto de tela al costado del camino. Comenzaron entonces a discutir si bajaban, si seguían a pie, si esperaban… El caballo estaba encabritado, resoplaba y seguía dando coces. En la confusión, uno de los jóvenes bajó y alzó la envoltura que lo atraía poderosamente. Subió nuevamente al sulky escuchando las protestas de los compañeros, mientras, sin esperarlo, el caballo comenzó a trotar. Ágil, el muchacho se acomodó y recobró el equilibrio en el asiento. Entre sus brazos notó que el envoltorio de telas irradiaba calor, empezaba a quemar. El miedo, la intuición y la curiosidad iban aumentando como los insultos de los otros. Repetían: “Tirá eso”, “Vos siempre alzando cosas”, “Te compadecés de gatos y de perros que abandonan en el camino”, “¡Arreglate ahora!”, “¡Naciste pa’
ciruja, no tenés cura!”... Al llegar al próximo farol de la bocacalle, el joven revisó lo que había alzado. Ni siquiera pudo gritar, creyó que se iba a desvanecer, al descubrir entre los trapos un pequeño monstruo con afilados colmillos que lo miraba fijamente desde sus ojos rojizos y brillantes. Fue un instante, en el cual se confundieron los gritos con el alarido espeluznante de una mujer de blanco que arrebató el envoltorio y se alejó como flotando hasta el caserón. Perplejos, pero deseando estar en sus hogares, los viajeros se alejaron a todo galope. Llegaron temblando, sudorosos, pálidos; pero antes de arribar a sus respectivas casas y por cuestiones varoniles, pactaron mantener en secreto tan horrible momento. Aunque dicen que dicen, que la noticia comenzó a filtrarse, como lo hace el viento en las grietas del caserón.
BRONDO, DANIEL Ituzaingó, Buenos Aires, Argentina
Tranquilidad
Los miembros de la familia Tino hacían todo rápidamente. Inclusive los hijos Pero todo comenzó a cambiar cuando llegó Paula.
Contra viento y marea Se conocen desde la infancia cuando él iba de paseo ó en las vacaciones del colegio. Siempre fue como un hermano mayor para ella y su hermana. Cuidaba a las dos, pero el rabillo de su ojo estaba en aquella rubia y delgada cabellera y en aquellos ojos verdes. Ojazos inquisidores y transparentes como el mar del sur. Y crecieron. Ya no es más el hermano mayor, sus manos ya no se apoyan simpáticamente sobre su cabeza de niña, ni rozan sus labios la mejilla con las buenas noches.
Ahora sus manos recorren sensualmente su cintura y su boca busca con pasión debajo de su hermosa nariz. Querría abrir el delicado cofre que contiene el secreto milenario y a la vez cotidiano, pero no lo hará. Sabe que sería condenado y él mismo se castigaría por ser tan ingenuamente apresurado. Tiene tiempo y esperará. No será fácil pero esperará... “María con su voz dulce y audaz de nueve años lo llama porque necesita el nido para sus ocurrencias. ─¡Juan! Vení, sentate. ─¡Señoras y señores, cantaré para ustedes! Y Juan, como en una platea del Colón, se sentaba a disfrutar de la fiesta del sonido de su voz y la iluminación de sus ojos.” Ahora necesita cobijar su rostro entre sus manos y sentir su boca muy cerquita para entibiarse con palabras de ternura y gestos de amor, hasta que el beso impide toda palabra, justa ó innecesaria. Después vino la tormenta, previsible y nerviosa, con grandes olas de familiares molestos que arremetían contra el pequeño bote de su incipiente romance. Cada ola era el terror y el enojo. Pero llegó la calma, el mar fue comprensión ó tal vez resignación, no lo sé. Pero siguieron adelante. Al llegar a la costa, Juan tuvo que responder la inevitable pregunta. ─ Sí, ya sé que somos primos, pero ya es demasiado tarde. Hace poco los volví a ver, estaban radiantes, en el pico más alto en la tierra de la dicha. Esa montaña fue difícil, sólo ellos guardan las angustias, los días de sol y la oscuridad. Saben que deben seguir escalando, pero ahora lo harán con sus cuerpos y almas. Sus manos, unidas, se aferrarán de cada pequeña roca que signifique
un poquito más de felicidad.
Clara Se decidió. Después de haber caminado mucho, de haber tomado cinco cafés en varios lugares y de haberse comido cientos de pastillas de menta tomó el colectivo hacía el norte. Roberto la esperaba. Eran las siete de la tarde de un día nublado y frío... “—Clarita, no corras por favor, andá caminando —dijo su madre al verla irse hacia el balcón. —Está bien mami —dijo la nena con resignación. Pensaba en lo que había dicho su madre respecto a no correr ni andar en bicicleta y no le gustaba mucho que digamos, pero su madre se lo había pedido muy especialmente con un rostro de preocupación. —No te preocupes mami, sólo voy a jugar con Margarita —dijo Clarita refiriéndose a la gatita de Angora que le habían regalado. Pero la gatita no estaba en el balcón. Clarita volvió al living y se sentó en el sofá. De repente, la gata salió corriendo de su escondite debajo de sofá y cruzó sobre la mesa ratona tirando al suelo los papeles que allí estaban. Le divirtieron esos dibujos con montañas en esa cinta de papel. Los dobló nuevamente y se los llevó a la madre que estaba en la cocina. —¿Qué son estos dibujitos mami? —preguntó Clarita. —Son dibujos que muestran cómo anda tu corazón —respondió la
madre con tristeza— Te los hicieron con aquella máquina que tenía cables y chupetitos ¿Te acordás? Esa tristeza en su expresión no pasó desapercibida para Clarita. —No son dibujitos lindos ¿verdad? —No Clarita, no son lindos —dijo la madre con ojos llenos de lágrimas, tratando de disimular con las tareas de la cocina. La niña se acercó a su madre y la rodeó con sus bracitos diciéndole: —No te preocupes, mami —que yo te haré caso siempre, siempre..." Bajó del colectivo y esperó la luz peatonal para cruzar la avenida. Sabe que el edificio donde vive Roberto tenía frecuentes problemas con el ascensor, pero hasta ahora pudo subir tranquilamente y hoy también rogaba que fuera así. Amaba a Roberto. Sólo por eso desobedecía y se arriesgaba a todo, pero tenía la necesidad de estar con él... “La sala del hospital estaba llena de gente. Clara miraba el largo pasillo y el movimiento en los momentos que dejaba de leer y levantaba la vista. Alguien abrió la puerta del laboratorio. —¡El siguiente para extracción! —gritó el enfermero. —Soy yo —dijo Clara y se levantó rápidamente del asiento. El enfermero la miró y pensó que debía ser menos gritón. —Sentate en esa silla por favor —dijo el enfermero suavemente mientras reunía los elementos para la extracción. Tomó una goma elástica y se acercó a Clara. Le anudó la goma en el delgado brazo mientras repartía su mirada entre el libro sobre la mesita y el rostro de Clara. —Parece que te gusta la literatura clásica —dijo él enfermero. —Sí, mucho —respondió Clara— Además tengo tiempo para leer. Clara también lo observaba. Era alto, medio narigón, tenía ojos
castaños en los que ella percibía un brillo muy especial. Cuando se dio cuenta que él también la empezó a mirar bajó la cabeza para disimular su rubor. El no pudo evitar sonrojarse. Lo había descubierto con su mirada fija en sus hermosos ojos celestes tal vez algo tristes. En ese momento sintió el pinchazo, se agitó levemente en la silla pero no dijo nada. —¿Sabés que sos valiente? Algunas me miran con terror, como si vieran a un verdugo de capucha negra, con hacha y todo. Clará sonrió. —Entre los libros de Química y Anatomía y las guardias me hago siempre un lugar para leer castellano antiguo, es realmente sorprendente. —Yo estudio idioma alemán y me gusta la literatura del siglo dieciséis —dijo Clara mirándolo a los ojos. —Además con Goethe como ayudante vas a aprobar seguro —dijo el enfermero sacándose los guantes de látex y extendiéndole su mano. —Permítame señorita que estreche vuestra delicada mano, mi nombre es Roberto —Me complacéis, distinguido caballero. El mío es Clara. Comenzaron a reírse mirándose a los ojos...” Recordaba aquel momento cuando Roberto entró en su vida. Después vinieron varios cafés, paseos y un prolongadísimo beso en los pasillos de una vacía biblioteca, a las nueve de la noche... El portero la detuvo al llegar a la puerta del edificio. —Señorita, el ascensor no funciona pero lo están arreglando. En cuanto cambien el relé en la sala de máquinas lo pongo en servicio. —Bueno, espero —dijo Clara mientras se preguntaba que sería un relé. Para cualquiera no sería demasiado problema subir cuatro pisos por
la escalera. Pero ella no debía. Tenía miedo de no llegar justamente hoy. Después de media hora sintió el sonido del ascensor que llegaba a la planta baja. La tarea de abrir y cerrar la vieja puerta tijera hoy no era rutinaria. Al estar dentro del ascensor sintió que iniciaba un nuevo capítulo en su vida. Cerraba un período demasiado chico para ella. No sabía si hacia lo correcto, sí sabía que iba hacia su destino. Era algo indescriptible lo que sentía. Y Roberto, sin quererlo, la estaba guiando en ese camino... —Hola mi amor, pasá. Roberto cerró la puerta detrás de Clara, le tomó las manos y la besó suavemente en la frente, en cada mejilla y finalmente en la boca. Clara respondió ese beso con la misma pasión de Roberto. —Voy a preparar un café —dijo Roberto mientras le ayudaba a sacarse la campera. Clara sentía que no se había despertado. Todo parecía irreal, hasta el sonido del agua cayendo en la cafetera. —Compré un vino riquísimo para celebrar. Podrás admirar mis habilidades culinarias, mi amor. Clara estaba en silencio. —¿Te pasa algo Clari? —dijo Roberto desde la cocina. Clara salió de su lapsus. —Estoy segura que sí, amor. Hoy disfrutaremos de una cen... —¡Ay! Cafetera de mierda —exclamó Roberto. Clara corrió hacia él. Le tomó la mano que se estaba frotando. Roberto la abrazó. —Perdoname, pero estoy raro, nervioso, suponía que iba a estar más tranquilo para hacerte sentir más confiada, pero mi... Clara le tapó la boca suavemente con su mano retirándola para reemplazarla con un beso, como a él le gustaba. —No quiero café, mi amor —dijo Clara susurrándole al oído — Quiero acariciarte todo, de pies a cabeza.
Roberto tomó la mano de Clara y la llevó a su dormitorio... “—Señora Róquez, por favor —dijo el doctor Henríquez asomándose al corredor. Elsa Róquez entró rápidamente y se sentó frente al médico. Estaba muy nerviosa. Quiso sacar un cigarrillo de la cartera y no los encontraba. La cerró rápidamente y miró fijamente al médico. —¿Qué tiene Clarita, doctor?¿Está grave?¡Dígame por favor! — dijo Elsa casi en tono de súplica. —Cálmese señora —dijo el doctor Henríquez mientras pensaba que sería lo mejor decirle la verdad lo antes posible y buscaba las palabras para no desesperar a la mujer. Abrió el sobre que tenía en la mano, lo miró y se dirigió a Elsa mirándola a los ojos: —Mire señora Róquez, su hija tiene una afección cardíaca, es grave pero no será mortal si sigue las instrucciones al pie de la letra. Quiero decir que deberá llevar una vida muy tranquila, sin esfuerzos físicos ni emociones demasiado fuertes. No pensamos en operarla pues sería muy riesgoso, creemos que con una medicación adecuada y respetando este modo de vida le quedan a Clarita muchos años de vida...” La habitación estaba iluminada por un pequeño velador. Clara veía a Roberto a su lado semidormido. Y se veía a sí misma... “¿Es esto la libertad? No lo sé, pero estoy bien, creo que fue una manera maravillosa de conseguirla. Nunca le dije a Roberto de mi enfermedad. Tal vez debí hacerlo, pero no me arrepiento. Quería que me amara naturalmente, simplemente... He terminado con la prisión de mi vida, ya no estoy más sentada eternamente en la silla, ni haré mis caminatas de anciana. Ahora me veo en mi fría y sonriente desnudez al lado de la persona amada. Roberto sólo atina a mirarme espantado, repitiendo entre gritos y llantos mi nombre una y otra vez...
Estoy aquí, amor mío."
Esperándote Lánguido deseo de ser atrapado siempre en tus sueños. Ó quizás pertenecer al lugar sin dueños donde ríes siempre con el más pequeño. Reluciente soledad que puede irse con tu llegada. Sentir la verdad que presenta malvada la noticia que me quedo sin nada. Oigo la herida desangrándose en mis pobres sentidos. Lucha introvertida para desterrar olvidos de mis débiles labios perseguidos. Vivir en tu sombra, mi acaramelada pesadilla. Mis entrañas te nombran de manera sencilla. Sólo ante ti mi alma se humilla
La vida recorrerá el vidrio empapado de mañanas Y solo se verán intensas filigranas de una cara detrás de la ventana.
BURATTINI, MARIA LAURA Palermo, Buenos Aires, Argentina
Dolorosa
Insultos. Portazo. Llanto. Ay mi herida lacerante, ay mi corazón a flor de piel. Juntar los pedazos de la desilusión. Ay este dolor incesante, ay mi alma en carne viva. Juntar. Juntar. Volver a reunir. No volverá, ya lo sé. ¿Aprenderé a vivir sola? Ay herida lacerante, ay cuánta desilusión.
Portazo. Insultos. Llanto. ¿Aprenderé a vivir? Ay corazón a flor de piel, ay el alma en carne viva. No volverá, ya lo sé. Volverme a reunir. Ay dolor incesante, ay corazón en pedazos. Juntarme. Juntarme. Sola. Vivir.
BUSANICHE, JULIO ALBERTO Santa Fe, Santa Fe, Argentina
Olvido
Me quedé en la mirada de tus ojos tristes, con la tarde que moría gris y el banco de la plaza como único testigo. Es cruel el olvido, sanguinario el tiempo que desgarra mis heridas, el deseo contenido, silencioso, atroz. Aún sin saber qué hacer con el dolor de vivir.
Serpientes Existen en Santa Fe, en zona de islas una variada especie de serpientes, las hay culebras y venenosas. Las primeras no producen veneno, comen roedores, pájaros, las otras sí. Entre las culebras están las víboras verdes, la ñacaniná o de agua, y una boa constrictora de nombre curiyú, casi extinta. Entre las venenosas la principal es la yarará y al norte de Santa Fe está también la cascabel, inoculan su veneno mediante sus colmillos
filosos y puntiagudos. Hay también una especie urbana de serpiente, pero esta habita en todo el mundo, este tipo no repta, se arrastra en dos patas, el veneno lo produce con la lengua, y a pesar que no es mortal los daños ocasionados son muy destructivos. No se les distingue generalmente el sexo, utilizan el veneno de su lengua en decir cosas, hablar a escondidas o sugerir, nunca de frente, cuestiones que no se animan. Es ahí donde está la peligrosidad de esta especie, en la confusión que generan, pueden tanto meterse a opinar de casas ajenas, algo común entre sus actividades o merodear las sábanas del prójimo manchadas de pecado y lujuria, como también a veces ensayar compasión en desgracias de otros, y lo más sorprendente es que con la misma lengua que producen veneno, rezan en sus templos, aconsejan a sus hijos o cantan canciones de cuna. No hay remedio para el tipo de veneno que produce esta especie. Para las otras existe el suero antiofídico.
Relatos costeros Descansa José, descansa. Todo empezó allá por los años cuarenta del siglo pasado, como un relato fantástico contado de boca en boca de padres a hijos, de abuelos a nietos. En tradición que por el lugar donde ocurrió le cabe sobradamente el nombre de costera, litoraleña, islera, arroyeña. Situada entre camalotes, pescas abundantes, fogones interminables, contatas maravillosas, caza de pato crestón, trampa de nutrias, carpincho guisado, mate amargo tempranero en silencio observando
el rocío en la gramilla. Era un hombre duro, hosco, callado, ermitaño, de facciones sufridas, marcadas por las inclemencias climáticas, de aproximadamente unos cuarenta años. Vivía sólo, en un rancho de adobe y techo de paja, a unos cuatro kilómetros del puente sobre el arroyo Leyes al Norte. Le decían el húngaro, por su origen, su castellano era a media lengua, atravesado ancestralmente como todo inmigrante de esa región. Su vida era la pesca, convertido en baquiano en esas artes, de anzuelos, espineles, tramperos, colgados, por esos tiempos la zona ofrecía abundante riqueza, en lugares poco frecuentados, si bien su sitio era a la vera del arroyo, en la costa este, se denominaba paraje "Los Zapallos", dependiente de la comuna de Santa Rosa de Calchines. Pasaba largas horas mirando el río, meditando, se armaba cigarrillos con tabaco fuerte y papel de arroz. Observaba la corriente para decidir luego en qué lugar colocaría las herramientas de pesca, los remansos eran buenos sitios, los huecos en la barranca le indicaban que había cuevas de cangrejos, allí había comida seguramente, ellos seguían los cardúmenes de peces. Vigilaba sobre los márgenes de zanjones y entradas de agua, los senderos de carpinchos, era una constante en ellos, ver los restos del guano dejado; allí seguro volvería a la noche con la escopeta de dos caños calibre doce, a cartuchos cargados con balines grandes a probar suerte con algún ejemplar de buen tamaño. Se ubicaba en contra del viento para que el animal, bastante desconfiado por instinto no lo venteara y huyera rápidamente. Muy afable era el húngaro con las personas que apreciaba, y desprendido, no tenía reparos en carnear algún animal, o destripar algún pescado para hacer una agradable velada entre sus allegados como si fueran familia, por el contrario cerraba su carácter con los que no le caían bien. Se podía llegar por dos caminos a su rancho, uno pegado al río, más
corto, otro al alambrado del campo grande que abarcaba toda la zona. Caminos que se perdieron en la inundación mayúscula de los años ochenta, que comió gran parte del campo a la izquierda del puente cuando se va desde Santa Fe hacia allá, dejando un gran pozo hasta la actualidad, de manera que el acceso ahora es solamente embarcado. Ese era su pequeño paraíso, lo que la naturaleza le ofrecía a manos llenas, pequeña huerta, cría de gallinas, algún chancho comiendo sobras de comida y maíz, uno que otro cajón de abejas obreras ofreciendo esa miel tan particular de zona de islas, flores de aromito y enredaderas autóctonas coloridas, y la captura de peces de temporada. En invierno la variada de amarillos, moncholos, patíes, de la especie de bagres en general, y en épocas cálidas abundaban surubíes, dorados, pacúes que en ese tiempo no faltaban. Cerca de su morada había un pequeño zanjón, que comunicaba con una gran laguna al fondo, en temporada de bajante sólo era un pequeño hilo de agua, en la actualidad lleva de nombre el “Zanjón del Húngaro”. Como a tres kilómetros de allí se encontraban dos lugares muy pesqueros, el Zanjón del Toro, que también comunicaba con la laguna, pequeña entrada con bifurcación al comienzo y terminaba en el mismo espejo de agua, la laguna del fondo. A quinientos metros de allí estaba la Zanja Brava, zona baja en relación al curso del río, con cierto desnivel que ofrecía grandes correderas de agua, ideal para la pesca del tigre del Paraná "el dorado". Del lado de la Brava se llegaba por los canales hasta la laguna Setúbal. Un poco antes de estos desniveles el arroyo daba un curvón hacia la derecha de oeste a este donde continuaba su curso el "Leyes" y llegaba a otro lugar llamado "Los Periquillos" no sin antes pasar por "Las Cruces", viejo cementerio de indios, que a pesar de tantas inundaciones todavía conservaba algunas cruces metálicas en tierra. Toda la zona era el hábitat de serpientes, las había culebras, no
ponzoñosas, entre otras las víboras verdes, la ñacaniná o de agua, una boa constrictora de nombre curiyú, se alimentaban de roedores, aves, ranas. Estaban las ponzoñosas también, la principal era la yarará o de la cruz, en esa época había de cascabel, y hasta la coral. La mordedura de las ponzoñosas provocaba mucho daño al sistema nervioso y debía ser tratada con urgencia con suero antiofídico, que de no ser aplicado el riesgo es mortal. Tanto culebras como venenosas cumplían su misión en la cadena ecológica. La flora autóctona se conformaba con variadas especies de árboles, flores, hierbas, arbustos, aromito o espinillo, timbúes rojos y blancos, sauce de isla y llorón, ceibo, curupí (llamado árbol de la pega, para cazar pájaros), laurel de isla, alisos, chilcas, carqueja costera, salvia, mburucuyá, sobre el río los camalotes, canutillos, papiro, irupé, repollitos de agua. La fauna era abundante, peces todo el año, nutrias, carpinchos, cuises, comadrejas, lobitos de río, chanchos salvajes, iguanas, tortugas, se veía el yacaré también, pato (crestón, sirirí, franciscano), biguá, bandurrias, garzas moras y blancas, gansos rosados, gallineta, carao, tuyango, doroteo, martín pescador, cardenal, cardenilla, zorzal, jilguero, pirincho, carancho, paloma torcaza, gallito de agua, gallareta. Alguna vez una creciente grande por los años sesenta arrimó a la zona un aguará guazú (perro grande en guaraní), de patas largas y afilados colmillos, matado con escopeta por el capataz del campo Rostagno, en esas épocas, don Ayala, baqueano del lugar. Acontecimiento que derivó en largos relatos en fogones de pescadores, curiosos, e interesados por el tema, que con el correr del tiempo agigantaba la imagen del cazador y la presa en forma heroica y también feroz. Al terminar las agotadoras jornadas de pesca, y actividades cotidianas, la diversión del húngaro era ir al boliche del otro lado
del puente, típico almacén de ramos generales y copetín al paso donde saciaba su sed, con vino, caña y ginebra, lo que lo llevaría luego a su perdición. Hombre de gran fortaleza, vencido por el alcohol, que llegó a enfermarlo tanto de tener que beberlo puro, aromatizado a veces con cáscaras de naranja o mandarina, a lo que él llamaba "su licor". Todo acontecía como siempre aquella noche, parroquianos bebiendo, una que otra compra de último momento de los peones de algún campo, y de repente se tensó el ambiente, el bolichero gritaba desesperado, "Usted se equivoca José, usted se equivoca", era la forma defenderse de esos brazos fuertes y manos duras como metal tensadas entre su cuello. El hombre no entendía razones, el dueño quería explicar que la cuenta estaba bien hecha, pero él no aceptaba esa cuenta sumada en un cuaderno de tapas negras anotado con lápiz de tinta, y apretaba cada vez más fuerte, obnubilado por el alcohol, la ignorancia, y las pocas ganas de aceptar tener que padecer privaciones por la falta de dinero. Cuando ya casi a punto de perder la conciencia, por la violencia con que ejercía presión, de atrás actúa sin pensarlo Ester, la mujer del comerciante, con el cuchillo del mostrador, le corta el cuello a José, logrando de esa forma que afloje, cayendo al suelo ambos, uno en desesperada manera por recuperar el aire, el otro tomando su cuello para parar la sangre que salía a borbotones. En el medio de la pelea, Ester había mandado a un hijo a avisar a la comisaría del paraje "Los Zapallos", que llegaron ya con los hechos consumados. Demorando casi por necesidad llevar al herido a atención médica, como queriendo que todo termine de una vez, liberarse de una persona difícil, pendenciera, complicada, hasta que por fin, lo cargan en la chata de un carro, entre charcos de sangre y el silencio cómplice de todos. José llega con vida a la asistencia pública de Santa Rosa de Calchines que dista a 20 km
aproximadamente de Arroyo Leyes, pero horas más tarde fallece sin esperanzas por la cantidad pérdida de sangre. Nadie reclamó nada, ni sus pertenencias, ni su cuerpo abandonado, casi como por orden de la policía, de manera de sentar un precedente con los parroquianos, una lección para gauchos, paisanos, peones y peregrinos de temporada, en el expediente se describía "accidente", cosa que todos sabían que era falso, pero el temor ganaba. Se lo entierra en el cementerio del pueblo, con una cruz de palo solamente, sin nombre, como queriendo borrar su historia y su paso por la vida, sin saber que las leyendas son imparables. Nunca se supo si realmente el bolichero lo estaba tragando en el cobro, o si José que cambiaba su carácter afable cuando bebía, se había perdido en su ira. Su lugar fue saqueado de a poco entre los pescadores de la zona, hasta no quedar nada, sólo la historia como leyenda a veces agrandada, otras mal contada. Testigo mudo hasta el día de hoy, naturalmente fluyendo hacia el río en bajante, y llenando la laguna en creciente queda el Zanjón del Húngaro, como lugar de encuentro entre pescadores o curiosos, innegable personaje de los que hicieron historia en el "Arroyo Leyes". Descansa José, descansa en paz José Zocko, el "Húngaro".
Siesta
Sentado una tarde, mirando el río,
intenté atrapar un sueño, un sueño muy profundo, que me diera todo lo que anhelo, todo lo que siento mío, pero se alejaba indolente, no queriendo que me acerque, burlando mi deseo, esquivando los sentidos. Las ondas de su sendero vagaban en el mismo recorrido, todo pasa, pasa no dejando nada en su camino, flota el camalote, navega un papel en el olvido, no detiene nunca su corriente que sigue y sigue hasta encontrar su destino.
CABRERA, ÁNGEL GABRIEL Concarán, San Luis, Argentina
La vista aérea
─Pero no puede ser, señor. ¿Las alas del mundo no se ven? ─No están aquí ni allá─ le contestó el abogado. Envió al ángel a solucionar el problema. ¿Cuál era? El abogado estaba ciego. Moraleja: para la gente ciega del alma, ni el cielo es algo infalible.
Por las tumbas de las tumbas La fiesta de la cátedra estaba llovida de trigo. Yo bailaba ─merecido o no─ con la más bonita el vals de la boda de los dos terráqueos autoexiliados en la luna. Salí del ruedo a hablar con el hombre que traía la crema que oficiaría de postre. Le pagué con un casco de corcel fosilizado y seguí bailando. Afuera, como el tiempo no corría (sí en nuestros
adentros), no veíamos la hora de volver a la habitación. Literalmente no la veíamos, pues los relojes eran cosa del pasado. Abrí la puerta. Encontré otra puerta. La abrí y había un laberinto, y en el laberinto una joven desnuda y maniatada. La desaté sin hablar y nos volvimos a la boda, que estaba en la dimensión de arriba. ¡Oh; sorpresa! Mi pareja tenía una bilocación que viajaba más allá de las ropas. ─¿Y más allá de los planetas, Eva? ─Sólo si me encuentro más que concentrada, y eso me costaría la vida. Sabés que cometí muchos pecados en mi nombre, y que sólo vos podrías adjudicártelos en el documento de la boda…, pero no es nuestra, y estoy comprometida a ser la madrina si esta pareja logra procrear en un páramo así, sin hálitos ni cafeína. ─Comprendo─ dije. Siguió lloviendo trigo, lo cual ─como muestra del dolor telepático que le transmitía mi andar tambaleante─ se trocó en una harina que bañó mis dedos y los de mi niña Silva y derritió la crema. Floreció el alcohol. No me gustaba nada. Era una trampa sin trampa. Bebimos y bebimos hasta embriagarnos. Alguien nos acercó un revólver. Se lo di a ella y juré en nombre de todos los demonios. Presionó el gatillo y yo quedé enraizado en aquella luna. Debo decir que era el infierno del desarraigo en el arraigo. Deberé cargar con estas presiones. Luego, la adolescente se disparó en el cráneo. Hace rato que los humanos no tenemos sangre en la cabeza. Fluyó alcohol mezclado con harina mientras la enviada Silva se concentraba en transportar a todos los seres a la Tierra. Lo cumplió, mas ─como estaba destruida─ seguía siendo tan apocalíptica su figura como un infierno. Sonreí plácidamente. Besé el cadáver de Eva Silva en la boca, y así resucitó magistralmente, como obra de la harina y del brebaje que sellaban su rostro y no la dejaban hablar. Caos y desesperación pasiva para mí.
Sí; como lo sospechaste: yo estoy en un infierno, con mi compañera callada, que es lo mismo que si no estuviera, y la gente invitada a la boda está horadándose ahora en su planeta (nunca fue mío). La pareja tendrá que volver a autoexiliarse, sólo que ahora no tienen rocines; deberán sacrificar otras bestias supervivientes a la hecatombe. Quiera Alá que haya espíritus peregrinos carniceros en Mercurio… y amor del cual sólo se encuentran restos en las tumbas de la tierra y en las tumbas de la luna.
Dos montañas en el cielo Vivía al borde del sur, como un ángel de luz pregonando su paz por los caminos. Miré su rostro. Destellaba las palabras. Deshojaba los besos de su edad como las olas. Planetas al final de mi destino me dieron el candelabro y se alzó su vista azul de ojos pequeños, cansinos.
La niña está llamando a quien, enviado a llevar su fuego a sí, canta como dos coros de montañas en el cielo. Padre de roca, dame tu espíritu y seré huella en tu trago allá a lo lejos: donde el silencio y el tiempo se reúnen en tu boca y tu sonido.
CAIZZA, CARLOS Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina
En la dulce oscuridad
Cambio de posición y continúa la molestia. Para evitarla, acomodo la almohada y me acuesto boca arriba. A mi lado, Lala ronca como un oso resfriado. Compruebo, incómodo, que mi vejiga se queja. Busco causas y me acuerdo de esos vasos de aperitivo con fernet, hielo y soda. Atacar a traición es de cobardes; la próxima vez... Miro el reloj digital y, sin los anteojos, veo números borrosos: parecen ser algo más de las dos. No encuentro posición y, las cuatro neuronas que tengo funcionando alertan, piden, exigen que me levante y vaya hasta el baño. Entiendo que no hay negociación posible. Retiro, suavemente, la sábana y el cobertor tratando de no despertar a Lala. A tientas, en medio de una oscuridad conocida, quiero ubicar las pantuflas. Mi pie derecho tropieza con algo parecido. Emboco el dedo gordo y luego el resto. Sólo falta una. Con el pie izquierdo inicio un recorrido incierto y necesario. ¡Bien! Aparece la otra. Al fin logro salir de la cama. Con una facilidad que me asombra, avanzo por el escaso pasillo conduciendo mi cuerpo a puro tacto. A la izquierda, la ventana y la cortina de tela, del otro lado la cama; mi mano derecha detecta la madera lustrada que marca el fin del lecho matrimonial. Sé que, a un costado, estará la cómoda; tomo el centro o lo que creo que es el centro del camino. Avanzo. Ahora, se abre un espacio mayor; toco suave con la zurda y siento la silla valet; a la
derecha, una pared corta limita el placard. ¡Bien! Me digo. Giro otra vez y, sin dudarlo, avanzo por el pequeño palier que lleva al baño. Otra vez, la mano izquierda percibe un mueble grande; es el botinero con estantes y portarretratos en la parte superior. Un verdadero peligro, estoy a centímetros del desastre. Creo superar ese riesgo cuando el pie derecho, la pantufla de ese lado, roza la banqueta bajo la tulipa del pasillo. Es la señal que esperaba. Confiado, giro nuevamente para pegar con la frente, con toda la frente, contra la puerta del baño. Una puteada se ahoga en medio del tórax, bajo el pijama. La puerta es corrediza y encuentro el herraje que la abre. Desplazo la puerta suave, lentamente, intentando cero decibeles. Oigo, percibo, que los ronquidos siguen, como un malambo con variaciones. Me relajo un poco. Corro en sentido contrario la hoja de madera hasta sentir que hace tope. Estoy a punto de prender la luz pero me detengo; recuerdo que, en otra ocasión, casi quedo ciego por el resplandor. Inhibo la intención y resuelvo confiar en mi tacto. Con precaución infinita compruebo que, tal como calculé, la tabla está baja, las dos están bajas. Siguiendo el criterio adoptado, levanto sólo una, sólo la que permitirá sentarme porque de pie, sin brújula, sin compás y sin linterna, el chorro rebotaría contra la mochila, la tabla o vaya a saber uno contra qué obstáculo. El pantalón ya es todo arrugas; esbozo una sonrisa y un sonido de Feng shui irradia el alivio esperado. La descarga es, nada más, que el intermezzo; después queda volver al túnel. Entonces, me acuerdo de Sábato y de ese ciego sádico manejando el subte. Pienso: “Si llegué hasta acá, no me voy a achicar ahora”. Otra vez en el pasillo. Siento sed. Un poco de agua mineral estará bien. Con mucho cuidado, me asomo al comedor diario; pequeñas luces, del televisor y de la video, hacen de guía. Abro la heladera, saco la botella y me sirvo. Compruebo que estoy desvelado, sin ganas de volver a la cama. ¿Qué hacer? Lentamente, buscando la respuesta en el camino, voy hasta el escritorio, prendo la lámpara de pie y la computadora. ¡Es hora de escribir un cuento!
Poliedro “No... Sí, está bien. Tengan en cuenta lo que les dejé. Tengo alguna grabación, pero eso no importa. Sí, espero aportar más... No, por ahora; ya se van a enterar cuando sea el momento. Después te llamo” (cierra el celular). Ruperto llega hasta su despacho. Se sienta en su sillón directorio y llama por el interno. Su secretaria acude en segundos para recordarle que tiene que llamar a infraestructura. ―Cierto, Laura; pida con el Secretario y, si no está a la vista, trate de que me atienda Yánez. Pasan unos minutos mientras Ruperto revisa algunos papeles y hace notas en un block de hojas a mano. Suena el interno y levanta el tubo. “Señor, está Yánez en la línea; el Secretario fue a Presidencia”. Otros segundos y algún ruido en la línea antes de hablar. ―Yánez, qué haces; así que Sandokán está con el número uno. ―Hola Tigre; prepará las garras. Mirá que se viene algo importante. ―Sí, sí, sí... Hace un mes que vienen con ese verso. Escuchá, decile a tu jefe que tengo los inversores muy impacientes y estos tipos no joden. ―Quedate tranquilo; justamente, Sando está en gobierno arreglando el estofado. No pasa de esta semana para que se largue la licitación. Al borrador del pliego te lo mando hoy mismo. ―Perfecto; decile al capo que va el veinte, como siempre, para ustedes. Pero no lo demoren más. ― Ruperto, a ver cuándo te pagás algo; Sando tiene los bolsillos cosidos. ―Vos apurámelo a Sandokán y te garantizo un tour a las Bahamas.
Corta la comunicación, piensa que todo anda sobre rieles. Con esta licitación de obra pública, espera cancelar las deudas de la empresa y con la ganancia comprar maquinaria nueva. Para festejar, saca una botella de champaña de la heladera. Se sirve y mientras saborea el Brut, suena otra vez el interno. Es su secretaria para recordarle que, a las dieciocho horas, está agendada una asamblea en el Rotary. “Carajo ― piensa―, tengo que ir; con pocas ganas pero tengo que ir. Se lo prometí a mi mujer y no quiero discusiones”. Registrada la obligación, se dedica a llamar a su asesor letrado y al contador; les pide una reunión para el miércoles próximo y que traigan borradores para los nuevos contratos. Un poco más tarde, busca muda nueva en el placarcito de la oficina y una camisa limpia. A continuación, se mete en el baño. Media hora después, observa satisfecho el resultado. Se coloca nueva camisa y nueva corbata. Retoca su peinado. Por fin, completamente satisfecho, sale y, mientras se pone el saco, vuelve a usar el interno para pedirle a su secretaria lo comunique con el Pastor Kleiro. Kleiro está a cargo de la Iglesia “La Moneda del César”. Él, Ruperto, es uno de los fundadores y financió el nacimiento de la secta como variante de la corriente evangelista que invadió el país. La característica de su Iglesia es la de tener feligresía de buena posición: “los pobres no pueden ayudar a los pobres” es uno de los eslóganes de Kleiro, el Pastor, y también de él; está convencido de que con los pobres no se hacen negocios, sólo fábricas. Baja el ascensor pensando en cómo salir rápido del Rotary, lo suficiente como para llegar a tiempo hasta La Moneda del César. Ese nombre se le ocurrió a él, y está orgulloso de su creación y del futuro que tiene. Un lugar ideal para acompañar sus actividades, un lugar que le brinda una cobertura segura, el blindaje necesario ante cualquier ojo enemigo. Sale con el auto de la cochera; busca los atajos que le permitan
obviar el tránsito enloquecido de esa hora. Deja el auto a metros de la entrada del Rotary. Al ingresar, la ve; su mujer ya está allí luciendo un conjunto muy elegante, uno de los comprados en el último viaje. Se acerca y una sonrisa de ella lo reconforta, es una compensación ante tanto plomazo presente. ―Allí viene mister President ―observa―, mientras prepara el saludo de ocasión. ―Hola Torres, ¿cómo anda, qué tal el club? ―Bien Ruperto. Usted ya sabe, luchando para mantener esto en marcha. Suerte que, gente como usted y otros, nos ayudan a mantener la institución. La ayuda que prestamos es muy necesaria. No se puede esperar todo del Estado. ―No agradezca nada; es obligación de un buen ciudadano colaborar con este tipo de entidades, con gente que dona su tiempo para que otros estén mejor. Con permiso Torres: el baño, ¿está por allí? Sale del lobby y se dirige, inicialmente, hacia los sanitarios. Después, al llegar al pasillo lateral, ingresa en él, no sin antes echar un vistazo. Nadie se preocupa por sus movimientos, nadie se interesa por el pasillo ni por las oficinas que están al fondo. Ruperto sigue hasta la puerta que cierra el paso; con suavidad, empuja el picaporte hacia abajo hasta conseguir el resultado deseado. Ingresa sin prender la luz; con el celular ilumina el escritorio. Busca lo que le interesa. Pone el celular en función cámara para ejecutar, hoja por hoja, su misión. Al salir, ahora sí, se dirige hacia el baño de hombres. Minutos después, se asoma para ver que todo el mundo se está acomodando en una de las sillas disponibles. Confirma que se cansaron de saludarse, de exhibir la última estupidez, la penúltima anécdota pedorra, la penúltima mentira antes del infierno. Igual que en él, todo es mentira, todo es verdad, depende de la luz que ilumine el escenario; cada personaje tiene su propio mundo. Saluda con dos dedos sobre la boca a su mujer; ella sabe a dónde va, sabe algunas cosas, pero no todo. Nunca es conveniente que alguien
tan cercano sepa todo; eso la expone, la expondría a la venganza de algún enemigo presente o futuro, alguno de esos tipos necesitados de una escalera al éxito, de un velero, de una cuatro por cuatro con casa en un country, incluida. Busca su auto y se va. Prende la radio y oye el noticiero: hablan de un escándalo de corrupción, de bóvedas con dinero, de campos escriturados a nombre de sociedades, de testaferros, del pago por votos en el Congreso, de sobreprecios en la compra de aviones y en la obra pública. Ruperto sonríe ante la ingenuidad periodística; esa gente que cree que el sistema funciona sólo con democracia, que la república existe porque hay un texto aprobado hace dos siglos y la Asamblea del año trece. Ignoran todo o, casi todo sobre el sistema. Un sistema que funciona gracias a tipos como él, gracias a los que lograron que la gente crea en algo para que no se vuelva a la ley de la selva, para no volver a discutir a los lanzazos por un pedazo de tierra. Hoy, la diplomacia moderna son los negocios. Todo es negocio, todo es negociable. Claro que, algunos exageran. Pero eso ocurrió siempre. Sin darse cuenta, casi está llegando. Es temprano. Detiene el auto frente al local. Acaban de prender las luces. Increíblemente, en media hora, ese salón vacío, ridículo, con olor a sahumerio, se llenará de crédulos. Ellos también son necesarios en el mundo, son la fuerza que alimenta la base del sistema. Hoy se siente inspirado; se imagina subido al estrado dirigiendo las palabras que los fieles esperan. En eso, suena uno de sus dos celulares. Llaman desde el Servicio. Es una consulta breve; tienen dudas sobre los nombres subrayados con marcador. “Esos son los elegidos; decile a los técnicos que no se oigan ruidos en la línea. Las cagadas hay que hacerlas bien. Listo. Gracias”. Baja del auto y avanza hacia la entrada. Un empleado le abre y, tras saludarlo, va en busca de Kleiro. Lo saluda con un abrazo, mientras, por el ventanuco de atrás, ve personas que llegan y van ocupando el hall del local.
―¿Qué tal, Rupert, cómo estás? ―Muy bien; resultó ser un buen día. Espero que nuestros feligreses cumplan. ―En la última tuvimos cien; hoy espero más gente. ―Tenemos que agregar otro atractivo. Lo voy a anunciar cuando me toque hablar. ―¿Qué tenés pensado? ―Vamos a sortear dos pasajes, con estadía en Dominicana. Está más barato que Brasil. Vas a ver la movida que vamos a generar. No habrá competencia, los vamos a destruir. Hay que trabajar en ese nivel de público. No quiero libretas de almacén, quiero tarjetas de Crédito. Una hora más tarde, está detrás del cortinado; el Pastor finalizó su alocución. Él espera la seña de Kleiro para avanzar hasta el estrado. La señal llega, es su momento, le toca avanzar y avanza. Un aplauso cerrado, respetuoso y enérgico lo recibe. Ruperto hace un breve movimiento con la cabeza, a modo de saludo. “Estimados amigos, compañeros en la fe. Antes de anunciarles las últimas novedades en nuestra Iglesia, quiero dar la bienvenida a los nuevos amigos y desearles que lo pasen muy bien entre nosotros. Es necesario que entiendan nuestra misión, la misión que nos guía y que es la madre de este esfuerzo llamado ‘La Moneda del César’. No sé si lo he contado antes. Tal vez, alguno de ustedes, o muchos, se hayan preguntado el porqué de este nombre. Para cualquiera que haya leído la Biblia, es fácil recordar ese pasaje en que los sacerdotes de la Sinagoga, celosos, enojados con Jesús, le tienden una trampa. En esa oportunidad, colocaron delante de Jesús una moneda Romana. A continuación, le preguntaron qué es lo que haría él con esa moneda: entregarla en donación al Templo o darla como pago de impuestos al recaudador. La respuesta de Jesús fue: ‘Dad al César lo del César y a Dios lo que es de Dios’. Por eso, amigos, cada cosa en su lugar. Y, si me permiten la similitud, el pago de impuestos es con el contador;
aquí, señores, los espera el Templo que cumple con muchos que necesitan ser ayudados, de aquellos que esperan nuestro óbolo, la contribución imprescindible. Donar es ganar el cielo, donar es sentirse bien. Además, este lugar abre espacios para llegar conocernos y conocerse, para tratar con gente confiable, gente con la que se puede alternar y, por qué no, armar proyectos. Fuera del Templo, por supuesto, pero buenos negocios y con gente segura. Y ahora, hecha la aclaración y el pedido de ayuda, quiero aportar un momento de alegría en sus corazones: Vamos a sortear, entre los que nos visiten hasta fin de mes, dos pasajes a Punta Cana. Lo vamos a hacer porque, no sólo de pan vive el hombre. El placer compartido es enemigo del demonio y amigo del alma, de la armonía y de la paz. Que el Señor siga con ustedes. Dios los bendiga”. Junto con los aplausos, desde algún lugar, una paloma blanca vuela hasta posarse en el hombro izquierdo de Ruperto. Los presentes se levantan de sus asientos para continuar con los aplausos. Ahora, los feligreses cantan mientras aplauden, aplauden y cantan: “Al César lo del César y a Dios gloria eterna...”. Ruperto gira la cabeza y ve que Kleiro sonríe, entre bambalinas. Con un gesto lo llama para que se acerque, para que suba al estrado. Una vez juntos, levantan sus manos hacia el cielo, son cuatro manos agradecidas al tiempo que, Kleiro y él, lanzan al aire el milenario pedido: “Amén, Amén, Amén”.
CARDOZO, BIBIANA Reconquista, Santa Fe, Argentina
Pronombres Regrese aquel lugar, donde viví o nací. Tal vez las cosas estaban como lo dejaron o me habían relatado. Cada objeto estaba aún en mi memoria. Recorrí el pasillo largo de las habitaciones. Luego los baños y a continuación el comedor grande, con esa mesa que parecía interminables con sus sillas acomodadas. Cada uno ocupaba un lugar. Lentamente pasaba mis dedos por la mesa y los respaldos de las sillas. Una sensación recorrió todo mi cuerpo, mi pecho se agitaba, pero respire hondo como me dijo la psicóloga: (respire hondo, cierre los ojos y comience a tranquilizarse, los ataques de pánico es por stress o ansiedad). Cuando en un momento sentí la mirada. No quería darme vuelta sabía que estaba allí. Siempre estuvo. Sentí pasos corrí hacia un pequeño corredor que dividía el comedor y los baños. Observe detrás de las cortinas. EL CHICO se acercaba a tomar su lugar. Las velas estaban encendidas. ¿Por qué las velas? Si la luz del sol aún no se había ido. Allí estaba oscuro; todo en ese lugar era oscuro. Siento más pasos, murmullo de personas que están llegando al comedor. Vestidos de negro, ¿de luto? Y ahí los vi eran ellos sí, eran los que aparecían en mis sueños, los que me condenaron a llevar un nombre que no es mío, una historia que no me pertenece. ¡Ellos me condenaron! ELLA muy fina su cuerpo esbelto y con sus curvas bien puestas a pesar de los años, se
acomoda en la tercera silla alineada a la otra del frente. Esperaba. ÉL, se acomoda justo allí frente a ella. Sus miradas se entrecruzan y es inevitable el temblor en sus labios, sus miradas latentes y el Recuerdo que los atormenta. EL DE LA DERECHA, toma su lugar. Se acomoda y desabrocha el botón del saco. Realiza una mirada panorámica y mira su reloj. EL DE LA EZQUIERDA, camina hacia la OTRA, que había llegado casi a la par. Corre la silla y se sientan. Estaban TODOS. ¡No todos no! LA NIÑA, ¡Falta la niña! Otra vez siento pasos, que resuenan en mis oídos, firmes, de tacos, que golpean el piso con mucha firmeza. Quiero gritar y no puedo siento que una mano cubre mi boca. Trato de sacarla pero no puedo. Entonces respiro, pero siento un sudor en todo mí rostro. SI, ahí está, LA SEÑORA. Así la llamaban. Y en sus brazos la trae. Detrás de ella viene la FULANA, su fiel sirvienta. Todos la miraron, en silencio, otra más, hasta cuando, una más. La SEÑORA, manda a la FULANA, a llevar a LA NIÑA para que se la entregue al CHICO. Para que la observe y la reconozca como parte del lugar. Este la mira sin importancia. EL DE LA DERECHA, la observa y de reojo se pierde el gesto de ELLA, quien dibuja una sonrisa de Mona Lisa. La FULANA, sigue y EL DE LA IZQUIERDA quiere tomarla pero ella se lo niega. LA OTRA, Cuando va pasando cierra los ojos y derrama una lágrima. Pero ELLA la mira con devoción, como una salvación, forcejea con LA FULANA para tomarla. LA SEÑORA interviene. Con un gesto le ordena que se la lleve. Un silencio de muerte como si la mesa sería un féretro y todos mirando al muerto que no está, o desapareció y el incierto de no saber qué hacer con tanto silencio. Puedo respirar con normalidad, pero no sé qué hacer, LA NIÑA, me sigue observando. Trato de moverme pero no puedo. No quiero desaparecer. Solo
quiero saber mi nombre. ELLOS estaban allí, fuimos cómplice. Ninguno hablo, todos se fueron. Se escaparon. Sin saber sus nombres. Sin saber quién los pario. LA SEÑORA, solo nos recibía y ELLOS nos llevaban.
La nada Que puedo decir si está todo dicho que puedo agregar si la verdad es tu mirada y el aliento de tu boca que me sale a néctar de otra flor. ¿Si querías alas porque me ataste a ti? ¿Si querías otra historia para que inventaste una para mí? Nada que decir está todo dicho el final de tu obra ha muerto en mí…
CEBALLOS, LUIS EDUARDO Córdoba, Córdoba, Argentina
Mi lugar es a tu lado Añoré la paz que me dejó tu caricia caminé de prisa en un lugar desolado. Miré la brisa en un mar de codicia terminé mi vaso en un sol cantado. Dibujé las letras de la ironía de la vida asimilé las crueles sensaciones de la desidia. Pedí un poco de color en la neblina construí amuletos con aromas a envidia. Ultimé detalles de corazones solitarios disimulé tu nombre en papeles celestiales. Un día de distantes miradas una noche de simuladas palabras. Busco tu lugar dentro de mí necesito las palabras de alivio. Quiero volver a vivir y encontrar otra vez tu cariño. Bajo las flores de tu represa
hay universos escondidos. Siento que llego a tu sorpresa en grandes encuentros amanecidos. El día se fue sin motivo tu mano dejó la mía en un suspiro. La mejor manera de contar tus cariños mirar las estrellas en noches de frío. Desde que tus pies llegaron a mi lado caminé acompañado en cien calles soñadas. Disimulé mis pasos cuando no estabas encontré tus huellas en arenas de mar mojadas. Veo los vientos llevar mis ganas y la lluvia devolver mis mañanas.
CERRILLO, SOFÍA Montevideo, Uruguay
1º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Largo.
El color de la vida Hoy Adriana no se levantó, y ya no sentí que extrañaba su presencia como todas las mañanas cuando veo su blanco cuerpo despegarse de la cama. Con su pereza habitual, veo los primeros rayos de sol anaranjados filtrarse entre los agujeros de la persiana. Cierro los ojos y vuelvo a quedar profundamente dormido. Me despierto un par de horas después. Pongo a hacer café y al instante la cocina se inunda de su fuerte olor. Me siento y pruebo un sorbo cerrando los ojos. Pero ya no me gusta el café como antes, como cuando era joven. En ese entonces no había mayor placer para mí que encender un cigarrillo y tomar un café, preferiblemente acompañado de Adriana joven y llena de vida sentada frente a mí. Nos habíamos casado una tarde de lluvia en pleno julio, su madre nos había advertido que julio no era el momento propicio del año para casarse pero Adriana amaba el invierno y poco le importó. Recuerdo que se vistió de rojo porque dijo que de blanco era aburrido, y yo me tuve que vestir de azul porque negro es el color de la muerte según lo que ella siempre creyó.
La ayudé a elegir todo: el lugar para la fiesta, las invitaciones y los invitados. Ella parecía entusiasmada, iba y venía todo el día, planeando el gran evento. Pero a un mes de la boda se aburrió de planearla y me dijo que no iba a hacer más nada. Por eso fue que no hubo comida en la fiesta y que faltaron algunos detalles, como entregar las invitaciones. Lo cierto es que toda la gente que realmente nos importaba estaba allí, y nadie tuvo hambre. Ya por aquel entonces Adriana tenía el pelo gris. No fue algo que le ocurriera de un día para otro, pero a partir de los catorce años la cabeza se le fue llenando cada vez más de pelos grises y así le quedó. Nunca se me dio por preguntarle por qué no se teñía, creo que porque sospechaba que la respuesta sería que teñirse es disimular el envejecimiento y eso es antinatural. Aparte, siempre me encantó su pelo gris. Cuando la conocí, ella tenía veinte años y estaba completamente loca. Amaba tocar su violín durante horas, ponerle nombre a las estrellas y tomar café. Por lo menos eso fue lo que me dijo cuando le pregunté acerca de las cosas que no odiaba. Nuestra primera hora de charla fue sobre las cosas que odiaba. Odiaba el verano, el sol, los autos y una larga lista de objetos inanimados que ningún mal le habían hecho, pero que se habían ganado su odio en diferentes ocasiones. Me explicó que su madre tenía miedo a que quedara soltera, y yo le expliqué que mi padre tenía miedo a que yo corriera la misma suerte. —Supongo que es un miedo normal —me dijo. — Imagínate si nunca me voy de mi casa y me tiene que seguir escuchando tocar el violín por el resto de sus días. —Pero yo vivo solo — fue mi respuesta —no le debería preocupar eso a mi padre. —Pero tú eres raro —dijo Adriana. Y con eso me terminó de enamorar.
Yo siempre había sido lo más normal del mundo. Fui a la escuela y al liceo, alumno promedio, jugaba al fútbol con mis amigos y ahora trabajaba en una de las oficinas del centro de la ciudad. “Rarísimo” era la palabra para describirme que siempre utilizaba Adriana, y a mí me encantaba. Ella había tenido profesores particulares en su casa, siempre había sido solitaria y el primer amigo que tuvo fui yo. Era culpa de sus padres por recluirla dentro de la enorme mansión en la que vivían. Pero cuando me conoció a mí le presenté a unos amigos y al poco tiempo (si uno no la conocía a fondo), se podría haber dicho que era una más, una de los que ella calificaba como “raros”. Ella siempre insistió en contarle a todos que nos habíamos conocido en una fiesta, que ella estaba tocando el violín en la orquesta y yo bailaba, y me enamoré de ella por lo bien que tocaba. Era mentira aparte de imposible, entre otras cosas porque yo nunca en mi vida había pisado una fiesta en la que hubiera una orquesta. La verdadera historia fue otra totalmente distinta. Una tarde yo iba caminando y pasé frente a la casa de Adriana, ella salía justo en una de las pocas salidas que hacía a la semana para ir a la iglesia. La quedé mirando porque me extrañó el color de su pelo, era lo único que sugería vejez en todo su cuerpo. En ese preciso instante me vio mirando su pelo y me miró con gesto enojado. —Tu pelo es negro —me dijo—. Negro es el color de la muerte. Seguí caminando y me sentí mal por haberle hecho notar lo raro del color de su cabello. En ese momento pensé que lo que Adriana me había dicho era simplemente un mecanismo para defenderse. Volví al día siguiente a su casa, toqué timbre y pedí para hablar con la chica de pelo gris. La señora que me abrió pareció muy sorprendida. Mientras la esperaba sentado en el salón principal me percaté de lo enorme que era esa casa. Había un cuadro de la familia, en él
figuraba un hombre bastante mayor, una mujer rubia de escasa estatura que visiblemente era su esposa, dos niños rubios y ella, la muchacha de pelo gris. Cuando bajó la escalera me miró y me preguntó qué quería. A mí no me salió decirle nada aparte de: —Me encanta tu pelo. Ella se comenzó a reír y fue una manera de aceptar mis disculpas. La invité a tomar un helado pero ella me dijo que no le gustaban, que prefería un café. Lograr que su madre la dejara salir de la casa esa tarde con un desconocido fue un trabajo arduo, pero Adriana lo consiguió diciéndole que al día siguiente no tocaría el violín en todo el día. —¿No le gusta que toques el violín? —pregunté. —No. —¿Por? —Lo hago demasiado bien, y a mi madre no le gusta que la gente haga las cosas demasiado bien, debe ser porque ella nunca hizo nada bien en su vida. Mis visitas se hicieron cada vez más seguidas a la casa de Adriana y les caí bien a sus padres desde la primera vez, también a sus hermanos más chicos, los mellizos rubios del cuadro. —Les caes bien porque no haces nada demasiado bien, ¿ves? — me dijo al día siguiente de haberlos conocido. —Pero yo sí que hago cosas bien —le dije—.Trabajo en la oficina, vivo solo y sé cómo ser independiente. —Sí, haces todo así, medio, ni demasiado bien ni mal, ¿entiendes? Eres así, raro, como yo siempre digo. Adriana era totalmente radical, no tenía puntos medios. Eso era lo que ella consideraba ser normal. Por eso amaba muy pocas cosas y odiaba la mayoría de las otras. Odiar es fácil, y para ella sí que lo era. No entiendo cómo pero me enamoré de ella y de sus (según mi
concepto de vida antes de conocerla) rarezas. Por eso pocos meses después le pedí casamiento. Para ese entonces ya se llevaba bien con todos mis amigos y mi familia, porque era simpática, divertida y un tanto inocente. Se mudó a mi apartamento y me obligó a sacar de allí todas las cosas negras, y también todo lo verde. —No me gusta el verde —me dijo—. Lo detesto. No le pregunté el por qué, pero un día cenando me contó que su primer violín ella lo pintó de verde y su madre lo tiró a la basura porque lo consideró echado a perder por la pintura. Ella lloró durante muchos meses porque amaba el violín. Todo había sido culpa de su madre y del color verde. —¿Entonces también odias a tu madre? —le pregunté casi que sabiendo la respuesta. —Por supuesto, pero a ella nunca la hubiera podido echar de la casa, porque también tendría que haber echado a mi padre. Para ese entonces los pensamientos de Adriana ya no me sorprendían pero me encantaban por eso le pregunté: —¿Y por qué no lo hiciste? —Porque haberme encargado de mis hermanos hubiera sido horrible. Adriana nunca estudió nada después de las pocas clases particulares que se le impartieron. Tampoco tenía idea alguna de cómo o por qué conseguir un trabajo. Su padre era banquero y siempre había podido mantener a toda su familia sin que su madre tuviese que trabajar. Creo que sus expectativas eran que Adriana se casara con alguien rico que pudiera mantenerla, pero al ver que eso sería difícil no le importó que yo me casara con ella. Yo podía mantenernos a los dos pero con lo mínimo indispensable y hubiera sido imposible tener un hijo. De todas maneras, ella no estaba interesada en tener un niño. No
le gustaban los niños, eso siempre me decía. Yo no me animaba a preguntarle por qué. Adriana tocaba el violín todo el día, y yo amaba escucharla, me sentía feliz a su lado. Entonces, una noche, comenzó a hablar de irse a otro lugar, porque estaba aburrida de vivir aquí. Por ejemplo a Finlandia, ella siempre había soñado con ir ahí. Intenté hacerle entender que era imposible pero para Adriana no había cosa más posible que lo que nosotros, los raros, creemos imposible. Por eso no me extrañó llegar una noche y encontrarla en la puerta del edificio con su violín en una mano y un pedazo de pan en la otra diciéndome que se iba a ir a Finlandia. Le dije que hiciera lo que quisiera. Volvió a la media hora diciéndome que se había perdido en el camino, porque se había olvidado de comprarse un mapa. Entonces me miró como triste y me dijo: —Objeto horrendo el mapa. Trata de ubicarnos en un lugar a toda costa. ¿Y si no quiero que me ubique en un lugar específico? —Es para saber dónde vivimos, Adriana —le dije, malhumorado. —Ah sí, ¿y vos sabes dónde vivís? Porque a mí me parece que vos crees saber dónde vivís. No le respondí y me fui a acostar, porque había tenido un arduo día en el mundo real, no en su mundo donde lo único que se hacía era tocar el violín y emprender viajes a Finlandia. Lo cierto, es que no sé cómo no se aburría conmigo, yo que siempre estaba en el punto medio de las cosas. Ella que tocaba el violín demasiado bien y cocinaba demasiado mal. Tenía algo de salvación de este mundo tan raro, tan lleno de puntos medios y gente que no hace demasiado bien nada. Por eso cada día con ella me hacía bien, verla levantarse temprano como siempre, antes que yo, porque ella se despierta diez minutos antes de que salga el sol, siempre es así. Hacía el café y me esperaba sentada tomando una taza, con un
cigarrillo, su único vicio aparte del violín, mirando la nada con su largo pelo gris cayendo por sus brazos. Entonces, un día, empezó a enfermar. Ya casi que se había olvidado de su disparatada idea del viaje a Finlandia, el tan posible viaje a Finlandia pero que por culpa de los odiosos mapas no se podía hacer. Me dijo que se sentía mal y fuimos al médico. Nadie supo qué tenía. Con los días y las semanas se puso peor. Le costaba levantarse de la cama y casi todo lo que comía lo vomitaba. Estaba tan débil que perdía cabello gris por doquier, y lo único que mantenía de su rutina era levantarse diez minutos antes de que saliera el sol para tomar su café y fumar su cigarrillo. Se volvía a acostar poco rato después. Dejó de tocar el violín. Hace unas semanas, entre las ojeras que se habían apoderado de su cara, me dijo: —Creí que eras raro, pero capaz eres un poco más normal de lo que imaginaba, te casaste conmigo y me aguantaste tanto tiempo tocando el violín. Tal vez sí hagas algo demasiado bien: quererme. No pude aguantar el dolor y me puse a llorar. Hubiera dado todo porque volviera a tocar el violín. Ella me decía que era obvio que iba a morir, pero que ella lo sabía desde chiquita. Porque si no ¿por qué iba a tener el pelo gris desde tan joven? Siempre fue vieja, siempre estuvo cerca de la muerte por eso tenía que alejarse del color negro. Para ese entonces yo ya creía en todas las reglas que regían su vida. Por eso uno de esos días me rapé y llegué a la casa sin cargar con el color negro. Adriana me vio llegar y soltó una carcajada: —Eres un bobo, te iba a querer igual con el pelo negro, siempre lo hice. Anoche me abrazó y me dijo que si quería, podía quedarme con su violín, pero eso sí, que ni se me ocurriera pintarlo de verde. Una
lágrima cayó por su mejilla, fue la primera vez que la vi llorar. Yo también lloré. Ella estaba segura de que no estaba mal que muriera en ese momento, se sentía vieja ya. Aparte mientras iba cayendo entre sueños y dejaba de llorar, no paraba de decirme: “¿Qué gracia tiene la vida sin la muerte? Ninguna. Nada se distinguiría.” Termino de tomar mi taza de café, y vuelvo al dormitorio. Adriana sigue acostada, con su pelo gris, hoy no se despertó diez minutos antes de que salga el sol. Tal vez decidió irse a Finlandia, de tanto desearlo seguramente no haya necesitado el mapa, me dejó su violín. Seguramente vaya a clases y aprenda a tocarlo, capaz que puedo llegar a tocar demasiado bien, quién sabe, y me convierto en una persona normal, dejo de ser raro.
CIVALERO, MARÍA ALEJANDRA Clucellas, Santa Fe, Argentina
Paisaje suburbano En el cálido silencio perfumado de flores de paraíso o en el fresco sonido latino de granos maduros hamacados en sus vainas, el cielo envuelve los sentidos con su celeste impecable, como sedas de tiendas de campaña. El verde habla y es compañía, de él surgen trinos, aleteos, deslices, ajetreos… Otoño aún no ha trabajado plenamente en él pero los matices de su brocha que a los verdes desvanece, atraen las miradas de aquellos camuflados con el relajado paisaje. Cemento y suelo, suelo y cemento. Zigzagueante rumbo
de un distraído caminante o ciclista abstraído por tanta paz circundante.
CLAUSEN, MARÍA ISABEL General Roca, Córdoba, Argentina
El secreto que nunca sabrás Jamás te lo dije, por temor, por egoísmo o simplemente porque no podía dejarte ir, me horrorizaba el sólo pensar que no estuvieras en mi cuarto cada mañana al despertarme. Me fui desojando a tu lado como el árbol de la plaza que deja caer sus hojas ya resecas, crujientes notas musicales bajo las suelas del calzado de los asiduos caminantes, y negué tu libertad y la mía, atándonos a un sentimiento que fue más obligación que amor. Nunca fuiste totalmente mío, pero no me abandonaste. Te escapabas por las noches al encuentro de otros amores, volviendo a tu antigua casa en busca de caricias que extrañabas, pero volvías sigilosamente para acostarte a mi lado. Muchas veces me fingí dormida y el amanecer nos encontraba juntos, con mi mano acariciando tu pelo y la tuya devolviendo la caricia. Hoy no respondiste, una quietud desconocida en ti despertó mi curiosidad, te sacudí, estabas inerte, grité tu nombre, te tomé en mis brazos, tu cabeza no se arrimó a la mía, tus ojos permanecían cerrados y comencé a llorar, comprendí que ya no podría retenerte, por amor ni por egoísmo. Nunca sabrás cuantas veces desee que te marcharas, que volvieras a tu libertad porque al final anulabas la mía. ¡Cuántas salidas me perdí por ti con mis amigas!
Respondía ─No puedo, Gusy salió, si no estoy para abrirle la puerta se morirá de frío. Ellas burlándose me contestaban ─¡Tanto lío por un gato! Lo que no comprendían es que eras “mi gato”, mi compañero de lunas y de soles con quien borré durante años, las letras de la palabra soledad.
Búsqueda Te buscaré más allá de la luz y de la sombra del grito extenuante y del silencio inerte, de la distancia sin espacio ni tiempo, por los senderos dibujados de recuerdos y por la piel donde se impregnó tu aroma. Te buscaré sin cansancio en la nostalgia de los besos guardados en los labios, en el cálido cerrojo de un abrazo donde quedó aprisionado sin cadenas, mi corazón eternamente enamorado. He de encontrarte encendido en las estrellas, en el calor del sol de algún febrero, en la inconsciencia incesante de mis sueños, o quizás en la penumbra de mis ojos evocando tus pasos, y un encuentro.
COLLI DE TRUCCO, RAQUEL Santa Fe, Santa Fe, Argentina
Las moscas, las moscas Adelia y Emilia cerraron la puerta de su casa y subieron al taxi que las llevaría a la frecuente reunión de amigas, esta vez el festejo de los “taitantos” años de una de ellas, Pocha. Hermanas unidas, inseparables, confundidas como mellizas, aunque las separaban doce meses de diferencia. Desde su orfandad, a los cuarenta años, siguieron viviendo, más juntas que nunca en la antigua casa de barrio, inmensa, centro de manzana, lo que les permitía cultivar plantas y flores, algunas compradas y otras arrancadas como al descuido de algún cantero vecino o callejero. “Son las que mejor crecen, decía Mamá…” y esa afirmación parecía disculparlas de falta tan leve. Llegaron al cumpleaños con el entusiasmo propio de un encuentro de viejas amigas, en el que se conversaba de todo: hijos, nietos, recetas de cocina y de las otras, porque la mención a enfermedades y médicos no faltaban, obviamente. Hasta que alguna decía: “Bueno chicas, basta de dolores, hablemos más bien del Sagrado Corazón…” Y entonces, entre algunas risas cambiaba la tónica de la conversación y circulaban los chismes y algún relato jocoso. Hasta que alguna llegaba un poco más tarde y sin saber del tema prohibido comenzaba a contar con lujo de detalles su última operación. Pero se divertían; volvían a sus casas con sabor a sándwiches, bocaditos
dulces y algún sorbito de Malbec “que hace bien al corazón…” Pero ese día hubo una historia que conmocionó a todas las presentes. La misma Pocha fue la encargada de contar lo que había sucedido días atrás en la cuadra de su cuñada: ésta hacía días que no veía a su vecina, una mujer mayor que vivía sola, poco afecta a la comunicación: sólo un “buenos días” y nada más; en alguna breve conversación supo que no tenía familiares ni nadie cercano en la ciudad. Pasaron los días y la cuñada de Pocha comenzó a extrañarse de la ausencia hasta en las compras diarias en el autoservicio. El grupo guardaba un silencio expectante ante el relato, que al fin concluyó dramáticamente al contar la dueña de casa que su cuñada, al ver moscas revoloteando en el patio decidió llamar a la policía. —¿Moscas…, verdes? —preguntó Adelia, presagiando un desenlace nefasto. —Sí chicas, estaba tirada en el baño… Hacía días que…— y el ademán de su mano fue más explícito que las palabras que no quería pronunciar. El silencio ganó la reunión, junto a las miradas fijas y consternadas; por allí, un “qué horror…!” cortó el momento y alguien dijo para aliviar los ánimos: —Bueno che, hablemos de otra cosa…—Y así, de a poco fueron volviendo a la normalidad del encuentro. Pero Emilia y su hermana no podían disimular su impresión; cuando llegaron a su casa parecía que ninguna quería tocar el tema; sólo Adelia atinó a decir: —Viste… Mamá siempre decía… —Bueno, no pensemos más en eso —cortó su hermana —No son cuentos para un cumpleaños…, una va a divertirse… —y siguió mascullando mientras desapareció en el dormitorio. Pasaron los días, calurosas siestas y anocheceres con la humedad pegada al cuerpo y mosquitos felices rondando alrededor. Por eso se esperaba la mañana, algo más fresca, para trabajar en la casa y en el jardín, que siempre había sido la alegría familiar. Una de esas,
Adelia salió a cambiar el agua en la jaula de sus pajaritos. Los cuidaba con esmero, les hablaba, los mimaba, porque eran una parte importante de su diaria rutina. —Un día de éstos les abro la puerta y los dejo volar —les dijo esa mañana; y al instante se corrigió: —Qué van a hacer solos, bichitos de Dios…, vengan, aquí está su comida. Y cuando levantó la vista quedó como paralizada —¡Emilia! —gritó —¡¡Emilia!! La hermana apareció por la mampara aún en su camisón mañanero —¿¡Qué pasa, por Dios!? —Las moscas, las moscas… —balbuceó Adelia, desencajada. —¿¡Qué pasa con las moscas!? — Y vio que sobre el tapial de la casa vecina revoloteaban cargosas, moscas que zumbaban, que volaban de un lado a otro en una ronda anormal. Se miraron las hermanas tan acostumbradas a entenderse de un solo vistazo. Emilia, más serena, arriesgó: —Vos pensás que la señora García… —y no concluyó la frase ante un gesto de hombros de su hermana. La señora García era una vecina de años, casa contigua separada por una pared no muy alta, cubierta de enredaderas desprolijas. No se veían casi nunca, pero solían sentir sus movimientos cuando salían al patio. Viuda, mayor, con un solo hijo que según había contado tenía su casa en Córdoba. Vivía sola; o sea, que muchas cosas coincidían con el relato de aquella reunión de cumpleaños. —¿Y qué hacemos ahora…? ¿Sentiste algún olor? Y acercándose al tapial, les pareció, sí, sentir un olor desagradable —A veces venía una chica a ayudarle en la limpieza… —susurró Adelia. —Sí, yo sentía que la llamaba Nina. Pero hace mucho que no la veo. Y a la señora García…, tampoco
Emilia fue contundente: —Llamemos a la policía. —¿Te parece? ¿Y si esperamos un poco? —No, llamemos al 911… ¡Mirá cuando se enteren las chicas lo que nos ha pasado!… El móvil policial no se hizo esperar demasiado tiempo, alertado por el tono ansioso del llamado; descendieron dos uniformados, abordados de inmediato por las hermanas que esperaban en la puerta —Oficial, la vecina también tenía un perro… —Ya vamos a ver, ahora vamos a entrar, tranquilícese. Córrase de la puerta señora. —Señorita —cortó Adelia —Bien, señorita, córrase por favor. Y colocándose unos guantes maniobraron sobre la puerta cerrada hasta lograr destrabarla. Entraron seguidos por las miradas de las hermanas amuralladas junto al escalón. La oscuridad envolvió los pasos de los dos hombres hasta que llegaron a una habitación en la que se filtraba una tenue claridad por una ventana entreabierta. Recorrieron con la mirada el cuarto y uno de ellos corrió con cuidado las cortinas. Al hacerse la luz pudieron verlo todo: el comedor, el antiguo aparador con fotos enmarcadas, en el piso una pequeña vasija con restos de alimento balanceado; una mesa tendida sobre la que había una hoja de papel escrito aparentemente con apuro y a su lado… —Aquí está…—dijo el policía. Y desde la puerta se oyó a las hermanas a coro: —¿Está….?! —Señoritas, pasen… Entraron a los tropezones Adelia y Emilia, agarradas del brazo, los ojos algo desencajados. Y alcanzaron a ver, en medio de su impresión, una gran fuente sobre la mesa, con lo que parecía ser restos de comida vieja, putrefacta, hedionda, con centenares de
hormigas y moscas de todos los colores zumbando a su alrededor En la nota pudieron leer, a pesar de la suciedad: “Nina, cuando vengas esta tarde llévate este pollo y las carnes, porque yo me voy unas semanas a Alta Gracia, a casa de mi hijo. No te olvides, porque se van a echar a perder. Al Toby lo llevé a una guardería hasta que vuelva. Te dejo la plata del día”. Unos billetes junto a la malograda fuente daban fe del mensaje escrito. Esa noche las hermanas, después de rociar el tapial con creolina rebajada, comieron unos bocados en el patio, acompañadas en sus silencios sólo por el canto de los grillos. Reclinaron las reposeras y miraron las estrellas, que parecían más brillantes que nunca. —Se ve que Nina no vino en estos días— se oyó decir a una de ellas. —Ajaá…—fue la respuesta —¿Decime, cuando es la próxima reunión con las chicas ? Podríamos decirles que vengan mañana a casa… —¿Para contarle lo de las moscas? —Eso… Por lo de las moscas…, y los policías, se portaron bien esos muchachos…
CORRAO SANTOS, ISABEL Quilmes, Buenos Aires, Argentina
Manos abiertas Si a veces encontramos, piedras en el camino, siempre encontramos a alguien, que nos quiera ayudar, que nos preste su mano y nos brinde su abrigo, pues Dios nunca nos deja solos al transitar. Muchas veces pensamos que siempre estamos solos, mas siempre hay algún alma cerca del corazón, que a nuestro lado llora o ríe, si reímos y aunque se encuentre lejos está en algún rincón. El cariño de amigos o de nuestra familia, siempre encuentra motivos para hacernos sentir, que hay alguien que nos hace
olvidar la tristeza y nos guía hacia un mundo, donde hay felicidad.
DE BENEDICTIS, ANA Azul, Buenos Aires, Argentina
La otra casa En un piso séptimo de la ciudad grande la mujer rubia le explica, evitando mirarla, a su niña rubia y de ojos azules, que su papá no está los fines de semana porque tiene un cargo muy importante en la empresa y sale a recorrer las otras plantas. Al otro extremo, en una casa baja, de barrio, lleno de aroma de tilo, la mujer castaña le explica, evitando mirarla, a su niña rubia de ojos azules, que su papá trabaja en la capital, en una empresa muy importante, de lunes a viernes por eso solo está los fines de semana, cuando puede. Ambas niñas tienen reclamos. Las madres dicen lo que pueden, evitan mirarlas. Viernes, noche, neblina, lluvia, ruta, trampa. El auto está debajo del camión del cual se ha volcado la carga de hacienda que anda suelta y herida. La ambulancia llega y se va. El tránsito cortado, policías y bomberos. La mujer rubia se entera antes; la castaña, horas después. Ambas están limitadas en sus expresiones. La rubia, sostiene a su niña al lado del cajón cerrado. La castaña, a quien nadie saluda, sostiene a la suya en un rincón oscuro. Cada tanto se inclinan, para
empequeñecer la distancia, y hablan despacio a sus hijas. Mienten, seguro. Inventarán una explicación sobre quiénes son las otras. Dirán: después hablamos. Y hablarán o seguirán mintiendo, pero las niñas se vieron, se miran. Cada una descubre en la otra sus semejanzas. Tal vez se encuentren pronto. Tal vez no se encuentren nunca. Tal vez se odien con un odio prestado.
DI MARIO, RICARDO Los Hornillos, Córdoba, Argentina
El origen de los arroyos Los hombres y las mujeres de los valles, temerosos de las alturas, desafiaron a sus propios miedos y subieron a las cimas de las montañas para rogar que animales y plantas no murieran de sed. Desde entonces baja limpia y cantarina el agua en miles de cursos entre las piedras.
DIMARTINO DE PAOLI, MARGARITA Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina
¿Me preguntas...? ¿Qué es un beso me preguntas? ¡Pues amor!.. ¿Sabes?… ¡Los besos nacen en un día de esos, en que dos personas juntas, sueñan sin hacer preguntas y al mirarse así..., de frente bajo una luz incipiente se hace un silencio profundo, y gira apurado el mundo ante un beso tan ardiente!… ¡Y la mente se obnubila se trastorna el pensamiento no hay un solo movimiento solo una luz que titila!… ¡El alma sola destila, y enardece tu sentir, y te hace solo vivir los instantes tan preciosos que dos labios amorosos selló en besos su sentir!…
DONVITO, HÉCTOR HUGO La Reja (Partido de Moreno), Buenos Aires, Argentina
1º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Micro Cuento.
Elección complicada Es un parto muy complicado. Debo elegir entre la vida de la madre y la del bebe. Si escojo por la vida del bebe quedo huérfano. Si elijo la de la madre muero.
DRUETTA, MÓNICA Tancacha, Córdoba, Argentina
Cita a ciegas Lina se cambió de vestido por cuarta vez y volvió a mirarse al espejo buscando una respuesta que la hiciese sentir más segura, más atractiva…, pero lo que vio no pareció haberle gustado porque volvió a abrir las puertas del placar y volvió a cerrarlas… Ya estaba transpirando, levantó el brazo y se miró…, pensó, que cuando llegase al café en donde debía encontrarse con su cita, estaría hecha un desastre… Se volvió a cambiar los aros y miró el reloj…, notó que sus manos temblaban un poco…, “voy a hacer un papelón” pensó, mientras buscaba el frasco con los tranquilizantes…, se tomó la mitad de uno y lo cerró, caminó hacia la puerta…, de paso se observó en el reflejo en el vidrio de la biblioteca…, dudó, se volvió y se tomó la otra mitad del comprimido que había dejado. Ya en el taxi ensayaba mentalmente una conversación…, “hola qué tal, soy Lina” y extendió la mano como si tuviera al frente al hombre desconocido con el que se iba a encontrar…, no le convenció e hizo una mueca de fastidio… El taxista la observaba por el espejo disimulando una sonrisa… Lina pensó que mejor lo saludaba más formalmente, algo así como “Buenas tardes señor soy Lina Parrasi y espero para ver si me da la mano o amaga con un
beso”… y se revolvió, inquieta en el asiento, el taxista volvió a mirarla casi divertido… y preguntó… ―¿Se siente bien? Lina salió de su ensimismamiento y lo miró también un poco sorprendida… ―¿Cómo dice señor? ―Si se siente bien― repitió él pensando ya que estaba de remate… ―Sí, perfectamente…― disimuló ella, pensando qué pensaría ese hombre… Como ya estaban llegando, le pidió que la dejara por allí nomás, así tomaba aire fresco antes del encuentro… Se bajó y antes de irse se dio vuelta y le preguntó al hombre… ―¿Parezco de treinta y cinco? ― Se ve hermosa…―le contestó él, sin aclarar de cuánta edad la veía… Mientras caminaba las dos cuadras que la separaban del bar, pensaba cómo le había hecho caso a su amiga Liliana, su compañera de oficina…, era ella la que la había alentado a anotarse en el sitio “Citas.com”… Parecía que conocía, a la vecina de una prima, que había conseguido pareja de esa manera y ella, como una tonta, había caído en la trampa…, pero eso no era lo peor, pensaba, sino que había mentido al armar su perfil… “rubia, puse… cómo se me habrá ocurrido eso… y tuve que gastar una fortuna en arreglarme el cabello… reflejos, corte, planchita… y encima puse en edad treinta y cinco… y estoy pisando los cuarenta”… Se detuvo frente al lugar, dudó un instante, pero entró, se sentó al lado de la ventana, cerca de la puerta…, así se lo había prometido a su amiga “por si las cosas se ponen feas”, le había dicho ella y recién entonces pensó en la posibilidad de que el tipo fuese un depravado o un loco…
La voz impaciente del mozo la devolvió a la realidad. Pidió un café y un vaso de agua y miró a su alrededor…, algunas mesas estaban vacías, en otras, parejas charlaban animadamente…, algunos hombres estaban solos… “¿Cuál será de todos?” se preguntó casi aterrada… A la derecha un señor cincuentón, canoso, elegante parecía enfrascado en la lectura del periódico… “ese no es”, pensó Lina mientras revolvía el edulcorante lentamente… Cerca del espejo, un joven de anteojos, con saco y corbata hablaba por teléfono… “ese tampoco…, muy joven”, descartó la muchacha… Tal vez no había llegado aún o quizás se había arrepentido, reflexionaba casi aliviada… Lentamente el tranquilizante iba haciendo efecto y ella se iba relajando… Tenía hambre porque había estado a dieta toda la semana, pero no pidió nada más… Pensó que no era tan problemático…, en definitiva si a alguno de los dos la cuestión no le interesaba, cortaba ahí y listo… A la hora, ya estaba aburrida de tanto esperar y el sueño la iba invadiendo… Como era obvio que el señor no iba a venir, llamó al mozo y le pagó, se levantó con cierta dificultad, tomó su bolso y se fue… En la vereda pensó que todo sirve para algo…, por lo menos se había comprado ropa y cambiado su aspecto… Cruzó la calle y dos hombres que pasaban la silbaron con admiración, Lina sonrió y vio al taxista que la había llevado, apoyado en la puerta esperándola quizás… Lo midió con esa mirada que solo una mujer puede tener y de un solo vistazo comprobó, que no tenía anillo de casamiento y que debía estar cerca de los cuarenta… Le sonrió y pensó que no estaba nada mal con los anteojos de sol puestos como vincha y cierto look descuidado y canchero… Mirándolo directamente a los ojos le preguntó…, intrigada: ―¿Me estaba esperando? Él le iba a contestar que, como no le había pagado, se había
quedado allí, pero el enojo se le había ido pasando a medida que ella iba llegando…, sobre sus tacos, rubia, segura, un poco tambaleante tal vez y cambió de opinión… ―Sí, quería verte de nuevo― arriesgó… Ella se subió al auto y él le preguntó adónde la llevaba… ―Adonde quieras… ―le contestó y se durmió…
DUARTE LOPEZ, MIGUEL ANGEL Montevideo, Uruguay
Silencios… Canto silencios en el cielo, contando estrellas y luceros. Miro silencios escondidos en recuerdos. Acaricio silencios perfumados De rosas y jazmines. He gritado, tantos silencios, repicando mi mente. Escondo silencios de esperanzas, deambulando con alas invisibles; el espacio. Recuerdo, más recuerdos de silencios, repicando adversidades Destellantes… He recorrido silencios sin caminos empedrados del olvido, es por eso, ¡que grito silencios! A los cuatro vientos
es lo que siento silencios, silencios…
ELIZALDE, SALVADOR General Galarza, Entre Ríos, Argentina
Sala de slots Casino hotel ─sonoridades múltiples─ deslumbramiento de diseños. Escaleras, luces, columnas de agua. Bares, sillones. Ruidos y melodías. Me preparé, me vestí, me mentalicé, conducía con tranquilidad, busqué las avenidas, para que la fronda me brindara serenidad, estacioné sin dificultad, ingresando calculé inocentemente las ganancias. Black o paño ─¡No! Sala de Slots ─máquinas y combinaciones. Dedicado full time a la imagen ─a la pantalla, al sonido, a las luces. Enceguecido. Y apostando a más. Reconociendo animales y personajes, suspirando en la ansiedad del dinero. Redefiní los proyectos concluidos. Percibí la historia en cada pantalla. Perfeccioné mis conocimientos de Arte ─Rembrandt ─ Renoir ─ Da Vinci ─Miguel Ángel y transculturicé etapas universales. Por cuarenta líneas ─no ─el máximo ─no. Buscar el Bonus. Lograr el Free Games. Ansiedad, alegría, sonrisa, desconsuelo. Dejo esta máquina. Busco otra pantalla. La firmeza me sostiene en cada supuesto logro. No hay Win. ¡Sí! Cayó por doce mil quinientos créditos ─sale el Bonus ─avisa la chicharra. ¡Qué suerte elegí el
máximo! quince giros y comienzan a rodar, y suben los créditos y suben…, suben. Se acercan los proyectos. ¡Qué buena suma! Imprimo y me retiro. ─¡No! ─ Sigo, me supera ese instinto por dominar la materia, me domina la circunstancia. Quiero llevarme más. Necesito una pantalla de Jackpot. Veloz el descenso de las posibilidades. ¿Qué le pasa a estos rodillos? No quería esta situación. Escucho voces lejanas sin sentido. ─¡Estas máquinas no pagan nada! ─ A usted quien le confesó esa quimera… Se llaman tragamonedas. Muchos sonríen, no es mi rostro. Busco otras oportunidades, otras apuestas, redoblo, mi suerte parece estar echada. Mis créditos descienden. No hay más créditos, poco dinero. Vacío el futuro. Soledad de espacio, máquina sin vida, sus ocupantes se han ido. Quedo en silencio. Mudez. Y observo desde un recodo del sabor amargo, el indicio del cartel burlón. “Game Over”. Y la luz azulada envilecida me recuerda ─ “Inserte sus billetes”.
¿Y…, tu queja? En la tristeza de la noche cae el espectáculo. Detenerse pensando: Frente al café.
A la copa fuerte. El tango perdura aún… en el rezongo eterno de la queja: ¿Y…, tu queja? Si tu escena no tiene telón deja que el tango muera en fuelles y paletas de acordes y colores. Y…, enfrenta. En la calle hay luz: ¿Y…, tu luz? El gris marca el recuadro que tu dios medita. Mirálo…, decíle: la necesidad del plano. En luz posible, en horizonte limpio, en ventana abierta, en claras siluetas, en verdes praderas, en argentinos cielos. Y…, sigue la melodía tenue de un bandoneón que te sonríe al amanecer.
ESPIÑO, ALBA Olivos, Buenos Aires, Argentina
Sinfonía inconclusa ─Cuando puedas limpiar tu jardín, lavar tu ropa, ordenar tu casa, usar tu coche sin volcarlo en la ruta. Cuando puedas mirarme a los ojos y no vea en ellos el vacío que deja el alcohol. Sólo cuando puedas respirar el aire puro de la mañana sin que te duelan los pulmones, sólo entonces volvé a llamarme y espero que no sea demasiado tarde. ─Dijo Ana con lágrimas silenciosas rodando por su cara, con la voz quebrada pero con la decisión firme. Abrió la puerta y salió con paso resuelto sin mirar atrás. Marcelo, sentado en el sillón, con la mirada perdida en las maderas del piso, sentía cómo el techo se acercaba a su cabeza aturdida. El pelo sucio de varios días, las manos temblorosas y un ácido olor a vómito que invadía la sala eran el paisaje de su realidad. ─¿Cómo llegué acá? ─se preguntaba confundido. Silencio, nadie que diera una respuesta. Se dejó caer y sin más movimientos, se quedó dormido en un sopor de ebriedad y cigarrillo. ─Necesito…, necesito…─Siempre necesitaba alguna cosa y de tanta necesidad se hizo dependiente. Pero Ana ya no estaba para sacarlo de sus miserias y aunque necesitara más, ya no había nadie a
quien pedirle ayuda. Abrió los ojos y el sol que entraba por la ventana, le dolió en las pupilas. ¿Cuánto había dormido? Tosió largamente. La garganta le ardía, el estómago era un desastre que empujaba por salir. Se arrastró hasta el baño y no pudo llegar: se orinó en los pantalones. Sentado sobre sus miserias, lloró. ─¿Te acordás cuando nos conocimos? ¡Yo sí! Vos te reías y yo te vi a pesar del humo. Te dije algo gracioso y vos me sonreíste, con esa sonrisa blanca, con tu boca sensual y provocativa. Me miraste y ya no pudimos dejar de hacerlo. Siempre me pregunté por qué me diste bola. ¡Sos muy linda! Te dije y morí por vos. ¿Te acordás la noche que viniste a mi casa por primera vez? Yo quise que no te fueras nunca. Vos dijiste que nada es para siempre y te quedaste. ¿Recordás las noches infinitas componiendo, yo con la guitarra y vos en el piano? Tirados en el piso, vos pegando las hojas pentagramadas y yo llenando, enloquecido cada espacio para terminar nuestra sinfonía? Cada nota, cada instrumento sonaba en mi cabeza y era por vos. Tu voz hería mis neuronas y la melodía surgía de un golpe. Y tu cara, tus manos, podía recorrerte en la brevedad de seis compases. Y luego hacerte el amor, ahí mismo, sobre los papeles de nuestra obra. Más despejado pero igual de triste, con el cuerpo en ruinas y el alma ausente, buscó algo donde escribir. Una hoja arrugada, de esas que solía descartar porque nada de lo que escribía le resultaba bueno desde que los malos vinos y el vodka ruso eran una prioridad. Semidesnudo, con el cuerpo todavía mojado y la mente confusa, garabateó un “NO ME SUELTES”. Por primera vez en mucho tiempo, empezó y terminó una canción. La letra provenía de los recuerdos, de los momentos que vagamente recordaba, la música, salió de su más profunda depresión. Acababa de retarse a sí mismo a empezar una vida nueva, recuperar a Ana y
volver a componer. Demasiado temprano para abandonarlo todo y demasiado tarde para intentar un nuevo comienzo. En medio de la confusión, tomó el arma y lo último que vio fue su sangre manchando la foto de ella.
Misterio en Almagro 1º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Largo.
La mañana era como todas. Nada para resaltar, nada para olvidar. El cielo tenía ese color celeste agrisado de los cielos ciudadanos, el aire olía a combustible, las veredas estaban igual de sucias y los sonidos eran los mismos ruidos ensordecedores de cada día. No importa si es invierno o verano, el paisaje de Almagro se conserva casi incólume desde que empezó a desarrollarse como uno de los barrios aristocráticos de la capital. Mariana vive en Villa Adelina y a las seis toma el setenta y uno que la deja en Corrientes y Medrano, la esquina más enloquecida del lugar. Llegar a la casa donde trabaja como mucama le toma unos minutos esquivando gente y baldosas flojas que escupen agua después de que los porteros hubieran manguereado las veredas, algunas veces con lavandina. Una pisada en falso y arruinó ambas piernas del pantalón que compró hace una semana. Inútil sacudirse, ya está desteñido. Tarde para la queja con el tipo gordo que empuña la manguera y continúa tirando agua a chorros aunque ella esté
pasando. Mojados los pies, estropeado el pantalón, se preocupa por llegar a tiempo. Acelera el paso mientras insulta por lo bajo y se muerde la parte interna del cachete. Ya casi son las ocho. La señora se va a las “y cuarto” en punto. Si no toca el timbre a tiempo nadie le abrirá la puerta, tendrá que volverse sin dinero y con el temor de perder el trabajo por no haber estado a tiempo y sin avisar. ¡Si sólo tuviera otra oportunidad! ―¡Buen día José! ― dice al encargado, tratando de esbozar una sonrisa―¿Cómo amaneció?. ―¡Buen día Mariana! ―responde el hombre sin levantar la vista del manijón de bronce que está lustrando ―Ande con cuidado que acabo de encerar y no se vaya a patinar con los zapatos mojados. Sin responder nada, llama el ascensor y espera impaciente. La señora es pagadora pero tiene muy mal genio y no soporta que llegue tarde o muy justa de tiempo para darle las instrucciones del día. ―Total que siempre es lo mismo ―se dijo mientras abría la puerta, rumbo al sexto piso. La puerta de la entrada de servicio estaba entreabierta. Era raro, nunca sucedía. La señora era desconfiada y jamás dejaba la puerta sin llave. Aun así, llamó antes de entrar. No hubo respuesta. Al entrar en la cocina dejó la cartera sobre la barra del desayunador y volvió a llamar sin obtener respuesta. Por un momento pensó que se habrían quedado dormidos y no supo si insistir en el llamado, hacer algún ruido o comenzar con las tareas y ver qué pasaba. Esperó unos minutos en el silencio del lugar y al fin decidió que encendería la TV del comedor diario para comenzar con un sonido no demasiado fuerte hasta llegar al dormitorio principal, donde podría ver que había sucedido. Se colocó el delantal y subió la escalera tratando de hacer sonar sus pasos en los escalones de madera. Al llegar arriba todo cambió de color. Un charco de sangre impregnaba el piso del hall de
distribución. Mariana se paralizó. En su afán de hacerse notar, había plantado ambos pies en la mancha. La invadió un escalofrío y al retroceder, casi cae al piso inferior. Un grito se le quedó atravesado en la garganta. Con las manos en la boca, avanzó hasta la puerta del dormitorio y mientras hacía esto, pudo ver salpicaduras sangrientas esparcidas por pisos y paredes. La puerta del baño mostraba una palma que iba del picaporte al zócalo y ahí mismo descubrió el cuerpo de la señora tendido y ensangrentado, boca abajo y con un gran agujero en la espalda que parecía ser la herida mortal. Se agachó y con la punta de los dedos la tocó para ver si se movía. Nada. Se puso de pie y siguió rumbo al cuarto de Federico. Al enfrentar la puerta las rodillas le flaquearon, el cuerpo del chico estaba sentado en la silla del escritorio con los auriculares aun puestos y la cabeza sobre el teclado. Media nuca del muchacho había desaparecido en un revoltijo de materia gris. Los minutos pasaban en cámara lenta. Más allá la habitación del matrimonio abierta de par en par, dejaba salir la luz del velador. ¿Qué demonios pasó acá? A esa altura supo que debía llamar a alguien inmediatamente. Pero ¿a quién? ¿Y si la culpaban a ella? Esto era una locura. El señor estaba tendido sobre la cama con sólo un zapato puesto. Se veía que lo atraparon terminado de vestirse a tiempo para salir, o tal vez, recién llegaba del trabajo y los habían encontrado justo antes de prepararse para dormir. Ella veía esas series policiales de escena del crimen y estaba segura que podía resolverlo. Volvió sobre sus pasos pero las marcas de sus huellas estaban en todas partes. Recordó que había pisado la sangre al subir y la dejó en todo su recorrido. Se quitó los zapatos y fue al piso inferior a buscar algo con qué limpiar. Cuidó de apoyarse en los escalones que estaban menos manchados aunque agarrada de la baranda, tuvo que saltear algunos. Abajo se levantó las botamangas casi hasta las rodillas y vio entonces las decoloraciones blancuzcas de la
lavandina. ―¡Maldito gordo infeliz! ―dijo casi gritando. ―No tiene caso que hable en voz baja, nadie puede escucharme, nadie se molestará. Enseguida entró en el lavadero y revolvió entre los artículos de limpieza hasta hallar unos trapos, multiuso, un balde, cepillo y un par de rollos de papel absorbente. ―Creo que con esto es suficiente ―dijo, y emprendió la tarea. Antes se calzó los guantes amarillos de cocina, no sea cosa que se pescara algo manipulando tanta porquería, además siempre lo hacían los de las series. La impresión de un comienzo había girado a una escena bizarra de película de terror. En tanto subía la escalera imaginaba cómo podría haber sucedido todo: “entraron en la noche, mientras dormían y esperaron hasta la mañana, escondidos en la planta baja. A la hora de levantarse, los atacaron de a uno y a la vez para no dar tiempo a los gritos”. ¡No! Eso no tiene sentido, para qué esperar a que despertaran pudiendo matarlos mientras dormían. Ya de rodillas en el suelo, iba secando la sangre semicoagulada con el papel y lo metía en el balde. De tanto en tanto se quedaba pensativa imaginando otra posibilidad para el caso. “El primero atrapó a la señora cuando entraba al baño y le disparó por la espalda dejándola ahí mismo para ir a la habitación y liquidar al marido” ¡No, tampoco! Él hubiera escuchado los ruidos de la corrida y el golpe de ella al caer así que no hubiese permanecido tan tranquilo poniéndose los zapatos. Por otro lado, tal vez el marido fue el autor intelectual del homicidio y esa es la razón por la que no hizo nada, pero lo que no esperaba es que el asesino decidiera quedarse con todo y lo matara a él también. ¡mmmm! Pero… ¿y el chico? Acá hay algo que no cierra. Meditó un momento. Sacudió la cabeza con un gesto de disconformidad, no veía el “cómo” y menos el “por qué”. Tantas horas de televisión y no terminaba de comprender las cosas. Siguió limpiando. Al llegar al baño, pasó un trapo con multiuso por el picaporte y la puerta y al notar lo fácil que salían las manchas se dijo
―¡Qué buen producto! Un poco caro y los gatillos se rompen rápido, pero vale la pena. Tengo que poner en la lista del super otro y más rollos. Movió el cadáver un poco, no quería alterar la escena, y como la sangre estaba muy adherida al piso, le tiró un poco de agua y la fregó con el cepillo. Salió de allí muy satisfecha de su labor. Fue al dormitorio principal. ¡Qué desastre! Tendió la cama para lo cual tuvo que tironear las sábanas y el cubrecama que estaban atrapados debajo del cuerpo del esposo. Lo tomó de los brazos y trató de acomodarlo en la misma posición en que estaba no sin antes terminar de abotonarle la camisa. ―¡Qué pena, la camisa nueva, y no sé cómo se quita la mancha de sangre! Comprar quitamanchas. Se tomó un instante para abrir la ventana y dejar que entrara un poco de sol. Por suerte la alfombra beige no sufrió mucho daño, se ve que la bala no salió y sirvió de tapón. Antes de salir se puso un poco del perfume importado de la señora, ella ya no lo necesitaría. La peor parte fue limpiar la habitación de Federico. Ese chico era un verdadero desordenado. Todo tirado. Ropa sucia sobre los muebles, zapatillas apestosas debajo de la cama, esas revistas prohibidas camufladas con las de super héroes entre los libros del colegio. Algunas veces también sacaba colillas de cigarrillos del cajón del escritorio. Hoy no podía limpiarlo porque medio cuerpo estaba chorreando sobre el teclado. Tuvo una arcada cuando el asqueroso reguero de sesos le recordó los canelones que su madre le hacía cuando era chica. “Recordar no volver a comer canelones en casa de mamá”. Bien, había terminado de limpiar y ordenar y era hora de llamar a la policía. El caso estaría casi resuelto para cuando llegaran. Tiró los papeles sucios en una bolsa junto con los trapos y la cerró. Lavó los guantes y los dejó secando junto a la bacha en la cocina, enjuagó el balde y el cepillo y observó que casi no quedaba multiuso. Calentó agua en la pava y preparó un té, el té importado de La India
que su patrona nunca le convidaba. Y lo sirvió en una taza del servicio de plata, total nadie la veía. En su cabeza daba vueltas la idea del motivo, era importantísimo averiguar el por qué para resolver el misterio. Estaría en televisión y en todos los noticieros, los diarios y hasta en internet. Este día, que había comenzado como cualquier otro, la haría famosa. Mientras revolvía la infusión tuvo una revelación: “en casi todas las películas, el culpable era el que llega primero o el que llama a la policía”. ― ¡Ah no! A mí no me van a encajar estos muertos. Yo llegué cuando ya había pasado todo. Mire señor Juez, lo único de lo que me declaro culpable es de haber usado unas gotas del perfume importado de la señora y que conste que sólo esta vez. Con cierto temblor en los labios, sopló en la taza, apuró el tecito en la boca, agarró la cartera y los zapatos en la mano, salió por la entrada de servicio cerrando la puerta con llave. Al llegar a la planta baja, José no estaba y sintió un gran alivio. Los zapatos se los puso en la vereda y caminó por Medrano hasta Sarmiento para tomar el setenta y uno.
FERNÁNDEZ, MARÍA DEL CARMEN Chepes, La Rioja, Argentina
Sorpresa El frío fue siempre su manto y la calle su refugio sin techo. Las manos sangraban cariño y algún alimento. Sus ojos buscaban y buscaban en el cansancio de las horas sin reloj. Nadie lo vio. Cogió la fruta que estaba en el mostrador. Su estómago hinchado se sorprendió.
Cuando vuelva Se acercaba el Día de Animas. Con un mes de anticipación la nieta preparaba con su abuela, coronas de flores con papel crepe, engrudo y alambre. Poca variedad de colores podían conseguir. Había rojas, amarillas y moradas. Debían hacer bastante para sus familiares y amigos. Llegado el día, la abuela se levantaba casi a la madrugada, rezaba a todos sus santos, contaba las coronas, buscaba agua y escoba y despertaba a la nieta para el desayuno.
Se vestía de negro y se colocaba un pañuelo del mismo color en la cabeza, como muestra de respeto a sus difuntos. “Vamos antes que empiece a quemar el sol” le decía a la nieta. Llegaban y ya estaban apostados al costado del paredón del cementerio, los vendedores ambulantes, con sus comidas, flores, velas y rosarios. Empezaban la tarea de limpieza en las tumbas, colocaban las flores y encendían una vela. Eran numerosos los familiares. La niña agotada se sentaba en los nichos nuevos, a descansar, hamacando sus piernas. Por momentos corría y saltaba en las descuidadas tumbas de los angelitos olvidados; levantaba las cruces caídas e intentaba leer los nombres borrados por el tiempo. Seguía el ritmo de la abuela, que no terminaba de rezar, dejar un poco de llanto a sus difuntos y persignarse en cada lugar por el que pasaba. Tapándose la cara con las dos manos, la nieta escondía la risa contenida y recibía el reproche de la abuela “¡En juicio, niña, respete a los muertos, que están en su día!” Terminada la ceremonia, salían. Le compraba un helado de agua que muy pronto se derretía por el calor y se encaminaban a la casa. Sabía que a la tarde debía volver a la misa y que podía tomar otro helado. Caminaba pensando: cuando sea mayor y venga nuevamente con la abuela y mis nietos, el Día de Animas, también les compararé un helado pero más grande y de chocolate. No me vestiré de negro.
Irrecuperables
Apurada amontoné lunas guardé carcajadas de soles y cenizas del invierno. Reaccioné cuando el espejo me advirtió que había recorrido muchos vuelos, que se ajaron los días en los caprichos del sendero. Imperceptibles… Irrecuperables… Por las hendijas de la vida se escaparon nacientes primavera. Hoy preparo mis manos para recibir otoños.
FERNÁNDEZ, SILVANO Santa Fe, Santa Fe, Argentina
Zuecos y estola De por qué llegó a fijarse en mí, en verdad no puedo asegurarlo, “gustos femeninos” es una materia que nunca logré aprobar. Sólo sé que por mi inesperada decisión, nunca más su figura volverá a presentarse como lo hizo aquella vez, con la estola de cotillón de plumas rojas y las altísimas plataformas de corcho color marrón. Siempre a la misma hora cuando se abría la puerta, junto a la fresca bocanada vespertina, y entre suspiros, ingresaban unas calzas blancas directamente al sector de bicicletas fijas para incubar por no menos de treinta minutos. Lejos de incomodarle, aunque huraña, con un sutil movimiento de sus labios, aprobaba que en cada entrada le profesásemos tamaña admiración. A partir de allí, era cuestión de esperar que algún desprevenido tentado por la abundancia, discretamente pasase a su lado e intentara sacarle algún tema de conversación (en realidad el número telefónico), para oír el “otro que tire y pegue” que alguien, siempre el mismo decía en voz alta, en off, a nadie y a todos, haciendo su aporte a la rutina. Para no salirse del libreto, ella, parca y misteriosa, siquiera a veces les respondía. Codazos y sonrisas sobraban. ―Este es un derecho adquirido que portan las chicas hermosas ―sostuve con la voz entrecortada mientras me bajaba de la cinta
para caminar ―no importa lo mal que nos traten, siempre sucumbimos a sus encantos. ―Es que los hombres somos básicos―dijo riéndose mi compañero de forma tan contagiosa que me tenté con él. Un día cualquiera, entre tantos Adonis veinteañeros que se narciseaban constantemente frente a los espejos, abandona sus mancuernas y con absoluta seguridad se encamina hacia donde estábamos agrupados. Se paró delante de todos, nos escrutó uno por uno y sosteniendo mi mirada, certera dijo sin más: ―¿Vó sabé hacer un cheque? Sucedieron varias cosas. Por primera vez hablaba. En realidad, por primera vez la escuchaba. Su léxico sonó rayano a lo ordinario y la pronunciación sin “eses”, desmotivó a los puristas. En cambio la mayoría, chacales, dejaron sus actividades y se acercaron como enjambre atraídos por semejante miel a mi futuro diálogo. Ella aguardaba la respuesta con los brazos en jarra, marcándome el tiempo con el vaivén de su pie. ―Sí, claro, ¿qué necesitas? ―le dije. La estaba tuteando. Descubro que era dueña de dos achinados y desconfiados ojos verdes que sin temor ni vergüenza, me eligieron para evacuar sus dudas. Me contó que le habían pagado con un valor y no sabía cómo obrar al respecto. Más tarde, que los sábados y feriados trabajaba de promotora en cuanto evento fuese solicitada (no es para menos pensé), y que de lunes a viernes se ganaba la diaria como contratada de maestranza en la Empresa Provincial de la Energía. No soy de los que dialogan con alguien y enseguida le sacan el perfil. Eso me llevó mucho tiempo. Lo que sí obtuve inmediatamente fue la aprobación y cargada de mis camaradas de musculación. Cosas de hombres. Que a mi edad me sucedan estas anécdotas es cuanto menos gracioso, sobre todo después de enterarnos que ella portaba sólo con diecinueve
veranos, tres menos que mi hija mayor, y una deuda de seis materias jamás cursadas para terminar la secundaria. “En tercer año quedé embarazada del Jonatan”, me comentó una vez y al pasar, como único argumento de su deserción escolar. La relación empezó cargada de afectos, por momentos paternales. Los diálogos eran cortos, circunscriptos dentro de lo efímero y básico. Entre ejercicios nos mirábamos, reíamos, mencionábamos nuestros hijos y últimamente los problemas a devenir por su reciente divorcio. En septiembre uno de los muchachos festejó su cumpleaños. Todos invitados. Domingo 22:00 horas, en la planta alta de un pub. Fui solo por insistencia del cumpleañero porque quien me conoce sabe bien qué entrada la tarde, me cuesta salir de casa. No voy a explayarme ahora con una apología acerca de lo que me pasa el día del Señor, solo digo que en simultáneo a la caída del sol, siento el nefasto alumbramiento de una fuerte onda depresiva cuyo contagioso poder alcanzar también al día siguiente. Es más, estoy convencido que esa noche uno no duerme, batalla, sino cómo me explico que cuando suena la alarma del despertador, despertador, que palabra precisa para un lunes, sea el único día de la semana que históricamente, aunque me haya acostado temprano, me cueste levantar. Acodado en la barra bajo una luz blanca, mientras charlaba de cosas vacías con alguien que no recuerdo, me dejé llevar por el hipnótico movimiento circular que dibujaba mi dedo contra los hielos del vaso hasta que veo aparecer dos piernas conocidas y un rodete amarillo y tirante. Máquina asesina. Perfecta. El desconocido disfraz fue lo que terminó de dar forma a la femme que socavó en un segundo, mi medio siglo de existencia. Ignoro si lo lento de su ingreso se debió a lo largo de la escalera o a la altura de su calzado. Lo que sé es que por primera vez la vi deseable y tuve celos de su
juventud, de la juventud. Fugazmente recordé la mía…, cuanta vida pasó en ese pestañeo. Llegó al piso. Se me presentó la imagen de un trozo de pan en un remanso y que cientos de pececitos se agolpaban a su alrededor para probar el maná que venía del cielo, del suelo, sólo que en vez de mojarritas, eran palometas peleándose por conseguir un pedazo de su carne. Lustros menos, hubiese formado parte de ese patético festín, cardumen semental, claros exponentes de la especie. Pero los años aplacan, y desde la orilla veía cómo dé a uno volvían sin desovar nuevamente al curso del río. Y otra vez fue ella la que tomó la iniciativa. En la penumbra del local, encaró a donde estaba. De inmediato me incorporo de la butaca y sonriendo se la ofrezco. Quedé petiso. Dando un saltito, se sentó sobre ella. El leed que me iluminaba pasó ahora a resaltar sus piernas, manjar, y la piel de su rostro, hoy producido, blanco de mi instinto faunesco. ―Pedime un ferné ―dijo a secas antes que pudiera saludarla y decirle algo para cotejarla. Siempre síntesis. Redescubrí sus ojos, esmeralda y hondos, profundidad que no me detuve a bucear porque en un giro amoroso de nuestros cuerpos, quedé encandilado en el simétrico tatuaje tribal que apareció donde termina el valle de su espalda. Y en la bucólica pieza del hotel, entre mis besos destilados y sin horas, y los suyos, ásperos y efectivos, me dispuse aprovechar del presente ofrecido. Armó un cigarrillo. Por teléfono pedí un whisky. “¿Otro?” me dijo sonriendo y con el humo se fue al baño. A su regreso, jugó por la habitación vestida solo con sus zuecos de corcho y una estola que sacó de la cartera. Festejé aplaudiendo la ocurrencia. No me exigió ni un te quiero. Tampoco sospechó que su irreverencia venció a mi muerte semanal. Ese lunes fue otro lunes. Mi secretaria se dio cuenta, hasta silbé. A la tarde nos vimos y nos saludamos, y más allá de un ligero brillo
cuando cruzamos miradas, todo siguió igual, cada uno continuó su vida. Prueba superada. Lo malo de la discreción es que no tenés con quién comentar estas vivencias; lo bueno, es que a la larga se premia. Los pescadores que uno ve sobre el puente, el día que saquen un surubí de gran tamaño, ¿pensarán como yo que se trata de un regalo? ¿De qué otra forma llamar a lo que viví? Aunque esta comparación es tediosa. Ellos al menos practican la perseverancia del jugador empedernido que ya por el solo hecho de apostar, aunque siempre pierda, tiene latente la posibilidad del triunfo. Vaya a saber por qué, o a cambio de qué, me llegó esta…, alegría, sin haber realizado nada notable para merecerlo. Aunque otra cosa me incomodaba. Hacía dos semanas estaba saliendo con una dama contemporánea a mí, por decir un adjetivo y no mencionar su edad. Por eso los interrogantes, las dudas. La soltería la descubrí de grande, y después de intencionales derrapes, conocí una mujer hermosa y sensual. En un punto me dolió lo sucedido, sentí que defraudé su confianza, a esta edad jugar al adolescente alterado por las feromonas lo considero algo muy vil. De cualquier modo, era poco probable que lo de aquella noche se repitiese, y aunque mi culposa hombría luchaba por no reconocerlo, este pensamiento al menos por ahora, me dejaba tranquilo. Si la escultura arremetía otra vez, ¿sucumbiría como cualquier mortal a morir de nuevo en sus brazos? Una cosa es que sea joven, eso de por sí le otorga un plus a la opción, pero otra es que además sea experimentadamente atractiva. La vida es aquí y ahora, me repetía excusándome. Como ironía del destino, por la radio comenzó a escucharse un viejo tema de Serrat: “Tío Alberto”. Sonreí e hice silencio. Transcurrieron los meses y mi pareja transitaba estabilidad y armonía. Misteriosamente aparecían en su tocador mi cepillo de
dientes, mudas y hasta un kit completo para afeitarme. Solo si recordaba que probé el ficticio y embriagador rejuvenecimiento del alma, sentía el calor de mi espíritu horadándose. ¿Quién juzgaría mi humana debilidad? ¿Alguien podría arrojarme la primera piedra? Pasó un año y las cosas seguían cambiando. Bajé el escudo del individualismo y permití que la rutina conyugal me visitase con mayor frecuencia. Con mi novia, qué raro suena esa palabra a esta edad, el entendimiento había llegado a tal punto que hasta hablamos de fechas. En el gimnasio, con ella, esporádicamente si cruzábamos algún diálogo. Una noche vísperas de feriado, rondando la una de la mañana, el vibrar de mi celular anunciaba mensaje. Abro y aparece: “termne temprno voypa tu casa etas?” Lo tuve que leer varias veces, al remitente no hizo falta. La excitación y el dolor de estómago los sentí enseguida. Su gusto a Fernet y a cánnabis también. Como una foto, su cuerpo se materializó en mi memoria con total nitidez acelerándome la frecuencia cardiaca. Intuí que estaba a punto de colapsar el mundo tal como lo conocía. En un acto de lucidez advierto la situación. Estaba solo y mi compañera en su casa. La noche era mía y sin salir del departamento. Me sentí abrumado, deseado y lindo. ¡Una noche entera con ella! Tan malo no debo ser, me dije ufano, si no es imposible que se alineen los planetas de esta manera. Temblaba con el teléfono entre las manos. Estaba totalmente ebrio de ganas y con una leona hambrienta a punto de descuartizarme a pocas cuadras de la futura escena del crimen. De solo imaginarla tuve una erección. Pasé mentalmente revista si disponía de lo necesario en el cajón de mi mesita de luz. Daba vueltas y reía por la pieza. Cantaba agitado y fuerte. Y en un acto que seguramente me será recriminado cada vez que se enfrenten en la soledad de los recuerdos mi ser contra mí deber ser, apagué el celular y sórdidamente, me fui a dormir.
FONSECA GUERIN, PATRICIA NOEMÍ Alto Paraná, Paraguay
El león Érase una vez un león muy rudo que vivió mucho tiempo en un zoológico donde su casa limitaba unas varillas de hierro. Mucho tiempo ese león pensaba que ahí era su hogar porque estaba confortable en ese lugar. Tenía deseos, se esforzaba para lograrlo pero no alcanzaba realizarlo. Este león tenía siempre el corazón vacío, y lo sabía del porqué. Pasaron los años y el continuaba ahí, miraba la selva desde lejos, veía el verde de los árboles, cerraba sus ojos, sentía el viento de la libertad que pasaba por sus narices. De noche el león oraba para que la vida le diera una flor, para cuidarla y amarla. Se sentía muchas veces solo, porque sus deseos eran más grandes de lo que esa jaula podía darle. Tenía padres, hermanos, primos pero el aún se sentía solo. Hasta que llego un día donde él pudo escaparse de ese lugar, corrió sin mirar atrás, dirigiéndose camino de la selva, estaba seguro que ahí encontraría la flor deseada. Al llegar encontró varias rosas bellas, pero lleno de espinas, también se socializo con muchos otros animales.
Encontró un paraíso, lo disfrutaba solo, porque su egoísmo era más grande que su necesidad. Conquisto varias rosas, pero ninguna pudo conquistarlo. Entonces un día la vida da una margarita al león, vivieron con amor, lleno de pasión, la margarita entrego todo su amor, pero como la estupidez a veces es más grande; despreciando ese amor, el león da un beso al dragón. Este desprende la traición dejando así tres vacíos, la margarita se marchita, el león vive lastimado y el dragón sin miedos no se rinde. La vida golpea al golpeado porque ama al miserable carente de pudor. El perdedor es el león que ama a quien no ama dejando en cenizas al legítimo amor.
GARCÍA DE LA UZ, MABEL Pehuajó, Buenos Aires, Argentina
Antinomia (Madrid 23 - 3 1946) En una furtiva mirada a través de la pequeña abertura observó como una niebla lechosa se tragaba las últimas estrellas del poniente. Las paredes comenzaban a colorearse. El amanecer se anunciaba y con él llegarían a buscarlo. Su oído aguzado por el insomnio hizo que los pasos fueran escuchados antes de que llegaran al pasillo. A pesar de su atención, el lúgubre chasquido de las llaves al correr el cerrojo lo sobresaltó. Mantendría los ojos cerrados no deseaba ver ese amanecer. Traería a su mente otros rosados y bellos en que todo era armonía y paz. Este era oprobioso y funesto. Con lentitud se levantó y a ciegas recorrió el pasillo dejándose llevar. Resignado esperó el momento. Era el final. En el este, un disco dorado asomaba, sus rayos, aún débiles alumbraban en el piso, junto al paredón, un pobre muñeco desarticulado. La extendida mancha que estaba a su lado, aún era negra y difusa. Madrid 23 de marzo de 1946
Abrió el ventanal. Era el momento justo, ése en que las nubes toman distintas tonalidades y formas cambiantes a cada segundo. Los montes cortados por la niebla eran fantasmas voladores. Los colores no se mostraban con nitidez. Todo era una gama de negros y grises. Aspiró el fresco de la mañana, siguiendo con atención el ritmo ascendente de sonidos y colores. Por fin llegaba ese nuevo día tan esperado, que parecía tan distante. Sintió inmenso placer al contemplarlo, ganas de reír y gritar saludando a esa aurora que le traía una esperanza nueva y plena. Le parecía que las pequeñas lucecitas que relucían entre las hojas le hacían guiños cómplices. Cuando el sol terminó de elevarse, a través del ventanal, el haz de luz iluminó un hermoso vestido blanco desplegado sobre un sillón. Junto a él, un ramillete de flores de distintos matices rosados esperan ser lucidos por su dueña.
Paisaje serrano Diamantina cinta se desliza susurrante, cantarina. Maná para el suelo, placer y gozo para quien la mira. Canción que trae ancestrales leyendas de habitantes ignotos de las sierras, bravos comechingones, valientes chiriguanos que con astucia y heroísmo, defendieron su tierra.
O tal vez sólo quiere cantar a la vida, con sonido suave arrullador, canción de cuna, para el changuito adormecido. Sierras cordobesas admiradas, estallido de verde, pinceladas de amarillos y naranjas en las floridas primaveras. Suave sombra y frescor en el estío, para quien transita tus senderos. Dorado manto otoñal, visión placentera, donde el pintor olvidó su paleta en el recodo del camino o en la ladera. Contemplo tu paisaje mil veces cambiante, inigualable… Creo que el Supremo te lo dio todo. ¡Todo! ¡Lo mejor! ¡Lo más bello! Para que en ti permaneciera.
GARCÍA, MARÍA CARMEN Montevideo, Uruguay
317 palabras para la explicación de Paco Malaespina o el escriba esclavo En esta tibia mañana casi voy a caminar por el prado pensando en escribir un cuento titulado “El escriba esclavo”. El texto trata sobre un escritor que trabaja cómodamente para una editorial hasta que esta le pide que convierta su cuento de veinte páginas en una novela de doscientos. Este buen hombre entonces, cuenta cien hojas en blanco, escribe diez, intercala nueve hojas entre cada una de éstas. Y se obliga a hacer de cada página inicial diez páginas narradas. Agobiado por su editorial abandona estilo, coherencia y concordancia. Por ejemplo allí donde el personaje del cuento cruza el Río de la Plata, el personaje de la novela deberá pasear en un viejo taxímetro por la rambla hasta el Puerto de Montevideo, allí navegar el ancho río como mar en un veloz buque hasta Puerto Maderos para luego, en un micro atravesar las filas de camiones y llegar, finalmente, a rellenar unas cinco páginas más. En otro pasaje a la frase inicial "el personaje se vistió con un jeans bastante nuevo y un suéter cómodo" le agrega "el personaje se vistió con un jeans que
no era viejo pero nuevo del todo tampoco ya que se lo había regalado una antigua novia para su cumpleaños que no era exactamente una novia pues de matrimonio jamás hablaron pero era como una novia por la vía de los hechos ya que durmió en su cama y comió en su casa desde el día, exactamente, en que le regaló el mencionado abrigo o sea el día justo de su cumpleaños”. Como les decía, casi me fui esta mañana a caminar por el prado y casi escribí la vida de este personaje que causalmente se llama como yo: Paco Malaespina (y a quien le daba mucho mala espina dejar de escribir por su cuenta y emplearse en una editorial).
Sofía miranda o es tiempo de escribir 1. —Sofía Miranda —le respondió con tranquilidad en la mirada. El hombre canoso de pelo casi largo anotó su nombre. —¿Edad? —Treinta años. —¿Profesión? —Escritora. —Llene aquí y aquí con su número de documento y teléfono personal, al final de la hoja firme por favor —le decía amablemente. —Aquí está la tarjeta de acceso: habitación 303. ¡Bienvenida a nuestro hostal!
Sofía le sonrió dejó la carterita de correa larga sobre la mesa de la recepción y se descolgó la mochila apoyándola en sus piernas. Sintió sed; le apetecía un jugo bien dulce de naranjas. Tomó la lapicera de tinta azul sujeta a una cinta roja y firmó esmeradamente. Al parecer, el hombre no la reconocía. Quedaban pocos días hasta llegar a la cita y esta sería su única parada hasta entonces así que no le importó demasiado la habitación para hospedarse. No preguntó si el hall tenía plantas o la ubicación de la ventana. Sabía que el hostal era lindo, cómodo y aseado. Lo recordaba... Además, claro está, de ser el único en la zona costera del balneario. Suspiró. Este hotel, con el jardincito al frente y la fuente interior decorada con piedritas de colores sin dudas estaría en su novela. Sin embargo, omitiría el amplio hall con wi-fi y los ordenadores con conexión a Internet: describiría el hostal como era entonces, cuando tenía dieciocho años y ella soñaba con viajar lejos y regresar muchos años después, convertida en una exitosa novelista de quien el pueblo se enorgulleciera en recibir. Claro, habían pasado doce años y la gran novela no estaba escrita. Pero una modesta herencia familiar la hizo regresar a casa y allí estaba. Tenía dos horas para desempacar y ducharse antes de que el sol bajara. Cenaría una comida al paso en un mesón cualesquiera, frente a la plaza. Luego regresaría a su habitación para sentarse frente a su laptop: no podía tener demoras para ponerse a escribir. 2. Sofía bosteza y se cubre con una manta. Por la ventana semi abierta entra la brisa marina, casi fría por la proximidad del mar. Abierta sobre la mesa de la habitación está su página digital y sus escuetos apuntes para la novela. El olor de la pesca y las voces de los pescadores arrullan su sueño.
3. Era una niña pequeña aún y caminaba al encuentro de la mujer que junto al puesto de venta de caracolas, leía el pasado, adivinaba el futuro y curaba el mal de ojo y las penas del amor con piedras bañadas de luz de luna. Ella, Sofía, tenía trenzas que le entretejía su madre cada mañana, para que el viento no la despeinara. Tendría menos de diez años, era fácil darse cuenta pues su madre aún vivía. Caminaba decidida, contenta de ir al encuentro de su futuro, mientras se alisaba la falda estampada y se acurrucaba dentro del saquito de crochet. Ya era otoño y las tardes se ponían frescas. La vieja mujer la miró acercarse como si la esperara. No se animó a preguntarle si sabía qué clientas vendrían cada día. ¿En verdad quieres conocer tu vida entera? Le preguntó seriamente la vieja como si en la pregunta le animara a la respuesta. Tres veces di “sí” si conocerte es lo que quieres. Respondió. Y la vieja comenzó a hablar..., le habló de sus primeros años en la casa de madera creciendo junto a su madre; de aquellas plantas tan perfumadas y de los pájaros entre las ramas. Le describió el camino hacia los médanos y las lunas llenas saliendo entre la arena. Le contó de sus rondas infantiles con otras niñas del pueblo y de cómo jugando, aprendían las historias de su gente, esas personas que la veían crecer. De la vida de pescadores y artesanos, de padres que aprendían de sus padres los oficios del mar. De cómo fue creciendo y añorando secretamente otra vida bien lejos de allí, una vida de ciudad. Del viaje y del amor que dejaba atrás. Le habló de pequeños sueños rotos en la juventud y algún que otro secreto que las cartas a su madre no mencionaban. Le mostró un amor maduro, un matrimonio fugaz y muchas relaciones ocasionales para no amar demasiado. De amigas de risas y confidencias, trabajos y empresas que traerían un buen pasar pero que naufragaron a la primera tempestad. Viajes a lugares lejanos, de montañas y nevadas,
personas que nunca hubiese conocido sin viajar. De lágrimas también le habló la vieja, algunas compartidas por todas las mujeres del mundo y otras lloradas muy a solas. De la pérdida de un ser querido (no quiso mencionar su nombre) y de cómo, aunque ahora no se lo explicase, le daría temor y rabia, angustia y añoranza volver al lugar donde creció. De cómo sería una mujer de mundo, con el porte elegante que admiraba en las revistas de modas pero que, pese a todo esto, por dentro los años la convertirían en insegura y triste, desanimada e incapaz de luchar por un sueño. De un hombre que la espera. Y de cómo escribir la salvaría, retornándola al hogar como una sirena en la tormenta. 4. Sofía se despierta, lentamente se reacomoda en la silla junto a la mesa de la habitación. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sabe, tampoco lo quiere saber. La cortina ondula y la noche estrellada se muestra ostentosa. Siente sed. Bebe agua mineral y se prepara un termo de café. La noche es larga y la esperan muchas horas de vigilia... Es tiempo de escribir.
GIAMMONA, MARIANO OSCAR Viedma, Río Negro, Argentina
Desde Chacabuco Papá era un loco por la caza. Primero fue la pesca, pasión que nunca perdió. Después, una vez ya instalado en Argentina, comenzó con su primo Héctor a incursionar primero con un riflecito del catorce, tirándole a algunas liebres. Más tarde, y en cuanto pudo juntar los primeros pesos, se consiguió una escopeta Bayard de dos caños calibre dieciséis. Las liebres las cambió por las perdices, y a estas les disparaba siempre al vuelo…, usaba munición siete y jamás el gatillo trasero, siempre un solo tiro y por el cañón derecho. De esto había pasado ya como treinta años, y sus compinches de caza fueron siempre sus grandes amigos: Tito Cantoni, su hermano Ángel, y Héctor, por supuesto. Las perdices coloradas, codiciado tiro para cualquier cazador, eran bastante escasas…, sólo una o dos en una jornada de caminata, ―y entre todos con suerte. Dale gringo…, animáte…, le decía Osvaldo, -el hijo de la tía Rosalía-, que por ese entonces se estaba “estrenando” como médico rural en Villa Valeria al sur de Córdoba. Era el comentario de toda la familia…, pobre muchacho… ¿que le abra agarrado que se fue a ese desierto?, más siendo médico, que acá puede trabajar lo más bien, -comentaban las tías más viejas-. Lo
cierto es que Osvaldo estaba feliz con su Villa Valeria, pueblito con muy poquitos habitantes…, todos conocidos…, todos amigos… Tanto insistió Osvaldo que Rosario, mi padre, a su vez convenció a Héctor, y yo enterándome, a mi vez convencí al viejo que me llevara. La decisión está tomada, dijo mi padre. Ahora lo llamo para ver si no tiene problemas que vayamos los cuatro. Primero tocó con la parte frontal de su dedo índice al negro aparato telefónico para ver si le daba corriente…, después esperó pacientemente que la operadora lo atendiera. Como a los cinco minutos escuchó una voz…, “Central Paz, operadora uno cuatro, buen día” ” Señorita por favor me da la demora con Villa Valeria-Córdoba”. “En diez minutos lo llamo y le doy el tiempo de espera, ¿su número por favor? Paz uno cero nueve nueve ―dijo el viejo. Como a los veinte minutos sonó el teléfono, y ya lo tomó con un trapo por las dudas. “Señor la demora es de una hora cincuenta, pero usted quédese atento porque no creo que salga para antes de dos horas y media. ¿Con que número lo comunico?... Villa Valeria siete dijo Rosario-, gracias. A las tres horas sonó el ring ring, y corrió el viejo pidiendo silencio a todos. “Hola doctorazo, ¿como estas?..., aceptando tu invitación, decidimos con Héctor y mi hijo mayor partir a conocer tu tierra y cazar algunas coloradas…,¿decime como hago?..., ahhh, ¿son novecientos kilómetros? …. ¿Con el Ferrocarril San Martín decís? ¿Donde me bajo? ¿Y cuantas horas son? ¿Los cartuchos los llevo de acá? …¿Que munición ?... Ahh… ¿Y la tía?... Pasámela. ¿Cómo que estas en el Club, si yo pedí a tu casa?..., Ahhh, –la telefonista local, que conocía todos los chusmeríos, eficiente pasó la comunicación a Osvaldo sabiendo que estaba jugando a las cartasLlegó el viernes y comenzamos a ordenar el equipaje. Las valijas
eran monstruosamente grandes, porque en ellas, aparte de toda la ropa de invierno, teníamos que acomodar los cañones de las escopetas, sus culatas y siete u ocho cajas de cartuchos. Una vez cerradas pesaban tanto y estaban tan llenas, que debimos abrocharle un cinturón a cada una para reforzarlas y que no reventaran. A las seis de la mañana del sábado, uno en cada taxi nos juntamos con Héctor en la esquina de 1 y diagonal 80 para tomar el tren hacia Constitución. Llevá la valija del tío por favor, me pidió mi padre; -menos mal que con la mía hacía contrapeso, porque entre las dos pesaban una locura-. El viejo se hizo cargo de la suya y el tío, desentendiéndose desde ese momento, fue al quiosco a comprar el diario. Respiré tranquilo, sólo una vez que estuvimos en el tren definitivo que abordamos en Retiro en la estación del San Martín. Mientras tanto en Constitución, en el Subte, y en la Plaza de los Ingleses, las valijas me hicieron deslomar. Era un camarote de clase pullmann, con capacidad para seis pasajeros. Nosotros éramos tres, así que hicimos nuestra vida, jugando a las cartas, o escuchando la radio portátil, que teníamos como novedad en esos tiempos. Solamente yo no me había puesto corbata, El tío, había sugerido ir bien vestidos para disminuir la posibilidad que algún policía desconfiara, nos revisara y descubriera las armas y los cartuchos. Los viejos eran unos dandys: camisa blanca, corbata nudo corazón, bigotes recortados, zapatos lustrados y pelo engominado. Para completar su figura, Héctor tenía un lindo sombrero marrón, y el cigarrillo encendido en su mano derecha. ¿A quien se le ocurriría revisar nuestras valijas con esa pinta? El viaje era placentero. Un radiante sol inundaba nuestro camarote, embelleciendo el verdor de los campos que íbamos
atravesando en nuestro andar. Todo bien hasta Chacabuco. Allí subieron tres señoras sobriamente vestidas, y se terminó la fiesta, debiendo guardar todos silenciosa compostura. Apagamos la Spica. El tío, dueño de una seriedad absoluta, pero que escondía una picardía dotada de un humor elegante, me dijo secretamente al oído:”desde ahora vamos a viajar de gallo”. ¿Cómo es eso tío?, pregunté. ¿No viste cómo duermen los gallos en el palo del gallinero?, respondió en voz queda, bajándose el sombrero intentando dormitar. Se notaba que Héctor estaba incómodo…, miraba de reojo a las señoras y cada tanto salía al pasillo volviendo al poco rato. En cada retorno se notaba en su cara un mal humor creciente. Curioso me asomé al pasillo para ver si descubría su enojo. No vi nada extraño, salvo que estaba lleno de pasajeros que charlaban entre sí. ¿Será que le molesta la gente? me pregunté. . Pasaron las horas y llegamos puntuales a Justo Daract.. Esa estación era la convenida con Osvaldo para que nos recogiera, en vista a que por Villa Valeria sólo pasaban las formaciones de cargaAsomándome por la ventanilla, allá abajo, el andén era un mundo de gente. Después me vine a enterar…, todas las chicas del pueblo aprovechaban el paso de la formación para hacer del andén un lugar de encuentro social. Todas hermosamente vestidas y perfumadas iban a pasear al costado del tren, confundiéndose entre los pasajeros. Tomadas del brazo, en grupos de dos o tres, caminaban de norte a sur, mientras los hombres lo hacían de sur a norte, cruzándose en su recorrido. Una vez llegados cada grupo al final del andén, daban la vuelta y hacían el camino inverso. Obvio que el tío se desentendió de las valijas. Yo las bajé y apoyándolas en el piso quedamos a la espera de Osvaldo. Allá a lo lejos lo vi venir. Haciéndome el tonto, avancé hacia él
resueltamente, con la esperanza que Héctor se hiciera cargo de las maletas. No me equivoqué…, el tío les echó mano…, claro nunca había tomado su peso porque jamás las había cargado…, las asió fuertemente de las manijas y haciendo fuerza para levantarlas lo hizo, escuchándose en ese momento un corto y sonoro ruido. Justo habían terminado de pasar dos señoras elegantes, que estando un paso delante de él se dieron vuelta bruscamente mirándolo con mala cara. El tío, con su mejor humor disimulado bajo su seriedad de señorito inglés, les dijo con voz grave y clara,”disculpen señoras…, pero me venía conteniendo desde Chacabuco…”
GÓMEZ, HORACIO Mar de Ajó, Buenos Aires, Argentina
Encontrar al silencio Urge encontrar al silencio el momento exacto en que los dedos inician la caricia y la luz adormece al tiempo el perfecto ritual de seducir las palabras y hechizarlas. Es imprescindible encontrar al silencio para enterrar las campanas para enhebrar cada eco para no morir entre alaridos.
GÓMEZ, MARÍA ALEJANDRA Ingeniero Maschwitz, Buenos Aires, Argentina
Triste octubre Octubre inició triste esta vez, el ciclo se cubrió de lágrimas tiernas que se dispararon de la pena, por el futuro que ya no podrá ser. La inocencia vestida de asesina, en su marcha hizo perder una vida. Con tan solo diecisiete años sin luchar ni poderse defender. Octubre inició triste esta vez, desarmó las alas de la ternura, destruyendo los sueños sin querer, despertando con angustia la locura. La inocencia se vistió de asesina, se cegó y ya no dejó de ver a la muerte acercándose más y en un soplo ella se fue con él.
GONZÁLEZ ARIAS, ENRIQUE Montevideo, Uruguay
Tibia luz Descubrí la muerte en tu cara vi esa inluz en esos ojos sentí la opresión le toque era de plástico la tome en mis brazos tenia pelos raros descubrí ese día que existían muñecas.
GONZÁLEZ VILLATE, MARÍA Iquique, Chile
Ellos tres Eran recién las diez de la mañana cuando Antonio sintió que un auto se detenía frente a su pequeña y sencilla casa; se asomó y quedó mudo por la impresión, porque se encontró cara a cara con Toño, su hijo, al que no veía hacía unos cuantos meses. Pocas fueron las palabras que se dijeron, pero Toño estaba emocionado y fuerte fue el abrazo que se dieron, luego éste se puso a mirar todo como buscando algo y ese algo era el apreciado recuerdo de su abuela que ya no estaba; ella hacía muchos años que había muerto, mas su recuerdo de nuevo lo acicateó ahora que estaba de regreso. Ella fue su compañera de juegos infantiles y de sus travesuras también, pero aunque apenas hablaba, más que nada fue su amiga. Antonio por su parte, luego de entrar y al sentarse frente a su hijo también fue invadido por los recuerdos de cuando un día llegó en una destartalada camioneta cargada con las pocas cosas que tenía; después de haber quedado viudo y nunca olvidó esa tarde cuando con los ojos entrecerrados y casi molestos por el sol del atardecer brillaron en forma especial cuando contempló los altos cerros de esa quebrada inhóspita; a sus espaldas en tanto la sencilla casa se mecía al compás del viento. A lo lejos, evocó que apenas se divisaba un pequeño pueblito escondido entre unos cerros y que él hundiendo sus
zapatos en esa cálida arena suelta caminó por entremedio de ese entorno callado; rememoró también que se detuvo por unos instantes quedando con la mirada perdida, soñando con lo que vendría tal vez en unos años más. De improviso, vino a su memoria el momento cuando cayó de rodillas para coger un puñado de tibia arenilla la que rápida se escurrió por entre sus emocionados dedos. ―¡Es fértil, sí, es fértil! ―exclamó al aire, a la naturaleza que pareció enmudecer al oírle al ver una pequeñísima flor en el suelo y a una intrusa abeja que revoleteaba cerca de ella. Al decirlo y tan ensimismado como estaba dio un salto cuando un ruido muy fuerte hizo estremecer las puertas y ventanas de la casa y temblar los cerros cercanos; el niño que Antonio llevaba en brazos rompió en llanto asiéndose muy fuerte de los brazos de su padre cuando un avión pasó raudo por el cielo queriendo hacer trizas por un instante los tempranos sueños del hombre. La fría mirada, en ese entonces, destiló odio, mordiéndose la mano, sus nudillos blanquearon y se apretaron contra la palma. La abuela en tanto se tapó lo oídos molesta por la irrupción. Ese sonido bien sabía él, representaba todo lo que odiaba en ese momento: el ruido y la contaminación y se dijo que esto último era lo que menos deseaba encontrar en ese fin de mundo. Recordó entonces que dejando su pasado atrás, vendió todo para comenzar una nueva vida; su mujer, su compañera, acababa de morir y por cierto se sintió muy triste y por esto él no quiso compromisos ni contactos con la sociedad, solo su hijo y su madre y lo que tuvo adelante: ¡La tierra! Alzó sus hombros y luego despreocupadamente, retiró de sus brazos el bebé quien cesando asustado otra vez le estiraba sus bracitos y él siempre mirando hacia adelante cargándolo, enderezó su espalda, lo levantó y se lo mostró a la naturaleza, ofreciéndoselo a la tierra como quien muestra un trofeo y mirando al niño, se dijo que tenía ahora por quién vivir y que era el tesoro con el que arribó
a esas solitarias tierras; la abuela mientras tanto aplaudía contenta; luego él se acercó a la abandonada cabaña, abriendo las ventanas para que se fuera el polvo y luego junto con la anciana empezaron a limpiar para después comenzar a desempacar: las maletas, las camas, la cocina, una mesa, unas cajas y una que otra silla de la vieja camioneta. Eso fue muy significativo recordó, porque a la tierra le encomendó su hijo y ahora que ya era un hombre había regresado a visitarlo o a quedarse, se preguntó. Toño, mientras su padre estaba imbuido e inmutable en sus pensamientos y respetando su silencio, recorría la sala que parecía seguir igual a como la dejó hacía muchos meses atrás, nada había cambiado y de improviso sobre un antiguo armario, algo le llamó la atención, algo que no estaba cuando estuvo la última vez en casa; vio unos cuantos billetes medios arrugados y un poco chamuscados. No pudo dejar de recordar que en uno de esos ventosos atardeceres, en la que los colores en el cielo se veían como salpicados y formando bellas figuras, caminando los dos de tres se alejaron más que de costumbre de la casa, mientras no tardaba en oscurecer. Su padre, en la casa, los echó de menos y preocupado, a lo lejos en la pampa divisó una pequeña fogata y hacia allá se dirigió, ya que sospechaba que eran los dos de tres los que estaban calentándose allí; mientras tanto, la abuela y el niño molestos por el fuerte viento se arrimaban a la pequeña fogata inestable para calentarse y los dos de tres la iban alimentando con arrugados billetes que iban sacando de una vieja bolsa. Su papá, intranquilo, al fin los alcanzó, se acercó y al ver lo que hacían esos dos de tres; recordó que él cayó de rodillas en la tierra tapándose el rostro con sus manos invocó: ¡Dios mío! Nunca olvidó esa fría noche, en la que quemaron casi todo el dinero de su papá; éste tampoco olvidó y por un largo tiempo no los habló a los dos de tres. Al otro día, una señorita muy linda se llevó de la mano a Toño, a
la pequeña escuelita del pueblo. Hasta el día de hoy no sabe si su papá le pidió a ella que lo fuera a buscar o llegó a la casa por casualidad, eso no lo supo, mas asistió siempre con la abuela a las clases y eso le hizo bien porque ella se tranquilizaba y distraía y cuando cantaban las rondas ella también lo hacía, pero sólo con unos murmullos. No pudo ocultar sus profundas emociones al recordar a su abuela que siempre lo acompañó siendo niño. Toño interrumpió estos recuerdos cuando su padre sonrió al ver que estaba mirando esos arrugados billetes. ―¿Todavía recuerdas lo que hicieron esa tarde? ―Por supuesto papá ―respondió un poco azorado ―y sintiéndose emocionado dijo: ―No puedo olvidar a la abuela tampoco. Ella fue parte importante de nuestras vidas, a pesar de que ella vivía en ese extraño mundo de olvidos y recuerdos. ―Es cierto, pero fue feliz en compañía nuestra. Te tenía a ti, que eras para ella un niño que la entretenía y le acortaba en cierto modo sus días ―y mirándolo directo a los ojos, preguntó sintiéndose en ascuas: ―¿Vienes por unos días? Antonio después se quedó callado y ceñudo y un largo silencio se hizo en la sala. ―No papá, esta vez vengo para quedarme como director de la escuelita del pueblo. Las dudas de Antonio se disiparon en seguida al escuchar la respuesta de Toño; quien se levantó impelido por la emoción que lo embargó con esa gran noticia. ―Hijo querido, por fin te quedarás en estas tierras, en estas tierras tan nuestras ―replicó contento ahora palmeándole la espalda y de inmediato y sin poder ocultar su alegría salió como alucinado hacia afuera e igual como cuando un día muy triste llegó a esa vieja
casa se arrodilló en la tierra, pero ahora lo hizo feliz y tomando en sus manos un poco de tierra y agradeció a la Pachamama por haberle devuelto a su hijo a esas tierras que hoy sentía tan suyas. En el umbral de la puerta Toño lo miraba con respeto y cariño, admirando a ese hombre que habiendo dejado la ciudad había escogido ese pueblito escondido entre los cerros para rehacer su vida con él y su abuela querida.
GUARI, GISELA ADRIANA Humahuaca, Jujuy, Argentina
El tiempo pasa Parecía lejano aquel día en el que se habían enamorado. Ahora el salía todas las noches a buscar a su amante y ella se quedaba sola en la cama. Un día, decidió terminar esta situación y tomó valor para escribir una carta de despedida para comenzar de nuevo.
Entre la vida y la muerte En el mes de julio es muy duro vivir tranquilo en este pueblo recóndito y olvidado por todos. Es muy insoportable para él que nunca pudo ver más allá que esas montañas que parecen tocar el cielo. Aunque siempre tiene sueños e ilusiones con cosas que haría en el futuro cuando llegue su turno de partir cuando cumpla sus dieciocho años. Le faltaba dos años nada más; pero todo lo planeado no toda las veces se puede cumplir. Un día llegó un hombre muy gordo y con una apariencia que
despide desconfianza desde que uno lo ve. Cuando Pedro volvió del campo a su casa por la tarde vio a ese hombre partir y al ingresar al cuarto donde sus padres estaban los vio tristes. Al cabo de un tiempo su madre falleció y, después, su padre la acompaño por tanta tristeza a la ausencia de su amada; ya nadie quedaba vivo en ese lugar tan abandonado. Él se vio solo y desprotegido que decidió emprender viaje a ese lugar que no conocía pero sabía que se encontraba detrás de esas montañas. Preparó sus maletas en las cuales guardo la poca ropa que tenía y algunos objetos de los que nunca iba a desprenderse por los recuerdos que le traían a su mente. Levantó su pertenecías y se dirigió a la ciudad con una mezcla de alegría y tristeza. Cuando llegó el momento de mirar por última vez la casa que lo había acogido desde su niñez se sintió maldecido por la vida que le tocó vivir. Se dio la vuelta para continuar el destino que la vida le había preparado. No quiso mirar para atrás y pensó en lo maravilloso que sería cumplir con todos sus sueños. Esa mañana fría en la que todos se encuentran en sus casas, él llegó a su nuevo lugar. No encontró a nadie en esas calles frías y solitarias; y sintió una punzada en su corazón por encontrarse un lugar en el que no encontraba a otros para poder hablar porque en su pueblo ya había pasado mucho tiempo que no había conversado con alguien. Empezó a buscar algún negocio en el que podría comprar algo para llenar su estómago que ya estaba empezando a sonar por el hambre que tenía. Lo encontró rápidamente y entró a él sin ninguna dificultad. Al salir de allí se volvió a sentir solo y triste; así que se dirigió a la parada de colectivos para ver si podía descansar un rato y así continuar su viaje. Cuando llegó ahí no había nadie así que se sentó en el lugar más limpio que pudo. Se acomodó y cuando se sentó recién pudo respirar con tranquilidad. Después de tanto mirar a su alrededor y de leer todos los grafitis que personas desconocidas
habían escrito se levantó para ampliar su panorama. Cuando estuvo parado en la puerta vio a lo lejos a tres personas acercarse al lugar donde él se encontraba. Se empezó a sentir nervioso porque era la primera vez que iba a encontrar personas nuevas. Así que se sentó y acomodo sus cosas para esperarlos. Empezó a sentir los pasos cada vez más cerca y suspiró por una última vez. Las tres personas ingresaron a la garita muy contentos y riéndose a carcajadas de temas del baile anterior. Nadie lo tomo en cuenta así que Pedro decidió dar el primer paso para conocer a esos sujetos. Le preguntó si conocían un lugar para dormir; pero no recibió respuesta alguna. Se sintió triste y, después, volvió a preguntar. Nadie lo escucho así que se levantó de su asiento y golpeo con mucha fuerza la pared de la parada y se paró en la puerta sosteniéndose de los marcos de la misma. Los jóvenes salieron corriendo del lugar porque el ruido los asusto y sintieron una presencia desconocida. Pedro los vio cómo se alejaban y no entendía la situación. Dejó de pensar en la situación que había sucedido y retomo su asiento para continuar descansando.
En mi mente estás Una noche, como cualquier otra, ella se disponía a leer un libro. Empezó a recorrer con la vista las primeras palabras escritas de un libro desconocido. Se había decidió por él por las imágenes llamativas de la tapa y se fue a su cama. Allí se acomodó con una taza de café bien caliente en una de sus manos. Luego, apago la tele,
que unos minutos antes la había entretenido, porque no le gustaba que nada interrumpiera su momento de lectura; aunque no podía controlar todos los sonidos que existen; ya que a lo lejos se escuchaba una música muy molesta que se colaba por la ventana semi abierta. Cuando estuvo en la página quince cerró el libro inesperadamente y se levantó a mirar por la ventana. Después volvió a acomodarse en su lecho para sumergirse en su mundo imaginario que la había atrapado. Ese día ella estaba muy preocupada y quería poner todas sus energías en algo que le gustaba; y no preocupar a su princesa que dormía a su lado. Sin saber que sus vidas iban a cambiar totalmente desde ese día. Al cabo de unos minutos sus ojos empezaron a cerrarse muy lentamente y sus manos dejaron deslizar el libro hasta que éste se cayó al piso. El ruido que hizo el libro con el suelo la despertó; pero ya no lo busco para continuar; sino que se levantó de la cama y se dirigió al ropero para sacar una chaqueta negra. Luego, se puso unos zapatos viejos y busco un gorro negro. Estaba completamente vestida de negro como la muerte misma. Cuando me di cuenta que ella se disponía a salir de la habitación no la pude detener y solo pregunté: ¿A dónde vas? Pero…, parece que ella no escuchó y siguió su camino sin mirar atrás. Empieza de nuevo el trabajo arduo de la mente que quiere recuperar su pasado; pero hay algo que no lo permite. Hay algo que no está bien y deja que uno viva en otro mundo o varios a la vez. No quise salir detrás de ella porque ya tenía un poco de sueño. Además, sabía que si la seguía y se daba cuenta me ganaría una reprimenda. Y me diría que son “cosas” de grandes. En ese momento, por mi mente pasó una imagen o mejor dicho otro recuerdo vago. Era una escalera y una mujer vestida de negro. Quise recordar más pero mi mente no lo pudo. Volví de esa imagen muy difusa un poco confundida; debió ser un recuerdo de alguna película de terror que me había impresionado. En ese instante, escuche el ruido de una
puerta cuando se cierra con mucha fuerza y hombres gritando ferozmente. Mi mente solo pensó en que ella había dejado la casa para salir a la calle a ver quiénes eran esas personas vociferando para luego brindar su ayuda. No me preocupe más porque sabía que ella se cuidaba mucho y que todo el vecindario la respetaba; ya que era una mujer muy buena y ayudaba a todos sin recibir nada a cambio. Era la mejor maestra que este barrio tiene, tenía o tendrá. Me acurruque con mi frazada y cerré los ojos. El grito que entró por la ventana me despertó. Me levante rápido para ver por la ventana quién era pero no vi a nadie; solo observe una oscura noche y silenciosa. Retome el lugar que había dejado, repentinamente, y mire a mí alrededor. Mis ojos se clavaron en esa foto que estaba en la mesita luz. Esa mujer que había salido por la puerta estaba en ella, igualita estaba, y al lado se encontraba una niña con unas trenzas rubias y largas. Las observe y me preguntaba en mi interior quiénes eran. Mire luego unas revistas que se encontraban tiradas en el piso y vi muchas fotografías de personas que no conocía; así que no me preocupe. Quise seguir durmiendo pero no lo conseguí porque recorrí con mis ojos toda mi habitación y ella no se encontraba; y eso me empezaba a preocupar. Mire el reloj colgado en la pared y éste marcaba las una de la mañana. No había pasado mucho desde que ella se había ido así que mi corazón se calmó un poco. Quise retomar el sueño porque me acorde que al otro día debía ir a clases y debía estar bien descansada; ya que era un día muy especial. Íbamos a ir las dos a la escuela después de unas vacaciones de invierno y me encontraría con mis amigas para volver a jugar a la ronda y a cantar con la maestra de música. Y, obvio mi mamá iba a seguir enseñando a los niños del tercer grado. Eso me ponía contenta, ir con ella y volver con ella a nuestra casa; ya que todo lo hacíamos juntas. Me volví a dormir y soñé que alguien tocaba la puerta y yo bajaba a ver quién era. Detrás de esa puerta vieja y azul se encontraba un hombre muy alto y morocho. Él
preguntó por una mujer llamada Fernanda y cuando estuve por contestar volví a escuchar un grito que me despertó. Esta vez no solo escuche un grito sino un disparo que me dejo helada. Y, simultáneamente me vino una imagen en mi memoria. Era la de un hombre alto que tenía una pistola entre sus manos muy temblorosas y decía: ¡Lo siento, no lo quise hacer, lo siento mucho amor! Eso fue lo que se me paso por la cabeza; no sé muy bien si es un recuerdo o es mi imaginación por leer tantos libros. Me levante, esta vez abrí la puerta y baje las escaleras. En la oscuridad no vi a nadie y empecé a temblar porque pensé que la persona estaba escondida en la oscuridad, y que él me veía y estaba esperando el momento para atacar. Me acerqué a la puerta y no vi a nadie. Observe que esa madera que me separaba de la calle estaba cerrada por dentro con tres candados. Volví a mi cuarto con el miedo de que ese hombre me estuviera vigilando; pero mantuve la calma hasta llegar a mi puerta; la abrí y la cerré rápidamente con llave. Calme mi corazón y me volví acostar; ya quería que sea a las siete, pero recién eran las una y media, faltaba mucho. Recordé que ella no había vuelto. ¿Estará bien o no? me pregunté. Volví a dormir y esperaba no volver a despertarme hasta la mañana. Antes de eso guarde la llave bajo la patita de la cama para que nadie la encuentre porque ese es mi gran secreto. Un rayo de luz que ingresaba por la ventana me calentó el rostro y me despertó. El trino del pájaro calmo mis pensamientos, esos animalitos que no tienen maldad calmaron mis pensamientos. En ese momento, escuche a una señora decir: ¡Luciana! ¡Luciana! La espere entusiasmada porque pensé que era mi madre y mire el reloj para ver cuánto tiempo me quedaba para prepararme y salir a la escuela. Pero grande fue la sorpresa, la mujer que ingreso era una señora gorda con un delantal celeste y una bandeja con un vaso de agua y unas pastillas amarillas. Me pregunto cómo había dormido; si seguía teniendo esas pesadillas y si ese día se acordaba quién era. Yo me
quede helada y no conteste, pensé que era otro sueño. Así que tome las pastillas y volví a dormir. Al cabo de unas horas abrió los ojos y vio que no había nadie a su alrededor. Se tranquilizó porque pensó que todo había sido un sueño. En ese momento, dirigió su mano al cajón que se encontraba al lado de su cama y de allí extrajo un recorte viejo de diario en donde las letras se están borrando. El título le llamo la atención: “La peor tragedia del barrio”. Siguió leyendo el escrito y en el primer párrafo decía: “Una noche muy fría en un vecindario muy tranquilo una maestra fue asesinada por un hombre alto que había salido de la prisión hace dos días. Esto sucedió un día antes de que todos vuelvan a clases. Esta mujer tenía una hija de seis años que vio todo el asesinato y no pudo recuperarse; por eso, se encuentra en un hospital psiquiátrico”. Esa noticia había sido escrita por un periodista joven que busca en los lugares más desconocidos historias olvidadas. No pudo seguir la lectura y vio que en el cajón se encontraba, también, una hoja amarillenta por el correr del tiempo y muy arrugada por las veces que se la había abierto. La tomo entre sus manos y empezó a leerla: Querido: Lo único que puedo decirte ahora es que hemos tenido una hija que se llama Luciana. Lo siento pero la situación no me dejo decirte la verdad.
Fernanda. Después miró la imagen un poco difusa del diario y giró inmediatamente sus ojos a la fotografía del cuadro sobre la mesita de luz; esa mujer se parecía mucho.
Ella soltó el recorte y de sus ojos rodaron lágrimas de alegría, recordó todo por un minuto y se miró en el espejo para corroborar ese recuerdo. En ese momento, ingreso la mujer con un plato de comida y le dijo: —Luciana vamos a almorzar para que después vayamos al parque a tomar aire libre un rato. No te asustes por la cantidad de personas que ves; ya que se tuvo que tomar más medidas de seguridad por la huida de un grupo de jóvenes que están de nuevo en sus cuartos después de una exhaustiva búsqueda de anoche; a eso de la una. La enfermera le contaba todo porque confiaba en ella; ya que iban diez años que cuidaba de ella sin tener ninguna dificultad. Era la mejor paciente que había ingresado; pero era el caso más complicado de tratar. La niña, ahora toda una mujer, hizo caso a lo que le dijo la enfermera y salió de la habitación contenta porque había podido recordar parte de su vida. Volvió a escuchar un grito de otra compañera y esta vez vio que dos enfermeros la llevaban a su cuarto. Miró el patio, luego; miro a la mujer que la cuidaba y de sus labios se escuchó decir: ¿Quién soy?
GUZMÁN SOL, CAROLINA Coatzacoalcos, Veracruz, México
Ilógico, absurdo, contradictorio Me gusta escuchar sus pláticas telefónicas para disfrutar ese tono de voz firme y grave; promete fuerza y verdad al hablar. Por momentos se siente invadido y prefiere cerrar la puerta, dejándome inquieta, perturbada, fuera de su oficina privada. Durante el día no es muy consciente de mi presencia, pero ayer alcanzo a escuchar los cascabeles que moví con la cabeza, lo hice para distraerlo y hacerlo pensar en mí. No estoy pintada y, de vez en cuando, voltea a verme mientras supone que no hay nadie cerca. Observo a Román mientras realiza esas conferencias interminables; explica, indica procedimientos como ordenes, traza sus ideas en tamaños grandes, habla en inglés y en español para que todos pregunten, para que nadie deje de poner atención. Se levanta y gira en torno de los presentes, de modo tal, que en el contexto teórico se advierta el problema planteado y la solución que requiere todas las inteligencias concentradas. Si la puerta queda entreabierta, analizo bien el entorno para ubicar mi presencia distante lo más dirigida a él; para cuando agudiza la vista como queriendo encontrar los argumentos más precisos de la ingeniería que mueve las turbinas
de vapor. Pretendo estar dispuesta para ayudarlo, asistirle en alguna oportunidad provocando su mirada, para que ponga sus ojos en mí, pero sobre todo, para que me desee mientras no puede tocarme. Este espacio inmediato al suyo es apenas un breve pasillo que conecta su mundo laboral con el mundo de sus ideas personales. Estoy en el tránsito entre lo que sale y lo que entra para definir el mantenimiento del rotor de la turbina. A mi derecha está un cuadro con las Políticas de Seguridad de la compañía y al opuesto uno que habla de las Gestiones de Calidad de la misma. A veces las vuelve a leer como queriendo saber cuál estaría próxima a perderse; pero mientras lo hace me mira de soslayo. Llevo años estando cerca de él, contemplo sus movimientos a diario, conozco bien sus modos y sus estados de ánimo y esa necesidad obsesiva de golpear la superficie de la mesa de juntas con los extremos del lápiz para dibujo que toma por el centro, balanceando a un lado y a otro con la mano derecha, de modo que pueda contar sesenta segundos rítmicos cuando ha concluido exitosamente una reunión de trabajo y los gerentes se retiran satisfechos. Yo me mantengo pendiente para cuando regresa a sentarse al sillón giratorio, para cuando requiere el café tibio de las nueve veinte de la mañana, cuando intenta quedarse en privado viendo por la ventana la dinámica laboral del trabajo de campo. El día transcurre con la presión propia de un mantenimiento mayor: los equipos termodinámicos listos, los instrumentos de medición y precisión, insumos en cantidades industriales, grandes almacenes de herramientas y el personal administrativo correspondiente de cada turno, proveedores que van y vienen, la cronometría de cada acción y la respuesta eficiente de ingeniería para el avance de obra, los especialistas de cada área que llegan para los trabajos en sitio, el mismo cliente que es dueño de la planta
generadora y que se mantiene pendiente del proceso total y en cada detalle de un proyecto de esta magnitud. Pero antes de terminar la jornada diaria yo soy la confidente del horario crepuscular y él es todo mío... Ordeno su escritorio, apago las máquinas y pongo el pisapapeles del lado que acostumbra, sus libros de mecánica para la energía de ciclo combinado, sus plumas de titanio y todos los bosquejos que hizo durante el día. Acepta que yo haga mi antojo, porque mientras tanto puede mirarme detenidamente. Me recorre de forma profunda, estudia mi comportamiento, luego se aproxima a mi cuerpo sin tocarme, juega con las distancias que nos separan, como midiendo su impulso y hasta su misma inteligencia. Le llaman la atención mis zapatos puntiagudos y le intrigan mis ojos de fantasía; siente que me descubre tras un antifaz y su respiración se exalta cada que intenta besar mi sonrisa diablesca. Ayer lo repitió, pego su nariz suavemente a la mía, con tal lentitud que por unos segundos pudimos respirar juntos, acompasados, sosteniéndonos uno del otro con un leve jadeo armónico. Luego los labios temblorosos, buscándonos, encontrándonos. Exasperado hizo intentos por fiscalizar mi presencia y mi conducta, ratificando todos los gestos que le expresan mi amor. Se consume en intentos por entregarse a lo que siente pero reservarse por lo que piensa, por lo que aún le parece ilógico, absurdo, contradictorio. Volvió a ese ritual suyo de iniciar luchando contra el mecanismo de un razonamiento que lo confunde, pero su voz imperiosa lo delato con palabras dulces que confesaba pegado a mis mejillas, perdiendo toda la cordura que presume. Ávido de sentirme, desespero por tocar mi piel y se tornó ansioso y compulsivo, eso sucede también porque mi traje le estorba; los pliegues del cuello alto, las mangas largas... Torpemente busco “desabotonarme” por partes mientras su gesto
confirmaba un deseo ya incontenible. Sus dedos que precisan el golpe rítmico de un lápiz se atropellaban en los movimientos que amparan la desnudez. De repente, escuchamos ruidos y alguien abrió la puerta. Román se quedó con mi atuendo de rombos en mano, y yo, de un brinco, me colgué en el clavo de pared que me sostiene desde hace años.
ISLAS, FRANCISCO Trenque Lauquen, Buenos Aires, Argentina
Tu cuerpo de sirena A las lomas de mis pagos yo llegué galopando por un nuevo sendero, al verme las aves en la cañada abriendo sus alas levantaron vuelo. Había llegado montado en mi pingo enriendado con un freno coscojero, me detuve en la loma de mis pagos para ver la laguna de mi pueblo. Hoy recuerdo esa tarde en que te vi cuando el sol se bañaba en los esteros, el agua mojaba tu cuerpo de sirena el lago se llenaba de nubes y de cielo. Y tu piel perlada de gotitas que brillaban como perlas en concierto, despertando mi sueños y mis anhelos de besar y acariciar todo tu cuerpo.
Donde el sol estampaba sus caricias llenando a tu figura de reflejos, y la brisa caprichosa suavemente se adueñaba de tu piel y de tu cuerpo. Quisiera haber sido un dios del universo para ser brisa y sol al mismo tiempo, y así flotando llegar hasta tu boca y besar tus labios como si fuera el viento.
JÄGGLI, MARISA ANDREA Guatimozin, Córdoba, Argentina
Mirada de mujer Me miras y me encuentro reflejada en tu mirada. La trampa de la vida nos tiene encarceladas. El rojo de la sangre con sus pinceladas denota las heridas de un alma entristecida. Romper esos barrotes es nuestro desafío, Mujer, es hoy, mañana, tal vez ya te hayas ido. .
JOVOVIC, MARÍA DE LOS ÁNGELES Rosario, Santa Fe, Argentina
Tras las sombras de Iván Lo inesperado sucedió en una sofocante noche del mes de mayo, cuando la densa humedad de la atmósfera agoraba la llegada de un verano ardiente. La habitación de Igor se encontraba en el primer piso de la residencia, la que había visto pasar a cinco generaciones de Von Tausen. Iván Von Tausen, ya viejo y cansado de tantos enfrentamientos en su vida, solo disfrutaba de la compañía del único amigo que había permanecido fiel a él, el Conde Igor Riminsky. En el silencio y en la oscuridad de la habitación, una vela blanca sobre la mesa solo alumbraba las caras ajadas de los dos ancianos. Apenas se podían oír sus débiles voces. ―¿Sabes cuántas veces me advertiste que dejara a la mujer de Aleksandro? En muchas oportunidades, me dijiste que ella no dudaría en traicionarme. Hoy vino su mayordomo, a escondidas de ella. Me dijo que necesitaba hablar conmigo ―le dijo Iván, abstraído en sus pensamientos, a su amigo Igor. ―Sí, cómo no recordarlo. Ella no pudo perdonarte que le sacaras gran parte de las tierras a su padre. Nunca logró superar eso. Supe, de inmediato, que buscaba conquistarte para adueñarse de tus posesiones. Esa era su venganza ―le respondió su fiel amigo, con un
hilo de voz. ―No quise creerte en ese momento. Yo estaba muy enamorado. Su difunto esposo estaba demasiado ocupado en conquistas y guerras. A ella no le faltaba nada, pero estaba empecinada en recuperar las tierras de su padre, es cierto. Lo supe mucho tiempo después― recordó Iván. ―¿Por qué vino el mayordomo de Katerina hoy? ―murmuró Igor. Iván Von Tausen permaneció pensativo ante esa pregunta. Él había gozado de mucho poder en el reinado de Korlenov. Las múltiples proezas militares, con hasta cinco mil hombres, con el fin de extender su influencia y su poderío en los vecinos territorios de Siminiv, habían quedado lejanas ya. Había logrado sus innumerables triunfos y conquistas perdiendo gran cantidad de amigos y ganando muchos enemigos. Iván había utilizado todo tipo de armas para vencer en sus contiendas: alianzas, traiciones, ejecuciones y hasta envenenamientos… Todavía recordaba a su antiguo amigo Aleksandro. Igor volvió a hacerle la misma pregunta. ―¿Por qué estuvo el mayordomo de Katerina hoy? Sabes que no debes tratar con esa gente. Ella prometió acabar contigo, costara lo que costase. Esas fueron sus últimas palabras, cuando fuimos al funeral de su esposo ―recordó el anciano. ―Sí, fui traicionado. Nunca supe por quién. Ella recibió la noticia del envenenamiento el mismo día del funeral. Por más que le lloré tantas veces y le prometí mi amor eterno, no creyó en mis palabras. ―Ella no va a descansar hasta verte destruido. Tus conquistas han sido su ruina, querido amigo ―carraspeó Igor. ―Yo creí que me amaba, creí que podría perdonarme, pero no fue así-susurró Iván. El anciano se quedó pensativo. Todavía recordaba el rostro de
rasgos suaves de la mujer, sus largos cabellos negros y su mirada profunda e inquisitiva. La amó profundamente desde el día en que la había conocido en casa de Aleksandro, pero sus ambiciones lo habían llevado a herirla y a traicionarla en muchas ocasiones. Todavía la amaba, en el silencio y en la soledad de su casa. ―Ella dijo que te odiaba más que a nadie en este mundo. ¿Acaso el hombre vino en nombre de ella? Tal vez quiera engañarte. ―No lo sé. Fue una situación muy extraña. Llegó al amanecer, cuando me estaba levantando. La criada estaba sirviéndome el desayuno. Ella le pidió que se fuera, pero le dije que lo dejara pasar ―relató Iván. ―¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué arriesgar tu vida después de tantas batallas ganadas? ¿O acaso era ella una conquista más y no verdadero amor, como siempre dijiste? ―analizó el anciano amigo. ―Solo tenía curiosidad de saber qué buscaba, por qué venía a verme. Me respondió que yo lo conocía bien y estaba atravesando por un mal momento en su vida. Comenzamos a hablar de Katerina. Iván deseaba saber qué había sido de la vida de su amada Katerina, después de tantos años. Le preguntó cómo se encontraba ella, si estaba bien de salud y si era feliz. ―¿Qué te contó de ella? ―Me dijo que se encontraba muy bien, pero ya vieja y gruñona. Se quejó de cómo los trataba a él y a sus criados. Me contó que deseaba abandonarla, pero necesitaba del sustento diario para su familia ―contó Iván. ―¿Por qué vendría a contarte todo eso? ―reflexionó Igor, en voz alta. ―Yo le hice la misma pregunta. Luego que él contó detalles de la mala convivencia, le pregunté por qué estaba en mi casa, si Katerina lo había enviado para lastimarme. ―No titubeaste en ir al grano ―dijo Igor.
―Cuando lo vi, pensé que, tal vez, había llegado mi final. Siempre supimos que podía pasar, que buscaría saciar su venganza, pero no creí que ella misma podría llevarla a cabo. Sería mucho más fácil si la concretaba su criado. ―Es cierto, aunque, quizás, disfrutaría viendo tu agonía con sus propios ojos ―concluyó Igor. ―¿Tanto crees que me odia aún? La voz de Iván se escuchó apesadumbrada. El amigo prefirió no contestarle esa pregunta. ―¿Qué buscaba el hombre, en definitiva? ―Me dijo que Katerina no lo había enviado, que él buscaba en donde poder trabajar ya que no soportaba estar más junto a esa vieja amargada. Así de duras fueron las palabras que usó para describirla ―agregó Iván. ―A mí me parece muy extraño. ¿Qué pasó después? ―Nada, hablamos un rato. Le prometí pensar en su pedido de trabajo. Le ofrecí ir a desayunar con los criados, pero se negó. Le dije que le pidiese algo de comida a la cocinera para que le llevara a su familia. El hombre accedió y se llevó algunos alimentos frescos, me agradeció y luego se marchó― reflexionó Iván, mientras analizaba toda la situación. ―¿Con quién estuvo en la cocina? ―preguntó Igor, con suspicacia. ―Estuvo breves minutos. Los criados estaban desayunando. Elene se encontraba sola en ese momento. Ella le preparó un bolso con comida ―reflexionó Iván. ―¿El hombre trajo algo? ―Preguntó, Igor, con el ceño fruncido. La blanca vela iluminaba su rostro envejecido y pálido. ―Sí, no soy tan tonto. Me trajo un paquete con un pan de regalo, pero yo ordené que lo tiraran, apenas se fue el hombre. Igor profirió un profundo suspiro, con alivio. ―Menos mal que te diste cuenta a tiempo. Eres muy astuto
―afirmó Igor. ―Sí, apenas se fue, me acerqué a la cocina a hablar con Elene. Le pregunté de qué habían hablado. Me dijo que apenas habían intercambiado un par de palabras. Ella se encontraba preparando la comida para el almuerzo. Tuvo que dejar su quehacer para envolverle algunos alimentos al pobre hombre. Hoy es viernes, día de sopa de arvejas, la más rica de la semana. Ella estaba preparando la sopa cuando él llegó. Iván hizo un gesto de agrado, mientras revolvía la sopa para darle a su amigo. ―¡Mira qué bien huele! ―Espera a que se enfríe un poco. Dime qué más hizo el hombre ―le exigió Igor. ―Te contaba que él esperó en la cocina y salió unos minutos después con el paquete. Recuerdo que antes de irse, me comentó que olía muy bien la sopa que preparaba Elene. Le comenté que es mi preferida, desde mi infancia. Sonrió y se fue. El rostro de Igor cambió de expresión cuando escuchó ese comentario, mientras Iván le daba la primera cucharada de sopa. Cuando Igor sintió ingresar la primera cucharada de líquido caliente en su garganta, su rostro cambió aún más de expresión. Llegó a escuchar cuando Iván le comentó que el hombre había traído un pequeño paquete en una mano. Recordó, de repente, que no se había marchado con ese pequeño paquete. El rostro del amigo se transformó aún más, cuando ingresó la segunda cucharada de sopa en su boca. Iván notó esa expresión y palideció también. Todas las escenas de su vida se le cruzaron por la mente en esos pocos segundos. La cuchara cayó de su mano temblorosa en ese instante. Recordó la descompostura que había tenido a la mañana, motivo por el que había decidido ayunar el día entero hasta que llegara la noche. Pensaba compartir la exquisita sopa de arvejas con su querido
amigo. El terror invadió su cuerpo. Cuando quiso recoger la cuchara, sintió el frío rostro de Igor caer sobre su hombro.
JUELE PONS, ALMA Montevideo, Uruguay
El fuego es recuerdo Está sentada frente a la estufa; los grandes leños brillan encendidos llenando la habitación de luz y calidez. Recuerda... ¡Aquellos felices años! No les eran necesarias las palabras. Las vivencias de juventud se compartían, en silencio. ¡Tantos! La memoria retrocede aún más: los fuegos en la chimenea de la casa paterna. Los dos viejos sentados a uno y otro lado de la estufa, buscando el tímido calor de los escuálidos troncos. Fuego escaso pero la misma comunión de las cosas no dichas, pero sabidas. Un anhelo de identificarse algún día con esa pareja, que fue fiel a través de todos los dolores y alegrías que la vida les deparó, los unía más aún. Está en el mismo lugar, son los mismos sillones heredados y antiguos, el mismo reloj marcando los minutos en la pared contigua. Pero ahora arde un espléndido fuego con llamas rojas, naranjas, a veces azules... Es la misma mujer de aquellos días, hoy con años y tristezas en su figura. Las memorias son las mismas. Pero ya no es lo mismo. Poco a poco, las brasas ardientes se van apagando, aparece el
gris desdibujando los rojos. Dentro de instantes todo será solo cenizas, deleznables, oscuras...
LATORRE, MARÍA DEL CARMEN Rosario, Santa Fe, Argentina
Encuentro con el abuelo Una mañana salgo para hacer las compras. Como paso obligado atravieso una plaza. El clima primaveral hace resurgir en los canteros plantas y flores. Un tibio sol invita a contemplar el cielo vestido de nubes y guirnaldas de pájaros alineados nadando en el aire, cual peces en el agua. Continúo mi camino. Sentado en un banco de esta placita de barrio, reconozco a mi abuelo Juan. El pasado aflora en las arrugas de su cara, marcas que son signos de su larga vida, de sus más de ochenta años vividos. Me invita a sentarme a su lado y me toma las manos… Me detengo a observar las suyas: siento cada centímetro arrugado de su piel, cada protuberancia de sus huesos y por primera vez las veo tal cual son: manos limpias, que trabajaron mucho, con un sin fin de sentimientos, que siempre acarician llenas de amor. Él sigue callado… ¿Qué pasará por su mente? ¿Recuerdos? ¿Añoranzas? Hasta que interrumpiendo el silencio comienza a contarme: “Si estas manos ásperas y callosas pudieran hablar, te dirían lo que hicieron en las quintas donde trabajé como peón. Madrugadas con escarcha asidas al arado en la siembra o resecas en la cosecha
con el sol abrazador del verano”. Interrumpe su charla, casi monólogo. De improviso sus ojos se llenan de lágrimas y otra vez el silencio. ─¿Qué te pasa abuelo? Lo abrazo, beso sus manos, seco con mi pañuelo su cara. Se levanta del banco y me pide lo acompañe de regreso a su casa, muy cerca de allí. Con paso lento pero firme caminamos, apoyando su mano en mi hombro, hasta llegar a la esquina inolvidable de mi niñez, con sus tapiales y sus rejas, sus patios y sus siestas. Antes de cerrar la puerta alza una ceja fingiendo un enojo, desde siempre fue su cómplice gesto de cariño. Mi abuelo hace muchos años que murió, con una inolvidable y serena sonrisa.
Sueños y poesías “Sólo la poesía puede proyectarse fuera del tiempo y el espacio”
Con piernas de gacela caminaré por las alturas, entre las grietas de las rocas, buscaré protección.
Mi interior danza, crea, se expresa, alentando sueños en mi imaginación. Es una plenitud indecible, gozo y silencio contemplativo, regocijo y serena alegría embriagan todo mi ser. Pasan las horas… Retorno a lo cotidiano. Y vuelta del sueño cumplido, descubro su belleza, sobre hojas en blanco.
LEITES MALDONADO, MARÍA GABRIELA San Juan, San Juan, Argentina
Clamor La noche clama mi rugido yo me olvido de la noche naufrago en el día. Dónde queda el clamor de esta noche, dónde la compasión por su forma que tantas veces habité. Sé del día marchando tras su noche. Sé de la noche pidiendo permiso al día. Todos saben de sueños escritos en papel; los míos murieron cuando aprendí a leer. Espero mi último naufragio, que será uno más, un día, cuando las olas se olviden de los ahogados. Espero y muero;
ansío y vivo; más siempre, siempre grito que la turba me despierta de mi sueño. Mientras…, camino… Camino la noche, camino la sombra. Camino sin conocer de caminos.
LONG – OHNI Chacabuco, Buenos Aires, Argentina
3º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Micro Cuento
Pecado original Y Dios le dijo al hombre: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente” El perro callejero, flaco y hambriento, venía caminando bajo el rayo del sol, ya agotado, en busca de un mendrugo para sobrevivir. Murió echado en un umbral sin comprender qué pecado había cometido.
Al final del camino de la vida Te has perdido en el bosque de cipreses y te encontró el invierno en desamparo, sordo por no escuchar siquiera ni el murmullo
de la calandria, el viento o la seroja que a tus pasos crujía igual que cruje el tiempo que transita contigo y termina algún día desmayado sobre las tristes huellas de la nada. Ciego porque creíste más sensato no ver la mariposa ni el misterio en el profundo espejo de los ojos de un ciervo ni en el fulgor dorado de un girasol ardiente porque era más sencilla la ceguera que el encontrar a un buitre despierto en tu mirada. Mudo porque el decir no es cosa vana y duelen las palabras como espinas de la acacia dorada en las sienes de Cristo pues siempre la verdad es una herida que sangra oculta cavada en la memoria. Y ahora que la noche clava un haz de tinieblas y el sendero concluye en páramos resecos, cuando el canto del pájaro es silencio y el verde de una rama ya es olvido puede ser que una luz te invada el alma, que acaso te perdones tamañas cobardías y te vayas en paz con lo vivido.
LÓPEZ FERRARI, YOLANDA Belén de Escobar, Buenos Aires, Argentina
3º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Corto
Dulces macachines “Tu silencio es una ceguera mía” F. Pessoa Una sombra cruza mis ojos y se adentra en los recuerdos, en aquellos felices recuerdos que prenden como abrojos a nuestra alma para toda vida. La nena estaba llorando abrazada a su pequeña muñeca de trapo. Recuerdo sus lágrimas y aquellos ojos verdes teñidos de una enorme pena. En su afán de asear a su muñeca, igual que lo hacía con ella su mamá, le había lavado la carita con agua y jabón. Hoy eso no sería un problema, pero como la muñeca tenía el rostro de cartón pintado, se convirtió en tragedia. Era su única muñeca. Con gran desconsuelo vio cómo su tesoro había quedado mudo y ciego. Luego fue quedando tan pero tan arrugada como la cara de su bisabuela Tomera. Se deshizo ante sus ojos hasta mostrar el contenido de su cabeza que no era más que un vulgar aserrín mojado. Con dolor y furia tiró lo que quedaba lejos, muy lejos, en el reino de las cosas perdidas.
Entonces, como siempre hacía cuando algo la apenaba, fue corriendo a buscar refugio en los brazos de su hermano mayor, su adorado Chelo. Él sí que sabía cómo solucionar los problemas. De inmediato le propuso ir al campo de al lado a buscar macachines. Por la edad tenían prohibido usar cuchillos, entonces lo sustituían con palitos, que se quebraban mucho cuando la tierra estaba reseca. Pero todo esfuerzo era premiado con un gordo, dulce y jugoso macachín. A veces se confundían con otros yuyos hasta encontrar el preciado tesoro, pero perseveraban en el intento hasta encontrarlos. Ellos no sabían cuáles eran los tiempos de cosecha, solo crecían jugando y corriendo por el campo. Tenían otros hermanos más chicos, pero eran considerados unos verdaderos estorbos. No sabían jugar a nada y encima había que cuidarlos. El universo hermoso de su niñez eran ella y su hermano mayor. Una niñez sencilla, dónde había que agudizar el ingenio inventando juegos para no notar la falta de juguetes. Un día la tragedia golpeó las puertas del hogar y separó a los hermanos. Su madre había muerto en un accidente y su papá no podía cuidar a los cinco porque debía trabajar todo el día fuera de la casa. Entonces, los hermanos fueron a diferentes hogares con otros parientes, alejados entre sí. Otro campo caminó la niña lejos del hogar. Los meses habían volado y ella se inventaba para sí un mundo donde la soledad se amontonaba. Hasta que un día, vestida con su infaltable jardinero, la enviaron con una olla de mate cocido y galleta al campo de al lado, donde su tío bonachón labraba la tierra. Ese tío que fue refugio para su dolor, el que le enseñó a andar a caballo y a descubrir nidos, al que amó entrañablemente hasta su partida. Espantando pájaros que descubrían un banquete en la tierra herida, llevaba en alto el cometido de su misión sin derramar. Después de recibir el agradecimiento de su tío, se sentó en el pasto a
jugar. Como siempre echó su mente a volar, cuando de pronto vio algo increíble y maravilloso asomando entre los surcos recién abiertos por el arado. Había montones de macachines, como si se fabricaran allí mismo. Frenéticamente comenzó a llenar todos sus bolsillos pensando cuando su hermano llegara de la escuela. Ahora ella sabía dónde encontrarlos y saltando de alegría atravesó el campo. De pronto comenzó a llorar. En ese instante preciso recordó que su hermano ahora vivía muy lejos de allí, que cuando se volvieran a ver los macachines se habrían convertido en una raíz seca y sin sabor. Lentamente comenzó a vaciar sus bolsillos y a estrujarlos entre sus dedos. Ya no sentía deseos de comer, lo dulce pasó a ser agrio, y en su boca anidó un sabor amargo, el de la separación. Siempre en sus pensamientos lo tenía tan presente a su hermano, que era casi tangible y real. Esta vez su juego le hizo una zancadilla y las lágrimas la volvieron a la realidad. Los hermanos fueron creciendo separados, con esporádicos y felices reencuentros. La niña creció, se enamoró y formó su propia familia, su hermano también. Hasta que un día todo se derrumbó a su alrededor. Chelo repite el signo de su madre, tan trágico como prematuro y muere en un accidente de tránsito. Imagino un lugar para él junto a su mamá, donde el amor y la felicidad sean una realidad en un para siempre de eternidad. Con él se fueron todas las vivencias, las travesuras y la inocencia de la niñez. No podría rememorar con nadie toda aquella etapa feliz y dolorosa que les marcó sus primeros años y toda la vida. Sin él vendrá el olvido. El dolor de su ausencia la acompaña hasta estos días y a fuerza de extrañar fortalece la memoria. La sombra desaparece, un rayo de luz me atraviesa y un pensamiento me saca una sonrisa. ¿Qué sabor tendrán hoy los macachines?
¿Serán tan dulces y ricos como aquéllos compartidos, o los endulcé mucho más con mi pluma?
LÓPEZ, YRASEMA ESTHER Almirante Brown, Buenos Aires, Argentina
La casa Hay lugares de donde uno tiene que huir de otra manera no se iría jamás. Héctor Tizón La casa aparece ante los habitantes del pueblo como sombría y abandonada. Bajo por la calle larga hacia el río, me detengo un instante. Observo el péndulo del reloj, en detalle a ver si se mueve e imagino que de su caja, salen de su escondite las sombras de un tiempo preciso que gravitó en las vidas de seis hijos y dieciséis nietos. El reloj se detiene perezoso con el calor, marcando quince y treinta, decide comenzar su siesta. Entro a la casa con anuencia de un primo. Me recibe una mujer de baja estatura paso firme, tez morena, con rasgos indígenas y sonidos en guaraní. La parra empecinada en enredarse me muestra el sinuoso camino que ha elegido. Íntima se muestra la casa. El brasero a leña. La pava gime un reiterado hervor con hojas de ambaŷ y pata de buey para la tos. El
carbón listo para quemar el azúcar. Luego las cataplasma con linimento blanco y a la cama. Antes de dormir las historias antiguas contadas de su boca. Se va haciendo de noche. Una luz desaparece. Y en luna creciente aumenta otra tan intensa como la energía de la casa que me atrapa. Entro. Gira, giro con ella. Me estremezco algo va a suceder. La mujer me toma de la mano y me lleva hacia un derruido rincón. La lejanía desaparece. Descubro una manta y mis ojos van lentamente hacia ella. Me atrapa. Las paredes han decidido envejecer. La manta no. Está igual. La levanto con cuidado. Se percibe en el aire la energía de los que habitaron allí. La anciana parada a mi lado, me observa. Se sienta de cuclillas junto a mí. Levanta la manta. Debajo, una bolsa que ella había tejido. La abro y allí está mi muñeca. Pero ya no tiene la cara rota. Lloré cuando se me cayó y se le rompió un pedacito de la cara de yeso. Lloro también ahora. La levanto y la acerco a mi cuerpo. La anciana levanta la mano, la agita, detiene el giro, el susurro se aquieta. Comienza a llover, la desnudez de la tarde, fría, mis hojas amarillas se perfuman en aquel lugar. Los cuadros en su lugar, las paredes descascaradas, ¡yajà pué! (vámonos) ¿Qué hacés allí adentro? Escucho la voz de mi primo. Cierro los ojos un instante, el patio de tierra con su bullicio, me despide por ese corredor de argamasa, de ladrillos colorados, siguen pasando incesantes sonidos de sueños y encuentros. La miro. En la distancia, ella abre sus puertas. Salgo voy camino al río. A menudo vuelvo a aquella: mi casa de la infancia.
Oda a la palabra Por la paz del mundo Me llamo Paz nací en el agua cuando cantaban las ballenas un caballo marino me arrimó a la orilla comencé a caminar la Pachamama desde la cima del Aconcagua bajé hacia los valles. Me enamore de un hombre llamado guerra vino hacia mí envuelto en olas marinas con ofrendas de poder y riquezas el amor fue al principio. Caballo marino me arrastra la explosión perversa a todo galope sale el corcel quemando pastizales con la muerte en ancas arrasa con los pueblos. Mi estrella hizo agua contemplé por siglos el deshabitado sendero escarlata. Vuelvo por el valle con otras voces para romper el conjuro del hombre guerra yo te soñé humano atado a mi cintura de paz.
Le pido a Ñanderú* que lave mis pupilas de fuego que aleje de mí el humo de olor a piel quemada en silencio interrogo a la noche buscando taca tacas* de luz. *Ñanderú: nuestro dios; palabras de la cultura guarní. *Tacas, taca: luciérnagas: palabras de la cultura tobã.
LUCIANO, SILVIA GUADALUPE El Trébol, Santa Fe, Argentina
Llame al 911 Helena estaba sumida en el olvido. Sola. Lejos de la poca familia que alguna que otra vez la llamaba por teléfono. Sólo en algunas ocasiones. Sólo, en algunas ocasiones. A nadie le podría llegar a importar esta determinación que venía haciendo mella en su corazón después del último chequeo médico en que algunos valores no eran los apropiados para lo que esperaba. Cuidadosamente fue ordenando el cuarto. Eligió que fuera de este modo. Buscó música. Prendió unas velas perfumadas que dieran calor a su corazón, por si acaso. Mientras que en su vieja radio únicamente los informes sobre la inseguridad pronunciaban a viva voz..., llame al 911. Llame al 911. Llamar al 911, era para denunciar robos, asaltos, era para avisar a la tan mentada policía de ese distrito que algún extraño rondaba por su patio. Dificultosamente se trasladaba entre los cuartos preparando esa casa como si alguien fuera a venir de improviso en pocos días. Aun cuando en realidad lo que hacía era preparar su partida.
Así durante dos o tres tardes en esa semana. La semana de su cumpleaños número setenta, la semana del principio de la primavera, la semana en que los bordes relucientes de las plantas reverdecían el patio. Todo era paz, su cadencia al caminar la hacía detenerse de vez en cuando para tomarse de algún mueble, y así poder llegar a otro. La radio seguía sonando incesantemente con música olvidada con música que ni siquiera podía disfrutar, a la vez que intercalaban los comunicados de gran importancia, llame al 911. Esa mañana despertó tan triste como pocas. Como arrepentida de algo. Cabizbaja, descorrió las cortinas para ver el sol como hacía mucho tiempo no lo hacía y se estremeció al notarlo tan imponente. Preparó un vaso con abundante agua. Puso en el diez, veinte, treinta y cuarenta gotas contadas con desgano de algo que nunca se supo bien que era, y en cuanto lo iba a tomar, recordó algo que la hizo dejar el vaso cambiarse prestamente y salir a la calle. No apagó la radio ni volvió a correr las cortinas. Esa vieja radio, tanto como la casa y las cortinas insistió un par de veces más... Llame al 911. La casa se fue llenando de luz de sol, como nunca antes. Las flores fueron recobrando brillo, eran viejas, eran plásticas, eran rojas. Pasó un tiempo. La mañana siguió su derrotero de costumbre, y de pronto un ruidoso atropellamiento de pasos quebró el silencio de esos cuartos vacíos, poblados solo de silencios, lágrimas y recuerdos. Empujada groseramente por un hombre deslucido y borracho que no alcanzaba los cuarenta años, entró a tropiezos con los muebles del comedor, tocada, maltratada, lastimada. Alcanzó como pudo una silla baja, donde el hombre la sentó de un golpe y comenzó la más grande de las pesadillas que alguna vez una
mujer de más de setenta años hubiere conocido. Con el próximo golpe las cosas que estaban sobre la mesa fueron a parar al piso, excepto el vaso. Helena no podía hablar. En su rostro el miedo y el dolor por los golpes la mantenían con la cabeza gacha. En silencio, echó a llorar. Mientras tanto el hombre robusto y maloliente, puso otra silla frente a ella y empezó a tocarla, dos veces tomo el vaso y volvió a dejarlo sobre la mesa sin probarlo, porque hablaba, decía incoherencias, y la seguía tocando. Era dolor, era asco, por sobre todas las cosas asco. Comenzó torpemente a desabrochar las prendas de Helena, y las suyas…, tocó sus partes más íntimas, las mismas que nadie había osado siquiera palpar alguna vez. Sólo quería huir, pero sus débiles esfuerzos seguro serían en vano. El detestable ser, una vez más se acercó a la boca de Helena, y ella lo esquivó como pudo, sus ásperas y ajadas manos, paseaban por sobre el cuerpo casi desnudo y tal vez casi desvanecido de Helena, por el dolor, por el asco, por la ironía del destino, por sentirse sucia, manoseada, desdichada, con los bolsillos de su bolsa llenos de plata que aún no había pedido el asqueroso ni ella había podido ofrecer por el momento por el que estaba pasando. El viento azotó las cortinas e hizo que un rayo de sol se posara tímidamente sobre el vaso de agua que permanecía en la mesa sin tocar por ninguno de los dos. Eso fue lo que distrajo al mal viviente, que acelerado su corazón que tuviera por las barbaridades que estaba cometiendo, sin pensar un instante más, tomó el vaso y de casi un trago lo bebió hasta el fondo. Helena respiró. Levantó tímidamente su cabeza. Se incorporó en la silla como pudo y el hombre en un momento se desplomó a su
lado, con sus ropas abiertas, casi impidiendo su paso hasta el teléfono. Siguió ahí un rato más que le parecieron horas. Se levantó como pudo de esa silla, y presurosamente fue a limpiarse, limpiarse del asco, del manoseo, del terror, abrió el agua aún vestida y la dejó correr por largo tiempo. Para borrar la angustia, la desesperación, el mal momento que le había propinado aquel hombre que no se supo quién era, acariciando asquerosamente su cuerpo envejecido y laxo. Al cabo de un momento salió del agua, se arropó en vestidos limpios y abrigos perfumados, buscó el teléfono, apagó la radio, estrelló con fuerzas ese vaso contra el suelo y llamó al 911.
MANGOLD, MARÍA ANA Santa Rosa de Calchines, Santa Fe, Argentina
Tiempo Ese tirano que pasa sin detenerse. A veces lento, a veces en impetuoso revoloteo, casi sin misericordia, me va diciendo adiós sin importar que tanto lo valore, lo pierda o lo deje ir. Ese tirano que me lleva la vida como si fuera un soplo y mi inmadurez intenta atraparlo… en imágenes frugales y tiernas, alegres o disparatadas. Como quisiera detenerte en esos momentos felices que a veces me descubren en la risa infinita, en la gloria del abrazo o en la calidez del fuego… Tirano absoluto de mis días no puedo recobrarte, solo atraparte apenas en la imagen de mi mente. Quizás cuando logre deshacerme de tus brazos pueda sentir el alivio en mi faz la serenidad y la alegría en mis espacios… Quizás ese día seré alma, espíritu sereno y diáfano cabalgando por otros lugares infinitos y eternos
pero ya no seré yo, tú me habrás robado mi identidad y seré tal vez sombra, tal vez luz, tal vez nada… por ahora enciendo mis candiles para que la noche no me encuentre desprevenida, y pueda dar batalla, cuando al fin, tu tiranía haya concluido…
MARTÍNEZ, ANA MARÍA Rosario, Santa Fe, Argentina
Luis Luis, en su cómodo sillón de madera marrón oscuro, se mecía lentamente, mientras relataba a sus tres bis nietos, los recuerdos más insólitos de su paso por la vida; recuerdos de cuando él tenía tan pocos años como Brian, Walter y Daiana en este momento. —Yo dormía en una gran cama de bronce junto con mis dos hermanos más pequeños. Saturnino y Crispín. Mamá, con sacos viejos, uniéndolos con hilo de algodón, nos hacía pesados acolchados para taparnos en los inviernos; evitar que se cayera a los lados de la cama era todo una proeza, casi no nos movíamos para que no se corran. Por las noches, mientras ella hacía los últimos arreglos de la casa, nosotros nos metíamos en la cama y allí comenzaba nuestra aventura… En la pared del frente, sobre la cama de papá y mamá que estaba en otro espacio de la misma gran pieza, una luz amarillenta, subía desde el ángulo de la arista, desde el suelo hasta el techo, de allí, en línea horizontal, corría a la otra pared y volvía, retrocediendo por el mismo camino hasta el comienzo de su viaje. Algunas veces, mamá entraba con la lámpara y la luz se perdía. Mi hermano Crispín y yo nos tapábamos hasta la nariz debajo del
pesado acolchado, muy impresionados, luego, muy quietecitos mirábamos la luz cuando todo quedaba a oscuras nuevamente. Le preguntamos a ella algunas veces qué podía ser, pero como respuesta nos contaba la historia del ángel de la guarda que venía a velar nuestros sueños, pero creemos que ella nunca nos creyó e incluso no se detuvo a ver si veía la luz. Una tarde, papá estaba muy preocupado, su cara mostraba nuevas arrugas y los ojos de mamá tenían color de sangre; hablaban bajo y no nos reprendieron ese día, ni siquiera cuando nos sentamos a la mesa con las manos sin lavar. Pocos días después, con las pocas cosas que teníamos, nos mudamos a una baja casita de madera y chapas, a la sombra de grandes álamos y en el interior había pisos de tierra. A nuestra casa anterior la derrumbaron para hacer en ese terreno un alto edificio. Cuando los hombres que trabajaban para demolerla ya se habían retirado, mis hermanos y yo nos fuimos con una pala de papá para ver qué había en el lugar por donde la luz salía todas las noches. No fue muy difícil llegar al lugar, pues los escombros habían sido acomodados en otro lugar y sacando solo algunos pedazos sueltos comenzamos nuestra obra. Nino decía que allí habría un pedazo de cielo donde de día dormía nuestro ángel. Crispín pensaba que algún antiguo morador de la casa estaría enterrado en ese lugar. Yo, que era el mayor, no sabía que arriesgar, pero empezamos a cavar con mucha ansiedad. No estaba muy lejos, unos cincuenta centímetros de profundidad costeando los cimientos y donde era la parte interna de la habitación, comenzó a aparecer un paquete hecho con papeles de diario. No queríamos romperlo, tratábamos que saliera lo más sano posible mientras miles de cosas tomaban formas irreales en nuestras pequeñas cabecitas, trabajábamos en silencio con una palita de jugar,
la pala de papá y las manos, nos apurábamos para sacar el paquete, pues la noche ya estaba llegando y no sabíamos si teníamos miedo, apuro o qué, pero nuestros corazones nos golpeaban con fuerzas. El paquete envolvía una pequeña vasija de barro, muy rustica, tenía un alambre que la cerraba y a la vez nos facilitó la tarea de sacarla, por el peso parecía que había algo muy pesado en su interior. La llevamos a casa y papá nos ayudó a abrirla. Envuelto en otros papeles de diario, comenzaron a aparecer un asombroso tesoro, gruesas cadenas de oro, anillos con piedras preciosas engarzadas y collares de perlas cultivadas; ahora eran nuestros ojos los que no podían creer nos los restregábamos con nuestras manitas sucias de tierra para asegurarnos que no estábamos dormidos y soñando. —La luz, dijo Crispín —la luz nos decía algo. Era el ángel, decía Nino, el ángel nos regaló un tesoro. Papá aún estabas muy emocionado y ahora los ojos le brillaban muy alegres y mamá esa noche se acostó sin lavar los platos. Y esa, mis queridos, es la historia de nuestra casa, con eso se compró este gran terreno donde había un jardín y esta casa algo vieja era entonces la más moderna del barrio. No sé si fue el ángel, los duendes de las siestas o la luz mágica que nos regalaron aquél tesoro, pero lo insólito pasó a ser la alegría de aquellos abuelos que fueron mis padres y que aún me parece verlos diseñando cada una de las habitaciones de nuestra casa.
MARTINI, CARLOS ALBERTO Villa Allende, Córdoba, Argentina
L3º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuentoargo
La celebración Orestes Galarza me lo contó un día café de por medio. Según sus expresiones, el hecho había ocurrido exactamente un veinticuatro de abril del año mil novecientos setenta y cuatro. Orestes tenía entonces veinticinco años de edad. Era viajante de productos farmacéuticos y con frecuencia cruzaba las sierras cordobesas en su automóvil para acortar distancias. Por lo general, en el regreso, le sorprendía el atardecer en pleno cruce, como en aquella vez. Había dejado la ruta pavimentada y ya llevaba unos setenta kilómetros en plena montaña, cuando ingresó en una espesa bruma que transformó el paisaje. Avanzó casi a ciegas y con dificultades por el serpenteante y pedregoso camino. Para colmo de males, tras fallar de manera reiterada, se detuvo el motor de su auto. Vanos fueron los esfuerzos de Orestes para hacerlo funcionar nuevamente. Lo poco que entonces entendía de mecánica no le fue de utilidad y en aquella época no existían los teléfonos celulares de ahora para comunicarse con un auxilio mecánico. Por eso, bajo el capó, cerró su
automóvil y enfiló en penumbras hacia una calle lateral por donde se veía el resplandor de unas luces. Detrás de una loma y entre la niebla con resolana, vio un caserío donde una mansión señorial e iluminada contrastaba con el resto de los ranchos humildes. Entre sombras advirtió que por un sendero se acercaba un niño con una linterna y fue a su encuentro. Al tenerlo cerca advirtió que el jovencito, de unos doce años, tenía el pelo oscuro y ojos claros y profundos. Parecía que le estaba esperando. Le comentó lo sucedido y el niño, sin sorprenderse, le pidió que le acompañara, tal vez en la casa grande obtendría ayuda. El aire era fresco y olía con intensidad a flores silvestres. De tanto en tanto, entre las nubes, la luna brillaba en un cielo oscuro. En el trayecto solo intercambiaron algunas palabras de circunstancia. A una de sus preguntas, el niño le dijo que iba a la fiesta de los Seeber y se refirió a ella como “la celebración”. Pasaron junta a una vieja y derruida capilla. Al costado de esta construcción de piedra había un pequeño cementerio con varias cruces que brillaban con luz de plata al recibir el reflejo de Selene. Al final de la calle, un magnífico portal presidía un muro con rejas. Tras él se veía la majestuosa casona de dos plantas de los Seeber. Del arco de piedra rústica colgaba un cartel que nominaba a la propiedad como “Doñablanca”. En el cuidado jardín y en las galerías había mucha gente vestida de gala. Desde allí se oía la música que provenía del salón principal. Por los raros trajes de época de hombres y mujeres, daba la apariencia de ser un baile de disfraces. ―¡Estos ricachones! ―pensó mi amigo... ― los gustos que pueden darse en un día de semana… Además, a Orestes le llamó la atención que no hubiese automóviles estacionados en los alrededores. Tan solo uno, antiguo, rodeado de carruajes tirados por caballos. ―¡Qué excéntricos… ―dijo para sí ―cuidan todos los detalles!
Al acercarse a la entrada, se les anticipó un hombre, alto y rubicundo. El niño se lo presentó como el señor Patrick Seeber, propietario de la casa. Orestes, tras saludarlo, pudo explicarle lo acontecido. El dueño de casa sonrió y le contestó que ya le ayudarían, ―Pero luego… luego… ―y del bolsillo del chaleco extrajo un reloj de tapas sostenido por una cadena de oro ―más tarde… ―continuó, mirando las agujas ―porque ahora está por comenzar “la celebración”. Su voz, con un marcado acento inglés, sonaba cordial. Y con una palmada en la espalda, lo invitó a sumarse al festejo. Orestes intentó disculparse expresando que no estaba vestido para una fiesta y que tenía las manos engrasadas. Volvió a reír el hombre con ganas y le dijo que no se preocupara, que el niño de los ojos claros, a quien señaló con un gesto, le indicaría como llegar a un toilettes de la casa. Y agregó: ―Además, en el vestidor encontrará trajes adecuados y a su medida. Pasaron por una salita oscura en donde resaltaba un cuadro con el retrato a pastel de una hermosa niña rodeada de flores. Se detuvo un instante para admirar la pintura y la expresión sonriente de la dama. Sobre una repisa un portarretratos con la fotografía de un joven con el rostro borroso, como si la lente de la cámara hubiere estado fuera de foco. Para su sorpresa encontró en él algunos rasgos que se le parecían. Detrás de una cortina se advertía una pequeña habitación y entre una nube de humo se distinguía un grupo de ancianos de rostro espectral, cuellos almidonados y generosos bigotes, fumando cigarros y jugando a las cartas. El tintineo de las copas y de las fichas se alternaba según la suerte o la desgracia de los jugadores. Luego otro salón biblioteca, confortable, y con una pared tapizada de libros. Allí se mostraban grandes cuadros con marcos dorados y labrados con imágenes de antepasados familiares de rostros severos y miradas vigilantes. Al costado de una escalera de madera y destacándose en el ambiente, había una pintura con una tierna escena
familiar: La hermosa niña del cuadro anterior, flanqueada a su derecha por el inglés, y a su izquierda por una bella mujer. El niño, con un carraspeo le sacó de la introspección para indicarle la puerta. Ingresó con curiosidad. El amplio y limpio baño estaba lleno de espejos por lo que su imagen se reprodujo en secuencia infinita. Luego de higienizarse Orestes ingresó cauteloso y avergonzado al salón principal alisando sus ropas. Vestía un jacquet negro, camisa blanca con gemelos, corbata de lazo, y había calzado zapatos charolados. ―Más que un caballero de antaño, parezco un pingüino… ―se dijo, al ver su figura en un espejo. Miró a su alrededor. Cortinas de fino brocado, estatuas de mármol, jarrones y candelabros de plata engalanaban el amplio recinto. Un reloj francés de péndulo, sobre una estufa, marcaba la hora 20,30. La gente que allí estaba parecía feliz, aunque con una expresión rara en el rostro. Le saludaban y sonreían. Esa actitud colectiva le animó un poco y aceptó el aperitivo que le sirvió un mozo de uniforme. En el extremo del salón una figura femenina le llamó la atención. Era la mujer del cuadro con un elegante vestido color aguamarina. Repartía simpatía atendiendo a los huéspedes. ―Es la señora Lizette… ―expresó el niño al ver su entusiasmo, y agregó: ―…la esposa del señor Seeber. Una fuerza invisible hizo caminar a Orestes al centro del salón en momentos en que una orquesta de cuerdas inició un tradicional vals. Todos miraron hacia la planta alta y se oyó una unánime exclamación de asombro, continuado por un murmullo de aprobación. Por la escalera de mármol labrada bajaba Patrick Seeber y de su brazo, la bella joven conocida por sus retratos, que vestía con sobresaliente distinción. Ambos mostraban su satisfacción con generosas sonrisas. Los invitados comenzaron a aplaudir en forma unánime y Orestes hizo lo mismo. Luego los atávicos festejantes se fueron situando hacia los costados del engalanado espacio, dejando a Orestes solo
en medio del salón. La joven se desprendió de su padre y se acercó a Orestes que continuaba paralizado en su asombro. Con el rostro iluminado, mirándole a los ojos suavemente le dijo ―Gracias por haber venido a “la celebración”..., soy Victoria... Victoria Seeber. Orestes quedó absorto, anonadado y solo pudo balbucear su nombre. La orquesta ya había comenzado nuevos acordes y el salón principal de la casa se llenó de parejas que comenzaron a danzar en círculo. Orestes y Victoria quedaron en el centro y, bajo todas las miradas, también comenzaron a bailar. Una fuerza sobrenatural entrelazaba sus cuerpos y llevaba sus pasos. En los descansos de la orquesta, mozos de “punta en blanco” portaban bandejas de plata con bocadillos y copas de champán. La gente comía y bebía en alegres grupos. Orestes también era asediado por los sirvientes y en reiteradas ocasiones vació su copa. Ya no le preocupaba el sentirse halagado por la preferencia de la joven que, tomándole las manos, no se desprendía de su lado. La señora Lizette hizo sonar una campanilla, se detuvo la orquesta y a una disimulada indicación suya, Victoria se acercó al estrado que contenía un piano de media cola. Llevaba por marca un nombre lleno de consonantes y pocas vocales (Schwarthouse). Con Orestes a su espalda y su madre recostada en una columna, Victoria ejecutó con fineza una melodía clásica de Chopin, un nocturno cuyo nombre no recuerdo. Tras los aplausos y ante los pedidos de “bises” la muchacha inició con sus ágiles dedos, una música alegre y contagiosa que estuvo de moda en el mundo a principios del siglo, un “charleston”, creo. Ello motivó que varias parejas salieran a bailar a los saltos. Las damas lucían cortas polleras con flecos, un simpático tocado en la cabeza y labios pintados de rojo furioso. Casi todas fumaban cigarrillos con finas boquillas de marfil. A Orestes le dio la impresión de que ese espectáculo ya estaba preparado. Luego se reiteró sin conteo el rito del baile tradicional entre los
concurrentes y, en especial, de Orestes con la joven Victoria girando sobre el lustroso parqué del salón. Orestes se sentía embriagado por el chispeante vino consumido, pero mucho más por el perfume y la cercanía de la joven que se había entregado a sus brazos. Los pálidos asistentes a la fiesta también le hacían guiños como muestras de afecto y de tácita insinuación. Por los saludos y felicitaciones que recibía la joven, se enteró de que Victoria cumplía veinte años. El niño de los ojos claros y el inglés dueño de casa los miraban dominantes desde el descanso medio de la escalera de mármol. Victoria, en tono sugerente, le dijo al oído que se sentía sofocada y le invitó a salir a la galería de arcos y después al jardín. Luces y sonidos amortiguados. Antorchas y farolas con velas de colores sobre la hierba. Plantas y flores perfumaban el aire por doquier. Al lado de un estanque una fuente, que representaba una pastora con un cántaro en sus manos. En ese paisaje onírico, Orestes estrechó a la joven contra su cuerpo y sus labios se fundieron en un beso. Fue un instante mágico, misterioso, de infinita felicidad que detuvo el tiempo. Orestes sentía a Victoria frágil, liviana, transparente. Allí se dio cuenta de que amaba a Victoria de manera profunda. No solo en ese momento, conmovido por la pasión, sino desde antes, desde siempre. De pronto, el reloj de péndulo de la casa ganó en volumen y dio doce campanadas. Entonces, tuvo la sensación de que Victoria se desvanecía y se diluía en sus brazos hasta solo quedar transformada en una sustancia etérea. Espíritu puro. Orestes, anonadado en su voluntad, se sintió arrastrado por un torbellino. Todo comenzó a girar a su alrededor vertiginosamente. El jardín, el portón, la casa y la galería. También la fuente con la pastora… y Victoria..., Victoria…, en el vórtice del remolino, alejándose sin miedos y con una sonrisa eterna. Las imágenes se distorsionaban alargándose y
deshaciéndose en sutiles trazos. Orestes oía gritos, risas y ruidos de copas que estallaban al igual que los cristales de las ventanas. La luna reiteraba su parábola semejando varios discos luminosos en loca carrera, contra el fondo negro del cielo. Y después la negrura total, el silencio omnipresente, la nada… Despertó y ya era de día. Su reloj de pulsera estaba detenido. Su asombro fue enorme cuando advirtió que todo a su alrededor era distinto. El jardín y la casa habían envejecido. Deshabitados. Una brisa de otoño arrastraba las hojas secas. El estanque seco y la pastora de la fuente con el cántaro roto. Telarañas en las galerías. Las paredes de la casa descascaradas y enmohecidas. Vitrales convertidos en miles de coloridos trozos. Por la rendija de una ventana vio las cortinas cerradas y que los muebles del salón estaban tapados con fundas de tela. Habían desaparecido adornos, porcelanas y marfiles. También el reloj de péndulo. El lugar estaba en total abandono. Ni rastros de la fiesta de la noche anterior. Ninguna señal de su amada Victoria, ni de sus padres, ni de los huéspedes. Allí se dio cuenta que él ya no vestía ropas de gala. Ahora llevaba las mismas prendas desaliñadas de la tarde anterior. ¿Habría sido tan solo un sueño? ¿Una alucinación? ¿El montaje de una broma inexplicable? Estaba desconcertado y deseó huir de ese lugar fantasmagórico. El portón de entrada, de hierro forjado, crujió lastimero cuando Orestes salió a la calle. Tropezó con un destartalado cartel que anunciaba la venta de la casa. No lo había visto antes. Deambuló sin rumbo fijo, desconcertado, por calles desiertas. El caserío también estaba silencioso y en ruinas. Solo un rumor de palomas en las ramas mustias de los árboles desnudos. En ese trance, a lo lejos, en el cementerio junto a la vieja capilla, vio la figura de un hombre sencillo en su vestir inclinado sobre una lápida, arreglando unas flores frescas. Se acercó a él presuroso. Tenía muchas preguntas para formularle.
―¡Eh... don...! ―le dijo. El hombre, sin alarmarse, giró la cabeza mostrando su rostro viejo y arrugado. Y en los ojos claros del anciano Orestes recordó y reconoció la mirada del niño que le recibiera y acompañara en la víspera. Un escalofrío recorrió su espalda y de sus labios no salieron palabras. El espanto fue mayor cuando, por sobre el hombro del viejo, leyó en la lápida de mármol... “Victoria Seeber... 24/04/1891 – 14/08/1911”. Orestes, desesperado por el temor, corrió por la cuesta mientras el viejo, a sus espaldas le solicitaba a los gritos que regresara, que tenía explicaciones para darle. No obstante, Orestes continuó su carrera desesperada y llegó hasta el camino. Subió a su automóvil, que, al introducirle la llave de contacto, sorpresivamente arrancó sin problemas y, entre sollozos de impotencia y miedo, Orestes salió de la montaña y, en breve lapso, encontró la ruta pavimentada de regresó a la ciudad. El resto del camino fue largo, muy largo. Eso es todo… ¿qué quiere que le diga? Parece que Orestes siempre es el mismo, que nada ha cambiado con el paso de los años, salvo que continúa soltero y que ya se ha jubilado en su trabajo. Continúa melancólico, ansioso y apurando el tiempo. Basculando entre la desazón delirante y una indescriptible esperanza. Los amigos de la barra se rieron cuando se enteraron de su misteriosa historia y le decían que no hay que beber si se conduce. Otros afirman que aún está medio “tocado” o que le “falta yerba en el mate”. No faltó la esposa de un amigo que le puso un poco más de dramatismo y fantasía a la historia. Les contó a unos vecinos que, de ese encuentro, a Orestes le quedó un anillo de oro que tenía grabado el nombre de Victoria. Que se lo desprendió de sus dedos en el afán de retenerla esa noche. Yo se lo pregunté a Orestes, pero él lo negó en forma categórica. Es algo que no puede suceder…, hasta ahora, dijo, y agregó algo que me dejó perplejo y que no alcanzo a entender: ―Existen dos mundos en uno mismo…, el primero el mundo
terrenal, en donde vivimos en cuerpo y espíritu, imperfecto, finito, lleno de avatares…, el segundo es el limbo, energía pura, permanente, perfecto en el amor…, pero puede encontrarse una o muchas ventanas de conexión entre ambos…, un pequeño conducto en un espacio determinado y en un tiempo efímero que permite el paso, la mutación y la transformación de lo material en espíritu y viceversa. ¿No me cree? Bueno…, a mí también me cuesta creerle, todo se parece a un relato fantástico, irreal, imaginario o más bien fantasioso. Va más allá del limitado proceso de mi razón y, en otro plano, tampoco condice con mi fe cristiana. Sin embargo, hay algo que me llena de dudas, y ese algo es que todos los años, cuando el almanaque marca un veinticuatro de abril, mi amigo Orestes Galarza viaja a las sierras de Córdoba, solo y a un lugar que solo él conoce, con la excusa de que tiene un compromiso ineludible…, algo así como..., “una celebración” y, después de varios días, regresa muy contento.
MENDOZA, LILIANA MARÍA Vera, Santa Fe, Argentina
Quiero nuevamente… Quiero mirar nuevamente tus ojos vivaces, brillantes. Quiero sentir que tus manos, me acarician como antes. Quiero respirar tu mismo aire, y sentir el calor de tus labios. Quiero regresar al pasado cuando tu pecho era mi lecho y dónde nada era distante. Quiero volver a imaginarte, dueño de mi mundo apasionante. Quiero que me invadas, y robes mis sueños dormidos. Quiero volver atrás, sólo por un instante… fantasear y dibujarte en mi mente, presente, dulce y real como siempre.
MINDORI, ALICIA Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
2º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Micro Cuento
Los destiempos Temprano y reparada de sueño, con tiempo de sobra, pensó en la clase de la facultad. Su desayuno era confusión y dudas cada vez, aburrimiento y sinsabor. Pronta a salir, miró la puerta, vio el futuro, dejó la mochila y supo abandonada en lágrimas que estaba sepultando a la doctora.
MIRANDA, MARTÍN HERNÁN Barracas, Buenos Aires, Argentina
2º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Micro Cuento
Relatos de un sonámbulo 4 Mi ascensor tiene un espejo en cada una de las tres paredes, donde me multiplico infinitas veces todas las mañanas. Desde anoche ando preocupado, mientras subía por la escalera, escuché infinidad de pasos que me seguían.
Pompeya y Roma Buenos Aires, Argentina, 4 de noviembre de 2110.
—Pasá Carlos, llegaste justo. Acabo de terminar de trabajar en el laboratorio.
—¿Cómo estás? ¿Cómo quedaste del partido de ayer? —¿Qué vamos a hacer Flaco? El tiempo va pasando y cada vez se hace más difícil recuperarnos de las dolencias, de las consecuencias post-partido, y máxime a nuestra edad. El otro día estaba en casa revolviendo el arcón de los recuerdos…, encontré el primer pantalón del equipo. ¿Te acordás? El negro con el vivo amarillo al costado. Lo miré, y se me ocurrió probármelo. ¡Qué desatino, con esta panza! Cuando levanté la pierna para ponérmelo, lo abrí y sentí el crac del elástico, la misma sensación de éste desgarro del cual no me puedo recuperar… ¡No sabés! Sentir entre los dedos la rudeza de lo inesperado, de una rotura lógica que se tornó sorprendente por la emoción que me dominaba, que por eso me tomó desprevenido, y el mismo crac lo sentí en el corazón al darme cuenta de todo lo vivido. —¡Mirá esa foto que tenés ahí! ¡Qué jóvenes que estamos! Ni una cana… —¡Qué estábamos querrás decir! —Sí, que estamos en la foto… —Es que ese es el error. Nosotros no estamos en la foto, estamos acá, de carne y hueso con varios años más que ahí... y bien distintos. —Bueno, pero en la foto estamos, detenidos en aquel tiempo, en ese espacio... —No hermano, eso es una ilusión. Es sólo una imagen de nosotros, una traza, un vestigio, una huella luminosa producto de un acto mecánico como la fotografía. —No sé de qué hablas, quedamos en juntarnos para tratar nuestra depresión compartida. Es tan difícil resignarnos, claudicar, decir basta. Se nota que estamos en la fase terminal… —¡Pará che! Siempre hay una solución. Como decía mi profesor de la escuela, los problemas pueden ser tumbas para los pusilánimes o pedestales para los valientes. ¡Y yo soy un valiente! —La vida no perdona, es su condición intrínseca, la vida vira a
muerte inexorablemente, por eso es vida. Mejor dicho, la muerte es el último punto de la recta de la vida. Pertenece a ella. A mí me desespera saber que el grupo se disuelve, se esfuma, se termina… —Muta querrás decir. Con las nuevas camadas se conserva el espíritu del grupo. Y depende de nosotros, los fundadores, guiarlas para mantener la mística. —¡Eso es imposible! Cada uno de nosotros somos irreemplazables, únicos. Y ellos, los de la nueva generación también lo son. Pero entenderme, no tengo nada en contra de ellos, al contrario, pero a mí me ahoga la nostalgia de aquel tiempo, el de nuestra juventud, el de los históricos, los originales, cuando todavía no habíamos escrito ninguna página de nuestra bitácora… ¡y pensar que ahora están casi todas las hojas amarillentas y ajadas! —¡Pará te digo! ¡Te invité a mi casa para que estemos mejor, no para naufragar y sumergirnos en el mar de la melancolía! —¡Mirá esa otra! ¿Ves? ¡Ese es el pantalón que me probé! —Dejame corregirte de nuevo. Ni es el pantalón, ni te lo probaste. No es el pantalón porque, otra vez, es sólo una imagen, un registro óptico-físico de una realidad, pero que ya no existe. Es tan frío como darle un beso al vidrio del portarretratos de un ser querido que ya no está entre nosotros. Y no te lo probaste. Fue solamente el intento fallido, otra ilusión. Meter la pierna en el pantalón como si fuese el túnel del tiempo para retrotraerte a ese momento de gloria, cuando los dolores eran efímeros… —Y sí, aunque sea por un instante. —Un instante, como lo que representa esa foto. “El instante preciso”, el famoso clic de la fotografía que tanto pregonaba Cartier Bresson. O como la muerte, que también ocurre en un instante. Me hiciste relacionar todo esto con la metáfora arqueológica.
—¿Con qué? —Con la metáfora de Pompeya y Roma. —Flaco, no te entiendo. ¿Dónde quedaron las charlas del tercer tiempo. Las anécdotas, jugadores, tácticas, estrategias, polémicas?… —La fotografía sería Pompeya, y nosotros Roma. Dos ciudades, tan cercanas pero tan disímiles a la vez. Pompeya, casi intacta, conservada por siglos debajo de las cenizas volcánicas del Vesubio. En cambio Roma, es la resultante de una sucesión temporal, momentos yuxtapuestos, superpuestos, amontonados, confundidos y fundidos, donde uno determina al siguiente, donde el antes es causa del después. La fotografía es ese instante, una tajada, una feta de tiempo, una rebanada del pan de nuestra vida, una parte intacta, infinitesimal e inalterable de un todo. Una ficción de aquel momento, ahora detenido en imagen. Un espejismo, o un espejo surrealista, la posibilidad ficticia que encontró el hombre para detener el tiempo. Captura y conservación visuales de un lapso. Una falacia que se sostiene, a pesar de los casi trescientos años transcurridos desde la creación de la fotografía. Aunque sí es cierto que es la huella de un referente, pero sólo la huella de aquella presencia, nada más que un signo, un ícono por mimesis o quizás un símbolo por convención. En cambio, nosotros somos la acumulación de vivencias, lesiones, dolores, cicatrices, alegrías, tristezas. Todo dentro de este cuerpo marchito, testigo, con esta panza, esta pelada y estas canas impuestas por la vejez. Somos la ruina de nuestro pasado. Igual que Roma. —¡Menos mal señor científico, hasta ahora yo parecía ser el único pesimista! —No es pesimismo, es realismo puro, la lectura objetiva de nuestro transcurrir. Pero la diferencia es que yo sí encontré una solución. —Flaco, la solución es volver el tiempo atrás y eso hasta el
momento es una utopía. —¿Vos te acordás quién era el que se encargaba de juntar la ropa para mandarla a lavar después de cada partido que jugábamos? —Sí, vos. ¿Y? —Mientras te cuento seguime que te quiero mostrar algo. Durante casi cuarenta años me tomé el trabajo de seleccionar, ordenar, y extraer muestras de cada uno de nosotros. Pelos, aparentemente inocentes, distraídamente olvidados, que sólo afeaban nuestras camisetas y evidenciaban en silencio el progreso de nuestras calvicies. Preparate. Abrí bien los ojos y el corazón. Espero que tanto vos como los muchachos sepan comprenderme… Ya en el laboratorio de clonación, Carlos absorto y sin poder de reacción, contemplaba a través de la pared vidriada de “la cámara de Gesell”, un gabinete enorme que albergaba un hermoso campo de juego. Con temperatura y humedad controladas, e iluminado por cuatro torres con tubos de neón. Con el césped obsesivamente cuidado, donde ellos mismos pero jóvenes, disputaban un partido de fútbol contra otros clones.
Poeta Deshoja sentimientos. Siembra palabras semillas. Para que broten,
para que crezcan versos. Acto supremo del arte, espejo de tu interior. Brisa del alma, de tu yo. Lago de esencia que sangra tinta que besa hojas, perennes. Para ser libres, para que vuelen, en vos. Polen mágico de tu pluma diáfana. Hecho pájaro variopinto. Sin rumbo. Que descansa en el nido del lector.
MIRANDA, ROBERTO TEODORO Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
Hasta cuándo Alcanzado por la descarga, el maizal ve caer una a una las espigas. También hombres sin nombre que perecen. Pronto las sombras ocultarán todo, como si nada hubiera pasado. Otra vez, la belleza del sacrificio será olvido. .
Un sábado más
2º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Corto.
En esta noche de agosto, la bruma reverbera en torno a los focos de la marquesina del Club Atlético Huracán y cubre de brillos los
adoquines de la Avenida Caseros. Enfrente, la arboleda del Parque de los Patricios recibe impasible la garúa que se desliza por el follaje agradecido. Y el ritual de los sábados, se repite con renovada ilusión. Con la aparición de esas personas que en apretado racimo descienden del tranvía, presto a reanudar la marcha sobre las vías cantarinas en cuanto restalle el “tilín-tilín”. A metros de la esquina, otras bajan del colectivo por la puerta delantera. En silencio, todas se dirigen por la vereda despareja hacia el mismo destino, que las une como cuentas de rosario. Con la cabeza gacha, encogidas de hombros, caminan presurosas con las manos en los bolsillos, escapándole al frío. Exhalan humo que ondea en el aire suspendido. Antes de entrar en la Sede, se detienen un instante y leen la cartelera: “Hoy gran velada danzante con la orquesta del maestro Jorge Dragone – Canta Argentino Ledesma”. Para las once el salón está repleto. Sobre el escenario, culminan los preparativos. Dos “flacos” vestidos de negro distribuyen los atriles en semicírculo y preparan las partituras. Otros dos acomodan los instrumentos. Uno, abre la tapa del piano y retira el cubre-teclas de pañolenci bordado. El sonidista hace la prueba consabida: “uno, dos, tres” frente al micrófono y desaparece detrás del telón. Los varones, de riguroso traje cruzado de seis botones y peinado a la gomina, permanecen de pie agrupados cerca del guardarropa o al costado del escenario. Las mujeres, sentadas alrededor de la pista cuchichean sin parar. La muchachada, empeñada en descubrir a aquélla capaz de satisfacer sus berretines de bailarín, semblantea con disimulo a damitas custodiadas por resignadas acompañantes que hacen silla,
mientras ellas aparentan distraídas. Los veteranos, más relajados, ese “yeite” ya lo tienen estudiado. Hasta que las luces se apagan y el salón queda a oscuras. De punta a punta lo recorre un murmullo persistente. Por el sendero que traza el haz de luz del reflector, el maestro de ceremonias avanza hasta el centro del escenario. De “moño” e impecable camisa de pechera tableada, engola la voz para declamar: “Señoras y señores. Respetable público que nos honra con su presencia. Con todos nosotros la Gran Orquesta del maestro Jorge Dragone y la voz incomparable de Argentino Ledesma, para deleitarnos con su exquisito repertorio…” La ovación le impide continuar. A instancias del director, la orquesta arranca a todo trapo y el dos por cuatro hace estremecer los sentidos. Tras un cabeceo casi imperceptible se forman las parejas, prestas para incorporarse al ruedo con estudiado donaire. Tapa de cabeza al cielo, las figuras entrelazan las manos. Inmóviles, esperan el momento. Cuando lo marca el compás, cientos de pies comienzan a deslizarse a ras del suelo y en amalgama sensual los bailarines entran a girar y girar la pista, cubiertos de ensoñación. De la cual no podrán despertar. Porque como siempre, cuando den las tres, la última nota del fuelle quedará resonando en las almas, dispuestas a repetir el ritual un sábado más. Como la de aquella que en el roce circunstancial, vio renacer sus esperanzas.
Crueldad de fingido amor Se cruzaron a la altura de Avenida Lacarra al 3200 y ella le sonrió. Epifanio Verón, condenado desde el preciso momento del parto a transitar por la vida con las secuelas que lo limitaban, creyó que las puertas del reino celestial se abrían, invitándolo a avanzar. Joven e inexperto, bajo y esmirriado, y con esa tartamudez que no podía evitar, se sintió de pronto Ringo Bonavena con la voz de Sinatra, y se le animó nomás. La veterana, ducha para el enredo, cameleó de lo lindo y le ponderó con empalago tanto el pelo renegrido peinado a la gomina, bien tirante, como la coleta atada con elástico que semejaba la rabona cola del caballo del lechero. Y conocedora del paño, no lo dejó escapar. Así, Epifanio apareció al poco tiempo casado y con cinco hijos postizos, ocupando un departamento en el primer piso del vetusto edificio de Alsina 1918, esquina Combate de los Pozos, en el barrio de Congreso. Cuyo alquiler, apenas logró pagar puntualmente los tres primeros meses con la colecta realizada por los compañeros de trabajo frente a tan magno acontecimiento. Ahí comenzó el sacrificio de mantener a la mujer y a la prole heredada. A la cual se sumó, transcurridos siete meses, el hijo que según ella habían concebido en el tálamo nupcial la misma noche de la mudanza. Ante semejante carga, en su condición de Ordenanza en el Banco Central consiguió trabajar horas extras, que para ayudarlo le habilitaba el Mayordomo General. De modo que cumplido el horario normal, se ocupaba de prestar
servicio de cafetería durante las prolongadas jornadas de contaduría, o de conducir ascensores y ayudar en portería los días feriados. Pero ningún esfuerzo alcanzaba para satisfacer la voracidad de la fulana y del hijo mayor, de diecisiete años, que entraron a desconsiderarlo y a reclamar por más. Lo que lo llevó, ya en los comienzos de esta historia, a recurrir a la conmiseración de los compañeros de trabajo, para terminar viviendo de prestado. ¡Grave error! Sólo consiguió recibir cada vez mayores exigencias. Sobre todo del imberbe, que supimos andaba con malas juntas propias de su calaña. Hasta que la violencia, irremediablemente, se desató. A tal punto, que quedó instalado como rutina que la veterana y ese hijo de buena madre la emprendieran juntos a los golpes contra el pobre Epifanio, mientras éste se arrinconaba contra el aparador de la cocina y los más pequeños corrían a esconderse debajo de la cama. Semejantes golpizas, hicieron que en defensa de su vapuleada humanidad frecuentemente se quedara a pernoctar en el banco, con la excusa de que debía cubrir la portería para atender relevos de las guardias nocturnas y empalmaba luego con el horario de la jornada normal. Circunstancia ésta, que como modo de justificar ante la familia los hipotéticos mayores ingresos que llevaba, determinó que contrajera nuevas deudas. Con lo cual agravó la situación, prisionero como estaba en el círculo vicioso de recibir más y más exigencias, sin lograr conformar nunca las demandas. Así las cosas, una madrugada, deambulando por los pasillos apenas iluminados, se topó frente a frente con la imagen iridiscente de una mujer vestida de blanco, cuya vaporosa falda casi rozaba el piso de baldosas negras y blancas colocadas en damero. Su cabellera, lacia y rubia, adornada por una tiara de jazmines
que exhalaban delicada fragancia, ondeaba como si alguna brisa inexistente la meciera. También la cinta azul ceñida a la cintura, describía arabescos en la quietud del aire suspendido. Epifanio, balbuceante, sólo atinó a restregarse los ojos. Ella dijo llamarse Etelvina. Y que reaparecía tras prolongada ausencia, para mitigar su desconsuelo. Y de verdad lo hizo. Noche tras noche, hasta esfumarse al despuntar cada amanecer. En este punto debo agregar, que esa alma caritativa tampoco mintió respecto del nombre. Lo que puedo certificar, ya que tuve la fortuna de conocerla varios años antes de ocurrir el desgraciado accidente, al fallar el cierre de la puerta del ascensor jaula del noveno piso del edificio San Martín. Mitigado el dolor más profundo del modo providencial relatado, Epifanio continuó inmerso en los cauces tormentosos de la relación familiar enfermiza; lleno de temores que involucraban, inclusive, su propia existencia. La cual se supo, terminó abruptamente los otros días. Cuando apareció muerto tirado en el descanso del piso once del edificio donde vivía, molido a golpes y manando sangre que se deslizaba pegajosa por el hueco de las escaleras. Hoy, la esposa de Epifanio está detenida y el hijastro, con orden de captura, cabe presumir que es buscado afanosamente por la Policía. En tanto él y Etelvina, enamorados, se encuentran todas las noches en el noveno piso del edificio San Martín… Y en la magnífica caja acústica de los pasillos vacíos, se elevan los sonidos de la marcha triunfal de “Aída”.
Crepuscular El juncal a merced del viento verde esperanza inclinada reverencia las aguas.
Del río pardo arena de barro humedad olorosa que penetra mientras desploma la tarde. Al regreso del biguá renegrida lanza por el aire fantasma en vuelo detrás de sueños que de día fueron
MODAY, MAURICIO City Bell, Buenos Aires, Argentina
Manuela y el escultor Él, modelaba alfarería en su taller de las afueras de aquel pueblito de Córdoba que había elegido para su retiro, después de años de trabajo en su propia panadería. Nunca se había casado pero había aprendido a hablar con las mujeres de tal modo que casi las seducía con las primeras palabras y cuando comenzaba con las primeras estrofas de algún poema famoso, casi caían a sus pies subyugadas. Prácticamente era inexorable esa conducta, parecía el actor de un culebrón turco, al que las mujeres idealizaron. Su instinto no le fallaba, generalmente la elegía picarona, y subyacían en su alegoría de escultor de cincel mentiroso. Casi siempre terminaban en su cama envueltas en ese ovillo de deseo y torno de barro de macetas. Él esperaba que se fueran rápidamente, sin destino, ofreciéndoles pocas oportunidades y como si fuera una forma de pago, les regalaba una maceta decorada. Internamente, el escultor, esperaba una Musa que lo provocara y lo obligara a realizar una obra mágica del tipo del Moisés de Miguel Ángel. Ante esta circunstancia le duraban muy poco, sus modelos y partían sin rumbo fijo. Una mañana una joven de alrededor de quince años, llegó a
comprar dos macetas y él, pese a la diferencia de edad, quedó obnubilado con su belleza. El juego de seducción duró poco, le propuso que fuera su modelo de escultura y fue incrementando su fuego interior hasta ofrecerle posar desnuda para su obra maestra. La citó como todos los viernes, para elaborar la estatua de su vida y en esas mágicas horas entre una y otra postura, modelaba en el aire con la arcilla de la imaginación su propia visión de la piel tersa, los ojos verdes, su pelo claro, sus pechos pequeños y la bahía de su pubis aterciopelado de piel afeitada. En silencio pensaba amarla y poseerla, a pesar de la diferencia de edad y de condición social. Luego de seis viernes modelando, ella lo miró con ojos tristes desde el sofá donde posaba, como suplicando una caricia, él la tomó por sus manos y notó unos hematomas en sus muñecas, pero al extenderle sus brazos y acercarla para besarla, rozó su cuerpo y comenzó a acariciarla en toda su desnudez, se acostó a su lado y se demoró en tocar especialmente los pequeños pechos, pero poco a poco se fueron introduciendo en los placeres del amor. Pasaron toda la tarde mutuamente seducidos por ese encuentro y lloraron casi sin hablar jurándose un amor perpetuo, que nadie entendería. La esperó todos los viernes del resto de su vida, la buscó en cada mujer que conoció, a ver si aparecía alguna con ese amor eterno, tal cual se habían jurado. Sentado en el sofá donde se habían amado, bebía su brandi y fumaba en forma exagerada, pensando en Manuela y pasando los años. Nunca se enteró que el padre que la abusaba desde chica, la había matado en un rapto de demencia cuando ella le avisó que se iba a vivir con el escultor del cual era su Musa.
La letra chica Mi vida era muy ordenada y rutinaria. Desde mi jubilación, en mi casa cada cosa ocupaba su lugar y había un lugar para cada cosa. Casi todas las semanas elegía un día para hacer las diligencias propias de los seres humanos, como ser: pagar cuentas, ir al supermercado, cambiar el aceite al auto o cortarse el pelo. Las políticas de control de precios, unidas a los bajos márgenes de comercialización de los productos, llevaron a que las empresas o bien bajaran el nivel de calidad de sus elementos o los artículos finales no tuvieran la suficiente terminación y eficiencia, apareciendo entonces segundas marcas, más económicas pero con déficit ponderables, de fabricación, para lo cual nos debíamos adelantar con los manuales, en el caso de electrodomésticos, que si bien citaban los problemas, no siempre permitían subsanarlos pese a mirar con mucha atención y tratar de no ser engañados. Dado que las explicaciones se hallaban en la letra chica de los prospectos y leerlos demandaba tiempo y a veces una lupa, por lo tanto no se miraban como quisiésemos y la sensación era que nos timaban constantemente. Por otra parte entre los artículos que a partir de este ensayo, recomiendo llevar en vuestras carteras, especialmente a las señoras que siempre entra algo más entre sus petates, es una lente de aumento pequeña. Como saben la letra chica de los prospectos es muy pequeña, siempre debería tener más de uno con ocho milímetros, para poder ser legible y la que citamos en general, de los prospectos
aún farmacéuticos, nunca tiene más de un milímetro, pero sirve para los juicios, ya que como dicen, estaba escrito, si no lo leyó es su problema. Por lo tanto un jueves de enero decidí salir, en mi ronda semanal de diligencias. Me dirigí raudamente a la farmacia en primera instancia. El día anterior el médico me había recetado un antiinflamatorio para mis eternos dolores lumbares. Con presteza y cuando me llegó el turno, enarbolé mi receta de obra social para gestionar el correspondiente descuento. El farmacéutico del barrio, que me conocía, me dijo: ―Amigo esta dispensa no le sirve, primero que esta enmendada la fecha del talonario sin aclaración con firma y sello como corresponde; segundo, este plan no va más; tercero este genérico no es el más barato y cuarto su afiliación esta con problemas porque no abonó la cuota del sindicato. Pregunté por el costo en forma particular y cuando me informaron parecía que me habían recetado un tapado de chinchilla en vez de veinte cápsulas de antiinflamatorio. Pospuse la compra para conseguir una nueva receta. Pero recordé que mi cepillo de dientes estaba muy cachuzo, así que solicité que me vendieran uno de buena calidad. El que me alcanzaron, parecía de calidad excelente y era de los modernos con limpia lenguas en el dorso, además se vendía con una pasta dental de regalo. Pregunté si podía ir hasta el baño para higienizarme los dientes, ya que sentía gusto feo en la boca. Con la anuencia del profesional, me dirigí al tocador y observe que la letra pequeña de la pasta no me permitía ni ver la marca. Con los ojos desorbitados por el esfuerzo de leer, entendí que debía apretar el pomo hasta el cuello del mismo y luego con una púa que portaba la tapa del dentífrico, hacer un agujerito en el plástico, colocar un centímetro de la pasta en el cepillo y con movimientos
giratorios lavar dientes y encías. Al horadar el extremo del tubo, una pasta amarillo-violeta impactó en el espejo del baño de la farmacia con olor rancio desagradable, dejando una pátina sobre el vidrio al deslizarse en caída libre por el mismo. Busco de urgencia un trapo para enmendar mi error y encuentro uno de color azul de los que son usados para limpiar los artefactos y azulejos que parecía flamante. Tres terribles rayas aparecen al finalizar de pasar el mismo por el espejo. Miro el paño curiosamente y una esquela en letras diminutas se hallaba enganchada con una grampa en el borde del género. Esfuerzo nuevamente mis pupilas y puedo leer, no pasar por vidrios o cerámicos “muy abrasivo”, saco entonces mi propio pañuelo, trato de secar todo enjuago mi boca y pruebo sin pasta el cepillo parecía suave, pero al pasar el dorso para limpiar mi lengua, me comenzó a brotar sangre a borbotones y seguramente me faltaron más de cien papilas gustativas, me enjuagué con agua hasta que el rojo elemento no saliese más y sin decir una palabra, pagué el dentífrico y me retiré antes que me cobraran el paño, el vidrio y cuanto artefacto haya tocado el trapito, apenas crucé el umbral tiré en un baldío el cepillo y la pasta, antes que me intoxicara o me apareciese una úlcera o aftas en la boca. El calor de aquel enero era agobiante, por lo que recordé que mi habitación parecía el Sahara a las doce del mediodía y decidí llegarme a la casa de electrodomésticos para adquirir un ventilador de techo. El electricista muy ducho en estos menesteres, me había dejado el soporte preparado y los cables listos para unirlos y aislarlos. Luego de esperar mi turno, se acercó un solicito vendedor, al cual le manifesté mi deseo de adquirir un ventilador para mi habitación. Me mostró varios modelos y me decidí por uno de tres palas y una luz central. Venía en una caja muy bien cerrada y embalada en un
plástico al vacío. Pagué y me llegué hasta casa para colocarlo y asombrar a mi esposa con la adquisición. Desenvolví el prolijo paquete y dentro todo muy ordenado estaban las palas con tornillos dorados para armar, los cuales inserté y apreté con cuidadoso esmero, tome mi escalerita y lo colgué del soporte aferré los cables y los aislé con cinta, una tapa muy bonita del mismo aparato cerraba todo lo que quedara al aire, la terminación era perfecta. Para reconfortarme con lo pasado durante la mañana lo puse en marcha y arrancó perfectamente. Me coloqué debajo con la satisfacción del éxito y noté que mandaba calor en vez de aire fresco. Lo miro desde abajo y compruebo que giraba contra las agujas del reloj. Conocía que había de estos equipos, que invertían el giro para en forma lenta bajar el calor que se desplaza hacia arriba en el invierno y colaborar en calefaccionar los ambientes. Lo detuve y me subí a la escalerilla para buscar el interruptor de giro que generalmente está en un extremo del cuerpo del equipo. Como no lo encontraba, pese a una cuidadosa búsqueda, bajo por quinta vez a buscar mis lentes y observar la letra chica en el prospecto. Los anteojos no me alcanzaban así que fui en búsqueda de mi querida lupa que siempre tengo en el escritorio. Por debajo del título grande, VENTILADOR, en “letra microscópica” rezaba “de invierno”. Una interjección irreproducible partió de mi boca y tomé el teléfono discando el número de la casa de electrodomésticos. El vendedor que conocía el problema me dijo: Que ventiladores de verano no le quedaron y como la empresa ahorraba al ponerlo directo, debía llevarlo a algún electricista que le cambiara el giro del rotor. Ya, fuera de mí, le dije: ―¿Lo mando a la empresa fabricante para que lo haga?, y me respondió, que la garantía era en el país de origen que estaba en Taiwán y que no conocía la dirección. Insultando en taiwanés le
llevé el ventilador al electricista para lo cual hubo que descolgarlo primeramente. Éste lo desarmó y en un rato me solucionó el problema, me cobró el desarme y el trabajo como si hubiese comprado dos ventiladores. Volví masticando bronca y lo instalé, sin probar siquiera si andaba volví a salir al sufrimiento, ya que debía cambiar el aceite del automóvil y renovar el seguro del mismo. Pasé por el concesionario oficial de la marca a preguntar el costo del cambio de aceite y filtro. Cuando me respondieron pensé si había asaltado algún camino o me parecía al Aristóteles Onasis del subdesarrollo. Sin mediar palabra crucé la calle y entré en un “centro integral de aceites y filtros”. El presupuesto que me dieron era la mitad del concesionario oficial así que instalé el vehículo en la fosa para iniciar el cambio. Previamente el operario miró muy cuidadosamente el número y modelo del filtro y lo trajo en su caja correspondiente, lo cual me tranquilizó. La caja no ofrecía especificaciones de ninguna especie, ni aun en letra chica, por lo que le interrogo por la duración y garantía del mismo. Me contestó que duraba hasta que se rompía y la garantía de ellos era hasta la esquina. Decididamente fuera de mí, lo increpo y le pido el nombre del fabricante y el teléfono, me dijo que tenía que consultar la agenda internacional ya que no recordaba la característica de Malasia. Pagué y salí definitivamente acobardado, debía renovar el seguro y pese a que el agente del mismo era amigo, no sabía con qué me encontraría en este país de delincuentes. Cuando me revisaron el auto, para renovar la protección contra incendio y robo, mi amigo, me dijo mira bien la letra chica, cuando llegue la póliza. Quince días después llegó por fin el documento que corroboraba que tenía el seguro. Servía para todo, en la modalidad robo, el único que no cubría era con arma en mano. Esta modalidad era la más
frecuente así que comencé a cargar presión, en realidad te protegían del hurto parcial o total y hasta de los espías y del cuco, pero no a mano con arma de fuego, los pistolas eran los del seguro. En cuanto a los choques te daban una “pequeña franquicia” de dos mil pesos, y no te protegía de las contingencias de granizo, justo ahora que el calentamiento global, nos adornaba de piedras de hielo una vez por semana. Tampoco te pagaban por tumultos o piquetes, justo en este país de “merda”, donde los piqueteros encapuchados eran los únicos que te rompía el auto, amén de las pelotas por tapar las calles. Puteando por lo bajo, volví a casa y encendí la computadora para ver el estado en que se encontraba el expediente del juicio por despido que desde hace seis años no me deja dormir por las noches. Debería haber cobrado unos miserables pesos, que me permitieran terminar de pagar la casa y llevaba nada más que un lustro esperando a los letrados, jueces, camaristas, casacionistas, abogados, jurisconsultos y manya papeles amén de algunos sionistas a quienes les debía la plata. Mientras esperaba que abriera el ordenador sus archivos, mi esposa dulcemente, había dejado en el escritorio la boleta de la luz, pregunte delicadamente para no herir susceptibilidades, ―¿Llego hoy querida? ― Si ―me respondió ―, esta tarde. Lo abrí con total zozobra, ya que a un día del fin de mes, aparezca este elemento maldito, parecía una obra de Polansky. Tomé entre mis manos el bebé de Rosmary y miré el detalle, gastábamos de luz $ 1,45 por día, pero entre el IVA, el VENÍA, los impuestos provinciales, el Fondo de Santa cruz para Tehuelches repatriados y la subvención a los indios Mapuches de Tristán Suárez, más los desarrollos para grandes obras, el diputrucho y los motochorros, nos esquilmaron y mi presión que llegó a más de trecientos casi como la
boleta, salvo que una en milímetros y la otra en pesos. Menos mal que no había llegado simultáneamente el teléfono, sino me tengo que hacer el Ara-Kiri con un escarbadientes, así que baje un cambio y esperé por el ordenador. Cuando se abrió la pantalla, con una nueva configuración de la página, me dije a mi mismo, algo teclearon en todo este tiempo y más contento aun me puse cuando con un hermoso ejemplar de la justicia en color dorado, apareció con una inscripción que decía tiene novedades. Mis sentidos se pusieron atentos y con una gran sonrisa esperé, dos minutos después un salva pantallas de configuración marina emergió y una pequeña nota en letra número uno se hizo ver, como aquí no necesitaba los lentes ni la lupa, puse el zoom del ordenador para poder leer lo inscripto y rezaba “siga participando”. Tomé el bate de béisbol y como Michael Douglas en “día de furia” partí el monitor en dos pedazos y me fui a ver al psiquiatra, para que me internara, por un pequeño surmenage. .
MONTEVERDE, GRACIELA Montevideo, Uruguay
3º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Poesía Libre.
Jamás ceniza Me estoy volviendo de piedra quizás por no ser ceniza, para subsanar de un soplo esta pena que me anida. Se están secando mil lágrimas o en el alma se cobijan, refugiándose silentes en mi coraza dormida. Tal vez cuando todo pase la piedra rústica y fría, renacerá mariposa pero jamás en ceniza.
NAVARRA, JORGE Villa Allende, Córdoba, Argentina
Limoncello Era el mes de mayo, don Evaristo Fuentes ingreso a su casa en Coronel Moldes, su lugar en el mundo desde hacía más de setenta y cinco años. Había estado en el Club Estudiantes. Tal como tenía por costumbre, concurría tres veces por semana, para jugar a las bochas con los amigos, y en ese día en particular habían proseguido con un opíparo asado acompañado de unos buenos vinos compartidos con los veteranos del club, motivado en que uno de ellos festejaba sus ochenta años. Si bien sabía que se había excedido en la bebida, comprobó que pudo abrir la puerta de calle sin muchos inconvenientes. Le pareció oportuno y que le vendría bien un digestivo, para eso estaba la botella de limoncello, en el aparador de la casa. Tomo la botella de limoncello, y busco una copa para servirse pero, para su sorpresa la encontró vacía. ―¿Quién me ha tornado el limoncello? ―Se preguntó casi a los gritos. Desde que había quedado viudo, la casa era habitada por él y por la señora Josefina, que trabajaba con la familia desde hacía más de quince años y a la cual, los hijos de él habían encomendado no solo la limpieza de la casa, sino la atención de don Evaristo. Elia se
alojaba en un departamento a continuación de la cocina. La primera reacción fue Josefina me esta tornado el Limoncello. Hacía tiempo que sospechaba que Josefina se echaba un traguito, pero nunca había quedado la botella vacía. Sabía que el médico le había prohibido el consumo de alcohol. Pero él, a su limoncello lo tenía guardado allí, desde hacía meses y ahora no había quedado nada. ―Josefina me está tomando el limoncello ―dijo maldiciendo en voz alta. Así la película se le monto en su mente, Josefina había ido bebiendo un traguito hoy, otro luego, y el ahora al regresar de ese festejo en el club, no tenía una copita de digestivo, eso era una gran injusticia, o más bien una burla hacia él. Con ese razonamiento en su mente, se fue a dormir. Al día martes se dirigió al súper y aparte de las compras de alimentos de la semana, se trajo una botella de un limoncello de primera marca. La dejo en el aparador, antes se tomó un traguito y percibió lo que eso significaba, un dedo en el nivel de la botella, por lo cual allí efectuó una marca en el vidrio para visualizar el nivel. El miércoles fue a ver la botella y el nivel estaba debajo de la marca. Sus ojos se desorbitaron. Si era cierto lo que veía, la marca en la botella indicaba que se había consumido algo del contenido, volvía a estar por debajo de la última marca, en un dedo o un poco más. ―Josefina me está tomando el limoncello ―exclamó. Pensó en increpar a Josefina: Pero, su prudencia le aconsejo que no era conveniente. Nunca se había preocupado mucho por aquellos tragos de limomcello robados pero ahora la cosa era distinta se estaba burlando de él. Medito también quien otro podía ser aparte de Josefina. Especulo con Dante el hijo de ella que venía a la casa una o dos veces por
semana a trabajar como jardinero. Su esposa cuando vivía, lamento varias veces la falta algunas cadenas y medallitas pero nunca se supo, si había sido un robo, una perdida en la calle o un regalo a las nietas que ella no recordara. Durante los próximos días efectuó una marcación personalizada de Josefina, se quedaba en el comedor mientras ella limpiaba a ver si se arrimaba al armario. A la mañana se levantaba antes que ella y se dirigía rápidamente al comedor y abría el armario. Una mañana mientras Josefina limpiaba dijo: ―¿Josefina se terminó el Limoncello? ―No sé señor Evaristo ―La conversación no fue más allá. Durante el siguiente mes todos los días Evaristo veía que el contenido de su botella descendía. Pensó en colocarle un candado al aparador, pero sabía que si hacia eso su hija lo increparla por desmerecer el mueble, que había en la casa y que con sacrificio económico habían comprado con la madre de ella, muchos años atrás. Volvió al supermercado y adquirió otra botella y siempre pasaba lo mismo. El contenido de su limoncello bajaba y el recordaba que el medico la había prohibido el consumo de alcohol. Su incertidumbre seguía en aumento, el resentimiento hacia Josefina se incrementaba día a día. Se sentía totalmente burlado, lo cual produjo que su ulcera aumentara junto con la acidez estomacal. Un día su ofuscación llego al máximo estuvo pensando con los nervios alterados como solucionar la incertidumbre que lo carcomía. Fue a una veterinaria y compro pastillas de veneno para ratas, y luego de transfórmalas todas en polvo lo introduzco en la botella de limoncello. Esa noche su rostro mostraba una extraordinaria sonrisa. Decidió recostarse en uno de los sillones del comedor así podría detectar cuando Josefina fuese y bebiese su limoncello y de este modo se
acabaría el padecer de que le tomase su bebida. Al día siguiente, el periódico de Coronel Moldes publicó una sentida necrológica, por el fallecimiento del distinguido vecino Evaristo Fuentes. Una importante cantidad de amigos concurrieron a su velorio, consternados con este deceso, y observaron con desconcierto la sonrisa en su rostro, Josefina les sirvió a todos un pocillo con café y una copita con limoncello.
NEGRI, RODOLFO OSCAR Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Argentina
2º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Largo
El cómplice En un día lluvioso, en Concepción del Uruguay, llegar hasta la Confitería Rys ―aun viviendo cerca ―no es algo fácil. En auto no se puede porque todo el mundo sale con su vehículo para no mojarse y el centro se convierte en un verdadero hormiguero donde ―muchas veces ―las esperas son demasiado largas para nuestra habitual ansiedad de llegar rápidamente a todos los lugares. Si a eso le sumamos la pueblerina costumbre de querer estacionar justo enfrente de donde vamos aun quedando parado en doble fila, es peor todavía. Pero lo había citado allí y allí estaba. Esperándolo. Era mayor el interrogante que otra cosa. Jorge, que así se llamaba, había sido compañero de su esposa por más de quince años en el Banco Institucional, pero con él nunca fueron amigos. Es más, ni siquiera había una corriente de afinidad. Diría que todo lo contrario. Eran el día y la noche. Así como él se asumía como tímido, buscando siempre un segundo plano y le gustaba pasar desapercibido, Jorge era un extravertido, de esos que
asumen el rol de llevarse al mundo por delante. Ni que hablar del aspecto. Mientras él era calvo y le gustaba la ropa eternamente clásica, el otro lucía una cabellera abundante y renegrida (seguramente ayudada por alguna tintura) y vestía siempre con un toque juvenil ―casi adolescente―, que, si bien ya no le sentaba a sus años, no abandonaba por nada del mundo. Además aparentaba ser un Casanova eterno que vivía permanentemente a la pesca de una dama que se embarcara en una aventura. No tenía miramientos, delicadeza, ni buen gusto. Con que fuera mujer, alcanzaba. Lo dicho, el agua y el aceite. Casualmente habían coincidido en que ambos formaban parte de la nueva Comisión Directiva del Club y ese era el día semanal de la reunión. Eso sí, lo había citado media hora antes. Él le había dicho “porque no nos reunimos en la confitería Bartolo, que está al lado del Club Social (lugar donde provisoriamente se reunía la CD)” a lo que le había respondido que justamente por eso buscó hacerla más lejos. Solo quería hablar con él, en el lugar más apartado y de la forma más discreta posible. La inquietud aumentaba, junto al paso de los minutos. Jorge era de esas personas que siempre llegan estudiadamente tarde, interrumpiendo la reunión o la charla y saludando ampulosamente, para que todo el mundo lo note, lo vea. Coherente con eso, algo más tarde de lo acordado, lo vio venir desde la mesa que está ubicada al lado del gran ventanal que da sobre calle Galarza, justo enfrente de la Plaza Ramírez. Caminaba pegado a la pared ―para no mojarse― y con total tranquilidad. Ingresó a la confitería y se ubicó en otra mesa, lejos de las ventanas, desde donde le hizo señas para que se trasladara hasta allá. Con algo de fastidio, pero con mayor intriga, tomó la taza de café y el vaso de soda que tenía servidos y se trasladó a la nueva ubicación.
Después de un saludo protocolar y sin nada de cortesía, Jorge le pidió que se sentara y le dijo: ―Mirá José, yo sé que no somos amigos y que nunca tendremos nada que ver, además, soy consciente de que esto que te voy a pedir no tengo derecho a hacerlo, pero apelo a lo buen tipo que creo que sos y a los códigos que existen entre todos los hombres. Mientras lo escuchaba hablar no podía dejar de ver aquel brilloso reloj que adornaba ―desde su muñeca izquierda― a los aparatosos ademanes con que acompañaba su discurso. Ostentoso, redondo, grande, dorado y con aspecto de valer una fortuna. ―No te la voy a hacer larga ―continuó―, tengo una historia con una dama y no voy a concurrir a las reuniones de la CD. Ni hoy ni nunca. Por eso necesito pedirte un gran favor. Temo que en algún momento mi señora sospeche algo y seguramente llamará por teléfono para preguntar si estoy o no en la reunión. No va a querer hablar conmigo, solo saber si estoy. Como vos sos quien tiene un sentido de la responsabilidad reconocida y no solo eso, siempre estas para socorrer y responder a todo, te pido que me cubras. Solo que digas que estoy en la reunión o si terminó, que estuve en ella. ―Jorge, a mí no me gusta mentir… ¿Por qué no se lo pedís a alguno de tus amigos de la CD? ―Justamente por eso. Nadia no es tonta y jamás le creería a alguno de quienes sabe, son mis amigos. Por eso sos mi coartada perfecta. Por eso te necesito… Además, quedo en deuda con vos y todo el mundo sabe que suelo pagar generosamente mis compromisos. ―Mirá, no sé… no creo. ―José, tal vez nunca llame y lo que te pido jamás lo harás… ―Sabés lo que pasa, me cuesta engañar… ―Ponete en mi lugar y comprendeme, es algo fugaz y pasajero que no puedo dejar. Además sos al único que se lo puedo pedir. Yo
no dudaría en hacerlo por vos o por cualquier que me lo pida…, es una cuestión de género básica… ―Pero vos sos vos y yo soy yo… Más allá de no saber si esto era realmente así o no, dudó y todos saben que la duda es compañera de las malas decisiones. Fue entonces que le salió del interior esa dosis de boludo que todos tenemos dentro, tal vez porque muy en el fondo envidiaba la forma de ser de Jorge y el ser su cómplice lo acercaba a parecerse a él y no a ser como realmente era. ―Está bien, ―le dijo―, en esta te cubro; pero te pido por favor que nunca más me vuelvas a pedir cosas de este tipo, porque no van conmigo. No me gustan. Yo no soy así. ―Ahora, José, te pido una cosa más; salí vos primero de la confitería y andá a la reunión. Yo pago y no me ves más por acá. Pero ―acordate―para Nadia, jamás falte a una reunión de la CD. Sin saludar, salió y se fue hacia el Club Social. Todo transcurrió como estaba previsto pero, dos horas más tarde, cuando regresaba a su casa sonó su teléfono celular. ―¿Si? ―¿José? ―Si. ―Mirá, soy Nadia, la esposa de Jorge y discúlpame que te moleste; pero él todavía no llegó y quería saber si había ido a la reunión, porque lo estoy esperando para cenar. ―Si, Nadia, estuvo. Tal vez se haya demorado haciendo algún tipo de diligencia, pero seguramente no tardará en llegar. ¿Cómo conseguiste mi número? ―El número me lo dio tu señora, llamé primero a tu casa y María me lo facilitó. Muchas gracias José. ―De nada, Nadia y cualquier cosa, a disposición. No se sintió bien mintiendo, pero había cumplido el compromiso
y había mantenido indemne el código de género. No era un consuelo pero recordó el viejo dicho popular “para ser hombre no hay que ser batilana”. No se enorgullecía, pero nadie de sus amigos iba a poder reclamarle nada. Le siguió una semana de vida normal, hasta que el jueves de la semana siguiente se llevó a cabo una nueva convocatoria de la CD. Todo fue normal, pero la llamada de Nadia volvió a repetirse. José volvió a mentir. Una semana más, otra reunión y una nueva llamada. Pero esta vez no fue igual. ―¿José? ―Si ―Mirá, soy Nadia, la esposa de Jorge y discúlpame que te moleste otra vez; pero él todavía no llegó y quería saber si había ido a la reunión. Esta vez no le mintió asegurándole su presencia y respondió: ―Tal vez se quedó charlando con algún amigo, probablemente no tardará en volver. ―No José, ya no confío en él –le dijo mientras se escuchaba claramente su llanto ―estoy convencida de que me engaña, a cada paso encuentro signos muy claros de su infidelidad y de los que no puedo hablar con nadie, porque en nadie confío. Aunque te parezca mentira, solo con vos es que me animo a entablar un diálogo así. ―Nadia, discúlpame pero ¿no será todo producto de tu imaginación? ―No, te juro que no…, lo presiento y me lastima. José, cada vez más se fue desarmando, mientras la escuchaba llorar del otro lado del aparato. Ella agregó: ―¿No tenés un minuto? ¿Por qué no pasas por casa y así tengo, al menos con quien desahogarme? No era una invitación tentadora, pero él se sentía en parte
responsable de aquel sufrimiento. ―¿Sabes dónde vivo? Estoy a pocas cuadras de donde vos estas. Por favor…, no me digas que no. ―Está bien, ―respondió José―, en unos minutos estoy allí. Las cuadras en Uruguay son cortas y la distancia realmente no era grande. Había dejado de llover, pero el clima era pesado, pegajoso. Mientras caminaba pensaba ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué le puedo decir? ¿Cómo la voy a contener? Hasta que se dijo “solo escucharé y pondré cara comprensiva”. Llegó en muy poco tiempo a la casa y la puerta estaba abierta. No obstante, antes de entrar, tocó el timbre. Luego ingresó a un estar. No era ni grande ni ampuloso pero tenía un aire acogedor y sencillo. Estaba en penumbras. Allí la vio. Nadia era una mujer de unos cincuenta años, morocha y atractiva. Los años no habían mellado su belleza y estaba sentada en un amplio sillón llorando desconsoladamente. ―Hola, soy José… Ella no respondió. Ni siquiera levantó la cabeza. ―No llores, por favor, le dijo. ―No lloro porque lo amo, lloro por lo humillada que me siento. No sabés lo que ha sido mi vida al lado de ese hombre. Me ha engañado desde el primer día y yo siempre fiel, esperando una reacción, esperando que cambie, esperando…, siempre esperando. ―No llores, por lo que más quieras, no lo merece; se atrevió a decir José. ―Primero fue una, después otra y otra y otra…, no sé cuántas, pero ya no lo soporto, no lo soporto… ―No llores más, no puedo verte así, por favor…, le suplicó, mientras se sentaba a su lado y ―condolido ―se animó a acariciarle el cabello, como forma de consuelo.
Ella, lejos de rechazarlo, se abrazó a él y le apoyó su cabeza en el hombro. José seguía recorriendo sus cabellos de manera suave y delicada, cuando ella, sorpresivamente y mientras continuaba llorando, comenzó a besarlo. Primero tiernamente en el cuello y la mejilla y luego apasionadamente buscando su boca. Ella tomaba la iniciativa y él se dejó llevar. Después las manos hicieron lo suyo. Ambos cuerpos se convirtieron en uno y rodaron desnudos por la alfombra. Hicieron el amor ardorosamente. Fue algo intenso, fugaz y rápido. Ella seguía llorando, mientras gemía de gozo. Luego Nadia, sin mediar palabra, le dio un beso en la frente y salió de la habitación. Él se vistió rápidamente y se fue de la casa. Aturdido y todavía sin tomar demasiada conciencia de lo que había ocurrido comenzó a caminar hacia la suya. Mientras caminaba por las veredas húmedas estaba tan desconcertado que dos o tres veces, al cruzar las calles, casi lo atropella un auto. Cada paso y el fresco de la noche, comenzaron a hacerle tomar conciencia ¿Qué había ocurrido? ¿Qué era eso? ¿Por qué lo había hecho? ¿Compasión? ¿Venganza? ¿Simple calentura? ¿Deseo? Poco a poco y paso a paso un sentimiento de culpa empezó a martirizarlo. Cuando llego a su hogar no tuvo el valor de mirar a su propia esposa a los ojos. Sintió culpa. Tuvo vergüenza. ¿Acaso María merecía algo así? No, estaba convencido que no. Mientras ella preparaba la mesa para la cena, él se quedó apesadumbrado en el dormitorio, sentado en la cama y tomándose la cabeza con sus dos manos, mientras los remordimientos le taladraban el cerebro. Amaba a María y jamás le había sido infiel. Ella siempre fue su amante, su sostén, su compañera. En las buenas y en las malas. Si necesitaba apoyo de alguna naturaleza, era la primera que se anotaba. Con ella contaba, sin ningún tipo de reservas, siempre. No
podía hacerle esto. Tenía que contarle. Si su matrimonio había subsistido tantos años, era porque ambos siempre habían sido honestos el uno con el otro, y más allá de la culpa que sentía, seguramente la carga sería menor si pagaba las consecuencias de su conducta blanqueando lo ocurrido... ¿Qué le digo? ¿Cómo se lo digo? se preguntaba tratando afanosamente de encontrar la forma de morigerar no las consecuencias de lo que había hecho, sino del dolor que le causaría a su mujer. Hasta que la escuchó llamarlo. ―José, José, vení que ya está la cena servida. Inspiró profundamente buscando ver si el oxígeno le aportaba el valor que le faltaba. Cuando se incorporó y levantó su cabeza, algo le llamó la atención. Allí, sobre la cómoda. Sobre su propia cómoda, brillaba un reloj. Ostentoso, redondo, grande, dorado y con aspecto de valer una fortuna.
NEIRA LERMANDA, SYLVIA GABRIELA Viña del Mar, Quinta Región, Chile
La decisión de Roxana Compró el más cómodo sillón que le ofrecieron en el mercado. Se instaló frente al ventanal, sin otra ocupación que observar el mar. Desde allí, le pareció quieto, silencioso y lejano. Como ella se sentía. Nadie supo por qué. Roxana sí lo sabía. Esa mañana despertó sin poder abrir los ojos. Le pesaba la cabeza. Le dolían los brazos y las piernas. Intentó levantarse. No lo logró. Y ese silencio que la arropaba. Esperó unos minutos sin saber qué hacer. En realidad ¿qué podía hacer, qué le pasaba? En eso estaba…,pensando…, preguntando…, cuando vio a su lado a su madre que le hacía gestos para que se levantara. La joven intentó explicarle que no se sentía bien, que estaba adolorida, que creía que se iba a morir y que… La madre salió y volvió con el resto de la familia y empezó todo de nuevo…, los gestos…, las miradas…, las respuestas inútiles… Se cansaron y se fueron…, sin resultados. Roxana no se levantaba y nadie entendía qué pasaba. Sin embargo, la joven empezó a comprender. Con gran esfuerzo se levantó, se lavó la cara y las manos, se vistió y se sentó a meditar… y a escuchar. Consiguió lo primero, a meditar; mas no lo segundo, a
escuchar. Estoy sorda, eso es, sorda, así de repente, cuando me acosté escuchaba, y desperté sorda, así de simple, ¿me acostumbraré? quizás, el problema son los demás, ellos creen que escucho, mejor así, que hablen, que griten, pero yo no los escucharé, porque estoy sorda, esto no puede ser real, yo tenía, perdón tengo buen oído, siempre lo he tenido, así que esto es pasajero, sí pasajero, el médico lo dirá…, pasajero… Roxana estuvo en lo cierto. Pasaron los días y la situación no variaba. El volumen de los programas de televisión debía escucharlos a altos decibeles, hasta que alguien se lo hizo notar; no podía hablar por teléfono porque no escuchaba y no sabía con quién hablaba. Debía consultar al especialista de extenso nombre ―otorrinolaringólogo― y fue…, acompañada, porque no se atrevía a salir sola, no escucha, ¿recuerdas? Puede venir un auto y toca la bocina y yo…, nada, pensaba, mejor no salgo, se decía, y no salía. Y fue…, al otorrinolaringólogo… y dijo es pasajero, se trata de un inflamación en los oídos, pasajero, es cuestión de días, pasará… y pasó, mas no totalmente… Entonces sigo algo sorda, escucho a medias, usa audífonos dijeron todos, o sea, que deberé usar ese aparato para escuchar, porque no escucho bien, solo a medias, es gratis, comentaron otros, los da el sistema, cuál sistema, quise saber, el sistema de salud imperante, me explicaron… Y Roxana se sometió al sistema imperante, fue, se inscribió, esperó, preguntó, siguió esperando, volvió a preguntar y siguió esperando…, seguía escuchando a medias, un año tal vez y por fin, el sistema le entregó el adminículo. Sin embargo, el problema no se solucionó, porque la joven escuchaba todos los ruidos circundantes, pero no lo que le decían, se acostumbrará, dijo la encargada, pero no se acostumbró…, lo intentó…, era gratis…, no seas mal agradecida, se dijo, te lo pones y escuchas, mas no se acostumbró, porque el ruido era insoportable y…, seguía sin entender lo que le decían.
Debo comprar algo mejor, más sofisticado, esto no me sirve, es gratis y malo, eso es, iré a comprar uno caro y bueno, porque tengo que escuchar, debo escuchar. Y fue a una óptica de prestigio en el centro de la ciudad. Lo probó, le pareció mejor y lo compró, con facilidades de pago, porque era caro, pero sofisticado, con tecnología de punta, caro y bueno, ahora sí, se dijo, solucionado el problema, había que gastar y ahora sí..., oiría… Desde pequeña, Roxana disfrutaba con la música. Era el recurso que utilizaba su madre para tranquilizarla o hacerla dormir. Es un verdadero relajante, comentaba. A medida que fue creciendo, la música fue llenando todos los espacios y actividades donde participaba. Aprendió a tocar piano, su instrumento favorito, con apenas con diez años, “niña prodigio”, decían sus padres, “constancia y disciplina”, aseguraba su profesora, porque sabía que estudiaba horas, repitiendo una vez… y otra vez…, hasta que se aprendía la lección tal como su maestra se la había enseñado. “Seré concertista…, do…, famosa…, re…, todos me aplaudirán…, mi…, esa será mi profesión futura…, fa…, sol…, la…, si…, do…, cantaba y tocaba, una y otra vez, hasta el cansancio…, de los demás, claro. Durante los años adolescentes, su afinidad con la música no varió, al contrario, se intensificó abarcando otros campos, ya no era solo la clásica, sino también la popular y la folclórica. “Todo es música y todo me divierte y gusta”, comentaba. En realidad, la joven llevaba la música en su interior, ella ERA esencialmente música. Así la veían sus amigos y profesores y sus padres y sus hermanos y todos quienes la conocían y la veían bailar, cantar y tocar el piano, su instrumento favorito. Por eso esa mañana fue a la mejor óptica de la ciudad y lo compró…, caro…, pero bueno…, este sí me devolverá mi música, esa que me llevará a los conciertos…, al éxito…, a los aplausos…,
“joven talentosa”, dirán y nunca sabrán que estoy sorda…, nunca…, este aparato guardará mi secreto. Pero el aparato no ocultó su estado. Roxana cada día subía más el volumen de la música y cada vez la escuchaba más lejos. Cambió una y otra vez el audífono, se colocó en ambos oídos, caros y muy buenos, le aseguraron. Sin embargo, la música estaba cada vez más lejos, estoy sorda, definitivamente sorda, no puedo oír la música que alegra mi espíritu, que acompaña mi vida, no sobreviré… No obstante resistió, enterándose a medias de lo que ocurría a su alrededor, cada vez menos…, solo acompañada con la soledad y el silencio; sumida en la inacción y el desgano. No pasó mucho tiempo, ¿un año tal vez?, que tomó la decisión: sería una sobreviviente de su propia realidad, solo vegetaría, se limitaría a desarrollar las mínimas acciones, dejaría de esforzarse, en adelante no haría nada de nada, solo se sentaría frente al ventanal, mirando el mar, a esperar que el tiempo pasara, sin moverse, sin pensar.
NÚÑEZ DEL ARCO DE LA CUADRA, JOSÉ ANTONIO Guayaquil, Ecuador
Las sombras en la habitación del alquimista Unos ojos cafés surgen en la penumbra de un cuarto. La oscuridad es aprensiva y de las paredes emana un calor sofocante, las sombras que se fusionan con la oscuridad danzan formando rostros de entes torturados, parecen gritar, exigir que se los tome en cuenta pero aquellos ojos color caoba teme aquellas formas. Unos pálidos pies descalzos buscan el suelo en medio de las tinieblas hasta topar una superficie dura. El calor es demasiado sofocante, ni siquiera el gigantesco ventilador que brama el viento de sus aspas logra apaciguarlo. Los ojos cafés recorren la habitación esforzándose por ver guiándose por los débiles haces de luz que se filtran por la única ventana del lugar. Es todo una alucinación ─se susurró a si mismo cerrando sus ojos caoba ─no debí leer aquel estúpido manuscrito, es todo sugestión. El joven volvió a tragar saliva y se levantó de la cama, el calor en aquella habitación era insoportable, debía salir de su habitación pero tenía miedo de lo que podría encontrar en el exterior. Ten calma, es solo tu maldita imaginación, son solo sombras en
combinación con el calor que provoca este cuarto, ¡maldigo la hora que elegí la habitación más caliente del lugar para hospedarme! Empezó a caminar por el lugar intentado llegar hasta la puerta en un piso inusualmente frío para el sofocante calor que brindaba la habitación. Un paso vacilante tras otro rodeado de sombras que parecían adquirir un millón de formas diferentes, rostros de inocentes y demonios, asesinos y ángeles, cientos de ojos que lo observaban sin emitir sonido en la insondable oscuridad del sofocante lugar hasta que finalmente logró colocar sus dedos sobre la perilla de la puerta. ─No abras la puerta ─susurró una voz que parecía provenir de un lugar cercano a él. Se volteo con su corazón latiéndole rápidamente, intentando ubicar la fuente de aquella advertencia pero solo estaban las sombras silentes. El hombre sonrió a través de la mortecina luz de la luna que se filtraba desde el exterior y sacudió lentamente su cabeza quitándose las gotas de sudor de sus sienes, espantando cualquier miedo o duda de su interior. Posó sus dedos una vez más sobre el picaporte de la puerta y lo giro expresando un gentil lamento en medio del sepulcral silencio. Los ojos cafés observaron en silencio las sombras en el exterior apoderarse de su interior, los susurros se volvieron gritos que perforaron su cerebro mientras que los rostros se transfiguraron en algo más concreto ahogando la mortecina luz lunar que abrazaba el departamento. Una última voz casi con sorna susurró ante la expresión mezcla de terror y locura del hombre joven que físicamente había envejecido cincuenta años. "Te advertí que no abrieras la puerta. No mientras las sombras de los no nacidos que han sido convocados descansan en tu morada”. Los oídos del joven ya no captaban la sepulcral sentencia, cada poro de su ser supuraba sangre y pus arrebatándole la vida y
atrayéndolo a las tinieblas que nunca debió haber visto humano alguno.
PALOMINO, MARÍA MÓNICA Córdoba, Córdoba, Argentina
Raíces Por los cristales de la ventana, la niña de trenzas largas y nariz respingada miraba por última vez el monte Ararat. El quebranto de partir, el silencio y el miedo se apoderaban de Loise (Luisa), quien se tomaba fuertemente de la mano de su mamá. Junto a su padre y a los dos hermanos que permanecían vivos, escaparon del genocidio armenio provocado por los turcos. Una orden del gobierno central estipuló la deportación de toda la población armenia, sin posibilidad de cargar los medios para la subsistencia y así marchó la pequeña con su familia por el desierto donde la arena y el viento desataban el lazo del moño en su cintura del vestido de mangas largas. Entre sus manos llevaba una muñeca y un pequeño bolso con algunos juguetes… Nadie era dueño de su destino. Era partir o morir…, pero ése era el mundo de los adultos. Loise con sólo cuatro años quería jugar, como todos los niños… El camino era muy largo y muchas personas morían de hambre, de sed o insolación pero ella y su familia pudieron resistir y llegar al esperado barco que los llevaría a la salvación. El viaje fue muy largo, durante dos o tres meses miraban solamente el mar. Lo que no sabía la pequeña era que también en ese barco viajaba
un niño llamado Mihran (Miguel), quien sería el amor de su vida!! Una vez instalados en Buenos Aires, se acostumbró de a poquito a la paz de esa ciudad y gracias a lejanos parientes vinieron a residir a Córdoba. El tiempo pasó…, Loise y Mihran se enamoraron y formaron una hermosa familia. ¡Nuevos inviernos y nuevos veranos sellaron la esperanza que traían los pequeños viajeros del gigante barco! Y aunque el calendario corría muy rápido, los enamorados siempre fueron callados, reservados, taciturnos… Padres… y después abuelos, guardaron heridas, quizás sin cicatrizar de su país natal pero siempre agradecidos de la paz de esta tierra que los albergó y los abrazó como Loise abrazaba a su muñeca… Él me contó la historia: mi esposo, nieto de Loise y Mihran… y fue así como descubrí sus raíces. Tiene rasgos y caracteres de sus abuelos…, callado, reservado taciturno… Sus ojos verdes se inundaron de melancolía mientras se desgranaban en su memoria, los recuerdos inolvidables.
PÉREZ DE VILLARREAL, CARLOS FÉLIX Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina
El lector cómplice 3º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Micro Cuento.
Se detuvo por completo, callado, absurdamente quieto. Podía haber sido el susurrar de las hojas pasadas una a una, el olor característico del viejo papel, la angustia y la desesperación de la narración que estaba leyendo. ¡Y entonces lo comprendió! Él no era un lector más…, era el lector cómplice.
¿Quién eres?
1º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Corto.
Ese día sabía que si subía a actuar, algo pasaría. Lo presentía. Siempre quise ser actor, estimado lector. No me pregunte por qué, pero siempre lo quise. Desde niño, las tablas fueron mi hogar. Criado en un matrimonio de artistas, subir al escenario era para mí tan común, como para cualquier niño jugar a la pelota. Así fue, así nació mi carrera, que poco a poco fue transformándose en un sentir, en una verdadera forma de vida. Existía solo y exclusivamente para actuar. Convengamos que actuar no resulta ser tan fácil. Uno debe meterse en la piel de cada personaje, dejar su yo de lado y asumir el otro yo, aunque éste, siempre contenga al verdadero. ¿Qué paradoja, no? En mi caso, más de una vez, el personaje trascendió al intérprete. Eso es lo difícil de sobrellevar. Uno es uno mismo y no uno ajeno, y transformarse en el otro no es sencillo (por supuesto si se quieren hacer las cosas bien), porque recordemos que para mí actuar fue mi manera de vivir, excluyente y sin miramientos. Tuve mucha fe en mí mismo, eso sí, logré con el tiempo una perfección actoral que me brindó una gran satisfacción. Aclaremos que todo se debió a constancia, trabajo y organización. Estudié con grandes actores, en institutos de renombre mundial, me esforcé al máximo y logré el resultado esperado: reconocimiento. Pero ese día sabía que si subía al escenario, algo pasaría. Era una rara sensación que sentía dentro de mí cuerpo, hasta diría dentro de mi alma. Era un sentimiento encontrado que por un lado me impulsaba a
actuar y por el otro, me indicaba que no lo hiciera. La obra era un estreno en el principal teatro de la calle Corrientes, en esa inmensa metrópolis llamada Buenos Aires. Aunque hoy en día se estila mostrar todo desde un principio, nuestra compañía todavía ocultaba la escenografía. Usábamos el telón, ese gran separador que divide la sala de un teatro en dos partes bien contrapuestas. Por un lado el espectador, estimado lector, que espera su apertura, ansioso por saber con qué se encontrará y por el otro, los actores, que también anhelantes, desean presentarse ante su público. ¡Las luces!, no olvidemos las luces; brillo cegador, calor, oscuridad, frío. Todo el abanico de posibilidades para recrear una atmósfera que debía conjugar con la actuación. ¡Qué hermoso me parecía todo esto, qué espectacularidad, qué sentimientos tenia dentro de mí, porque allí estaba: ¡actuando! De pronto, en un instante, lo recuerdo con gran claridad, al final del segundo acto, sentí un agudo dolor en la parte izquierda del pecho. Me doblé en dos, caí al suelo exánime, casi sin querer. Y casi sin querer me morí. Sí, me morí. Lisa y sencillamente me morí, dejé de vivir. Al final mi presentimiento tuvo razón, algo iba a pasar si subía a actuar. Pero aquí no concluye todo, estimado lector. No, todavía falta lo mejor, o lo peor, de acuerdo a cómo se lo mire. Cuando partí, alguien preguntó: ─¿Quién eres? ─Un actor –respondí. ─Sí, pero…, ¿quién eres? No supe qué contestar y lloré.
Una paz inconcebible 3º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Largo.
Me desperté sobresaltado, empapado en transpiración, irritado. ¡Maldita sea! ¡El mismo sueño recurrente! La mujer desnuda, con el pelo sobre el rostro y el niño mirándola, como una toma cinematográfica vista desde atrás. No quise pensar más en ello. Me metí bajo la ducha, casi fría, para sacarme el dolor de cabeza. Al final, tiritando, fui hasta la cocina semi vestido. Con una jarra de café humeante entre las manos, me senté a escribir. Ya hacía tiempo que lo venía haciendo. Los pormenores del caso que tanto atraía la atención de la opinión pública, estaba desmenuzado en varias carillas, fotos y diagramas. En lo personal me tenía casi fuera de control. Trabajaba en una unidad especial de la Policía Estatal, encargada de casos de Minoridad, Pedofilia y Abusos. Nunca habíamos encontrado nada igual. En casi dos años, teníamos cinco víctimas fatales, entre cinco y nueve años, que si bien no habían sido abusadas sexualmente,
aparecían muertas en lugares por lo general boscosos, cuyos cadáveres perfectamente higienizados y lavados, se encontraban en cajas de cartón, con sus manos cruzadas sobre el sexo, y una corona de flores rodeando la cabeza. Muchos habían sido los analistas que intervinieron en el caso. Todavía quedaban algunos. Casi todos concordaban con los rasgos de un psicópata, con un trastorno antisocial de la personalidad, que particularmente presentaba una característica peculiar: preparaba los cadáveres como queriendo expiar sus culpas. Por supuesto el lavaje concienzudo a que habían sido sometidos, borraba todo tipo de huellas incriminatorias. Causa de la muerte: asfixia por sofocación. Los datos aportados por testigos no daban indicio alguno sobre el secuestrador. Un niño que desaparecía en cuestión de segundos en un supermercado y cuyas cámaras de vigilancia lo habían filmado saliendo solo. Otro que en el radio de cuatro cuadras entre su casa y el colegio, nunca había llegado a destino. Un tercero cuya escapada a la plaza de su barrio, lo transformó en un fantasma que no pudieron encontrar. La intensa pesquisa no había dado resultado alguno. Sólo los rastrillajes habían adquirido notoriedad por los cuerpos hallados. Conseguir su ubicación era necesario. Hallarlo era imprescindible. Pero no teníamos nada y ¡Por Dios! ¿Quién calmaba a esos padres desesperados que habían perdido a sus hijos? Así, una psicosis generalizada se había extendido por toda la ciudad. Una ira irracional comenzó a apoderarse de mí, ¡Quería tener a
ese maldito entre mis manos y destrozarlo poco a poco! Poco tiempo después, la idea de exterminarlo se hizo más fuerte cuando apareció la sexta víctima. La furia interior que me dominaba se hacía patente en mi aspecto. Nadie sabía la presión que llevaba dentro. Como todos estábamos cansados, mi preocupación y mi malestar encajaban con la de los demás, pasaba desapercibido. Esa noche, casi derrotado, me acosté muy tarde, cansado de tanto examinar papeles. La mujer rubia, de pelo largo, yacía de costado sobre el sofá, desnuda totalmente. El cabello le cubría el rostro. Las manos acariciaban sus senos mientras decía: ven, acércate, tócame, acaríciame… Enfrente, a muy poca distancia, el niño, con vergüenza y timidez, sin ropas y con las manos cubriendo su sexo, observaba fascinado, caminando lentamente hacia ella. Y de repente…, por primera vez…, por primera vez en tanto tiempo, como en cámara lenta, la mujer giró su cabeza sacudiendo el pelo. Su rostro de exótica belleza me miró, ¡era el de Alicia, la mujer que me cuidaba de niño! La nuca del pequeño empezó a verse en una sucesión de movimientos lentos y continuos, primero fue el lóbulo de la oreja, pequeño, luego el perfil de su nariz aquilina y por último su rostro… ¡Era yo!... ¡Era yo!... ¡Maldición, era yo! Grité, desesperado, llorando y maldiciendo al mismo tiempo. Caí de rodillas en el piso de la habitación, en un estado de desesperación intensa. No sé cuánto tiempo estuve así, mi mente era una máquina feroz y enloquecida que trataba de comprender.
Una lucidez extraña se apoderó de mí. Un presentimiento me invadió. Me levanté rápidamente, fui hasta el placar y saqué una caja grande de cartón, semi oculta en una de las bauleras. Esparcí su interior sobre el piso, ropa de niño, pequeñas zapatillas, gorras, mochilas, todo había quedado desparramado por la habitación. Un mudo grito interior me perforó los tímpanos y el alma. Al fin había comprendido. No hacían falta más explicaciones. La ira irracional tenía sus motivos. En esa visión, yo, el niño de ocho años, más allá de la vergüenza y el temor, descubrió otra sensación aterrorizante: su pequeño miembro comenzaba a tener una erección. Lo pecaminoso inculcado por mi padre, pastor de una iglesia protestante, daba lugar a un sentimiento de satisfacción, que era un pecado. Lo irreconciliable desestabilizó todo. Ahora me daba cuenta. ¿Estaba loco? No lo sabía. Ya ni sabía quién era yo. Lo que si sabía era que esto debía terminar, aquí y ahora. Me senté en una silla de la cocina con la pistola en la mano. La Beretta del 9 pesaba más de lo acostumbrado. Saqué el cargador, comprobé que estaba completo. Destrabé el seguro. Acerrojé el arma, me fijé que había un proyectil en recámara, la amartillé y me la llevé a la boca. De repente un dolor intenso, fugaz, dio paso a una paz inconcebible.
PÉREZ, GABRIEL JOSÉ Alto Verde, Mendoza, Argentina
Rayo de luna La miraba siempre. Lo hacía desde el balcón del edificio de enfrente. Observaba cómo removía la tierra de las macetas y luego preparaba la cena. La veía caminar de uno a otro lado del departamento mientras se acomodaba el cabello. Luego frente al espejo ella procedía al ritual de la pintura y el maquillaje. Juan se apoyaba en la baranda y no perdía detalle. Los sectores íntimos, donde ella se mudaba de ropa estaban fuera del alcance de su visión. Pero se contentaba con su imagen, sentada en el sillón a la hora de la lectura, o recostada escuchando música. Se transformó en un hábito. Casi podría decirse una obsesión. La observaba y grababa cada detalle de su cuerpo. El lunar en la espalda que afloraba cuando dejaba caer el bretel de su blusa o la suavidad de sus piernas cuando las cruzaba para mirar televisión. Mientras la miraba, un fuego extraño crecía en la parte inferior de su cadera y luego se apoderaba de sus venas. De a poco la pasión de Juan por aquella luminosa criatura fue creciendo hasta desbordar y acelerar sus latidos. Se aferraba con fuerza a la baranda del balcón. Sofrenaba sus impulsos y se arrojaba a un costado cuando sospechaba que ella podría verlo. Una noche entró un hombre extraño, rubio, corpulento y comenzó
a discutir con su bien amada. Pudo ver cómo, luego de un buen rato la tomó del cabello y la arrojó hacia un rincón. Juan sintió aquel dolor como si fuera suyo. Ella gritaba desesperada pidiendo auxilio. Trataba de protegerse de las manos que caían como martillos sobre su cabeza. La sangre comenzó a brotar de su frente, trató de defenderse, pero fue inútil. Un nuevo golpe la arrojó hacia la cocina. Sin querer volteó una alacena con la vajilla. Vasos, platos y copas estallaron en pedazos. Estaba descalza y con los cristales se lastimó las plantas de los pies. Una herida cortante en su flanco le impedía el movimiento, mientras el asesino avanzaba decidido hacia ella, a dar su golpe de gracia. Antes que pudiera notarlo y protegida por la oscuridad se arrastró como pudo hasta alcanzar el cuchillo grande que brillaba gracias a un furtivo rayo de luna bajo la mesa. La sangre en su rostro y la oscuridad del cuarto le impedían ver con claridad. Una mano le apretó su cuello con fuerza y ella sin pensar hundió el cuchillo en un vientre que tampoco pudo ver. El gemido de la muerte escapó de otros labios que no eran los suyos. Se sacó de encima aquel cuerpo robusto y maloliente. Se arrastró hasta la puerta, se sostuvo en el marco y encendió la luz. Para su sorpresa, en el piso, yacía sin vida el cuerpo del vecino del edificio de enfrente que la había estado mirando desde el balcón.
Explorando cenizas Me gusta visitar los viejos amores
como quien visita un cementerio. Me vuelvo de pronto recolector de cicatrices. Y cada tumba tiene mi nombre, acaso presagia otra muerte mayor agazapada bajo los instantes. Me gusta sonreír donde no queda sino sólo una marca a modo de señal, diciendo: “Aquí yace el último deseo su holocausto de besos sin rostro” Abierto el grifo gotea sobre las flores a modo de recordación. Me gusta transitar el osario de las miradas sin tiempo, su ceniza Explorar por una, la huella de cada lágrima vertida en noches de espanto, bajo el pavor yal vez un vocablo enamorado quisiera por la espalda, apuñalarme. Deletreando ruinas Inveterado del alba y los escenarios donde una vez se desangraron los abrazos.
Me gusta recorrer el cementerio de mis amores hasta donde sospecho pueda llegar a derrumbarme (otra vez) aquella voz de pájaro en los vértices del verano de mi siesta.
PÉREZ, JOSÉ RICARDO Chajarí, Entre Ríos, Argentina 1º Premio en los II Certámenes de Verano de "La Hora del Cuento", género poesía libre.
Pobladora Pobladora del cielo que llegas en la lluvia, escapas con el río y juegas sobre el mar. Aún tengo entre mis manos el pez de tu cintura urgente y evasiva, hecha de viento y sal. Viajera de los días de pájaros y lunas, del íntimo relente y aroma del pinar. Sonríes con las flores de la campiña húmeda Y atrapas con tu blusa mi díscolo mirar. Los árboles del parque se inclinan a tu paso, mientras la luz envuelve tu cuerpo de mujer. Desprejuiciada amiga; la suma de mis actos, Una calle sin nombre te nombra sin querer. Pobladora del tiempo de todos los ocasos, de las alas del alba, del huerto y del andén. Viajera de horizontes emerges del naufragio navegando los mares en barcos de papel.
Devélame el misterio de Orión bajo tus párpados y el vino de las voces que suben de tu ser, escóndeme en la fronda lluviosa de tus brazos y aprieta este silencio de incontenible sed. Pobladora impaciente de todos los veranos, incandescente asomas en cada amanecer, dejándome tu pelo dormido entre las manos y un revuelo de alondras nacidas de tu piel.
PIDONE, CLAUDIO LUIS Rosario, Santa Fe, Argentina
La espera Irado y melancólico, el joven pastor se sentó en el liento suelo, a esperarla. Hénide, la ninfa de los prados, contempló el transmutar de su rostro, con el paso ominoso del tiempo. Pero su espera fue inútil: ella nunca llegó.
Yo te explico
Nerviosos, yendo de un lado para el otro, mi señora y yo esperábamos la llegada de Osvaldo, a quien habíamos invitado a casa para darle personalmente una muy buena noticia. A las quince horas en punto, sonó el timbre y al abrir la puerta me encontré frente a frente con él. Vestía pantalón vaquero raído, pullover gris, zapatillas gastadas y una sonrisa contagiosa. Le di un fuerte apretón de manos (esquivando el beso que sus movimientos insinuaban,
costumbre porteña que no termino de aceptar) y lo invité a pasar. Osvaldo traspasó el umbral de la puerta, le dio un sonoro beso a Ana y los tres nos sentamos a la mesa del comedor. Osvaldo era un hombre maduro. No sabíamos exactamente su edad (pues muy coqueto él la ocultaba), pero mi esposa y yo estábamos seguro de que ya habría cumplido los sesenta años. Era corpulento, muy canoso y mostraba una incipiente calvicie. Vivía solo en una pensión en Rosario, a donde había venido a trabajar. Su mujer, una abnegada ama de casa, lo esperaba en Paraná, Entre Ríos, en donde tenían su humilde casa, la que ella no dudaría en dejar para venirse a Rosario en cuanto Osvaldo consiguiese un buen trabajo. Mi esposa y yo estábamos ansiosos de contarle al buen amigo las buenas nuevas, así que Ana no esperó ni un segundo para entrar en tema. ¬¬¬―Osvaldo, ¿cómo estás? Te pedimos que vengas porque queríamos contarte algo… ―Yo también tengo que contarles algo ―dijo Osvaldo cortando la alocución de Ana, y, dirigiéndose a mí, continuó: ― Ayer me hablaron de un posible trabajo en Buenos Aires. No es lo que yo quiero, pero estoy muy mal económicamente, así que no sé…, Buenos Aires es una ciudad muy cosmopolita, algo así como Rosario. Rosario también es cosmopolita… ¿Sabés por qué? Yo te explico: a principios del siglo pasado, esta ciudad apenas si existía, pero de a poco, a la vera del río Paraná, la villa se fue nutriendo con la llegada de españoles e italianos que migraron de sus ciudades, corridos por el hambre y la guerra. Igual que tu mamá, Ana, que se vino de Grecia a buscar aquí mejor fortuna. Así la villa creció y creció, y se transformó en Rosario, que hoy es una de las ciudades más importantes de Argentina. ―Sí, sí, lo sabemos. Pero entonces, Osvaldo, quedate en Rosario…
―Sí, eso quiero yo, pero eso va a depender de que consiga un buen trabajo acá. Yo me quiero mudar, no me banco más la pensión en donde vivo. No duermo bien. Yo quiero juntar plata para el día de mañana tener, además de mi casa, una o dos viviendas para alquilar. ¿Vos sabés cuál es el negocio de hoy en día? ¡El alquiler temporario! ¿Sabés lo que es? Yo te explico: vos tenés un departamento todo amueblado y lo alquilás por temporada. Sin garantías ni nada que complique las cosa. El contrato puede ser por un mes, o por dos. ¿Entendés? Y se cobra re caro. Vos tendrías que hacer eso, Jorge… ―No, Osvaldo, si yo estoy bien como estoy… ―Pero no, ganso, vos podés tener el negocio y que tu mujer te ayude. ¡Yo no sé qué espera Ana para hacer algún negocio! ¿Por qué no te ponés una peluquería, Ana? Eso deja mucha plata, y no requiere de mucha inversión. La plata la conseguís fácil, ¿sabés cómo? Yo te explico: pedís un crédito blando en uno de los bancos a donde te depositan tu sueldo y luego, con lo que sacás del negocio, vas pagando el crédito de a poco. Te sale casi nada. Y el oficio se aprende fácil, créeme. Hay academias que cobran barato y vos en tres meses salís con el título bajo el brazo. Y con eso empezás a crecer. ―Gracias Osvaldo por la idea ―respondió Ana, pura cortesía ―pero mi trabajo no me da tiempo para pensar en extras. ―¿Te acordás, Osvaldo, cuando vos decías que ibas a tener una panadería?― aporté yo. ―Sí, pero eso era antes. Hoy no tengo plata para comprar el equipamiento básico. Pero para mí sigue siendo un muy buen negocio. Ahora, el trabajo de panadero sí que es muy sacrificado… ¿Sabés cómo son sus horarios? Yo te explico: se tienen que levantar a las cuatro de la mañana para tener el pan recién horneado listo a las siete, cuando abren el negocio. Casi no tienen descanso, por eso se toman el lunes, porque el sábado es el día que más trabajan. El
día de mañana yo, quizá, me ponga una panadería, vaya uno a saber… ―Pero Osvaldo, no tendrías que empezar como empleado, como para conocer el oficio… ―No, yo como empleado, no. Yo estudié, aunque no tenga un buen trabajo tengo una profesión, no voy a trabajar de empleado. El problema es que hoy tengo muy poco laburo, pero el día de mañana las cosas van a ser distintas. ―Bueno, Osvaldo…, ahora, lo que queríamos contarte tiene que ver con nosotros. Te lo iba a contar por teléfono, pero me pareció que no era así como debías enterarte, así que… ―¡Ahora que decís teléfono me hacés acordar! ¿Vos me llamaste el otro día? Porque cuando quise contestar se cortó… ¡Son estas empresas que no sirven para nada! Hay competencia entre ellas. ¿Sabés qué hacen? Yo te explico: ponen antenas en toda la ciudad, hasta donde no deben, y las señales se tapan unas a otras, entonces las comunicaciones se cortan. Y encima dicen que las antenas son dañinas para la salud. Yo por las dudas mantengo al celular lejos de mis testículos y de mi cerebro. Dicen que hace mal. Yo te explico: las células germinales se multiplican constantemente y las ondas electromagnéticas inhiben esa multiplicación y provocan mutaciones en las células. Al menos eso dicen, ¿lo sabían? Yo leo mucho, me gusta estar al tanto de los avances tecnológicos y de cuestiones de salud. Pero ahora que veo tu celular, ¿por qué no te comprás uno mejor? ―Yo tengo un celular muy bueno… ―¡Qué va a ser bueno! En el trabajo lo importante son las apariencias. Vos que trabajás con clientes deberías dar la mejor impresión posible. Por otra parte, deberías iniciar un emprendimiento, algo como asesoramiento, o algo así. Yo te explico: ponés un aviso en la facultad, entonces te contacta algún estudiante y
a partir de eso se hace una cadena, y tenés más y más clientes. Haceme caso, no seas gil. Yo, el día de mañana, espero hacer un curso de análisis de mercados y después voy a asesorar a empresas multinacionales. ―Bueno, pero yo con mi trabajo estoy muy bien, a gusto. ―No seas terco, haceme caso. Pero bien, chicos, me tengo que ir. Más tarde el colectivo viene muy lleno y yo ya estoy grande como para viajar mucho tiempo parado. Cuando pueda me voy a comprar un Renault 12 usado. Lo necesito para trabajar. Pero por ahora no puedo. ¿Jorge, tu auto es 0 kilómetro, no? ―Sí. ―¿Cómo hiciste para comprarlo? ―Con un crédito prendario. ―¿Un crédito prendario? ¡No!, eso es muy caro. Vos tendrías que haber hecho de otra manera, tendrías que haber comprado un Plan de Ahorros, que es mucho mejor. Yo te explico: el crédito prendario es caro, porque los bancos te exprimen; en cambio, tratar con las concesionarias es mucho mejor, y el Plan de Ahorros, si ya no lo pudieras pagar, lo vendés y listo. Yo, el día de mañana, pienso entrar en un Plan de Ahorros para comprarme una camioneta. Pero por ahora no puedo… Bueno, basta de charla, me voy. Fue un gusto verlos y charlar con ustedes. Y Osvaldo se levantó de su silla impulsado como por un resorte. Los dos lo acompañamos hasta la puerta de calle, y con efusivos besos se despidió de los dos (esta vez no pude evitar el que me tocaba a mí). Yo me quedé mirándola a mi señora sin saber bien qué decirle, pero ni falta que hacía que le dijera nada, pues ella conocía a Osvaldo tan bien como yo. ―Ana, al final no pudimos contarle la novedad… Decirle que esperamos nuestro primer hijo no es algo para decírselo por
teléfono…, no a un amigo de tantos años. ―Ciertamente que no, mi amor, por teléfono no. Y él a los mails tampoco los lee. Quizá podríamos probar con el WhatsApp, tal vez sí lea esos mensajes...
Domingo Un changarín que pasa lo despierta al perro adormecido, que se levanta embravecido y atraviesa a saltos la terraza. Se asoma a la calle y ve a quién osó de su siesta despertarlo: y entonces podrán escucharlo ladrar una y otra vez. Cuando cede en su actitud tan terca, Domingo vuelve a su lugar, siempre dispuesto a ladrar a todo aquel que tenga cerca. Así vive el perro su vigilia: solito arriba en la terraza; y aunque su dueña apenas si lo abraza él se sabe uno más en la familia.
POGONZA, FELIPA Rafaela, Santa Fe, Argentina
La promesa Mi papá se fue, mi mamá lloró. Cerró todo; puertas, ventanas y le puso candado a los silencios. ─¿Por qué cerrás todo, mamá? ─Porque quiero guardar su voz, sus aromas, su alegría, no quiero que pase como un sueño, es como si una ráfaga lo hubiera arrancado de nuestra casa, debemos guardar algo de él, todavía lo amamos y vos lo necesitas, ¡no te parece que hice bien? Mi mamá es joven y bonita, pero después que papá se fue, perdió su coquetería, no se arregló más, está fea, no hace ricas comidas; está tan rara, me pone triste, está buscando siempre en los lugares donde ellos solían sentarse a charlar. Después de un largo tiempo mi mamá comenzó a salir, la veo reluciente, animosa, alegre, se pone buena ropa y yo ya estoy celosa. Conoce a un hombre, se llama Manuel; al principio todo estaba bueno, venía a mi casa, jugaba conmigo, me acariciaba la cabeza, me sentaba en su falda, me contaba cuentos y adivinanzas, ahora vive con nosotros; después de un año, noté cambios en él; ¿se arrepintió?, nadie lo buscó, ahora es insoportable quiere que haga los trabajos de la casa, es un mandón, un maldito, me grita y a mi mamá también. Necesito a mi papá que venga a poner
orden, ¿que se piensa ese cretino?, nosotras no somos un paquete que nos saque o ponga a su antojo. Yo estaba triste, mi papá lo notó y me preguntó que pasaba, decidí contarle. Papá muy enojado me dijo: ─¿Quién se cree que es, ese atrevido? faltar el respeto a mi hija y a su madre, no permitiré que a seres que amo tanto las mal trate, voy a defender con mi vida si es necesario, se los prometo. Amablemente le invitó a tomar un café, le dijo que necesitaba hablar con él, y aceptó; pero se excusó diciendo que estaba apurado. El mozo andaba atrasado en la atención de los clientes, se ofreció ayudarle para ejecutar su propósito, agregó a su taza la poción bien potente que llevaba entre sus ropas, luego conversaron un momento y se retiró, solo él sabía, que no llegaría a su casa.
QUISPE, NOELIA JUDITH Humahuaca, Jujuy, Argentina
Llamaron a la puerta Sobre su espalda una sensación de frío le recorría, desde la nuca hasta el final de la columna, mientras sus manos sensibles y sucias bruscamente buscaban una llave, la llave. Buscaba un elemento tan vital para hacerle sentir seguridad y la libertad que ansiaba su corazón y su alma. Su cuerpo lleno de calor, transpiraba como si hubiese corrido una maratón, con sus ojos llenos de miedo, perturbación, locura e ingenio, su cuerpo se encontraba al lado de un baúl volcado. Su corazón latía cada vez más fuerte cuando escuchaba que unos pasos se acercaban pisando fuerte el follaje de las últimas hojas de los árboles. Esos que en primavera eran de todos los matices de color verde, ahora sus hojas yacían en el piso formando un espeso follaje que unos pasos hacían crujir al estar secos. Sin darse cuenta del tiempo llevado en la búsqueda de la llave que le daba la libertad y del tiempo que estaba encerrada, prisionera, temerosa y sin ver el brillo del sol, alguien abrió la puerta con un chirrido espantoso de esos que te taladran los oídos y te parten el alma. Sin mediar palabras alguien le presionó el hombro. Al darse vuelta con el primer elemento que encontró, un destornillador, dio un puntazo a ciegas. Había herido a su novio, que después de tanto buscarla, pensar y repensar cómo rescatarla. Rápidamente se dio
cuenta y trato en vano de lamentarse y volver el tiempo atrás, pero era tarde. Su novio estaba herido, ahora eran dos personas en peligro, peligro de muerte, de privación de su libertad. Todo quedó en silencio, por la ventana sólo la luz de la luna penetraba por los cristales. Ella tapó su boca para que nadie escuche su lamento. Y él hizo lo mismo con una mano tapo el sonido de su boca y con la otra la herida, pero aún estaba vivo. Firmes y tenebrosos que causan escalofríos se acercaban los pasos, cada vez más fuertes. De pronto, alguien llamó a la puerta. Se encendieron las luces y los pasos firmes se dirigieron a la puerta, con su mano macabra tomó el picaporte, jaló para abajo y abrió la puerta. Allí frente a él sólo estaba una pequeña niña inocente de apenas unos siete años de edad y llena de miedo que se había perdido porque unos perros ladraron tan fuerte que la asustaron. Ella corrió desesperada hasta darse cuenta de que esa cuadra no conocía. En la habitación, ella tenía un manojo de llaves que había encontrado en la búsqueda desesperada y frenética. Cada llave que ponía no era la correcta no abría el cerrojo, los nervios se apoderaron de ellos. Cayeron las llaves y la última de color rojo salió a la luz como si el destino o la vida, en lucha con la muerte, le ayudase. Tomó esa llave con toda la ansiedad que tenía introdujo en la cerradura y dio las vueltas necesarias para abrir. Por fin, la pareja de jóvenes salió a hurtadillas por la puerta trasera de la casa. Mientras tanto en la puerta, con toda la tranquilidad y la frialdad que ese individuo tenía, dijo, “pasa, llamaremos a tus padres”. Lograron salir, pero chocaron con unas plantas lo que produjo que cayeran, cuando se levantaban mirando a la casa, lo último que vieron fue que se apagaron las luces de esa casa maldita y lo último que escucharon y que hasta el día de hoy lo tienen grabado en sus memorias es un suave y pequeño grito de una niña que esa noche desapareció por ir a comprar al negocio de la vuelta de su casa. Corrieron por entre los matorrales, llegaron a una sala de
primeros auxilios y le curaron la herida que era un orificio no tan profundo como se sentía en la oscuridad. Herida que le recordará esa noche tan terrible, marca que llevará eternamente en su alma. Después de un tiempo, el cuerpo de la pequeña niña fue encontrado en una zanja y su cuerpo fue dado sepultura. Los jóvenes tomaron la costumbre de llevarle flores cada aniversario de su muerte, esa fatídica noche ella murió y sólo ellos saben la fecha. En la tumba piden perdón, mil veces perdón por no haberla ayudado, por la cobardía que invadía su ser en un momento como aquel, perdón por no hablar y estar en silencio. Silencio que mata y despelleja el alma con cada recuerdo que viene a su memoria.
RABELLINO BENTANCUR, MARÍA ESPERANZA Juanicó, Canelones, República Oriental del Uruguay
3º Mención en los II Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento”, género Cuento Corto.
La reina oculta De la reciente precipitación de granizo quedan unas muestras blanquecinas y pequeñas amontonadas a la orilla de la calle y un ambiente pesado, amenazante, apenas iluminado intermitentemente por las luces rojas de la marquesina que anuncian: HOTEL. El ómnibus amarillo se detenía en la esquina húmeda, anunciado con un chirriar agudo de sus frenos. Las pesadas ruedas agitaron la perezosa rutina del charco y lo hicieron elevarse en un sueño de fuente. La puerta anterior del vehículo se replegaba lateralmente y por la abertura rectangular se escapaba una luz que estirándose avanzaba hacia la calzada, que brillaba espejada, rojiza o blanquecina según el parpadéo. Irrumpe grotesca la desvencijada y desprolija valija proyectando su sombra hasta la vereda. Bruscamente es elevada al primer escalón unida al zarandéo rítmico de una falda vaporosa. Al cierre de la puerta ambas se pierden sin dejar rastro.
La calle vuelve a aquietarse, la luna intenta abrirse paso entre las nubes, una y otra vez, dejando apenas escapar unas briznas plateadas sobre el charco adormecido. Moribundos y lentos van pasando, casi sin aliento nubarrones nocheros, sin estridencia ni euforias. Poco a poco las luces del día van abriendo el paso al amanecer, desparramando las sombras, inaugurando un hermoso arcoiris en el agua quieta que luce azulina y coronada por él. Entre tanto se va desvaneciendo, evaporándose gota a gota atraído por el fulgurante sol que a esta hora reinaba en el cenit. El ritmo es de rápido andar de zapatos distraídos intercalado con autos. Desde la oscuridad de un bolsillo sucio, una piedra vulgar, emprendía el vuelo fatal que hería de muerte la desolada ventana del primer piso, justo debajo del luminoso. Un rastro de huellas pequeñas dejaban su impronta en el barro y se alejaban tras las paredes graffiteadas del muro vecino. Allí subiendo por el blanco deslucido de los años van dos manos unidas en una figura acariciadora, buscando elevarse, en un desparejo pinterrajeado de dedos negros y flores de cal. Transcurrir eterno del sol y morir, llegar de la luna redonda y llena para imperars sólo cuando él se va, sólo cuando él se va. Intentar una vez más, la Reina está cansada de ocultarse para reinar. Oscurece nuevamente en el indeciso parpadear mundano, en el encendido cartel de hotel barato. Sube un olor dulzón en el ambiente, el humo del cigarrillo elevándose, leve, contorneándose pesadamente preso de la niebla nocturna. Cae la colilla descartada e inútil, apenas un fulgor en el pavimento y dos zapatos masculinos avanzan en temerario y decidido paso hacia la puerta de dos hojas que se abre bajo la ventana mortecina que saluda apenas, con un mohín de paño por sus decoloridas cortinas. Por encima de todo se destaca el cartel anunciador.
El alba es sorprendida por las sirenas abiertas y chillonas de los autos de la policía, los pasos apurados de las negras botas, un ir y venir presuroso. Al mediodía el desenmascarador sol abre la primera plana de los diarios, en monótonas letras negras sobre el blanco: cadáver de joven mujer de narcotraficante hallado en el Río de la Plata, es la pista que conduce a su paradero. Se investiga hotel que fue su última guarida.
RAGNINI, CARINA Armstrong, Santa Fe, Argentina
Dolores sordos Siempre hablamos de sonidos sordos, pero también hay dolores sordos. Imperceptibles a simple vista, camuflados tras una sonrisa y una buena actitud, pero están ahí, al acecho, y cuando te descuidas te asaltan otra vez. Se cuelan bajo la piel, y se meten hondo, hasta el alma, que ya marchita y apaleada es susceptible a los embates y no tiene las defensas altas para hacerle frente a estos inquilinos indeseados. El dolor sordo aprovecha a meterse cuando hay soledad en compañía, la peor de todas las soledades. Un infierno de indiferencia que hace que las voces retumben en el hueco de las almas que se encuentran en la misma habitación, el eco del vacío de una casa repleta de cosas materiales y vacía de detalles, de sonrisas, de besos y caricias. Un hogar huérfano de miradas cómplices y picardías ocultas, una oscuridad eterna en medio del día. Dolores sordos, de eso se trata, de vidas que se fueron desencontrando y que están perdidas, de estar sentados juntos y a miles de kilómetros en realidad, que comparten una cama con el hielo de una herida, que las noches no son de amor sino de agonías, dolores sordos que perforan lo poco que queda del corazón "sano" y lo cubren con un manto de entumecimiento que lo duerme, ya no
puede sentir, se limita a la función de latir en un cuerpo sin vida. Prisionera en una cárcel sin ventanas, que ahoga, donde la única luz se encuentra en lo más alto de la habitación, y solo trepando las paredes de melancolía se puede salir, llegar al hueco de la esperanza, tan alta, tan deseada. Como un Fénix que se encuentra entre cenizas y desea resurgir, desplegar las alas de un alma cuadripléjica por el disparo de las palabras. Confianza amputada del cuerpo, pelea sin descanso por no morir, aún más en el intento de simular vivir. Buscando como un niño cuando rompen la piñata, un sabor dulce, que le acaricie el alma. Dolores sordos rodeados de opulencia barata, del manejo de sentimientos como si fuesen el descartable de una fiesta pasada. Mirada infinita que busca el reflejo de algún alma, que le haga sentir que aún existe un mañana.
RAMOS, MARÍA TERESA El Trébol, Santa Fe, Argentina
Un sol con zapatillas Ana se dejó caer sobre el sillón luego de apoyar sobre la mesa un montón de hojas con exámenes que debía corregir era profesora de Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras. Comenzó a mecerse, sentía cansancio y un poco de melancolía que le acercaba a veces la soledad en tardes grises como ésa. Desde allí, a través de los cristales, podía ver la belleza del parque que tenía coloridas pinceladas de primavera, nunca había imaginado poder vivir en una casa tan amplia, tan confortable tan bella. Había nacido y pasado su infancia en la precariedad propia de la casita de una villa junto a su padre, sin conocer a su madre y cuando empezó a preguntar por ella, su padre apenas respondía si estaba sobrio y ebrio solo le decía que había muerto cuando ella nació. La tarde brumosa, espesa y todo ese verde parecía adormecerse esperando la lluvia. De pronto el sol entró en zapatillas con una cabellera rubia y una figura grácil, era Ludmila. —¡Hola mami! — corrió a besarla y arrojó sus libros sobre un sofá. —Cambio mi ropa y me voy al gimnasio con Patty —lo hacía
apresurada generando desorden y alegría, mientras tanto siguió su charla: —¡Ah, hoy tuvimos un profesor nuevo en matemática, justo en la materia que tengo mejores notas! Nos contó que es argentino pero recién regresó de España, es ingeniero y lo contrató una empresa muy importante. ¿Sabías que fuimos quedándonos con pocos ingenieros? Como ama la docencia le permiten ejercerla. Quiere tanto este país y sufrió mucho dolor durante el exilio, nos dijo que no se irá más. Pasó lista y cuando le di mi nombre, me miró y me dijo que me quedaban muy bien las pecas. Yo las odio mamá pero le sonreí, sentí como un golpecito de ternura que me venía desde él, ¡qué sé yo! A cada uno le decía algo y nos conquistó a todos. Es muy apuesto, un caballero, tienen algunas canas en las sienes y ¡unos ojos bellísimos! —¿Es joven? —preguntó Ana. —Más o menos, debe tener tu edad o algunos años más, ¡vos pareces mi hermana linda mía! —Presionó sus mejillas y le dio un beso en la punta de la nariz. —Me voy Ma, quedate tranquila que el padre de Patty nos va a buscar. —Cuidate Ludmila. Cruzó la sala casi corriendo y salió como siempre dando un portazo, era el lujo que se daba los días viernes. Ese golpe corrió de pronto la cortina que cubría los recuerdos y Ana se vio así misma en la villa ordenando esa casita que no tenía nada pero ella la embellecía con detalles tratando de hacerla más alegre. Le pareció sentir el vaho del alcohol que bebía a veces con demasiado exceso su padre; sobre un banquito sus únicas zapatillas gastadas de tanto lavarlas porque al pisar algún charquito de agua
turbia las salpicaba, el almanaque con esas estampas de Molina Campos que le regalaba todos los años el chico de la panadería. ¡Eran tan pobres! Pero ella había empezado a cuidar una niña y allí encontró una mujer, casi un ángel que se llamaba Silvia y al cruzarse en su vida cubrió la ausencia de la madre. Había logrado terminar sin esfuerzo la escuela primaria, llegó a ser abanderada y con el dinero que ganaba comenzó sus estudios secundarios. El tren de las seis de la tarde la acercaba al colegio. ¿Por qué hoy evocaba todo eso? Quizás fuera la tarde que se parecía a aquella tarde… Sintió que subía al tren y siempre encontraba ese muchachito que miraba su rostro reflejado en el vidrio de la ventanilla, ella lo veía pero disimulaba, le hacía bien sentir indirectamente sobre ella esa dulce mirada azul. Ese momento hacía que esperara ansiosa la rutina del viaje. Un día cualquiera él se puso de pie, se sentó a su lado y comenzó a conversar como si nada mientras ella respondía sonriendo, sintiendo el golpeteo de su corazón de una manera desconocida, como si quisiera ahogarla. Floreció una amistad hermosa pero dejó de serlo cuando empezaron a ansiar el encuentro y espontáneamente se tomaron de la mano. Pasaron muchos días, se contaron todo con absoluta sinceridad, los dos desnudaron el alma ahí empezó el amor. Su nombre era Hugo y un viernes la invitó a salir a caminar el sábado por la tarde Buscó una excusa que apenas escuchó su padre y murmurando una protesta se quedó dormido. Se vistió con un short blanco y una remerita de color turquesa. No imaginó que esa tarde sin sol sería la mejor de su vida. Tomados de la mano caminaron por ese parque enorme salpicado de árboles. Rieron, rieron mucho, corrieron, pudieron besarse
libremente, cantaron juntos; luego una lluvia suave se agregó a ese loco juego y como el calor era agobiante, esa frescura sobre los cuerpos resultó placentera pero poco a poco se fue acentuando hasta golpearlos. Corrieron en busca de un refugio y encontraron una casillita algo ruinosa ocupada con herramientas de jardinería, sin puerta y un pequeño espacio donde apenas cabían dos cuerpos de pie, casi adheridos. Tanta cercanía hizo que sintieran burbujas en la sangre, temblaron estremecidos y el deseo se hizo red que los aprisionaba esta vez con una sutileza de espuma, él fue desnudando los cuerpos Tendida sobre la hierba húmeda Ana cerró los ojos ocultando el temor de la primera vez y estrenaron el amor muy lentamente hasta que juntos se fundieron en un remolino de estrellas, y en ese después, cargado de una ternura nueva, que los haría eternos. Despertaron al alba, él le besó las manos, los ojos, bebió algunas gotitas de lluvia que habían quedado en los surcos de su piel, sin dejar de acariciarla pero mirándola a los ojos le dijo: —Mañana me voy, no sé a dónde, muy lejos de aquí. A mi padre lo persiguen, no es un delincuente, trabaja en una empresa importante y para protegerlo se lo aconsejaron. Sólo entona canciones de protesta, reacciona ante las injusticias, junto con otros amigos visitan la villas y ayudan a la gente, pero todo eso se ha vuelto peligroso. Tiene amigos que han desaparecido, y él está en la mira, nos vamos los tres, teme más por mi vida que por la suya. Te prometo volver porque te amo, volver para llevarte o para quedarme, quiero que me creas, he de volver porque te amo. No dejes de esperarme. Se despidieron con un beso llovido por las lágrimas de ambos y no supo nada más de él. Esa noche, Dios que supo desde siempre que iban a amarse, le
dejó a ella un recuerdo para que no muriera de amor, algo hermoso que crecería en su vientre recién abierto y no le permitiría olvidarlo. Se lo dijo a su padre y le devolvió un insulto y un manotazo torpe que no pudo alcanzarla. Silvia, otra vez su ángel, le acomodó una habitación en el fondo del patio y ella tuvo un espacio para esperar serenamente a Ludmila. Conoció a Eduardo, un amigo de la familia, algo mayor que ella, que se enamoró y le pidió que se uniera a él, no le importaba no ser correspondido, ella fue casi cruel. Y no aceptó darle su apellido. Fue muy amada pero nunca pudo devolver ese amor porque ni un solo día dejó de pensar en Hugo. Cuando Ludmila cumplió cuatro años Eduardo que había soportado con fortaleza y casi en silencio una enfermedad terminal, murió haciéndola heredera de sus bienes. Apenas pudo hacerlo le contó a su hija toda la verdad. Enamorada de su profesión, no volvió a mirar atrás, cerró la cortina intentando cubrir todos los recuerdos. El ciclo lectivo terminaba y la actividad la absorbía, además Ludmila se graduaba y su felicidad repicaba como una campanita en toda la casa. —Hoy vas a conocer a mi profe de matemática, lo voy a extrañar mucho. ¡Él también tiene pecas mamá! —¿Cómo que tiene pecas?—lo dijo sorprendida sintiendo un estremecimiento. —Sí, cuando vino de España estaba muy bronceado ahora se le ven muy bien, se parecen a las mías yo le digo que me las fue robando y se las colocó allí. Los chicos hacen palmas diciendo ¡Pecosos! ¡Pecosos! Cuando llegaron al colegio el patio estaba totalmente ocupado por una multitud. Ana sentía deseos de huir, de estar sola y avanzó hacia el interior
del edificio, la sala de profesores estaría vacía, era conocida de todos, podría serenar esa perturbación inexplicable permaneciendo unos minutos allí, necesitaba pensar. Abrió la puerta y frente a ella estaba Hugo con sus pecas, sus hebras de plata en las sienes y sus ojos azules de mirada profunda, los mismos que se habían adueñado de su alma para siempre. El amor, que en ambos estaba intacto los acercó con el ímpetu del viento en un abrazo intenso, cálido, apremiante, el mismo de aquella tarde… No hubo preguntas, se habían llevado adentro durante tanto tiempo. Los separó el cese del bullicio que llenaba el espacio del colegio y se oyeron los primeros compases de Aurora. Tomados de la mano, en silencio pero sin dejar de besarse con la mirada avanzaron juntos hacia esa realidad que hoy los había acercado. Era un tiempo distinto, con ese amor íntegro y más vivo que entonces, pero sin distancia. Un tiempo nuevo para volver a empezar.
REBOREDO, ELBA ALICIA Mar del Tuyú, Buenos Aires, Argentina
Los fantasmitas A la ronda, ronda de miel y canela, juegan los niños fantasmas detrás del pórtico de la casona vieja. Gélidas brisas cortan el aire. Gélidas brisas detectan presencias en un espacio sin tiempo entre el cielo y la tierra, los cuatro hermanos corren y giran, cantan y sueñan atrapados en una infancia eterna. Sólo son: ¡Almitas en pena! Risas y cantos en luna llena. Risas y cantos en luna nueva. Bajo la lluvia, bajo la nieve, sobre la escarcha, sobre la arena, entre glicinas y amapolas en jardines añosos sobre la ladera. Dicen que un otoño allá por los años treinta llegaron los cuatro pequeños para sanar aspirando el aire puro de las sierras.
Una opción tardía... Pálidos, casi escuálidos, sus cuerpecitos temblaban al compás de una tos sanguinolenta. Y uno a uno, fueron convirtiéndose en angelitos en una tarde cualquiera. La casona fue cerrada tras llaves y rejas Corrieron cortinas; tapiaron las puertas. Partieron los adultos dejando historias viejas. Pero los cuatro, aún esperan jugando a la ronda entre lilas y rosas, jacintos y madreselvas.
RÍOS FERRETTI, NELSON WALTER Montevideo, Uruguay
Olvídame No me nombres más por favor te pido yo no me alejé sos tú que te has ido sueña una vez más y sé muy feliz tú recorre el mundo yo me quedo aquí. Si en ese camino que tú has iniciado encuentras aquello que siempre has buscado olvídame pronto ya no es necesario que sigas fingiendo yo sabré aceptarlo. Es más te deseo que seas muy feliz
aunque para serlo te alejes de mí yo sé que en la vida todo puede ser pero no se obliga a nadie a querer. Ya sé que te vas sigue tu camino ojalá que pronto halles tu destino sueña lo que harás y sigue volando mientras tanto yo yo te sigo amando.
ROBLES ROBLES, JUAN CARLOS Chapilca, Comuna de Vicuña, Coquimbo, Chile
Bailando con las muertas Dedico este cuento a “El Pitilla”, legendario personaje de las calles bohemias de la ciudad de La Serena, por haber sido él, sin saberlo, el instigador de este relato.
Las luces de neón me guiñaban su ojo rojizo desde el letrero del local en forma intermitente, a un costado de la pared se dibujaba también en tubitos de neón de color lila la figura escultural de una muchacha; la llovizna fina que caía sobre la ciudad me golpeaba el rostro en forma suave, produciéndome una exquisita sensación de bienestar, tal vez porque disipaba los vapores del alcohol que me había echado al cuerpo con varios combinados con blanca y hielo, en el bar de la esquina de la calle Prat. Con un gesto mecánico busqué en mis bolsillos el paquete de cigarrillos y me desesperé al comprobar que solo me quedaba uno, miré hacia ambos lados de la calle tratando de descubrir algún boliche donde comprar otra cajetilla de cigarrillos, pero la paleta digital con números de color rojo me indicó claramente que eran las tres de la madrugada y difícilmente encontraría tabaquerías abiertas a esa hora. Me coloqué el cigarrillo entre los labios y con movimientos un tanto torpes
busqué el encendedor en los infinitos bolsillos de mi chaqueta, en esto estaba cuando de pronto, surgido desde la nada, apareció ante mi rostro un fósforo encendido. ―Fuego patroncito ―me dijo el desconocido, acercando servilmente su fósforo encendido a mi cigarrillo. ―Gracias ―atiné a decir con un dejo de desconfianza. ―¿De carrete el patrón? Insistió el desconocido con la ironía dibujada en su fea cara. ―¡No! ―me apresure a contestar―, lo que pasa es que se me fue la hora sin darme cuenta y estoy ubicando un taxi ―mentí descaradamente. ―Entiendo ―dijo él―. Con todo respeto, patrón, me convidaría un cigarro. ―Lo siento, pero era el último y no sé dónde comprar más. ―Yo sí sé, patrón, ¿quiere que le vaya a comprar? Asentí con la cabeza y busqué dinero en mis bolsillos, con tan mala suerte para mí, que solo encontré un billete de diez mil pesos arrugado y mal oliente. Se lo entregue al desconocido recriminándome para mis adentros lo tonto que era, entregándole el dinero en bandeja a quien ni siquiera sabía el nombre. ―¿De qué marca fuma patrón? ―Da lo mismo ―dije―, lo importante es tener cigarrillos. ―Espéreme, no tardo ―dijo aquel hombrecillo, y salió corriendo dando cabriolas sobre el asfalto húmedo perdiéndose calle abajo. Cagaste por huevón, me dije a mi mismo, y me volví nuevamente para observar el letrero de neón que producía en mí una especie de hipnosis consciente. Agudicé el oído un poco y sentí las risas frescas de mujeres al interior del local, hurgué en mi billetera para ver cuánto dinero me quedaba para sumergirme en ese antro de sexo, alcohol y tabaco. Comprobé con alegría que aún me quedaba dinero como para un
par de tragos y que la tarjeta de crédito dorada me sacaba la lengua desde uno de los compartimientos de la billetera. Me excitaba de sobre manera la idea de estar entre tantas muchachas ávidas de sexo y dinero, pero a la vez sentía un pánico terrible de no saber cómo manejarme en un lugar así. ―Misión cumplida jefe ―me sobresalté y quedé perplejo, el hombrecillo estaba frente a mí alargándome la cajetilla de cigarrillos y el vuelto de las diez lucas. Recriminándome para mis adentros lo injusto que había sido con aquel pobre diablo, me deshice en atenciones ofreciéndole cigarrillos y dándole una buena propina. ―Yo soy el “Pitilla”, para lo que se le ofrezca jefe. ― “El pitilla”, curioso apodo. A qué te dedicas específicamente ―pregunté. ―Soy cuidador de autos en esta calle, esta cuadra es mía, si anda en auto tráigalo nomás con confianza. ―De acuerdo ―le dije, fingiendo interés. Pero la verdad es que mi interés seguía pegado a las luces de neón. ―Patrón, disculpe, pero si quiere ir donde las chiquillas, vaya no más con confianza, ahí va a encontrar puro filete. El consejo del “Pitilla” terminó con mi indecisión y terminé cruzando el umbral del local de las luces de neón. Empujé las puertas de batientes acolchonadas, para evitar tal vez que la música y las risas de las muchachas salieran al exterior, que por cierto no lograban el objetivo. El gran salón con sillones de eco cuero de color burdeo, y las luces negras impresionaban enormemente al cliente, la música no dejaba de sonar y las hermosas mujeres en diminutas e insinuantes tangas movían sus voluptuosos traseros pasando peligrosamente cerca de los hombres acodados en la enorme barra del bar. Con paso vacilante y ceño fruncido, tanto por el temor como para
agudizar la vista en la semioscuridad, me acerqué a la barra, sentí que todas las miradas se clavaban en mí con curiosidad, quería salir corriendo de allí cuando sentí que me tomaban suavemente del brazo y una voz sensual y susurrante me decía: ―Hola guapo, que te vas a servir. Me di vuelta, y frente a mí estaba una hermosa muchacha de unos veinte y tres años, piel canela, hermosos ojos claros, no muy alta, más bien mediana, encaramada en unos tacones increíbles como de cristal, vestida solamente con un conjunto diminuto de tanga colales de color negro, el cual se veía nítidamente debajo de la gasa transparente que hacía de pareo, la parte superior dejaban a la vista dos hermosos y turgentes pechos que parecían querer reventar el pequeño sostén que con suerte anidaba los erectos pezones como dos fresas maduras, su sonrisa perfecta dejaba en evidencia el cuidado prolijo de sus dientes blanquísimos que se acentuaban aún más al contrastar con el efecto de las luces negras, sus ojos almendrados y sus largas pestañas soñolientas terminaban la imagen perfecta con su pelo castaño semi rizado que caía hasta la mitad de su preciosa espalda desnuda. ―Yo soy Karen ―me dijo―. ¿Y tú? ―Yo soy Juan Pablo ―mentí. ―¡Juan pablo! Qué lindo nombre ―susurró. Y se enfrascó en un interrogatorio que más que chica vip parecía policía de investigaciones, de dónde eres, en qué trabajas, eres casado, etc. Yo contestaba con afirmaciones cortas, sí, no, sin entrar en detalles. ―Eres algo tímido ―me dijo en forma insinuante, rozando mi cuerpo con sus pezones erectos. ―Sí le contesté, sonriendo para mis adentros. Pensé, lobo con piel de cordero. ―Oye, por qué no me invitas un trago, y bailamos para
conocernos más. ―Por supuesto ―dije―. Y antes que terminara la frase apareció delante de nosotros un garzón con una hermosa copa de cristal con Martini, donde flotaba adormilada una verde aceituna. Bebió coquetamente de la copa, mientras me susurraba: ―Bailemos. No alcancé a decir nada y se colgó de mi cuello, con torpeza la cogí por el talle y sentí su cuerpo joven y caliente pegado al mío en un baile suave y sensual. Y bailamos y bailamos, bebíamos y bailábamos, no sé por cuánto tiempo, era como si la noche se hubiera detenido y solo estábamos yo y ella flotando como en una nube de luces de colores. Poco a poco, como en cámara lenta se fue deteniendo el hermoso baile y comencé a sentir lejanamente las risas y murmullos de las otras chicas y parroquianos del lugar, finalmente se detuvo la música, ella me besó suavemente, cogió mi mano y me dijo que nos sentáramos. Nos acomodamos en un raído sillón negro al parecer de cuero o algo similar, cruzó sus hermosas piernas frente a mí y comenzó esta curiosa conversación. ―¿Te puedo preguntar algo? ―Sí, por supuesto ―contesté. ―Has bailado alguna vez con una muerta? ―me preguntó, mientras encendía uno de mis preciados cigarrillos que me había conseguido el “Pitilla”. No pude dejar de sorprenderme con la pregunta. ―¡No! Por supuesto que no ―contesté algo nervioso. ―Já, já, já ―su risa cascabeleó―, no te asustes. Mira, lo que pasa que ha nosotras las mujeres de la noche nos llaman las muertas. ―¿Cómo así? ―pregunté intrigado. ―Así es, querido amigo ―continuó ella―, nosotras no existimos para el común de la gente, en el día dormimos y solo comenzamos a
vivir cuando cae la noche igual que los vampiros; por lo tanto, para la sociedad no estamos presentes, estamos muertas. Me quedé pensativo, analizando lo que había dicho y de cierta manera tenía razón. En eso estaba cuando de pronto se abrieron las puertas acolchonadas del local y entraron dos tipos altos al parecer muy conocidos e influyentes, ya que los garzones se desasían en reverencias y la propia regenta, que según creo se llamaba María José, dejó su preciada caja para salir a recibirlos con besos y cariños. Según lo que puede apreciar, a pesar de mi borrachera y las luces encandilantes, uno de ellos era uniformado, ya que en algún momento destellaron sobre sus hombros unos galones con estrellas. Mi hermosa acompañante se puso rápidamente de pie y algo nerviosa me susurró al oído: ―Te debo dejar, amor, llegó mi dueño ―y desapareció como por arte de magia. Me quedé solo con mi copa, como aturdido. Ellos, los recién llegados, entraron a una dependencia anexa a la pista de baile principal, por la elegancia que se podía apreciar era el salón vip, según me informó un garzón un poco más tarde. Mientras encendía otro cigarrillo otra copa llegó hasta mis manos, yo no la había pedido, levanté la mirada y la regenta María José, me guiño un ojo diciendo: ―Atención de la casa, señor. Agradecí con la mejor de mis sonrisas, pero la verdad es que seguía como aturdido, un poco por las emociones vividas y otro tanto por el alcohol que había ingerido. Me puse a observar mientras bebía mi copa, cómo las otras chicas del salón atendían a sus clientes con esmero y sensualidad haciéndoles sentirse como en el paraíso. Son todas muy bellas estas muertas, pensé para mis adentros. Volví a mirar como disimulando hacia el salón vip, y pude
apreciar la hermosa silueta de mi bella Karen, levantando la copa y besando al uniformado con mucho entusiasmo, así pasó no sé cuánto tiempo entre la música estridente y las sonoras carcajadas de las chicas del salón de baile. De pronto, se recortó bajo el dintel de la puerta del vip la figura imponente del uniformado, llevando de la mano a mi chica hacia la puerta de salida del local, al pasar junto a mí ella me dirigió una mirada coqueta y de complicidad como diciendo espérame ya vuelvo. ―Se fue con su capitán ―me susurro al oído un chica de color que estaba fumando cerca mío en la barra. ―Sí ―contesté―, pero volverá, te lo aseguro. La chica solo sonrió y no me prestó más atención. Seguí allí acodado en la barra del bar como un idiota bebiendo y fumando, esperando y esperando, pero ella nunca regresó. ―Señor, es hora de marchar, ya vamos a cerrar el local ―me dijo con mucha amabilidad el garzón con pinta de gay. No contesté nada, solo me dirigí con paso vacilante a la acolchada puerta de salida. Al salir sentí de lleno en la cara el aire frío de la madrugada, como una bofetada salvaje que salía de la nada, es lo último que recuerdo de esa noche mágica. Desperté sobresaltado con el golpeteo de unos dedos mugrosos sobre el parabrisas de mi auto, empañado por el rocío de la mañana. Era mi amigo “El Pitilla”, que hacía lo imposible por despertarme. ―Patrón, Patrón, ya despierte que tenemos que “virar” ―me decía. ―Ya, ya desperté, no hagas más escándalo ―le reprimí. ―¿Qué pasó Pitilla? ―le pregunté cínicamente. ―¿Qué pasó?, la preguntita jefe. Se le pasó la mano con los copetes pó, anoche me costó más que la cresta meterlo al auto para
que durmiera un poco. ―Pucha, lo siento amigo, no volverá a suceder. ―No importa, jefe ―dijo el Pitilla―, para eso estoy yo, pos para cuidarlo. Le entregué una mísera propina a mi amigo y me puse en marcha hacia mi amado Valle de Elqui. La cabeza parecía que me iba a estallar, tenía la boca seca y una sensación de mal estar que no la puedo describir. Pero bueno, nadie me había obligado a pegarme esa borrachera. Al día siguiente, ya recuperado y lúcido paseaba por Vicuña, cuando siento la voz inconfundible como trueno del “Curco” que vociferaba: ―El Díaaaaaaaa, Diariooooo, Kino, Kino… Le compré un diario regional, y me quedé helado con este titular: “ENCUENTRAN HERMOSA MUJER MUERTA DE UN BALAZO EN LA CABEZA EN LAS RIVERAS DEL RÍO ELQUI EN LA SERENA”. En la foto de portada, un cuerpo sin vida tapado con una lona de color azul, y en el recuadro la fotografía de Karen mi hermosa bailarina.
RODRÍGUEZ DEL REY, MÓNICA Paso del rey, Buenos Aires, Argentina
Despertar en el paraíso Paraíso: término con que la Biblia designa a la patria originaria del género humano o el Génesis como la vida en un jardín placentero. Es un punto de partida, germen y promesa. También cualquier sitio ameno o cosa deliciosa. En cierto modo, la historia que relataré es una conjunción de todo ello. Ida, un ama de casa que transitaba ya la cuarta década de su vida, si bien no protagonizaba un cuento de hadas, tampoco tenía motivos para quejarse. Mario, su marido, era un buen hombre; Daniela y Celeste, las hijas de veintidós y diecinueve años estudiaban y, más allá de sus recurrentes entradas y salidas o sus amigos que invadían el hogar, no daban demasiadas preocupaciones. La familia se desenvolvía de manera “prolijita”, si se quiere. Pero… Sucedió que una mañana, Ida despertó con la sensación que nunca había hecho nada por ella misma y que no debía dejar pasar ese momento. Con algunos ahorros metódicamente conseguidos con la finalidad de renovar cortinados, se dirigió a una agencia de viajes cercana a su domicilio. La exigua cifra acumulada, solo alcanzó para una semana en Villa Carlos Paz. Ese destino u otro no tenían más razón que la de escapar fugazmente de la rutina. Enteramente convencida de lograrlo, esa misma noche sorprendió al clan con la
determinación instándolos a arreglarse como pudieran. Para finalizar, se negó a que fueran a despedirla evitando, de ese modo, la culpa por dejarlos. Acostumbrada a preparar con una quincena de anticipación el veraneo familiar, en donde también se incluían el hámster de Celeste y el novio de Daniela (en ese orden), armó la mañana siguiente un bolso de viaje con pocas prendas y muchas expectativas. Disfrutó por anticipado de esas mini vacaciones en soledad, proponiéndose contrariar todo lo que consideraba “normal”. Nada de horarios, ni teléfono celular, ni hábitos. Se ubicó en el piso superior del ómnibus con las piernas extendidas y los walkman susurrándole en sus oídos. Comparó la comodidad y despreocupación de ese momento, con el apretujamiento en el auto familiar, los insultos del marido en la autovía dos rumbo al mar y el incesante parloteo de sus hijas. Totalmente relajada, contempló el atardecer fascinada. Hasta se animó, en un parador de Reconquista, a tomar una lata de cerveza acompañando el sándwich. Satisfecha por la genial idea que comenzaba a cobrar forma, se adormeció mientras el camino serpenteante indicaba la proximidad del final del viaje. La Villa con sus luces rodeando el lago, dio la bienvenida, en tanto Sebastián, el coordinador, se aprestaba a descender en la entrada del Hotel Colonial del Cerro. La calidez del recibimiento, el menú preparado y el clima festivo creado en torno, impregnaron en su voz el tono justo para que Mario y las chicas se alegraran ante la llamada telefónica que les hizo apenas llegada al hotel y coincidieron en la acertada decisión. Su primera noche en soledad, estaba por comenzar. Ida se duchó y, envuelta en una toalla, se tiró en la cama boca arriba. El hecho de no compartir la habitación, le permitió fumar y mirar televisión hasta las tres de la madrugada; tampoco escuchar las quejas del marido
por el humo o por el sonido que no le permitía dormir. A la mañana siguiente, la fragancia a café y tostadas inundaba los cuartos. Pocos minutos después, el bar de la planta baja se había convertido en una bulliciosa cita de turistas dispuestos a disfrutar a pleno del soleado día que comenzaba. Las bocinas de tres camionetas con pasajeros de otros residenciales estacionadas en los jardines del Colonial, apuraron los preparativos para la excursión promocionada la noche anterior durante la cena. Ida ni siquiera escuchó hacia donde se dirigían, pero el deseo de no perderse la oportunidad de conocer sitios bellos pudo más. Entre los comentarios de los guías (uno por cada vehículo), un nombre mencionado por ellos llamó su atención: El Paraíso. Ya ubicada en el asiento saso, captó que el viaje que comenzaba era hacia un museo y no un recreo sobre el Lago San Roque o el Río Cosquín como ella suponía. Unos muebles vetustos, un poco de olor a humedad y algunos cuadros o vitrinas con polvo, de ninguna manera tornarían aburrido el paseo. Su cámara fotográfica registraba la belleza del paisaje con avidez. Al pasar por Bialet Massé, se le ocurrió un pueblo encantado y pensó que Mario debía conocerlo. La realidad le indicaba que, quizás la experiencia de viajar sola no volvería a repetirse. Intentaba retener cada instante como irrepetible. Con fondo musical una melodía cuartetera, las voces de los pasajeros se mezclaban entusiasmadas. Algo escuchó referido a libros, así que interpretó con rapidez la pregunta de su compañera de asiento: —¿Te gusta Mujica, querida? —Está entre mis preferencias…—contestó sin saber a quién se refería. —Coincido. ¿Qué es lo que más te impactó de su maravillosa obra? —¡Toda!
—Confieso que las historias de Misteriosa Buenos Aires, me atraparon. —¿A quién no? —Conocer El Paraíso es un sueño largamente esperado por mí. ¿Cómo te lo imaginás? —No quiero pensar en él. ¡Deseo que me sorprenda! Ida se inclinó sobre el respaldo, entrecerrando los ojos. Había salido airosa de esa breve conversación y no podía cometer algún error producto de su ignorancia. ¿Cómo explicar que ella pertenecía a esa alarmante mayoría de argentinos que, según las encuestas, leía tan sólo un libro al año? Si el sitio adonde se dirigían tenía algo que ver con un escritor, fingiría conocer su obra de cabo a rabo, aprobando todo cuanto se presentara a sus ojos como sabido. La caravana abandonó la Ruta 38 para recorrer una calle sinuosa de tierra que avanzaba entre una fuga de álamos plateados. Por fin se detuvieron frente a un portal que, flanqueado por añosos robles, constituía la entrada a El Paraíso. Las hojas doradas crujían bajo las pisadas de los atónitos turistas. Ida no pudo sustraerse al encantamiento y, muda de asombro, contempló el entorno. Era, sin dudas, el lugar soñado. La quietud y el silencio, sólo interrumpidos por el revolotear de pájaros en los pinares o el balanceo de ramas con la brisa, inundaron su alma. Una paz jamás imaginada la envolvió. Si tuviese que regresar a Córdoba, la Hostería Cruz Chica, situada frente al museo, sería el sitio que elegiría. Sus ventanas cerradas y la ausencia de movimiento indicaban que sólo albergaba turistas en temporada veraniega. El numeroso grupo de visitantes, recorrió el sendero que conducía a un hall con un bar rústico. Desde la recepción, a unos pasos de allí, fotos, poemas y dibujos pertenecientes a Manuel Mujica Láinez actuaban cual perfectos anfitriones que invitaban a sumergirse en su mágico mundo. Ida recorría fascinada todo cuanto se presentaba a
sus ojos… Ante la vitrina que mostraba las tapas de la producción literaria del creado de Aquí vivieron, se asombró por la fecundidad e ingenio, al tiempo que lamentaba desconocer el encanto de la lectura. Algo estaba sucediendo en ella. Se propuso descubrir, página a página, los secretos ocultos tras esos títulos. No esperaría el regreso a Buenos Aires para convertirse en ávida lectora. Sin saber exactamente por qué, presentía que ese viaje daría un giro a su rutinaria vida. Salieron por una puerta trasera nuevamente al aire fresco que rozaba la piel haciéndola vibrar cual si fueran caricias celestiales. Un caminito de piedras recortado sobre el césped guiaba hacia la misma entrada de lo que fue la vivienda familiar del escritor. A un costado, al pie de sendos árboles, dos lápidas indicaban que allí descansaban los restos de Cecil y Balzac. ¡Qué horror! Con esos nombres bien pudieron ser hijos, parientes o allegados sepultados ahí nomás como para no olvidar que yacen muertos. La estupefacción dio paso de inmediato a la ternura, al escuchar la explicación del guía: —Cecil y Balzac fueron lo que hoy llamaríamos mascotas, esos animales domésticos que comparten la vida familiar como un integrante más y gozan de afecto y atenciones. Gato y perro —dijo señalando sus tumbas— habitaron este paraíso y, al finalizar sus días, quedaron definitivamente en él. Mientras admiraban la estatua de Aquiles que actuaba cual centinela de la entrada, dividieron al numeroso contingente para que pudieran desplazarse con fluidez y fuera posible escuchar con claridad los comentarios de los guías. El solo hecho de atravesar la puerta de ingreso, dejó boquiabiertos a los visitantes. Nadie pudo sustraerse a la admiración al contemplar, a la izquierda, el imponente juego de sillones de terciopelo frente a una chimenea. Obligaba a pensar que la
inspiración del autor surgiría a borbotones, ante el crepitar de los leños enmarcados en el paisaje que se escurría por el ventanal. Parecía una enorme paleta de esmeraldas y ocres que rodaba zigzagueante entre rayos de sol que se filtraban indiscretos. A la derecha, un soberbio comedor francés pasaba casi inadvertido ante la imponencia de un tapiz con un escarabajo que cubría gran parte de la parte de la pared lateral. ¿Y qué decir de la mesita con ceniceros miniaturas que representaban a los pecados capitales? Al menos el primer tramo, lo constituía una magnífica conjunción de religiosidad y esoterismo que se repetiría a lo largo del recorrido. Ida no salía de su asombro. Palpitaba de ganas por retenerlo todo; más la prohibición del uso de filmadoras y cámaras para no deteriorar el material con sus flashes, se reiteraba a cada paso. Fiel a la rebeldía que se propuso desde el inicio del viaje, pergeñó la manera de cumplir con su propósito. Mientras recorría un pasillo que desembocaba en el gran comedor, encontró la fórmula: se escondería en algún rincón hasta que el grupo finalizara su itinerario. En los minutos que separaban la salida de uno con el ingreso del siguiente, aprovecharía para tomar las fotos deseadas. Para agilizar su cometido, fue marcando mentalmente el trayecto. En el salón ajedrezado, ése que convocaba invitados sólo en dos ocasiones al año (para el cumpleaños del escritor y para carnaval), se maravilló ante la increíble cantidad de retratos pertenecientes a los antepasados. Desde la diversidad de sus rangos (intelectuales, políticos, religiosos, militares), se disputaban sitios de privilegio en la frondosidad del árbol genealógico sin desconocer que, destacados e ilustres, debían posicionarse detrás de Ana, la esposa, Felisa y Lucía, la madre y la suegra, quienes ocupaban las preferencias del autor. Ida imaginó ver su retrato entre los de ellas y sonrió susurrándoles: “Esperen unos minutos, ya regreso con ustedes”. El fascinante recorrido prosiguió en el escritorio adonde se
llegaba ascendiendo por una angosta escalera de madera. El asombro de la mujer no claudicaba. De pie, frente al ventanal que iluminó tantos días y noches de febril inspiración, creyó escuchar el teclear de la antigua máquina de escribir. Ese sonido despertó mágicamente sus sentidos… Cuando el grupo comenzaba ya el descenso, Ida intuyó que el momento de ocultarse no podía extenderse por más tiempo. El amplio portal jade con el árbol de la vida de increíble belleza, marcaba el final del itinerario. Mientras el grupo lo observaba, la solitaria visitante detectó el hueco que, tras una columna, escondía un azulejo blanco con una graciosa figura de hombre de color azul. Se acercó con sigilo y, con el dedo índice en cruz sobre los labios, imploró silencio sonriendo con ingenua malicia. De a poco, voces y cuerpos fueron desapareciendo. Ida, aún desbordada por la impaciencia, prefirió esperar asegurándose que nadie impediría su ansiado raid fotográfico. Tantas veces observó, desde su oculto refugio al extraño personaje azulado, que podría reconocerlo entre cientos de siluetas similares. Hasta le guiño un ojo con lo cual sellaba una complicidad nunca imaginada. Le contó en susurros su plan y hubiese jurado que el diminuto ser aprobaba la estrategia. El silencio era total. Ida estimó conveniente comenzar por la planta baja y continuar con la alta. De ese modo, había tiempo suficiente para que el último grupo de turistas ingresara uniéndose a el hacia el final del recorrido… La imagen de la piedra que tallaba en perfecta armonía las tapas de los libros del escritor, marcó el inicio de su periplo. El disparador de su cámara actuaba sin tregua. En cada flash, la viajera experimentaba el placer del objeto logrado. Ascendió al primer piso y, mientras buscaba el plano para enfocar el sitio de privilegio constituido por el escritorio, la máquina de escribir y Balzac acompañando desde el ventanal la inventiva de su
dueño, divisó algo que la paralizó: las camionetas que los habían trasladado hasta allí, se alejaban dejando tras de sí una estela polvorienta que se esparcía entre los árboles. Obviamente, no iban vacías. Desesperada, se lanzó escalera abajo. Comprobó que puertas y ventanas se hallaban cerradas con llaves y candados. ¿Cómo se fueron sin ella? ¿Ninguno de los guías se percató que regresaban con un asiento vacío? Gritó pidiendo ayuda…, mas, ¿quién la escucharía? La recepción y el portón de entrada, también estaban cerrados. La Hostería Cruz Chica, el vecino más cercano en el despoblado paraje, mostraba, impávido, una quietud atemorizante. En la era de las comunicaciones, no resultaba creíble desconectarse del mundo tan sólo por capricho. Intentó tranquilizarse pensando que, apenas advirtieran su ausencia, retornarían por ella. Ignoraba que una empleada del museo, finalizada ya su jornada, ocupó su sitio para regresar a la Villa. El sol se recostó tras la sierra; en tanto, las sombras, se adueñaban del lugar. El colorido de los tapices, se tornó gris. No podía reclamar: había quedado atrapada en su propia trampa. La noche se cerró. Apenas la luz del encendedor alumbraba su soledad. Vencida, se reclinó en la puerta por donde había ingresado horas antes. En penumbras, descubrió una silla griega. Al fijar sus ojos en los siete ceniceros, la soberbia estalló en una carcajada ubicándose en el centro de la mesa… Esto no era lo que había soñado. Si escapar de la rutina, sólo por unos días, significaba una pesadilla, hubiese preferido estar en su casa preparando la cena y escuchar la radio que su marido ponía a todo volumen mientras trabajaba en la carpintería del fondo. Este silencio, ensordecía más que la sierra o el martillo. Llevó una mano hacia atrás tocando el picaporte que, por un milagro, podría devolverla al patio exterior. Con sorpresa,
comprobó que la forma se asemejaba más a un mango curvo de bastón que a una manija y, en vez de bronce, su textura era infinitamente más suave (¿marfil?). Sin proponérselo, deslizó la mano sobre él. Este, con soltura, le empujó la espalda indicándole que echara a andar, un halo de misterio y de confianza, la hizo obedecer. Con paso firme, a pesar de la oscuridad, la solitaria visitante avanzó cual si ese sitio fuese hartamente conocido y familiar. Ingresó en el salón de piso ajedrezado, justo en el instante en que se iniciaba el baile de máscaras. No pudo sustraerse del galanteo de Marcelo Torcuato quien, haciendo caso omiso de los celos de Regina, demostraba que las infidelidades en que incurría de manera reiterada, seguirían persistiendo en esa relación a la cual, la otrora cantante lírica, se había entregado a pleno. Con Ida, la Pacini podía estar tranquila; jamás traicionaría al simple Mario. Con un suave contoneo atravesó el escenario del festejo ante la arrogante Victoria y el parloteo de China. Un caballero de antifaz, se aproximó peligrosamente a la intrusa provocando su huida hacia el piso superior. Jadeante, la mujer se detuvo ante el escritorio de roble. Por descuido, rozó una tecla de la vetusta máquina, ya sin las manos que la movilizaron. Pequeñas estrellas multicolores se esparcieron quedando algunas suspendidas en el techo, con lo que irradiaban una mágica y fulgurante luz. Ida, exhausta, se dejó caer en el lecho. Nunca imaginó adormecerse con su cabeza apoyada en un respaldar de bronce, como tampoco que los ronquidos de Mario mutarían por el suave aliento del espectro de Mujica… No existía otra opción: o trataba de relajarse o enloquecería. El frío de la noche serrana hizo temblar su cuerpo. De pronto, sus pies se entibiaron; Balzac se había acurrucado sobre ellos y ronroneaba melosamente, al tiempo al
tiempo que las siete chimeneas estallaban en cálido crujir de leños. Pero…, ¿qué ocurría mientras tanto en el Hotel Colonial del Cerro? Sebastián notó, casi al final de la cena, que en la mesa donde debía sentarse Ida, su lugar se hallaba vacío. El conserje dijo que las llaves de su pieza ocupaban el tablero desde la mañana temprano, cuando el contingente partía para la excursión. Disimulando el nerviosismo, el coordinador recorrió el salón comedor preguntando: —¿Han visto a la señora de la Habitación Nº 16, Ida Morales? —¡No! —fue la respuesta unánime. —¿Recuerdan haber estado con ella en algunos de los sitios que visitamos? — insistió —Iba delante de mí cuando caminamos por la primera escalera— afirmó una mujer. —¿Está segura? —Sí, sí! Me llamó la atención cómo se asomaba por el hueco. —¿Y después? —requirió desesperado —Imposible recordar si la volví a ver... ¿Pasó algo con ella? —No. ¿Alguien más puede aportar datos? Viajaba sola y subió en Liniers… Llevaba una campera roja. —Yo ni siquiera la ubico —murmuró un hombre. —En el viaje hacia Cruz Chica, comentó que le gustaba leer— agregó con timidez su compañera de asiento. —¿Y durante el regreso de ahí? —No sé. Yo volví en otra camioneta. Aunque nadie hizo comentarios, el gesto de Sebastián provocó el cruce de las miradas presintiendo lo peor. En cuestión de segundos, la algarabía de los comensales se transformó en abrumador silencio. Los pensamientos giraban en torno de la desaparición de Ida. Pero el clima se volvió tenso cuando interrumpieron la música solicitando a la señora Morales pues tenía una comunicación telefónica desde Buenos Aires. El coordinador atravesó velozmente el salón e indicó
al recepcionista que respondiera que el contingente aún no había regresado de un paseo y que, cuando lo hicieran, le informaría a Ida. Algunos turistas comenzaron a retirarse cabizbajos sin esperar el postre. Las luces se apagaron. En una recorrida por los pasillos, no se escuchaban radios ni televisores. Las conversaciones a media voz se centraban en la misteriosa ausencia. Sebastián era preso del desconcierto. En su segundo viaje, no se atrevía a llamar a la agencia que lo contrató para pedir orientación en tan difícil trance. Un hecho de estas características, además de motivar su inmediato despido, lo haría aparecer en las crónicas policiales como implicado. Lo mismo opinaban sus colegas que compartieron la desafortunada salida. Los de mayor experiencia, recordaban que la aparición del cuerpo mutilado de una mujer en el Dique Los Molinos, algunos años atrás, había provocado una merma considerable de turistas por varias temporadas… La espera se tornó tensa. El mutismo reinante acrecentó el desasosiego. El conserje y el personal de seguridad, tenían orden de avisar de inmediato, cualquier novedad. Había comenzado a despuntar el día y, tras la sierra, las hebras doradas de febo se escabullían entre los espinillos. A kilómetros del Colonial del Cerro, Ida despertó por la claridad que atravesaba los cristales junto al escritorio del literato. Se sorprendió por la placidez con que había descansado; más aún cuando desperezándose, vio que en fila, manos de distintos tamaños y texturas marchaban ordenadamente a ocupar sus sitios en la pared del baño contiguo. ¿Habrían estado junto a ella prodigándole masajes? Balzac se aseaba recostado en la Remington. Con su cola, hacía malabares con un lápiz de color azul… ¿Soñaba todavía o estas mágicas visiones que se presentaban ante ella con total verosimilitud, eran indicios de que su vida daría un maravilloso giro? Un ladrido quimérico proveniente del jardín acabó por indicarle que ese sitio era lo más parecido al
paraíso y, si ella fue la única del numeroso contingente que quedó olvidada allí, no era por azar. Había permanecido sola sin sentir temor, hambre o frío. Una paz desconocida la invadió iluminando su mirada, ¿Cómo explicaría esto? Descendió a la planta baja y la recorrió saludando a los retratos con una sonrisa. Se asomó al ventanal cercano a la entrada. Vio que dos empleados de mantenimiento caminaban en dirección a la vivienda convertida en museo, en donde había transcurrido la noche más alucinante de su existencia. En cuanto escuchó el cerrojo de la puerta de entrada, se ocultó. Apenas se alejaron los pasos, aprovechó para huir, no sin antes de despedirse del hombrecito azul con un beso. El fresco aire matinal le permitió recorrer con rapidez el trayecto que la separaba de la ruta 38. Allí esperó un ómnibus y, una hora después, divisaba la silueta de Villa Carlos Paz. Ida ingresó vacilante al hall del hotel. Las murmuraciones de pasajeros y empleados, le indicaron que su proceder había concitado la preocupación general. Sebastián fue avisado de inmediato y llegó a su encuentro jadeante: —¿Dónde estuvo, señora, qué le pasó? —En la Feria de Artesanos encontré un amigo a quien hacía años que no veía y…—excusó. —¡Me hubiese avisado! —Pensaba reunirme con el grupo enseguida. Nos pusimos a conversar y…, las horas volaron. Terminamos cenando cerca del casino… —Por favor, no se imagina la intranquilidad que vivimos por usted —protestó el coordinador alejándose para no insultarla. —Disculpe…—susurró Ida. Quienes presenciaron la conversación, sacaron sus propias conclusiones.
—¡Esta viene de trampa! —comentó una mujer a su acompañante. —Ja, ja, un amigo…—contestó la otra con sonrisa maliciosa. Los días restantes siguieron su curso tal como estaba previsto pero, lo ocurrido, había modificado actitudes: los compañeros de viaje observaban a la señora Morales con recelos, mientras que Sebastián no le perdía pisada ni en las excursiones como tampoco en el hotel. A ella todo eso no le importaba. Ese viaje había superado sus expectativas y lo que vivió la posicionaba como a una elegida. Transcurrieron casi cuatro años desde aquel suceso. Son las veinte horas de una fría noche de junio. El salón del Consejo Deliberante se encuentra colmado de autoridades y público. Ida, sentada en primera fila y vestida para la ocasión, aprieta la mano de Mario. Él ha cerrado su carpintería más temprano y luce impecable con su único traje. Daniela embarazada y con su inseparable novio, sonríe con orgullo. Lástima que Celeste, ya licenciada en Ciencias de la Comunicación, reside becada en Estados Unidos. Los primeros acordes del Himno Nacional imponen un emocionado silencio. Ida, de pie, siente un temblor en el cuerpo. Se le quiebra la voz. De inmediato, baja su mirada y un gato frota su pelaje en sus zapatos plateados (¿Balzac?). Esta noche le trae, a cada instante, el recuerdo de aquella otra mágica y lejana. Al escuchar su nombre, desconoce hasta la voz de la locutora. ¿Le está ocurriendo a ella, aquí y ahora? Le cuesta incorporarse. Una punta de marfil la empuja suavemente hacia los peldaños que conducen al escenario en donde recibirá el Primer Premio del Certamen Nacional para Autores Noveles. Con mano temblorosa acaricia el diploma y mientras le colocan la medalla, inclina su cabeza y musita: “Gracias, Manucho”.
ROMÁN, EUGENIA ELIZABETH Tunuyán, Mendoza, Argentina
Leer los clásicos Las historias que no tienen derroches desde tiempos remotos ya se cuentan. En Romeo y Julieta se presentan esas búsquedas de amor sin reproches. Scheherazade en Las mil y una noches con su mágica lengua que reinventa y su vida salvar es lo que cuenta. Del vestido de Yocasta son los broches con los que Edipo apaga su presente. Desde Drácula, las sangre y vampiros que suspenso y terror el lector siente. El leer es revivir múltiples giros, del Quijote su locura vigente, más escenas que desgarran suspiros.
ROQUIER, MARÍA ELENA Las Rabonas, Córdoba, Argentina
El ritual La noche temblorosa hacía mover las manchas sobre la pared. Las cortinas tomaban formas fantasmales, largas y amenazantes. Los ojos de la niña entre las sábanas seguían con temor la figura que en silencio caminaba hacia la cocina. Todas las noches se repetía el ritual. La mujer abría el cajón de los cubiertos, sacaba todos los cuchillos y uno a uno les acariciaba el filo detenidamente… Luego los colocaba sobre un repasador tendido sobre la mesa y los envolvía con sumo cuidado para no provocar ningún sonido. Ataba el paquete, se subía a una silla y lo escondía en la parte más alta del aparador. La niña no podía entender ese comportamiento… y el temor quedaba suspendido y flotando contra la puerta entornada de la cocina. El reloj de pared anunciando las doce de la noche la hizo regresar en puntas de pie a su camita, temblando y apretando un sollozo aterrado. Metió la cabecita debajo de la almohada, se abrazó con fuerza a su muñeca de trapo y ovilló su cuerpecito entre las frazadas. Hacía mucho frío y la noche seguía proyectando sus figuras fantasmales que se movían con gestos burlones y despiadados. La niña tenía miedo…, mucho miedo…, porque esa mujer era su madre.
ROSSINI, CLEMENTINA JOSEFA Santa Rosa, La Pampa, Argentina
Rebeldías secretas Llegan las voces a deshojar la noche, el sueño escapa y el aire que suelta lamentos arcanos y algún testimonio. Los grises me avisan que se acaba el tiempo y enmudecen los pájaros, murmullos y arpegios. Pero quiero todavía sentir esa esencia erguirse a la diestra y aliarse a la mía. Gustar de los besos y soltar las risas que estaban colgadas de cornisas en ruina. Sensitivo atributo liberando las ansias, inconsciencia que sorprende al poeta, es agridulce saliva y anhelos que vuelan. ¿Por qué los ahogos si la luna en creciente y un ancho estuario recorren las venas? Me busco y me guardo del tiempo y la hoguera y mis uñas desgarran presentes inquietos cuando las llamas alucinan con antiguas creencias. El sudor se descuelga, arrastra devaneos de otras vivencias. Embriones, remanentes
de siglos superados, vuelan con letras de imprenta. ¿Por qué tanto atropello buscando respuestas si agonizo en rebeldías que mueren secretas?
ROSSO, RAQUEL OLGA Las Parejas, Santa Fe, Argentina
Mensaje Estaba en soledad, añoraba su abrazo, sus besos húmedos como desliz de miel. Salió al jardín, el aroma de las azaleas obnubiló su olfato. Un colibrí azul tornasolado revoloteó las flores rojas, bebió de una y suspendido frente a la mujer transmitió el mensaje. Ella besó la flor.
Las hojas sin dueño
“Todas las hojas son del viento” lo dice el Flaco en su canción disiento porque imagino no todas vuelan raudamente caen al suelo, se mimetizan enriquecen la tierra, su labor.
El viento sopla donde quiere se escucha su voz no sabemos de dónde viene ni hacia dónde va. Hay hojas verdes perdurables esmeralda de la fronda fotosíntesis de la vida sombra aroma fresco verdor. Otras hojas son recuerdos guardan secretos, tesoros escondidos, sabiduría en eternidad misivas irrenunciables palabras de secreto amor, garabatos infantiles, fórmulas, conceptos que se renuevan, verdades en silencio. Muchas hojas alimentan, son bálsamo sanador, a todas el viento sacude, las azota las derriba sin ser dueño no las retiene, las libera a su destino bajo el sol, las entretuvo un rato tal vez ni las conoció.
RUIZ KRÖEGER, ADRIANA Villa Rivera Indarte, Córdoba, Argentina
Al final de la calle Donde la calle se termina, estaba lo prohibido, amenazas y castigos, para los que desobedecieran. Yo nací en esa calle, viví allí y desobedecí, y hoy sufro las consecuencias. Mi niñez transcurría feliz, hasta el día fatídico. Ese día, amaneció frío y con llovizna, fingí dormir, esperé escuchar el ruido de la puerta, que indicaba la salida de mamá a realizar las compras. Esperé unos segundos, que se hicieron eternos, cuando la puerta se cerró, salté de la cama y sin tomar el desayuno salí a la vereda, con el propósito de agregar un cómplice al plan. Anoche, mentalicé cada movimiento, me preparé para lo imprevisto, para lo peor. Dormí poco, con sobresaltos y pesadillas, y un sudor frío cada vez que despertaba. Ya afuera, el tiempo corría y nadie a la vista para sumarlo. En medio de temores, decidí partir antes de que todo se frustrara. Con la mente vacía, llegué al final de la calle, una frondosa vegetación ocultaba el ingreso. Escalé el portón y sentí el frío del hierro, desde arriba, divisé el vetusto caserón encerrado entre muros. En las galerías, figuras con hábitos oscuros, se movían en un ajetreo sin pausa. En un ataque de inconciencia, me deslicé por la enredadera que me depositó en el suelo. Desde ese lugar de observación, esperé, temí que la agitación
me delatara. No sé cuánto tiempo permanecí agazapado, y cuando el silencio invadió el lugar, una calma espesa me decidió a continuar. Salí del escondite y sentí temor, pensé desistir, ¡ojalá lo hubiera hecho!, pero seguí, había decidido mi destino, sin marcha atrás. Desde la fachada, puertas iguales invitaban a entrar, abrí una por una, comprobé que no llevaban a ninguna parte, con desesperación, giré para huir, apoyé las manos en el muro para no caer y este cedió, dando paso a una bocanada de aire que me hizo trastabillar, de golpe, me encontré parado en un inmenso salón con paredes espejadas, la luz era escasa, ingresaba por perforaciones que iluminaban mi cuerpo y refractaban en los espejos. El juego lumínico apresuraba la marcha en un caminar de autómata. A esta altura de los acontecimientos, quería develar el misterio a costa de mi vida si fuera necesario. En ese tramo, el salón se estrechaba, ingresando a un pasadizo angosto que parecía no tener fin, allí la luz era intensa, cubrí los ojos con las manos, no sé precisar cuánto avancé, abruptamente, el pasillo se interrumpía y culminaba en un tobogán, caí pesadamente en una viscosidad que me impedía incorporarme, cuando logré llegar a la orilla, me costó salir, arrastrándome pude hacerlo, ya de pie, incrédulo, vi que pasaban por mi lado, rozándome, los extraños personajes de la entrada, que con túnicas idénticas flotaban, tratando de no ser visto, desde mi lugar observé la escena: de las vestiduras, salían manos descarnadas y de los pies, largos huesos que avanzaban crujiendo, mechones de pelo, colgaban de las capuchas. Con terror, comprobé que me habían descubierto, con sus cuencas vacías me seguían. No sé cómo llegué a la laguna, ni como trepé al tobogán, corrí por el pasillo, ingresé al salón de los espejos, en ellos vi el reflejo de un puñado de huesos que corrían ¡ese era yo! seguí corriendo perseguido por voces amenazantes. Temí ser atrapado por dislocadas falanges que rozaban los huesos de mis manos.
¿Habría yo develado algún secreto?... Llegué al jardín sin aliento, subí por la enredadera aferrándome al portón y me descolgué en la calle, que me recibió generosa. La campanilla sonó estridente, di un salto y corrí a mirarme en el espejo, la imagen que me devolvió, logró tranquilizarme…, lo que sí debo confesar, es que aún hoy uso guantes.
SAAVEDRA MURIEDA, ANGÉLICA Montevideo, Uruguay
Mirá cuántos autos que me siguen En memoria de mi nieto Gonzalo.
Todos mis hermanos y los de mi esposo ya son abuelos menos nosotros. No porque seamos jóvenes, ya pasamos los cincuenta; esto es motivo de chanzas en las reuniones familiares, donde nos dicen que queremos hacernos los jóvenes y otras cosas más. Pero, como todo llega, también llegó nuestro primer nieto. ¿Qué se siente?..., difícil de explicar, parece que no puede entrar tanta dicha, tanto amor y ternura en nuestro corazón. Sus papás vivían en casa, casa que se llenó de luz, de risas y de juguetes. Su abuelo que siempre fue camionero, estrenó con él cambiar pañales, dar la mamadera, ayudar en el baño, cosas que nunca hacía con sus hijos, por su trabajo. Era un gusto verlos juntos, además de tener los mismos rasgos, lo que lo llenaba de orgullo, lo que los unía era único.
Pero el tiempo pasó y dejó pañales, se festejaron cumpleaños, llegaron reyes, empezó el colegio y el baby fútbol. Donde iba sembraba cariño con su amplia sonrisa, nunca olvidaba un nombre, por lo tanto, donde te viera te gritaba, ¡hola Fulano!, soy Gonzalo ¿Cómo estás? Yo trabajaba cerca de la casa a la que se mudaron por lo que por lo menos tres veces a la semana, me iba a verlos, a él y se hermanita que vino después. Uno de esos días, cuando llego, encuentro a mi nuera rezongando a Gonzalo, para que guardara sus autos de juguete, que eran muchos por cierto, pues era lo que más le gustaba. Había hecho una fila que ocupaba toda la casa, empezaba en el balcón, pasaba por su cuarto, el pasillo, el comedor, el living y hall de entrada hasta la puerta de calle. Eran casi todos autos chiquitos, pero casi al final estaba una camioneta doble cabina de color verde y por último, un camión, de esos que llevan cemento que son rayados, blanco y celeste. Cuando su mamá, que estaba en la cocina los vio, él le dijo: ¡mirá mamá, cuántos autos que me siguen! Por mi cercanía, cada cosa que pasaba, me llamaban y yo volaba hasta ahí, por eso cuando sonó el teléfono, no me sorprendió la llamada. Hola hijo ¿Qué pasa?... Lo peor que puedas imaginar, Gonzalo se cayó del balcón, está en el C.T.I. Bueno, tranquilo, ya vas a ver, como salimos de esta. ¡Mamá, son tres pisos y él sólo tiene cinco años! Está todo destrozado. Esto pasó el veinte de diciembre y falleció el veinticuatro, ese mismo día lo enterramos. Cuando el cortejo fúnebre iba por Avenida Italia rumbo al parque,
miramos hacia atrás la mamá y yo, la caravana era larga, muy larga, casi al final venía la camioneta de unos amigos, verde de doble cabina, y al final de todo un camión de cemento, de esos que giran, a rayas blancas y celestes. Ella me miró y me dijo: abuela, él me avisó de esto.
Cuando yo me vaya Cuando yo me vaya mis niños les pido no lloren por mí que yo ya he vivido me llevo el recuerdo, de ratos hermosos y todos los besos que siempre nos dimos. Quiero que recuerden lo hermoso que ha sido tenerlos en brazos, que hayan crecido logrando ser grande, en lo que han elegido y darme los nietos para estar conmigo. Me llevo el orgullo del deber cumplido y un gracias enorme por lo recibido cuando me presente ante el Dios supremo serán mis garantes para entrar al cielo. Por eso de nuevo mis niños les pido no lloren por mi cuando yo me haya ido que esto es solo un pasaje a un largo recreo donde en un futuro nos encontraremos.
SÁNCHEZ, ANA MARÍA La Plata, Buenos Aires, Argentina
Polvo blanco El sol amanece despacio, muy lento, y envuelve tus montes, tus ríos, tus selvas, se esparce vehemente sobre tus colores y la luz descubre tu belleza América. Los pájaros trinan en verdes follajes, mientras las montañas sus cascadas vuelcan, voluptuosas formas ofrecen las flores y toda la fauna se nutre en la tierra. A tus pies la luna acuna los sueños, de los hombres pobres que habitan en ella, desangrando el tiempo por bajos salarios, que solo alcanzan para ser miseria. Escondida acecha la bestia de blanco, buscando refugios de muerte y tinieblas, y ofrece babeando dinero a mi gente, a los olvidados de toda mi tierra.
Sus niños descalzos sollozan de hambre y ese polvo blanco augura riqueza, mi gente olvidada le entrega su alma, y la bestia avanza y el poder la orienta. Solloza mi alma cuando te recorro, al ver en peligro toda tu belleza, la mágica América de canto y poesía, de los artesanos que tejen sus telas. A vos yo te ruego hombre americano, que juntos luchemos por salvar la tierra a ti que conoces, sus llanos, sus montes, sus selvas, sus ríos, su mágica esencia. Que surjan colores de América toda y que el polvo blanco no se esparza en ella.
SANTA CRUZ, BEATRIZ Rafaela, Santa Fe, Argentina
Rutina Un día más. Repite su rutina. Desciende hasta la playa. La espuma acaricia los pies desnudos. Penetra en el agua fría y mira el disco rojo que se mete como ella en el mar. La barca partió hace mucho, Espera su regreso. Se interna un poco más y otro poco.
SARLI RODRÍGUEZ, MARÍA OFELIA Montevideo, Uruguay
El asentamiento Nos vinimos a este barrio con mi madre y mis hermanos. Y aquí los conocí: los hermanos Mono-Mono. Por lo menos así los llamaban en este lugar. Alguna gente los quería, pero eran los menos. Casi todos les tenían miedo. Yo nunca les tuve miedo. No se metían conmigo. Se sentaban cerca de mi casa y miraban para abajo, donde hay otros barrios con casas muy grandes. Y a mí me gustaba verlos allí. Ellos tenían cosas que nadie más tenía. ¡Hasta una Tablet que hablaba!, también a veces me prestaban los auriculares grandotes para que escuchara la música en mi Mp3. Y fue así que nos amigamos. Tanto, que empezaron a pedirme que los ayudara. Y yo fui. Total, no tenía más nada que hacer. Me pedían que recogiera unas bolsas con cosas que ellos después escondían entre unos árboles que había atrás del asentamiento. La policía venía a cada rato, pero a ellos nunca les pasó nada. A otros sí, y entonces se iban de allí porque a nadie le gusta que le anden revolviendo las cosas de su casa. Y fue en uno de esos revuelos de la policía, que yo empecé a darme cuenta por qué lo de las bolsas tenía que ser siempre de noche, siempre en la oscuridad. Y no seguí más con ellos. Igual no hubiera podido porque tuve que volver al liceo. Un día vino una de la Intendencia y ahí mi madre me
obligó a ir otra vez y por eso los veía muy poco. Igual supe que al Mono-Mono chico lo habían matado. Y fue en una nochecita que yo estaba sentado afuera, en la puerta de mi casa. Estaba tratando de hacer unos trabajos para la clase de dibujo. Sentado ahí, con una regla, la tabla de dibujo y una lezna para agujerear las hojas que iban en la carpeta. El mayor de los Mono-Mono se me acercó. Por como venía tambaleándose pensé que estaba borracho. Ya de entrada me gritó. Yo seguí con los dibujos. Y ahí se enfureció más; pensó que no lo estaba escuchando. Me dijo que lo mirara y que le contestara si fui yo el que mató a su hermano. También me dijo que él era tan amigo mío como de su hermano y que si el otro me había amenazado o había querido quitarme algo, que estaba bien lo que hice. Pero yo no lo había matado. Se lo dije. Entonces lo miré bien y vi que venía con un palo y que se me acercaba con una cara llena de furia. Me asusté. Dejé la tabla y los dibujos y de un manotazo agarré la lezna. Ya estaba casi encima de mí. Entonces sin demorarme un segundo, le clavé la lezna. Ahí soltó el palo y empezó a temblar y a retorcerse. Lo vi caer, y al mirarle la cara, me dio un poco de lástima. Por eso fue que le volví a clavar la lezna, ahora cerca del corazón. Cayó redondito. Y entonces le conté. Le dije que no fui yo el que mató a su hermano. Que había visto todo desde la puerta de mi casa. Que al viejo aquel ─al que ustedes le robaban hasta los clavos de las puertas ─se ve que se cansó. Él siempre los espantaba disparando al aire, pero esa vez, y desde la azotea (yo lo vi clarito) le disparó derecho a la barriga y el Mono-Mono chico cayó. Tanto fue así, que después vi que venía la cana, y no te puedo contar más porque ahí el que se asustó fui yo y me metí en la casa.
SCHMIDT, OLGA C. Rafaela, Santa Fe, Argentina
La valija roja Estuvo mucho tiempo planificando un viaje a España, donde se encontraban algunos parientes cercanos y a quienes quería visitar. Comenzó a preparar la ropa que llevaría y sabiendo que en aquel país era otoño, dispuso lo que sería necesario. Contaba con algunos bolsos, pero decidió reponer la vieja valija, ya que el viaje era importante. Adquirió una de color rojo, realmente muy bonita y llamativa. Tuvo unas vacaciones estupendas. Sus familiares la acompañaron a muchos lugares, incluyendo algunos países cercanos. Después de la estadía llegó hasta el sitio donde debía tomar el vuelo para regresar. La despedida fue emocionante, sabiendo que quizá pasaría mucho sin que se volvieran a ver. Aunque algunos de ellos habían prometido visitarla en un tiempo cercano. Cuando estuvo en el lugar más próximo al embarque ya se encontraban casi todos los pasajeros, listos para el abordaje. De pronto vio venir hacia el grupo a una mujer, contorneando su cuerpo obeso. Era de estatura mediana, más bien baja. Al mirarla de arriba hacia abajo se detuvo en la valija, sobre la que apoyaba su mano derecha. Era exactamente igual a la suya. Al recuperarlas en el aeropuerto tendrían que tener cuidado de no confundirlas. Aunque todas estaban perfectamente identificadas.
Pasaron por el control, donde se despachan los bultos; ya solo faltaba la orden para ascender al avión. Así lo hicieron cuando se los indicaron y la preocupación por las valijas quedó en el olvido. Disfrutó del despegue. ¡Qué hermosa sensación la que vivía en cada oportunidad que surcaba los aires! Al principio sentía algo de temor, pero con los frecuentes viajes que había realizado, terminó por acostumbrarse. Pronto llegó la noche, y la negrura del exterior sólo instaba a los pasajeros a ver las pantallas que ofrecían alguna programación, leer, o simplemente cerrar los ojos y descansar. Así lo hizo y luego de unas doce horas de vuelo arribaron a tierra firme. Luego vinieron los trámites normales para recuperar el equipaje y abordar un taxi. Cuando estaba en la fila para acceder al vehículo que la llevaría a su hogar, volvió a ver a la mujer de la valija roja. No pudo evitar una mirada hacia ella. La otra también le echó un vistazo a la suya y al cruzarse sus ojos, esbozaron una tenue sonrisa. Arribaron los coches y cada pasajero tomó el que se les ofrecía. Elvira dio la dirección y se apoltronó en el asiento trasero, estaba realmente cansada. A su departamento se llegaba trasponiendo un largo pasillo de entrada, el edificio se encontraba unos metros hacia el interior desde la línea de la vereda. Como vivía sola se había preocupado en tener la mayoría de las seguridades: alarmas, llaves, cerrojos; tanto en la reja que daba a la calle como en la casa. Dejó la valija en la sala, cerca de la puerta. Se deshizo de los bolsos de mano y dándose una ducha se acostó para descansar un rato.
Fue sólo un espacio corto de tiempo, pero suficiente para que se sintiera renovada. El viaje había sido hermoso, pero como siempre sucede, al volver se encuentran muchas cosas por hacer. Entre ellas, deshacer la valija y ordenar todo su contenido. Tomó la manija y arrastró la maleta, cuyas rueditas giraron al desplazarse. Al darla vuelta, y bajo el halo de luz que la iluminaba, de pronto se dio cuenta de que la veía algo rara. ¡Pero no! ¡Era su valija roja! Sin embargo enfocó la vista hacia las obleas que pendían por todos lados. Allí estaban las inscripciones de la empresa de viajes, las que le colocaron en el aeropuerto y… ¡Por supuesto! En el visor transparente su nombre, dirección y teléfono. Pero aunque todo estaba en apariencia correcto, leyó un nombre que no era el suyo: Rosa… y seguían los demás datos. ¡Lo que había temido cuando vio a la otra mujer! ¿Pero cuándo sucedió? ¡Parecía imposible! Sin embargo el nombre desconocido le corroboraba la situación. Observó que tenía colocados dos candados. No habría forma de abrirla, a no ser, violentándola. Pero, ¿Para qué querría abrirla? De sobra sabía que allí encontraría ropa unos cuantos talles más grandes que los que ella usaba. Sin embargo le llamó la atención el peso exagerado que portaba. Debía estar a punto de exceder el límite. ¿Qué traería? ¿Cómo no lo notó antes? Pensó comunicarse al teléfono que allí figuraba, ya que la empresa no se haría cargo, porque la confusión, seguro se produjo cuando esperaban los vehículos en la calle. Como dando respuesta a sus interrogantes sonó el portero eléctrico y al atenderlo escuchó la voz que se identificó como la
señora que tenía la valija igual a la suya. Observando los datos ―le dijo ―decidió llevársela personalmente. La invitó a pasar y ya en el interior intercambiaron algunas palabras de cortesía, mientras cada una tomaba su pertenencia. Al retirarse Rosa, Elvira la acompañó hasta la vereda. Allí la esperaba un automóvil con vidrios polarizados, por lo tanto no pudo ver al chofer. Cerró otra vez su fortaleza y volvió al interior. En el coche esperaban a la mujer dos hombres. Ella ocupó el asiento trasero e introdujo en el habitáculo la valija. Haciendo un esfuerzo para manipular la misma, tomó las llaves y abrió los candados. Los acompañantes habían vuelto sus cabezas hacia atrás y miraban con atención. La mujer accionó el cierre y apareció el contenido que la valija guardaba en su interior. Allí había una cantidad de paquetes, formados con un plástico transparente que custodiaban en su interior muchos billetes de color verde. Los hombres se miraron satisfechos. ―Bien Rosa. ¿Quién podría sospechar de una mujer con un perfil tan bajo como el tuyo? ―Menos mal que a la señora no se le ocurrió abrir la valija ―dijo ella. ―Si, por suerte no tuvimos que hacer el trabajo extra; de haberse enterado tendríamos que actuar… El copiloto acarició con una mano el pasamontañas que descansaba sobre su pierna y con la otra la pistola con silenciador que llevaba a la cintura. ―Vamos. Elvira corrió los cierres de su valija y comenzó a sacar las prendas una por una.
Mi sombra Mi sombra me acompaña desde hace tanto tiempo, silenciosa y humilde, simple mancha en el suelo. Se acoda en las esquinas develando el misterio me invade la existencia, se adhiere a mi cuerpo. Es la eterna colega de los días sin sosiego alargándose a veces, otras empequeñeciendo… Cuando llega la noche y las luces se apagan me quedo sola y triste… como desamparada. Entonces le murmuro con voz queda y sin pausa que mañana la espero, que seremos dos cuerpos y solamente un alma.
SCHUHMAYER, ÉRICA Martínez, Buenos Aires, Argentina
Alquitranados A fuerza de contar el sueño de la incoherente negrura, la gente comenzó a creer. Soñé que al despertar me sentía incómodo. Alcé la mano hacia mis ojos. ¡Negra como la noche misma! Siento mi cuerpo pegoteado. Al incorporarme la molestia se acrecienta. Voy directo al baño, froto una mano contra la otra sin poder arrebatar la negrura. Miro al espejo. Mi rostro, la cabeza, el cuerpo, todo era noche. Las canillas que toco se oscurecen, también el lavatorio. Entro asustado a la bañera, corro las cortinas, tomo la esponja y el jabón, todo, absolutamente todo se oscurece. Suena el despertador. No me sorprende en absoluto que al silenciarlo ennegreciera. Un extraño mecanismo del inconsciente me dice que es obvio que sea así. Desayuno con mi esposa y le hago creer en el milagro que ella se vuelva noche igual que yo. La convenzo de los beneficios de la oscuridad y lo cómodo que me siento en ella. La palpo y la atraigo hacia mí dándole un beso. Le digo que me seduce muchísimo esta revelación incomprensible, e intuía que iba a extenderse al universo. Las huellas negras desaparecen del suelo, que se vuelve negro al pisarlo. Sin proponérmelo voy propagando la negrura que
inmediatamente contagia a los demás seres y cosas. De tal magnitud es el alquitranado que los diarios comienzan a imprimir en tinta blanca. Los frentes de las casas oscurecidas nos hacen homogéneos. Ya no hay necesidad de vestirse, ni de limpiar. La negrura aúna risas, gritos. Un color nos agrupa y nos provoca una relación inhabitual que nos place. Algunos se apartan horrorizados de ese mundo que creen endemoniado. Así continua durante décadas, tantas, que los hemisferios se dividen en un mundo de color y otro alquitranado. El sueño disparatado, con la negrura a cuestas se convirtió en realidad. Suena el despertador. Me sorprende que funcione bien después de maltratarlo a diario. Sigo hilando pensamientos, con el deseo de entender muchas cosas… Depredadores no se diferencian de buenos o bondadosos. El modelo alquitranado me parece un modelo imperfecto. La vida anterior, con todos sus defectos, me resultaba más equilibrada. Salto de la cama, me afeito a las carreras con un margen corto para desayunar y estar con mi mujer. La imagen del espejo confirma mi opinión, ya no tengo la magia alquitranada. Ella resiste mi abrazo amoroso, está distinta, trata de voltear para que no la vea... Entiendo…, tiene que ver con la realidad. La metamorfosis casi mística de haber sido distintos por un instante, por décadas o por un simple sueño, corre el riesgo de perderse. Pienso que de una forma u otra, al final está la muerte a quien no le importa el color. Mi camino no sabe de atajos, prefiero alquitranarme. Le doy un beso intenso. Me pierdo en lo emocional, las imágenes oscuras sin variantes aparecen nuevamente…
SCREMIN, LUIS ALBERTO Romang, Santa Fe, Argentina
4º Mención en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Largo.
Un verdadero santo Una noche, hace cosa de dos meses, me levanté de la cama a tomar un vaso de agua, y al abrir la puerta de la cocina me atajó una fuerza extraña, inexplicable. Desde el centro de la habitación, una sombra de apariencia humana avanzó hacia mí con las manos abiertas y los brazos extendidos, como dándome una mortal bienvenida. Por supuesto, no logré dormir en el resto de la noche. De alguna manera yo sabía que acababa de presenciar una venganza. Sí, una venganza de mi marido. No tengo ganas de detallar qué le hice, pero confieso que fue lo bastante siniestro como para mandarlo a la tumba. A la mañana siguiente de la aparición, sentí necesidad de comentarle el suceso a alguien más. Naturalmente, en quienes primero pensé fue en mis suegros y mi cuñada, que vivían conmigo. Al morir mi esposo, ellos habían venido a instalarse en casa argumentando que se compadecían de mi soledad. Pero no bien bajaron el último mueble del camión de mudanzas, siguieron haciendo sus vidas como si yo no existiera. Incluso rehuían mi
presencia. Si yo estaba en la cocina, ellos se reunían a cuchichear en el comedor, y si yo arrimaba una silla y me dignaba a cebarles unos mates, se iban retirando uno a uno hasta que me dejaban sola. Jamás me decían: “Salgamos a dar un paseo” o “Estamos jugando al chinchón, ¿te querés enganchar?” Lejos de ayudarme a superar el duelo, me hundieron en un pozo depresivo del que no pude salir ni con ayuda de un psiquiatra. Así y todo, le confié lo de la sombra a Ruth, mi cuñada. —Mirá —me dijo ella—, yo no entiendo de esas cosas. ¿Por qué no se lo contás al curita ese, que tanto se desvive por consolarte? ¡Claro, quién sino el padre Otto podría comprenderme! ¿Acaso no había sido él quien me sacó del pozo depresivo? El padre Otto me había salvado la vida. Él era, para decirlo con todas las letras, un verdadero Santo. Venía a visitarme todos los jueves al atardecer, justo para arrebatarme de la tristeza que tienen las puestas de sol. Con su voz de bajo profundo, me leía algunos pasajes del Nuevo Testamento, y cada sentencia resonaba en toda la casa como un derrumbe, o como las mismísimas trompetas que profetizan el Apocalipsis. Para compensar su abnegación, yo le cocinaba unos bollos para el té que, según él, eran irresistibles. Y ese día, cuando terminé de relatarle mi extraña experiencia, me tomó por los hombros y me dijo: —Los caminos del Señor suelen ser extraños, hija mía —y me acarició la espalda—. Oremos para tranquilizar tu espíritu. Rezar con él me hizo sentir realmente aliviada: a los pocos días ya me había olvidado por completo del asunto. Pero Ruth me lo volvió a recordar. —Estaba decidida a no contártelo —me dijo—, pero como esto te afecta también vos... Le conté tu caso a una clarividente. Dice que es un espíritu, una manifestación de la muerte —lo largó como una
cachetada de revés—. Los brazos y antebrazos son cuatro partes. Entonces, reclama cuatro vidas... Cuatro vidas de esta casa. —¡Vos estás loca! Por favor, no me vengas con semejante pavada. La primera que murió fue mi suegra. Al principio, la muy desgraciada me refregaba en la cara todo lo que sufría por la muerte de su hijo. Le prendía velas a las fotos de él, y hasta recortó las del casamiento dando a entender que yo no existía. Me quedó la duda, si no fue a propósito que tomó esas pastillas que le eran contraindicadas. En adelante, Ruth ya no pudo contener a mi suegro, y en menos tiempo del que se tarda en decirlo, la ginebra y la cirrosis lo fulminaron. Recuerdo el día de su velatorio, el golpeteo de la tierra cayendo sobre el ataúd. Me sentía descompuesta, con ganas de vomitar, y no sabía si quedarme hasta que terminaran o irme. Ruth me abrazó y me dijo al oído: —Una de nosotras va a ser la próxima —el tono era una mezcla de reproche y amenaza. Pero yo no necesitaba de provocaciones para sentirme culpable: pasaba el tiempo autoflagelándome. A tal punto que mi cuerpo terminó reaccionando de forma extraña. Sentía un hormigueo constante y se me paralizaban las piernas. Algunos días sólo podía moverme en silla de ruedas. Maldecía andar así, a la rastra, o vivir dependiente de Ruth. Llegó un momento en que quería terminar el suplicio de cualquier forma. Por eso fui a la droguería y conseguí tres ampollas de Botox. Una vez, el padre Otto me había dicho que sus enemigos —porque hasta los santos tienen enemigos—, en secreto lo llamaban “el padre Botox”. —Por lo venenoso —me dijo. Y después me explicó que el Botox, el mismo que se usa para eliminar las arrugas, es un veneno
poderosísimo. El hecho de saber que podría terminar con mi vida cuando quisiera, me hizo ver las cosas de una manera distinta. Un día en que me había acercado en la silla de ruedas hasta la puerta, Ruth me invitó a dar un paseo. Ella caminaba empujando la silla, sin apuro, y yo podía imaginar su sonrisa. Comenzaba a odiar esa mueca; me parecía llena de satisfacción por mi estado. —Volvamos —le ordené al poco rato, antes de llegar a la costanera. Cruzábamos la avenida y estábamos a punto de subir a la vereda, cuando un auto se nos vino encima. Oí un golpe seco, y desde el suelo la vi volar por el aire. Más tarde, como en un sueño sentí que me alzaban y me llevaban en ambulancia. Cuando volví en mí, estaba en el hospital. Yo sólo tenía algunas excoriaciones; ella se había llevado la peor parte. Al principio es desesperante saber que la vida se escurre por el desagüe, pero después una se va acostumbrando y empieza a razonar con más claridad. Una tarde, antes de tomar el té, le pedí al padre Otto que me acompañara a rezar. Mientras lo hacíamos, me apoyó su brazo sobre el hombro, y cuando su mano se deslizó hacia abajo, no lo rechacé como otras veces. Hicimos el amor: él con desesperación, yo con la mente en cualquier cosa. Después le hablé un buen rato de mi soledad, de que la casa me estaba quedando enorme. Y lloré. Sobre todo lloré. —Quiero que te quedes, que te sientas como de la casa. —Siempre me sentí así —me dijo. Y yo me levanté despacio, me vestí mordiéndome los labios para reprimir una sonrisa y encaré la puerta. —Adónde vas. —A sacar los bollos del horno.
Ya en la cocina tomé la jeringa y las ampollas de Botox que había escondido en la alacena, y para cuando él llegó y se sentó a la mesa, el trabajo estaba terminado. No probó más que un bollo, y fue suficiente. Hoy fui a ver al médico: me encontró perfecta. No halla explicación a la rápida mejoría que tuve. Especuló sobre algunas posibilidades, pero yo sé que todo se lo debo al padre Otto: un verdadero Santo.
SERVANDO RODRIGUEZ, FEDERICO Córdoba, Córdoba, Argentina
Vigilia No sé qué locura, sembraste en mi alma; como en tierra fértil, floreció el amor; te añoran mis noches que no tienen calma, desde un lecho insomne, falto de calor. En tensa vigilia mis ansias reclaman amparo, caricias y alguna dulzura, patrimonio sólo de aquellos que se aman; en mi sed eterna de luz y ternura. Este es el rumbo al caminar lo siento es la tibia huella que tu andar dejó; tu dulce fragancia, vida de mi aliento mi afán de adorarte febril desató. Quemando mis días acecho el momento; sólo para amarte, sigo tu camino y es este capricho como un mandamiento que rige mi alma ignorando al destino.
Mis manos te esperan en ardiente anhelo; te llaman mis brazos que quieren volar; te buscan mis ojos, por tierra por cielo; te aguarda mi boca dispuesta a soñar.
SOSIO, MIRTA Córdoba, Córdoba, Argentina
¿Dónde estaremos? Cuando vuelva a iluminarse el cielo para festejar un nuevo año ¿dónde estaremos vos y yo? Vos, ya no en un hospital ni postrado en una cama sin ver, ni oír, sin responder a mi amor. ¿Dónde estaremos? ¿Dónde, tu alma y dónde, la mía? ¿Se desprenderá de tu cuerpo inerme, mutilado? ¿Se desprenderá, amor mío? Y en algún lugar compartirá la eternidad con otras almas, con las que se te adelantaron en la partida? ¿Qué será de vos y de mí, esposo amado, cuando el cielo se encienda nuevamente y las copas familiares se levanten
para festejar el año que comienza? ¿Tu cuerpo desgastado, exigido por mi amor, habrá liberado el alma, y en ella, tus ideales, tus pensamientos, tu forma de decir y de amarme? Seguramente tu cuerpo ya sin fuerzas se convertirá en polvo, cenizas. Será nada. Y el amor, y mi amor por vos, Nelky, ha de perpetuar el recuerdo quizás en una página, en una sencilla página, hasta que el destino me lleve a proseguir tu vuelo.
TORRES de WIURNOS, MARÍA ROSA Ituzaingó, Buenos Aires, Argentina
1º Premio en los II Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” , género Micro Cuento.
Raíces de un recuerdo Calor chaqueño. Ramiro, su perro, las lauchas, la silla de paja y el mate. Brotan recuerdos que enhebran cuestiones… Hilario, sus broncas, el facón… No, no, ¿otra vez el infierno? Ya vienen…, ¿y qué?, su último mate retuerce un recuerdo niño, camina entre yuyos y tacuaras…
TOSCANO, OMAR E. Villa María, Córdoba, Argentina
Elida Siempre [los] buscaremos en el aire polvoriento del camino, al paso de un río presuroso, entre la verde frescura de las hojas o bajo el tibio manto de la noche. (Texto de autor desconocido) (…) vivo sus muertes como una inmolación. El sacrificio colectivo de una generación que murió para que los argentinos vivificáramos lo que era ajeno a nuestra odiosa tradición autoritaria, la democracia. (N. Morandini)
Era un día aparentemente común, manso, tranquilo, seguramente todos nos habíamos ido el día anterior a descansar, pensando que al día siguiente, continuaríamos con nuestras habituales tareas; me desperté temprano y como de costumbre hice contorsiones en la cama, esperaba el amanecer intentando avistar los rayos tenues de luz de un sol que se filtraba por las rendijas de la persiana y, que no terminaba de dejar la oscuridad de la noche, para abrazarse a un nuevo día, no se definía si salir o no, como profetizando un periodo de penumbra. Los golpes violentos en la puerta de casa me sacaron de la
plenitud del ocaso de la noche, del silencio, de la tranquilidad del momento y el paraíso se transformó en un infierno, no se me ocurría pensar qué estaba sucediendo y en un instante volví a la realidad aún desconocida, pero presagiando tormenta. Un compañero me había dejado la noche anterior literatura de las Brigadas Rojas, un amigo que apreciaba por su valentía y por la entrega a sus ideales, el mismo que con el tiempo murió en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad. Cuando escuché los golpes, me quedé inmovilizado, no atinaba a guardar el material de lectura, no encontraba el lugar apropiado. Los golpes se intensificaban, también mi angustia, si encontraban dichos materiales seguramente me vincularían con la organización y hoy no estaría relatando este episodio. Yo simplemente era un lector ávido de esos tiempos. El país estaba viviendo una encrucijada, había muerto el líder del partido gobernante y eran palpables los antagonismos políticos, los enfrentamientos en el campo popular, los asesinatos de militantes y de grupos guerrilleros activos. La violencia inusitada en la casa, era presagio, augurio de malos tiempos; la revuelta sin duda se había producido en la madrugada, el tiempo confirmaría luego, definitivamente que el golpe militar y el terrorismo de Estado se habían instalado en un país Latinoamericano, nuestra Argentina. Era el comienzo de un período de zozobra, de persecución, de desaparecidos, de asesinatos, de dolor y de soledad; era la continuidad de los secuestros y asesinatos de la Triple “A”. El Estado asumiendo el papel de Terrorista sembraría un caos institucional y, nadie quedaría exento de esa experiencia. Todos de una forma o de otra lo vivieron intensamente, aun los que acompañaron el proceso. Se comenta que en una ciudad relativamente pequeña de este país, fueron cientos los detenidos, algunos siguieron un curso normal y
fueron depositados en las cárceles, otros, la mayoría directamente en sitios militares: Centros Clandestinos de Detención. Sobre los que pasaron, sin más, a los Centros Clandestinos de detención la duda de su integridad estaba latente, nadie sabía nada, todo estaba previsto para crear pánico y sometimiento. Nunca se había vivido una situación de estas características, era inédito ver los movimientos de la sociedad controlada, sumisa y taciturna. Los procedimientos eran de inusitada violencia, se avasallaban los hogares, las instituciones democráticas y las personas, durante mucho tiempo fueron los rasgos distintivos, específicos de ese momento, los derechos quedaron conculcados y sólo las decisiones de los militares le daban marco a esta nuevo escenario, en un instante todo se volvió penumbra, desconcierto e incertidumbre, predominaba la pregunta ¿qué pasa?. Era típico observar en las calles los camiones militares, la ciudad sometida, se ejercía el control de las personas circulando y de los domicilios, la detención era arbitraria, a consideración de quienes llevaban adelante los operativos. La sociedad en su totalidad estaba avasallada por un régimen de terror, la ley no existía, virtualmente había sido socavada y se regía por códigos militares que establecían las condiciones de vida de una comunidad, que de pronto, no sólo perdió su tranquilidad, su armonía, su cotidianidad, sino que se transformó en un fantasma; difícil ver grupos de ciudadanos caminando, los lugares públicos desaparecieron, sólo se veían que hacían vida normal aquellos que con el tiempo se sabría eran parte del festín y compartían con el responsable militar de la zona, encuentros sociales, familiares y seguramente también negocios. Los valores que sustentan a una sociedad democrática fueron reemplazados, la ética era simplemente un maquillaje, si había que acompañar un proceso militar sangriento estaban aquellos dispuestos a hacerlo, el momento histórico lo requería, porque los militares
habían venido a poner orden, a encauzar el sistema descarriado y ellos estaban dispuestos a sacrificarse; ya en tiempo democrático serían democráticos, tenían una gran capacidad de metamorfosearse con absoluta facilidad, se adaptaban rápidamente y sin escrúpulos. El tiempo que no se puede medir, que no tiene periodo, que no tiene fechas, que se abre en la dimensión de cada uno, se encargaría según pensaban en disimular aquellas posturas y cambiar nuevamente de roles, sin embargo con el tiempo las cosas se modificarían y muchos de ellos no podrían, y no han podido limpiar su imagen de complicidad con el régimen dictatorial. Qué tragedia de un pueblo que vivió mucho tiempo sin saber con quién vivía, con personas, con instituciones que dejaron de cumplir sus roles específicos y fueron aliados de quienes impusieron el pánico, el miedo y la muerte. Una sociedad que no se atrevía a encontrarse consigo mismo, sin libertad, sometida y coexistiendo situaciones de tormento; no obstante en esas circunstancias lentamente, casi somnolientamente fueron surgiendo de ese abismo, de esas catacumbas del silencio de la noche, de los pasillos de las escuelas, de los talleres de las fábricas, de las relaciones familiares, de las madres, de las abuelas, de los estudiantes y de las instituciones de derechos humanos, grupos de resistencia, luego la historia se encargaría de demostrar que los pueblos unidos son imposibles de someter y que juntos en valores comunes encuentran los caminos hacia su liberación. Un capítulo aparte fue recordar con Élida a las madres, porque su fundamento de lucha nos remite del pasaje del dolor al sufrimiento, ese enigma: el dolor, que una vez instalado en nosotros nos impone el que ya no seamos lo que creíamos que éramos. La presencia del “Intruso” como lo llama Santiago Kovadloff, nos cambia la vida, somos dolientes, pero al mismo tiempo nos da la oportunidad de convertirnos en humanos y en esa transición del dolor al sufrimiento,
ese padecimiento ya no anula, libera y da la posibilidad de ser. En esas circunstancias ya no se reniega del dolor, se lo afronta, se lo transforma y se convierte en parte de la humanidad, las madres hicieron posible esa transformación, del agobio personal al colectivo, dejaron de estar solas y se convirtieron en paradigmas de la identidad sufriente, pero como símbolo de liberación. “Queda prohibido no sonreír a los problemas, no luchar por lo que quieres, abandonarlo todo por miedo, no convertir en realidad tus sueños”. Pablo Neruda. Los sometidos, los aparentes dominados, se pusieron de pie y dispuestos a dar batalla, y quién podría conjeturar que con el tiempo, ese poder ignominioso sería llevado a un juicio histórico, sin precedente, en el que un Tribunal de Justicia de un gobierno democrático, los sentaría a los integrantes de las Juntas Militares, condenándolos y marcando históricamente y triunfalmente los destinos de esa sociedad y del mundo. En esos lugares indefinidos en ese momento, en estado embrionario, conocí a familiares, hice amigos, estreche vínculos profundos con compañeros que tenían historias penosas de esta desgarradora situación que se vivía, de esta violencia impuesta sin ninguna lógica y así logramos establecer un diálogo fecundo, que con el tiempo nos permitió encontrarnos y trabajar por la memoria, la verdad y la justicia. Fue en esos espacios en construcción que conocí a un padre, don Horacio con el que compartí actividades, angustias y ausencias, al que le habían secuestrado de su propia casa a su hija, que sería parte de los 30.000 desaparecidos, dejándole una bebé, su nieta de escasos días de nacimiento, con el tiempo tuve la oportunidad de encontrarme con esa niña, Elida, ahora una militante de Hijos (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). Este hombre Don Horacio, humilde, honesto, trabajador de fuertes
convicciones y comprometido en desarrollar actividades sociales y políticas, participó de la constitución de instituciones sociales de su medio y cuando le secuestraron a su hija y a su yerno José, luego desaparecidos, trabajó incansablemente para esclarecer esta situación y la de todos los que habían pasado por las mismas circunstancias. Siempre recuerdo sus palabras cuando comentaba su encuentro con el responsable militar de la zona y este le había manifestado, puesto de pie y con la frialdad propia de aquellos seres dotados con un despreciable espíritu de impunidad y autoritarismo, que él no había ordenado ningún procedimiento, razón por la cual suponía que el secuestro de sus familiares, respondía a un ajuste de cuentas y terminó afirmando: “nunca podré transcribir con palabras mi profundo dolor e impotencia, todo era una burla cruel y repugnante”. Lloré profundamente y presentí que la impotencia debe ser uno de los sentimientos más crueles de sobrellevar. Había fallecido su abuelo, el que cuidó de ella y la protegió junto con la abuela. Elida y yo nos encontramos en casa, un lugar distante de la ciudad, un lugar de sosiego, donde la naturaleza se expresa en plenitud y los pájaros le ponen música. Nuestro encuentro no fue programado, ella había llegado de México donde vivía con su tía María, todavía no se habían anulado las leyes de lesa humanidad, ni la reapertura de los juicios, todo estaba por hacerse, era una democracia incipiente, vigilada, la sociedad no terminaba de encontrarse asimismo y vagabundeaba en sus pasos, no había caminos, se tenían que hacer y todo estaba demasiado confuso. Conservé de ese encuentro, la sorprendente capacidad de análisis, de madurez y claridad expositiva de Elida, que tenía en ese entonces apenas veinte tres años. Me habló de los miedos que aún están presente en la sociedad, como fruto de los años anteriores que fueron
terribles de procesar para una sociedad donde hubo sectores comprometidos, civiles y la Iglesia; también hizo referencia a la democracia, cuestiones que aún se mantienen formales y que se van ir destrabando lentamente en la medida de la participación y del compromiso del ciudadano. Hablamos puntualmente de aquellos que sostuvieron a los militares como cómplices del genocidio, responsables de haber sido encubridores de torturas y de haber promovido detenciones arbitrarias y secuestros, fueron en su decir, los que elaboraron las listas negras. Abordamos una cuestión muy sensible, el papel de los políticos y no tuvo reparos en afirmar, que se habían prostituido, como muchas organizaciones gremiales, que se escondieron bajo tierra y otros arriba de ella, pero negociando con los militares y buscando salidas para agiornarse. Rescatamos las huellas que aún perduran en la sociedad, el miedo y la concepción de la impunidad como naturalizada, el que todo puede pasar y que nada nos espante. El miedo afirmó, “nos aprisiona, nos inmoviliza, no nos permite discernir” y planteó la necesidad de trabajarlo y de reflexionar para encontrar respuestas a lo sucedido. Tenemos que cultivarlo como práctica cotidiana, es la única forma de ir construyendo una democracia plural, libre que permita en el sustento del consenso y el disenso se construya una nueva ciudadanía. En ese encuentro no quedó nada sin analizar y la firme convicción de comprometerse, involucrarse, de dialogar, como condición de ir haciendo sendas para superar las viejas antinomias y construir una Democracia participativa, como fruto de encuentros horizontales que permitan escuchar otras voces, otros argumentos, otras culturas. Discutir, hablar, plantear y cuestionar, en estas condiciones el proceso es más lento, pero es más firme, menos traumático y es una
manera de marginar el autoritarismo y de aprender que juntos somos capaces de recrear y reamar nuevas instancias de vida. Más escuchaba a Elida y más me asombraba de su compromiso juvenil, transparente, perfumado, cuando afirmaba que nadie milita en Hijos por su muertito, ni por venganza, no hay ningún caso de justicia por mano propia, el objetivo está más allá de lo personal, pretendemos construir un mundo distinto, que es lo que soñaban nuestros padres y los militantes por la vida. En esa larga charla debajo de los árboles, cuando se ocultaba el sol, luego de un intenso día, la luna se atrevía a iluminarnos y los pájaros se recogían en sus nidos, no podíamos cerrar este momento de profunda reflexión, sin hablar de la necesidad de la Memoria y, ella afirmaba que: “ésta debe encararse en un trabajo común y a favor de un mundo distinto y sobre todo en forma permanente, de lo contrario es una memoria vacía, de listas de nombres, de libros que nadie lee. Tenemos que terminar con la memoria de los homenajes, no tiene sentido si no hay una práctica constante, es necesario trabajar en la búsqueda de la verdad; yo aprendí mucho de esta cuestión en mi casa, a militar por los derechos humanos y vivir la ausencia de mis padres de otra manera, no estática, si comprometida y en movimiento. Y agregaba: “En el camino de la memoria aprendí mucho de mis abuelos, de mis compañeros, militando no para uno, no por necesidades propias, si no por el conjunto, que nos permite ser generoso y solidario”. Cuando nos separamos con Elida, me quedaron muchos mensajes, pero me permití rescatar aquel en el que sostiene la necesidad del compromiso, del diálogo, de generar encuentros, de potenciar la memoria, como único camino hacia la verdad y la justicia, y rescaté esta frase de un gran escritor, que nos deja la esperanza de que nada
se ha perdido, que todo está por hacerse, pero no solos, sino acompañados por aquellos, por quienes aún seguimos reclamando Verdad y Justicia. “Aquí, en esta sala donde ellos no están, donde se los evoca como una razón de trabajo, aquí hay que sentirlos presente y próximos, sentados entre nosotros, mirándonos, hablándonos. Hay que mantener en un obstinado presente, con toda su sangre y su ignominia, algo que ya se está queriendo hacer entrar en el cómodo país del olvido; hay que seguir considerando como vivos a los que acaso ya no lo están pero que tenemos la obligación de reclamar, uno por uno, hasta que la respuesta muestre la verdad que hoy se pretende escamotear”. Julio Cortázar – “Negación del Olvido” - Fragmento del discurso de apertura del Coloquio de abogados de Paris Senado de Francia – 1981.
VALLERSTEIN, ALBERTO VICTOR Buenos Aires, Capital Federal, Argentina
Salida triunfal 29 de marzo de 2015
Ya me queda menos tiempo para irme al otro lado. La tengo clara que cuadra, agradeciendo a la vida, una salida triunfal manos en alto y vestido con ojotas, bataraza, un gabán verde y galera. Sé que ya viene por mí la parca con hoz alzada pues veo a mi alrededor más funerarias y clínicas que negocios para niños, maternidades y cunas y escucho ya varias moscas que zumban por mi cabeza. Acabarse es la otra punta del nacer y la escalada. Quizás nadie me creerá que voy a dejar la vida con una sonrisa altiva tendida de oreja a oreja, sin lamentos y sin queja porque es tiempo de partida. Me iré con mi cuerpo entero sin que un doctor me faene que ningún sentido tiene que me corten a pedazos,
pues por ahí se da el caso, quedo vacío de golpe y cual matambre me cose para camuflar los daños. Por tantas veces que entré y salí de laberintos, luchando a base de instinto que busca sobrevivir, corresponde que al salir de este valle de lamentos encuentre al llegar, contentos, a aquellos que ya perdí. Entraré con mi guitarra y con señal de victoria, y ya que el baile se acaba pegaré el último giro, con el aire que me queda cantaré alguna nostalgia, como otra noche cualquiera iré a acostarme tranquilo.
VERGARA, SANTOS Oran, Salta, Argentina
2º Premio en el 2º Certámenes de Verano de “La Hora del Cuento” género Cuento Largo.
Regreso del lobo Doña Elvira colocó el arma sobre la cama, como si fuera una tiesa y delgada criatura, y estuvo pensativa largo rato, sin decidirse a la acción. Sabía que, aun sin contar con la aprobación unánime del vecindario, era el camino más directo y seguro para terminar con la pesadilla. Echó un vistazo por la ventana que daba hacia el oeste. La tarde se escapaba a los saltos entre los ranchos y se hundía en el horizonte, con un desangramiento espectacular. Presintiendo la proximidad de la noche, la mujer tomó la caja de cartuchos que su finado esposo había dejado guardada en un cajón de herramientas y se aprestó a cargar la escopeta. Lo hizo del mismo modo como tantas veces había visto actuar a su compañero de la vida, mientras ella le cebaba esos mates calientes y con bastante azúcar como tanto le gustaban. Él insistía siempre en que ella debía aprender a cargar el arma porque nunca se sabía cuándo iba a necesitarla. Ahora la sensación era muy otra; la escopeta pesaba mucho más de lo que ella imaginaba cuando la veía en las manos de su hombre. Un extraño temblor empezó a recorrerle el cuerpo. Sin embargo, con la escopeta
quebrada en la mitad, introdujo el cartucho en el extremo del caño con facilidad, casi de memoria, y luego la cerró. Nunca imaginó que pudiera acordarse claramente de esa operación tantas veces repetidas y explicadas por su esposo. Tampoco estaba segura de que funcionaría sin problemas ni hasta dónde le iba a alcanzar el coraje, pero estaba decidida a terminar con las andanzas del ser que venía perturbando su sueño desde hace tiempo. Demasiadas noches había soportado su tenebrosa presencia, sus pisadas contundentes en las cercanías del rancho, sus descomunales aullidos en la oscuridad del patio, alborotando a las gallinas y provocando el ladrido desesperado de los perros. Y ella encerrada, sentada en la cama, con puertas y ventanas trancadas, rezando en silencio, rogando no caer entre sus garras. A veces los golpes continuaban por la cocina, volteado ollas y baldes, llegaban hasta las paredes de la habitación y una vez hasta se trepó al techo. Con ferocidad inusitada, con saña, atacaba a sus animalitos, matándolos o haciéndolos desaparecer. La última víctima fue el perro que amaneció con vómitos de sangre, retorciéndose en el patio, como si se hubiera comido fuego o brasas encendidas. Pero ahora estaba dispuesta a acabar con ese bicho o lo que fuera, que regresaba en las noches de luna llena y al que todos señalaban como el lobizón. Era viernes y era noche de luna llena. Todo estaba dado para que el lobizón marcara su presencia esa noche, como había venido ocurriendo desde hace varios meses. Seguro, entraría por el fondo y andaría por el patio, se acercaría a la cocina y emitiría su lúgubre aullido de lobo, justamente ahí, junto a la puerta del rancho, muy cerca de sus oídos. Pero esta vez ella le había preparado una sorpresa. Con el ojo puesto en la rendija, con sus delgadas manos aferradas al caño de la escopeta, lo buscaría entre las sombras del patio y cuando divisara su bulto deforme, sus ojos como pequeñas brasas encendidas, abriría cautelosamente la ventana, sin encender la
luz y sin hacer el mínimo ruido, le apuntaría con el arma. Todo debía ser rápido y silencioso. Teniéndolo en la dirección exacta del caño, solamente le bastaría apretar el gatillo y un fogonazo acabaría con el tormento de tantas noches. Sería fácil, no podía fallar, solamente le haría falta una pizca, un instantáneo acto de coraje. Claro, algo de miedo tenía. Le preocupaba no haber podido hacer bendecir la escopeta, como era su deseo y correspondía en esos casos. Con ello, se hubiera sentido más segura. Pero el cura se negó a hacerlo, le dijo que no podía bendecir un arma y menos para cometer una muerte, así la víctima fuera un animal o un monstruo. Y no solamente se negó a impartirle la bendición, sino pretendió quitarle el arma, que quedara depositada en la iglesia. Pero ella se negó tenazmente, escapó hacia la calle. Siguiéndola un trecho, el cura le recomendó guardar la escopeta, donarla o venderla, como quiera, le dijo. Pero no podía seguir andando con un juguete tan peligroso en sus manos y menos siendo una mujer tan nerviosa. Ella no se amilanó, envolvió el arma con una tela blanca y la apretó contra su pecho, apresurando sus pasos en dirección a su rancho. Ahora la oscuridad de la noche había rodeado su vivienda, los árboles sostenían el embarazo de la luna y solamente faltaba que el lobizón concurriera a la cita. Dicen que el séptimo hijo varón se convierte en lobizón. Lo supo desde siempre, pero jamás había imaginado que el destino la llevaría a enfrentarse con uno. Y todo por culpa de los Torres, esos forajidos que habían instalado el peligro en las calles del barrio. Con ellos se terminó la paz y la tranquilidad de tantos años. La familia Torres, integrada por seis muchachos y un padre viudo, habitaba un rancho de madera que habían levantado en el baldío grande. Ellos habían llegado desde un pueblo del chaco, huyendo de algo o alguien, por algo que habían cometido y seguramente guardaban como el más terrible secreto, según conjeturaban las malas lenguas. Lo cierto es
que una mañana muy temprano aparecieron el padre y sus hijos más grandes, limpiaron el terreno baldío y en pocas horas construyeron un rancho de madera. Al día siguiente, llegaron los otros muchachos menores, trepados o sentados sobre un amasijo de cosas que cargaba un destartalado camión. Todo el vecindario salió a mirarlos. Eran los nuevos habitantes de aquel barrio de las márgenes del pueblo, lindante con la selva. Desde entonces creyeron tener nuevos vecinos para saludar. Comunidad de gente laboriosa, el barrio entero se identificaba con el trabajo. Salvo los sábados en que los hombres se juntaban para celebrar algún acontecimiento familiar y se quedaban hasta la madrugada del domingo cantando a toda garganta. Pero nunca hubo razones para la discordia. Hasta el día en que llegaron los Torres. Ellos fueron ―lo supieron después―los que plantaron la manzana de la discordia en el manso corazón de aquella sociedad. El viudo Torres resultó ser demasiado amigo del vino. Cada quince días, cuando cobraba sus haberes de changarín municipal, un puesto que había logrado con la recomendación de un conocido político, aparecían los viejos y nuevos amigos, se instalaban bajos los árboles del patio y empezaban a libar. La tarde del domingo los encontraba en el colmo de la embriaguez, cantando coplas del chaco o desafiándose, con voces ásperas y rigurosas, para un duelo criollo que nunca se ejecutaba porque alguien intervenía oportunamente. Así agotaban la bebida, el dinero y la paciencia de los vecinos. Mientras tanto, sin comida y sin tutor, los más pequeños de los Torres andaban por la calles de tierra, abandonados a la suerte, se arrimaban a los otros ranchos para pedir comida y hasta entraban en las fincas aledañas para sustraer frutas y hortalizas para el sustento. Y pronto los niños también mostraron sus garras, una agresividad casi innata, revelada ante los rigores de la vida. Eran verdaderos trúhanes; andaban con la mentira en la boca y la velocidad de pies y
manos, engañando y robando a cualquier incauto que pasara por el barrio. Enfrentaban los obstáculos y satisfacían las necesidades de la vida como diera lugar. Era necesario vivir, satisfacer el hambre de cada día. Los otros niños que llegaban al barrio para vender pan en sus canastas de mimbre eran víctimas de verdaderos asaltos por parte de los Torres menores, lo mismo que ocurría con los vendedores de frutas y verduras, que siempre perdían algo al pasar por aquella calle. Eran rodeados, atracados por la pandilla de los Torres, sin que pudieran atrapar a las pequeñas manos que rápidamente sustraían algo del interior carro y escapaban hacia el rancho. Un día alguien dijo que la noche anterior había escuchado un aullido, como de lobo, aunque seguramente nadie jamás conocía el aullido de un lobo. Otro vecino aseguró haber visto un animal corriendo bajo la luna, como escapando de su luz, y que había ingresado al sector donde vivían los Torres. Un tercero infirió que el animal no sería otro que el temible lobizón. Pero don Julio, el más intelectual de los habitantes del barrio le retrucó que ello no podía ser posible porque los hermanos Torres, todos varones, solamente eran seis, un número inferior al que se necesitaba para que el sujeto resultara un lobizón. Pero un día apareció un séptimo hijo, ya mayor y que estaba residiendo en otro lugar, y entonces no cupo ninguna duda: el más pequeño de los Torres era el lobizón. Desde entonces nadie dudó y todos esperaron el viernes, seguro que el aullido llenaría de temblores a las casas, a los niños. Nadie se atrevía a salir. Podían encontrarse con el mitológico animal. Eran muchos los que había manifestado haberlo visto o escuchado sus aullidos a lo lejos. Entre ellos, doña Elvira, que resultó ser la más damnificada con las incursiones del lobizón. Desde que quedó viuda y vivía sola en la casa no tuvo paz. Para colmo su casa colindaba con el extenso
terreno de los Torres. Siempre ocurría lo mismo: el aullido se sentía al fondo, ella se encerraba, los aullidos se sucedían en el fondo y en la cocina, hasta que los perros se cansaban de ladrar. Aquellas eran noche terribles. Al día siguiente debía recontar sus cosas, hacer un relevamiento de sus pertenencias. Y entonces constataba sus faltas: una gallina, alguna olla o los cubiertos de la cocina, el balde y otras herramientas de la vida cotidiana. No lo podía remediar. Eso le había comentado a su vecino de mayor confianza y no le creyó. Después se lo contó al resto del vecindario y solamente consiguió arrancar una sonrisa. El colmo fue cuando el lobizón mató a su tercer perro, el último y el más querido. Fue entonces que, harta de la extraña visita, decidió armarse de la escopeta. Era un arma vieja, pero en buenas condiciones. El esposo de doña Elvira solía usarla cuando iba al monte. Cargaba su morral con la infaltable coca, tabaco y papel para armar cigarros, algún pan casero que ella sabía hornear, y así partía al monte, con su escopeta al hombro. Pero él había muerto y desde entonces la bolsa permanecía esperando, colgada de un clavo en la pared, ya sin viajes, y el arma dormía en silencio en un rincón oscuro del rancho. Alguien, alguna vez, le había pedido que se la vendiera, pero ella no sabía de precios ni estaba dispuesta a desprenderse ligeramente de las cosas de su amado esposo. Hasta entonces, jamás había imaginado que un día ella lo iba a usar. Sintiendo su respiración entrecortada en el silencio de la noche, permaneció en guardia, con el arma apretada a su pecho. Debía ser la medianoche. De pronto se escuchó el aullido, allá en el fondo. Ella se aproximó a la rendija, quedó espiando, esperando ver al bulto pequeño que otras veces había visto merodear su rancho. El aullido cortó la noche por segunda vez. Ella contuvo la respiración. Entonces escuchó ruidos, pasos que venían desde el fondo, pasos extraños, pesados, contundentes en el suelo. Ella hizo un gran
esfuerzo, tratando de divisar el bulto. La luna había derramado toda su leche en el patio y la silueta de los árboles se recortaban claramente. Entonces vio el bulto que se acercaba, sigilosamente. Tenía la forma de un pequeño hombre que caminaba agachado, como si anduviera en cuatro patas. No había dudas, era el lobizón. Abrió suavemente la ventana, evitando cualquier ruido. Por un momento tuvo la impresión que su agitada respiración se escuchaba hasta el patio. Pero no, solamente se sentían las pisadas descalzas del bulto alteraban el silencio de la medianoche. Su cabeza se asomó completamente y enseguida un caño largo se deslizó hacia fuera, despidiendo un destello tenue. La boca del caño buscó la sombra que se movía en el patio. Era el momento justo. El dedo de la viuda estaba muy cerca del gatillo. Bastaría una leve presión y..., todo sería confusión, caos y luego quietud final. Pero había un detalle que ella no había previsto. En el momento mismo en que apretaba el gatillo, la sombra se estiró hacia arriba, creciendo como un niño que se incorporara, y se escuchó, junto al estampido, un grito agudo que no era precisamente el de un animal. El relámpago despedazó la noche y las municiones se dispersaron golpeando las hojas de los árboles, perdiéndose en la oscuridad del fondo. Enseguida se escuchó un prolongado y agudo quejido de alguien que, atrapado en la red invisible de la impotencia, se revolcaba en la tierra. La viuda retiró el caño de la ventana, retrocedió y se sentó en la cama, y allí se quedó, despavorida y muda, sin saber exactamente lo que había hecho. Afuera, los perros de todo el barrio empezaron a ladrar, se encendieron las luces de los ranchos vecinos y una multitud de voces se acercaron hacia la casa de la viuda, mientras los tenues gemidos del patio empezaban a apagarse. Encontraron a la viuda en la cama, tendida boca arriba, con el arma abrazada sobre su pecho. Seguramente el suceso fue demasiado
para su corazón de mujer. Y murió sin saber si era la heroína que liberó al barrio del monstruoso animal o el despreciable ser que cometió el más atroz de los crímenes.
VINCENZINI, ALICIA Santa Fe, Santa Fe, Argentina
La almohada escritora Una joven temerosa y frágil se sentó en su cama y le preguntó a su almohada si el sueño la había perturbado. La almohada, respondió que ya no se encogía de miedo porque ahora los esperaba con entusiasmo. Desde entonces, juntas comenzaron a escribir el libro de cuentos: “Dibujando pesadillas”.
Éxtasis de amor Un fuego renovado arde en tu mirada mixtura de pasión y amor encendido, quema la hoguera fantasmas del pasado que por la última ventana han partido. Mis ojos buscan deseosos a los tuyos
seguros de encenderse en fuego compartido, y en el silencio de la noche toda hablan su lenguaje los latidos. Murmullo de agitados corazones en éxtasis de amor unidos.
YOBE de ABALO, ALBA Santa Fe, Santa Fe, Argentina
Valentino y su hada madrina ―Bueno, bueno, ya estoy bastante atrasada. A ver si se apuran, mientras ustedes llegan rapidísimo al aeropuerto de Barajas, trataré de ajustar mi idioma, pues esto de pasar del idioma Alemán, al Japonés, o al Español en tan poco tiempo no me permite ensayar ni un poquito como hablar. ―El tráfico aéreo está muy complicado hoy. Parece que todos hemos salido al mismo tiempo y todos tenemos apuro. ―No olvides que cada uno tiene una misión que cumplir y hay algunas en las que no podemos atrasarnos, Estoy segurísima que ya Cibel y Pablo están esperando en la clínica. ―Los choferes no debemos ser curiosos, pero ¿dijiste clínica? ¿Es que hay alguien enfermo? ―No, sucede que Valentino está naciendo. Soy su Hada Madrina. ¿Te imaginas que importante? Las Hadas Madrinas debemos, estar presentes cuando nazcan. ―Diciendo esto muy orgullosa, abrió la gran maleta y controló su equipaje. ―¿Veamos si está todo?: un pote grande de dulzura para que endulce a sus abuelos de Argentina; un pomito de timidez para que abrace la vida despacito y no como por un tobogán. Una pincelada de asombro para esos ojos inmensos de largas pestañas. Unas gotitas
de picardía para que juegue con su papá y una gran dosis de curiosidad para que descubra el mundo que lo rodea. ¿Dónde puse el frasco lacrado? Oh no, en el apuro ¿lo he olvidado? Sería una verdadera catástrofe; a mí nunca me ha sucedido. Sé de otras Hadas Madrinas que se han olvidado, pobres niños han tenido que sufrir las consecuencias, pero a mí, ¡JAMÁS! Buscaré tranquila. Es lo más importante. Y diciendo esto comenzó a vaciar su maleta, vieja y desgastada. Mientras hablaba, unas luces se prendieron sobre su cabeza; estaban por aterrizar; a enderezar sus asientos, ponerse los cinturones y aprestarse para la llegada a tierra. ―Momento, dijo con vos casi histérica, no podemos bajar hasta que encuentre el frasco lacrado. Demos otra vueltita. Sé que lo he traído. ―También sabe que no podemos demorar el aterrizaje, tenemos orden de aterrizar― Dijo el piloto. La desesperación comenzaba a pintarse en el rostro del Hada, y cuando todo dio un barquinazo a su alrededor, una caja se movió, el frasco lacrado quedó al descubierto. ―Acá está, ―dijo triunfante nuestra Amiga ―Nunca me olvido de la esencia para la inteligencia, a Valentino le daré el doble― Diciendo esto guardó todo. Cuidaba que no se cayera nada de su maleta, ésta tenía una forma muy graciosa, parecía un cerdito inflado con tantas cosas que le había puesto adentro. El cuero estaba lustroso de ir y venir por todo el mundo. ―Esto es Madrid, ―repetía incesante, recorría las calles camino a la clínica en el Taxi. El chofer, era el mismo que condujo el avión. Hacía malabares para esquivar los montones de nieve que se iban acumulando en el camino; era un coche preparado especialmente para las Hadas Madrinas que llegaban al país, parecía volar de tan rápido que se deslizaba. ―Llegamos a la Clínica Santa Helena,
estaciona despacio en el lugar reservado para nosotras. Presurosa subió al ascensor; llegó al segundo piso, entró en la habitación donde Cibel esperaba que naciera su bebé. Pablo el papá miraba desde la puerta, abuela Alba llegada de Argentina, para recibir a su nieto, conversaba con su hijo, el Tío Eddy. ―Soy tan rápida como el viento, nadie me ha visto entrar… ¿Por qué hay tanta gente aquí?… Veamos, ese pequeño tan majo que está en los brazos de Eddy, tiene un añito y se llama Alejandro, viene a conocer a su primito; se llamará Valentino como eligieron mamá y papá. Aquí está el frasco con la esencia para la inteligencia, he dicho que le daré el doble, así podrá sorprender a los niños de otros países y aprenderá todo, hasta las cosas más importantes. ¡Nació Valentino! La alegría estaba en el corazón de todos y se veía en las sonrisas. Su mamá lo acurrucaba entre sus brazos. Era nueve de enero, pleno invierno en Madrid, días muy fríos y algunas nevadas de hermosos copos blancos con los que los niños construyen sus muñecos. El Hada Madrina, quiso saber si Valentino tenía todos los atributos que ella le había preparado. Se acercó para ver al bebé. ―Sí, tiene unos grandes y hermosos ojos, con largas pestañas, va a ser un niño muy lindo, bueno y cariñoso con sus padres― sentenció el Hada Madrina ―No te preocupes pequeñito, siempre estaré muy cerca, te ayudaré a crecer y te acompañaré. Cuando estés en casa, o cuando mamá te deje en la Escuela Maternal, para ir a trabajar yo, tu Hada Madrina, estaré siempre a tu lado. No te sentirás solito. Mamá regresó a su trabajo y Valentino fue llevado a la Escuela Maternal, hermoso Jardín de Infantes, con ventanales y puertas que daban a un lugar lleno de árboles. En sus ramas, hacían nido muchos pájaros que gorjeaban, piaban y se acomodaban para dormir. Cuando su maestra iba al encuentro de Valentino al oír su llanto, porque tenía
hambre y pedía su biberón o porque necesitaba que lo cambien; el Hada Madrina sacaba sus polvos mágicos y los esparcía alrededor de la “Seño”. Entonces una luz dorada la envolvía. Con mucha ternura lo cambiada, lo acunaba y le cantaba; como todas las maestras del Jardín Maternal. Cada niñito estaba junto a su Hada Madrina. En los oídos de Valentino le susurró: ―Te voy a regalar una ventanita azul, que será tu color preferido. Van a pasar los años, yo abriré esa ventanita para encontrarnos. Cuando quieras contarme algún secreto, abres la ventanita: yo estaré esperando del otro lado. Recorro países, para esperar a otros niños, ya ha pasado un año, y pronto pasarán dos. ―¿Cómo estás Valentino? Qué nuevos juguetes te han regalado? No me has contado cuál es la comida que te gusta más. Además me he enterado que vino a visitarte tu abuela Alba de Argentina, te quiere mucho, mucho. Cuando puedas tienes que ir a Argentina a visitarla. Valentino le contó muchos cuentitos del Jardín. Pasaron cuatro años y nuevamente la ventanita azul comenzó a iluminarse. Tan intensa era la luz, que no pude dejar de verla, Como Hada Madrina pasé un tiempo sin visitar a Valentino, pero esa mañana, dejé todo lo que estaba haciendo y abrí la ventanita azul. Valentino me contó: ―Voy a Argentina con mamá y papá. Sus padres estaban muy ocupados en vender muchas cosas que habían comprado en los ocho años que vivieron en Madrid. Yo cuidaba las cosas de Valentino. Les decía donde poder vender algunos muebles, dónde los colchones y las frazadas. Como Hada Madrina, ayudaba a Valentino a acomodar sus cosas en la maleta que mamá le asignó. Él quería llevar la mochila que la abuela Alba le había regalado. Yo miraba quietecita qué cosas guardaba en ella. Cansado se quedaba dormidito. Al otro día, sacaba todo y buscaba otros objetos u otros juguetes y cargaba nuevamente su mochila,
muchas veces le resultaba pequeña. Quería llevar todo lo que era suyo. Por momentos, me quedaba escondidita en algún rincón para ver si podía ayudarlo con mi varita mágica y agrandar la mochila, pero eso era casi imposible. Cerré la ventanita azul y lo dejé trabajar solito. Curiosa, quise ver qué pasaba en casa de Valentino y oh! sorpresa, veo muchas maletas ya listas para llevar al Aeropuerto Barajas de Madrid. Es tiempo, preparé mi maleta de pociones mágicas y fui al Aeropuerto. En el amplio hall los pasajeros formaban cola para poder embarcar en sus aviones, mientras que Valentino y su primo Alejandro, corrían libres y contentos en el amplio espacio entre las colas que se formaban en los distintos mostradores. Estaban muy entusiasmados y no escuchaban el llamado de sus padres. Llegó el momento de embarcar, el llanto de Alex, porque se quedaba, no tenía fin, y las lágrimas de Valentino asomaron a través de sus largas pestañas porque su primito no lo acompañaba. Como Hada Madrina, sabía lo que pasaba en el corazón de cada niño, sentía pena por las emociones que vivían los pequeños ante esta separación. Decidí acompañarlos a Argentina. Cuánto va a extrañar, mis ojos lagrimearon. Allí fui con mi maleta gorda de tantos frascos mágicos a probar suerte en la nueva casa. La abuela llevó al pequeño de la mano, le mostró su dormitorio, los juguetes, los libros de cuentos. Él observaba callado. No tocaba nada. La abuela le alcanzó un camioncito de madera, cabina roja, caja amarilla y rueditas negras. Lo había pintado el abuelo. Yo miraba desde la camita cucheta de arriba, sin que nadie me viera. Los polvos mágicos que esparcí sobre la cabecita de Valentino, le dieron fuerzas y abrazó el camioncito. Trasplantado a una nueva casa, nueva cama, todo nuevo. Él extrañaba todo lo que dejó en España, extrañaba sus amiguitos, a su primo Alejandro; era español de nacimiento. Se lo oía decir:
“mamá, quiero ir a España, cuándo vamos a ir, mamá…” Valentino estaba en una casa con mucho amor, y con sus padres. Me esperaban otros niños que iban a nacer y también yo sería su Hada Madrina. Apurada y sin ruiditos salí de la habitación. Volveré y nos encontraremos mi querido niño. Tendrás muchas cosas para contarme. Con un beso en su carita, partí rápido al aeropuerto de Sauce Viejo donde me esperaba el avión que ya estaba en marcha y tenía el piloto la lista de los lugares a visitar. Vamos, le dije, carretea ya me ajusté el cinturón. Muchas veces se iluminó la ventanita azul, muchas veces se encontraron Valentino y su Hada Madrina. Asistió a primer grado, para aprender a leer, para escribirle a su primo Alejandro que sigue viviendo en Madrid, y contarle que va a la escuela de football y como aprendió a nadar. Hoy ya cursa quinto grado, aprende artes marciales y va con su papá al gimnasio. Le contó a su Hada Madrina que tiene una hermanita, que nació en Argentina, Ella también tiene su hada Madrina, pero no sabe de qué color es la ventanita por donde se comunica con su Hada Madrina. Sabe que es un secreto y que no se puede contar, pero a veces espía curioso intentando descubrir alguna ventanita y saber qué color tiene…
Oda a santa fe mi ciudad Reina el silencio a mí alrededor. Sólo lo invade el sonido de agua rumorosa. Nace del espejo de plata amarronada
que envuelve a la ciudad de las convenciones; un verde de islas la circunda, la crecida le obsequia un collar de camalotes, en las orillas de nuestro Paraná majestuoso, el ceibal florecido a pleno, muestra pétalos incendiados, a los que sólo les falta el rítmico tic-tac, para imitar el sonido del mío, que se acelera al contemplar tanta belleza. Santa Fe amada, que me vio nacer y acompaña desgranando constantes mágicas perlas, logros increíbles, sonrisas, tristezas. Traía solo los genes de una madre increíblemente bella, serena, sabia, un padre con legado ancestral de múltiples culturas, una energía capaz de cruzar océanos, amar, fundar en este suelo generoso, virgen… Después todo. Se interrumpe sonido rumoroso; ruido acompasado de remos, lleva consigo cetrino rostro, sonriente, soñador. Escapa el pensamiento, extiende alas, se lanza a sorprender roja alborada, reflejo y agua.
Índice Certámenes de Verano 2015 Organización Cultural "La Hora del Cuento" ALBRECHT, MARÍA CRISTINA INVISIBLE
AIRASCA, CLAUDIA MARCELA Una verdad irrenunciable
ALBALAT, NORA El contador de segundos
ALONSO SANCHEZ, PEDRO FELIX La dama que gira Crónicas del cortadero
AMATO, MARIA ISABEL Reunión cumbre Cayendo
3 5 5
7 7
11 11
15 15 16
20 20 26
ANAUT, ENRIQUE
28
Carta a mi abuela
28
ANDREÑUK, DAMIÁN Conversación Una insólita vecina Entre un olor a pasto de pantano
ARÁOZ, CRISTINA Se arrebujó en un chal de bruma
ARTEAGA HERNÁNDEZ, BÁRBARA LINA Padre mío
31 31 31 32
34 34
36 36
Si me preguntaras
ATÍA BELAUSTEGUI, JOSÉ EDUARDO Los colores de la tarde
BARRENECHE, SUSANA MARIA ROSA Aprender a volar
BARRERA, SANDRA RAQUEL Cuestión de fragancias Fantasmas
39
41 41
43 43
44 44 44
BAZÁN, ANA
46
Tu sentimiento Sensatez
46 48
BENAVIDEZ, EVA FLORENCIA La decisión
50 50
BERTRAN, ALCIDES
52
La luminaria Contigo este otoño…
52 56
BOBASSO, OSVALDO ALBERTO Último aviso El puente
BRAVO DE RIGALLI, ISABEL
58 58 58
61
Refugio de misterios
61
BRONDO, DANIEL
65
Tranquilidad Contra viento y marea Clara Esperándote
65 65 67 72
BURATTINI, MARIA LAURA
74
Dolorosa
BUSANICHE, JULIO ALBERTO Olvido Serpientes Relatos costeros Siesta
CABRERA, ÁNGEL GABRIEL La vista aérea Por las tumbas de las tumbas Dos montañas en el cielo
74
76 76 76 77 82
84 84 84 86
CAIZZA, CARLOS
88
En la dulce oscuridad Poliedro
88 90
CARDOZO, BIBIANA
96
Pronombres La nada
CEBALLOS, LUIS EDUARDO
96 98
99
Mi lugar es a tu lado
99
CERRILLO, SOFÍA
101
El color de la vida
101
CIVALERO, MARÍA ALEJANDRA Paisaje suburbano
CLAUSEN, MARÍA ISABEL El secreto que nunca sabrás Búsqueda
COLLI DE TRUCCO, RAQUEL
109 109
111 111 112
113
Las moscas, las moscas
CORRAO SANTOS, ISABEL Manos abiertas
DE BENEDICTIS, ANA La otra casa
113
118 118
120 120
DI MARIO, RICARDO
122
El origen de los arroyos
122
DIMARTINO DE PAOLI, MARGARITA ¿Me preguntas...?
DONVITO, HÉCTOR HUGO
123 123
125
Elección complicada
125
DRUETTA, MÓNICA
126
Cita a ciegas
DUARTE LOPEZ, MIGUEL ANGEL Silencios…
ELIZALDE, SALVADOR
126
130 130
132
Sala de slots ¿Y…, tu queja?
132 133
ESPIÑO, ALBA
135
Sinfonía inconclusa Misterio en Almagro
FERNÁNDEZ, MARÍA DEL CARMEN Sorpresa Cuando vuelva Irrecuperables
FERNÁNDEZ, SILVANO Zuecos y estola
135 137
143 143 143 144
146 146
FONSECA GUERIN, PATRICIA NOEMÍ El león
153 153
GARCÍA DE LA UZ, MABEL
155
Antinomia (Madrid 23 - 3 - 1946) Paisaje serrano
155 156
GARCÍA, MARÍA CARMEN
158
317 palabras para la explicación de Paco Malaespina o el escriba esclavo Sofía miranda o es tiempo de escribir
GIAMMONA, MARIANO OSCAR
158 159
163
Desde Chacabuco
163
GÓMEZ, HORACIO
168
Encontrar al silencio
168
GÓMEZ, MARÍA ALEJANDRA Triste octubre
GONZÁLEZ ARIAS, ENRIQUE Tibia luz
GONZÁLEZ VILLATE, MARÍA Ellos tres
GUARI, GISELA ADRIANA El tiempo pasa Entre la vida y la muerte En mi mente estás
169 169
170 170
171 171
176 176 176 178
GUZMÁN SOL, CAROLINA
184
Ilógico, absurdo, contradictorio
184
ISLAS, FRANCISCO
188
Tu cuerpo de sirena
188
JÄGGLI, MARISA ANDREA Mirada de mujer
JOVOVIC, MARÍA DE LOS ÁNGELES
190 190
191
Tras las sombras de Iván
191
JUELE PONS, ALMA
197
El fuego es recuerdo
197
LATORRE, MARÍA DEL CARMEN Encuentro con el abuelo Sueños y poesías
LEITES MALDONADO, MARÍA GABRIELA Clamor
LONG – OHNI Pecado original Al final del camino de la vida
LÓPEZ FERRARI, YOLANDA Dulces macachines
LÓPEZ, YRASEMA ESTHER La casa Oda a la palabra
LUCIANO, SILVIA GUADALUPE Llame al 911
MANGOLD, MARÍA ANA Tiempo
MARTÍNEZ, ANA MARÍA Luis
MARTINI, CARLOS ALBERTO
199 199 200
202 202
204 204 204
206 206
210 210 212
214 214
218 218
220 220
223
La celebración
MENDOZA, LILIANA MARÍA
223
232
Quiero nuevamente…
232
MINDORI, ALICIA
233
Los destiempos
MIRANDA, MARTÍN HERNÁN Relatos de un sonámbulo 4 Pompeya y Roma Poeta
MIRANDA, ROBERTO TEODORO
233
234 234 234 238
240
Hasta cuándo Un sábado más Crueldad de fingido amor Crepuscular
240 240 243 246
MODAY, MAURICIO
247
Manuela y el escultor La letra chica
247 249
MONTEVERDE, GRACIELA Jamás ceniza
NAVARRA, JORGE Limoncello
NEGRI, RODOLFO OSCAR El cómplice
NEIRA LERMANDA, SYLVIA GABRIELA La decisión de Roxana
NÚÑEZ DEL ARCO DE LA CUADRA, JOSÉ
256 256
257 257
261 261
269 269
273
ANTONIO Las sombras en la habitación del alquimista
PALOMINO, MARÍA MÓNICA Raíces
PÉREZ DE VILLARREAL, CARLOS FÉLIX El lector cómplice ¿Quién eres? Una paz inconcebible
PÉREZ, GABRIEL JOSÉ Rayo de luna Explorando cenizas
PÉREZ, JOSÉ RICARDO Pobladora
PIDONE, CLAUDIO LUIS La espera Yo te explico Domingo
POGONZA, FELIPA La promesa
QUISPE, NOELIA JUDITH Llamaron a la puerta
RABELLINO BENTANCUR, MARÍA ESPERANZA La reina oculta
RAGNINI, CARINA Dolores sordos
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RAMOS, MARÍA TERESA Un sol con zapatillas
REBOREDO, ELBA ALICIA Los fantasmitas
RÍOS FERRETTI, NELSON WALTER Olvídame
ROBLES ROBLES, JUAN CARLOS Bailando con las muertas
RODRÍGUEZ DEL REY, MÓNICA Despertar en el paraíso
ROMÁN, EUGENIA ELIZABETH Leer los clásicos
ROQUIER, MARÍA ELENA El ritual
ROSSINI, CLEMENTINA JOSEFA Rebeldías secretas
ROSSO, RAQUEL OLGA Mensaje Las hojas sin dueño
RUIZ KRÖEGER, ADRIANA Al final de la calle
SAAVEDRA MURIEDA, ANGÉLICA Mirá cuántos autos que me siguen Cuando yo me vaya
SÁNCHEZ, ANA MARÍA Polvo blanco
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SANTA CRUZ, BEATRIZ Rutina
SARLI RODRÍGUEZ, MARÍA OFELIA El asentamiento
SCHMIDT, OLGA C.
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La valija roja
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Mi sombra
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SCHUHMAYER, ÉRICA Alquitranados
SCREMIN, LUIS ALBERTO Un verdadero santo
SERVANDO RODRIGUEZ, FEDERICO Vigilia
SOSIO, MIRTA ¿Dónde estaremos?
TORRES de WIURNOS, MARÍA ROSA
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Raíces de un recuerdo
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TOSCANO, OMAR E.
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Elida
VALLERSTEIN, ALBERTO VICTOR Salida triunfal
VERGARA, SANTOS Regreso del lobo
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VINCENZINI, ALICIA
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La almohada escritora Éxtasis de amor
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YOBE de ABALO, ALBA
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Valentino y su hada madrina Oda a santa fe mi ciudad
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