Antología- Relatos Cotidianos- Luis Ceballos- Dunken

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RELATOS COTIDIANOS Cuentos



RELATOS COTIDIANOS Cuentos

Compilado y corregido por Elizabeth Toribio

EDITORIAL DUNKEN Buenos Aires 2018


Contenido y corrección a cargo de los autores Coordinación Editorial: Sabrina Mariel Vega seleccion@dunken.com.ar Compilado y corregido por: Elizabeth Toribio Ilustrado: Elizabeth Toribio Impreso por Editorial Dunken Ayacucho 357 (C1025AAG) ─ Capital Federal Tel/fax: 4954─7700 / 4954─7300 E─mail: info@dunken.com.ar Página web: www.dunken.org Hecho el depósito que prevé la ley 11723 Impreso en la Argentina © 2018 Autores Varios ISBN en trámite


PRÓLOGO

“Un libro es la prueba de que los seres humanos son capaces de hacer magia.” Carl Sagan Y si es cierto lo que nos dice Carl Sagan, este libro es el resultado de muchas magias construyéndolo. Porque ustedes fueron capaces de escribir y, en este puente de palabras, me tocó a mí ser capaz de imaginar cómo sería este libro. Cuando comencé a leer los cuentos que formarían parte, supe que rescatar la magia de lo cotidiano iba a ser el hilo conductor. Y no es poca cosa! Poder mirar más allá, ver lo que quizás para otros pasa inadvertido, valorar la belleza de las pequeñas cosas, revelar sentimientos, miedos, esperanzas, recuerdos… Y se sucedían relatos desde lo emotivo, desde el humor, desde el terror o la ternura, todas miradas de hechos cotidianos vividos y sentidos por distintas personas. De ahí el título, desde ahí la selección. Fue un juego, un privilegio, una alegría participar de este libro como compiladora. Agradezco a quienes compartieron sus obras, por permitirme conocer ese universo interno, mágico y maravilloso que hay en cada uno de ustedes. Para muchos, será la emoción de ver su obra publicada por primera vez, vivan este momento y conserven la magia que sienten para continuar escribiendo. Estuve en el lugar de ustedes varias veces y hoy me toca ser compiladora, lo cual fue una hermosa experiencia. Deseo que disfruten el viaje que se inicia en estas páginas, tanto como disfruté leyéndolos.

Elizabeth Toribio Buenos Aires, Febrero de 2018



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EL SULTÁN por María Andrea Abeledo Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Zuleika miró al sultán, como miraba a todo los seres vivos que la rodeaban, con inocencia. Lo miró desde su cabeza calva reluciente hasta los adornos dorados en las punteras de sus babuchas. Se detuvo en la oscuridad de sus ojos, en la sensualidad de su boca y en la pequeñez de sus orejas adornadas en los lóbulos con piedras negras. El sultán miró a Zuleika como miraba a todo a su alrededor, con codicia. Codicio su pelo enrulado del color de la arena del desierto iluminada por el sol, codicio sus ojos del color de las hojas de las palmeras en los oasis pero sobre todo codicio su cuerpo voluminoso. El caftán verde malva con el que se cubría no llegaba a ocultar las curvas opulentas de su anatomía. El sultán le tendía la mano y la invitó a compartir el té con él. Los cortesanos se retiraron y ellos quedaron solos. ÉL se dedicó a servirle el té de menta en finas tazas de plata, la obsequió con dátiles, pistachos y pasteles cubiertos de almíbar que Zuleika comió golosamente…los dedos del sultán quedaron pringados de azúcar líquida. Ella sintió los ojos oscuros del sultán sobre ella, lánguidos, aterciopelados y sintió la necesidad de acariciar esa cabeza enorme, calva…El sultán se abandonó, bebió de los labios Zuleika .se deleitó con el sabor a menta, pistacho y almibar y enredo los dedos en los rizos de ella. Sus cuerpos, ambos voluminosos, buscaron las mejores posiciones para darse placer, se amaron durante toda la noche, él sintió que ese cuerpo lo alojaba, lo acogía, lo recibía con gozo, se sorprendía de la risa cantarina de ella al final del orgasmo. Se amaron con pasión y comieron con fruición, por la mesa del sultán y Zuleika pasaron aceitunas, pequeños trozos de cordero asado, hummus, berenjenas, panes delgados como galletas, sorbetes de frutas, pasteles de pistachos y miel, granadas, almendras caramelizadas y por supuesto té de menta. Y esa fue la primera noche de muchas…Zuleika vivía en armonía con las otras esposas del sultán y las concubinas en el harén. Pasaba el tiempo leyendo, estudiando, tomando largos baños en el hamman, ayudando en la cocina. No buscaba ser la única para el sultán, se conformaba con su amor cuando él se lo daba, su vida transcurría tranquila hasta que un día entró a un cuarto y vio su reflejo en un espejo de cuerpo entero, observó su cara de luna llena, sus pechos opulentos, sus brazos rollizos, sus piernas cortas y regordetas. Ella nunca se había visto en un espejo que la reflejara en su totalidad y se asustó. Esa noche el sultán la convocó a su cuarto, pero cuando se le acercó, como siempre, para amarla Zuleika se apartó y huyó del


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lugar. El sultán miró con tristeza como ella huía sin entenderlo, sintió rechazo y oscuridad, Zuleika era luz, risa e inocencia en su vida ¿por qué huía de él? Ella no podía o no quería explicar lo que había visto cuando se observó en el espejo, se sintió horrible en comparación con sus compañeras del harén. El sultán, su hombre, su amor, merecía algo mejor que ella en ese cuerpo, por lo cual decidió dejar de comer…pasaron unos días y el sultán volvió a convocarla. Zuleika acudió presurosa pero quedó consternada al ver la cara de tristeza del sultán al verla ¿Dónde estaba el cuerpo opulento que había codiciado? ¿Quién era ese ser escuálido que lo miraba con los ojos del color de las hojas de las palmeras? Se acercó a besarla pero su aliento seco lo disuadió, deseaba nuevamente el olor a menta, a pistacho…El sultán se apartó y esta vez fue él el que huyó…Las lágrimas del mundo caían por los ojos de Zuleika. ─Bueno gente, terminó la clase─ Daniel apagó el equipo de audio. El señor calvo, de ojos oscuros salió de la pileta y atrás salió la chica rubia y rolliza. La clase de aqua─gym había terminado.


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CONTRAFUEGO por Maximiliano Aime Buenos Aires

En un rapto de cordura, me deshice de lo que me afectaba. Tiré los recuerdos al cesto y los encendí. La creciente flama se proyectaba en el espejo, iluminando el cuarto. Sentí el ardor en mi rostro. El humo irritaba mis ojos y se incrementaba como niebla. Mientras, el fuego hambriento me pedía más. Entonces, también le di la ropa, los zapatos y las carteras obscenamente costosas. No quedaba demasiado cuando ella volvió por todo. El antebrazo le cubría el rostro. Apenas dejaba ver sus ojos pardos devenidos en púrpura. Me miró con desprecio a través del espejo sobre la pared. Intentó arrebatarme de la mano un zapato que ya no tenía par. Aun así, lo lancé sobre la boca flamígera. Me insultó y hasta casi se quema por querer atajar el calzado. Me golpeo con la palma abierta y fue cerrándola mientras presionaba mi piel. Sus uñas largas descendieron, arrollando la dermis bajo las garras manchadas de sangre. Sé que me hubiese golpeado más, pero la necesidad de salvar algo del fuego, me mantuvo a salvo. ─ ¡Qué hacés imbécil, me vas a apagar el fuego! ─ Grité, intentando disuadirla. ─ ¡Qué!… ¡Estás enferma!… ¡Loca estás! ─ ¡Pero si no necesitamos nada de eso! ¡Quememos todo! ─ ¡Cómo que no! Yo las necesito. Es el esfuerzo de mi trabajo, mi tiempo… mi vida. ─ Tu tiempo y tu vida. Pero te olvidaste de mí. Estas cosas no te pertenecen. El objeto sos vos. ─ ¡Callate enferma! ¡Dejame en paz! ¡Callateee! Discutimos hasta el baño. Allí tomó un balde y volvió. Quise volcarlo en el camino, sin embargo, no pude evitar que el agua regara mi fuego. Volví mi cabeza hacia la pared, la miré y entre lágrimas, le rogué que no lo apague. Traté de convencerla de que era lo mejor. Que estábamos presas. Intentó otra agresión. Me defendí. Le pegué un puñetazo en el ojo. Solo se quejó. Nunca corrió el rostro. Pude ver a través del espejo, su pómulo rojo, inflamándose.


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Entretanto, el agua no logró amainar la llama. Cuando tomó las cortinas, bastó una leve corriente de aire, para que la llama se esparciera. Restos de lino blanco, encendidos como papel, cayeron sobre el colchón. El fuego tuvo voluntad propia. Se movió de un lado a otro, consumiéndolo todo. El humo se acumulaba y las fosas nasales comenzaban a arderme. Tanto ver, como respirar era imposible, sin embargo, ella no dejaba de intentar salvar lo poco que quedaba. Al mismo tiempo, yo no dejaba de avivar el fuego, aunque en ese intento también terminara consumiéndola a ella. Al fin y al cabo, quizá era lo mejor para todos. La puerta de entrada se abrió. En la humareda oscura asomó José. El fortachón del “A” se cubrió con una toalla mojada y un trapo como un barbijo, le protegía las vías respiratorias. Me nombró varias veces mientras buscaba, pero no le contesté. Apenas me divisó, me tomó del brazo. Me resistí. Arrastré el cuerpo hasta el umbral de la entrada. De todos modos, José me obligó a cruzarlo. No quería salir hasta que el fuego consumiera todo y si era necesario que me tomara, pues que lo hiciera. Para entonces, en el palier parecía haber una reunión de consorcio. Estaban todos los curiosos del edificio. Nadie se acercó a preguntarme cómo estaba. Solo me miraban, susurraban entre ellos y luego bajaban la vista, fingiendo la vergüenza de la que carecían. Al instante, bomberos corrían por el pasillo intentando despejar el área. Una enfermera trató de calmarme. Limpió las heridas de los rasguños, pude sentir el ardor del desinfectante penetrando la lesión. ─ ¿Hay alguien más? Me preguntó un bombero. Yo Permanecí en silencio. ─ ¿Lucrecia, hay alguien más?; ¿A quién le gritabas? colaboró José mientras era atendido a mi lado. Mi silencio no le hacía más que un favor. Debía ser libre y yo la estaba liberando de sus cosas. Ella no me hacía bien, y hasta quién sabe qué represalia hubiese sido capaz de tomar en mi contra. Sus voces se amalgamaban en preguntas. Solo les dije que no meneando la cabeza de un lado a otro. “¿Y quién te hizo eso en la cara?”; “¡Mirá como tenés el ojo!”; Me cuestionaban, mientras mis párpados comenzaban a cubrirme el ojo purpúreo por el humo. Entonces como en un acto reflejo, empujé a la enfermera y corrí hacia el fuego. Lucrecia no debía salir.


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EL BONDI por Daniela Natalia Alaimo Buenos Aires

Todas las mañanas salgo corriendo al trabajo, tengo todo cronometrado: dos colectivos y un largo camino por delante. Te diría que a los que viajan conmigo los veo más seguido que a mis amigos. A las diez y media, pasa el colectivo 300 para hacer trasbordo y llegar a destino. Pero este día todo comenzó así: el 300 se me rio en la cara cuando pasó delante de mí y me quedé con el brazo extendido. Cuando llegué a la parada del 159, quedaban pocos asientos, no pude elegir demasiado. El colectivo comenzó andar y en una de las paradas sube un pibe, el único asiento que quedaba vacío era al lado mío, y se sentó. En un principio, nada me había llamado la atención, hasta que observé que tenía un libro entre sus manos, y no me pude resistir a mirar lo que leía, de puro chusma que soy: Diez negritos, Agatha Christie. Sacó los auriculares de su mochila, armó un cigarrillo –bueh… el olor no era de cigarrillo– y se lo puso en la oreja. No quedó ahí la cosa, sacó una cerveza Pilsen de la mochila, sí, una cerveza a las 11 y media de la mañana, y se acomodó sin prestar atención a que al lado suyo había una persona, y esa persona era yo. Mi cara era de asombro, lo miraba a él y miraba a los demás pasajeros que iban súper cómodos. Luego de que leyera un par de páginas del libro, se chupó una botella de cerveza. El vago se quedó dormido y cayó literalmente sobre mí. Lo desperté para que se acomodara y se disculpó; así varias veces, muchas veces. Siempre se repetía la misma situación, hasta que la última vez que lo desperté, a los 5 minutos estaba en un sueño profundo, con ronquidos y sueño incluido. Gritaba, lloraba, se reía, se tiraba sobre mí. No lo aguantaba más, y si por las buenas no había logrado que se comportara como una persona civilizada, tuve que recurrir a una estrategia que lo hiciera despertar de una buena vez. Así que agarré mi botella de agua, la abrí, me paré y se la tiré encima para que se despertara y despabilara. ─¿Qué hacés, flaca? ─me dijo el caradura. ─Te estoy despertando, ya no te aguanto más ─le dije, enojada. El vago agarró, se paró y me dijo: ─Me parece que estás necesitando que te calmen. ─ me tiró un poco de cerveza que le quedaba en su botella y yo le pegué una piña.


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─No fue intencional, pasa que estoy soñando que soy la Tigresa Acuña ─le respondí. Nos volvimos a sentar, ambos con los brazos cruzados y cara de enojados, y otra vez la misma situación. A todo esto, el micro entero estaba mirando la situación, pero nadie decía nada, sino que se reían y filmaban todo. Al fin llegué mi trabajo y mi día volvió a ser normal, con mi rutina de todos los días. Unas horas más tarde, mi celular comenzó a arder de mensajes. Una de las personas del colectivo había subido la grabación a las redes sociales, y en dos horas, se había viralizado. El pibe era hijo de uno de mis jefes, un nene de papá, un nene de unos cuarenta años sobreprotegido por su papá, que le llegó el video y gracias a eso me echaron del trabajo: por pegarle al hijo de un dirigente sindical que había tomado un micro por primera vez en su vida porque al auto se lo había quedado su ex mujer; luego me enteré de todos esos detalles. Ahora vivo de los videos de YouTube y tengo millones de seguidores en todo el mundo. Filmo videos tres veces a la semana, el resto me dedico a descansar o conocer a mis fans que me invitan a sus ciudades para conocerme y les tire agua. Se hizo popular una campaña donde se tiraban agua eso fue un boom. También fui invitada a los programas más importantes alrededor del globo terráqueo y la novedad fue que Marvel me propuso crear un personaje inspirado en mi donde sería una heroína de la ciudad ¿que mas puedo pedir? solo agradezco al universo por ser tan maravilloso, todo fluye nada es permanente.


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UN LUGAR IGNOTO por Marta Graciela Améndola Ciudad Autónoma de Buenos Aires

El susurro del viento se prendió de las hojas de los árboles y muy pronto se transformó en un aullido aterrador. La niebla descendió sobre el bosque y todo se esfumó ante mis ojos. Sólo se percibían débiles contornos y las formas se desvanecían y pasaban a ser lo que mi imaginación quisiese. Un dedo frío recorrió mi espalda y el miedo se apodero de mí. ¿Qué hacía yo en ese lugar? ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Qué camino indujo a mis pies recorrerlo para terminar en ese paraje desolado? Estaba asustada. A pesar del frío mi cuerpo estaba empapado y la ropa se adhería dibujándolo. Extendí mis manos tratando de descubrir que había frente a mí. Las ramas resecas lastimaban mis pies descalzos. Quería escapar pero mis piernas se negaban a marchar más aprisa. Deseaba huir pero al mismo tiempo descubrir dónde me encontraba. De pronto a mi izquierda un sonido lacerante taladró mis oídos y me sacudí cayendo en un pozo profundo que terminó en…. mi cama. Todavía hoy me pregunto qué significado tendría ese sueño y por qué razón tenía algunas heridas en mis pies.


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TRANSICIÓN por Sabrina Ammazzagatti Buenos Aires

Ella me tomaba de la mano con fuerza. La escuchaba sollozar, pero no la veía nítidamente, apenas era una mancha borrosa ante mi vista. Ella pronunciaba mi nombre esperando que le contestase, pero yo no la escuchaba, no le prestaba atención. Alguien más apareció en la habitación. Me asusté e intenté sentarme en la camilla, para verlo mejor. Entonces me levanté, pero no como yo esperaba. Sentí como si me hubieran dado un gran empujón. Di vueltas hasta chocar con la pared que se encontraba frente a mí y de repente mi vista mejoró. Vi a mi madre sacudiéndome con una mano sobre mi abdomen y sus mejillas mojadas. Vi al médico desconectar las maquinas que me ayudaban a respirar y medir mi pulso cardíaco. Me vi mirándome con los ojos apagados y el rostro inexpresivo. No oía nada, pero sabía que mi madre me seguía llamando. ─ No quiero ver.─ dije sin saber a quién y todo se volvió oscuro. No había más que una negrura fría y envolvente. No sentía el suelo bajo mis pies, era incapaz de llevar aire a mis pulmones o de ver nada. No sé cuánto tiempo estuve así, hasta que una luz muy potente bañó el lugar desde el otro extremo. Una vez que mi vista se acostumbró, pude ver donde me encontraba. Era un túnel. Uno frío, ruidoso y sofocante, lleno de plantas espinosas y penumbras. Lo debía atravesar para acercarme a la luz y ver mejor. Mis ojos me lo pedían. Pedían claridad, mi piel pedía calor, mis pulmones aire y mi cabeza, que ese ruido ensordecedor cesara. Comencé a avanzar, apartando con mis brazos y piernas todos aquellos espinos provocándome raspones. Cada vez avanzaba más rápido en busca de lo que mi cuerpo exigía y mientras lo hacía, mis padecimientos disminuían. El ambiente se volvía más cálido conforme me aproximaba a la luz. Las heridas causadas por la vegetación del lugar ya no dolían. Una ligera brisa me proporcionaba aire fresco y el ruido que tanto me aturdía se iba convirtiendo en algo más. Voces suaves y gentiles me alentaban a seguir, a llegar al otro extremo, a volver con ellos. Sí, volver. No supe a qué se referían con eso, pero tampoco me detuve a pensarlo. Yo quería “volver” sea lo que fuese.


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Al final del trayecto encontré un hermoso valle. El viento acarició mi rostro, la luz abrazó mi cuerpo y me sentí más libre que nunca. Aún así, las voces, dentro de mi cabeza, me incitaban a seguir, que no era ahí donde debía estar. Sin embargo, no me lancé a la carrera al igual que antes, es más, iba con la mayor lentitud posible con tal de disfrutar del plácido lugar. Mientras caminaba, oí golpes similares a los de un tambor, pese a que no había ninguno a la vista. Sin darme cuenta, otro resplandor me rodeó. Luego de una larga y placentera caminata, me encontré con un acantilado. Por la luz, sólo puedo decir que allí ya no había vegetación y que más allá del borde podía divisar una profunda oscuridad. Las voces seguían retumbando en mis oídos, pero ya no me alentaban a seguir adelante, ahora me pedían que saltara. Inspiré hondo y me llené de valor. Salté, caí y sentí. El calor era mayor ahí, no podía respirar y las paredes se cerraban sobre mí, pero algo me arrastraba, provocando que siguiera cayendo. Me arrepentí de inmediato de haber dejado el valle, sólo para experimentar el sofoco y la incomodidad. Súbitamente, de nuevo otra luz y sonidos. Un hombre me tomó de una pierna y me nalgueó. Me asusté y no pude evitar llorar. Luego, una mujer me tomó en brazos y me entregó a otra. Cuando esta última me cargó, de inmediato me estrechó contra su pecho, pero no como la primera, sino con más ternura, más sentimiento. Escuché el sonido de un tambor. Miré su rostro y vi a una mujer morena con gran sonrisa, nariz grande y ojos pequeños, que en ese momento, me pareció la criatura más preciosa que jamás haya visto. Ella me devolvió la mirada, dijo algo que no entendí y me besó la frente mientras acariciaba mi cabeza. Observé a la mujer. Sus ojos llenos de felicidad, amor y admiración. Sus manos y brazos cálidos y protectores, su sonrisa grata y sincera. Aunque lo que más me gustaba de ella era el valle que el conjunto de sus facciones me recordaba.


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TÚ NO JUAN… por Elida Azcuy Ciudad Autónoma de Buenos Aires

El sol caía a plomo sobre las piedras que forraban la calle. Las campanas de la capillita sonaron su fúnebre tañido, dando por terminada la ceremonia. Ancianos y adultos fueron pasando y depositando un beso sobre la caja modesta y opaca. Acabado el besacaja los muchachos la colocaron sobre un carrito y salieron a la calle donde esperaban, bailando y cantando, el resto de compañeros. ─¡Vamos! ─ gritó José poniéndose al frente del grupo ─ Oye, Juan, con que arrancamos? ─¡Salsa y bachata, chico! ─contestó Juan ─ Y bien alto, eh? El grupo salió, bullanguero, ruidoso y como desaforado, bailando y gritando por esa única calle empedrada de la islita y que conducía al cementerio. Los pocos caminantes que osaban pasear bajo ese sol ardiente y demoledor, los miraban con asombro y desaprobación “así no se lleva un muerto…”, “qué vergüenza, qué juventud…” A ellos nada les importaba. José, portaba sobre sus hombros una enorme radio de la cual salía, estridente, la música; al ritmo de la misma guiaba la deshilachada caravana, por momentos giraba sobre sí y, muerto de risa, atacaba: ─Juan, avanza y deja de coquetear ─mientras daba un beso alegre a la lata de cerveza que llevaba en su mano. ─Hola, preciosa, gracias por la presencia… Adiós ─dijo Juan a Libby y se fue saltando enardecido. ─Miky, dame una birra bien friiíta y vente a chacotear conmigo… hola Inés… qué bonita estás chica, adioooos! ─Juan bailaba entre sus amigos. Transpirados, cansados y alegremente felices llegaron a destino. Buscaron el lugar, depositaron la caja bajo la sombra del uvero de playa y comenzaron con la otra ceremonia: de las canastas salieron manteles divertidos, vasos, sándwiches, frituras, una picadera…y bebidas… muchas bebidas. El picnic


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total, cumpliendo la promesa hecha a su amigo muerto. La música aturdía más que complacía, pero no importaba había que aturdirse… José, ya bajo los efectos del alcohol y el cansancio, se durmió abrazado a la radio, junto a la caja. ─ Perdón amigo…─ atinó a murmurar. En cambio, Juan parecía haberse dado cuerda antes de salir, estaba excitado, pleno, bachateando a lo loco, repartiendo besos y abrazos a cuanto amigo o amiga se le cruzaba ─¡Esto sí vale la pena! ¡Chico, qué despedida, hermano! ─gritaba mientras abría otra cerveza y mordisqueaba una fritura. Fue anocheciendo, ya no había sol y el calor había aflojado bastante, también la música y la algarabía. Todo el grupo, desparramado bajo los uveros, cantando la borrachera, permaneció un rato más esperando la salida de la luna, algunas velas se encendieron para hacer más macabra la escena. Con el primer rayo de plata atravesando las anchas hojas comenzaron a llenar las canastas con los avíos… Abrazados unos con otros, cabizbajos, cansados fueron saliendo, desfilando hacia el portón de salida… Testigos de la parranda quedaban las brillantes latas, muchas latas, mil servilletas de papel arrugadas que semejaban blancas gardenias pinchadas en la grama…y la caja. José y Juan, abrazados, apoyándose el uno en el otro, cerraban la marcha. José con su gran radio cargada al hombro. ─Estuvo bueno, ¿verdad? ─preguntó José. ─Tal y como lo quería ─dijo Juan José traspasó el portón y lo cerró detrás de él, miró con amor a Juan, que intentaba salir, y murmuró: ─Tú no Juan, si tú eres el muerto.


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SOLILOQUIO DEL CANSANCIO por Melanie Bais Buenos Aire

¡Hombre! ¿Hombre? ¡Pero que pendejo! Lo que le falta para ser hombre… ¡Y su padre! Siempre esta bien el chico. Es continuo “No lo veo bien, hablá con él” y cinco minutos después me dice “Me dice que está bien” ¡Ya se que dice que está bien! ¡A mi me dice que está bien! ¡Fijate qué le pasa! ¡Me dan ganas de gritar! Pero no, mamá diría que las mujeres debemos respetar los tiempos de los hombres. ¿¡Y a mi quién me respeta!? Me levanto, limpio, compro, cocino para que a la tarde estos hombres ensucien todo. Entonces otra vez limpio, guardo y todo lo mismo que hice a la mañana lo hago a la tarde y a la noche. Me canso. ¡Y me canse! ¡Lo de hoy fue mucho! Me llamaron de la comisaría porque un adolescente estaba dibujando graffitis afuera. Le digo al padre y me dice que lo busque yo, que él tiene que trabajar. ¡Y la bruja lo busca mientras papi dibuja! Encima cuando volvimos me dice que no lo entiendo, que soy una esclava de la escoba y que solo soy feliz limpiando. ¡Limpia vos querido! Yo no soy feliz limpiando pero alguien lo tiene que hacer. «Hay que entenderlo» dicen los psicólogos modernos. Es parte de la edad. Está sufriendo, es un proceso de cambios. ¡A patadas lo sacaría de la etapa de cambios! Pero no, no se puede dicen los psicólogos… Manga de traumados. Ahora que lo pienso, los padres de Freud habrán sido lo peor de la humanidad, porque según él todo es culpa de los padres. No creo que ese hombre haya tenido hijos adolescentes, o era como mi marido, los tenía pero se encargaba la esposa. ¿Así imaginé mi vida? No, si yo era igual que él, pero más astuta. Pintaba graffitis en la pared de la comisaría de noche, apurada. No, él los pinta de día, en el patrullero. Y era idealista, escribía frases del Mayo Francés, ¡No mi nombre! Yo si era rebelde, rebelde en serio. Me llevaba el mundo por delante. Cuando iba a la universidad militaba por un mundo mejor. Estudiaba humanidades para cambiar el mundo. Pero apareció un arquitecto hablando bonito y dejé todo. Y nueve meses después apareció Luca.


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Y quince años después estoy discutiendo con un hombre que ni un té sabe hacer. Y que, aunque él no lo sepa, a grandes rasgos, se parece a mi. Porque cuando sueña, es un loco lindo.


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LA INMORTALIDAD DE LOS BONSÁI por Marianela Balcarce Buenos Aires

Leticia terminaba de leer la carta cuando Pablo entró abatido de una larga jornada laboral. Se puso de pie dejando las novedades en la mesita de luz. Hacía tiempo que ella no salía de la casa, desde que Manuel se había ido a conocer tierras lejanas y Macarena aparecía sólo en las fechas importantes. Todo en casa de Leticia era un perfecto silencio; la pulcritud, los muebles lustrosos, cada cosa colocada en forma solemne en su lugar. Pablo le indicó con una sonrisa ladeada, que cerrara los ojos porque tenía un regalo para ella. ¿Un regalo? Hacía tiempo que ella no recibía nada, ni siquiera una rosa en día de enamorados o una taza en el día de la madre ¿Se había olvidado de un día especial? ¡¿En dónde estaba su cabeza?! Ejecutó paso a paso las indicaciones que su esposo le daba: cerró los ojos, sintió que él se acercaba a ella tanto que podía sentir el calor de su aliento sobre su nariz y labios; extendió su mano, pudo sentir como un recipiente liso, con tierra dentro humedecía su palma y falanges. No pudo soportar más y abrió los ojos. Un perfume dulce, casi imperceptible, invadió sus sentidos. Las flores de un pequeño cerezo brillaban en las ramas de un árbol pequeño. ─ Es un bonsái─ aclaró Pablo mientras acariciaba una de sus hojas─ Dicen que pueden vivir cientos de años si tienen un buen cuidado. Leticia no entendía bien la finalidad de aquel obsequio, pero eso no le impedía admirar la belleza natural de la planta. ─ Me dijeron los hombres que me lo vendieron, que este bonsái viene de tierras niponas. ¿Sabés, amor? En Japón estos arbolitos pasan de generación en generación, es un legado, una herencia de honor inquebrantable. Leticia recordó lo que había leído en la carta y no pudo contener las lágrimas. Se alejó unos pasos con planta en mano para buscarla y entregársela al marido. La carta revelaba que los análisis habían dado positivo y la leucemia avanzaba sin remordimiento por su organismo. Ella no estaba para cuidar plantas. Dejó el obsequio a su esposo y salió corriendo hasta la recámara debatiéndose entre la vida y el dejarse morir. Si se dejaba morir, su familia padecería los cambios que la enfermedad le tenía preparados. Sólo quedaría un cadáver moribundo sin brillo en la mirada y un alma encerrada. Luego pensó en la planta, miró a su alrededor ¿Qué les


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dejaría a sus hijos? ¿Con qué la recordarían? Se secó las lágrimas con el puño, salió de la recámara y se abalanzó cuando el marido quiso tirar el bonsái a la basura. ─ Disculpá Leti.─ dijo Pablo.─ No sabía que… y yo vengo con este regalo absurdo… Leticia lo besó tiernamente y recogió el árbol. Por primera vez salió al patio de su casa sin sentir que estaba desafiando los recuerdos. Colocó la maceta en donde lo sintió y se sentó frente al bonsái por un largo rato. ─ A través de ti viviré─ le confesó ─ Mi cuerpo está cansado y fuerzas para mantenerme encerrada en el no tengo. Te cuidaré. Seré tu raíz, tu savia. Seré vida después de todo. Con una sonrisa se despidió del árbol. Entró como si nada a la cocina y se preparó el té que tanto le gustaba. Pablo hizo lo mismo y juntos se sentaron en el sillón del living. ─ ¿Y ahora? – preguntó él soportando la angustia de la partida─ ¿Qué haremos sin vos? ─ Pablo todavía no me fui─ dijo ella colocándose de manera que él pudiera ver sus ojos─ Voy a luchar a mí manera, te pido que me acompañes. Eso sólo, nada de clínicas, nada de estudios. Pablo asintió. Fue testigo de los meses que siguieron. La enfermedad no daba respiro; pero ella seguía de pie, cuidando de su bonsái. Luego se descompensaba y él tenía que llevarla en brazos hasta la cama. Los hijos llegaron en el último mes para ver como su madre revivía y marchitaba por momentos. Hasta que, en una de luna nueva, la última flor del cerezo cayó y junto a ella, Leticia. ─ Cuiden de esa planta─ dijo con un hilo de voz─ lo que queda de mí, mi herencia, está escondido en sus raíces. Ese cerezo soy yo y si me cuidan,, habré burlado al tiempo. Seré inmortal como este bonsái y cuidaré en secreto a cada miembro de esta familia, generación tras generación. El bonsái acompañó a la familia de Leticia a través de los años. Inmortal. Así era la magia de los bonsái.


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PELOTA DE TRAPO por Andrés Norberto Baodoino Ciudad Autónoma de Buenos Aires

―Papá, ¿cuándo vas a trabajar al country del señor Gonzalo? ―¿Por qué Pedro, qué necesitás? ―intrigado Miguel. ―Alexis, el hijo, me dijo que fuera al partido que van a hacer. ―¿Vos al partido?, no nene no te confundas, soy el jardinero que cuido y trabajo, no soy amigos de ellos. ―¡Sí quiero ir! Alexis me dijo que fuera. ―Pedro, el partido que harán es un premio para Alexis por terminar la primaria y van sus compañeros de escuela. Ellos tienen su equipo interescolar y seguro irán otros chicos del grado, pero vos no. ―¡Sí, yo voy! Si no me llevás les digo que me vengan a buscar. ―Hijo, nosotros no tenemos las posibilidades económicas de ellos, además solo soy un empleado. Vos vas a tu escuela y ellos a otra, no conocés a nadie. ―Lo conozco a Alexis y basta. Cuando me llevás y vos cortas el pasto y arreglás el jardín yo juego a la pelota con él. ―No es lo mismo, pero si tanto insistís te llevo, ¿seguro te invitaron no? Pasaron los días y llegó el sábado, Pedro vivía esos instantes como si fuera a jugar la final de un campeonato. La ilusión lo invadía; después de todo solo tenía trece años y jugar en el potrero con sus amigos no era lo mismo que en una cancha con césped, con arcos y con redes. Y con una pelota profesional, que él y sus compañeritos jamás podrían comprar. Miguel (su papá) lo llevó. ―Hola Pedro, qué bueno qué viviste ―contento Alexis. ―Sí, no te podía fallar amigo ― eufórico Pedro. ―Vení que te doy la ropa para cambiarte, ¿podés jugar al arco? ―Bueno, es que yo juego de delantero, pero si vos querés atajo. Hoy sos el dueño del equipo Alexis. ―No te hagas drama Pedro, después ataja otro, ¿sí? ―Hola Pedrito. Eso es, a jugar y divertirse, después comemos. Yo soy el referí ―el padre de Alexis. ―Joya don Gonzalo, la vamos a romper, ja ja.


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El partido empezó. Jugarían dos tiempos de treinta minutos. Pedro entró en el equipo de Alexis como arquero, el otro equipo lo integraban los suplentes del grado. La pelota iba y venía, los pases, los goles y los gritos también. Pedro disfrutaba, pero se desvivía por salir a jugar como lo hacía en el potrero, y demostrar que podía hacer goles. Pero el tiempo pasaba y del arco no salía. Ya estaban en el segundo tiempo y en un momento le dice a Alexis: ―¿Puede atajar otro, así corro un rato? ―Sí Pedro, esperá que estamos ganado y estás atajando de diez. En un rato voy al arco por vos. Los minutos pasaron y en un momento Gonzalo hizo sonar fuete su silbato, y les dijo: ―El partido se terminó, ya está listo el asado así que, a comeeerrr. Pedro quedó ahí parado, sin saber bien qué hacer. Lo habían invitado y no podía quejarse, pero su ilusión era jugar al lado de Alexis y ser las estrellas del partido. Trató de disimular y sentado con otros chicos en el gran quincho, comió algo pues hasta las ganas de comer había perdido. Los papás comenzaron a llegar a buscar a sus hijos. Pedro observaba que el señor Gonzalo, le regalaba una pelota como souvenir a cada uno cuando se iba. Por fin llegó Miguel, Pedro lo esperaba porque se quería ir, no había sido la jornada que soñó. Gonzalo le dio la mano a Miguel saludando y agradeciendo el haber traído a su hijo. Le tocó la cabeza a Pedro y le dijo: ―Amiguito, la verdad nos salvaste porque Joel, el arquero, se fracturó el brazo y no podía venir. Lo tuyo muy bueno, atajaste muy bien. Ah, tomá este paquete, no comiste casi nada. Llevate torta que seguro la vas a disfrutar. Pedro tomó la mano de su padre, la apretó muy fuerte. Dibujó como pudo una falsa sonrisa, aguantando una lágrima, que quería salir como él a la cancha antes de empezar el partido. Pensó: “Cuando estuve solo, allá en la fiesta, me sentí preso de una ilusión. Ahora soy libre junto a mi padre, más allá de sentir la realidad. Tengo el amor de mi papá y él el mío, qué más puedo pedir”. Pero era solo un niño lleno de ilusión. Los dos, padre e hijo, caminaron rumbo a su hogar despacio, sin palabras, sin pelota, con la certeza de que el partido de la vida (aun cuando la pelota sea de trapo) si estaban juntos lo habrían de ganar.


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LOS CUENTOS QUE ME CONTABAS por Sara Becker Ciudad Autónoma de Buenos Aires

¡No!… ¡No me quiero ir a la cama! ¿No vienes conmigo y me cuentas un cuento?… ¿Ahora?…¿Sí..? «Había una vez…» ¡Espera, mamá!… ¿Cuál me vas a contar?… digo…, porque todos empiezan así… ¿el del oso que se ponía harina en un brazo?… ¿el de los hermanitos que se perdían en el bosque mientras jugaban?…¿el de la escoba que se asustaba con el viento porque el malvado quería sacarle sus cabellos?…¿qué?…¿qué yo elija?…No, mami, cuéntame el que quieras, el que mejor recuerdes, el que tengas ganas de contarme hoy. Me gustan todos los cuentos porque los cuentas ¡tan bien! Aunque los repitas una y otra vez, siempre estoy atenta para no perderme ni una palabra… no sea que luego no entienda el final. Yo me quedo aquí, quietita, en serio, …. y shhh!, ya me callo y no hablo más. Cierro mis ojos de hoy, madre, y te veo sentada en el borde de mi cama contándome cuentos, haciendo ademanes, poniendo en tu voz las voces de los personajes. Te escucho cuando hablas bajito o cuando elevas tu voz y en mis oídos suena más aguda o más grave, o cuando haces silencios seguidos de ruidos fuertes creando suspenso, mientras me miras atentamente para ver mis reacciones. Parpadeo sólo por instantes, cierro los ojos y me contemplo acostada, casi tiesa, con los ojos muy abiertos, con carita de asombro a veces, con sonrisas otras. Disfruto recordando esos relatos que me eran tan necesarios porque te sentía dedicada a mí, sólo a mí, relatándome fantasías que tantas veces, supongo, inventabas. Cierro los ojos, mami, y te veo actuar los cuentos que me contabas. Cierro los ojos, mamá, y busco en mis recuerdos los cuentos y poemas que me recitabas, las canciones que me cantabas.


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Creo que cuando crecí nunca te dije como atesoré esos maravillosos momentos que ambas compartimos, porque me dieron alas para volar hacia las tierras de la fantasía, porque me dejaron moralejas llenas de sabiduría, porque me permitieron sentirme muy cerca tuyo, porque aún actuando, recitando, cantando o contando, sembraste semillas de amor con tu calor de madre. Cierro los ojos, sí, y recibo en mis mejillas de hoy los besos que ayer me dabas. Cierro mis ojos de hoy, mamá, y me transporto a esas tan remotas épocas de mi infancia. Cierro los ojos mamá, y los cierro con fuerza, para no perder esos recuerdos que temo se escapen y dejen de humedecerme el alma. No sabes cuanto lamento, madre, no haber compartido contigo, cuando crecí, esos recuerdos atesorados de mi infancia y que el paso del tiempo nunca consiguió borrar. Dondequiera que hoy estés, madre, debes sentirte feliz, porque aunque han pasado tantos años… aún recuerdo los cuentos que me contabas.


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EL ESPERADOR ESPECIALIZADO por Branko Ivan Tadeo Beovic Araya Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Siendo muy chico, aprendió a tener paciencia y a esperar. En la escuela esperaba a que la maestra terminara de hablar, para luego preguntar, él decía que solo así esperaba aprender más y mejor. Cuentan que una vez, fue al aeropuerto de Ezeiza, a esperar a una amiga de su hermana, a la que no conocía mucho, venía de España. Por motivos climatológicos, el vuelo se retrasó casi veinticuatro horas; él, sin embargo, no se movió ni un solo minuto de la terminal aérea; convencido de que ella podría ser su pareja en un futuro no muy lejano, por eso la esperó sin reparos. Años más tarde, se separarían; ella le dijo un día, que lo dejaba porque estaba enamorada de otro hombre. Entonces él, le deseo toda la suerte del mundo, también le deseo que fuera feliz, y le dijo que no le guardaba rencor, así fue como él nuevamente espero… espero a que ella se marchara y se puso a llorar. Una de las tantas cosas que lo hacía feliz era: ir al médico, o al odontólogo, también se sentía a gusto, cuando tenía que hacer algún trámite burocrático, de esos en que hay que esperar. Las salas de espera, recargaban y potenciaban, su natural condición de esperador especializado.Su primer recuerdo le venía, de aquel momento en que tuvo que esperar nueve meses y algunos días más para venir al mundo. Cuando era bebe, cada vez que tenía hambre, o necesitaba a su madre, solía llorar a grito pelado; entonces, la madre con la teta en la mano le decía: espera, espera,aquí estoy no llores más. Tras veinte años, luego de haber terminado la secundaria, un día, mientras esperaba en la fila de una de las cajas de un supermercado chino, se encontró con un compañero y camarada de andanzas, sueños y experiencias inolvidables, hablaron un rato, recordaron viejos tiempos, estaba tan contento, que hablaba y hablaba, sin percatarse que el otro, lo único que quería, era seguir su camino, finalmente, adujo que estaba apurado y se fue, no sin antes, prometerle que lo llamaría, para seguir la charla. Pasaron días, semanas, meses, y él sigue esperando la llamada. Un día, se enteró que tenía cáncer, y que no había cura por el momento para su condición, por lo tanto había que esperar los avances de la ciencia, el oncólogo le propuso mientras tanto, iniciar una combinación de tratamientos como cirugía con quimioterapia, radioterapia, y otras acciones más cerca del albur que de la certeza. Lo pensó unos días, y sin dar demasiadas vueltas,


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tomó la decisión de no seguir tratamiento alguno, y es así como se puso a esperar su final, solo que esta vez, comenzó a decir y hacer todo lo que no había hecho ni dicho antes, se focalizó en vivir cada día, cada instante, cada minuto con total intensidad, al punto de haberse olvidado de todo aquello que esperaba.


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ELLA Y LA MUERTE por Lujan Biaggini Buenos Aires

Ella. Enérgica, locuaz, rebelde, frenética. Salta de un lado a otro. Ruge, grita, gime. La muerte la viene siguiendo, y ella; furiosa, fogosa; sigue, sigue y sigue. Nadie la puede parar, nadie, ni ella misma. Entonces el escenario se ilumina, y la muerte tras bambalina. Ella se come al público. Y el público ríe, aplaude, festeja; mientras ella mastica, traga, devora. La muerte la está esperando, con su pánico escénico. Espera, pero no entra. Y entonces el tiempo se agota y el escenario se inclina. Ella cae. Y el telón, como una mandíbula gigante, muerde su vida en dos. La muerte ataja su cuerpo quebrado y sangriento; la muerte es ahora quien ruge, quien festeja, quien mastica, quien devora. Ella yace en pedazos por sobre todo el escenario… Vencida pero fascinada. Porque, cuando baja el telón, es la muerte quien gana.


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LA PRINCESA Y EL DRAGÓN por Soledad Blanco Santa Fe

Cuando la princesa Ariana se adentró en el bosque, se alegró de haber llevado a su perro. La compañía del animal le daba fuerzas para seguir adelante y rescatar a su padre. El dragón que asolaba el reino había capturado al monarca durante uno de sus tantos ataques al castillo. Un grupo de soldados intentó rescatarlo, pero el dragón dijo que solo negociaría la libertad del rey con su hija Ariana, una niña de doce años. Todos sabían que el dragón amaba las joyas y los metales preciosos, y que lo que más codiciaba en el mundo era la corona de oro que el rey le había regalado a la princesa para su último cumpleaños. Ariana avanzaba lentamente. Sabía que el bosque no era un bosque común y corriente. Era un bosque encantado, lleno de plantas mágicas y animales fantásticos. De pronto, el perro comenzó a ladrar. El motivo de tanto alboroto era una extraña planta de flores azules que el viento agitaba. La princesa la reconoció. Se trataba de una planta conocida como la “ilusionista” porque si una persona tomaba un té preparado con su savia, sufría de bellas alucinaciones y creía todo lo que le decían. Ariana arrancó algunas flores y ramas con sumo cuidado, a fin de no tocar la savia de la planta con sus manos ni sentir su peligroso aroma. Le pareció que serían un excelente regalo para su maestro, el anciano Benito, quien siempre le contaba historias sobre el bosque encantado y era afecto al estudio de la botánica. El perro volvió a ladrar cuando salieron del bosque y llegaron a una solitaria playa rocosa. Cerca de la costa, entre las rocas, se encontraba la cueva del dragón. La princesa se paró delante de la entrada de la cueva y llamó al dragón, quien salió enseguida a recibirla. ─¡Buenas tardes, princesa! Si deseas volver a ver a tu padre, deberás darme tu corona. Ariana no tenía la corona en su poder, ya que se encontraba guardada en la torre del castillo. Entonces, tuvo una idea.


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─De acuerdo, dragón. Tendrás mi corona. Espera un momento mientras la busco en mi bolso. Ariana se dio vuelta para que el dragón no la viera y abrió su bolso. Con una cinta que solía usar para atarse el pelo y las flores de la “ilusionista” armó una pequeña corona. Luego se puso un par de guantes, exprimió una rama y esparció toda la savia que contenía sobre la corona de flores. ─Aquí está mi corona, dragón. Desconfiado, el dragón tomó la corona. Era muy viejo y ya no veía bien, por lo que mordió la corona para comprobar que fuera de oro. De repente, una sonrisa se dibujó en su rostro. ─¡Es la corona de oro más bella que vi en mi vida! ─exclamó el dragón, quien se metió rápidamente en la cueva. Al poco tiempo volvió a salir, pero esta vez no estaba solo. El rey, demacrado por el tiempo que había estado prisionero, salió de la cueva y, al ver a su hija, le habló. ─¡Valentina! ¡Vení a tomar la leche! ¡Apurate que se enfría! Valentina levantó la vista y acarició a su perro, que dormía a su lado en el sofá. ─¡Ya voy, papá! Termino de leer el último capítulo y voy.


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PAISAJE INSTITUCIONAL por Matias Bonavitta La Pampa

Fabián estaba diagnosticado con discapacidad intelectual, vivió con su padre hasta que éste murió debiéndose mudar con su madre, quien lo recluyó en una institución. Esto mantenía en espanto a Fabián, lo único que hacía era tomar mate garabateando números ligados a la quiniela, tampoco dormía sin que en sus sueños se incluyeran barbudos, niñas bonitas y muertos parlantes. Solo hablaba como un comediante de tragedias, como cuando gritaba: ─¡Cuánto hace que no pasa el tren! ¡Quiero tomar la teta, no soy cura che!! Su encierro le anulaba la libertad y el placer sexual, de ahí que su santurrona vocación intentaba corromper la moral impuesta sobre su cuerpo, rehusándose al celibato impuesto por un cotidiano institucional que lo tenía como chimango en jaula. Pero tal como la platónica alegoría de la caverna en donde unos ven la luz y otros las sombras, Fabián sólo veía una penumbra de potentes barbitúricos, la cual le sujetaba las piernas para que no sacuda su miembro. Cada vez que lo veía me preguntaba: ¿Qué queda de Fabián? ya no camina por las calles, no vende limones de casa en casa o barre el barcito de la esquina, su identidad no responde más a ese cotidiano pues está encerrado por ser considerado insano, incapacitado hasta para votar. ¿Será que la discapacidad es en sí la única identidad posible para Fabián? Repentinamente, un nubarrón de vapor salió de su tiznado mate, algo habitual en el paisaje institucional, así, como bovino empachado rumié: ¿acaso matear es lo único que infunde identidad y sentido en su vida? Allí estaba el mate junto a una hoja con números sobre dibujos de tumbas; la humedecida barriga de la calabacita volcaba parte de la cebadura sobre el papel, tiñendo con amarga clorofila los números sobre las tumbas. Fabián llevaba la acalorada bombilla a sus labios, sus pálidos ojos miraban sin ver, fijos y lejanos; con seriedad de templo judeocristiano succionaba un instante en el que parecía sentirse realmente él, en donde quizás, descifraba el oculto timbero azar. Aquella antojadiza irregularidad cuyas impredecibles reglas parecían brindarle la fórmula para acabar con su angustia y su aprisionada identidad.


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LA CASONA “EL ALJIBE” por Ada Bourdieu Buenos Aires

Una importante ruta nacional cruza la llanura uniendo ciudades y comarcas rurales, a un costado de la misma se alza una gran casona de aspecto fuerte, con amplias habitaciones de grandes ventanales con gruesas rejas negras para seguridad de sus habitantes, la puerta principal de dos hojas de madera lustrada da importancia a su frente; en el marco de la misma un llamador de dorado metal que se hace oír en el amplio salón cuando el visitante llega rompiendo el silencio y al momento Clarita sale presurosa a recibir al recién llegado, ella es la mucama que desde casi niña trabaja para el matrimonio Baulet, propietarios y empleadores. Trabajan allí doña Rosa la cocinera, Alejo el parquero que prolijamente mantiene el parque y todo su alrededor, un joven paraguayo que hace su trabajo con esmero, y don Justino el mayordomo con su porte elegante y su leve cojera, es el empleado de confianza de la casa; Hoy el matrimonio Baulet acompañados de Clarita, salen de vacaciones hacia el viejo continente. Pasan varios meses, no han regresado, Justino espera noticias de sus señores, ya el dinero comienza a escasear y a inquietarlo. El lunes siguiente cuando llega el diario, gran sorpresa y preocupación, el avión de regreso se encuentra desaparecido, muy consternado don Justino al leer el diario es sorprendido por la noticia se cree que el avión pudo desaparecer en el mar, días después esto es confirmado. Es entonces que don Justino pide al joven Alejo que salga en busca de un nuevo trabajo en otro lugar, éste irritado hiere en la discusión al anciano mayordomo, se adueña de la casona y los obliga a que vivan en la casa del fondo del terreno. Pasan los días, Justino y Rosa resuelven vender algunos muebles y cuadros para paliar la situación económica y pagar deudas. Mientras la cocinera apartaba algunos objetos para la venta, encuentra en un escritorio un sobre lacrado que lee con curiosidad, enterándose que de faltar los Baulet, todo debía quedar para un señor, cuyo nombre ella desconocía. Lo guarda sin comentario alguno.


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Van pasando los días, una noche calurosa, Alejo se encontraba sentado en el brocal del aljibe, fumando su cigarrillo acompañado del humo que distraía sus pensamiento de soledad, cuando un puñal atravesó su cuerpo desde la espalda dejándolo inerte al momento, acto seguido un fuerte empellón lo tiro dentro del pozo. Rosa fue llenándolo de tierra y escombro lo que disimularía el macabro hecho. Luego sembró semillas multicolores, de alelíes, pensamientos, y margaritas que dieron alegría y perfume al lugar. Mientras Justino pensaba que Alejo se había ausentado en busca de trabajo, decidieron con Rosa poner “comida al paso” para los que pasaban por la ruta, así los viajeros hacían un alto para merendar y descansar. Esto dio un buen dinero y alivió a sus necesidades, no obstante en las noches Rosa se veía preocupada, con mirada perdida que Justino no lograba descifrar. Los clientes van aumentando lo que trae sosiego y bienestar, Rosa sonríe muy suave y cuando éstos cuando se retiran son obsequiados con las más bellas flores del aljibe. La sombra del pasado la despierta a medianoche, el reloj inesperado ha sonado cual reproche, siente dentro que el secreto le lastima el corazón, quiere acallar los recuerdos, más las campanas sonando gritan sin palabras aquella noche de horror. Aunque el tiempo trajo el olvido, el dinero el bienestar, es en las noches que el ventarrón trae en su silbo el dolor, cuando todo se silencia, en la casona “El Aljibe” se la ve a Rosa de rodillas, implorando… al Señor… ¡Perdón!…”.


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LA CIUDAD por Jorge Briseño Tucumán

Llegué a la ciudad un sábado frío a las tres de la mañana; en realidad ya era domingo a la madrugada; y a pesar de la hora, vi luces y gente en los bares tomando bebidas “para calentar el cuerpo”, debe ser, pensé. Me atormenté con los ruidos, ruidos por todos lados, a pesar de la época. Lo que pasa es que uno viene de afuera y no sabe o no entiende cómo se manejan las cosas en la ciudad; por ejemplo, en mi barrio a las luces, los más jóvenes y atorrantes la rompen a hondazos, y los únicos ruidos que se escuchan a la madrugada en invierno son los ladridos de los perros y la música de los muchachos hasta el amanecer. Los muchachos de mi barrio escuchan cumbia, y los más veteranos nos quedamos con los pasodobles del maestro Rodríguez y algún que otro valsecito criollo. En cambio aquí en la ciudad hasta la música es distinta. Camino por sus calles y escucho de todo, y no logro descifrar qué tipo de ritmo es el que suena en los equipos de música, aunque a veces distingo clarito una cumbia que también se escucha en mi barrio. De madrugada en la ciudad, caminando, dando vueltas como un perro por sus calles peatonales. En el camino que recorría me crucé con varias parejitas de novios que iban tomados de las manos o abrazados, sin importarles, parecía, el frío que hacía. Y ojo que no es la primera vez que vengo, lo que sucede es que siempre, cada vez que me vengo, algo lindo le encuentro a la ciudad, pero también lo feo. De lo feo de la ciudad, por ejemplo, doblando una esquina, una vez casi me choca una camioneta que iba cargada de muchachones en la caja, tipos alegres, divirtiéndose y escuchando a todo volumen una música igualita a la que escuchan los muchachos de mi barrio. Y me gritaron: “eh, viejo pelotudo, fijáte por dónde caminás”. Yo seguí, por supuesto, sin llevarles el apunte. Tan acostumbrado está uno a que lo traten así. En otra esquina, otro día que era de noche, un agente de policía que hacía guardia en una casa de juegos, desde la puerta me miraba y me miraba. Yo me había quedado un rato a descansar sentado en los canteros de la vereda, pero el tipo me miraba, sospechando algo tal vez. Y tan mal trazado no estaba ese día, no sé, capaz que pensó que estaba estudiando el lugar para luego robarlo, no creo, qué podía hacer un viejo como yo, lo más probable es que haya pensado que mi presencia en la vereda de tan honorable lugar daba mal aspecto. Mejor seguir caminando. Eso es lo


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malo de la ciudad, para uno que viene de afuera y no conoce sus movimientos. Muchas cosas más me pasaron, tantas, unas buenas, como aquella vez que me encontré plata tirada en la vereda, un rollito de billetes de los grandes, de esos que veo muy de vez en cuando. Qué asado hicimos ese día en casa, con decirles que invité a toda la parentela, y me sobró, incluso, para pagar algunas deudas que tenía. Pero también me pasaron cosas malas, vi cosas malas, que mejor no contarlas porque me viene un no sé qué aquí en el pecho, tal vez por no haber hecho nada para evitar que sucedieran, pero qué puede hacer un viejo como yo… Y así iba transitando las calles de la ciudad hasta que se iba acercando la hora de ir a pararme en las escalinatas de la Iglesia de San Francisco, al frente de la plaza Independencia. Me senté un rato, y sufría el frío intenso de la madrugada, ya estaba amaneciendo, ya se veían los primeros ajetreos de un domingo a la mañana bien temprano en el centro, incluida la gente que iba a escuchar la primera misa del día. La gente que llega a esa hora es distinta a la que uno ve a la madrugada; están los que recién llegan a sus casas, con la resaca a cuesta y con el aliento pesado dejado por el alcohol, y están estos señores y señoras respetables, bien dormidos, desayunados y pulcros que vienen a escuchar el primer sermón del domingo. Y además estoy yo, que vengo a pedirles, por caridad, una moneda y nada más. Y me vuelvo como vine, caminando, no sin antes ofrecerle una oración a San Francisco, el santo patrono de esta parte de la ciudad.


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LA PERSONA CORRECTA por Karen Abril Cáceres Aguirre Buenos Aires

Sus ojos fueron a parar al reflejo frente a ella, parada allí con su vestido blanco que parecía sacado de una película de Disney estaba la mujer que siempre creyó que no lograría ser. Su pelo se encontraba suelto, largo y rubio, sus zapatos de tacón le dolían un poco, pero se creía capaz de soportarlo. Le indicaron que ya era momento de caminar por el altar. Cerró sus ojos, en un solo segundo pensó en todas aquellas noches en las que lloró, creyendo que jamás lograría llegar a ese momento, temiendo que la persona correcta jamás apareciera, armándose de valor diciéndose que podría enfrentar la vida sin una compañía, porque era una mujer fuerte. Sin embargo, una mañana de septiembre se encontraba leyendo en una cafetería cuando la persona correcta llegó y se sentó justo en la mesa de al lado, con el mismo libro, y el mismo café. Se sonrieron con timidez, se observaron fugazmente durante algunos minutos, pero no se animaron a decirse una palabra. La semana siguiente, con el mismo libro y el mismo café, volvieron a aquel lugar, y las sonrisas y las miradas fueron un poco más obvias. La tercera semana olvidaron el libro y compartieron la mesa. Y allí estaban, muchas semanas, meses y años después, a punto de dar el sí, a punto de convertirse en un matrimonio. Tomó el brazo de su padre, respiró profundo y comenzó a caminar, a ambos lados del pasillo estaba toda la gente que la amaba, y que amaba a la persona que la estaba esperando al final del pasillo. Personas que habían visto crecer su historia de amor de muchas maneras diferentes. Besó la mejilla de su padre y caminó hasta el altar donde la esperaba, tomo sus manos y le sonrió. Llevaba puesto un vestido blanco más modesto que el suyo, un poco más corto y ajustado, una sonrisa igual de coqueta que la que traía el día que la conoció, su moreno pelo recogido, y lágrimas en sus ojos que le decían una cosa: Ella también lo sabía, había encontrado a la persona correcta, y ahora, estaban a punto de unirse para siempre.


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EL ESPEJO EN SUS OJOS por Franco Calabresi Buenos Aires

Cierro la puerta de un golpe y me apresuro a ponerle llave y pestillo. También aseguro las ventanas. No sé quién era esa persona, pero sin dudas me seguía. Mi corazón se acelera. Es de noche y no hay nadie cerca. Tengo que bañarme, eso ayudará a calmarme. Afuera llueve fuerte, por lo que mi ropa está muy mojada. Entro al baño y abro el agua caliente. Al cabo de cinco minutos oigo un ruido proveniente de la calle. Lo sé, es él, el hombre que me seguía. Cierro la ducha y salgo rápidamente del baño. Voy a llamar a la policía, si esa persona aún está afuera es porque quiere algo especialmente mío. Camino a paso acelerado hacia la mesita del teléfono. No tiene tono. Bueno, sin teléfono y sin posibilidad de salir a la calle a buscar ayuda no queda otra opción que esperar, bien encerrado, a que llegue el otro día. Ahora que pienso, tengo hambre. No he comido desde el mediodía, y ya son las diez de la noche. Tal vez haya alucinado y nada de esto está pasando. Voy a preparar algo para cenar. Abro la heladera y recorro con la vista qué puedo comer. Encuentro una bandejita con ensalada fresca y un trozo de carne fría. Prendo el horno para calentarla. Enciendo el televisor para ver el noticiero. Hay un programa de entretenimientos. Miro la hora y recuerdo que es muy tarde para que estén las noticias. La carne ya está caliente, mi boca se llena de saliva al sentir el olor a comida. Al fin, después de tantas horas, puedo comer en tranquilidad. Ya me olvidé de la persona que me siguió y del sonido que escuché. No me preocupa que haya alguien afuera, las puertas y ventanas están muy bien cerradas. Vuelvo a escuchar un ruido, nuevamente. Me caigo al piso y cierro los ojos. Al segundo, los abro y me levanto. Me duele la cabeza, me siento algo mareado. Miro alrededor y veo la ventana rota. No entiendo lo que ha pasado, estoy muy aturdido como para deducir lo que acaba de ocurrir. Busco la llave de la puerta, debo salir y ver quién rompió la ventana. Seguramente sea aquel hombre que me seguía, nada de alucinaciones. Esto es real y está pasando. No encuentro la llave, debe estar en el pantalón que me saqué antes de entrarme a bañar. Corro hasta el baño y, tal como pensaba, estaba allí.


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Salgo a la vereda. Mis vecinos miran hacia la puerta de mi casa y a la ventana, y susurran entre ellos. Veo a la mujer que vive justo en frente de mi casa, tomando su celular y presionando tres números. Está llamando a la policía. Nadie se acerca a hablarme, esto es muy raro. Los móviles policiales tardan unos minutos en llegar. Dos policías se bajan rápidamente y corren a la puerta. Yo me levanto del cordón de la calle, donde me senté a asimilar un poco lo que estaba ocurriendo, y también corro hacia ellos: ─Alguien rompió mi ventana y me arrojó algo en la cabeza.─ digo, pero nadie me mira, es como si no estuviera allí. ─Tiremos la puerta abajo.─ le dice el policía más viejo al más joven. ─¿Qué puerta? Si ya está abierta.─ le digo, un poco gritando, estoy desconcertado. Le pegan una patada al aire y entran. Corren hacia la mesa donde estaba comiendo. El policía joven se queda mirando el piso, con la mirada vacía. Me interpongo entre lo que mira y sus ojos. En aquel reflejo no me veo a mí mismo. No veo al que soy, sino que estoy tirado en el piso, nadando en un mar de sangre. El policía de más experiencia toma su walkie y dice: ─Necesitamos refuerzos, hay un muerto.


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LA HERENCIA por Mario Norberto Campos Buenos Aires

La panadería del barrio está cerrada, en la persiana colocaron un cartel que indica sobre el fallecimiento del dueño. Los más informados saben que se trató de un accidente automovilístico donde perdió la vida don Alberto y que una mujer que lo acompañaba está gravemente herida. Dentro de la casa que se halla pegada a la panadería, un joven de 21 años llamado Darío llora la pérdida de su padre, junto a él están su madre Analía, amigos y familiares. La madre del muchacho les pide a los demás que los dejen a solas. Cuando esto sucede, se dirige a su hijo con vos firme: ─ Mira hijo sé que estás profundamente dolido, lo siento mucho por ti; cuando pienso en los viejos tiempos que compartimos con tu padre sufro igual que tú. En este instante solo pienso en tu dolor. Pues a mí la realidad me superó; saber que me engaño durante tanto tiempo con otra mujer; algo de lo que seguro ya te has enterado por nuestras permanentes discusiones; es algo que no le puedo perdonar. Solo mi deseo de estar contigo me mantuvo en esta casa ─El muchacho secándose el rostro con las manos atinó a contestar: ─Supongo que no quería reconocerlo, pensaba que tu alejamiento de la panadería era lo que predisponía mal a papá ─. No, que va, eso lo dejó contento tenía más campo de acción con las clientas. Tu padre, según descubrí era todo un don Juan ─ ¿Porque no me lo dijiste antes, porque ahora, en medio del dolor?─ Para que no sufras tanto por él. Solo le interesaban las mujeres, el dinero y el juego; tanto trabajaba y al final lo perdía en algún antro de apuestas junto a sus amiguitas de turno. Además creí que lo sabías; dejaste de ir a la panadería ese día que tu padre me levantó la mano. ─Ahora no mamá, hablemos otro día de ese tema. Iré a la cuadra para ver a los empleados. Hacia allí se dirige, al entrar observa a los empleados que no ocultan su pesar, no solo por lo sucedido a don Alberto, sino por la situación de vulnerabilidad laboral en la que han caído. Darío les pide tranquilidad, pero la cajera del negocio que conoce como nadie las finanzas del fallecido don Alberto, le advierte la gravedad de la situación: ─ Mira Darío, ni tú ni tu madre conocen como funciona esto. Yo no sé cómo hacía tu padre; pero hace un año por lo menos que está tapando los agujeros económicos. Llevamos un retraso en el alquiler del local de tres meses. Don mateo el dueño ya mandó carta documento intimándonos el pago


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al día. Los proveedores como cobran a los premios no nos dejan sin harina; pero envían la de menos calidad o la más vieja que tienen. ─ Nunca supe nada de esto hablaré con mi madre. Darío recorre el local y luego las instalaciones. Se detiene justo frente a la sobadora y recordó como su padre, le contuvo la mano derecha justo antes de que la máquina se la arrastrara y aplastara por descuido. Frente al depósito de harina no puede más que volver a mirar como cuando era apenas un niño; el flujo de luz solar que atraviesa un sector despintado del vidrio del sector alto de la ventana; allí su padre arrojaba al aire en ese preciso lugar y a esa misma hora un puñado de harina que observaba flotar y así establecía que calidad de harina tenía entre sus manos. La empleada se acerca. ─ Darío, llegó un policía junto a alguien de la fiscalía, piden hablar con algún familiar de don Alberto ─El joven se dirige con prontitud al encuentro de quienes lo convocan. En ese instante, es informado que quien acompañaba a su padre en el accidente no superó la intervención de los médicos y que acababa de fallecer. ─Pero ¿por qué vienen a mí?, diríjanse a sus familiares. ─ Precisamente, usted es el único familiar. ─ Están ustedes en un error, el hombre que falleció era mi padre, pero con esa mujer no me une parentesco alguno. ─ Déjeme explicarle ─Al tiempo le señalaba en dirección del auto que los transportó hasta el lugar─. Darío solo advirtió la presencia de una niña sentada en la parte trasera del vehículo. ─ A esa niña me refiero, según nos consta, legalmente el único familiar que tiene es usted. ─ ¿Cómo? ─ Ella es hija de su padre, por lo tanto su hermana y hasta tanto se resuelva en forma definitiva la situación deberá hacerse cargo de ella.


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EL FINAL por Leila Capdevila Buenos Aires

Estaba solo, pero había alguien más y no era él. La imagen era confusa, pero lo decía todo. Era él y no lo era, estaba ahí pero no había llegado, estaba sólo y acompañado. Era medianoche, y más allá de que fuese él, o no─era una posibilidad, no un secreto─ era siempre el mismo cuerpo. Estaba tácito y sereno, pero poco a poco comenzó a inquietarse al pensar en la tragedia. Esa inquietud de no saber quién era le molestaba, pero se dijo que era vana y la rechazó. Notó que estaba parado en un lugar desconocido, como de otra dimensión, y con inconsciente ademán de angustia reprimió todas sus emociones. Abominó por un instante esa figura criminal y quiso retroceder, pero algo le impidió volverse; como una fuerza superior, completamente desconocida. No quiso indagar más allá de lo que podría saber y sacudido por una intuición lejana, cerró los ojos para escapar de esa realidad, y cuando los abrió, allí estaba de nuevo. Se estremeció de repente, perseguido por la sensación de que no podría decidir qué hacer, como si su camino ya estuviese marcado y decidido por él. Quería desechar ese instante y aferrarse a uno ajeno, tal vez uno menos confuso. Por momentos era él, y por momentos él no estaba, o era otro, pero no sabía quién. Era el enigma que alguien más buscaba. Abúlico, observó el paisaje que tenía en frente, y resignado a no poder huir, hizo una mueca suspicaz con una imperceptible amargura en los ojos. Aceptó esa realidad como la única que tenía. No había nada que recordar, nada que anhelar de un recuerdo. Ese momento lo definía todo. Él solo era un guión de alguna historia de terror, como otros antes también lo habían sido, en otro tiempo, y en otro lugar, en otras historias.


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Comenzó a caminar, dominado por la confusión de no saber quién era. Caminaba atravesando la blanca neblina de ese sombrío lugar, que guardaba miles de almas bajo la misma tierra. La luz de la luna era opaca y tenebrosa. Se abría paso entre las nubes que lentas y grises recorrían la oscuridad del cielo. Sobre la oquedal del fondo, que apenas podía distinguirse entre el cielo tan fusco, brotaban las voces de las aves nocturnas interrumpiendo el silencio que parecía inquebrantable. El hombre se sentía inseguro, asustado, casi sin aliento. Funesto, con la ligera esperanza de que esa no fuera su perdición, entreabrió sus labios e involuntariamente dejó escapar un suspiro. Su esperanza quedó frustrada por ese momento de desesperación, sin nada que poder hacer. No obstante, espantado por el olor nauseabundo, se sentó sobre una de las sepulturas. Pegado a la piedra fría, proyectándose en sombra a la luz de la luna su perfil indefinido, quedó completamente inmóvil al ver el epitafio grabado en la piedra. Vio que allí estaba escrito su nombre, y le subió a los labios un involuntario grito de pavor que repentinamente emblanqueció el misterio. ─¡Qué terrible! ¡Qué terrible! ─Exclamó sobresaltado, aún confundiendo las escenas del sueño con la realidad. Era terrible esa extraña sensación de huir del sueño, antes de llegar al final.


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IRSE por Alicia Castellani Santa Fe

Se estaba yendo. Con su maleta recién comprada y sus cincuenta y tantos años a cuestas. En la maleta llevaba su ropa nueva, sin estrenar; y en el corazón, un revoltijo de miedo, angustia y ansiedad. El golpe en la puerta al cerrarla se confundió con el galope de su corazón, que, a medida que se alejaba, parecía salírsele del pecho. Hacía muchos años que su corazón no latía de esa manera, tantos, que ya ni se acordaba. Su estómago era un nudo de nervios, que formaban una especie de pelota atascada en sus entrañas. Se estaba yendo… Se estaba yendo… “¡Estás loca!” le dijo su madre. “¡Qué bicho te picó ahora de vieja! ¡Después de tantos años de matrimonio! ¡”Ay, mamá”, hubiera querido decirle, “estoy haciendo lo que vos nunca te animaste a hacer o quizás ni siquiera te pasó por la cabeza!”… Hasta que la muerte los separe… Ya estaba separada desde hacía mucho tiempo. Que estuvieran bajo el mismo techo no significaba nada. La soledad, la rutina, la indiferencia, los problemas, los reproches, la falta de diálogo… etc. … etc. Ya no era esa joven llena de ilusiones. Pertenecía a la generación a la que le hicieron creer que solo la aparición de un hombre en sus vidas podría salvarlas, que un marido era la meta de toda mujer (y formar una familia, por supuesto) y de esa manera podría sentirse realizada. No estaba arrepentida. Tenía dos hijos maravillosos, ya adultos, que también la miraron con cierto aire de reproche como diciendo: “La gente no se separa a tu edad”. Era su vida. Ellos tenían la suya. Siempre sería su madre, siempre los amaría. No importa si no lo entendían. Por primera vez en su vida pensó en ella, en su felicidad (¡qué palabra!), en vivir y no morir un poquito cada día. Quería ser ella misma… libre… sin presiones… sin ataduras. Toda la vida había sido la hija de, la hermana de, la novia de, la esposa de, la madre de… Ahora el “de” había desaparecido. Ahora solo era ella, ella misma. No renegaba de lo que había sido su vida, pero ya no quería eso. Quería que su corazón latiera siempre como en esos momentos, que la adrenalina se esparciera por su cuerpo para que se diera cuenta de que debía vivir y no sobrevivir. Estaba convencida de que la vida no termina a la edad que la sociedad cree que termina. La vida realmente termina cuando uno se muere. Solo en ese momento. No antes. Por eso se estaba yendo. Porque ella quería vivir de verdad.


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Que ya no le vinieran con el verso de que las cosas no pueden cambiarse. Sí se puede. Pero hay que empezar por uno mismo. De lo contrario todo seguiría igual. Le habían hecho creer que se podía cambiar a los demás. No es cierto. Los demás cambian si quieren. Pero ella sí podía cambiar. Seguir su corazón, su intuición. Se estaba yendo… Sus pasos, al principio, débiles, inciertos, temblorosos, la alejaban de a poco. De pronto fueron seguros, fuertes, sin titubeos… Se estaba yendo… La brisa de la mañana le acarició el rostro y le susurró algo al oído… Sonrió… Se estaba yendo… Se estaba yendo… Su silueta se fue desdibujando a medida que se alejaba… Finalmente, después de tanto, se había ido.


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EL LADRÓN DEL CEMENTERIO por Lucila Castro Díaz Buenos Aires

Se sentó a leer el diario junto a la ventana, la página principal del periódico alertaba a los vecinos que había una ola de robos en las cercanías del cementerio, “Una joven pareja engaña a personas y las llevan al cementerio donde los roban”. Leyó. Julio todas las noches se escapaba de la cama para no cometer ningún acto sexual con su esposa, acudía a distintas estaciones de servicio, para no cumplir con sus obligaciones maritales; Julio no sentía deseo sexual alguno, había intentado en varias oportunidades intercambiar sexo por dinero pensando que era su esposa la culpable de su falta de apetito sexual. En cambio su desviación era más abominable y detestable de lo imaginado, tenía debilidad por las jóvenes menores de 14 años, su gozo lo encontraba al estrangular a las niñas, llevaba cuatro niñas muertas arrojadas en la tumba más vieja y seca del cementerio, la tumba correspondía a “María Ceferina de Souza” Una niña aristocrática de doce años fallecida de fiebre amarilla. La lluvia comenzó azotar en la ruta, eran ya las dos de la madrugada del lunes, Julio soplaba el vapor que salía de su taza y daba sorbos enormes a su café con leche, cuando ingresó al lugar una niña, quien le pide al empleado un vaso de agua y alguna sobra que comer, por supuesto, Julio la invitó con un café con leche y medias lunas, conversaron hasta las cuatro de la madrugada, el hombre convenció a la niña de alcanzarla en su automóvil último modelo, la niña aceptó, mientras caminaban hacía el vehículo, la niña le confesó que vivía en la calle y que necesitaba ayuda, esto provocó en él una macabra sonrisa demoníaca. Subieron al automóvil, a las 10 cuadras se detuvo, estaban a una cuadra del viejo cementerio, esto despertó de inmediato la morbosidad y depravación en este maldito hombre, la niña sonreía, “─Debe tener cuidado señor, aquí están robando, se lo advierto por ser tan bueno conmigo ”Le dijo la niña; bajaron del automóvil y comenzaron a caminar, él la hizo ingresar por el enrejado roto al interior del cementerio, dispuesto asesinarla y arrojarla en la vieja tumba, ella le preguntó “─¿usted viene seguido a pasear por aquí?”─ Él le respondió que sí con la cabeza, luego dijo “─ ¿y tú?”─ La niña sonrió más aún, sus ojos se iluminaron al responder “─ Yo vivo aquí.”─ Él creyó que al ser vagabunda dormía ahí para pasar el invierno, entonces le preguntó ¿Y no temes a tantos muertos?, la niña respondió sonriente “─¿Cómo tener miedo a los muertos si yo ya estoy muerta?”


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Por la mañana encontraron el cadáver de Julio, completamente desgarrado y mutilado, su cabeza había sido arrancada de cuajo, le faltaban los órganos internos, se los habían arrancado mientras estaba aún con vida, como si un animal salvaje se lo hubiera devorado, junto a él, estaban los cadáveres de sus cuatro víctimas, a los pocos metros hallaron su cabeza sobre la tumba de “María Ceferina de Souza”.


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EL LIBRO FANTASMA por Luis Ceballos Córdoba

Dos amigos habían decidido ir a visitar a una escritora que vivía en un pueblo cercano. Mucho se hablaba de ella, si bien no había sido reconocida, sus libros se encontraban en diferentes bibliotecas populares o en los saldos de alguna venta. Los cuentos que escribía hablaban de la magia y el amor. Mientras seguíamos leyendo entrevistas, encontramos una nota de nuestra escritora misteriosa y ahí pudimos saber en qué pueblo vivía. Entonces nos decidimos a viajar para conocerla, lo que habíamos podido leer sobre su vida y en los cuentos de uno de sus libros, nos daba a entender que ella encontraba la inspiración en un libro al que siempre recurría para leer. Esto no era algo que nos sorprendiese ya que nosotros como escritores novatos sabemos que para escribir también hay que leer mucho. Pero el dato que nos llamaba la atención es que en una frase de la entrevista dijo: “El libro que siempre consulto como fuente de inspiración jamás podrá ser leído” y era eso por lo cual nos decidimos entrevistarla nosotros mismos. Cuando íbamos llegando al pueblo, sentimos que la naturaleza quería frenarnos y que no debíamos meternos en este tema y decidimos seguir en camino. Entramos por calles de tierra y arboles, seguimos por una calle que en bajada llegaba a la esquina de una puerta de madera. Abrimos la tranquera y decidimos seguir a pie, si no nos equivocábamos era la casa de un señor conocido del pueblo quien nos diría donde encontraríamos a nuestra escritora misteriosa. Nos indicaron el trayecto y preferimos hacerlo caminando, el paisaje y el colorido de la vegetación nos gustaron mucho y ya que no sabíamos si volveríamos a ese lugar, quisimos disfrutarlo. Sabiamos que tal vez nuestra escritora no se encontraría en la casa. En el caso de que ella no estuviera le dejaríamos una carta. De esta manera tal vez ella nos contactaría. Queríamos publicar una nota en un proyecto editorial que íbamos a impulsar y que empezaría con un fanzin de literatura. Según las indicaciones del señor más antiguo del pueblo, estábamos a una cuadra de la casa. Cuando llegamos vimos una decoración que antes no habíamos visto. La casa parecía realmente tomada de un cuento. Era claro que alguien que vivía en esa casa debía tener mucha imaginación y creatividad.


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Llamamos desde la tranquera y nadie contesto, entonces decidimos entrar. Cuando llegamos a la puerta de la casa, golpeamos. Se abrió la puerta y una mujer con el pelo blanco nos miró a los dos y preguntó ─ ¿Quienes son ustedes? Nosotros le dijimos – Yo soy Martin,─ Y yo Diego. Luego le expliqué que éramos estudiantes de periodismo y estábamos investigando sobre diferentes escritores. Le dijimos que queríamos entrevistarla porque habíamos leído sus cuentos, sin mencionar que nos interesaba un libro misterioso que supuestamente ella tenía. Nos invito a pasar muy amablemente y nos preparo un te aromado con duraznos. Nos sentamos en un sofá muy cómodo, las paredes estaban llenas de estanterías con libros y adornos. Fuimos enfocando nuestras preguntas hacia lo que queríamos saber y ella se dio cuenta. Dijo: – Sé lo que buscan, todo el mundo viene aquí por él, les aviso que no verán nada que no haya visto otro, evidentemente el universo hace una selección en este mundo. Sacó de una mesita ratona con un pequeño cajón, un libro de tapas doradas y calado formando dibujos como signos de viejas culturas. Se lo dio a Martin, el lo abrió rápidamente y su cara dijo todo, hizo una sonrisa burlona, me pasó el libro y me dijo ─ solo son hojas blancas ¿querrá que anote algo? Tome el libro cerrado y cuando vi la tapa, las figuras se movían pero solo observe y no dije ni gestualicé nada. Cuando lo abrí, aparecieron imágenes de colores y empezó a armarse una historia, fui pasando cada hoja y la historia continuaba. Martin me dijo ─ ¿Estás loco? ¿Vas a pasar cada hoja de un libro en blanco?, y salió afuera a fumar. Yo no pude dejar de pasar cada página de la siguiente a la siguiente, no me hacía falta leer, solo debía observar las imágenes que aparecían y cuando llegue a la última página fue impresionante, pude darme cuenta en ese momento que gracias a todo lo que vi, pude saber la historia del universo.


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HACIENDO AMISTAD CON QUIEN NO LA DESEA por Julio Ruben Alejandro Chaile Tucumán

Si usted ha decidido entablar amistad con este tipo de persona, debe tener en cuenta lo siguiente: 1─ Se recomienda primeramente no establecer contacto, tenga en cuenta que si la persona en cuestión no se acerco a usted, seguramente es porque no tenga intención de conocerle. 2─ Si no fuera el caso de la primera advertencia o si ha decidido ignorarla, sería conveniente no abordar temas de conversación banales y comunes, ha de considerar que alguien de tales caracteristicas hace mucho que ha rechazado lo normal (ya sea por propia convicción o por llevar la contraria), posiblemente entre sus 14 y 18 años. 3─ No trate de inmiscuirse en temas que crea interesantes para él, aunque conociera sus gustos de antemano solo caerá en la humillación, este tipo de seres huelen la ignorancia a distancia y las intenciones con las que llegó quedarán a la luz causando gran rechazo en la persona. 4─ Evite frases como “a vos no te gusta nada”, “siempre andas solo” o “vos no te sabes divertir”; así como otras del mismo estilo. 5─ Comprenda que la soledad a la que usted tanto le teme, para ellos se ha transformado en su abrigo y no pueden vivir sin el. 6─ Si ha pesar de todo ha conseguido una conexión, tenga siempre presente que lo más probable es que usted es desechable, no lo tome personal, será querido mientras dure. 7─ Prepárese para jamás recibir una clara muestra de cariño, lo mejor que puede hacer es prestar gran atención, el amor está en los detalles.


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8─ Piense que quizás usted sufra mucho daño, comprenda que el comportamiento social les es extraño, es posible que hace tiempo que hayan decidido no guardarse nada. 9─ Como última recomendación si logra ser alguien importante en la vida de esta persona, no la deje ir jamás ni aunque así lo desee, tal vez usted sea la unica conexion con el mundo que tiene.


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INFIELES por Graciela Irma Climent Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Vos lo sabías pero lo ocultaste. Te entiendo. Lo hiciste para sobrevivir en esta sociedad hipócrita y machista. Un presidente tiene que estar “bien casado” con una mujer discreta y elegante, capaz de secundarlo en sus compromisos protocolares y de ponerse al frente de un proyecto con fines altruistas. Si me lo hubieras dicho igual me hubiera casado con vos porque yo te quería, estaba enamorada y hubiera hecho cualquier cosa para que estuviéramos juntos. Podríamos haber buscado una solución, un acuerdo de convivencia. Pero te encerraste en tu silencio y eso fue deteriorando nuestra relación. Me doy cuenta de lo que debiste sufrir, sin compartir tu secreto con nadie y sobre todo de la energía que has tenido que poner para esconder tu secreto. Pero eso también me lo ocultaste a mí y eso casi me destruyó. Porque padecer tu indiferencia y tu rechazo cotidiano durante diez años lo viví como un desprecio a alguna característica mía, a mi forma de ser, a algo de mi cuerpo que te repugnaba. Me preguntaba por qué me habías elegido a mí. En ese momento no me di cuenta. Pero hoy me parece obvio que era por mi apellido, mi fortuna y las conexiones que te permitieran ascender en el mundo de la política. Y todos esos recursos los usaste eficazmente hasta llegar a la presidencia aunque no te sirvió para mucho, tampoco eras feliz porque seguías guardando tu secreto. Hasta que el azar hizo lo suyo. Una conversación indiscreta cuando estaba en el probador de una casa de modas me dio una pista. Pista que seguí hasta encontrar la verdad. Verdad que por lo menos no desmentiste porque me hubiera convertido en una paranoica loca de celos. Sentía que me habías usado, que el sacrificio que hice al soportar en silencio no había servido para nada. Llegué a odiarte. Si todo eso no me destruyó fue porque el azar hizo lo suyo otra vez. Encontré una salida en la infidelidad. Una salida tan hipócrita y falsa como tu engaño. Me volví una farsante, obligada a ocultarme, a mentir. Tampoco te culpo por eso porque cuando me enamoré de la persona equivocada entendí lo que te pasaba y reaccioné como vos, escondiéndolo. Al principio fue así pero después me di cuenta de que si no lo blanqueaba iba a sumar otra frustración a mi vida. Antes ocultaba lo que me


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ocurría para salvar nuestro matrimonio, me asumía como culpable del fracaso, pensaba en tu carrera. Después para ocultar mi amor prohibido. Hasta que me decidí y no me arrepiento. Ojalá que mi liberación te libere a vos también y te atrevas a ser feliz con Marta, tu amor de siempre. Yo ya lo soy con Irene, el amor que encontré.


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EL SILENCIO por Luis Colucci Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Cuando hoy a la mañana salí de mi edificio para ir a trabajar, en la puerta de entrada me topé con mi vecino del quinto piso. No me sorprendí cuando no me saludó, por el contrario, habría sido sorprendente que lo hiciera, ya que jamás decía siquiera “hola”. Yo tampoco lo saludé; tiempo atrás, al no verme correspondido, yo también había omitido esa norma de cortesía hacia él. “Es un troglodita”, pensé, y salí a la calle. Caminé hasta la parada y estuve ahí en el preciso momento en que llegaba el colectivo. Cuando subí, el chofer marcó el importe del pasaje sin que yo se lo hubiese solicitado. El hecho podía deberse a dos motivos: el primero, rápidamente descartado por mí, suponía la posibilidad de que el veterano conductor me recordara y conociese mi habitual destino, ya que viajo en esa línea desde hace años, a la misma hora y con una frecuencia casi diaria. El segundo y, a mi juicio, el más probable, era que marcara el importe de acuerdo a una precaria estadística que indicaría que los pasajeros, en su mayoría, suelen solicitar pasajes de esa tarifa. Acerqué la tarjeta a la máquina y pagué. El vehículo estaba repleto y se hacía difícil avanzar entre el gentío; el piso ostentaba una humedad resbaladiza y perdí el equilibrio, empujando a un hombre de bigotes y pelo entrecano. Le hice un elocuente gesto de disculpa con la cabeza, enfatizado por un movimiento de mi mano derecha y obtuve por respuesta una mirada inquisidora. Una señora mayor muy bien vestida subió y, avanzando a manotazos entre la multitud, accedió a un asiento que le cedieron y por el que no dio las gracias. En la corrida, apoyó bruscamente su pie derecho sobre algo blanduzco, que resultó ser ni más ni menos que mi pie izquierdo. Ni un gesto hubo en su cara, ni una palabra salió de su boca. El viaje a mi trabajo suele ser largo, pero esta mañana pareció serlo aun más; el clima estaba muy pesado, especialmente dentro del colectivo, donde la temperatura parecía ser varios grados superior a la del mundo exterior. Los pasajeros soportaban el viaje con estoicismo, mientras miraban a través de las turbias ventanillas y se esforzaban por aferrarse a los pasamanos. Luego bajaron algunos y la atmósfera se volvió apenas un poco más respirable. Frente a mí se desocupó un asiento y me senté en él. A mi lado, junto a la ventanilla, una chica escuchaba música, los auriculares conectados por


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un extremo a sus oídos y por el otro a un smartphone, mientras dejaba errar la mirada en dirección a la calle. Al rato se levantó, pero antes hizo algunos gestos como para darme a entender que tenía que bajarse y que yo debía hacerme a un lado para dejarla pasar: cambió su posición en el asiento, se acomodó ligeramente el pelo, guardó algo en su cartera, miró con atención la altura de la calle y luego dirigió su mirada a mí, pero no dijo nada. Me levanté y pasó en silencio. Unas pocas cuadras después, por fin, llegué a mi destino y bajé del colectivo. La situación se me había vuelto intolerable. ¿Acaso todos habían perdido el habla? Pienso que a esa altura hasta a mí me habría costado romper el silencio y que, aunque lo hubiese intentado, no habría salido una palabra de mi boca. Caminé unos pasos por la vereda, que estaba tan llena de gente que parecía una prolongación del colectivo. Entonces, no lo pude resistir: un tipo pasó a mi lado y, sin previo aviso, le pegué una terrible trompada en la mandíbula. Quedó aturdido, porque no le di tiempo a reaccionar; pero cuando se repuso del shock me gritó: ─ ¡La puta que te parió! Y yo salí corriendo sin poder disimular la sonrisa.


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LA BICICLETA por Oscar Vicente Conde Buenos Aires

Mi bicicleta de adulto se rompió una tarde de lluvia y mucho frío. Hacía un frío que calaba los huesos. Mientras la miraba, no se sí con ira o sorpresa, recordé a mi abuelo Vicente. El me enseñó a montar un pequeño caballo que tenía en su casa de Córdoba. Recorría todo el pueblo San Ignacio sobre su lomo. Me sentía un caballero medieval. Hasta que descubrí, por las burlas de la gente, que no era un caballo sino un burro. Entonces no quise montarlo más. Mi abuelo, muy perspicaz, me regaló la primera bicicleta como consuelo. Era usada, pero él la mejoró y pintó con un amor imposible de describir. Cuando ya estaba lista, y parecía nuevita, emprendió la tarea de enseñarme a montarla, valga el término. No le costó mucho. Aprendí con rapidez. Por supuesto no era lo mismo que el burro, pero creo que la experiencia me sirvió. Era el tonto razonamiento de un niño de ocho años. Volaba subido a la bici, hacía piruetas, y desaparecía por largos ratos. Todos se preocupaban, pero yo siempre volvía. Sucio, rodillas heridas, y la pequeña bicicleta al hombro. El abuelo traía su caja de herramientas y la arreglaba. Una y mil veces. Y también curaba mis rodillas. Una y mil veces. Cada año, en las vacaciones de verano, íbamos a Córdoba. Sin saludar a nadie corría en la búsqueda de la bicicleta. No sé por qué siempre estaba guardada en el galpón al lado del burro. El animal me veía llegar y creo, que tonto era mi razonamiento, se ponía feliz. Yo agarraba mi máquina. Así la llamaba. Entonces el burro emitía un sonido extraño, como un quejido. Por supuesto lo ignoraba, y me alejaba pedaleando con todas mis fuerzas, ante el rezongo de mi madre por no haber saludado a nadie. Cuando cumplí doce años, mis padres decidieron festejarlo en la casa del abuelo. Por una alcahuetería de mi viejo y ante mi insistencia, sabía que el regalo era una nueva bicicleta acorde a mi edad. Cuando llegamos a la casa, corrí al enorme galpón. Y allí estaba. Roja y brillante, con cintas de colores y bocina. ¡Qué hermosa! Velozmente me acerque a ella para “montarla”. Detrás de mí, el abuelo y mis padres. Pero me detuve de pronto. Faltaba el burro. Sin mi mirar al abuelo, pregunte por el animal. “Se murió” me dijo acongojado. Dejé la bici en su lugar. Por primera vez en mi vida lloré por ese burro. Nunca me imagine que podría quererlo. Tardé más de quince días en usar la nueva máquina, y sugestivamente lo hice por primera vez un día de lluvia y mucho frío.


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EL MISTERIO DE ANASTASIO por Marcela Beatriz Coñequir Buenos Aires

El bosque fue misterioso siempre para los habitantes del pueblo. Era frondoso y con una vegetación rastrera difícil de caminar. Ocupaba casi una hectárea, así de grande era. En invierno conservaba siempre el mismo color verde perenne y cuando llegaba la primavera misteriosamente flores que se desconocían irrumpían en bellos colores. Sin duda, sino era, misterioso era mágico para algunos. Muchos contaban versiones de haber visto la luz mala, los que trabajaban cerca en los campos comentaban que de noche se sentía ruidos de cadenas arrastradas y gritos desgarradores de gargantas no conocidas. Otros decían haber visto seres muy extraños sobre la copas de los árboles, algunas aves raras más parecidas a pequeños dragones. Entre los habitantes, Anastasio, siempre había despertado recelo y todos temían sus bromas pesadas, sus reacciones y las ideas disparatadas. Tal vez porque siempre contaba lo que había visto, allá por el año mil novecientos cincuenta y siete. Siempre elegía el mismo lugar el club del pueblo, único lugar de encuentro. Comenzaba diciendo: ─Siendo mozo por ese año, un anochecer mientras cazaba peludos, vi una luz que caía a gran velocidad del cielo, me interne en el bosque; hasta que vi una piedra azul, parecía que palpitaba cada vez que acrecentaba su luz, destellando rayos a las copas de los árboles. Me fui acercando y vi lo imaginable, pequeños seres acercándose a la luz, eran extraños, los más parecido a lo que yo creía que podía ser un duende. Eran muchos los que iban bajando de los árboles, salían de las piedras, de los helechos frondosos, mimetizados con el color de donde se escondían. Al acercarse a la piedra se robustecían y se apoderaban de un sentido de alegría y felicidad que nunca yo creía que se podía sentir. Entonces tome la decisión de llevármela, al verme tomar la piedra, huyeron despavoridos a esconderse. Con los años yo también he escuchado lo mismo que ustedes, los he visto en mi rancho de noche, por las paredes y los he sentido caminar por el techo. Siempre con ese sonido gutural que emiten.


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Hasta en mi sueño se colaron, apoderándose de mi pensamiento. Torturándome sin entender cuál era el mensaje. Díganme ustedes no se han dado cuenta que el bosque se está secando, un color ocre amorronado lo está invadiendo. Ya no florece como antes… Fue de a poco a medida que paso el tiempo y con nuestra indiferencia Alguien contesto ─Anastasio a pesar que estés un poco loco, si es cierto el bosque ha cambiado, pero nosotros solo lo vemos de lejos, siempre nos dio miedo, ya ni siquiera trabajamos cerca, ni sabemos quién es el dueño de ese campo. ─Ya estoy viejo─ dijo Anastasio ─antes de morir debo reparar lo que hice. No solo me traje la piedra sino que mate con un palo a varios de los duendes. Eso me reclaman cuando se cuelan en mi sueño, las muertes. Por eso se está secando─ y no hablo más. Algunos vecinos lo vieron al día siguiente caminar rumbo al bosque… Pensaron pobre está muy loco. Anastasio llego al bosque, los duendes lo vieron acercarse con una bolsa al hombro. Se adentró muy despacio, buscando el lugar justo recordando donde había caído la piedra. Se dio cuenta que la piedra comenzaba a tener una luz palpitante nuevamente. Los duendes que recordaba, ahora los veía deformes, feos y con síntomas de muerte. Al acercarse lo rodearon y el comenzó a abrir lentamente la bolsa; y el bosque se ilumino completamente con un azul penetrante. Fue rodeado por los duendes que lo empujaban a la piedra, sintió que se fundía de a poco en ella, convirtiéndose en un hombre azul. Anastasio vio como los duendes se apoderaban primero de su cuerpo y como iba perdiendo muy despacio la sensación de espacio y lugar. Se habían apoderado de su alma. El bosque volvió a reverdecer… el pueblo de lejos lo vio pero lo ignoro. Anastasio jamás fue visto nuevamente… Él era ahora parte de la piedra azul, él era el alma de los duendes.


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TOMMY Y EL MAGO por Rodrigo Andres Coria Santa Fe

Es hora de dormir, hijo. Era lo que su padre le decía cada vez que se iba a la cama. Ese era el momento más feliz del pequeño Tommy. Todos los días a la misma hora, en la misma habitación, él y su padre se recostaban en el mismo lugar y allí, en un silencio sepulcral, el pequeño Tommy esperaba las primeras palabras que abrirían el portal mágico al fabuloso mundo de fantasía. Su padre (dotado de una imaginación asombrosa) siempre lograba hacerlo sonreír de felicidad o llorar de miedo, el sentimiento no importaba, lo más bello era el recorrido que trazaban, porque al final, Tommy era el que elegía su propio desenlace. Era cierto, su padre creaba los personajes, creaba el lugar, planteaba el problema y cuando pronunciaba las hermosas palabras “Es hora de dormir, hijo” la magia comenzaba, sellando el ritual con un beso en la frente. Al cerrar los ojos Tommy se convertía en un gran caballero de la edad media o un valiente pirata aventurero, navegante de los siete mares. De vez en cuando era un robot, mitad hombre mitad máquina ,o un viajero del espacio que se internaba en la profundidad del cosmos para conocer vida extraterrestre. No importaba lo que era ni los obstáculos que tenía que enfrentar, Tommy siempre lograba su objetivo, un final feliz. Tommy siguió creciendo, germinando en su interior un mundo fantástico que solo él y su padre conocían. Un lugar magnífico que ambos disfrutaban construir, narrando diferentes historias entrelazadas que desencadenaban los hechos finales. Tommy aprendió a no siempre ser el bueno, mientras que su padre, tuvo que cerrarles algunas puertas para demostrarle a su hijo que, en la vida, no todo es color de rosas. Y ¡vaya! que aprendió la lección. Un día Tommy tubo que convertirse en un personaje de sus historias, tenía la difícil de misión de llegar a un lugar desolado, angustioso y vil, un lugar donde las personas se encuentran oprimidas en las garras del destino. Allí pondría punto final a la más larga travesía jamás contada. Algunas puertas se abrirían para mostrarle caminos diferentes, otras estarían sin llave para cuando alguna vez tome la decisión de abrirlas, y la última, se cerraría para siempre.


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Tommy no estaba preparado pero conocía el encantamiento secreto para romper con el hechizo. Era consciente que el final seria agridulce y que tendría que soportar la peor de las penurias. Sin embargo los caballeros de su mesa redonda estarían allí, apoyándolo, brindándole el más puro de los consuelos para arremeter contra su gran enemigo. Cuando dio el primer paso dentro del calabozo supo entonces que no había vuelta atrás. Las piernas le temblaban pero se las arregló para poder llegar al lecho del mago moribundo. El cuarto estaba atestado de presentes que vaticinaban el desenlace, pero en ese momento, solo eran Tommy y el hechicero, ambos responsables de la historia. El mago transitaba sus últimos momentos de vida, no obstante, se mantuvo vivo para poder mirar por última vez a los ojos del valiente Tommy que peregrinó largos años para poder estar ahí. El muchacho solo le sonrió. El labio inferior le temblaba pero debía pronunciar el encantamiento para que todo terminara. Había llegado la hora, el punto final de la historia, era el momento de dar vuelta la página y cerrar el libro. Tommy se inclinó sobre el cuerpo del mago que no ocultaba su aflicción. Lo tomó de la mano y la apretó con pena. <Es hora de dormir> pronunció, y el hechizo hizo que el dolor se quebrará. Los ojos del mago brillaron de felicidad por última vez. La tristeza se esfumó por completo y el alma del hechicero fue liberada. El ambiente oscuro y desolador, de a poco fue recuperando alegría, paz, amor. La familia unida se abrazó para decirle “adiós” al gran maestro imaginario. –Te voy a extrañar, papá


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QUISIERA CREER por Mariano Costa Neuquén

Esa noche había sido tan extraña. No recordaba la última vez que el cielo nocturno había dejado entrever las grises nubes tan típicas de la ciudad que me parió. Los igualmente grises edificios de los barrios departamentales jamás hacían contraste con ese cielo siempre denso. Por aquellos días en los que aún caminaba de noche, sólo era uno más de los tantos errantes sociales que en las aceras interrumpen el normal tránsito de los trabajadores que caminan, estúpidamente alienados, hacia sus lugares de esclavitud voluntaria. Yo era un ignorante, de esos a los que su ignorancia los transforma en desgraciados. Los motivos y causalidades de la existencia misma nunca me habían seducido; y vivir era algo que hacía por un mero impulso elemental. *** Tal vez la realidad giró demasiado cuando conocí a Anabela. Todo lo que después experimentaría junto a ella fue demasiado repentino (y repentinamente se acabaría). El tiempo, esa convención que rige cada día de la esclavitud humana, dejó de existir para siempre desde Anabela. Nuestra relación comenzó cuando yo tenía apenas 17 años y ella 19, casi 20, pero por su capacidad insaciable de proyectar y delinear cada detalle de su vida, aparentaba 30. *** Una vez, acostado, despierto y totalmente consciente, me introduje en un sueño que luego se hizo pesadilla. Fue un viaje de cuento de horror. Anabela no se hallaba a mi lado; yo tenía los ojos increíblemente negros. Quería suicidarme y seguir viviendo a la vez y lo que me daba terror era que la pulsión que me incitaba a matarme era más fuerte que la de seguir viviendo. Desperté y percibí que en mi interior algo había cambiado para siempre. La muerte no consumada se me había presentado apacible y psicodélica. El sueño logró evadirse de mi control mental y comencé de manera paulatina a dejar de sentir cariño por los demás, hasta por Anabela. Todo se esfumaba. El no ver a Anabela durante un tiempo me provocó turbulencias. Nunca antes había sentido el miedo de la pérdida. Anabela era el fiel reflejo de todo lo que anhelaba. Nada estuvo claro en mi vida. El pasado y el presente se entremezclaron en mi mente y distorsionaron mi realidad. Comenzó a preocuparme la relación con ella. Ya no supe que éramos. Y un día,


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de esos que existen en otros calendarios, Anabela desapareció. Así como una vez había aparecido, sin aviso, así se esfumó. Sin rastros. *** Comencé a amar a Anabela luego de dos años de conocerla y a meses de haberla extraviado. El amor surgió del interior y se expandió por todo mí ser; y de repente dejé de ser yo. Abandoné mi yo que me había acompañado durante mi pasada existencia solitaria sin ella. De forma paulatina o veloz. En un momento que no pude determinar, ella se tornó en un campo de energía, que me impedía ser como era antes. Volví al punto sin retorno y sin brújula y me transformé en el errante a la deriva que nunca dejé de ser y que Anabela había tratado de rescatar. Vivía de acuerdo con las leyes de la naturaleza, respetándolas en una ciudad que no cesaba de violentarlas; perdí el sentido de la vida al no comprender porque mi estilo de vivir se contradecía absolutamente con el de los “normales” que poseían trabajo, familia, deudas. Rutinas. Si los normales eran esclavos de su rutina de eterno consumo; yo era esclavo de mi cabeza. Ni Anabela ni su partida, ni el amor que ahora sentía por ella eran los responsables de mi situación. El responsable siempre había sido yo. Pero me encerré en ella y era esa la mejor excusa para eludir mi culpa. Estoy seguro de que nadie que conozca sabe vivir en realidad, presos como están en esta cárcel de barrotes y cerraduras invisibles que son las ciudades. Anabela había identificado hace tiempo esta prisión y me decía que sus planes apuntaban a un futuro fuera de ella. Quizás ella haya escapado, no sé. Lo que sí sé es que sigo tan preso como siempre, aunque ahora tratando de colorear mi cielo gris, tan gris como aquellos edificios departamentales.


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LA ABUELA DE MI AMIGA por María Eugenia Couto Buenos Aires

Era una tarde de sol, agosto agonizaba y la primavera precipitada había comenzado a hacerse notar antes de tiempo. Los profesores cerraban notas, era una época difícil para aquellos cuyo año escolar pendía de un hilo. Yo sabía que tenía buenas notas pero no podía evitar el nerviosismo, muy a diferencia de mi mejor amiga, ella siempre estaba tranquila y muy segura de si misma. Un día le pregunte como hacía para estar tan calmada y me respondió : “ es que estudio con mi abuela”. Su respuesta me sorprendió y me llevo a creer que su abuela seguro era una persona muy sabia. La primavera piso fuerte en octubre, había flores por doquier, y mis alergias revivían como todos los años.Mi amiga estos meses lucía siempre más feliz de lo habitual, finalmente un día le pregunte a que se debía tanta felicidad y ella me respondió “ Es que mi abuela luce tan bien en primavera, y si ella está feliz yo también”, su respuesta me emociono y llegue a pensar que esa abuela era muy afortunada de tener una nieta que la quisiera tanto como mi amiga, así como mi amiga era afortunada de tener tan buena abuela. Los meses pasaron, afortunadamente pasamos sin problema otro año de escuela y llegaron las tan deseosas vacaciones. Una tarde muy calurosa mi amiga me invito a su casa, estaba entusiasmada de por fin conocer a su tan maravillosa abuela, pero no la ví en la casa. Comimos torta que era su especialidad y la mamá de mi amiga nos preparó leche chocolatada, espere y espere hasta que por fin pregunte a mi amiga donde estaba su abuela, su madre me miro sorprendida pero se sorprendió más por la respuesta de mi amiga “ está en el patio tomando sol, ama la brisa de verano “, nunca entendí porque la mamá de mi amiga nos miraba estupefacta sin omitir sonido pero si entendí que quizás su abuela no quería que la molestaran. Cuando me fui le dejé saludos para su abuela. El verano paso volando y el otoño por fín llego, y con él otro año escolar. Mi amiga lucía triste y eso me preocupaba. Un día durante un recreo le pregunte que le pasaba y ella respondió “ Mi abuela está muy mal, en esta época


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del año siempre pierde cabello y no puedo estudiar con ella”, su respuesta me preocupo a mí también y comprendía la tristeza de mi amiga. Decidí ir con ella esa tarde y entre las dos alegrar a su abuela de alguna manera. Cuando salimos del colegio mi amiga paso por un invernadero y compro algunas cosas, y también semillas para plantar flores en el jardín porque a su abuela le gustaban las flores y eso la animaría. Cuando llegamos a casa de mi amiga no había nadie, su papá trabajaba y su mamá dejo una nota en la heladera que decía que fue a lo de su tía. Estamos totalmente libres para llevar nuestro plan a cabo. Mi amiga me llevo al patio donde había en el medio del mismo un gran árbol de rosas chinas rojas, y a su alrededor todas las flores. Mi amiga comenzó a plantar todas las semillas que trajo, alrededor de este árbol, el mismo tenía pocas hojas porque debido al otoño se estaban cayendo, y casi no tenía flores. Una vez terminamos de plantar todo, regamos el árbol, y finalmente agotadas nos sentamos a su sombra. Aguarde unos minutos hasta que no pude más y pregunte a mi amiga por su abuela ella me miro y sonrió para luego decir “ ¿no la vez ahí?” y me señalo el árbol, yo confundida insistí y nuevamente formule mi pregunta y ella respondió “ en invierno casi no la veo pero cuando la primavera se asoma estudio bajo su sombra, en primavera se llena tanto de flores que parece feliz, y en verano mueve sus hojas al ritmo de la suave brisa, pero en otoño ya ves, sus hojas se caen y esta triste…” yo seguía confundida, mire el tronco del árbol en el cual sobre su corteza parecía dibujarse una sonrisa, luego me volví hacia mi amiga y también sonrió, “creo que tu abuela está contenta” le dije, y ella me contesto con una nueva sonrisa. Los años pasaron y nuestra amistad sigue vigente, con los años supe que su abuela falleció cuando estábamos en segundo grado por un problema del corazón, pero que amaba tanto esa rosa china que pidió que sus restos descansaran ahí. Mi amiga dice que para ella estar junto a ese árbol se siente como estar en presencia de su abuela, y yo creo que esta en lo cierto.


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DOS VECES LIBRE por Mariano Javier Cozzi Ciudad Autónoma de Buenos Aires

…A mi hijo y a mi mujer. Teo nació, por primera vez, el tres de agosto del año 2015. Apenas había cumplido un mes de vida, el siete de septiembre de ese mismo año, cuando, gracias a la misma mujer que lo había alumbrado una vez, nació una segunda. Ocurrió por la tarde. Él era tan pequeño, tanto, que todavía, de a poquito y paso a paso, estaba aprendiendo a vivir. Aún no sabía cómo era eso que todos llamaban mundo y ya comenzaba a observarlo con ojos asombrados y expectantes. Ni siquiera sabía, incluso, quién era él. Ni mucho menos quién sería. Y tan chiquito era que olvidó respirar durante unos cuantos segundos. Empezó con un ahogo, enseguida se tornó azulado y, finalmente, en brazos de su progenitora, quedó rígido como una piedra, como un mal sueño, como la muerte que, aquel atardecer, despistada, se dejó el GPS en el bolsillo de otro ambo y no llegó a tiempo a la cita. Leila, la madre de Teo, se desesperó e, instintivamente, luego de pedir que alguien la ayudase, a los gritos y en vano, pues ni vecino ni dios alguno se presentó, le hizo respiración boca a boca. Bastó un breve soplido, un trozo de su aliento, para que el muchachito inhalara nuevamente. Nunca el llanto de una criatura tranquilizó tanto a una madre. El padre del niño, Mariano, estaba trabajando y llegó en cuanto pudo. Abrazame, dijo Leila. Y el hombre los abrazó a ambos. Sin embargo se sabe que, en realidad, no los abrazaba sino que, muy por el contrario, se abrazaba a ellos. Muy diferentes son el abrazar y el estar abrazado. Mariano rodeaba con sus brazos, con su alma toda, a aquellas dos personas que tanto amaba y lo hacía con urgencia, con necesidad, no sólo de ellos sino ante todo suya, como un náufrago que se aferrara al único tronco de madera que restase en todo el amplio e inmenso mar. Aquel fue el abrazo primordial que los salvó. Luego el círculo se fue ampliando y aparecieron médicos, enfermeras, abuelos, abuelas, tías, tíos, pero la pesadilla ya había sido rota. Desde esa tarde habría que aprender a vivir de otra manera. Con más miedo. Con pies descalzos. Con culpa de todo, por todo y ante todos. Con arena entre los dedos de las manos. Entregados mas nunca rendidos. Y, también desde esa tarde, Teo fue un hombre sin huella bajo sus pasos. Había esquivado irrespetuosamente a su destino. Lo había dejado atrás. Había hecho trizas su hado. Y ahora sólo le restaba un camino sin señales, sin senderos marcados ni renglones escritos por otras manos. Era libre. Dos veces libre.


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ASTUCIA por Susana Curia Buenos Aires

Seguramente, quienes conocimos a don Bernabé podemos dar testimonio de su carácter hosco. No obstante su naturaleza, acostumbraba a ir a misa todos los domingos. Tenía un hermano que era su antítesis; en la adolescencia Bernabé prefirió trabajar; su hermano, en cambio, decía que estudiar conserva las neuronas y fortalece el espíritu. Muy joven el tozudo madrileño comenzó a trabajar en una tornería en el taller de un amigo de su padre; más tarde logró independizarse y de a poco instaló su propio negocio, en el que le fue muy bien después de superar demasiadas penurias económicas para establecerse. Se dedicó al trabajo y renegó de cualquier pensamiento que lo acercara a la sola idea de enamorarse. Soltero y millonario, puede ser la síntesis de su existencia, entre tornos y sonidos ensordecedores. Su hermano Joaquín, en cambio, se recibió de abogado y consolidó un hogar. Sus dos hijos no heredaron el espíritu de su tío: la vocación por el trabajo; tampoco el amor por el estudio como lo hizo su padre. A la muerte de este no heredaron más que deudas. Pero todavía quedaba “nuestro querido tío Bernabé”, pensaron. Entonces sintieron la necesidad de familiarizarse con el tío, a quien no veían hacía años. Más que acercarse al tío, querían acercarse a sus millones. Bernabé, si bien era hosco, tenía una cierta sensibilidad para reconocer muy bien cuándo se le acercaban por cariño verdadero o por interés. Años de trato con variado tipo de personas lo hicieron ducho y buen conocedor de la gente. Los dos sobrinos empezaron a visitarlo con frecuencia, lo que afirmaba su pensamiento acerca de qué tipo de “cariño” los hacía tan benevolentes con él. Era claro, cuando Bernabé dejara este mundo sus únicos herederos serían ellos.


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Fue demoledora la sorpresa que les esperaba: cuando ya, muy anciano, el tío decidió hacerles una confesión: tenía una hija fruto de una aventura de mucho tiempo atrás. Era su única heredera. Vivía en Torrelodones, una pequeña ciudad en los suburbios de Madrid. Ante tamaña declaración hurgaron un plan: encontrar a la joven y uno de ellos se casaría con ella, para asegurarse la herencia. Bernabé guardó el secreto de dónde se encontraba la jovencita, si bien les dijo en qué pueblo estaba. La búsqueda de los bribones fue en vano: nunca encontraron a la hija de Bernabé. Revolvieron cielo y tierra porque tanto uno como otro de sus sobrinos, ya a punto de expirar, se disputarían el amor de la prima. Nunca la encontraron. Bernabé murió una tarde de otoñó. Se hicieron los oficios religiosos correspondientes y cuando el sacerdote expresó en el responso: siempre lo recordaremos por su generosidad y bonhomía, ya que, al no tener herederos directos, nos legó toda su fortuna y su taller para los pobres de la iglesia. El cuento de la hija le salió bien al astuto Bernabé que logró su objetivo: sus sobrinos no recibirían su fortuna.


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LOS ROEMER por Luis De Cola Buenos Aires

Te vas a quedar sola ─te dicen─ como si te amenazaran con el infierno. ¿Tan mala es la propia compañía? ¿Tanto descrédito tiene estar con uno mismo? ─Temen sacarse la máscara ─me contestó el gato como si hubiera escuchado. Después de la aseveración desapareció en la oscuridad con dirección a la casa, acompañado de su seguridad felina. Tomé nuevamente el hacha y continué trozando la leña. En medio de la noche, los golpes secos parecían escopetazos. Es una suerte que varias hectáreas me separen de los vecinos así puedo trabajar hasta altas horas de la noche sin que nadie me esté espiando. A pesar del ejercicio, el frío que ahora mutaba en gotas de transpiración corriendo entre mis senos y la espalda, no cedía. Yo tampoco cesaba de imaginarme al lado de la estufa con una copa de ron y un buen libro. El quebracho se partía dócilmente mientras la pila, alrededor del tocón, iba en aumento. Hay un exquisito deleite en el trabajo que no existe en otras actividades de la vida, ni siquiera en las más hedónicas. De repente el endemoniado instrumento, que a esta altura subía y bajaba con vida propia, pegó ladeado contra el leño, rebotó, y vino a dar de lleno en mi rodilla. Me encontré con un dolor tan fuerte que pasaba el umbral del tormento hacia el gozo, e inmediatamente cedí a las ganas de acostarme. El suelo estaba frío, pero el placer que irradiaba la lesión, compenzaba la incomodidad y me dormí durante un tiempo indeterminado. Al despertar me encontré en los brazos de un hombre que me transportaba en silencio por el bosque. Contrariamente a lo que se puede esperar, no me inquietó demasiado. ─Ni siquiera pediste permiso para levantarme ─le reproché sin saludar. ─Estabas dormida y esa rodilla se ve muy fea. ─Gracias por el piropo, pero ¿a dónde me estás llevando? ─le pregunté contenta de no notar rastros de alarma en mi voz.


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─A mi casa que está a un kilómetro ─me respondió ya llegando a la camioneta─, necesitás atención y yo soy médico. No creí prudente hacer más preguntas. El tipo era alto y fornido, de cabello muy corto y un bigote como ya no se usa. Luego de recostarme con mucha parsimonia en el asiento de atrás, arrancó el vehículo y tomó la huella hacía el sur. Después de unos veinte minutos por calle de tierra, llegamos a una casa que yo creía abandonada. Me volvió a tomar en brazos y tras pasar la puerta que estaba abierta, me depositó en el único sillón de la estancia. ─Bueno, ahora viene la parte delicada, mujer ─me dijo con una sonrisa franca─ decime tu nombre así empezamos. ─Cecilia Dolores Domec ─le disparé a quemarropa─, pero contame que es lo que vamos a empezar así me preparo. ─Yo soy Adolfo “Farolito” Roemer, y voy a tener que coserte la rodilla, señorita Cecilia ─completó la frase poniéndose serio. Le hice una seña afirmativa con la cabeza y se fue a preparar. Ya en soledad, apuré el trago de ron y comencé a mirar los cuadros de la habitación. De izquierda a derecha, se veían en sucesión, tres generaciones de la familia que serían los Roemer: El abuelo, de impecable estampa con su mujer y tres hijos al lado de una carreta; en el segundo cuadro el padre, también al lado de su mujer, pero en este caso con dos hijos varones; en el tercer cuadro, Adolfo, del brazo de una tipa de generosa figura, y, por fin en el último cuadro mi Adolfo solo, parado como un militar y peinado a la gomina con su bigote bien corto. Al regresar, entendió que yo estaba mirando el cuadro y me dijo simplemente “ella se fue”. Noté cierta descompostura en su semblante y no quise indagar que significaría. Estaba con la guardia baja. De la operación solo recuerdo que fue un martirio y desperté recién al mediodía cuando el sol pegaba violentamente en las persianas. Con la luz del día la casa parecía muerta: una capa de polvo cubría los muebles; las puertas rechinaban en sus goznes; las paredes tenían manchas de humedad y de los rincones del techo pendían las telarañas enredadas. Tomé coraje y logré ponerme de pié con asombrosa facilidad. Me dirigí lentamente hacia el aparador y no noté ningún rastro del dolor. Al pasar por los cuadros observé detenidamente el último y leí la leyenda al pié: “Adolfo Roemer 1900 ─ 1943”.


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SUEÑO PESADO por Carlos Octavio De Giovanini Perisotto San Juan

Esta es la historia de un simple mortal que se levantaba todos los días, tomaba unos mates y se iba a trabajar a una constructora.Esta es la historia de un simple mortal que pasó de ser obrero a super espía ruso. Sonará gracioso pero esa es mi historia. Fui reclutado por un servicio secreto llamado Segunda Sombra (Second Shadow), que luchaba a nivel global contra la trata de personas, tráfico de órganos y pedofilia. El reclutamiento ocurrió luego de una toma de rehenes en la constructora, donde un equipo de 10 hombres redujo a todo el personal y luego de esconderme entre unas bobinas de papel,al ver que estaban torturando a mis compañeros del sector, maté a dos con un cutter que llevaba en el bolsillo. Así es, un cutter. Estuve oculto allí varias horas, mientras veía pasar a estos tipos que controlaban los alrededores, procurando que los rehenes no escaparan de las oficinas. Luego de un rato se cumplieron las negociaciones parciales y liberaron a los rehenes. Yo jamás volví a la fábrica. Fui reclutado, quizás por mis habilidades con el cutter, no lo sé. Me declararon muerto.Me entrenaron y capacitaron durante 4 años en estrategia y táctica militar, negociación criminal, psicología criminal, armamento, supervivencia, idiomas, relaciones diplomáticas entre otras disciplinas. Nuestra primer misión fue en Villa Langostura. Desde Europa del este se venía montando un operativo coordinado través del teniente Andreas Kaisser para dar con un capo de la trata de personas checo, llamado Branislav Ivanovic Chrtek. El teniente Andreas había estado siguiendo y vigilando a Branislav durante casi 12 meses pero era difícil dar con él porque usaba nombres falsos y se había operado el rostro para parecer otra persona. El checo se había tomado unas vacaciones en Villa Langostura y nuestra operación se puso en marcha el 16 de enero del 2016 luego de recibir un informe sumamente detallado de 150 hojas y 100 fotos enviadas por Kaisser. A cargo de nuestro equipo se encontraba el capitán mayor Octaviano Simmolet, veterano con más de 12 operaciones exitosas en 7 países. Contábamos con personal especializado en asalto y respuesta rápida de ataque


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y defensa, buzos tácticos y lanchas con armamento semi pesado, personal anti─disturbios especializado en lucha y crisis urbana para proteger a la población civil, y tres francotiradores, entre los que me encontraba yo, que decidí especializarme en ese área, logrando ser el sexto mejor posicionado entre 40 francotiradores de la agencia. Pasé de ser experto en cutter a francotirador. Si eso no es crecimiento profesional entonces me rindo. Los buzos tácticos y las lanchas fueron parte del operativo por que el checo se encontraba en una mansión con salida al lago Nahuel Huapi. El fulgor del operativo daba inicio a las 21:34. El equipo Blazzt de asalto y sigilo tomó la mansión y brotó la confusión entre el personal de seguridad de Branislav, que huía por una calle interna de la inmensa propiedad, que costeaba el lago. Yo estaba apostado a unos 800 metros del final de esa calle, que concluía en un muelle, sobre una pequeña loma que me ubicaba a unos 60 metros por encima del nivel del lago. Ahí estaba el vehículo, asomando entre los densos árboles y perseguido por mis camaradas, respire hondo, enfoque la mira y jale del gatillo de mi dragunov modificado.En un instante, a través de la mira pude ver como el lado del conductor del vehículo donde venía Branislav se teñía de rojo y daba un giro inesperado impactando contra unas rocas cerca del agua. Un breve tiroteo eliminaba al personal de seguridad que aún se encontraba en el automóvil chocado. Mis camaradas tomaban posiciones defensivas, los buzos asaltaban el bote que esperaban al checo y éste era tomado prisionero. Todo marchaba muy bien hasta que oí un sonido abrumador: “Gordo levantate que vas a llegar tarde”, mi mujer siempre con la última palabra.


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EN LA RED DE LA ARAÑA por Alicia Cristina De Gregorio Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Una sirena sonó a lo lejos. El sonido ronco y profundo se metió en sus sentidos, espabilándola. Aún adormilada, fijó su vista en la solitaria lamparita de luz que se balanceaba colgaba de un cable ornado de pelusas y telarañas. La bombilla estaba apagada, y la única iluminación del cuarto provenía de una ventanilla estrecha. No estaba segura si estaba despierta, de seguro estaba soñando. Se desperezó. La lamparita eléctrica continuaba colgada del cable, como una equilibrista en su trapecio, y la luz proveniente de la ventanilla le asemejaba a un reflector que iluminaba la escena. ¡Qué divague! Sintió una picazón en la rodilla y automáticamente se rascó. Se dio cuenta que no estaba soñando. Abrió sus ojos y trató de erguirse. Le dolía la cabeza, el cuello, y todas las articulaciones de que tenía conocimiento. Apoyada sobre sus codos inspeccionó el lugar. Aquella habitación le era completamente extraña. No tenía nada que ver con ella. Era un cuartucho miserable. Las paredes pedían a gritos una mano de pintura. Aquí y allá se veían agujeros, el cable del que pendía la bombilla de luz estaba empalmado en varios tramos. En el techo se veían manchas de humedad y más telarañas. El mobiliario, si se podía definir así, era bastante escaso. Además de la cama había una silla de esterillas agujereadas y un armatoste desvencijado con pretensiones de guardarropa. Ni siquiera había indicios de que existiese un cuarto de baño. Trató de erguirse pero le faltaban fuerzas. ¿Cómo había llegado a aquel sucucho? Se sintió perdida, angustiada. Cerró los ojos, e intentó recordar algo. Un remolino de luces y colores la sobresaltó. Aún con los ojos cerrados trató de interpretar lo que veía. Se vio viajando en un micro, medio cabeceando por el traqueteo miraba por la ventanilla el paisaje. Las figuras de los árboles y arbustos se desdibujaban con la velocidad del transporte y los cercos de los campos se transformaba. en una línea blanca interminable. No sabía si iba hacia algún lugar determinado o si regresaba, pero esa cuestión no era importante. Sólo estaba disfrutando de la sensación de dejarse llevar y del bambolear del micro. En su sueño, sintió que la empujaban; le estaban quitando la comodidad adquirida en ese espacio de asientos dobles que pretendía para ella sola. Se


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reacomodó. Le resultó imposible volver al bienestar que estaba disfrutando. Volvieron a empujarla. Indignada, iba a protestar contra quien la estaba molestando. Ahí se acababa el sueño. Nuevamente el calidoscopio de luces brillantes, que la mareaban y le hacían doler la cabeza. El sonido agudo y estridente de una sirena la sacó de su trance. Ésta sonaba en forma continua y no tardó en identificarla como de la policía. Y sonaba cerca. Cuando el sonido se acalló, se escucharon gritos, golpes de otras puertas, corridas. Esto, sumado a la incertidumbre por la que estaba pasando, le aceleró el pulso. quiso gritar, pero nada salió de su garganta. Esperó con el corazón en un puño para salir de esa nada que la rodeaba. Un golpe seco derribó la puerta de donde estaba. Presa de pánico, se desmayó. Cuando volvió a abrir los ojos aún estaba acostada, pero en otro lugar más luminoso y aireado. En su campo de visión apareció la cara amable DE UN SEÑOR CON GUARDAPOLVOS BLANCO. Lo miró extrañada. “Todo bien, mi querida. De buena se ha salvado!!” Seguía sin entender. Todas las preguntas que quería hacer se debían de dibujar en su rostro, Porque el otro agregó: “Tranquila, poco a poco irá sintiéndose mejor. Enseguida vendrá un inspector de la división trata de personas, y la pondrá al tanto de lo ocurrido.” “¿Trata de personas?”, logró articular. “Si. Durante su viaje hacia Corrientes, o Misiones, eso podrá decirlo usted, fue drogada y secuestrada por “La Telaraña”; una organización que tenía previsto su traslado, junto con otras mujeres, hacia bolivia, o perú, no estoy seguro, para que ejerer la prostitución. Por suerte, la policía ya los tenía en la mira y llegó a tiempo”. Cerró los ojos y soñó con una inmenso araña que la observaba, hamacándose en su tela


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PASO A SALUDAR por Graciela Eva De Mary Buenos Aires

Cuando era chica quería ser astronauta. Acá estoy, por fin, apreciando la curvatura del planeta. Una vez, hace mucho tiempo, sentada sobre una roca en el borde del lago Nahuel Huapi, había vivido algo parecido a esta felicidad que tengo ahora. Ni siquiera puedo sentir pesar al recordar a mis hijitos llorando bajo la mesa de la cocina. Ahora sé que a ellos también les llegará la recompensa de sentirse disparados hacia arriba, livianitos. Es cuestión de tiempo. Después de todo, no fue tan doloroso. Supe que la cosa no venía bien antes de preparar la cena. Era fin de mes y no me quedaba casi nada para cocinar. Lo de siempre: papas y cebollas. Le pedí tres huevos a la vecina. Pobre, más tarde la vi vomitar en el umbral de mi puerta. Le pedí los huevos para hacer una tortilla. Yo sabía. Como sea, a mí la tortilla me sale bárbara, pero a él no le gusta. Y yo lo sabía y la preparé igual.” Tomá la tortilla”, le dije. Y él que agarró el plato del borde, como para no ensuciarse y me apuntó a la cabeza y lo estrelló contra la pared. Lo esquivé como pude. Mis hijitos se quedaron paralizados mientras la comida se mezclaba con los colgajos de pintura vieja. Por experiencia, ellos sabían que la situación se iba a poner peor. Se escabulleron debajo de la mesa con la ilusión de hacerse invisibles. Abrazados. Me quedé parada y él que esperaba que yo saliera corriendo como siempre y en vez de eso le grité “¡Pegame maldito hijo de puta! Si, ya cumplí los cuarenta, por qué no te vas maldito!”. Al principio dudó como si no entendiera la situación pero enseguida yo vi cómo se encrespó de rabia el fuego verde de sus ojos. Me tiró de los pelos y entonces agarró la sartén de hierro con la mano libre. Entró a darme golpes en la cabeza y me abrIó el cuero cabelludo y vi volar por el aire un mechón rubio. Sentí el filo de la sartén contra el hueso pero no me dolió en el momento porque me invadió una conmoción en todo el cuerpo, como si estuviera en medio de un choque de trenes. Trastabillé. Caí. Desde el piso escuché los alaridos de mis chiquitos mientras él me pateaba la espalda. Una gelatina púrpura salió de mi nariz. La sangre me atravesó todos los sentidos hasta ahogarme. Ahora ya puedo ver toda la tierra. El silencio es delicioso. Los colores también. Las luces del hemisferio norte son un espectáculo magistral comparadas con las del resto del mundo. Hay un resplandor especial sobre México que me atrae. Parece que son miles de velas. Una caricia para el alma. Siento


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que me quieren. Yo nunca estuve ahí, sin embargo muchas personas rezan por mí en este mismo instante. No puedo irme así, sin saludar. Quisiera expresarles mi gratitud. Después de todo ya no tengo ninguna urgencia. Desciendo. La ciudad entera desfila por una avenida. Los niños piden a los gritos calaveras de azúcar. Hay altares por todos lados con flores y comida. Las mujeres visten unas blusas bellísimas. Me mezclo con ellas. Los coágulos sanguinolentos que salen de mi oreja son bien evidentes, pero asustan menos que algunas de sus máscaras.


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EL MIRADOR por Lidia Dellacasa Santa Fe

Lo obsesionaba la casa. Cada vez que volvía a la novela, trataba de grabar en su memoria los detalles de ese edificio que lo atraía misteriosamente. Una noche de insomnio, decidió copiar en un cuaderno las descripciones de la antigua casona que aparecían en las páginas ya ajadas de tanto trajinar por ellas. Releyendo las anotaciones una y otra vez, terminó por aprenderlas de memoria. Las repetía en un susurro apenas audible cuando caminaba solo por las calles, o mentalmente, si alguien lo miraba con extrañeza. Después, empezó a soñarla. Primero eran sueños difusos, donde no se veía con claridad la construcción, pero con el paso de los días fueron haciéndose más claros, con una nitidez asombrosa. Al despertar, cotejaba los detalles del sueño con los apuntes del cuaderno. Eran iguales. A él lo deleitaba esa identificación y al mismo tiempo, le producía un escalofrío. A nadie podía confiarle lo que le sucedía. No hubieran entendido. Era hombre solitario, de muy pocos amigos. Sus días transcurrían morosamente, sin sucesos que quebraran las rutinas de siempre: encerrado en la habitación que servía de escritorio, recorría con la vista los libros de la biblioteca para detenerse siempre en ése que lo desvelaba. La luz difusa de las madrugadas lo sorprendía cabeceando en el sillón de respaldo alto, con el libro entre las manos. Cuando los sueños se hicieron recurrentes tomó la decisión de buscar la casa en una geografía ajena a ella: la de su ciudad, lejos de Buenos Aires. Intuía que se trataba de un propósito delirante, porque no era el contexto de la historia narrada, pero no lograba sustraerse a él. Necesitaba salir del hechizo con que la ficción lo aprisionaba… Empezó a recorrer las calles, primero sin rumbo fijo. Cada tanto le parecía descubrir una casa semejante a la que buscaba y entonces la observaba minuciosamente, hasta que el corazón acelerado aquietaba su ritmo y lo ganaba la decepción. Salvo algún detalle menor, no era ésa. Otra noche de insomnio pensó que debía salir con un plano de la ciudad. La búsqueda a la deriva no daba resultados y lo cargaba de angustia porque se sorprendía más de una vez transitando lugares por donde ya había pasado. A la mañana siguiente partió con un itinerario fijo que había marcado en el plano. Durante semanas interminables fue recorriendo las calles que siempre


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había creído conocer tan bien y que ahora le parecían un orbe extraño y hostil. Decidió entonces abandonar la búsqueda y retomó la lectura de la novela para sumergirse, obsesivamente en las páginas que le mostraban la casa de sus desvelos. Por fin, un atardecer cargado de presagios volvió a caminar por calles que ahora lo desconcertaban, aunque seguramente lo había hecho en tantos recorridos anteriores. Buscaba en viejas casonas algo que lo remitiera con alguna certeza a aquello que ya era el motivo central de su vida. Anochecía cuando iba a desistir de la búsqueda. De pronto, en una casa antigua creyó reconocer el mirador que lo obsesionaba. Sí, no podía no ser el mirador con sus columnitas en lo alto y la puertita –o ventana─ que daba a la habitación de la protagonista. Cuando vio salir a una chica musitó con voz temblorosa su nombre. No le sorprendió que la muchacha se volviera a mirarlo. Era ella, ella antes de la tragedia final… Sos Alejandra Olmos, Vidal Olmos, ¿verdad? Preguntaba aseverando. La chica retrocedió desconfiada y negó con la cabeza. Es tu casa, y allá arriba, en el mirador, está tu habitación. ¿De qué mirador me habla? Había enojo y temor en la voz de la muchacha que se alejó corriendo en la luz morada del atardecer. Él volvió a observar la casona antigua que tanto le había parecido la de su búsqueda. No tenía mirador, sólo un pequeño altillo o el relieve sobresaliente de una terraza. Regresó con paso lento a su escritorio. Abrió la novela de Sábato. Justo las páginas que tan bien conocía. Había intentado salir del hechizo que lo aprisionaba en la ficción. Ahora, impulsado por la desilusión del afuera, se sumergió para siempre en la literatura. Subió lentamente la escalera antigua que llevaba al mirador y desapareció en esa otra realidad que de allí en más escribiría su destino de lector errante.


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JORGE LUIS BORGES EN EL JARDIN por Javier Dicenzo Buenos Aires

Estaba en un lugar recóndito, en un pasaje, en medio de un jardín bifurcado, sentado Borges. Miraba con las manos un lugar, luego la irrealidad de la soledad urgió. Dice una leyenda, que aquella vez, estaban los fantasmas. Caminó por el laberinto, miro los espejos. Luego de muchos años, un gran centinela recorrió el lugar, era un castillo medieval que dicen estaba maldito. Años ha se convirtió en un cementerio. Las criaturas que allí pasaban eran del horror. Lamentablemente soy lector de Borges, a quien critican, y estoy escribiendo estas memorias. Cuando avance mi edad seré un poco mejor escritor que ahora. Los años me han enseñado a releer sus libros. Esta tarde las luces se encendieron, y Borges pasó por mi habitación. Cuando era niño jugaba, pero este juego de laberintos terminó en la siguiente leyenda: Dicen, que en un huerto en medio de un bosque hay una gran torre, que en esa torre habitan seres extraños, con una tecnología avanzada, que se meten en los sueños de las personas, La leyenda afirma que viajan con naves en medio de largas distancias, también que comen uno tubos de piedra especial, que no respiran oxígeno. Muchos años me di cuenta que Borges era mi escritor. Ahora que los años pasaron camino por las calles de Buenos Aires, y miro los guiños de los autos. Hoy será mi cumpleaños y miraré el horizonte hacia el sur.


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LA FLOR DEL CACTUS por Eliana Digiovani Entre Ríos

La noche se extendía por el cielo atardecido mientras un hombre caminaba a paso veloz por la vereda que lo llevaba hasta su casa. De pronto y por un tropezón cayó al piso. Protestando se puso de pie acomodándose la ropa. Al mirar hacia atrás, un pequeño cactus en una maceta llena de barro y arena lo observaba solitario e incólume. Sin darle mayor importancia reanudó su andar, lo que poco duró. A solo unos metros un nuevo tropezón lo hizo caer de boca al piso. Esta vez estaba furioso. Al voltear buscando la causa, otra vez el pequeño cactus lo sorprendió. El acontecimiento le resultó extraño pero sin dudarlo retomó su camino. Dio unos pasos más hasta que se detuvo en seco. Miró hacia sus pies y allí estaba, como burlándosele, el pequeño cactus en su rústica maceta. Sin poder hacer caso omiso a la inexplicable aunque absurda exigencia lo tomó entre sus manos y se lo llevó hasta su casa. Ya cerca de la hora de dormir, el hombre cepillaba sus dientes con la puerta del baño abierta. Cada tanto él echaba un vistazo hacia afuera para comprobar la presencia del cactus, que parecía esperarlo pacientemente sobre la estantería colgada en la pared. Al salir del baño recogió al cactus del estante y se lo llevó abrazado hasta la habitación, cerrando la puerta por detrás y dejando al pasillo en completo silencio. Una vez en su habitación, colocó la pequeña maceta sobre la mesita de luz. Corrió las sábanas de algodón y se acomodó plácidamente en la cama. Se reclinó sobre su costado izquierdo y contempló el cactus por última vez antes de apagar la luz. La noche estaba serena. Afuera había luna llena y los vidrios despejados de la única ventana de la habitación dejaban entrar la luz a su antojo. Luz de luna que bañaba directa y esplendorosamente al cactus. Una metamorfosis se gestó en ese místico contacto. El cactus se tornó tan luminoso como el mismo resplandor mientras un ligero temblor se percibía en torno al mágico suceso. El brillo se hizo cegador, y de la incandescencia emergió una figura incomprensible, que lentamente fue tomando forma. Una pierna femenina se pudo distinguir entre la magnanimidad del fulgor que invadía todo el ámbito cerrado. Luego un pie, otra pierna, otro pie, un torso y unos brazos. Finalmente apareció una mujer completa, hermosa y


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desnuda, que daba sus primero pasos por el recinto, sigilosa y resplandeciente. Así hasta llegar al borde de la cama donde el hombre dormía. El fulgor se apagó eclipsado por la belleza implacable de la delicada mujer. Ella se sentó junto al hombre, y tomando un lugar que enseguida sintió suyo, se recostó abrazándolo por la espalda y le depositó la cara en la curvatura de su cuello. Inexplicablemente, el hombre respondió con espontánea naturalidad, y sintiendo el cálido aliento en su nuca recorrió el contorno de su cuerpo con los ojos cerrados, hasta coincidir en el encuentro de sus manos con las de ella. Sus manos coincidieron, al igual que sus figuras perfectamente encajadas entre sí, como las piezas de un ying y un yang que andaban buscándose. Durmieron abrazados, soñando el mismo sueño, hasta que el amanecer los sorprendió perturbándoles el trance y obligándolos a despertar. El hombre abrió los ojos lentamente. Por la ventana entraba el cálido resplandor del alba trayendo consigo una abrumadora sensación de incertidumbre entre lo real y lo inconsciente. De repente un vago recuerdo sobrevino en el hombre y enseguida se dio vuelta en busca de la presencia que lo había acompañado. No había nadie. Miró hacia la mesita de luz. El cactus permanecía en su lugar. El hombre se quedó contemplándolo unos instantes como esperando una respuesta. Nada sucedió. Resignado, negó la intuición. Al levantarse de la cama, corrió las sabanas y para su sorpresa encontró sobre el colchón los vestigios de una flor blanca y marchita. La recogió con delicadeza y la observó unos segundos. ─ ¿Una flor? – dijo. Eso fue todo. Tendió su cama con rapidez y se vistió como lo hacía cada mañana. Antes de partir dejó la flor sobre la maceta del cactus y la miró hundirse entre la tierra y la arena. Se marchó de la habitación dejando el eco del silencio en el aire y la flor blanca y marchita, muriéndose.


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AL ROSTRO DE LA LUNA por Facundo Joaquín Durán Buenos Aires

Era una fría y lluviosa noche, cuando él iba conduciendo su auto, por una ruta desértica, donde la soledad era su única compañía. Esquivaba los charcos como intentaba esquivar sus problemas. La lluvia sonaba en su auto, pero no era lo único que llovía. Sus ojos negros también goteaban. Pensaba en ella, en esa mujer que estuvo siempre con él y hoy, ya no estaba. Después de muchas horas, llegó hasta un pequeño bar, perdido en medio de la nada, donde, pensó, podría tomar un café para aliviar sus penas. Tras estacionar su auto se dirigió al recinto. No había nadie, solo una chica, que, creyó, sería la camarera. Era guapa, con ojos azules, los cuales parecían un pedazo de mar, cabello rubio, el cual parecía un sol entre tanta oscuridad, un busto definido, silueta perfecta, nariz que se asemejaba a una escultura griega. El hombre se acercó. La camarera le sonrió con su roja y carnosa boca, enseñando su bellísima dentadura. Tenía por dientes unas perlas que por poco cegaban al viajante, perfectos, sin caries, todos en su lugar. ─¿Necesitas ayuda?─ preguntó ella –hace mucho que no viene nadie a estas horas. Siempre estoy sola.─ ─Yo también estoy solo. La mujer de mi vida se fue, me traicionó. Tras estar diez años juntos, se marchó con su amante.─ ─Que idiota. Perdón que te lo diga así, pero es la verdad. Sos un hombre muy lindo, y pareces ser buena persona. Ninguna mujer se resistiría a tus encantos.─ ─Gracias. ¿Y vos? ¿Estás sola? Digo… ¿Salís con alguien?─ ─Tenía un novio, pero se murió. Era una noche como ésta. La policía lo encontró muerto, a unas pocas cuadras de acá.─ ─Qué triste. Lo lamento mucho.─ ─No te preocupes. Soy fuerte─ respondió ─¿Queres un café? La casa invita.─ ─Por favor.─ La camarera sonrió nuevamente, yéndose a preparar un café. El muchacho, por su lado, se sentó, la vio irse, y se mordió el labio inferior. Poco después, la camarera le trajo una taza de café.


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El hombre y la mujer perfecta se quedaron hablando, hasta que se hicieron las cuatro de la mañana. Cuando la lluvia terminó y la luna iluminó la noche, él invitó a la chica a su auto. Salieron agarrados de la mano. Ella sonreía. Él la veía, no podía creer lo perfecta que era esa mujer. Todo ese amor y toda esa pasión que sentía el hombre se convirtió en miedo y asco cuando la luna iluminó el rostro de la camarera. Su cabello rubio se convirtió en un cabello negro y sucio. Le salieron granos y verrugas, su nariz se agrandó, sus dientes se cayeron, su cuerpo enflaqueció y empalideció. Era el mismo rostro del miedo. Él no pudo evitar gritar. Ella reía, una risa perversa. Por la mañana, había un operativo policial en ese lugar. Una ambulancia se llevaba un cuerpo. No había rastros de sangre. Mientras la policía indagaba el lugar, la camarera estaba ahí, escondida. Perfecta y linda como era antes que la luna la ilumine.


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EL NIÑO QUE QUERÍA SER UNA ESTRELLA por Matías Ezequiel Dusevich Buenos Aires

Desde pequeño me gusta mirar las estrellas, contemplarlas, admirarlas; nada me hacía más que feliz que esperar a que llegara la noche, sentarme en el pasto y mirar el vasto cielo lleno de estrellas. Recuerdo que en mi primera carta a Papá Noel había pedido una estrella, me imagino las caras de mis padres, de no entender lo que pedía, será por eso que me regalaron un camión de bomberos. Cuando me preguntaban ¿qué querés ser cuándo seas grande? Inmediatamente respondía ─¡quiero ser una estrella!– supongo que pensaban que quería ser una estrella de cine, de rock, etc, pero estoy seguro que nunca lo entendieron. El tiempo hizo lo suyo, uno va creciendo, se transforma en adulto, tiene obligaciones y todas esas cosas, pero siempre que podía salía al balcón del departamento donde ahora vivo y contemplaba las estrellas, tampoco nunca deje de desear ser una de ellas. Quizás mi deseo sigue tan vivo por dos hechos puntuales. Cuando tenía nueve años mí abuelo falleció de una enfermedad muy grave. Le dije a mi mamá que lo iba a extrañar mucho, ella me miró con sus ojos llenos de lágrimas, señalando una estrella y me dijo: ¿Ves? Ahí está el abuelo. Hace una semana falleció mí padre, no puedo evitar recordar las palabras que me dijo mi mamá ese día, cuando era pequeño y no sabía que era la muerte. Hoy más que nunca, me gustaría ser una estrella.


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DEL OTRO LADO por Hugo José María Echavarria Seniquel Corrientes

Mientras la tarde se iba perdiendo por un túnel de color anaranjado, Julián, se subió sobre un tacho vacío de aceite de doscientos litros para colocar vidrios de botellas rotas sobre el muro de su casa. Por la madrugada escuchaban pasos, como si alguien caminara sobre el muro. Mientras lo hacía, observaba el fondo de la casa vecina. Ésta parecía vacía, pero no abandonada, porque el patio estaba muy bien cuidado y limpio. De tanto mirar, un vidrio le cortó un dedo de la mano, e instantáneamente, la sangre le brotó como si éste fuera un gotero. De pronto la noche lo sorprendió… las luces de la casa vecina se encendieron, la música envolvió el ambiente y se llenó de gente. Una mujer, con dos copas de vino se acercó al muro y lo invitó para compartir con ellos. Julián no dudó y de un salto entró a la casa.Luego bebió un sorbo de la copa de vino y se mezcló entre la gente. Todos estaban descalzas y vestidos con ropas de todo tipo. No había comida, pero el vino que servían era muy dulce y suave. Nunca había probado algo tan exquisito. Al rato, se volvió a encontrar con la mujer que lo había invitado. Ella era muy joven y bonita. Julián no tardó en enamorarse. Bailaron y bebieron toda la noche. Y antes de que amanezca la chica se subió arriba del muro y comenzó a bailar. Julián le rogaba que se baje, puesto que habían vidrios colocados; pero la chica siguió bailando. Cuando se bajó, le reclamó su irresponsabilidad, pero ella le dijo que no se preocupara porque no sentía ningún dolor; además toda la gente que estaba allí, estaban muertas. A la mañana siguiente, los amigos de Julián lo encontraron muerto del otro lado del muro de su casa. Se había desangrado cuando se cortó la mano.


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CONFIDENCIAS NOCTURNAS por Viviana Eugenia Estrada Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Como todas las noches, entre las 21:30 y 22 horas Mauricio llevaría a pasear a Cleo, su perrita caniche Toy, que desde hace ya tres años tiene consigo. Apenas Cleo lo vio levantarse del sillón y apagar el televisor, empezó a saltar y correr hacia donde su correa estaba colgada. Mauricio con un tono serio le dijo ─ ¿a dónde vas tan entusiasmada? – y entre sonidos que no llegaban a ser ladridos ni silbidos Cleo seguía saltando demostrando su alegría porque saldría a hacer su recorrido nocturno. Con calma le pusieron su abrigo, ya que era una noche fría, de esas cuando aún no es ni primavera, ni terminó el invierno y luego la pechera. Cleo, tomó con su boca el extremo de la correa y corrió hacia la puerta esperando que la abriesen. Apenas su cuerpo logró pasar el espacio mientras Mauricio abría la puerta, corrió raudamente hacia el ascensor. Su pequeña colita parecía que iba a salir volando de cuánto la movía de alegría y entusiasmo por su paseo. Mauricio llamó el ascensor mientras terminaba de cerrar la puerta, y apenas éste llegó, se dispusieron para salir. Igualmente, Cleo, seguía bastante ansiosa y lo demostraba con una especie de lamento, ya que además del ascensor aún le esperaba la puerta de entrada para lograr encontrarse con sus árboles favoritos, el de mitad de cuadra y el de la esquina a la vuelta del edificio. Saber qué era lo que hacía que esos dos árboles fueran sus preferidos era algo que Mauricio no llegaba a comprender. Muchas veces había tratado descubrir alguna diferencia entre esos árboles y los otros cuatro que había en el trayecto sin haber podido encontrar alguna pista de qué era lo que los hacía tan especiales para ella. Mientras iban caminando y estaban llegando al cuarto árbol, ya casi para el final del recorrido de ida, de entre las sombras apareció la silueta de una bella y joven dama, que por su ropa daba impresión que recién llegaba del trabajo, ya que aún tenía sus tacones y un traje con el logo de una empresa en uno de los bolsillos de la chaqueta, similar al de las aeromozas, y junto a ella, un caniche algo más grande que Cleo, y de su color contrario, negro azabache, el cual apenas percibió a Cleo, empezó a hacer pequeños ladridos entrecortados y mover su rabo, y ésta le respondió con un ladrido con sonido suave pero firme, como si estuvieran saludándose como viejos amigos. Mauricio al


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ver que ambos perros se buscaban amistosamente, dejó que se extendiera la correa mientras se acercaba él también de paso que lograba ver más de cerca a la dueña del caniche. Luego de unos minutos de observar los juegos de ambos perros, con voz algo tímida, tomó coraje y se animó previo saludar, a preguntar por el nombre del perro. Titán, respondió enérgicamente la dama, pero ante el tamaño del perro, Mauricio repitió, «¿Titan?», ambos se miraron, miraron a Titán, y se rieron. Luego llegó la explicación: ─ es que, de pequeño, apenas casi nacido cuando lo trajeron a casa, se cruzó con el perro de uno de los vecinos, que era el doble del tamaño de él, y le empezó a ladrar. En ese momento el vecino le dijo: eres todo un Titán, todos nos largamos a reír, y así le quedó. Titan. ─ Mauricio entonces se animó a comentar que era raro que antes no se hubieran cruzado, y ella le respondió que se había demorado en su regreso y que siempre salía más temprano, ya que Titán adoraba pasear y sobre todo visitar el árbol de la esquina y el de mitad de cuadra a la vuelta. En ese momento, Mauricio descubrió el misterio por el cual Cleo tenía esos árboles como sus preferidos desde hacía ya un año, y para si se dijo, «Cleo, eres una traviesa, tenías novio, le dejabas mensajes y no me avisaste que la dueña era ¡tan bonita!» Luego de un rato de reírse de cómo Cleo y Titán jugaban, se despidieron. Mas cuando la dueña de Titán iba a continuar su camino, se detuvo en seco, se dio vuelta y mirando a Cleo le dijo, ─ mañana vendremos como siempre, alrededor de las 20:30, si andas por acá, juegan de nuevo, ¿vale?, luego, haciendo una leve sonrisa y un tímido guiño hacia Mauricio siguió su camino perdiéndose entre las sombras al doblar en la esquina.


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UNA HISTORIA por Sonia Figueras Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Madre, padre, tres niños arriban a América. El más pequeño, ante la separación de sus padres, no conoce a su mamá. Le cuentan de su muerte pos parto. De espío en espío, desde pequeño, se trepa de continuo en el paredón del hospital vecino. Decide ya, que un día va a ser médico y Obstetra.. La carrera médica es su meta y su vida. Los pacientes lo llaman “Superman”. La noche en que lo llevan en una camioneta saltarina a extrema velocidad, entre ripio negruzco y cielo más negro aún, en su maletín,las jeringas, agujas, pinzas y tijeras hacen un concierto de silbos y chillidos. En una hora como el infinito, llega a la vivienda. Una mujer, mayor, lo mira semi inconsciente No la traslada. Hace lo que sabe y la recupera. La cara febril, su tierno agradecimiento, le hace prometer una nueva visita. Domingo caluroso, Pablo, Elsa y los chicos salen a pasear. Se encuentran frente a la casa que ha visitado días atrás. Ella no está. Ha fallecido hace dos días, repentinamente. Abraza al hijo que le muestra acongojado sus tejidos y unas fotos. Desde la cartulina, su padre, sus abuelos, dos niños y un bebé entre ellos, lo miran. El doctor, el cirujano, el llamado “Superman,” encontró a su mamá.


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EL LAPIZ MAGICO por Gabriel Finkelstein Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Cuando Damián tenía 6 años, le gustaba jugar como a cualquier chico. Cualquier ocasión era buena para hacerlo. Su juego preferido era dibujar. Jugaba a dibujar. Sus padres le compraban y regalaban lápices de los mas diversos colores y tamaños. Los tenía de todo tipo y los guardaba en una enorme caja de zapatos, incluso los muy gastados, y aquél que se le rompía, lo pegaba cuidadosamente. Cuando salía a comprar no se conformaba con los mas vulgares. Buscaba aquellos exóticos,con formas de animales o de cualquier otro formato que se le ocurría en el momento. A pesar de tener tantos lápices y de la fascinación por dibujar, tenia un problema, el creía que dibujaba muy mal y estaba convencido de ello. Sus dibujos le parecían malos y no los mostraba por temor y verguenza. Muchas veces se disgustaba por un diseño que no le salía y se iba a su cuarto a llorar. Gritaba que no iba a volver a dibujar nunca más. Una vez, revolviendo su gran caja de zapatos lleno de lápices,encontró uno que nunca antes había visto. Era un lápiz negro muy parecido a los demás, pero este tenía lucecitas, muchas lucecitas de colores que se prendían y apagaban constantemente. Damián no recordaba haberlo comprado ni que se lo hubiesen regalado. ─Talvez mis padres me lo dejaron como una sorpresa ─ pensó, pero no le importó, estaba nuevo y sin uso, no entendía como apareció ni de donde, pero estaba entre sus cosas y era de él. Fue en busca de una hoja en blanco y a pesar de que había dicho que no lo iba hacer mas, se puso a dibujar con su nuevo lápiz. Cuando terminó, vio con asombro, que le había salido un perfecto avión como nunca antes había dibujado.Buscó otros lápices, mas hojas y dibujó uno tras otro. Al finalizar, juntó todos, los miró uno por uno y noto que los dibujos hechos con el lápiz de lucecitas, eran perfectos. Los dibujados con los otros lápices, eran tan malos como siempre. Desde entonces, usó siempre ese lápiz negro. Todos sus dibujos eran magníficos, dibujaba caricaturas y cualquier otro diseño producto de su imaginación. Hasta le hizo un retrato a sus padres tan parecidos como una foto. Todo esto gracias a su “ lápiz mágico“, así era como lo llamaba. Lo guardaba separado y escondido de todo y de todos.


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Al poco tiempo se dio cuenta de otra habilidad. Podía dibujar con las dos manos. Esto lo hacía mas divertido y estaba feliz por ello. Pero como todas las cosas, inevitablemente, todo tiene su desgaste, y aunque el lápiz era mágico, éste se gastaba igual que los otros. Tardaba más, pero de a poco con el uso, se iba achicando. Damián no se preocupó porque tenía lápiz para un largo tiempo. Sabía que en algún momento se acabaría y no iba a poder dibujar mas. Pero con el entusiasmo que tenía, no se daba cuenta que el lápiz se fue achicando. Cuando lo notó, era del tamaño del dedo meñique. Decidió guardarlo, no usarlo por algún tiempo. Pensó que si era mágico, tal vez volvía a agrandarse. Al poco tiempo fue en busca de su lápiz mágico. Lo buscó donde lo había dejado, y no lo encontró. Revolvió su caja de zapatos donde estaban los otros lápices y tampoco estaba. Buscó por toda la casa y no encontró nada. Le preguntó a sus padres por el lápiz de luces que le habían dejado de sorpresa, ─ nosotros no te regalamos ninguno así, ¿de donde sacaste esa historia del lápiz con luces? ─ quedándose sorprendidos por la descripción que les había hecho acerca del lápiz mágico. Damián estaba muy angustiado, ese lápiz negro con lucecitas de colores era su magia, su secreto mas divino y no lo pudo encontrar.Salió a la calle decidido a conseguir uno igual o parecido, pero lo único que lograba era que todos se rieran de él. Ya cansado de caminar y dado por vencido, decidió volver. Camino a su casa vio pintado en una pared, dibujos, garabatos y escrituras, donde se detuvo por un momento y leyó atentamente algo que le llamó la atención. “LA MAGIA ESTA EN CADA UNO DE NOSOTROS, EL SECRETO CONSISTE EN HACER LO QUE REALMENTE SENTIMOS Y DESEAMOS, SIN TEMOR A LO QUE DIGAN LOS DEMÁS“. Se quedó pensando, esbozó una sonrisa y se fue silbando bajito. Damián es hoy, a los 49 años, un famoso pintor y un gran artista.


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DONACIÓN por Ricardo Forno Buenos Aires

Se oye el timbre de la puerta de calle. El señor Carnevale, quien vive solo, acude. Observa por la mirilla y ve una camioneta del INCUCAI de la que aparentemente han bajado los dos hombres que están ante su puerta. No le parecen sospechosos y abre. ─Buenos días. Buscamos al señor… ─uno de los visitantes mira un papel que lleva en la mano─ Artemio Luis Carnevale, DNI 31.677.392. ¿Es usted? ─Sí, correcto ─contesta Carnevale. ─Usted firmó hace dos años este documento ─lo muestra─ por el cual dona sus órganos. ─Sí, así es. Mantengo mi decisión. ─Bien. Venimos a buscarlos. ─¿¿Eh?? ¿Usted se refiere a mis órganos, corazón, riñones…? ─Claro. ─¿¿Ahora?? ¡Se supone que eso es cuando me muera! ─Aquí no se menciona ese detalle. Dice que usted dona sus órganos, y tenemos un paciente que necesita un trasplante de pulmones y corazón, con el mismo tipo de sangre que la suya, y genes compatibles. ─¡Ustedes están locos! ¿¿Es una broma?? ─Ninguna broma. Venimos a llevarlo para la extracción. Aquí el oficial ─señala al otro individuo─ no me dejará mentir. El otro muestra una chapa y una identificación, al tiempo que indica las insignias en el brazo y dice “Policía Federal, Oficial Inspector Gualterio Suárez”. Carnevale los mira con ojos desorbitados y la boca abierta. Al fin, logra proferir: ─¡¡Pero esto es un desatino!! ¡No tiene sentido! ¡De ninguna manera voy a dejar que me lleven! ─No añada la resistencia a esta retractación de una decisión definitiva, tomada en plena conciencia de sus actos. Lo podemos denunciar a la fiscalía por desacato ─dice el policía.


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─¡Qué me puede importar que me acusen de desacato después de que me extraigan el corazón y los pulmones! ─exclama Carnevale e intenta cerrarles la puerta. Es inútil. Entre el oficial y su acompañante, y otro policía que ha bajado de la camioneta, lo agarran, lo esposan y lo suben a la parte trasera del vehículo, pese a que el hombre se desgañita clamando socorro. El paciente tendrá su ansiado trasplante.


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CAMINANDO por Cristina Generosa Fregenal Buenos Aires

Tobías iba caminando por el borde de una ruta cercada de verdes campos .Caminaba y caminaba manteniendo el ritmo y escuchando musica en su Ipod. A medida que lo hacía, transcurrían las horas y con ellas se acercaba el anochecer. EL sendero se hacía cada vez más ríspido y llegaba el frío helado de la zona patagónica. Sin fuerzas, Tobías llegó a una solitaria cabaña sita en medio del paisaje. La buscaba incesantemente hace meses. Golpeó la puerta, esperando que saliese una mujer con determinadas características y le diese albergue. Asomó una anciana cubierta por una manta de lana tejida al crochet y acompañada por un perro mestizo blanco como la nieve; con tono cordial le preguntó a Tobías que deseaba. Él luego de un amable saludo le comentó que afuera hacía mucho frío y aún no había llegado al destino fijado y le solicitó albergue por esa noche. La señora mayor le contestó que sí, disponía de una habitación cálida y comida caliente. Tobías ingresó al confort del hogar y la abuela con dulzura lo invitó a comer un sabroso puchero. Cenaron en silencio, observándose disimuladamente el uno al otro. Luego, ella lo invitó a sentarse a tomar té caliente junto a la chimenea e indagó hacia donde viajaba Tobías. Él le reveló que era hacia un lugar maravilloso donde todos viven en fraternidad. ─Y.. ¿como se llega a ese lugar, jovencito?─ inquirió la dama. Tobías le contó que se llega generalmente por la noche en el momento indicado por alguien. La mujer cansada debido a lo avanzado de la hora se quedó con ganas de saber más sobre ese sitio. Se retiró a su alcoba a descansar, no sin olvidar dar el beso de las buenas noches a Tobías. Al amanecer, ella se dirigió al dormitorio a su huésped, al que le había tomado afecto, a servirle el desayuno y continuar conversando: él físicamente estaba en el lecho, no así su alma. En el transcurso de la noche había partido luego de meses de sufrimiento por un cáncer terminal hacia el destino buscado. La anciana nunca supo que ese muchacho de ojos café era su nieto ,producto de una fugaz relación de su hijo Martín antes de ser enviado a las Islas Malvinas; donde hoy descansa como un soldado sólo conocido por Dios.


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ACECHA EN LA OSCURIDAD por Maria Magdalena Gabetta Córdoba

Ernesto estaba castigado a pasar de una oscuridad a otra; desde los profundos túneles por dónde pululaban los trenes en los cuales trabajaba, hasta su humilde vivienda, todo era oscuridad para él. Al regresar, agotado de trajinar todo el día por ese mundo subterráneo que cruzaba la ciudad, se hacía presente la pesadilla de caminar un par de lóbregas cuadras hasta su morada en un barrio suburbano; un lugar dónde las polvorientas calles de tierra eran una realidad infame, no el sueño de futuros y limpios asfaltos cuyas promesas de construcción eran periódicamente renovadas por los políticastros de turno, quienes, una vez logrado el éxito de obtener el cargo al que aspiraban, olvidaban rápidamente sus promesas.. Al salir del subterráneo en la estación más cercana a su domicilio, no podía evitar un estremecimiento al enfrentarse con esas cuadras peligrosas y mal iluminadas. Agachaba la cabeza y apuraba el paso, temiendo encontrarse con el hatajo de asesinos que acechaban a los desprevenidos transeúntes. Para empeorar una situación, ya de por si lúgubre; cuando llegaba a su hogar, un fuerte olor a encierro y humedad golpeaba sus fosas nasales. No había forma de erradicar ese malsano olor, el abuso de aromatizantes artificiales había producido en él una sensibilidad que tenía su base en el estómago y ante esa situación había optado por no utilizarlos más. Las ventanas permanecían herméticamente cerradas durante el día y la noche. Ya no se atrevía a abrirlas para dejar ingresar un poco del refrescante aire nocturno. Esto ocurría desde hacía unas semanas, desde que se había enterado por los preocupados vecinos que una turba asesina estaba causando estragos en la barriada. Todos habían tomado precauciones extremas y era por esa razón que difícilmente se veía alguna que otra persona en la calle; la mayoría de sus


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vecinos estaban encerrados temblando por el temor de ser, en algún momento, víctimas de esos sanguinarios sin escrúpulos que tanto atacaban a un niño como a un anciano. A pesar de sus prevenciones, esa noche percibió una presencia extraña al momento de ingresar a su casa. En un instante sus peores temores se hicieron realidad y supo que de nada habían servido todos sus cuidados. Quedó pegado a la puerta y no encendió las luces, sabía que el invasor lo atacaría igual en la oscuridad, pero ilusamente pensó que podría ganar tiempo. Guiándose por su instinto se dirigió sigilosamente hacia la sala. Allí, sobre una repisa, tenía un arma y si lograba llegar a ella antes del ataque, podría quizás ganar la batalla. Se sintió observado y un sudor pegajoso comenzó a caer por su frente; el enemigo quería su sangre. Avanzó apretando los dientes, los músculos tensos, esperando el ataque mientras el sudor le corría descontrolado por el rostro. Al sentirse cercano a su objetivo abandonó la prudencia y arremetió de un salto en dirección a la repisa y, mientras aferraba con un suspiro de alivio el salvador insecticida, sintió en su espalda el ardiente aguijón del maldito mosquito que sin piedad lo traspasaba a traición.


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AGUA TIBIA por Santiago Galazzo Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Invitado por Julián, fui con mi esposa Mabel a pasar un fin de semana en su quinta en las afueras de Zárate. Nos esperaba con su mujer y sus dos hijos. Como llegamos temprano estuvimos en el parque y luego, dado que hacía frío volvimos a la casa. Pasamos cerca de una pileta de natación techada. Estaba con agua. “Hace frío para nadar.” Dije. “El gua está tibia, tócala” contestó Julián. Comprobé que era cierto. No veía instalación alguna para darle el calor necesario, excepto unos cilindros adosados en las paredes internas de las esquinas que lo emanaban a través de una malla de acero que evitaba tocarlos “Es un invento mío” me dijo en voz baja. ”Logré una reacción controlada de fusión nuclear. Nadie está enterado de estos dispositivos. Ni el Gobierno”. Julián es doctor en Física. Estuvo 6 años en Alemania investigando sobre fusión en una empresa cuyo nombre no mencionó “Los cilindros están funcionando hace tres meses y mantienen regulada la temperatura del agua. La semana entrante llegan directivos de la firma. Deseo presentarte como abogado, porque voy a patentar el invento, si ellos den su conformidad”. “¿Y?…” pregunté. “Pagando un royalty, comenzarán a fabricarlos en Alemania, país frío donde la calefacción y entibiar agua de natatorios es muy oneroso”. Los alemanes llegaron un miércoles. Julián me llamó por teléfono para que acudiera. Fui al día siguiente a las 14 h.. No había nadie que me abriera la puerta. Entré por una puerta trasera. Nada. Hace un mes que esto sucedió y no tengo noticias de Julián y su familia. Los cilindros instalados no están y el natatorio está vacío… No puedo explicar una denuncia por tan extraño proceder.


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POR AMOR AL ARTE por Silvia García Santa Fe

Ana trabajaba para mantener a tres hermanos, tenía recién veinte años pero, la vida le había hecho madurar de golpe, cuando su madre falleció de cáncer. Su madre siempre fue una empleada doméstica.Y cada vez que podía, le pagaba a Ana clases particulares en donde iba demostrando su talento natural para la danza. El muchacho de pelo rebelde y ojos negros, había llegado al pueblo buscando poner un negocio, encargado por su padre. Tenía 25 años y lo habían criado con mente de empresario, no le había preguntado qué quería ser. Lautaro nunca se quejó pero,a escondidas y desde los nueve años, hacía dibujos que se iban perfeccionando con los años, paisajes, rostros, naturaleza. Cada pintura que hacia parecía una realidad que se salía del papel. Cierta tarde, luego de la inauguración del supermercado, Ana se acercó a dejar sus datos. Ella trabajaba de doméstica pero, el sueldo no alcanzaba para nada y menos para volver a tomar clases, que era lo que más soñaba. La atendió el joven serio, cortante.Pero no se dejó intimidar, tomó coraje y le pidió trabajo. Meses después, mientras terminaba de acomodar la mercadería, notó que todos se habían ido. De pronto, sonó en la radio una melodía conocida, Sin saber cómo, empezó a moverse y bailaba como si el mundo no existiera. No había perdido el don y Lautaro, que se había quedado en la puerta a observarla, supo que ella no era una chica cualquiera y una lágrima recorrió su mejilla. Nadie sabe cuánto duró ese baile pero, lo que contaban en el pueblo es que ese día, seis de Julio de 1945,un rayo de luz salió inexplicablemente del mercado e iluminó, por largo rato. Pasaron varios meses más, la vida seguía su curso. Ana fue mandada a llamar por su jefe, el padre de Lautaro. La citó en su casa. Cuando llegó la empleada le pidió que suba a la oficina. Ana sin saber como, terminó en la habitación de Lautaro. La recorrió un poco por curiosidad o tal vez, por destino. En un momento pisó una madera y ésta crujió bajo sus pies. Notó que la madera se desacomodó, se agachó y observó un pedazo de papel que asomaba. Ya estaba ahí así que, levantó la madera. Lo que allí vio


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le atravesó el corazón de tal manera que ya nunca más volvió a ser la misma. Enrollados, estaban varios dibujos de ella bailando, aquella tarde en el mercado, tal como si la hubiesen filmado. Al otro día, buscó a Lautaro, lo buscó para agradecerle o no sabía bien que iba a decir. Pero, él ya no estaba. Su padre lo había mandado a otro pueblo a encargarse de un nuevo mercado. Ana sintió un dolor tan parecido a la muerte, que sus ojos, por muchísimo tiempo, no volvieron a brillar. Nunca más bailó. Ana, que ya era gerente general de la cadena de supermercados, debía viajar a París a presentar una propuesta de modernización y ventas. Tenía un par de arrugas pero su cara conservaba la belleza natural de los 20 años. Cierta noche, antes de la presentación decidió dar un paseo. No supo cómo, pero llegó a una galería de arte. Entró casi por descuido y caminó por un largo pasillo iluminado. Lo que ahí sucedió fue para Ana la sorpresa más grande y hermosa de toda su vida. Expuestas, en todas las paredes, estaban las pinturas de Lautaro y ella, era la protagonista. Se desvaneció un poco y sus ojos se llenaron de llanto. Ahí estaba, 20 años antes, con los sueños todavía jóvenes y la magia de su danza. En la puerta, casi de un golpe, se encontró con unos ojos negros y profundos y un cabello lleno de canas pero que aún conservaba su rebeldía. No tuvieron que decirse ninguna palabra para reconocerse. No tuvieron que contarse nada, ni preguntarse lo que había hecho el destino para encontrarlos 20 años después, en un país lejano. No necesitaban nada, porque se habían amado siempre. Algunos dicen que ese día en el museo sucedió un hecho extraordinario. Mientras el portero cerraba la galería, pudo ver que Ana salía de sus pinturas para bailar en un rayo de luz inmenso. Yo no sé, eso dicen los que creen en magias. Solo les conté esta hermosa historia de amor que me contó mi abuela y que mi abuelo le ayudaba a recordar, con todos los detalles. Y claro, así debía ser, porque ambos fueron los protagonistas.


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NUNCA HABLES CON EXTRAÑOS por Juan Manuel Giordano Buenos Aires

Aquella noche de invierno se repite en mi cabeza como una vieja cinta de video, una y otra vez; el reloj daba la media noche y parecía que la tormenta se había aferrado a mi como un abrojo silvestre, cuando repentinamente el auto se detuvo y aunque hice uso de mis escasas dotes de mecánico, seguía apagado; ofuscado, a lo lejos oí una voz, levante la mirada y bajo un manto de agua y relámpagos alcance a distinguir una figura que me hacía señas desde la puerta de una casa cercana, tal vez la única visible. Caminé hacia allí, se asomó una pequeña niña rubia a la puerta, me dijo “Hola”, y me invito a pasar, tímidamente asome la cabeza y mire dentro, pero el frío y el viento me empujaron a su interior. A lo lejos se oían pasos y pronto una mujer que se encontraba en el piso superior, dijo “puedes esperar que pase la tormenta aquí, aunque el teléfono lamentablemente no funciona”. Gracias dije y me senté a esperar, de repente todo quedo en silencio. ¡Hola! Dije en voz alta, y nadie respondió, comencé a caminar, al llegar al piso de arriba vi a la pequeña; me miró y dio un grito que me helo la sangre, la mujer estaba tendida en el suelo en medio de un charco de algo de color negro, su rostro seco, marchito, con una expresión que lleno de horror mis pensamientos, las piernas me temblaban, hasta que un murmullo llego a mis oídos: una voz de mujer que decía “Nunca hables con extraños”, Giré mi cabeza, odiándome por hacerlo y ahí estaba la pequeña, parada de espaldas a mí, petrificada, sollozando junto a ese cuerpo marchito, sin hablar o expresar nada. La tormenta parecía más intensa, los relámpagos iluminaban por flashes los retratos colgados, testigos silenciosos que parecían seguirme con la mirada, y con cada trueno las paredes se quejaban furiosas. A esas alturas sentí que mi alma quería abandonarme, y dejar mis huesos allí; Corrí escaleras abajo, y al pasar la ventana vi una figura femenina, mirando fijamente hacia la casa desde la calle, pero cuando volví a mirar había desaparecido, tomé el teléfono, pero seguía muerto. Grité─ ¡niña! Y no tuve respuesta. Subí a buscarla, y un escalofrío me tomo desde la nuca al ver que no estaba el cuerpo de la mujer, ni la niña; de pronto escuche pasos correr hacia mí, salte hacia atrás del susto, y grité tan fuerte que me causo dolor, pero no había nadie; Allí mi mente empezó a correr, y sentí que tal vez había perdido la cabeza. Desesperado intenté salir,


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pero todo estaba bloqueado, corrí al teléfono en un último intento desesperado por hacerlo funcionar, y al levantarlo pude escuchar una melodía y al fondo una voz diciendo “Nunca hables con extraños”. Me senté en el suelo tomando mis rodillas y no paraba de temblar, cuando en un parpadeo apareció la niña, su mirada fija, llena de odio, me miro y dijo “nunca hables con extraños”, se abalanzó sobre mí, y empezó a jalar mis pies con fuerza, caí dando con mi rostro fuertemente en el piso, tirando manotazos me aferre a cuanto objeto se me cruzaba, mientras le gritaba que me soltara, me aferré a una lámpara que cayó encendida sobre las cortinas, iniciando un pequeño fuego, aquella cosa con forma de niña al verlo dio un grito espantoso y desapareció, me puse de pie y salí corriendo, la puerta de en frente que tan celosamente me guardaba se abrió y me arroje a través de ella desesperadamente, al salir caí en el piso, sucio y con un miedo de muerte. La tormenta había desaparecido, pero la figura femenina que había visto a través de la ventana seguía allí, y comenzó a acercarse; la mujer me tendió la mano y mientras me acompañaba al auto, me contó una historia, sobre una niña hija fugitiva de algún infierno, que devora a cualquiera que entre a la casa, y solo le teme al fuego, que consumió su carne estando en vida. Mientras subía al auto, le pregunte “Como sabe tanto de esto”; gire la llave y el motor encendió, miré el reloj y para mi sorpresa, todavía era media noche, gire mi cabeza despacio hacia la mujer, la mire; de pronto estaba pálida y marchita como una hoja seca. Ella solo sonrió y dijo “esa era mi casa, y esa era mi pequeña, hasta que una noche de tormenta nos visitó un extraño”, yo comencé a temblar y se desvaneció ante mis ojos.


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LA PANDILLA por Susana Gomez Buenos Aires

Hacía frío. Era una de esas mañanas con olor a chocolate caliente y tostadas. Los integrantes de la pandilla se reunieron para tratar de resolver los problemas del barrio. Las autoridades querían quitarles el único espacio verde que tenían, la plaza. ¡Su plaza! La plaza del barrio, esa que los meció en sus hamacas cuando recién empezaban a dar sus primeros pasitos. Esa que los vio meter el primer gol al arquero más grande y los escondió detrás de sus árboles salvándolos del piedra libre. Tenían que hacer algo, ya que las mamás también estaban tristes. ¿Adónde irían a tejer sus sueños? ¿Dónde encontrarían otra glorieta llena de sol y mate calentito en invierno y llena de sombra fresca con olorcito a verde en verano? Algunos integrantes de la pandilla: Julieta Sol, Luciana, Julieta Belén, Leandro, y Juanita, pusieron manos a la obra. Prepararon carteles, inventaron canciones y hasta elaboraron un discurso. Llamaron a los amigos, compañeros del colegio, y a todos los vecinos del barrio. Juntos se encaminaron hacia la plaza. Y allí se plantaron como árboles. Clamaron a gritos, hasta que de la Delegación Municipal se hicieron presentes unos cuantos señores serios con traje y corbata. Esos que también un día habían sido niños que corrían por la plaza, se divertían en sus juegos y jugaban a la pelota en la canchita, llena de florcitas amarillas de manzanilla, que cortaban las abuelas para hacerles pasar el dolor de panza. Todos juntos, cantaron canciones, leyeron el discurso, les entregaron cartas y hasta los carteles llenos de colores que habían preparado.


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Los señores escucharon atentamente y los invitaron a que se retiren tranquilos. Así fue. Se fueron, cada uno para su casa, llenos de promesas y esperanzas. Pasó el tiempo y una mañana de primavera, de esas que tienen olor a frutillas con crema, la pandilla se reunió como siempre, pero esta vez era como que el sol los empujaba afuera con sus rayos. Decidieron ir a la plaza. La sorpresa de los niños fue tal que no podían creer lo que veían. La glorieta estaba cubierta de perfumadas flores blancas, el pasto corto y parejo como en la cancha de Racing, los juegos con olor a pintura fresca, y… una calesita. ¡Si! Una calesita!, tan nueva que parecía mágica. Los niños, felices, comprobaron que sus pedidos apoyados por todos los vecinos del barrio, no habían sido en vano. Y les dieron las gracias a esos señores elegantes que una mañana de invierno, se acordaron por unos instantes de que ellos también habían sido niños.


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TE CUENTO UN CUENTO QUE NO ES CUENTO por Maria Julia Gonçalves da Cruz Buenos Aire

In memoriam. Llovía intensamente. El reloj no dejaba de avanzar. La tardecita cada vez más oscura. Que ganas de quedarme en casa!!!… Pero no!, tenía que tomar coraje y salir…Agarré el paraguas, me coloqué un par de zapatillas viejas y corrí a enfrentar la naturaleza. Llegué tarde, crucé el patio de la escuela y me dirigí al salón. Mis compañeros estaban sentados en sus lugares. Como pude me escabullí hasta el mío. La profesora no estaba, pero en su reemplazo habían quedado dos jóvenes preceptores, que repartían una hoja con información y sobre ella debíamos responder algunas preguntas., solo sabía que se trataba de la historia del bordado.. Reclamé dicho cuestionario, el cual me fue negado por haberme presentado tarde, dado lo cual me levanté y me retiré del aula bastante ofuscada. Al día siguiente solicité una reunión con la profesora de Cultura General y con la directora del establecimiento pidiendo de ser posible, se realizara con mis compañeros. Aparecieron las dos señoras en la hora correspondiente a dicha materia. ─La escuchamos alumna. ─Quiero decir tres cosas… Primero que lo sucedido ayer me molestó mucho, porque no se me permitió realizar el trabajo solicitado sobre la historia del bordado. ─Paso a explicar: La cuna de este arte, realizado a mano, es la Isla Madeira. Una pequeña isla rodeada por el Océano Atlántico, ubicada en el Hemisferio Sur, geográficamente africana y políticamente portuguesa. Su idioma por lo tanto es el portugués. El bordado es un arte tan creativo como la pintura. Originariamente y hoy por tradición en Madeira se hace sobre lino, tela que requiere un tratamiento especial para tener ese color ocre tan particular y generalmente se usan hilos de tonos marrones, para que el trabajo resalte. Las


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agujas a utilizar deben ser muy finas y pequeñas para poder hacer los distintos puntos como el matiz, realce, filtiré, punto sombra, richelleau, etc. ─Primero se calca el dibujo sobre la tela con un carbónico amarillo para no ensuciar el trabajo a realizar y luego se comienza por partes. Cuando se trata de un mantel muchas veces se necesita más de una mujer, cada una toma una parte de la tela dibujada y comienza a bordar. ─Antiguamente algunos barcos que viajaban hacia Europa, realizaban un recorrido más largo, pues dicha isla esta frente a Marruecos. Estos viajes lo hacía la gente adinerada, la gran mayoría ingleses, que bajaban a la isla solo para comprar los bordados, mientras que los que quedaban en el barco compraban por monedas riquísimos cachos de banana cultivados en la zona, que los lugareños les alcanzaban desde tierra. ─Luego cuando los viajes ya fueron aéreos, la isla se vio invadida por los turistas que llegaban de todo el mundo a comprar sus artesanías. ─Este legendario trabajo ya prácticamente no se realiza, pues la juventud, por más que haya aprendido el oficio, sabe que es muy mal pago y sacrificado. Hoy pueden elegir, y deciden estudiar; por lo que ya se está perdiendo esta tradición. Como de costumbre los chinos, han invadido el mercado con sus trabajos, pero realizados por máquinas. ─Creo haber cumplido la consigna. No sé si es de vuestra satisfacción. ─En segundo lugar, quiero dejar en claro que los dos jóvenes que precedían ayer la clase me han faltado el respeto en su respuesta a mi requerimiento, pues soy una mujer de casi 80 años, que está cursando el secundario en esta escuela nocturna, solo para actualizarse, pues ya tengo mi título de perito mercantil otorgado en el año 1941 y no necesito volver a tener un diploma. ─ Y tercero porque me han tocado mi más hermoso recuerdo: el de mi madre, una humilde portuguesa que nació en la Isla Madeira a principios del siglo pasado y que desde sus 7 años hasta los 84 en que se fue de este mundo, sus ojos cansados nunca se apartaron de un trozo de cualquier tela, para dejar en ella plasmada el amor a su arte: el bordado… No lo podía creer, por la ventana un rayo de sol enceguecía mis ojos, era la mañana, acababa de despertarme…. qué feliz me sentí ayer.


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SUEÑOS DE PREMONICIÓN por Lucas Gonzalez Buenos Aires

La suavidad de aquel invierno era tal, que el termómetro de la anciana Jacinta marcaba unos 51°, una temperatura algo elevada para esa estación. Lo más intrigante de todo esto es que la nieta de la anciana predijo este suceso meses antes, nadie sabe cómo. Por lo cual, la niña Mary y su abuela eran las únicas que contaban con provisiones de agua y generadores eléctricos. La población estaba desesperada, los habitantes más viejos y los niños comenzaban a tener complicaciones, pero la anciana y la niña seguían atrincheradas en su casa sin querer darle a alguien aunque sea una pequeña ayuda. Siguió por días el calor incesante y la población comenzó a morir, la falta de agua en el inmenso calor fue la principal causa de muerte. Luego eran los más supersticiosos, que se suicidaban creyendo que los pecados realizados por la gente del pueblo habían desatado la ira de algún tipo de Dios que los había puesto en las puertas del infierno. Todos creían que Mary y Jacinta eran dos brujas que habían desembocado una maldición en el pueblo. Con sus últimas fuerzas los habitantes del pueblo trataron de derrumbar la casa de las supuestas brujas, pensando que así la maldición llegaría a su fin. Nada de eso paso y luego de un mes solo dos habitantes quedaban en el pueblo, la anciana y su nieta. Al no escuchar ningún ruido y no ver a nadie con signos de vida, Mary la pequeña niña de 10 años salió afuera. En ese mismo instante vio una luz resplandeciente que fue cada vez más fuerte, hasta dejar todo su alrededor en un espacio blanco y silencioso. Fue entonces cuando despertó. Nada de lo que Mary había soñado paso, solo fue un sueño muy poco común que le había ocurrido cuando se quedo dormida junto a la estufa de su abuela. Temerosa aún, decidió contarle a su abuela todo lo que había soñado, y Jacinta asustada le dijo que podía ser verdad, podía tratarse de un sueño de premonición. Las dos trataron de comunicarles al pueblo entero el futuro desastre que les esperaba, y así pudieran prepararse para lo peor. Nadie en el pueblo les creyó, hasta las trataron como locas, por lo que Mary y Jacinta decidieron dejar de perder el tiempo en intentar de convencer


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a la gente y comenzaron a prepararse. Empezaron por vender abrigos, estufas y todo lo que no les iba a servir en el verano, para comprar agua, ventiladores y generadores eléctricos. Estaban totalmente preparadas, llego el invierno y los primeros días fueron algo calurosos, algunos se acordaron de la premonición de la niña pero no le dieron importancia. Días después la temperatura comenzó a bajar más y más. Aquel invierno fue el más frio de todos los tiempos. Nadie resulto y herido, solo la anciana y su nieta, que paradójicamente murieron de frio.


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CONCIENCIA por Gorro_Rojo Ciudad Autónoma de Buenos Aires

No sé dónde existo ahora mismo. Decir que existo siquiera es aún más dudoso. ¿Qué es esto? Me convertí en un especie de pensamiento puro, de discurso solitario. No siento cuerpo alguno ni percibo sensaciónes, lo único que parece permanecer en este estado de existencia son mis ideas. ¿Qué es lo último que recuerdo? Estaba en un local de comida rápida por recomendación de un amigo. Recuerdo estar caminando hacia la mesa y caerme. ¿Por qué caí? ¿Tropecé con algo? No, no tropecé, caí hacia atrás, así que debo haber resbalado. Mailén estaba ahí. Mailén. Aún sin vista puedo ver su pelo gris cubriendo esa redonda cara, atravesada por su amplia sonrisa. Si esto es la muerte y mi cuerpo yace en aquél local no quiero imaginarme lo destruida que estará. ¿Me vió caer? No sé qué prefiero, que me haya visto morir o que haya escuchado mi caída para luego darse vuelta y ver una mancha roja formándose. Al menos eso es lo que creo que sucedió. ¿De qué estoy seguro? Caí para atrás caminando para adelante, de ahí es bastante seguro afirmar que resbalé con algo. Al caer debo haberme golpeado la cabeza, pero tampoco recuerdo eso. De hecho hasta me es difícil imaginar el dolor. Debe ser por mi falta de cuerpo, sin él me resulta imposible imaginar sensaciones físicas, es como si parte de mi mente se hubiera quedado atrás con la carne. ¿Mi mente? ¿Es eso lo que soy ahora? ¿Como se llama esto? ¿Alma? ¿Espíritu? ¿Conciencia? Mente me ata a un cerebro que sin cuerpo no puedo tener, sin embargo no sé si esto es mi alma o mi espíritu, ya que siempre sentí que aquellas eran representación únicamente de nuestros sentimientos, como cuando los fantasmas sienten más venganza, tristeza, o enojo, que cuando estaban vivos y tenían uso de razón que restringía esos sentimientos. Para mí el alma y el espíritu están relacionados con eso, la animalidad más pura. Esto no se siente así. Siento una terrible tristeza al pensar cómo debe sentirse Mailén ante mi repentina e irremediable ausencia, sin embargo también puedo tener pensamientos lógicos, cadenas de razonamientos e ideas. Me parece que debería sentirme más alterado de lo que me siento. Estoy muerto. Me morí. Esto es lo que hay ahora. No sé, no me afecta tanto como debería. ¿Qué pasará ahora con Mailén? ¿Con mis hermanas y con mis amigos? Si hay algo que siento además de pena es curiosidad, y la curiosidad me lleva a una inevitable frustración. ¿Será esto así para siempre? ¿Me quedaré eternamente pensante? ¿Se puede pensar eternamente? Uno


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creería que eventualmente ya no quedan cosas sobre las cuales pensar, sobre las cuales sentir. Hay algo acá que no cuadra. Yo no recuerdo que pensar fuera algo tan concatenado, ordenado y lineal. Lo recuerdo más como una experiencia con múltiples ramas simultáneas, no como oraciones perfectamente construidas. ¿Por qué mi muerte me llevaría a este tipo de pensamiento? ¿Es esta dinámica de preguntas y respuestas una simulación de aquél ovillo de pensamientos y emociones que yo recuerdo como real? ¿Qué soy? ¿En qué me convertí? Soy una conciencia, sola y sin compañía, sin Mailén, ni nadie. Conciencia, consciencia, ¿Conciencia va con “c” o con “sc”? ¿Por qué me importa eso si no estoy escribiendo lo que pienso? Aunque eso sería fácil si con esta versión simplificada de pensar tuviera cuerpo y agarrara lapicera y papel. Mi pensamiento ahora lineal sería como un texto, dividido en oraciones, ordenado, con coherencia y cohesión. ¿Es posible que sea yo un texto? ¿Por eso están tan prolijas mis ideas? Siento miedo. Si fuera un texto, eso explicaría por qué me importó cómo se escribía conciencia. No soy una conciencia, soy una creación, todo texto debe tener autor ¡y el mío esta inventando mi mente! Si mi mente es un escrito yo soy tan real como mis palabras, pero ¿y Mailén? ¿Existirá ella sólo en las letras que mi autor me hizo usar? ¿No son reales estas imágenes que veo del pelo gris, la cara redonda, y la sonrisa gigante? Creo que no importa, y creo que estoy por terminar, no sé si dejaré de existir o si mi naturaleza textual me hará existir en cada momento en que alguien me lea o me escuche, tal vez continúe existiendo, una conciencia eterna, en cada una de mis palabras.


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LIMITACIONES DE UN CAMINANTE por Gustavo Eduardo Green Buenos Aires

Franco Terrada no sabía caminar por las paredes. Su limitación lo condicionaba socialmente. Lo había intentado (practicaba por las noches en su cuarto) hasta que los padres se lo prohibieron (sus estrepitosas caídas sobresaltaban el sueño de la abuela). Tomó clases con los mejores profesores, probó con zapatillas especiales, estudió equilibrismo, pero nada le dio resultado, nunca logró su objetivo. Es muy difícil adquirir una habilidad si no es innata, es indudable. Franco debió soportar burlas y descalificaciones. Los niños se mofaban de él, le sacaban la mochila y se la colgaban de las luces del alumbrado público. Jamás pudo acceder a las terrazas para jugar como cualquier chico normal. Nunca pudo acompañar, después de una romántica velada, a una joven hasta su ventana. Estaba limitado laboralmente, los únicos trabajos a los que podía acceder eran los que se situaban en planta baja. No pudo estudiar arquitectura porque se dictaba en un octavo piso, se debió conformar con antropología. Sus creencias religiosas, sus inclinaciones políticas y hasta la pasión por su equipo de fútbol fueron decididas considerando su impedimento. Años de terapia no lograron que superara aquella limitación. Con el tiempo el terapeuta se cansó de bajar todos los miércoles el diván al vestíbulo del edificio y las sesiones llegaron a su fin. Cansado de sus restricciones decidió radicarse en el campo, con bellas arboledas y a orillas de un inmenso lago. Su vida cambió radicalmente, pudo acceder a las viviendas, comercios, templos y dependencias municipales, todas ubicadas en construcciones de una sola planta. En muy poco tiempo logró relacionarse socialmente. Conoció una bella mujer a quien cortejó. Recibió una carta correspondiendo su amor: Te espero en el medio del lago.─


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Franco Terrada buscó infructuosamente hasta que le informaron que allí no eran necesarios los botes. Jamás pudo llegar hasta su amada que aguardaba en el medio del lago parada sobre el agua.


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LA FOTOGRAFIA por Mario Alberto Grinberg Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Hoy, pensé, era un buen momento para recorrer una vez más mi viejo álbum de fotografías. No faltaba ninguna. Estaban todas presentes. Instantes trascendentes en mi vida, momentos congelados en el tiempo y también aquellos intrascendentes, instantáneas capturadas vaya uno a saber con qué intención. Mi vida entera en sólo diez páginas. Me detuve a observar una fotografía en particular. No tendría yo más de cinco o seis años cuando la tomaron en el balcón de mi antiguo departamento familiar. Vestido con una camisa negra abrochada con botones blancos y un pantaloncito corto, blanco también. Zapatos charolados negros cubriendo unos soquetes níveos. Se podía aún advertir, pese a la antigüedad de la instantánea y al tono sepia que el paso del tiempo le había tributado, mis ojos entrecerrados por el reflejo del sol y como era ─y aún es─ característico en mí, el ceño fruncido. De pronto me invadió la sensación de que esa imagen pretendía hablarme desde el viejo papel como si deseara trasmitirme algún tipo de mensaje. El rostro aparentaba ingenuidad pero a su vez trasuntaba la experiencia y el conocimiento que solamente el transcurrir o el devenir de la vida misma dejan marcadas sus huellas. Me pareció oír un lejanísimo sonido, como un suave susurro. Pensé que había perdido la razón o que la imaginación y la nostalgia de tan remoto tiempo feliz me estaba jugando una mala pasada. Me saludó y me preguntó: ─¿cómo estás? ¿me recordás?. Cómo no habrías de hacerlo si yo soy vos y vos sos yo. Torbellinos de vida en cascada habrás de atravesar hasta llegar a ser ese que sólo me observa con curiosidad. Remolinos, relámpagos, alegrías y penas, momentos dolorosos y otros felices durante los cuales querrás ser vos como soy yo, pero no podrás. El tiempo tiene una sola dirección sin retorno. Lo paradójico es que hoy estemos tan cerca uno del otro, cara a cara y a su vez tan lejos, tanto que apenas nos reconocemos. Sólo podemos intuir al fantasma del pasado y al extraño del presente que lo observa.


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OBJETOS IMPOSIBLES por Gabriel Guerrero Buenos Aires

En la esquina de Estomba y Moreno, justo debajo del viejo edificio de Rentas, se encuentra el museo de los objetos imposibles. Algunos dicen que dichas calles en realidad son paralelas y que tal esquina no existe. El lugar posee infinitas puertas, todas ellas están cerradas. Acaso la única forma posible de ingreso sea precisamente, por ningún lado. Se cuenta que entre los múltiples tesoros que alberga se encuentra la espada del perdón, una lámpara que emite sombras, una escultura de agua. También existe un papiro con la representación de un triángulo formado por tres rectas superpuestas, la suma de sus ángulos interiores es exactamente cero. Sobre una de las paredes se encuentra colgado el reloj infinito, está dotado de una precisión tal que puede marcar la diferencia entre cualquier intervalo de tiempo, por pequeño que sea. Quien se detenga a observarlo, quedará suspendido en el tiempo entre un segundo y otro, mirando cómo el reloj avanza un número que se aproxima pero jamás llega al próximo. Los tahures del barrio aseguran que en un cofre se halla una moneda esférica, que impide que la suerte se decida. Junto al cofre descansa el célebre disco de odín, que consta solamente de un lado. A su lado una máquina para realizar tatuajes invisibles. He conseguido obtener uno de sus preciosos objetos, quizás robado, a cambio de un precio módico. Se trata del vehículo para ir a ninguna parte. Algunos racionalistas aseveran que es un simple sillón, pero yo no les creo.


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ALMA VERDE por Nora Guida Ciudad Autónoma de Buenos Aires

No recuerdo como pasó, pero siempre sospeché que sucedería. Algo quebrantó mi vida sosegada con su esencia fantástica y me apartaron súbitamente de mi existencia en el bosque. Sentí el tronco desgarrado y las ramas quebradas. Desprendieron mis raíces, separándolas cruelmente de la tierra y partí hacia la nada, sin raíces y sin tiempo. Aun no era otoño y me sentía marchito. Miré alrededor, me hallaba solo, en el sendero de un gran parque y contemplé el rojizo crepúsculo sin comprender si habría mañana. Atemorizado advertí como amaneció de golpe, como si ya no existiera ese amanecer sereno, lento. Era un alba como de “medio día”. Observé unos pocos árboles, casi sin hojas, raídos, inertes. Muy cerca, un viejo banco vacío, con su pintura blanca descascarada, formaba parte del paisaje. No lejos, una reja cercaba un patio de juegos, donde pocos niños corrían con prudencia. Percibí el chirrido lejano de las ruedas de un tren al frenar sobre las vías y escuché el vaivén de un molinete que daba paso al gentío dirigiéndose hacia el camino central del parque. La luz del sol era muy poderosa, pero mi tallo permanecía frío, mis raíces entumecidas y no podía sentir la brisa recrearse sobre mis hojas. El tiempo no tenía medida. No se oía el canto de los pájaros y ninguno cosquilleaba en mis ramas. Y tampoco había insectos. Unos niños, vestidos de blanco, se acercaron quedamente y formaron una ronda alrededor de mi tronco. Pero solo se limitaron a observar como otro viejo árbol caía y quedaba tieso, sin vida. Yo pertenecía a la estirpe de los robles, alimenté ardillas con mis bellotas, cobijé orugas de bellísimas mariposas. Desperté con el canto de los grillos y las cigarras, fui escondite de arañas antes de su danza cazadora y cientos de seres microscópicos habitaban en mí. Un hombre de gran talla se acercó y comenzó a rozar con sus dedos mi corteza. Miraba curioso y arrancó una hoja seca de la rama más baja del tronco. La observaba con curiosidad, palpaba las nervaduras, y disconforme tomó cuatro hojas más y las guardo en una caja de metal. Más tarde regresó con un grupo de jóvenes que con curiosidad rozaban también mi corteza una y otra vez. Hablaban casi en secreto. Uno de ellos, con manos temblorosas, tomó un instrumento agudo y lentamente comenzó a perforar mi rama más baja hasta que la savia fluyó en pequeñas gotas. Sin duda, eran jardineros y trataban de salvarme de alguna forma. Miré a lo lejos esperanzado y traté de pensar en el lejano bosque en que nací y me cubrí de hojas hasta alcanzar la copa de los árboles más viejos. Ellos


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me protegieron de los crueles vientos invernales y el poderoso sol del verano. Erguida como una esfinge, frente a mi, la recuerdo a “ella,” con su corteza suave y su espesura brillante. Cubierta de flores azules y con sus ramas meciéndose al compás de la brisa, casi acariciando las mías. La observé plegar sus pétalos y cerrar sus hojas al anochecer cuando nos iluminaba la luz de la luna. Ahora, en esta soledad su imagen es tan frágil que no sé si realmente existió. Sumido en mi viaje al pasado no había reparado que el banco ya no estaba vacío. Dos mujeres de cabellos entrecanos rezaban con vos muy triste ─”¿Cómo sigue Horacio?”─ preguntó alguien─ “Dijeron que es irreversible.”… esa palabra retumbó en el silencio y volvía en eco grave ¡Irreversible! ¡Irreversible! ¡Irreversible!. Llego el invierno… amaneció de golpe, como si ya no existiera ese amanecer sereno, lento, que con su escala de colores se eleva desde la penumbra hacia la luz, por una escalera imaginaria. Los jardineros pasan indiferentes a mi lado, como si ya no existiera, no podan mis hojas secas. Miré a lo lejos esperanzado y traté de pensar en el lejano bosque de robles. También la recuerdo a “ella,” con su corteza suave y su espesura brillante. Estoy solo, cansado de tanta indiferencia. Horacio Robles dejo de existir apenas comenzado el invierno en el Hospital zonal de la ciudad tras sufrir una lesión cerebral que lo dejó en estado vegetativo. Los médicos que lo atendieron consideraron que su situación era irreversible y que no reaccionaba a estímulos externos.


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TODOS MERECEMOS UNA SOMBRA por Diego Herlein Buenos Aires

Una sombra se alarga y se quiebra en la pared amarilla. La mía. Miro como repta por la superficie rugosa, ignorando las formas de los muebles, los cuadros, todo. Siempre se adelanta a mis movimientos. Si voy a la derecha, huye a la izquierda. Si voy hacia el lado contrario, lo mismo hace ella. Ya perdí la cuenta de mis planes para atraparla. No me resigno. Sé que alguna vez la alcanzaré. Estoy sentado en la cabecera de la mesa y simulo no haberla visto. A veces mi sombra se acerca curiosa a mirar en qué estoy entretenido, fisgonea por sobre mi hombro o se cuela por debajo de mi brazo. Allí intento capturarla y ¡zas! la muy taimada vuelve a refugiarse en la pared amarilla, diría yo que burlándose de mi lentitud. Hoy no estoy haciendo nada en particular y aunque ella no lo sepa, no intento atraparla. Estoy concentrado. Tengo días así. Vuelo y persigo mis pensamientos, por el gusto de hacerlo. Otras veces mis pensamientos me persiguen a mí y si es uno de mis días serios, me dejo alcanzar por ellos. Me levanto y me acerco lentamente a la ventana. Otra vez llueve en Londres. ¿Cuándo no lo hace? Siempre que vengo de visita, llueve. Bueno, no siempre, otras veces nieva. Esta ciudad es gris por tanta nube gris, me parece. Pero siempre vengo de visita. Me gusta venir. Siento en la espalda la mano de mi sombra. Ha querido ver lo que yo miro por la ventana. Y a pesar de no tener ganas de capturarla, rápidamente me doy vuelta y alcanzo a sujetarla del pie. Intenta zafarse, me rehúye, me arrastra por toda la habitación, tira los cuadros, vuela el jarrón, se abren los cajones. Me aferro a su pie con todas mis fuerzas. Y veo que ha tirado un costurero. −¡Esta vez no te me escapas, maldita! Y aprovechando una aguja ya enhebrada, coso firmemente el pie de mi sombra al mío. Al fin y al cabo, todos merecemos llevar nuestra sombra fija a nuestros pies. Y yo, Peter Pan, también.


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¿DE QUE COLOR ES LA PRIMAVERA? por Jorge Omar Hermiaga Buenos Aires

Un arco iris en mi ventana me invitó a levantarme con una sonrisa, comenzaba la época del amor y las flores.─ Un acrobático salto recordó mis años jóvenes, estaba dispuesto a disfrutar el día. Al final de la pirueta no pude ocultar un alarido, mi juanete había caído encima de un tanque militar, esos plásticos, de juguete. Entre sonidos y gruesos epítetos (Diría mi abuela) más mi renguera a cuestas, llegué a pasar la mano por el vidrio empañado del ventanal y ver afuera, la maravilla de colores, y si, era la primavera, tal como te dije..─ Retomé mi sonrisa y fui a bañarme, abrí la ducha y comencé a jabonar mi cuerpo, que alegròn cantar en la ducha.─ Esperé un poco para que salga el agua tibia, por el momento estaba fría.─ Es cuando me hice la pregunta clásica─ ¿Se habrá apagado el calefón? Después de esperar unos minutos, hice la comprobación, si, Se había apagado. Como pude cubrí mi cuerpo jabonado, con bastante espuma y chorreando agua y fui a encenderlo, ya sabés que está afuera de la casa el calefòn─ Abrí la puerta que da al patio y una ola polar me invadió por entero, pero sonreí, era primavera, a pesar que la temperatura era de cinco grados centígrados.─ Uyyyy, atiné a exclamar mientras resbalaba e iba en picada rumbo al piso, y bien, no estoy muy cómodo por cierto, encima. ¿Justo aquí vino a hacer caca mi perrito?. Y cuanto olor, hasta mi tohallón con el escudito de San Lorenzo se manchó. (Pero el ciclón no se mancha, dije para mis adentros) Me levantè como pude y voy nuevamente, esgrimiendo el encendedor como una lanza. ¿Y ahora que pasó?. ¿No funciona el encendedor?.


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Bueno, esto no es nada nuevo, buscaré los fósforos aunque voy a mojar los pisos y la alfombra, pero como ya es costumbre, los fósforos no los encuentro, mi mujer fumadora empedernida, seguramente los dejó en cualquier sitio.─

Pienso entonces que mi cuerpo y mi mente tienen una temperatura tan elevada que me hará bien terminar de bañarme con agua fría. Así lo hago y retorno al canto (entre dientes). Por supuesto, estoy temblando. Ya está, ha vuelto la alegría, por fin me duché. ¿Y el tohallón con el cuervo dibujado, a dónde lo dejé? No digas nada, ya recuerdo, afuera. Nuevamente voy regando los pisos de madera, miro a través de los cristales, está flameando arriba de una maceta.─ ¿Chorreando agua? Si, ha comenzado a llover y no me di cuenta, voy a esperar un rato para secarme, justo ayer apagué la estufa que estuvo encendida durante todo el invierno, pero hoy ya es primavera y nobleza obliga, tenía que apagarla. Y así mojado y Dolorido me siento en el sillón de pana, gris, como el día. ¿Y vos me preguntas, De que color es la primavera?


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LOS OJOS DEL LOBO por Ana Belén Jara Jujuy

Luciano pateaba pelotas de trapo bajo el sol de aquel pueblito, un rincón del planeta que era suyo como el olor de la celulosa, como las calles adoquinadas, como la fila de árboles acomodados en la carretera. La caña de azúcar, la antigua biblioteca, el potrero, el club, las piezas de ajedrez. Todo aquello era más que un sitio del mapa, era su historia, sus venas. De muy pequeño solía jugar a todo lo que pudiera conquistar su mente por más de 5 minutos. Pretendía olvidar a su papá, quien era culpable de aquella manía por las lúdicas mañanas que compartían. También pretendía ser fuerte para cuidar a sus hermanos, aunque de vez en cuando las macanas eran moneda corriente y ocupaban su día entero, entonces se olvidaba de todo aquello. Al frente de su casa, antigua y blancucha, se alzaba una mansión rosa, alrededor de la cual se contaban historias de terror. Luciano y su amigo Mario solían corromper las leyendas populares con unos pelotazos en la vereda de la enorme vivienda. Pero ¿Quién vivía ahí? ¿Quién los miraba desde lo alto? Nada de eso les importaba. Según las ancianas del poblado, si tocabas esa casa te marchitabas como una pasa de uva al sol, y peor aún si mirabas al monstruo que la habitaba, te quedabas tieso para siempre. Pelotazo va, pelotazo viene. Luciano atajaba perfectamente las patadas de Mario, la pelota siempre acababa entre sus manos, hasta que algo distrajo su mente: Un leve resplandor salía de la última ventana de la casa gigante, y pronto vio los ojos de un enorme perro negro ¿Estaba condenado de por vida a las maldiciones narradas? ─Concentrate Lucho.─ Se quejó Mario sacudiendo sus manos en protesta. ─Ya va, perdón.─ Le respondió el muchacho mientras corría en busca de la pelota.


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Pelotazo va y… la pelota desapareció detrás de las rejas de la mansión cuando Luciano volvió a despistarse. La alarma del caserón empezó a chillar. ─Uhhhhhh.─ Exclamaron los chicos al unísono. ¡En qué pensabas! ─ Le reclamó Mario. Luciano sentía que aquella bestia no dejaba de mirarlo, pero admitirlo era digno de un “loco”. Ya le decían “Marciano”, esto empeoraría las cosas. La policía llegó y los correteó por toda la cuadra hasta que los agarraron. Marche en cana, sabandija─ Le gritó el comisario del pueblo a Luciano –Y vos, chanta.– A Mario.– Dame esa pelota y andá con tu amiguito. ─Pero pap…─ Intentó renegar Mario, pero su padre, el policía, le arrebató la pelota de golpe. Luciano no encontraba razón para quedarse quieto cuando la noche caía. Ni barrer su celda, ni perderse el examen del día siguiente podían hacerlo dejar de pensar en lo ocurrido y, como si fuera poco, su mamá estaría preocupada. Pero todo ¿Fue real? Recordó la vez que se sintió tan mal por una extraña pesadilla con pajarracos, y su viejita le preparó una sopa que parecía hechizada: Una inmensa paz lo conquistó luego de probarla “¿El amor es una especie de magia?”, solía pensar. Claramente no iba a admitirlo, dirían que es un niño cursi. También pensó en su papá, desde que había muerto no dejaba de preguntarse si estaría orgulloso de él, en ese momento claro que lo estaría retando por “culilla” y sacando de ahí. Pero no estaba ya. Finalmente decidió tumbarse en el suelo frío. La luna se veía a lo lejos desde una pequeña ventana de la comisaría. Mario dormía y Luciano contemplaba la noche con resignación. De repente sintió un respirar profundo a sus espaldas, algo se movía detrás de él, se le erizó la piel y quedó inmóvil hasta que finalmente pudo girarse ¡Estaba ahí! El frío recorrió su cuerpo como sudor helado de temor. Pero no era un perro, era un lobo, que ahora, con sus colmillos afilados, lo tenía a merced. Luciano no pudo emitir sonido ni respirar. Pero, de repente, el lobo se amansó y su rostro se transformó al de un simple cachorro. El muchacho pudo respirar nuevamente y observó asombrado al animal que jugaba con sus garras por unos instantes. Mario comenzó a moverse, parecía que iba a despertar. El lobo se quedó inmóvil y luego le tendió una de sus garras a Lucho y desapareció en la oscuridad. Le había dejado un trozo de papel. Luciano lo abrió y leyó: “Soy tu papá, nunca me fui”.


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ME PONGO LA ROPA MÁS VIEJA QUE TENGO por C. Martín Juliá Buenos Aires

Me pongo el buzo más viejo que tengo y abajo, mi remera favorita. Tomo un poco de jugo, no mucho porque si no después juego mal. Agarro la pelota y salgo de mi casa, pero primero me para mi mama y me dice lo de siempre… ─ “Si la pelota se va a la calle cuidado, no vayas a buscarla sin mirar.” ─ “Cuando pase un auto, quédate quieto, la pelota se compra, la vida, no.” ─ “Yo perdono, pero los autos, no. Después tengo que andar a las corridas.” ─ “Nenes, una pelota no vale nada, no crucen la calle si se les va.” Hoy somos 4 los que jugamos en la cancha a dos cuadras de mi casa. Tenemos que ser un número par para que los equipos tengan los mismos jugadores, si no es baile. Me saco el buzo para usarlo de palo y los chicos hacen lo mismo, algunos con el buzo, otros con un pantalón largo que llevan arriba del corto y ponemos piedritas y hojas en algunos lugares para ver donde se va. Santiago nos dice que lo dejan jugar hoy pero solamente si le prometemos que vamos a tener cuidado si la pelota se va a la calle. Creo que si sumamos las veces que nos dijeron lo de los autos a todos llegamos a un número más grande que los que Juan llega a contar. Él es el que sabe contar hasta más lejos de todos nosotros. Yo elijo jugar siempre con Juan porque es el que más la pasa, José y Santiago juegan en contra de nosotros, José es buen arquero pero después no juega nada. Santiago es el más malo, pero como sabe jugar y ser árbitro, termina siendo bueno. Estamos jugando lo más bien hasta que pasa lo peor… La pelota se va a la calle. Todos nos miramos blancos del miedo, era cierto. Se está cumpliendo lo que tanto nos avisaron que iba a pasar, voy hasta el cordón y los chicos me miran petrificados, todos pensando de qué manera ese auto del diablo iba a rompernos la pelota.Nosotros, como estatuas, pensando que esos eran los últimos segundos con aire de esa pelo.


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Pasa un auto, por suerte despacito y frena al ver que la pelota sigue lentamente el camino hacia él, queda abajo del auto y lo miré fijó. Al ver a ese nene con esa carita de terror en la vereda como observando su peor pesadilla convertirse en realidad en cuestión de segundos, le hice señas de disculpas a los que venían tras de mí. Puse balizas y baje del auto. Me agaché e hice fuerza para sacar la pelota de donde se había quedado trabada, entre un fierro del auto y el asfalto. Cuando se soltó, la tomé y me volví hacia el nene, tenía una mirada que me resultó muy familiar, y una remera del mismo club que la que yo llevaba puesta siempre que iba a visitar a mi papa, como ese día. Le di la pelota,acaricié su cabeza y volví hacia el auto. Me dio risa notar que esa remera es la misma que está colgada en la casa de mis viejos, a dos cuadras de ese baldío, 20 años después. Yo seguí mi camino y el siguió jugando. El sigue su camino y yo sigo jugando.


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CAYENDO EN SEPTIEMBRE por Kiara Kaplan Buenos Aires

No puedo cerrar los ojos. Es como si la gravedad no me lo permitiera. Mi destino era llegar a Los Ángeles, y ahora estoy cayendo. Mi alrededor es sólo humo, fuego, veo a mi hermano caer delante de mí. Ahora estoy solo. Me siento débil y con frío. Mis alas hechas trizas. Fui vulnerado. Mi nombre estará manchado por generaciones. No entiendo cómo pude permitir que ésto sucediera. Estoy hecho pedazos entrando violentamente por las puertas del infierno. No siento mi fuselaje y me asfixia el hormigón pesado. Sigo cayendo. Se oyen gritos, lamentos, llantos de mujeres con sus niños. Sólo hay una nube gris cubriendo las veredas incendiadas de Liberty Street. Mientras me hundo, pienso en el daño causado, en la sangre inocente derramada en las calles de Nueva York. Desde ahora, este día será recordado con tanto dolor, tanto mal, desconsuelo y tortura interminable. Por mi culpa.


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LA SERPIENTE por Cristian Koch Buenos Aires

Fue bajo un calor abrasador, antes del atardecer, recorriendo un campo en el Chaco, cuando el veterinario Ernesto Meyer halló una víbora de cascabel, oculta tras unas rocas, al resguardo del sol. Con habilidad sorprendente la asió de la cabeza, sin que el peligroso ofidio pudiera defenderse y, de inmediato, lo guardó dentro de una bolsa de arpillera que llevaba en la parte trasera de su camioneta. Unas horas más tarde, luego de terminar su jornada laboral, Meyer regresó a su casa. Ni bien descendió de su vehículo levantó el enigmático bulto y caminó hasta el fondo del parque. Allí, años atrás, con sus manos, había construido un pequeño serpentario de vidrio y hierro, actualmente, vacío. Primero abrió la pequeña puerta, luego desató el nudo y con cuidado, permitió que el reptil ingresara a su nuevo hábitat. Al observarla mientras se desplazaba, estimó que su abdomen estaba dilatado, seguramente por una preñez de no más de dos meses. A partir de ese día, siempre la alimentó con pequeños roedores y aves vivas colocando trampas en su propiedad. Una mañana, con emoción, se encontró con cinco pequeñas y enternecedoras crías acurrucadas contra el cuerpo de su madre. Cada tanto, Meyer extraía de los colmillos de la serpiente madre el poderoso veneno, con el que luego elaboraba suero antiofídico que repartía en las humildes salitas sanitarias de la región. Como no tenía mascotas, con asiduidad solía acercarse a la jaula vidriada, atraído por los sinuosos movimientos, vivos colores y el inquietante sonido que sus moradores emitían con su apéndice. Cuándo lo hacía, misteriosamente, ─como si lo reconociera─ la gran hembra abandonaba el lugar donde yacía hasta ubicarse frente a él. ─ ¿Qué ocurriría en este momento, si este vidrio no nos separara?, ─solía pensar. Cuatro años duró ese extraño vínculo que, un día, a la fuerza, debió terminar a raíz de un sorpresivo e indeseado traslado. Apenado, una mañana, próximo a marcharse, Meyer decidió liberarlas. Como vivía en una zona rural y no tenía vecinos cerca, primero soltó a las cinco hijas en un pequeño monte cercano. Reservó a la madre para la despedida. Con una mano enguantada la sujetó por la cabeza, mientras que con la otra decidió acariciarla y, al parecer, ella disfrutó de ese breve contacto. Finalmente, antes de arrepentirse, la dejó sobre el suelo y, sin mirar hacia atrás, se marchó. La serpiente, inmóvil, lo vio alejarse y, guiada por un fuerte instinto, regresó a su última morada. Entrada la noche quiso ingresar al serpentario pero no pudo lograrlo. Meyer, para evitar que cualquier otro animal estableciera allí su madriguera, había


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dejado cerrada la puerta. Agotada, durmió bajo un pequeño tronco seco. Al día siguiente, luego de levantarse, inexplicablemente el hombre necesitó observar la jaula vacía por última vez. En su camino, reparó en la madera fuera de lugar. Se propuso levantarla y al hacerlo sintió un fuerte pinchazo en su mano. Enseguida escuchó el inconfundible cascabeleo y vio a la serpiente agitando su lengua mientras lo miraba fijo. ─¡No, ingrata, me mordiste!, ─le gritó. Dócil, ignorando el reciente episodio, enseguida ella, comenzó a zigzaguear en dirección a su jaula; allí se detuvo. En shock, Meyer quería patearla y a punto estuvo de hacerlo, cuando, de pronto, de su mano herida, notó caer un grueso hilo de sangre, producido por una astilla de importante tamaño aún incrustada en su piel.


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HERENCIA por Mabel Labordiva Buenos Aires

La espada era delgada, larga, tenía una empuñadura plateada con dos bandas de metal indefinible, azul oscuro, con una serie de símbolos simétricos que ninguno de nosotros entendía; a mí me sugería la forma de un pájaro con las alas desplegadas. La hoja mantenía su brillo aunque se sabía que tenía encima muchísimos años y a pesar de su aspecto estilizado era algo pesada según comprobé una única vez que la tuve en mis manos bajo la celosa y precavida mirada de la abuela. Según lo que fue transmitido boca a boca en la familia desde que los mayores tenían memoria, perteneció a un mago olvidado en el tiempo pero fue heredada por mis ancestros. El último que la había utilizado fue mi tío abuelo, el irlandés, que no fue tío por relación sanguínea sino porque se casó en segundas nupcias con mi tía abuela, la bearnesa, bella como un hada según el relato de mi abuela. Si hemos de creer en las historias transmitidas oralmente entre los miembros de la familia, la espada tenía poderes, pero nadie -desde mis abuelos a esta época- ha sabido cómo hacerla funcionar para que pudiera asegurarse a ciencia cierta lo de los poderes. Supongo que tampoco eran personas que pudieran darle algún uso específico, ni siquiera como esgrimistas aficionados. Según la tradición sólo respondería en manos de legítimos herederos y cuando desapareciera el ultimo (mi abuelo, por expresa indicación del irlandés), el arma también desaparecería o volvería a no sé qué lugar. Decían que los que la tuvieron antes participaron en duelos y batallas generando en los adversarios un temor supersticioso por las maravillas que vieron hacer. Para mí siempre fue una viejísima espada que fosforecía de noche y brillaba suavemente de día, metida en una vitrina de patas largas torneadas. Desde que mis hermanos, primos y yo nacimos, siempre estuvo ahí como parte del mobiliario, asumimos su presencia con la naturalidad de los chicos y puedo decir que bien pudiera ser invisible de vez en cuando, tan habituados estábamos al extraño ornamento de la sala de los padres de mi padre.


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Mi hermano tuvo una época, cuando era chico, en que veía He-Man en la tele y un día en un descuido de mi abuela sacó la espada y se fue al terreno de atrás de la casa para impresionar a sus amigos. No sé qué pasó, pero a la hora volvió pálido, emocionado, y no quiso decir una sola palabra. La abuela tampoco habló, sólo tomó la espada y volvió a colocarla en su lugar teniendo la precaución de quitar la llave que hasta ese momento había estado en el mueble de la vitrina sin que nadie hubiera tenido la osadía, después se llevó a mi hermano y estuvo encerrada con él en su cuarto. No sé de qué hablaron pero él jamás volvió a tocar el objeto y hasta me parece que evitaba pasar cerca. Uno de los amigos me dijo días después que cuando mi hermano jugaba al superhéroe, la espada casi lo había levantado del suelo, que salió como disparada y él corriendo detrás como si no pudiera soltarla. No le creí por supuesto, aunque el cuento me pareció muy interesante. En cuanto a la espada, no sabría decir qué pasó finalmente. Mi abuelo falleció hace algunos meses y desde entonces, aunque varias veces pregunté a la abuela, a mis padres y a otros parientes, nadie supo decirme adónde llevaron la reliquia. Lo cierto es que la casa ancestral se desmanteló, la mayoría de los muebles y objetos de valor se distribuyó entre la descendencia o se vendió, pero acerca de la espada nadie pudo decirme qué fin tuvo. Era hermosa, hubiera sido lindo tenerla.


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PERFUME AMBIENTAL por Jorge Alejandro Lavera Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Buenos Aires, 20 de Noviembre de 2020, 9:10 a.m. El celular vibró. Dolores lo tomó, lo destrabó, miró su pantalla, y sintió como el corazón se saltaba un latido. Tenía un mensaje de texto, corto: Proceda, 10:00 a.m. Acababa de llegar al trabajo, recién se estaba acomodando en su escri¬torio, pero al leer el mensaje tomó otra vez sus cosas, se puso su abrigo y se dirigió rápidamente a la puerta. Con el ceño fruncido, el jefe le dijo: ─¿Adónde va? ¿Qué pasó? ─Es una emergencia, ya le llamaré para explicarle. Es una emergencia familiar. Salió corriendo sin esperar respuesta. Tal vez la despidieran, pero si tenía o no trabajo después de esto, no tenía importancia. Por cierto, tenía el tiempo justo. Se fue al subterráneo que iba en dirección al centro y, mientras lo esperaba, chequeó que tuviera en su maletín lo que necesitaba. No por casualidad, sino por ser una persona metódica, había seguido al pie de la letra las instrucciones que había recibido; por lo que tenía siempre en su maletín un delantal de empleada de limpieza doblado con prolijidad, una llave, y el pequeño cilindro sellado de perfume que le habían entregado. Llegó apenas diez minutos antes de la hora. La Terminal Central de mi¬cros era un caos de gente, como siempre. Transportes de todos lados llegaban y se iban cada pocos minutos. Fue hacia el armario de utensilios de limpieza, y se ase¬guró que no había nadie cerca antes de usar la llave que tenía en el maletín, que abrió la puerta sin problemas. Se puso el delantal y se guardó el pequeño cilindro en su bolsillo. Dejó el maletín en un rincón, y tomó un balde, un trapo, un secador y un cepillo, y cerró la puerta. Sentía la boca seca, pero nadie parecía mirarla.


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Continuamente se escuchaba una voz por los altoparlantes anunciando el arribo o la partida de tal o cual micro, la empresa y su destino o procedencia. Con el balde y las cosas de limpieza entró al baño. Había muchas mujeres, pero ninguna le dedicó una mirada. Se dirigió al fondo del baño, donde estaba el rociador automático de perfume; lo desenchufó, lo abrió, y sacó el pequeño cilindro de perfume que tiró en el balde. Del bolsillo sacó el suyo, idéntico en forma y tamaño, pero sin marca ni inscripciones. Le rompió el sello, lo colocó con cuidado en el aparato, lo cerró, y lo volvió a enchufar. Se encendió una luz verde en el aparato, y escuchó el “pfff” que indicaba que el rociador había sido activado por primera vez. Miró alrededor con disimulo, nadie la estaba mirando. La gente nunca miraba a la “señora de la limpieza”. Salió del baño y volvió al armario de limpieza, dejó las cosas, tomó su maletín y salió con tranquilidad. No le preocupaba mucho lo que había hecho, tal vez se trataba de una cámara escondida o una broma práctica. Lo que en realidad le importaba era la fortuna que le habían depositado en su cuenta, más la promesa de otro tanto cuando hubiera realizado el encargo. Cientos de micros llegaron y salieron ese día, a múltiples destinos del país y a otros limítrofes. Por ese baño pasaron miles de mujeres. Expuestas a la muestra pura del virus, cada una de ellas se contagió de inmediato, y comenzó, a su vez, a infectar a otras personas antes de que pasaran un par de horas. El rociador tenía contenido para actuar durante más de veinticuatro horas. Por supuesto Dolores no sabía ni tenía forma de saber que un varón había hecho lo mismo en el baño de hombres, y que esto se había repetido en muchos baños públicos con rociadores automáticos de perfume. O que también se habían usado otros métodos para distribuir el virus por todo el mundo, al mismo tiempo. Para el final del día, por ese pequeño rociador del baño de mujeres se habían contagiado veinticinco mil personas de manera directa, y más de ciento cincuenta mil de manera indirecta. Dolores pensó en volver al trabajo, pero con el dinero que le habían depositado en su cuenta por esta tarea no iba a necesitar trabajar por varios meses. Además, de repente se sentía muy mal. En el camino a su casa, Dolores contagió a más de dos mil personas en el subterráneo. Cuando llegó, se hizo un té y se recostó en su cama a descansar un poco, y se quedó dormida. Nunca llegó a tomar el té.


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ESA CLASE DE MUJER. por Gabriela Lucatelli Buenos Aires

Me cansé de tantas vueltas. Mías, de él, de los dos. No tengo ganas de ser yo siempre la que hable, la que invite, la que espere. Merezco que él mueva los hilos alguna vez. Si no puede hacerlo, entonces, no es para mi. Te mostrás tal cual sos, le manifestás tus intenciones de verlo y hasta le volvés a escribir a pesar de clavarte cincuenta veces el “visto”. Y una siempre se queda hecha un bollito conformándose con invitaciones a medias, indirectas extrañas, demostraciones de cariño que nunca llegan a volverse reales… Lo que ocurre es bastante sencillo. Soy esa clase de mujer que nunca es suficiente. De esas que siempre son buenas amigas, grandes confidentes, profundas amantes de la vida, pero que no alcanzan la categoría de indispensables. Con el brillo adecuado para alumbrar… pero insuficiente para encender. Siempre suele faltarme una dósis de paciencia, un gesto oportuno, una carta por mostrar… Siempre suele sobrarme una pregunta, una presencia, una lágrima que cae sin avisar… A veces es pecado tener los brazos tan abiertos dispuestos a abrazar. Son pocas mis virtudes y demasiadas las dudas que guardo en mi placard. Soy de esas mujeres a las que, en cuestiones del amor, todo les cuesta el doble. El doble de tiempo, el doble de lucha, el doble de riesgo. Sin la certeza de que el tiempo conmueva, enlace, acerque. Tal vez sea una cuestión implícita en la felicidad éso de que a mayor sacrificio mayor la gloria… Para poder viajar hay que soportar la claustrofobia de un avión desplazándose a diez mil metros del suelo. Para ganar plata hay que trabajar más de lo recomendable. Para saber, hay que estudiar. Para curarse, dejarse operar. Para ser madre, parir. Para llegar alto, subir. Y para querer, sólo hace falta desgarrarse el alma como quien ya conoció de cerca la soledad y no piensa volver…


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LA MUDANZA por Maria Silvia Machicote Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Se abrió la puerta. Tal vez la deje mal cerrada y el viento de aquel otoño, quiso espiar. Poco podía encontrar en su pesquisa, nada extraño o curioso tentaba la búsqueda. Pero ingresar en la casa de otro, ya es una aventura. Lo deje pasar. Entrar y descubrir .Recorrer los espacios vacíos de mi vida. Detenerse en cada ambiente, en cada rincón, en cada escondite. Viento, sopla con furia. Seguramente en ese intento, los recuerdos volaran sorprendidos y uno a uno se ubicaran protagonistas de cada momento en el que fui feliz, o no lo fui, o no pude serlo. La invitación fue aceptada, y la furia menguo para que la visita fuera cordial. Las puertas del interior y las ventanas abrazaron el paso del intruso, venido en visitante y se expusieron desnudas exhibiendo un lugar mágico como el abandono y triste como la felicidad. Los dormitorios despoblados, gimieron por las ausencias. El amplio comedor cedió el paso al olvido Los baños mostraron desprecio y la cocina, en su incomoda soledad, enmudeció. El viento ceso. La casa enardecida en la locura de su sorpresa, grito en silencio. Las puertas y ventanas se cerraron con dulce lentitud, como queriendo otra oportunidad. Salí, cerré y en cruel despedida, mude mi vida


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TESTIGO por Amalia Filomena Maria Madeo Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Crecí en pleno barrio Norte, Av. Las Heras y Junín. En aquellos tiempos toda la zona era muy tranquila, casonas señoriales de dos plantas, señoras grandes y elegantes visitándose para tomar el té con las riquísimas confituras de la tradicional Panadería y Confitería de la cercana esquina, y, aquí también, al igual que en los barrios periféricos, los niños jugando en la vereda, con la única diferencia de sus costosos juguetes y sus uniformes escolares. Crecí respirando aire puro, disfrutando el sol del verano y contemplando las pinceladas ocres del otoño. El tiempo pasaba imperceptiblemente, como una suave brisa. No sé cuando fue exactamente que todo cambió. Las calles se llenaron de vehículos y el humo de sus motores ha oscurecido el claro cielo de otros tiempos. También fueron sucediendo otros cambios. Muchas de aquellas casas tranquilas fueron vendidas, demolidas, y en sus espaciosos lotes se erigieron edificios de líneas rectas con hileras de balcones similares y población heterogénea. Una de esas enormes transformaciones ocurrió justo junto a mi casa. Fueron dos años y medio de ruidos y polvo, pero al fin, allí estaba, con su gran altura ocultando el sol mañanero. Los niños ya no juegan en las veredas, pero han mudado sus risas a los numerosos balcones. Aprendí a conocer a cada vecino, intentando imaginar sus historias de vida a través de sus ventanas. Asì me enteré cuando nació el bebé del tercer piso, y de la enfermedad de la abuelita del primero. Habìa un misterio en el quinto piso, ya que parecía estar deshabitado. Escuché al portero saludar a un joven que salía tempranísimo por la mañana, cuando apenas se preparaban la manguera y la escoba para la diaria higiene de la amplia vereda, y regresaba cuando la noche ya lucía sus estrellas. Las vecinas contaban que era un muchacho muy trabajador, recién casado con una verdadera belleza. La había visto yo mismo en su balcón una o dos veces. Larga cabellera castaña, mirada profunda y curvas voluptuosas. Me atraía ese balcón y su misterio. Se escuchaban risas apagadas y música durante el día, y sabía de una murmuración acerca de un alto y apuesto hombre que en distintas horas del día estacionaba un costoso y elegante auto en las


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inmediaciones del edificio en cuestión, entrando sigilosamente, utilizando su propia llave y trepando las escaleras hasta el quinto piso. Podía imaginar la escena en el departamento, pero me ponía muy nervioso suponer la peligrosidad de una falla en el mecanismo horario y lo terrible de un encuentro de tres. Cierta mañana de invierno, muy cruda y gris, salió el esposo a trabajar pero su expresión resultaba contrariada, bajo el farol de la entrada se detuvo leyendo un trozo de papel. Una y otra vez lo revisó por ambos lados hasta que, con un espasmódico movimiento lo arrugó arrojándolo al medio de la acera. Durante tres o cuatro semanas se repitió esta escena y hasta me pareció que el semblante del muchacho se volvía más delgado y más gris. Y al fin, ocurrió. Una tarde, serían las catorce aproximadamente, vi que desde la esquina se acercaba la silueta conocida del joven trabajador. Por otro lado había escuchado un tema romántico escapando de entre las cortinas del quinto piso. El desastre se avecinaba y… que podía hacer yo? Cómo avisar o como impedir? Serìa al fin solo un testigo silencioso. Después de todo, solo soy el árbol de la vereda contigua.


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EL GENERAL LADRÓN por Ivo Marinich Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Cuando el 12 de agosto de 1963 fue robado el sable corbo del General José de San Martín del Museo Histórico Nacional, sentí la obligación de encontrarlo. Por entonces tenía once años. Le pedí a mi madre que me comprara un pizarrón y empecé a dibujar hipótesis. Llegué a decirle a mis padres que San Martín se sentía solo en su tumba, que necesitaba de vuelta aquel compañero incondicional de batallas y glorias. A mis compañeros de colegio les decía que tal vez había buscado su sable para combatir los enemigos del más allá, y juntos especulábamos quienes eran estos y si podría triunfar esta vez. Por supuesto que cuando después se le adjudicó el robo a un grupo de integrantes de la Juventud Peronista, yo que no tenía idea qué significaba eso, no lo creí, ni siquiera cuando fueron detenidos por la policía, porque de todas formas no encontraron el sable; ¿y si los estaban inculpando para ocultar algo sobrenatural? ¿Y si era una maniobra del Gobierno para evitar que se supiera la verdad? El sable había desaparecido, era todo lo que me importaba. El verdadero ladrón sería aquel que lo tuviera consigo, y a medida que pasaban los meses más me convencía que el propio San Martín estaba involucrado. Pero me tocó crecer, como a todos, y esa locura por descifrar la incógnita fue perdiendo su brillo con el paso de los años, porque ese enigma que al principio es encantador, cuando se cierra sobre sí mismo, termina siendo un tormento. El sable corbo del General José de San Martín parecía haber desaparecido para siempre. Empecé a pensar que algún astuto ladrón lo había vendido al mercado negro y seguro era adorno en el gabinete de un poderoso extranjero. Pero aún adulto el halo de mis creencias infantiles tocaba su música en mi mente. Hasta escribí un cuento, “El General ladrón”, con el que sin éxito participé en algunos concursos literarios, aunque sí recibí ofensivas respuestas de los jurados por “ultrajar un prócer”, a pesar de que esa nunca fue la idea. Terminé sepultando el sable. Antes de echarle tierra me dije que detrás de su robo había todo un entramado simbólico que ni yo ni nadie jamás entendería. El resto de mi vida hasta llegar a este presente no aporta nada a lo que cuento, excepto el hecho de que tras la muerte de mi mujer reviso hasta el cansancio las efemérides de cada día y me transporto a fechas homónimas


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del pasado. Siento que el presente es aburrido porque las cosas todavía no suceden, en cambio el pasado está lleno de acción y cuando uno ha visto suficiente es capaz de conectar los hechos y darse cuenta que en realidad todo es la misma cosa. Hoy, 12 de agosto, entre los primeros que hallé estaba el robo del sable corbo de San Martín. De repente me sentí un niño mimado otra vez, que volaba con las alas de su fantasía. E hice lo que la tecnología de hace cincuenta años no me permitía, bucear en el interminable océano de información. Encontré esto, fragmento del testamento de San Martín, allá por de enero de 1844: “El sable que me ha acompañado en toda la Guerra de la Independencia de la América del Sur le será entregado al general de la República Argentina Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. En esa última línea, ahí está la respuesta. El entramado simbólico que creí indescifrable aparecía tan claro como es posible. El General José de San Martín robó su sable aquel 12 de agosto de 1963; su cualidad de alma le permite estar en cualquier tiempo, y por eso lo robó, porque sabría qué destino le esperaba a la patria que había amado.


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LA BUTACA DESEADA por Alvaro Marrocco Santa Fe

Terminó de tomar el té e inmediatamente comenzó a tener mareos. No pasaron ni diez segundos para que Martita pasara a ser un fiambre yaciendo en el piso con los ojos bien abiertos. Olga la miraba desde su sillita de mimbre mientras revolvía su té de hierbas y ojeaba con simpatía la Temporada 2011 por Abono del Teatro La Opera. Dejo pasar unos minutos, termino de dar el último sorbo, lo dejo impecable en su posa taza, se levanto de la silla y se acerco a Martita, se agacho y puso su mano sobre la yugular para sentir si tenia pulso. No había, marcó el 911 y denuncio el fallecimiento de Marta Planos. En el comedor, el DVD de Il Trovatore cantaba “tacea la notte placida”. ─Uh, mirá quién se acerca, atendela vos porque yo no la soporto, siempre tiene alguna queja.─ ─A ver ¿Quién és? ahí la veo, ah…, la señora de Vasconsellos─ Caminó hasta la oficina con esos tacos de señora gorda. Se arrimo a la puerta y espero a que suene el timbre. Ringgg! entro y con la voz firme dijo: ─¡Vengo a pagar mi abono!─ ─Pase por acá señora─ le dije La Señora de Vasconsellos arrimo un sillón cerca del escritorio y empezó: ─La programación para este año no es muy buena que digamos, yo la sacó porque amo la música y tengo años sacando mi abono, pero revisando las orquestas programadas para este año, veo que no hay ni una sola conocida, ah y como todos los años, veo que me tienen marginada porque no me cambian de ubicación; fíjese joven que hice mi pedido a principios de año. La busque entre los abonados; Vasconsellos, Platea baja, Fila 14. butaca 266, vi que había un pedido de cambio de ubicación reiterado e insistente sobre cambiar su lugar por alguna punta de banco entre las filas 5 a la 10 del lado izquierdo. Le comenté que su pedido de cambio estaba registrado y que ante cualquier movimiento se iba a dar solución a su pedido. Todos los años se hace una lista de espera con los abonados que quieren cambiar de ubicación por diversos motivos; ruptura de parejas, fallecimientos, señores altos tapando la visión de otros, abonados inquietos, habladores seriales, etc. Todos por razones obvias se inclinan por obtener una platea baja


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dentro de las filas 5 a 10 punta de banco del lado izquierdo; solo para verle las manos al pianista. Es una rara petición que con el tiempo fui descubriendo en algunos abonados que año tras año insisten en obtener esos lugares. La señora de Vasconsellos era una de esas. ─Me gustaría tomar la butaca de Platea Baja; Fila 6 Nº 169. ─Emm, eso va a ser un poco difícil Olga, esa butaca le pertenece a la señora de Planos. ─Usted limítese a hacer lo que le digo joven, buenas tardes─ dijo y se fue. Marta Planos había enviudado hacia poco tiempo y al parecer su ánimo de vivir se acercaba más a la condición de su difunto esposo, que a seguir respirando. El trío sueco finalizaba con la temporada de abono, se prendieron las luces dando el anuncio del intervalo, todos salieron al hall central a tomar café y hacer sociales. Los diálogos giraban en torno a las funciones programadas para la próxima temporada por abono del teatro, Martita pocas veces platicaba en las tertulias, Olga en cambio si, se acerco a Martita y le dijo: ─Lamento lo de su esposo, ustedes siempre venían juntos al teatro; yo enviudé hace tres años y no dejo de recordarlo noche tras noche, mi semillita me hace mucha falta; pero acá me ve, la música es lo que mantiene viva y cerca de él─ Martita la miró consternada, su lánguida mano temblaba haciendo que el café se entibie rápidamente, su boca muequeaba conteniendo el gesto que precedió al llanto y solo atino a decir: ─Gracias, lo que usted dijo me conmovió mucho, perdone si lloro, mi nombre es Marta. Marta Planos. Beethoven decía que los músicos son los que más cercanos a dios están; porque sus melodías son dictadas al oído y ellos son los intérpretes de lo que el creador les dicta. Olga lo sabía, y por eso se refugiaba fuertemente en esos conciertos en donde la música era todo; y para eso; necesariamente debía acercarse lo más posible a ellos. Aquella tarde en su casa, parada cerca de la cocina, sirviendo el te, con la mirada enceguecida su única dubitación era si usar veneno para ratas o cianuro.


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INMÓVIL por Fernando Medeot Córdoba

La he oído gritar. Sé que ellos están ahí abajo, tramando su plan, esperando el momento oportuno para caer sobre mí. Pero su alarido de amor me desgarra, me recuerda la pasión que todavía nos une. La última vez la vi, ahí, a mi lado, creyendo que dormía. Le acomodé el pelo como hacía siempre. Parecía una muñeca. ¿Estoy inconsciente? Al menos no sé lo que pasa a mi alrededor. A veces, cuando me ocurre esto, miro por la ventana del dormitorio; de noche la luna se abre paso como un rostro fantasmal, se cuela entre los pliegues de mi cerebro y me susurra “todavía te quiere…” La luna es mi amiga, mi cómplice. Pero ahora es de día. Es entonces cuando los veo llegar. Murmuran porque creen que no les oigo. Ilusos; piensan que son invisibles. Llevan semanas maquinando algo; ante mis ojos no develan nunca su apariencia, pero yo sé que no son de este mundo. Vienen con tarjeta de embarque del infierno. Tengo los ojos enrojecidos e hinchados por la falta de sueño y apenas puedo vislumbrar sombras. Pero esta mañana he oído que ella gritaba, claramente distinguí su voz. Era un aullido que parecía surgir de las entrañas de alguien que sufre. Me quiere… creo que sí. Varias veces he intentado moverme. Mis músculos no responden a la actividad vertiginosa de mi cerebro. Mando órdenes a diestra y siniestra; puedo sentir el flujo eléctrico entre las conexiones nerviosas. Sin embargo, ningún estímulo es suficiente para conseguir que mueva siquiera un dedo. Ahí están, como cada mañana. Sus pies parecen deslizarse sobre el suelo ziss… zass… ziss… zass… un pie delante del otro. Van a abrir la puerta del dormitorio, puedo sentir la llave maestra penetrando en la cerradura, deslizándose sobre sus engranajes con precisión. Los escucho hablar. Ellos creen que no puedo hacerlo; los he engañado haciéndome el tonto cuando me preguntan. ─Hay que bajar la calefacción… ─dice el gordo calvo. Algo en mi cerebro me dice que esté tranquilo, que no pasa nada. Pronto se irán. ─Prendé la luz. Quiero comprobar esas pupilas. Están muy dilatadas ─el flaco ojeroso me toca con sus dedos largos y helados. Me manosea la cara mientras me mira fijamente. Estoy cagado de miedo, siento escalofríos. ¿Qué me van a hacer? Intento liberarme de la fuerza invisible que me mantiene


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inmóvil, pero nuevamente es inútil. La sangre fluye como una inundación, golpeando con fuerza en las paredes de mi cuerpo. Intenté abrir la boca y decir algo, pero mi lengua se pierde en el vacío, incapaz de articular palabra. ─Cien miligramos de clonazepam. A ver si de una vez por todas conseguimos que duerma ─dice el flaco ojeroso. Siento como algo diminuto y fino rasga mi piel, puedo oír cómo se abre paso y penetra en el músculo; un reguero cálido que me recuerda a un abrazo perdido en el pasado. Unos niños corren detrás de una pelota, en un patio lleno de flores rojas y macetas verdes. De repente uno de ellos gira y me sonríe. Lucho por seguir participando de la escena, pero la oscuridad es más fuerte que yo. ─Comprobá que las correas no estén demasiado apretadas ─ahora habla el gordo calvo. Esta mañana la he oído gritar otra vez. Sigue loca de amor por mí. La vuelvo a ver como aquel día, aterrada al lado de la escalera, llevándose las manos a los ojos para negar la realidad. Luego, empujando mis pies hacia arriba, intentando levantarme para evitar que quedara suspendido de la soga atada a la viga del techo. Me quiere, aunque ese día me dijo que estaba confundida, que otro le acariciaba el oído con palabras dulces. Que la amaba más que yo. Que ella lo amaba más que a mí. Oscuridad profunda y lúgubre, quiero liberarme y gritarle que la perdono. Que todavía la amo, pero no puedo decírselo.


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MI ABUELA AMALIA por Liliana María Mendoza Mendoza Santa Fe

Te recuerdo como esa mujer baja, de cabello gris plateado y costumbres orientales. De ti tengo los recuerdos más tiernos y sabios, yo te adoraba y vos me correspondías. Tenías siempre la palabra justa, el mejor consejo y la historia más novedosa que yo puedo imaginar. Cuando tus padres te trajeron a este suelo americano desde la lejana tierra Siria, siendo sólo una bebita de 3 meses; probablemente, el largo viaje en barco les permitió soñar con un mundo próspero y feliz para ti y tus hermanos. Pero, la vida te deparó un destino totalmente opuesto. Tú madre murió cuando tenías 9 años y vos que eras la mayor debiste pasar a cuidar a tus hermanitos; a los 15 años te hicieron casar con un “paisano”, que además era tu primo y mucho mayor; muy buena persona, según me manifestabas, pero al que no podías amar como tu esposo. Sólo 3 años duró ese matrimonio, con jóvenes 18 años ya eras viuda y con una hija, fruto de esa unión, arreglada según las antiguas costumbres de tu pueblo natal. Después conociste a mi abuelo Antonio, del que eras vecina, te casaste, y por fin te estabilizaste. Fuiste tan tesonera y trabajadora que lograste salir adelante, superando múltiples vicisitudes, te forjaste una vida larga y bella, rodeada de hijos, nietos y bisnietos a los que nos diste todo el amor y las enseñanzas que tenías guardadas en tu corazón. Despertaste en mí el gusto por las costumbres orientales, por las sedas, las joyas, el quepe, los niños envueltos de repollo, los dulces, los bailes árabes… Nunca olvidaré esas tardes en que sentada en la esquina de la mesa tejías crochet y entre mate y mate me contabas tu vida,… tu infancia feliz de los primeros 9 años junto a tu madre, de la cual sólo conservabas un hermoso retrato y tan dolorosa después de su partida; o cuando yo llegaba de la escuela cerca del mediodía y me invitabas a comer con vos, cosa que yo disfrutaba porque tu comida era la más rica del mundo, aunque solo fueran bifes con papas fritas.


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No tuve la suerte de disfrutar mucho tiempo de otros abuelos, pero con vos me bastó para saber que los abuelos son para los nietos lo más lindo que les puede pasar, son la historia, el ayer y el hoy, los gustos, las experiencias, la sabiduría y los consejos más justos. Hoy ya hace muchos años que no estás junto a nosotros, pero yo sigo imaginando las cosas que me dirías ante cada hecho de mi vida. Cierro los ojos y te venero, te recuerdo y te amo y elevo una oración por ti.


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SOLTAR AMARRAS por Antonella Miari Ciudad Autónoma de Buenos Aires

“Toneladas pesan nada, cuando solo flotas, sin más que pensar” Río Babel, Gustavo Cerati. Se escuchaban los ladridos lejanos de los perros en la calle y el sonido de las ruedas de los autos en una lucha constante e incansable contra el pavimento. Mi mirada se posaba, perdida, en algún balcón apartado, pero sin duda, desierto. El viento primaveral de la noche consiguió alcanzarme, quizás, por primera vez. Sola, aunque atestada de voces, logré acallar el murmullo que provenía desde distintos lugares de la ciudad y de mi propio interior con una frase, que se impuso entre otras: Soltar amarras. Pensé en el mar, en los barcos alejados de la orilla, en el movimiento incesante de las olas, en los vaivenes de la vida y en los avatares de la historia: La mía. Esa frase me devolvió la vitalidad, y como la luz del sol, me arrancó por un instante de toda oscuridad, propia y ajena. Observé mis manos, toqué mi pelo, pensé en el paso de los años y en mis batallas contra la contingencia. En ese momento, sin mediar explicaciones ni analistas, comprendí con fuerza que no había refugio contra las razones de la vida. Entendí, en ese sereno e íntimo segundo que se extendía ante mí, que no podría controlar el dolor que todavía era capaz de sobrevenir. Conté mis cicatrices, armé mi mapa, nombré sus continentes, efecto de años de pelear contra causas perdidas: en los primeros años de mi niñez y en los inicios de la adolescencia, marcados por el ritmo tenaz y cruel de la muerte, la orfandad y el descuido deliberado. Sentí simultáneamente, orgullo y dolor. Orgullo por no desaparecer ante el infortunio; dolor porque la fortaleza no acallaba la soledad y el silencio a los que me había arrojado la suerte. El problema de volverse fuerte es que eso puede confundirse con omnipotencia, y la omnipotencia redobla la soledad e incrementa el esfuerzo.


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Soltar amarras. Fue entonces cuando me abrazó la tan ansiada paz. Dejé de sentirme sujetada, y transité como en los juegos de los niños, la libertad y el alivio. Esa sensación permaneció durante un buen rato. Mientras tanto, pensaba: “Quizás esta sensación se anime a quedarse, tal vez sea cuestión de darle permiso” Aferrada al dolor casi como las personas se alienan a la costumbre, había poco espacio para otra cosa, y ya no por la contingencia, sino porque eso se había transformado en decisión, incluso, voluntad: era un horrible pero conocido refugio. En ese estado mental, algo me recorrió el pecho, como un bálsamo, como en algún tiempo olvidado lo hizo la mano delgada y cálida de mi madre, la caricia tan rápidamente extraviada. A duras penas podía retener la voz de mi padre, único rastro en mí de su existencia. Empecé a sentir que había otro lugar para mí que el de pelearme con lo ya vivido, y pretendí con obstinación, entender qué quería decir la gente cuando hablaba, casi como un signo de la época, de “soltar”. Pero no se trataba solamente de decirlo, porque las palabras tienen la particularidad de expresar justamente aquello de lo que alguien se ve impedido, lo que desea, lo que teme, e incluso, todo lo contrario. Preferí pensar que no era un engaño ni un hecho, sino una posibilidad que se desplegaba ante mí, hacia el futuro. Volví sobre la frase. ¿Soltar amarras? Sí. Soltar amarras. Atreverse a un sueño, a un amor, quizás a un nombre propio, otro que el nombre de la historia. Y apostar a que no duela, esta vez. Octubre de 2016


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EXTRAÑO DOLOR DE CABEZA por Marianela Miño Ginesta Buenos Aires

Esto es raro. Supuse que me dolería la cabeza, pero extrañamente me siento bien. Yo estoy bien, pero a mí alrededor está todo alterado. Recuerdo primero el ruido, después el zumbido; enseguida todo se volvió rojo y negro… Y ahora no sé… todo me parece tan raro… estoy confundida… Alguien está abriendo la puerta. No me parece correcto que las personas entren en la casa de otro sin llamar a la puerta. ¡Ah! Es mi mamá, no me importa que pase sin golpear, pero no sé por qué entra tan lento, hoy no es mi cumpleaños, no tiene por qué sorprenderme. El asunto se está poniendo cada vez más raro, le hablo y le hablo, hasta le grito y mi mamá no me escucha. Está hablando por teléfono, corta y se mete en el baño a llorar. La verdad que yo no entiendo nada. Un enfermero entra corriendo, sin golpear la puerta. ¡Cómo me molesta que se metan en mi casa como si fuera la suya! Me estoy poniendo nerviosa. El enfermero dejó la puerta abierta y ahora vinieron dos enfermeros más y unos policías. Es mi casa y todo el mundo hace lo que quiere, para colmo, me ignoran. Si ellos hacen como que yo no estoy, yo también, Mi mamá dejó de llorar. Se ve muy nerviosa. Alguien le da un papel y ahora llora otra vez. No sé porque no la dejan tranquila. Me voy a preparar un café. Escucho unos pasos en la puerta, me asomo, es mi papá con expresión de desconcierto. Él también me ignora. Estoy de muy mal humor. El café es una clase de objeto, ¿no? Una taza de café no va a poder ignorarme. No entiendo… No puedo agarrar la taza, ni siquiera puedo prender la cafetera, es como si todo fuera un espejismo. Estoy confundida, mejor voy a acostarme. ¿Por qué están todos en mi habitación? ¿Qué carajo está pasando? Un policía está sacando a mis padres e la habitación, ahora puedo ver la cama…


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Un segundo… ¿Qué es eso cubierto de sangre en mi cama? Hay sangre hasta en la pared… Tengo que acercarme a ver que es… ¡Mierda! Ahora entiendo por qué hace un rato supuse que tendría que dolerme la cabeza…


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FE AL AIRE por Joan David Neinadel Buenos Aires

Cierto día en que el sol brillaba en lo alto y mis pensamientos habían sido entintados con las típicas preocupaciones de alguien que se había mudado a la soledad de una vieja casa me encontré pensando. Cosa no ajena a mí pero aun así resultaba extraño. Las obligaciones de otra persona habían llegado, de una responsable de una casa y de alguien a quien mantener, conseguir alimento y regar los malvones del patio. Cuando pensaba que todo estaba listo, Romeo me miro acusadoramente. Algo me quería decir con su mirada. Algo como que había llegado la hora de darle su comida antes que comenzase a ladrar. En medio del centro todo estaba tranquilo. Después de comprar menudencias en la carnicería, ya solo una cosa ocupaba mi mente. Un recuerdo broto al ver el monumento que se veía desde la plaza. Un lugar donde la gente depositaba su fe y su esperanza. Donde algunos por costumbre y otros por culto dejaban su ofrenda. Me acerque allí y revise mis bolsillos. Nada. Solo mis sueños e ilusiones. Solo el viejo teléfono gastado, las llaves y un bulto. ─¡El bulto del vuelto!─ Saque rápidamente las pocas monedas que me habían dado. Me di la vuelta y, a los pies de la fuente, sostuve la ofrenda en mis manos. El deseo silencioso murmuraba en mi mente. ─ Que seas feliz y que todos los días de este nuevo año brille tu sonrisa.─ Me despedí con un beso y tire mi suerte al aire. No sé para qué lado fue el viento. Si las monedas cayeron al agua o cambiaron su rumbo, eso lo ignoro. Pero como puedo elegir prefiero esperar lo mejor. Desde aquí mi fe es ciega. Yo creo…o quiero creer. Esto ocurrió hace algún tiempo y hoy no recuerdo si fue real o fue la invención de un escritor frente a la hoja en blanco. Muchos detalles solo los


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estoy recordando ahora que los leo en mi libro de cuentos y me pregunto quién creo a quien. De pronto, escucho la alarma del teléfono y de un solo tirón me levanto de la cama a preparar las cosas para el almuerzo dejando de lado mi lectura matinal. La casa es enorme y con varias habitaciones, de esas antiguas donde la tubería del baño queda perdiendo continuamente, la humedad descascara la pintura de las paredes, las telarañas besan las esquinas del techo, los caños de las sillas se desprenden con el menor movimiento, los muebles desprenden el aroma del paso del tiempo y el viento golpea continuamente el marco de las ventanas. En la cocina la heladera vacía y un pequeño cachorrito ladrándome con la correa en la boca son señal de que tengo que ir a hacer las compras. Así que, después de buscar por toda la casa donde fue que deje las llaves, agarro la plata, abro las cinco trabas que tiene la puerta y salgo con Romeo. El día está totalmente despejado y, mientras la cadena de Romeo me lleva al trote, voy haciendo memoria de todo lo que tengo que comprar en el centro. Paso por la verdulería, pago el teléfono, la luz y el agua, cargo la tarjeta del colectivo y, cuando llego a la carnicería, le pido al muchacho que atiende las bolsas de menudo. Llegando a la plaza, dejando atrás las campanadas de la catedral, llego al “Monumento al Agua”, una fuente de aguas danzantes repleta de monedas. Me acerco allí, reviso mis bolsillos y, como hago cada vez que paso cerca, tomo las monedas que me dieron en cada vuelto. Las sujeto firmemente en mi puño, me doy la vuelta con los ojos cerrados y con un último beso arrojo mi fe al aire. El deseo silencioso aun murmura en mi mente. ─ Que seas feliz y que todos los días de este nuevo año brille tu sonrisa.─


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SUPERPOBLACIÓN por Juan Fran Núñez Parreño España

Diez mil millones. Este es el número máximo de habitantes que decidió la Federación Mundial de Territorios (FMT), que engloba la totalidad del planeta Tierra, a los que se puede procurar alimentos, vivienda y energía. Sin guerras, ni hambre, ni enfermedades mortales, la superpoblación es el problema de esta humanidad con un 99% de clase trabajadora. Por lo tanto, desde que se tomó esa resolución en el año 3.001, con cada llegada de un niño, si no hay muerte natural que compense ese nacimiento, se sacrifica a un adulto mayor de sesenta y cinco años. La forma de hacerlo es mediante el sorteo que cada día realiza el programa LF (Life Death) instalado en el ordenador central de la FMT. A cualquier habitante del planeta, mayor de sesenta y cinco años, puede tocarle este fatal sorteo. Es lo que se llama jubilación definitiva. Solo hay dos maneras de librarse del mortal premio a quienes resulten elegidos: una es comprando, quien pueda, la vida a otra persona para que ocupe su lugar por 1.349.571.280,43 euros, que es el precio económico que el programa LF valora una vida humana a fecha de hoy, 28 de noviembre del año 20150, cada día sube la cifra actualizándose con el IPC (Índice de Precios al Consumo); la otra manera de librarse es que alguien, de forma voluntaria, ocupe el destino del desgraciado agraciado en el sorteo. Tanto en el primer caso como en el segundo, la edad no importa. Voy a aceptar el dinero. Ahora mi familia será rica.


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LA CASA por Melisa Osuna Buenos Aires

Siempre me resultaron fascinantes los edificios antiguos, abandonados. Desde mi infancia, visitando parientes en Villars, encontraba un sabor especial en las casas, esa reminiscencia a otra época, el silencio del campo, el aroma a leña de la salamandra, la humedad de las paredes añejas, la hojarasca del otoño, el pasto recién cortado en primavera, la tierra húmeda del verano. Cuando conocí la casa, me enamoré de ella. ¿Quién podría pensar que no podemos amar edificios, con la intensidad del primer romance? La puerta rechinó al entornarse y el parqué hizo lo propio, estaba reseco y opaco. Era una estancia maravillosa. Las partículas de polvo de observaban a través de la luz mortecina que se colaba por esos enormes ventanales de madera, adornados por las hilachas de lo que alguna vez fueran cortinas de paño azul. Desde allí observé al exterior, el patio, los baldosones gastados, las mayólicas imponentes, las macetas estaban vacías, mientras que las plantas habían crecido desorientadas por donde desearon. En ese momento entendí que no amaba la casa, sino la historia qué ella albergaba. ¿Cuántas gotas de lluvia se habrían estrellado, silenciosas, en ese patio abandonado? ¿cuántas gotas de lluvia habrían caído, cuando las personas se resguardaban en la casa? ¿cuántas lágrimas se habrían derramado en aquellos ladrillos? ¿cuántas historias hermosas habría guardadas allí? La casa, testigo mudo de la vida, había permanecido ahí, sobreviviendo a sus ocupantes. ¿Cuántos niños la habrían inundado con sus risas? ¿cuántas comidas habrían aromatizado la sala? ¿cuántas lluvias, habrían dejado charcos en el patio? ¿cuántos hombres habrían fumado en la sala? ¿cuántos mates? ¿cuánta algarabía? ¿cuánta tristeza? La casa lo tenía todo, al menos todo lo que yo necesitaba. Estaba colmada de ese olor a historias, a pasado, a vidas que no me pertenecían. Fue en ese torbellino de preguntas, que decidí que me quedaría ahí para siempre, y que la casa, también sería testigo mudo de lo que me quedaba de vida.


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LA CUESTIÓN DEL TIEMPO por Alicia Pais Buenos Aires

El antiguo reloj de péndulo anunciaba que eran las 12 en punto. Doce campanadas netas, vibrantes, musicales. No tenía mucho sentido irme a dormir, porque sabía que no podría. Más de una semana había transcurrido sin conocer un sueño reparador. Coincidía con la partida de Juan. Me lo dijo una tarde que compartíamos un mate en la cocina. Ligeramente, como si estuviera comentando una película. Jamás lo hubiera imaginado. Por lo menos quiero suponer que tal confesión, le hubiera insumido varias horas de ensayo. ¿Cómo se pueden arrojar al vacío, al olvido, treinta años de convivencia? ¿Tan livianamente se puede culpar al tiempo por tanta vida compartida? Tenía todo dispuesto, hasta la hora de la mañana siguiente en la que lo vendrían a buscar para llevarse consigo unos pocos objetos. ─ Te lo dejo todo, me dijo. Hasta aligeraba su carga para volar más rápidamente. No amaba a otra persona. Se justificó apelando al tiempo, al desgaste, a la rutina. Buceaba en mi interior, tratando de encontrar alguna culpa. Continuaba bloqueada por la sorpresa y la incredulidad. Una semana ya que había partido y yo sin conciliar el sueño. Seguían las doce campanadas. Se agigantaban y multiplicaban. Recordé que en la cocina había una pequeña caja de herramientas. Tomé el martillo y arremetí con fuerza hasta destrozarlo. ¿No me habías dicho que el responsable fue el tiempo?


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MI OBSESIÓN por Moni Pas Buenos Aires

Me llamo Bruno. Tengo 24 años. Soy un bohemio. Me gusta la música y me dedico a rapear. Soy también un caminante eterno; eterno porque camino sin rumbo, sin destino. Sólo camino. Camino por las calles tranquilas. Camino con mi mochila que sólo tiene una bufanda, alguna galletita, agua y mi música. Un domingo cualquiera por una calle cualquiera lo ví: en una pared con fondo verde había un bosquejo de graffiti; dos grandes ojos. Se notaba que el autor recién comenzaba a crearlo. Pero ese sólo bosquejo me impactó. A pesar de no estar terminados, yo creo que esos ojos me miraban. Me quedé un rato imaginando cómo sería al fin esa cara. Luego me fui. Por la noche en la pieza de la pensión soñé con esos ojos. Decidí entonces seguir la evolución de ese graffiti. Todos los días a la misma hora, me acercaba a esa calle. Los ojos tomaron forma: eran color miel, grandes, bellos. Yo seguía pensando que me miraban. Después de dos o tres días apareció la cara de una bella mujer con pómulos salientes y boca grande y carnosa. Sus ojos me seguían embrujando. Nunca pude ver al autor. Tal vez trabajaba por la mañana, cuando yo dormía. Con el correr de los días el graffiti se convirtió en una obsesión. Ya terminado, me acercaba cada día a contemplarlo. Yo creo que además de mirarme, me sonreía. Decidí adjudicarle un nombre: Stella. Comencé a hablarle, a contarle mis cosas, a conversarle de mis amigos, a pensar en voz alta con ella. Stella era la mujer más bella del mundo y además me escuchaba. Fue en ese momento cuando tomé la decisión de mudarme con Stella. Conseguí una bolsa de dormir y, sólo con mi mochila, pasaba los días y las noches tirado en esa calle con ella. A veces hacía frío o llovía pero a mí poco me importaba si veía sus ojos. Pasaron dos años hasta que me dieron el alta. Mis padres nunca me entendieron y, cuando me internaron, tampoco lo hicieron. ¡ Cómo iban a separarme de Stella ! Pero lo hicieron. Los médicos dicen que ahora estoy bien, que puedo “ reintegrarme a la sociedad “; pero sigo pensando en ella. Por eso, pasado el tiempo y cuando ya no me controlaban tanto, decidí volver a la calle.


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El corazón me latía fuerte y las piernas me temblaban cuando me acercaba. Pero los ojos ya no estaban. Sólo una pared blanca y desnuda. Me arrodillé ante ella y lloré desconsoladamente.


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LA CULPA ES DE PAPÁ NOEL por Andrea Pereira Buenos Aires

Estoy detrás de la puerta, creen que no entiendo lo que está pasando, tienen un poco de razón. Pero solamente un poco. Igual no me importa, no han notado que estoy aquí. Mi papá camina de un lado al otro de la cocina, resopla, y lo noto molesto. Mi abuela dice cosas muy feas, yo ya tengo casi cinco años, y estoy entendiendo que mi padre y la abuela no quieren que Papa Noel me mande mi regalo. Mamá convertida en una fiera, me hace sentir orgullosa, defiende mi regalo, yo sé que ella sospecha que yo lo había puesto en la carta que escribí en navidad, confío en que no la ha leído. Ella no haría algo así, es privado, pero lo sospecha. La abuela repite muchas veces que ya tiene una grande que le dio mucho trabajo, que para que otro más, que no hay plata, y que ella puede ayudar a que mi regalo no llegue. Apreto mis ojos y cruzo mis dedos: ¡que Papa Noel no se quede sin cumplir mi sueño por culpa de la abuela o por mi papá! Mamá le dice a la abuela que no se preocupe que esta vez no va a permitir ni que lo mire, que ya se ha metido demasiado con la primera que con este no se lo permitirá. Mi padre repite muchas veces que ella sabía bien que eso era algo que él no quería, pero papá no sabe que hice esa carta. Él no es como mi mami, no tiene ninguna idea de que puedo querer, o me puede llegar a gustar. Siento que vienen a donde estoy y me meto en la cama haciéndome la dormida apretó fuerte mis ojos y respiro más rápido de lo normal. La abuela pasa regañando en voz baja, caminando ligero, no sabe que estoy mintiendo. Abro un ojo y la miro, lo vuelvo a cerrar. Mamá se sienta a mi lado en la cama y me acaricia el pelo. Simulo estar despertando: −Clarita, tengo una cosa para decirte − ¿Buena?− le pregunto, pero ya se que si


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−Sí, mi amor, en unos meses, cuando estés un poquito más grande vas a tener un hermanito, así ya no vas a estar sola− salto, la abrazo, me rio y aplaudo, ella me besa y tiene lagrimitas. −No llores mami, no te van a regañar más la abuela y papá, yo les voy a decir que fui yo, y que la culpa es de Papá Noel


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JUNTOS O NINGUNO por Victoria Noemí Pérez Misiones

Aun envueltos en sabanas te miro fijamente y pienso en voz alta: ─Si envejecemos juntos, preferiría ser la primera en morir, no sé si podría sobrevivir unos años más si ya no te sintiera conmigo. Pienso en lo que digo y te observo, sueño como seria vivir tu pérdida, la idea me estremece y me sacude. Me encantaría decir que seria lo de siempre, pero no es así, mis ataques de ansiedad se volverían frecuentes al caer en la realidad, despertar y darme cuenta de que ya no estás me asustaría y los dos sabemos que viene después de eso, presión en el pecho seguido de bocanadas profundas de aire que parecen no llegar a destino, la sensación de ahogo, las ganas de querer abrirme el pecho con las uñas y el pánico que me invade despertando lo primitivo de mi ser, la supervivencia. Te miro y recuerdo que desperdicié tanto tiempo negándome a mi misma el volcán en erupción de emociones exuberantes que me hacen temblar las rodillas cada vez que te veo. No puedo evitar recordar las cartas que te mandé casi telepáticamente todas las noches después de verte, en las que obligaba a la almohada a ser mi compañera de miedos y pesadillas, respiro profundo y traigo hasta a mi las líneas que grabé en mi pared: “Hay noches en las que, por alguna extraña razón, ninguno de los dos puede conciliar el sueño. Poco me interesan las siguientes alternativas a considerar: insomnio, preocupación, deudas, etc. Porque sé y puedo asegurar que tu alma despierta a mitad de la noche pensando en cuánto tiempo estuvo inconsciente extrañando las caricias de la mía. Nos hemos inventado un nuevo código de comunicación, podemos contar mil historias y sugerir tantas otras con solo rozar los dedos por la mejilla del otro.


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Pero todo esto es consecuencia del encierro, nos han aprisionado en esta forma humana y mortal, tan cruel y efímera; aún no puedo entender si es por castigo o simple diversión, de igual manera el fin es perverso ¿Quién encerraría un fragmento de tornado y luz solar en un envase con fecha de vencimiento?” Vuelvo en mí y no puedo contener la horda de imágenes que me incendian la cabeza, imaginarte lejos me provoca nauseas mentales, un día sin vos es un día perdido, mi amor. ¿Y si me enterase por otro? ¿Y si fuera en mis brazos? No se puede elegir, jamás podría. Entonces recuerdo cuánto te amo y decís amarme, cuánto cliché de novela nos sobra ¿Cómo sería yo capaz de someterte a semejante dolor? Porque todo este basural de suplicios que me asustan te dispararían a vos también, que por supuesto no lo elijo pero el miedo a ser yo la que te pierda me atemoriza mas, confundida en mi nube que es nuestra cama te veo a los ojos que no entienden y me cuestiono si por primera vez, desde que nos conocemos como Romeo y Julieta, no estaré siendo egoísta, pero en situaciones de desesperanza el alma y el corazón no reconocen educación alguna; recuesto mi barbilla en tu pecho mientras cruzo el brazo derecho como abrazando tu costilla izquierda y me retracto: ─Si envejecemos juntos y te pierdo, preferiría acompañarte, aunque ya no pueda disfrutar los placeres terrenales del presente y la luz al final del túnel, fuera la nada misma.


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LA TIERRA por Ricardo Luis Plaul Buenos Aires

El viento del norte pincelaba de polvo la vieja estación del Ferrocarril del Sur. Anselmo, sentado en el banco de madera destartalado, sonreía con su boca desdentada. Recordaba hace años cuando llegaba el tren y la estación se vestía de colores y sonidos. Los chicos corrían a su lado pidiendo moneditas y las mujeres se acercaban con sus canastas a vender algún alimento. Las mineras habían envenenado el agua y la tierra con cianuro. Los patroncitos habían talado el bosque de espinillo y caldén y plantado soja. Los aviones fumigaron en la cercanía del pueblo y muchos amigos habían enfermado y ahora los iba a visitar al cementerio del pueblo. Las inundaciones y las sequías habían herido de muerte al ganado. Los jóvenes hacía rato que habían abandonado el poblado. Esa tarde de estío, Anselmo decidió expresar su protesta que nacía de lo más profundo de sus entrañas. Lentamente se levantó y se dirigió hacia la calle principal. Su piel aterronada tenía las cicatrices del tiempo y de la pena. Los chicos que jugaban un picadito lo miraron con curiosidad. Un perro flaco y sarnoso lo saludó con un débil ladrido al pasar por la casa abandonada del doctor Iturrioz. Sus pasos se hacían cada vez más lentos. Entrecerró sus ojos y pudo ver las sierras a lo lejos. Recordó a su padre con el uniforme de guarda y a su madre Isolina tejiendo bajo la parra. No le quedaban ni lágrimas para abonar su tristeza. Los pocos habitantes que tenía el pueblo juran, que al llegar a la calle principal, Anselmo se detuvo y de a poco se fue disolviendo y mezclando con la tierra que iba haciendo remolinos, hacia las piedras del arroyo seco. Dicen que lo último que vieron fue su sonrisa dibujada en el viento.


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ENGAÑO por Lidia Susana Puterman Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Aún le temblaban las piernas a Silvina cuando el detective privado la invitó a sentarse en su despacho. Era una mujer de treinta y pico, delgada, vestida con discreta elegancia, con una larga y ondulada melena rojiza y una apariencia de extrema timidez Ella miró a su alrededor con cierta inquietud; no estaba muy segura si debía estar allí. El lugar no tenía muchos muebles: un escritorio, tres sillas, un certificado colgado en la pared con el nombre de Javier Morales DETECTIVE PRIVADO. Extrajo de su cartera un sobre con un ademán tembloroso. El detective se puso los guantes de látex y lo tomó; el sobre contenía una esquela escrita a máquina «Pagarás Caro Tu Engaño» Javier, investigador ávido y muy perspicaz, interrogó a Silvina con preguntas concretas y a medida que avanzaba, ella comenzó a sentirse más desvalida, hasta que se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas fluyeron sin control. Javier le ofreció un pañuelo y trató de consolarla. Silvina detalló en forma sintética su situación amorosa; existía un marido, Damián, que la celaba de manera constante y enfermiza. También un amante, Luis, con quién se encontraba dos veces al mes, desde hacía tres años, y que desconocía su estado civil. Según el relato de Silvina era probable que ambos se conocieran; los dos concurrían con frecuencia al club de tenis. El detective chasqueó los dedos como reconociendo un posible enlace. Sacó varias deducciones al decir –Tal vez su marido dejó entrever con vehemencia en alguna conversación sus celos desmesurados y tenga sospechas de su relación amorosa y desee eliminarla; por otra parte Luis, quizás se haya enterado que continúa casada y esté resuelto a tomar venganza─. Silvina, pensando en sus palabras preguntó atemorizada ─¿Ud. cree que Damián o Luis sean capaces de semejante locura?─ ─Tranquila, vamos a averiguar quién─ replicó con determinación infundiéndole tranquilidad. El detective elaboró un astuto plan, pensando poner una trampa para ambos. Instó a Silvina a llamarlos e informarles de su inminente viaje por razones de salud a las Sierras de Córdoba y que al llegar les daría su ubicación. Así lo hizo siguiendo paso a paso las indicaciones del detective.


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Partieron juntos hacia Córdoba y se instalaron en habitaciones contiguas separadas por una puerta lateral. Al segundo día de vigilia, golpearon a la puerta de la habitación de Silvina; el detective se escondió en el baño dejando entreabierta la puerta. ─¿Quién es?─ preguntó Silvina vacilante ─Servicio de cuarto─ le respondió una voz desconocida. Silvina abrió la puerta con desconfianza. Delante de ella vio una mujer de avanzada edad, vestida con elegante estilo, tacones altos, peinada y maquillada de forma impecable, que la miró de forma inquisidora y amenazante. ─¿Quién es Ud.?─ preguntó Silvina con cierto resquemor ─Vine a conocer a la amante de mi marido─.


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LA BIBLIOTECA por Maria Cristina Quarella Buenos Aires

Anochecía, el día había pasado como todos los días, con la actividad diaria de esa casa, donde todos iban y venían sin parar. La familia que allí vivía estaba compuesta por los padres, Alicia y Joaquín, que sostenían el hogar, trabajaban todo el día y solo se encontraban por la noche y sus hijos adolescentes, María, Ernesto y Pablo, quienes estudiaban por la mañana y luego cuando salían de la escuela volvían a la casa y pasaban toda la tarde con sus juegos electrónicos: tablet, celular, computadora. No existía otra cosa, los amigos eran virtuales, de deportes, actividades artísticas ni hablar y el estudio siempre en último lugar. La casa era amplia, con varias habitaciones, y en una de ellas donde nadie entraba estaba la biblioteca, sola y por supuesto con mucha tierra, allí no se limpiaba. Esa noche, como siempre, cada uno estaba en sus cosas, nadie se sentaba a cenar, la comida esperaba. Alicia y Joaquín discutían, los chicos con su electrónica. En la biblioteca todo estaba quieto y a oscuras, de pronto…un ruido, el diccionario cayó al suelo, ─Vamos chicos! estoy cansado del estante, vengan conmigo. Y uno a uno fueron cayendo los libros, La Cenicienta, Pulgarcito, La história de Grecia, todos caían y empezaron a caminar por la habitación. ─Que hacemos? dijo el diccionario. ─Nos tienen que escuchar!! contestó la enciclopedia. ─Hagamos mucho ruido! dijo el libro de Geografía. Comenzaron a saltar, el desorden era cada vez más grande, pero… en la sala nadie escuchaba nada, el televisor al más alto volumen, la computadora, los celulares, todos andaban a la vez, y ni los padres ni los chicos se daban cuenta de lo que estaba pasando. Los libros estaban desesperados, muchos años sin que los leyeran, hasta que sucedió lo inesperado…se cortó la luz. Se produjo el silencio por un momento, pero los chicos empezaron a gritar: Y ahora qué hacemos!!! Se les había acabado el mundo, sin electricidad no había nada. Alicia comenzó a encender las velas y las repartió ─ Vayan a la cama, dijo, No hay más nada que hacer. Los chicos se levantaron y comenzaron a caminar hacia sus habitaciones, cuando pasaron por la biblioteca vieron la puerta


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abierta, ─Qué raro? dijo María, quién la abrió. ─No sé, contestó Ernesto. ─Y… si entramos dijo Pablo. ─Si probemos, mal no nos va a hacer, contestó María. Entraron y qué sorpresa: todos los libros tirados,─Qué pasó? gritaron todos. Entonces comenzaron a mirar, allí estaban, libros que no sabían que existían, cuentos, libros de texto, novelas, de todo había y ellos no conocían ninguno. El diccionario miraba atento, pero no se movía para que no se dieran cuenta. ─ Y si los ordenamos, dijo María. ─Si vamos a ordenar, contestaron sus hermanos. Buscaron franelas, limpiaron todos los libros y los ordenaron por temas en la biblioteca. ─Y si leemos?, dijo Ernesto. ─Claro con la luz de nuestras velas podemos hacerlo, contestaron sus hermanos. Cada uno tomó un libro, se sentaron en el viejo sofá y comenzaron a leer. En eso pasaron Alicia y Joaquín, no podían creer lo que veían, sus hijos leyendo juntos, entraron tomaron un libro cada uno y se sentaron en el otro sofá. El diccionario estaba muy contento y observaba la hermosa escena familiar, porque no solo leían sino que cada uno estaba fascinado y contaba lo que por primera vez aprendía a traves de un libro. Y lo bueno fue que cada noche la escena se repetía, todos iban a la biblioteca y charlaban sobre lo que leían SE COMUNICABAN.


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EL ANILLO por Maximiliano Reimondi Buenos Aires

Nadia encontrò el anillo en el baño. Lo encontrò al lado del inodoro. Podìa ser de cualquier niña que disfrutaba del cumpleaños de su amiga Camila. Estaba tibio y tenìa una hermosa piedra. Se lo probò en el dedo anular y le quedaba a la perfecciòn. De pronto, sintió una felicidad que le inundaba todo su ser. Sabìa que era para ella y no querìa encontrar a su antigua dueña. En el camino a su casa, iba pensando que le dirìa a su madre. No querìa que la obligara a venderlo ya que ella estaba fascinada con su primera alhaja. Nadia frenò. Sentìa que habìa equivocado el camino. Su rostro blanco tomò un color incierto. Empezaba a anochecer y el calor aletargaba el aire. Cuando se disponìa a retomar la marcha con su bicicleta, Roberto le cortò el paso. La sorpresa no la dejò reaccionar. Apenas se dio cuenta que su ex marido la tirò al suelo y sujetaba su cuello con dos brazos llenos de furia. Sabìa que si no reaccionaba iba a matarla. Roberto estaba tan nervioso que el sudor bañaba todo el pecho del gran amor de su vida. Se habìa convertido en un animal salvaje. En pocos segundos, pudo recordar còmo se conocieron, el noviazgo maravilloso, el casamiento multitudinario, su hijo muerto en una tragedia, el luto que se convirtió en un infierno. El calvario aumentaba a cada segundo. Los gritos de Roberto se habìan convertido en aullidos que estallaban en el aire. Ese aire que le faltaba a Nadia en cada segundo que pasaba. Fue ese aire que abandonò, abruptamente, el cuerpo de Roberto y el espasmo fue categòrico. El infarto sùbito lo atacò en medio de su ataque de ira. Fue un rayo que fulminò su alma. Nadia creìa que estaba soñando. No podìa entender què estaba pasando. La falta de oxìgeno la habìa confundido totalmente. Apenas pudo observar còmo el anillo brillaba con una intensidad que le provocò el desmayo. Trataba de pensar y reflexionar sobre todo lo sucedido pero su mente se bloqueaba al instante. Su obsesiòn desembocaba en el insomnio. Estaba segura de que nadie habìa presenciado esa escena macabra. La culpa abrumaba su alma. Sentìa que se asfixiaba y los escalofrìos torturaban su cuerpo. Esa sensación aumentaba cuando fijaba la vista en el anillo que la acompañaba desde su infancia. Ese objeto que parecìa tan insignificante pero, en realidad, era un


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ser vivo. Un ser que habìa crecido junto a ella y habìa superado toda la razòn. Ese adminìculo que se habìa convertido en un òrgano màs de su cuerpo. No querìa tocarlo porque el anillo reaccionaba instantáneamente. Nunca le habìa interesado indagar sobre el origen de ese ser diminuto que la habìa protegido siempre. En cada oportunidad, el anillo la sorprendìa y el desconcierto era total a pesar de que no sufrìa ningun daño. Finalmente, se decidiò y se aproximò a ese objeto tan extraño que el temor desembocò en un grito ahogado. Todo se transformò en confusiòn y hastìo. Los latidos de su corazón repercutieron en temblores que no le permitìan respirar. En un arrebato, tomò el anillo y lo introdujo en su dedo que se movìa al compàs de su corazón. Abriò muy grande la boca cuando observò que el objeto no se iluminaba pero pudo escuchar claramente las doce campanadas de la iglesia que estaba a diez cuadras. El tañir reproducìa el Himno a la Alegrìa y el anillo comenzò a latir como si fuera un corazón en miniatura. Se movìa como si fuera un òrgano humano. Nadia bailaba con una figura vacìa. Su paroxismo terminò cuando sonaron los golpes en la puerta de su casa. Se acercò temblorosa porque pensaba que la policìa iba a detenerla por la muerte de Roberto. Abriò raudamente la puerta y lo que vio fue tan sorprendente que la risa la shockeò durante varios segundos. El ruido estridente contagiò a su hijo que estaba parado frente a ella, miràndola con un amor que se reflejaba en cada poro de su piel. En medio de su euforia, corriò a los brazos del pequeño Abel. Se arrodillò y lo abrazò tan fuerte que parecìa que iba a quebrar esos huesecillos frágiles. Se miraron a los ojos y ella apenas pudo decir algo: ─No puede ser… El pequeño la besò y le dijo al oìdo: ─Mamà, te extrañè mucho… No se dieron cuenta que el anillo comenzò a brillar con una luz que iluminò todo el barrio.


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UN VUELTO por Martin Renard Buenos Aires

El Diablo se le apareció mientras esperaba el 24. Vestido como todo un caballero, se le presentó sin remilgos ni engaños e inmediatamente abordó el tema en cuestión. Había sin duda algo que él quería, algo que deseaba, algo que le producía un hueco en el pecho, una falta cuya rectificación debía ser inmediata aún a costo de su propia vida. No tardó en pensarla. Su pelo. Su olor. Sus ojos azules que quemaban sin estar. No necesito más que eso y, ansioso, intento apurar la transacción por ese amor imposible. Sin embargo a la hora de los pagos el maligno, hablando de cierta economía celestial, sacó de su manga una balanza de plata y, con un gesto de la mano, peso el alma de su cliente. Lugo, aduciendo una diferencia a su favor, aclaró que esta alma pesaba demasiado y que debía darle un vuelto: “Para completar la diferencia”. En este caso, aquel vuelto tomó la forma de una posibilidad: Si en el futuro se hallaba enamorado de otra persona, bastaba pedirlo y el hechizo se transferiría al nuevo objeto de deseo. El trato se selló con un frío beso en la mejilla (la verdadera rubrica de los réprobos y traidores). De más está decir que obtuvo ese primer amor (el maligno, se sabe, es cabal en estas cuestiones); la joven de los ojos azules cayó a sus pies y fue feliz. Por un tiempo. Más pronto que tarde, las atenciones, los mimos y los celos de su compañera comenzaron a hartarlo y, para empeorar las cosas, un nuevo par de ojos canela apareció en su vida. “Sin problemas” pensó para sí; e hizo uso del vuelto que celosamente había guardado. Por supuesto, su vuelto funcionó a la perfección y la nueva receptora del deseo quedó prendada de él sin remedio.


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Claro está, había un detalle que el Demonio había olvidado mencionar, un nuevo amor no significaba la abolición del anterior, más bien todo lo contrario. Llorando por los rincones, dejada de lado, enferma de traición, la joven de ojos azules sintió el desesperado llamado del metal y la pólvora. Entre maldiciones y llantos, apretó el gatillo y la bala lo alcanzó por la espalda saliendo de la facultad. En el final, yéndose rápido, solo alcanzó a pensar en lo perfecto del engaño mientras todo se desdibujaba… ahí nomas de la parada del 24.


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EL PLACARD por María Julia Ricetti Ciudad Autónoma de Buenos Aires

No advertimos su presencia hasta la segunda o tercera visita a la casa. Desde hacía un tiempo, dedicábamos nuestros fines de semana a visitar casas en venta. Nuestro deseo de mudarnos era muy grande. El departamento en el cual vivíamos ya resultaba diminuto con nuestros dos hijos. Buscábamos por la zona de Flores, Floresta hasta que dimos con esta casa. Era muy antigua, tipo chorizo, al 1400 de la calle Escalada en el barrio de Mataderos (ahora le dicen Parque Avellaneda).Una vivienda muy amplia con muchas habitaciones y un pequeño terreno. Nos enamoramos de la casa. Aún así mi esposo estaba muy asustado con la magnitud de las obras que tendríamos que llevar a cabo para dejarla habitable. Para esto teníamos unos ahorros pero la dificultad real radicaba en que no podíamos concretar la compra sin vender antes nuestro departamento. A mitad de esta misma semana la inmobiliaria que se ocupaba de nuestro departamento nos avisó que teníamos un comprador y en menos dos meses pudimos cerrar ambas operaciones en simultáneo. Situación por demás extraña ya que algunas viviendas cercanas tenían carteles por un año o más. Acordamos con nuestro comprador pagarle el alquiler del departamento mientras refaccionábamos mínimamente la casa y así poder mudarnos. Contratamos a un arquitecto quien trajo su equipo de trabajo ( maestro mayor de obras, albañiles, etc) . Prévio a la obra se descargaron en volquetes algunos muebles viejos y basura. Vestígios de distintos moradores que la habían alquilado por más de 20 años. Después de esto, según nos fueron contando los vecinos, la casa estuvo cerrada por más de 10 años hasta su venta por los herederos. Solía pensar que la casa nos esperaba a nosotros. Lo dejamos a él en uno de los contenedores. Era un placard de madera torneada, de dos puertas y olor a humedad.


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Durante la obra “apareció” en una de las habitaciones. En las distintas visitas a la obra lo veíamos siempre en la misma habitación, a pesar de presenciar su traslado a otras partes de la casa. Según nuestros proyectos esta habitación estaba destinada a albergar algún pariente o amigo de visita a la ciudad y obviamente no deseábamos su presencia allí. En la limpieza final solicitamos a los obreros que lo desmantelaran y lo tiraran ” de nuevo” a un contenedor. Lo vimos allí en la montaña de escombros sin sus puertas y desvencijado. Sentimos una rara mezcla de triunfo y dolor. En la tarde vimos al camión cargarse y llevarse el contenedor. Cuando regresamos al día siguiente con nuestra mudanza, allí estaba él. Con sus puertas y entero. Tenía algunos zurcos en la madera y su típico olor a humedad, y estaba en el lugar de siempre. Los chicos crecen y lo quieren casi tanto como a Toby ( nuestro perro caniche), a Nazareno (el gato), y a la tortuga que llegó a nuestra casa un día del amigo. De todas estas personas que alguna vez habitaron esta casa, nunca pudimos averiguar quién fue su primer dueño: lo cierto era que seguiría allí con y después de nosotros.


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LA MERETRIZ por Marcela Rodríguez Buenos Aires

Baila en El Espartano los jueves y sábados y en Las Vegas Bay los martes y viernes; los domingos, lunes y miércoles son sus días de descanso, los días en que no usa las plumas ni los zapatos de taco alto y tampoco el maquillaje exagerado. Descansa y deja de ser el objeto sexual deseado por muchos. En esos dos días de descanso bebe agua porque cansa beber tanto alcohol o te frío para disimular que acompaña con un whisky; ya no soporta la rutina de las copas, el manoseo sobre su cuerpo, los bailes eróticos y la fama de puta de ocasión. Se mantiene en el negocio por el dinero que gana, que es suficiente para un buen pasar. Tiene buena clientela, hombres que buscan placer a cualquier costo. Su ambición es estudiar medicina, dejar la noche y vivir como vive la gente que trabaja no exponiendo su cuerpo permanentemente para que otros se sientan con derecho sobre su humanidad. Se dedica a esto desde los dieciocho años, cuando pensaba que esa vida licenciosa era fácil y se ganaba muy buen dinero a cambio de unas horas de sacrificio como en cualquier trabajo, ahora tiene veinticuatro, y siente que ha envejecido. Recuerda que le tomaron una prueba de baile y le dieron el puesto. Nadie le explicó nada, fue aprendiendo con el día a día el oficio de copera. Sólo copas en el salón y nada más. No tenía obligación de irse con un cliente si no lo deseaba y habitualmente no lo hacía. Llegada la hora regresa a su casa sin acompañante. Comenzó bailando en EL Espartano y luego también en Las Vegas Bay porque son del mismo dueño cuyos elogios a su trabajo le reconfortan el alma triste que suele tener. Es una persona especial, se deja querer y se hace respetar, es sumamente sensible y las emociones suelen jugarle malas pasadas. Es un payaso de circo triste que cuando se quita el maquillaje se encuentra con el rostro verdadero que suele sonreír sólo para la ocasión. Este oficio le ha saturado el corazón y cercenado las esperanzas de una vida mejor. Piensa a menudo que debe salir de todo eso y seguir su verdadera vocación; el tema que le impide hacerlo es económico, cómo se sustentaría, esa es la pregunta del millón. Pensó más de una vez aceptar la propuesta de un cliente, un hombre mayor que le ofreció comprar un departamento para que viviera en él y lo atendiera exclusivamente algunos días a la semana a cambio del lugar para vivir y una abultada suma de dinero en una cuenta corriente y tarjetas de crédito a su exclusivo cargo. Lo rechazó en infinidad de oportunidades porque no quería compromisos con nada ni con nadie. Desde que había pensado aceptar la oferta, el hombre nunca


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más le habló del tema. Lo seguía atendiendo con esmero, cada vez ponía más atención en cada detalle para recibir nuevamente la oferta que ahora esperaba con ansias verdaderas. Nada, el hombre no mencionaba ni por casualidad la posibilidad de poner un departamento. Una noche sacó la conversación y mostró sus verdaderos deseos de aceptar ir a vivir a un departamento y atenderlo en exclusiva. El hombre quiso ser elegante y no herir su susceptibilidad y le dijo: ahora ya no tiene sentido, mientras creí que eras Nancy moría por darte una vida mejor, desde que sé que eres un hombre como yo, no estoy dispuesto a nada. Lo siento, me engañaste durante mucho tiempo y eso tiene un costo, que ahora te toca pagar a vos.


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CULPABLE por Facundo Rodríguez Pérsico Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Para C.D., la princesa que transformó al ogro en unicornio. Faltaba poco. Cada vez menos. Posiblemente lograría su cometido aquella noche. Debía terminar su jornada laboral a horario y pasar a buscar a su hijo por el colegio. Su mujer aún se encontraría camino a su casa para cuando él llegase. Aquello le permitiría continuar con la logística de su plan, para así lograr su cometido aquella noche. Estaba convencido de que su hijo no lo notaría, no el hecho en sí, sino los preparativos. Iría con el niño a la carnicería, compraría cuatro bifes con lomo, y las papas para el puré. Aquel día no debía olvidarse de la ensalada para su mujer, era clave que ella estuviera relajada para que no se opusiera a seguir sus deseos, y así tenerlos, tanto al niño como a ella, en el lugar indicado, a la hora indicada. Cualquiera de las dos situaciones que fallase, pondría en riesgo su plan. Llegó a su casa, bañó al niño y se bañó él. Cuando la mujer llegó hizo lo propio. Era temprano, no más de las siete de la tarde. Él necesitaba que cenasen a las ocho, para que a las nueve el niño estuviera durmiendo. Luego algo de charla, o posiblemente sexo, lo que fuera más funcional al plan. Todo marchó sobre ruedas hasta la cena. A las nueve y quince el niño dormía. Su mujer miraba la televisión… pensó: ─si se engancha con la tele, cagué, porque capaz que mira una peli y termina a las doce de la noche… sale plan B. Se acercó a la mujer, comenzó a hacerle unos masajes en los hombros y el cuello, lo cual era bastante parecido a decirle: ─¿vamos…? ─aunque algo más sutil. Rápidamente los masajes hicieron efecto, su mente por un momento se había apartado del plan, pero todo estaba listo, había dejado todo preparado en la cocina, para hacer lo más rápido posible y que nadie lo notase, además de no despertar a su hijo, ya que su habitación, la del niño, estaba junto a la cocina.


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Cuando terminaron, charlaron unos momentos, pasaron por el baño, y antes de las diez de la noche, ella se había dormido junto a él en la cama. Todo había salido perfecto. Ahora la parte difícil. Se levantó de la cama, pasó junto al cuarto del hijo, en la cocina todo estaba en orden. Había lavado todo lo de la cena para no tener que hacerlo en ese momento y así evitar el ruido. Que todo estuviera en orden era una parte fundamental del plan para lo que sucedería al día siguiente. Tomó el cuchillo que había dejado listo, y sin hacer el menor ruido, comenzó. Pudo sentir una leve resistencia en la superficie, pero luego el filo penetró, y el cuchillo se deslizó suavemente. El líquido viscoso se derramaba suavemente. Le llevó unos segundos concretar aquella fase. Apagó la luz, y caminando suavemente se dirigió al living a buscar lo necesario. Podía sentir cosquillas en el estómago, no podía creer haberlo conseguido. Pasó junto a la biblioteca, tomó lo que necesitaba, entró en el living, prendió la luz baja junto al sillón ─ya faltaba poco─, se sentó, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro, y pensaba:─ Mañana se lo cuento a los muchachos, no van a creer la que me mandé, soy un estratega perfecto, qué Sun Tzu, ni Maquiavelo… jejeje. Abrió el libro, y comenzó a leer. Era uno de la saga de Harry Potter. Tenía por lo menos dos horas para leer tranquilo, antes de que el sueño lo venciese, y cuando tuviera hambre, haría un alto para clavarse el pedazo de queso y dulce que acababa de cortar. El dulce… de batata, porque el de membrillo no le gustaba.


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INSOMNIO por Regina Romano Buenos Aires

Querida Mariana: Sé que estás muy ocupada allí en París, que la lluvia alcanza tu paraguas y resuena tan fuerte que no puedes oírme. También sé que me pediste que no te escriba cartas largas y aburridas, que no entiendes mi letra arabesca de “psicópata nocturno” como la llamaste, que son mejores los mensajes escuetos vía celular y también tengo un montón de certezas de lo que no quieres y lo que esperas que no haga. Pero tienes que entender que no es cuestión de lo que tú pretendes, si no de lo que yo puedo. Para serte del todo sincero, a esta altura del partido ya ni siquiera me importa, no es que tú no me importes, si no que la imperiosa necesidad de contártelo trae como consecuencia que continúe haciéndolo. Esta madrugada volvió a ocurrir. Sigue aquí como una presencia maligna, cada noche crece y crece de manera impensada. Ya no puedo detenerlo. Te escribo estas líneas con mucha dificultad, me tiemblan las manos de puro miedo, no he comido más que unas rodajas de pan en días, he perdido las ganas de probar los sabores del alimento junto con las de cualquier otra cosa. No encuentro sentido, y sin sentido es difícil sobrellevar los días. Escribirte es lo único que me ayuda a distraerlo de mi mente, aunque te escribo sobre él me sirve como si fuese un exorcismo. Pero ya me has dicho que deje de hacerlo, me has dado tantos concejos y he terminado hartándote. Hace un mes que no tengo noticias tuyas y en este tiempo todo ha empeorado, imagino que París te mantiene ocupada, quiero que sepas que te entiendo, yo también estoy cansado de esto. Me miro al espejo y no reconozco el reflejo, he bajado mucho de peso y lo que antes eran atisbos de arrugas ahora son profundos surcos, mis ojos antiguamente azules ahora se ven negros y cansados. Estoy seguro de que esta es la noche, te decía antes que volvió a ocurrir, pero es más que eso, esta vez llegué a verlo con claridad.


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Me encontraba acostado, por supuesto despierto en la penumbra, mis ojos acostumbrados parecían ver todo de día, lo estaba esperando, tenía el presentimiento de que vendría, ya te lo he contado, es esa electricidad que siento en todo el cuerpo cuando llega la hora. Hice lo que me dijiste, dejé de darle cuerda al viejo reloj de péndulo, pero no necesito sus campanadas para notarlo, simplemente lo siento. Empieza por mis pies y se va expandiendo hasta mis ojos, en ese momento parecieran no poder pestañear, me caen lágrimas por eso me doy cuenta, y cuando me los froto hace su aparición. Ya no es pequeño, ahora se ve grande, tanto que llega hasta el techo, supongo que recuerdas lo altos que son. También se ha ensanchado, ocupa casi toda la habitación. Sigue sin contestar mis interrogantes, ¿Qué hace aquí? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué no me deja en paz? Pude ver su sonrisa, tiene los dientes afilados y los cruje de tal manera que me hace estremecer. No veo sus ojos pero sé que me está mirando fijamente. Las horas pasan, los dos inmóviles, siento que si aparto la vista va a engullirme y no habrá vuelta atrás. Permanecemos allí hasta que llega el alba y como un vampiro junto con la primera luz desaparece y puedo respirar tranquilo nuevamente por unas horas porque sé que pronto lo volveré a ver, y estará más grande, esperando. Así que te escribo esta carta, que tengo la extraña certeza de que será la última, espero que puedas perdonarme, por todo lo que no hice, pero sabes que soy cobarde, esa es la conclusión a la que he llegado y casi sin vergüenza puedo admitirte, soy cobarde, no puedo escapar…si, ya lo sé, querer es poder y todas esas frases armadas que tanto te sirvieron pero que no operan en mí, yo simplemente no puedo, la valentía es una virtud que no ha germinado en mi interior, siempre encuentro justificaciones que se acomodan felices en mi mente y sigo en el mismo lugar. Tu allí en París, yo aquí en mi insomnio. Creo que esta noche se termina, hay tantas vidas que valen la pena, como la tuya, la del valiente, los pávidos simplemente dejamos pasar el tiempo y lo vemos crecer hasta que ocupa tanto lugar que pasamos a ser parte de él. Esta es la noche, querida Mariana, te despido y te ruego que no me llores, al fin y al cabo, al parecer ni puedo, ni quiero.


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SE ESCAPAN, LOS QUE NO SABEN VER por Graciela Rosas Buenos Aires

¡Era nuestra adolescencia!, con todas las singularidades de esa etapa .Contaba con un grupo de amigos con los que solíamos salir en un viejo auto. Recorríamos zonas alejadas del centro urbano y descubríamos lugares novedosos. Hubo uno, en particular, que quedó definitivamente en mi memoria. Ese día nos alejamos unos cuantos kilómetros más de lo habitual. Distinguimos un campo rodeado de árboles y en el centro un viejo castillo. Observamos largamente y comprobamos que no se divisaba ninguna persona… Bajamos alborozados de haber descubierto una construcción tan sugestiva. Entramos fácilmente y nos encaminamos a la parte posterior. Era extensa y nos impactó un amplio predio. Se trataba de un cementerio, con algunas tumbas y estatuas erigidas en cada una. Miguel, uno de mis amigos, observó lo que quizá fue una tumba; estaba demarcada como las demás, pero sin figura escultórica. Mi amigo expresó─ ¡seré un muerto!─ y se tiró en el espacio que estaba rodeado de una estructura de material. Se extendió allí, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Lo festejamos imitando un llanto, más, nos vimos interrumpidos pues Miguel, pálido, se levantó con esfuerzo y balbuceó─ sentí un frío de muerte─ Lo tomamos como una muestra de su temor y bromeamos para distraerlo y tranquilizarlo. Seguimos nuestra inspección y divisamos en la parte más alejada, pequeñas construcciones. Sólo nos restaba ingresar en el castillo. La puerta estaba totalmente cerrada. Buscamos en el auto herramientas que nos facilitara el abrirla. Cuando ya sentimos que cedía, oímos un lamento que provenía del interior y que nos heló la sangre. Nos quedamos inmóviles. Nuevamente ese extraño clamor surgió del castillo. Ya no teníamos ánimo de abrir y saber que contenía y que ocurría allí. Salimos corriendo rumbo al coche. Éste se negaba a arrancar y desesperados, mientras tratábamos de identificar el desperfecto, mirábamos espantados el castillo. Cristóbal, más entendido en mecánica, consiguió hacerlo arrancar, lo que nos produjo verdadero alivio. Regresamos comentando sin cesar lo sucedido


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ya que a todos nos entusiasmaba los cuentos, relatos o narraciones del “más allá” y con una mente “novelera” ideábamos mil historias. Al otro día al concurrir al Colegio, le comentamos a la profesora de Historia, Mónica, lo sucedido; se mostró sumamente interesada. Cuando finalizamos de relatar nuestra aventura, ella nos aclaró que circulaban sobre ese castillo, variadas versiones. En general, todas tenían como base que allí había sido ultimada una bella joven y que su alma no encontraba paz. También, que al pasar un auto frente al castillo, una imagen blanca se acercaba y se ubicaba, unos segundos, en el coche. La profesora completó esta versión diciendo que según la creencia popular, el espíritu de la joven encontraría paz, si un alma le demostrara piedad, orara por ella, sin experimentar temor. Reflexioné lo relatado por la profesora y sentí en mi alma una profunda piedad por aquella joven. Al atardecer invité a mis amigos para concurrir hasta el viejo castillo, expresándoles con sinceridad, mis sentimientos. Lo comprendieron. Creo en Dios y sé que en la vida todos tenemos una misión que cumplir. Salimas decididos. Cuando divisamos el edificio rogué a mi grupo se bajara y me esperara allí. Deseaba tomar esa experiencia con total conciencia de lo que hacía. Me fui acercando con el auto al edificio. Estaba oscuro…De pronto una sombra blanca se dibujó en el aire. Respiré hondo y pensé─ es una mujer, como yo y ha sufrido. Vengo a darle paz─ Seguí manejando lentamente y la imagen se ubicó en el auto. No la miré; simplemente dije con dulzura─Vengo a darte Paz─ y luego recé por ella y expresé─ Dios está contigo. Descansa en paz. Cuando giré la cabeza para mirar, ya no estaba, había desaparecido, pero en el cielo se elevó una bella nube rosada, hasta perderse en el infinito, cerca de Dios. Regresé al lugar donde estaban mis fieles amigos, esperándome. No me preguntaron nada. Sólo, uno por uno, me abrazó. Ellos, supieron ver…


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INSTRUCCIONES PARA SABOREAR UNA NARANJA por Alejandra Paula Rotman Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Cada vez que mi vecino me trae naranjas de su chacra las observo amontonadas en el cajón y me preguntó si son todas iguales. Después de agradecerle su gesto le ofrezco a Juan dos potes de miel de mi producción. Cuando veo el rastrojero alejarse camino abajo, me traigo mi silla de mimbre, cubro el asiento con el almohadón de plumas y me siento a ver ese montón de esferas anaranjadas reposando al sol luego de un corto viaje. Mientras estiro mis piernas y contemplo la tarde en la galería del casco de mi estancia dejo mi mente en blanco y mis ojos se reposan nuevamente en esos cítricos. Permito que mis dedos escojan una naranja, primero guiada por mi instinto, luego por su perfume, las yemas palpan su textura, mi vista reposa en cada uno de los diminutos poros que forman esa piel. Mis ojos se fijan en esa figura geométrica mientras mi mano siente su peso. Tigre y Victoria, los perros de la casa, se acercan al cesto y sus hocicos olfatean la fruta. Luego de unos minutos mueven sus colas pidiendo que les arroje la pelota para recogerla. Todos los lunes la misma historia, cuando descubren que esa pelota será mi merienda se alejan con el rabo entre sus patas. Me levanto arrastrándome hacia el comedor y elijo mi mejor vajilla. Esta vez es el plato ovalado de cerámica multicolor traído por mi nieta mayor en uno de sus tantos viajes por el mundo. Poso la naranja en el medio y tomo los cubiertos del segundo cajón de la izquierda del mueble que se encuentra cerca de la bodega. Camino unos pasos sobre el piso de ladrillos y voy al gran salón comedor con ventanales extensos que me permiten ver los árboles, el arroyo que cruza mi campo, los gansos y burros que deambulan y de esta manera apoyo el individual color violeta bajo el plato de cerámica y a cada lado del mismo los cubiertos de alpaca de mi madre. Me siento en la silla de madera, bastante inapropiada para mi edad y espero en vano la llegada de mi difunto marido, la de alguno de mis tres hijos que hace más de dos años no me visitan o tal vez alguno de mis nueve nietos


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que solo veo a través de alguna foto vieja que en algún momento dejó mi nuera Isabel. Después de unos ochenta minutos me levanto nuevamente, el plato está intacto junto a la hilera de cientos de platos con naranjas en estado de descomposición que aún siguen esperando compañía.


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EL QUINTO ESCALÓN por María del Carmen Rourich de Navoni Entre Ríos

Hice girar la llave dos veces hacia la izquierda. La puerta, al abrirse no permitió─ sin embargo─que el resplandor de la calle entrara, como siempre. Las luces del frente de la casa de mi amiga se habían apagado en ese momento; pasada ya la medianoche: era la primera vez en estos años (casi cuatro). ─En un barrio cerrado es imperdonable. ¡Qué descuido!─ pensé. No encendí la luz. Conocía el camino de memoria. Comencé a ascender hacia el piso superior de la casa; lujosa y confortable. ─Dolly es muy afortunada; no sólo por su dinero sino por tener toda la propiedad a su disposición. Y recordé a sus padres, radicados en Europa. Comencé a subir; escalón tras escalón. Cuando ya pisaba el quinto, el timbre de la puerta de calle me sobresaltó. Bajé, con desgana. El día…agotador: la facultad y el trabajo. Al encender la luz, vi la mitad de un sobre blanco por debajo de la puerta. Lo hice deslizar hacia el interior : Srta. Dolly Sking. Sólo su nombre. Un sobre común; con un contenido escaso. Lo dejé sobre el recibidor junto a otra correspondencia. No quería molestar a mi amiga. Últimamente, la acosaba el insomnio. ─Mañana lo verá. Demoré unos minutos en ordenar libros dejados en el piso. Busqué un jugo de frutas en la cocina; el diario del día y, otra situación curiosa: la ventana que da al jardín, abierta. El viento llevaba y traía las cortinas. ─¡Qué raro! Dolly es muy ordenada─pensé. Reinicié el ascenso cuando─ nuevamente─ al pisar el quinto escalón, el timbre. Descendí, más desganada aún; y preocupada ya. Pesadas mis piernas. Y, con la luz encendida, pude ver la mitad de otro sobre de iguales características, que volví a deslizar al interior de la casa.Solamente el nombre de Dolly; la letra casi ilegible. Demoré algunos instantes en apagar la luz de la cocina y decidí ascender una vez más. Cuando llegué al quinto escalón, dos o tres golpes muy fuertes en la puerta me detuvieron. Pude ver─borrosa─ la silueta de alguien que salía corriendo. La luz de un auto me permitió esa visión fugaz a través de una ventana.


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Quedé inmóvil. Luego, una fuerza insospechada me hizo descender con rapidez, olvidando el peso de mis piernas. ─Esto ya no me gusta nada─ dije. En un segundo me pasaron mil cosas por la mente. Una, fue la rotura del ómnibus, en el que regresaba por las noches a mi pueblo. Mi buena amiga me había confiado la clave del portón de acceso al barrio y depositado, en mis manos, las llaves de su casa para momentos imprevistos. Como estos. Yo me movía por la mansión con total libertad. Tanta era su confianza en mí. En ese instante agradecí mi infortunio pasajero. ─Estoy aquí─ pensé. Al menos somos dos; por si pasa algo─dije en voz baja. Subí, casi corriendo, ahora sí con la intención de despertar a Dolly pero, al llegar al quinto escalón, volví a paralizarme. No puedo precisar el tiempo que estuve allí, con los ojos fijos en la blancura del mármol; no tan blanco ya. Un escalón, otro y otro hasta el primer descanso. El agua bajaba lenta, algo rosada; de un rosa más intenso…¡roja! ─¡Sangre!─ grité. Corrí hasta detenerme frente al baño. La puerta cerrada, con la llave puesta al través, me permitió (sin embargo) ver una tenue luz. Mientras, el líquido rojo aumentaba en cantidad y consistencia. No sé cómo fue; creo que nunca podré recordarlo, pero cuando reaccioné, algunos vecinos estaban junto a mí en la planta baja; iluminada ya la casa íntegramente. Dolly yacía en una camilla, envuelto su cuerpo en una sábana blanca, manchada con sangre a la altura del pecho y por un extremo, asomaban mechones de sus cabellos─otrora tan claros y sedosos─ enredados, ahora. Un hombre, de traje oscuro, me interrogaba una y otra vez. Ante mi turbación y, con los dos sobres en la mano, me confió─en voz muy baja─ el contenido de ambos. Cuando mi vida comenzó a normalizarse, recordé mil veces a “la afortunada amiga”, que me había confiado las llaves de su casa pero no las de su corazón. Ahora, antes de ducharme, cierro puertas y ventanas; descorro todas las cortinas; miro debajo de las camas… Y cada vez que subo por una escalera de mármol blanco, apresuro la marcha y paso por alto el quinto escalón.


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AMOR por Silvia Ruiz Diaz Santa Fe

Por la mañana andaba acompañado por sus pensamientos y por la tarde los dejaba por ahí, para ir a ver a Ada al geriátrico, por unas…, dos horas al día. Economizando el tiempo los volvía a buscar donde los había dejado. A veces se olvidaba dónde lo había hecho exactamente y entonces los retomaba en cualquier lugar. Los que se perdían lo hacían literalmente, tanto que si él los volvía a encontrar por casualidad no los reconocía. Los había tristes, la mayoría, pero él no los despreciaba por eso, sino más bien los colocaba en la Cajita del olvido. (Érase ésta una caja no muy grande, que contenía las tristezas acumuladas y que ya por su peso no las podía llevar con él. Algunas eran ajenas, otras compartidas, las menos eran muy suyas. A medida que comenzaba a sentirse abrumado iba decidiendo a cuál dejaba, a cuál llevaba. Había algunas de la cuales nunca se desprendía, eran las más longevas, (Por algo habían envejecido y no se perdieron) las ponía ahí sin un objetivo muy claro, quizás…, por si le hacían falta alguna vez. Era un tipo distraído, por eso se olvidaba con frecuencia de los pensamientos alegres; eran los que más olvidaba. Los había tensos y duros, y, tanto lo habían acompañado éstos, y lo seguían haciendo, que habían logrado erosionar la amabilidad ancestral que lo caracterizaba: habían cambiado su carácter. Por la calle llevaba la cabeza muy levantada, los ojos muy abiertos y el pestañeo escaso; los músculos faciales parecían soportar una lluvia de piedras de frente en su andar lento y agobiado. Allí dándole el té con una cucharita a su madre, él era él; le cantaba bajito con tonos de canción de cuna: Mmm…mmm…mmm…m, y hablaba con palabras de juguete. Luego le desarmaba el ya desprolijo rodete y le pasaba un peinecito por los blancos y finos cabellos. Peine que le decía que le habían traído las hadas por las noches y que cada día usaba y usaría otro, y otro más al día siguiente. – ¿Ves? Éste es el peine numero 4.398. Es de Carey, el de ayer tenía piedras de Jade, el de mañana seguro será con piedras diamantinas – Y le armaba un rodete como a ella le había gustado, le colocaba perfume, rozándola apenas


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con sus dedos en la frente, en los hombros y finalmente, graciosamente levantaba los dedos esperando una demanda de ella. Siempre, todos los día ella alzaba la cara, cerraba los ojos y él le colocaba el perfume en la punta de la nariz. Y luego le sostenía las manitos, arrugadas y suaves como una espuma, en sus manos fuertes y ásperas, un largo rato. Le daba un montón de besos, esperaba que se durmiera, apagaba la luz y se marchaba casi sin apoyar los pies en el suelo, en puntillas. Salía a la calle y pasaba a recoger sus pensamientos.


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LEJANA INTROSPECCIÓN por Gaspar Russo Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Quedé en encontrarme con Mirtha en el café La Rosales ubicado en el barrio de Pompeya. Un lugar no frecuentado por ambos y de apariencia pueril. De mala muerte diría, pero próximo a su consultorio. Ella es oftalmóloga de profesión pero a decir verdad, su real vocación es la literatura. Rara mezcla que se da en aquellas personas que sólo usan su trabajo como un medio de sustento económico. Fue puntual –para variar– y se acercaba con su ya tradicional sonrisa de chiquilina. Nos saludamos e inmediatamente dijo: ─Dame ese par de anteojos –requirió de un modo categórico. Se los entregué cuidadosamente y al tomarlos entre sus manos, lo examinó como si fuese una fina pieza de relojería. No era nada del otro mundo, pero lo estudió de un modo llamativo y dijo: ─Esperame unos cuarenta minutos y luego nos tomamos un café. Al verla alejar presurosa, se acercó el mozo. Dudé en hacer mi pedido o esperar el regreso de Mirtha. Finalmente, pedí un cortado. Aproveché y revisé algunos mensajes que me habían dejado en el celular. Miré a mí alrededor y me llamó la atención (por el horario) la casi nula concurrencia de clientes. Sin embargo, me detuve a observar a una persona que estaba cercana a mi mesa. Por algún motivo, reparé en él. No era su aspecto o sus facciones ni tampoco el modo en que quedó dibujada su petrificada cara. Más aún, ni siquiera la rigidez de su cuerpo cadavérico que invitaba a desviar la vista por lo tétrico o, por lo fantasmal. Había un cierto aire familiar que me inducía a no perderlo de vista, aunque confieso que nunca me lo había cruzado anteriormente. La escena terminó abruptamente cuando el mozo me sirvió el cortado acompañado de una generosa macita dulce, agua gasificada y un vasito más chico de naranja. Apagué mi celular y acto seguido un sobrecito de edulcorante se fundía en el humeante café. Comencé a beber un primer sorbo y volví a observar a ese ser extraño. Lo miré. Seguía allí, inmóvil. Como perdido y abstraído en su mundo. Allí recordé que pensar con intensidad y volar con la imaginación forman parte de uno de los tantos placeres que puedo edificar. Como al tomar un colectivo y tener la ocasión de viajar sentado o relajado en el banco de una plaza o a la espera de ser atendido en algún consultorio médico o donde fuese que se dé esa imperiosa necesidad de contar con algunos minutos de tranquilidad mental; la cuestión, es que mi ánimo suele dispararse a lugares lejanos


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y recónditos; es, en definitiva, poder llegar a mi mundo interior y desde allí encontrar por un tiempo la soledad al huir de las distracciones. De la frivolidad de algunos asuntos. Es a partir de estas situaciones cuando nacen de mi mente diálogos irrefrenables donde el emisor y el receptor del mensaje es uno mismo; y la situación planteada un inesperado motivo circunstancial. Una manera elegante (también) de meditar con prudencia y así interpelar con firmeza mis ideas y ponerlas en dudas o, al menos un camino para flexibilizar mi espíritu y abrirme a otras miradas. Porque todas estas recientes imágenes se concretan cuando me arriesgo a pensar mis propios pensamientos. Tarea fascinante que me ubica en el plano de la reflexión. Y si cometiera la torpeza de renunciar a ellos, otros lo harán por mí; y si esto sucediera, habré regalado la oportunidad de forjar mi propia identidad. Una vez más, otra voz que no provenía de mi interior me descolgó de mi abstracción: ─¿En dónde estás… en la luna de valencia? –me reprochó socarronamente Mirtha–. Desde la misma entrada te veía como estático. ¿Te preocupa algo? ─No, para nada. Sólo distraído –me apuré en contestarle. ─Aquí está tus anteojos. Listos para que lo uses. Me los coloqué. Ahora sí, veía muy bien. Perfecto. De pronto, alcé la mirada en búsqueda de ese ser extraño. Mi sorpresa fue mayor cuando caí en la cuenta de que estuve mirando todo ese tiempo, a un espejo.


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TAL VEZ SI, TAL VEZ NO por Sonia Del Carmen Saavedra Gutierrez Buenos Aires

Siento un sudor frio que me corre por la espalda, como sé si es de terror? o solo sensación de una descompostura, no lo sé, tal vez sí, me incorporo y recorro la casa silenciosa, y pienso que solo ha sido un sueño, tal vez me tranquilice. Siento pasar efímero, por mi costado, algo frio que me congela hasta los huesos, tal vez solo es mi mente desvariando. Me recuesto en mi cama para seguir mi descanso, algo que debo hacer hoy, me tapo con las sabanas y el edredón. Apenas cierro mis ojos y ya tengo la idea que me observan…Entreabro suave las pestañas y allí esta, el joven que suele acompañar mis sueños y pesadillas, parado firme en el ángulo que forma la pared y la puerta, con sus labios en una media mueca, tal vez es una sonrisa. Ya no sé si estremecerme o directamente hablarle, con los labios fríos, la garganta seca, me sale una vos que no parece la mía. ─De donde venís? Con solo escucharme, desaparece, trato de levantarme, pero mis piernas, mis manos, no obedecen, estoy lucida, pero en una especie de catalepsia o tal vez en una duermevela. Desesperadamente trato de reincorporarme, pero nada, mi cuerpo no responde, en cambio veo surgir por el ángulo para mi fantástico, luces y voces que suavemente entonan una canción muy dulce. Es mágico como puedo levantarme y rápido entrar por ese túnel de luz, tan solo al pisar dentro, siento arena en mis pies desnudos, camino y el agua de ese mar azul envuelve mis tobillos. Tal vez estoy soñando o tal vez es mi realidad, veo una multitud cerca de las olas suaves, todos con túnicas blancas, bordadas de encajes antiguos,¿ como se si son de hace mucho ? Tal vez no son de la época de mi bisabuela, seguro yo estoy en una dimensión, que no tiene tiempo. Me siento feliz, veo amigas, amigos, que me acompañan generalmente en mi realidad diaria.


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A lo lejos en el horizonte, nubes negras se aproximan, mis amigos me toman de las manos y hacemos una ronda, bailando al compás de la canción de amor, indudablemente me vistieron sin darme cuenta, la túnica de suaves gasas y encajes, me roza dulcemente la piel. Entiendo sin que nadie diga, que debemos cantar y bailar incesantemente para alejar las nubes que amenazan, son entes maléficos, pero al vernos en comunión se retiran, y el sol azul vuelve a iluminarnos, sé que tengo que volver a mi túnel, como mis amigos que van a distintos pasos de espacio tiempo. Repentinamente estoy en mi cama, puedo mover mis manos, mis pies, puedo incorporarme, tal vez todo ha sido un sueño, como tantos que tengo cada noche, me acerco al ángulo de la pared con la puerta, nuevamente corre frio por mi espalda, arena suavemente dorada y húmeda se encuentra regada en el piso.


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CARA DE ÁNGEL por Andrea Silvina Salazar Entre Ríos

Olivia y yo éramos amigas, al menos eso pensaba yo, con mis once años. Olivia tenía rizos dorados y una cara de ángel: rasgos perfectos, cutis de porcelana, con un rosa casi mágico en las mejillas. Simplemente, hermosa. En cambio yo tenía algunos kilos de más, por lo que mi apariencia era como de una de esas muñecas de trapo, a las que le ponen un poco más de relleno. Mi madre decía que cuando crezca, perdería “esos kilos de más”, que me estaban empezando a molestar. Con Olivia compartía tardes enteras jugando; nos gustaba correr por el patio de mi casa, jugando a la mancha o a las escondidas. Ella vivía sólo a unas pocas cuadras de allí; mi madre y la suya eran amigas, así que cuando ellas se reunían a charlar, nosotras aprovechábamos para jugar. Los años pasaban y nuestra “amistad” parecía crecer al ritmo del paso del tiempo. Sin embargo, Olivia empezaba a hacer algunos comentarios que no me sonaban placenteros. …

─ Jajaja, te gané otra vez. Eso es porque no corrés fuerte. Te cansás rápido

Al principio, yo pensaba que me lo decía sin ninguna intención de molestarme. ─ ¡Dejá de comer! Parece que no has comido en años … (Me miraba de una cierta forma, que yo no había advertido antes; en su cara se vislumbraba una especia de repulsión o asco, nunca supe qué era.) ─ Mirá lo gorda que estás que ya no entrás en nuestro escondite favorito … “Nuestro escondite favorito”, tal como Olivia lo llamaba, era una heladera vieja y oxidada, tirada en el fondo de mi casa. La habían dejado allí cuando compraron otra nueva; y allí permanecía, sirviendo de guarida para nuestros juegos. Nos metíamos, entornábamos la puerta (sin cerrarla, por temor a no poder salir), y charlábamos por horas; a veces, era el escondite obligado cuando no sabíamos dónde refugiarnos de los gritos de mamá que nos llamaba …


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El último comentario de Olivia despertó en mí un sentimiento raro, pero que a la vez era como que crecía más y más cuando la veía. Aquella tarde, vinieron como de costumbre. La invité para ir al fondo a jugar a las escondidas, también como de costumbre. ─ Yo cuento primero ─ le dije – después te toca a vos … ─ Dále – me respondió entusiasmada. ─ 1, 2, 3, … 20 … Salí de recorrida, no estaba por ninguna parte. Empecé a llamarla, porque me asusté un poco. Entonces escuché su voz (también parecía asustada), que provenía del interior de la vieja heladera. Me acerqué despacio, tratando de no hacer ruidos: la puerta se había trabado por fuera. Una idea se me cruzó por la mente, y si … Seguí caminando, como si no oyera su voz entremezclada con llanto, que me llamaba. Miré hacia el cielo, suspiré y una sensación de alivio pareció invadirme. El cielo era más celeste que de costumbre y los rayos de sol me abrazaban. De pronto, me dí cuenta que aquella voz ronca de llanto y espanto, ya no se oía más. No sé cuánto tiempo pasó; perdí la cuenta. Entonces la voz de mi madre me trajo otra vez a la realidad. ─ Chicas, vengan, vengan …¿Y Olivia?, ¿dónde está Olivia? ─ No sé, mamá, estábamos jugando y ella desapareció, … ─ El horror se dibujó en la cara de mi madre. Pasó un rato hasta que por fin se les ocurrió mirar adentro de la vieja heladera oxidada. Para ese entonces, Olivia era realmente un ángel y ya no estaba entre los vivos. Su cutis de porcelana tenía ahora un color violáceo azulado que parecía el de un fantasma. Entonces pensé que el paso del tiempo y aquella vieja heladera herrumbrada habían hecho justicia, y seguí comiendo un pedazo de torta que había sobrado de la hora de la merienda.


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REBELDE por Jorge Serángelo Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Cada mañana despertaba con el mismo y desesperante deseo de seguir durmiendo. Cada día se levantaba con la obstinada creencia de que había algo mejor para ella ahí fuera, lejos de su rutinario mundo. Luego de recorrer a pie el mismo y monótono camino, llegaba a su trabajo como si fuera una autómata y empezaba su labor, esforzándose por no estallar de rabia y frustración. Se ponía de la cabeza cuando sus compañeros le recomendaban que se concentrara, que no colocase en riesgo su trabajo, y no comprendía por qué ellos aceptaban casi con pasión lo que hacían. No se cansaba de repetir durante los descansos que el ardor debía ser puesto en otro lugar, en cosas más importantes que un trabajo que no exigía más que un poco de esfuerzo y absolutamente nada de cerebro. Los días se sucedían y ella comía mal y dormía peor. Ni siquiera los breves momentos de ocio menguaban su impaciencia. Quería huir. Escapar de ese mundo preestablecido por los fundadores de lo que ella denominaba despectivamente “colonia”. Porque en su rebeldía no era otra cosa que una colonia el lugar donde vivía y trabajaba. Es más: ni siquiera se daba tiempo para los sentimientos profundos. Para eso que todo ser necesita si quiere que la vida no sea un torturante transcurrir. La Directiva aseguraba que aquella tarea no sólo era necesaria sino imprescindible ya que de eso dependía que los que trabajaban pudiesen alimentarse como era debido. Sin embargo ella pensaba que una menos no haría ninguna diferencia, y se preguntaba por qué le había tocado en suerte ese trabajo. Desde que iniciaba el día hasta que concluía la noche, sólo interactuaba con sus compañeros de un modo más que forzado. En verdad no había mucho que valiese la pena resaltar de su vida. Lentamente la rutina la iba convirtiendo en un ser oscuro, distante, indiferente, y hasta desprovisto de aquello que la convivencia con los otros demandaba. No se le conocía relación alguna y en cuanto a la amistad tampoco era muy dada que se dijera. Entonces el corolario era el más cruel de los aislamientos. Su soledad había trascendido los muros de su casa y resultaba el comentario de la mayoría de los vecinos; comentarios que no estaban vacíos de sarcasmo e insensibilidad…


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Pero llegó el día. Esa jornada en que decidió demostrar su real valía huyendo hacia delante. La vida estaba ahí fuera, una vida diferente. Nadie iba a hacerle cambiar de opinión. Nadie iba a detenerla ahora que había tomado la determinación. Y tampoco saludó a nadie mientras marchaba con paso resuelto en dirección a su objetivo. Unos cuantos metros más y estaría afuera. Ahora su espíritu desbordaba de esperanza, de la ilusión por lo nuevo, del goce por descubrir lo desconocido… Y por fin salió para sentir en su cuerpo el calor del sol, para oler los suaves aromas de la libertad, para gozar del césped húmedo y de las aromáticas flores del entorno. Ahora se disponía a descubrir el mundo con el que tanto había soñado…, claro que nunca tuvo en cuenta que allí existía gente que odiaba a los de su raza. Y así fue como murió la rebelde hormiga, bajo la suela del jardinero cuando la visualizó y la pisó con saña manifiesta.


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LA CITA por Rosa Serena Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Llegó unos minutos antes de la hora fijada para el encuentro. Traspasó la puerta, miró a su alrededor y se dirigió a una de las mesas ubicadas junto a la ventana que da sobre la calle Libertad y tomó asiento. El mozo se acercó a él y el muchacho le dijo que estaba esperando a alguien, por lo que aún no ordenaría. Yo seguí enfrascada en mi lectura y cada tanto levantaba la vista de mi notebook para observarlo. Era muy atractivo y se lo veía desenvuelto aunque un tanto ansioso. Miraba el reloj y la puerta alternativamente, como que la espera se iba dilatando más allá de lo deseable. Cada mujer joven que entraba a la confitería le llamaba la atención, hasta que descubría que no sería aquélla a la que esperaba, por lo que su semblante fue cambiando conforme iban pasando los minutos. Finalmente, aunque seguía solo en su mesa, pidió un café, tal vez pensando que eso lo distraería un poco, mientras los minutos seguían transcurriendo y la supuesta joven no llegaba a la cita. A esas alturas empezó a darme un poco de lástima. Me hubiera gustado acercarme y ofrecerme a hacerle compañía hasta que ella llegara. Tal vez una conversación trivial sobre el tiempo, los sueños, algún recuerdo de algún viaje, en fin, cualquier cosa, lo haría distenderse y no pensar que ese alguien lo había dejado plantado allí, quién sabe por qué razón. Pero por cierto no sería una charla con una mujer de sesenta años lo que estaba deseando tener en ese preciso momento. Era mucho más buen mozo de lo que mostraban sus fotos en internet, quizás porque las imágenes no suelen mostrar la vida que hay en un par de ojos grandes y verdes como los que él lucía con el desparpajo que dan los veinticinco años. Es más, esa seriedad que la inesperada situación había impreso en su rostro un tanto desencajado, lo hacían verse más real y humano que esas posturas artificiales llenas de sonrisas de plástico que quedan plasmadas en la red, sin que puedan transmitir en su totalidad la verdadera esencia de un rostro en vivo y en directo. Él esperaba a una sensual mujercita más o menos de su edad, que lo había subyugado con sus sugestivas poses eróticas, enfundada apenas en un breve


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bikini, insinuando desde la distancia, cuán feliz podría hacerlo, haciéndole vivir todas las fantasías que esos interminables contactos nocturnos habían logrado brotar en el espíritu del apuesto joven. Pero ya había pasado casi una hora, y ella seguía sin aparecer. De pronto el muchacho extrajo una pequeña notebook de su mochila y sus ágiles dedos empezaron a volar por sobre el teclado en un aletear lleno de vértigo y bronca. A los pocos segundos, él notó que ella acababa de conectarse y una explicación sobre su fallida cita apareció en la pantalla para llenarlo aún más de indignación. Se sintió frustrado, pero igual trató de ser gentil y mostrarse comprensivo. Era verdad que estaba lloviendo bastante fuerte, pero eso no era un motivo válido para faltar a un compromiso que se había pactado desde hacía bastante, y que ambos por igual, al parecer, habían tomado. Cerré mi notebook. Él dejó pasar unos minutos y, al ver que ya no había más comentarios, también cerró la suya. Pagó la cuenta, acomodó sus cosas y, con el paraguas listo en la mano, salió del lugar, llevando consigo un comprensivo malhumor. Yo salí a los pocos minutos. Estaba lista para contactarlo nuevamente, aunque esta vez evitaría llegar a comprometerme con una cita, dejaría que siguiéramos con nuestras charlas hasta el amanecer, todavía teníamos mucho de qué hablar.


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UN DÍA DESPUÉS… por Ivan Sicardi Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Estoy llegando a casa para ver tu foto y el camino va desdibujándose. Mis dedos van desapareciendo, después mi cuerpo… tu foto… todo se evapora lentamente. El crujido del papel suena como un disparo. Sonrío porque la creadora nos había unido para una fugaz despedida. Nos dibujó desnudos y mi cabeza descansa en tu hombro. Junto aire y te susurro: ─Dios ya no nos necesita. Después, una mano anónima nos arroja a un cesto. Allí quedamos atrapados en un destino común con cientos de otras historias. Somos otro cuento de amor escrito y dibujado por la creadora de la vida y de la muerte. Nuestra historia es apenas un papel que mañana será cenizas, y nosotros impunemente seremos olvidados.


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EL COLOR DE LAS FIESTAS por Norma Nelida Siccardi Buenos Aires

La familia Rodriguez estaba compuesta por: el padre Arturo, alias “el Ñato”, Ester la madre y Elenita la única hija del matrimonio. Los tres vivian en un conventillo en el barrio porteño de Almagro, en el que también por esas cosas del destino habíamos ido a dar, mis padres y yo. Fue un oscuro momento de nuestras vidas. Lo comprendi muchos años después. Papa era el único sosten de la familia, empleado publico de baja categoría. Mama, ama de casa, trataba de distribuir los escasos ingresos para cubrir las necesidades mas urgentes de los tres. Con esfuerzo, a veces me compraba zapatos, algún vestido o helados…Para mi las tres cosas tenían el mismo nivel de importancia. Ella compensaba con gestos cariñosos la falta de cosas materiales. El me ayudaba a hacer los deberes de la escuela, con paciencia y los escasos conocimientos que poseía por haber tenido que dejar la escuela primaria en tercer grado. Y ambos de común acuerdo, libraron mi infancia de preocupaciones económicas, dejándome jugar con libertad, ajena al mundo de los adultos. Compartiamos con los Rodriguez, la cocina grande y fría, ubicada lejos de las habitaciones, al fondo de la vieja casona junto al baño, amplio y helado en invierno. Habia también dos patios con macetones que desbordaban malvones y un vestíbulo con sillones de mimbre. Con Elenita disfrutábamos mucho de jugar en los patios. Teniamos entre ocho y nueve años las dos y la misma ingenuidad para comprender lo que veíamos. Era una niña mas bien fea, cejijunta con dientes grandes y salidos hacia afuera. Ojos y cabello castaños. Nada agraciada ─ decía mi mama─. Tampoco Ester era linda: muy menuda, de piel blanca, pecosa, pelo rojizo y nariz aguileña. Rehuía mirar de frente y contestaba alguna pregunta o comentario con una leve risita, apenas audible. Supongo que trataba de no emitir opiniones que pudiesen llegar a oídos de su marido. En aspecto físico y personalidad contrastaba con su esposo, un hombre alto, de porte atlético y anteojos gruesos que le daban un aire intelectual. Expansivo, fanfarron, irritable y dispuesto a entablar conversaciones en las que sacaba a relucir aventuras amorosas relatadas en un código de porteño arrabalero que yo no comprendía.


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Siempre pulcro, bañado y perfumado. Se ganaba la vida trabajando como fotógrafo. ¿Qué o a quienes fotografiaba? No se sabia con certeza. A mi me sorprendia el estado de servidumbre en el que vivía Ester. Jamas salía de la casa. Cualquier dia del año y en los horarios que el disponía, ella tenia listos el almuerzo o la cena para su marido. El comia carne,ellas no. La madre reemplazaba con huevos fritos, tortillas de papas o fideos,el lujo de las milanesas de bola de lomo. Lavaba con esmero las camisas blancas en el pileton del patio, sobre una tabla de madera. Luego las planchaba utilizando una plancha de carbón. Se oian los gritos del Ñato, si algo no le gustaba. Ya fuese la comida, o el estado de su ropa o la falta de algún elemento para su baño diario… Alguna vez escuche comentarios en voz baja entre mi madre y otra vecina… Decian que el se había casado con Ester solo para tener una sirvienta que le hiciera las cosas de la casa. Que al parecer tenia algunas amantes, no una sola o posiblemente otra famila paralela… Que fotografiaba fiestas negras… Lo de sirvienta me parecía muy triste y cierto porque cuando el padre llegaba, tambien Elenita dejaba de jugar conmigo y corrian ambas a atenderlo con una actitud servil y temerosa. .No sabia con certeza que era una “amante” y me desorientaba lo de tener dos familias… Pero lo de “ fiestas negras” me quedo dando vueltas en mi cabeza. Nunca me anime a preguntar sobre la veracidad de lo que había oído y mucho menos averiguar sobre el significado hermetico de esas fiestas cuyo color no presagiaba nada bueno… Los rumores corrian por todo el conventillo y durante años, nadie los confirmo ni desmintió. Finalmente, mis padres pudieron alquilar una casa y nos mudamos. Los Rodriguez se fueron seis años mas tarde, compraron un departamento en la misma zona de Almagro. Los secretos quedaron flotando para siempre en el conventillo.


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A DONDE ME LLEVEN MIS PIES por Ana Clara Tito Buenos Aires

Estaba sentado frente al fogón desde hacía rato; en San Marcos Sierra, en época vacacional, es un placer ver los fogones a lo largo del río como antorchas guiando su cauce. Había venido con amigos a cenar al río pero hacía rato que se habían marchado. Ahora el crepitar del fuego junto al sonido del agua hacía únicas las delicias de estar frente a tamaña soledad. Así estaba cuando al levantar la vista observé al hombre más extraño que hubiese tratado. Seguramente era alguien joven pero su aspecto descuidado hacía imposible calcular su edad; camisa remangada, bermuda descolorida, cubría su cabeza con un sombrero de paja y cargaba una mochila. Contrastando con su pobre atuendo calzaba unas sandalias de cuero, brillantes por lustre. El extraño debió notar mi recelo pero continuó acercándose, preguntando luego si podía sentarse. Para mi sorpresa accedí a su pedido procurando que se explicara. – Muchas gracias – me dijo – y por favor no se alarme; si luzco tan desparejas posesiones es porque la vida me ha llevado por caminos impensados… Curioso, le pedí que se explicara la vez que le ofrecía un vaso de vino. – Vea amigo – me dijo sacándose el sombrero – hace mucho tiempo yo mismo planchaba esta camisa para ir a trabajar – y adivinando mi sorpresa agregó – también tuve un trabajo, mi propia casa… Si gusta le contaré siempre que no me interrumpa; no sé cuánto tiempo pueda estar aquí Entonces le animé para que continuara. – En esos tiempos era contador, de hecho lo soy. Tenía mi propia oficina, una bonita secretaria organizándome la vida. Todas las mañanas me levantaba temprano e iba a trabajar regresando pasada la medianoche, para volver a acostarme – Mantenía aquella rutina hasta que algo vino a sucederme; una mañana dirigiéndome al trabajo un tropiezo interrumpió mi andar. Algo confuso continúe mi camino, pero a los pocos pasos volví a tropezar del mismo modo… a los tropiezos logré llegar a mi oficina, pero como el regreso a mi hogar fue normal, terminé olvidando el asunto Sorbió algo de vino y continuó:


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– Al día siguiente desperté sin siquiera recordar el percance, pero en cuanto mis pies tocaron el suelo ocurrió algo inesperado; se negaron a moverse – ¿Se negaron? – exclamé escéptico – Se lo juro. Y por favor no vuelva a interrumpirme; no sé cuánto tiempo dispongo hasta que mis pies decidan irse Luego de esta reprimenda me convencí de que hablaba con un loco, pero por curiosidad le rogué que continuara – Me encontraba de pie sin poder despegar los pies del suelo. Asustado quise pedir ayuda, pero cuando traté de tomar el teléfono mis pies se movieron en dirección contraria tirándome al suelo – Busqué incorporarme pero mis pies me lo evitaron a toda costa, obligándome a adoptar las posturas más grotescas. Debo decirle que ante tan absurda situación no atiné a ensayar explicación alguna – Intenté ponerme algo de ropa, pero al tomar la corbata mis pies emprendieron una loca carrera chocando muebles, corriendo en círculos. Así escaparon, derribando a patadas la puerta, sin que estuviera a mi alcance impedírselos Vació de un trago el vino con su mirada en el fuego. – No podría contarle lo que he vivido para sobrevivir a ésta condición; por un tiempo me creí demente pero al final descubrí que solo se trató de una venganza de mis pies por haberlos obligado a realizar la misma rutina durante años Conmovido, antes de que pudiera encontrar las palabras adecuadas ante su desgracia, le oí reflexionar: – Aunque parezca extraño llegue a sacar algo bueno de esto; antes de aquella mañana yo creía que mi vida ya estaba ¿Cómo explicarle? Hecha. Limitada a la rutina diaria. Pero desde que mis pies dirigen mis pasos he vivido cosas extraordinarias; recorrí las playas del sur, crucé la inmensidad de La Pampa, las espesuras del Chaco… Nunca puedo anticiparme a su camino, pero debo reconocerles que no se han equivocado demasiado Y terminado el relato se despidió agradeciendo el vino y el momento compartido. Reconozco que desde ese momento tomo la precaución de hacerle más caso a mis propios pies permitiéndoles elegir su propio camino, a fin de no darles motivos para que, siguiendo el ejemplo de los de aquel hombre, una mañana decidan revelárseme.


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TODOS LOS AÑOS por Clara Traverso Buenos Aires

Estábamos todos en silencio. La persiana baja para que no entrara la luz tibia del sol y el ventilador de techo al máximo, cantando los mismos acordes mecánicos una y otra vez, siendo nuestra música de fondo, cada tanto interrumpida por el canto ruidoso de las cigarras, que a veces para algunos pueden ser chillonas y molestas, pero hay que admitir que si alguna vez faltaran, no sentiríamos que llegó Diciembre. Ese día la tele dijo 36°. Me acuerdo porque fue el primer día más caluroso del mes con el que se inauguró el verano del 2015. Juana leía, Joaco dormitaba, y yo estudiaba para dar Química. De repente, una melodía aguda y difusa se oyó a lo lejos. Juana y yo esperamos quietas y atentas para confirmar lo que ya sabíamos. Se definía a medida que se acercaba y la comparamos con la de nuestras primeras memorias. Cada vez se parecían más. Llegó, estaba en nuestra cuadra. Era la misma. Juana y yo nos miramos, saltó de la cama y salió corriendo. Le grite “En mi campera hay 20”. Joaquín, nuestro primo forastero, esa semana invitado a nuestro barrio me dijo “¿Qué pasa?”. “El heladero”, le dije.


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ENSAYO CON TIEMPO por María Mariana Trigila de Parente Buenos Aires

Tómese su tiempo porque seguramente de él espera cosas urgentes ante las infaltables vicisitudes cotidianas que muchas veces nos doblegan. El tiempo sólo es capaz de brindar “más tiempo”. Imposible entenderlo si se lo conjuga en dos de los tres tiempos verbales… el hoy y el ayer. Algunos de los mortales aseguran que el tiempo “todo lo cura” y mientras tanto él sin piedad, continúa impertinente ante los desafíos cotidianos. Si le reconociéramos al tiempo que es capaz de curar desgarradoras heridas llegando a cicatrizarlas hasta ser “invisible para los otros”, sólo bien sabe quien ha transitado por algo como “el infierno tan temido”, que debajo de esa “herida curada” bulle un dolor indescriptible, rayando con lo inhumano. ¿Con el paso del tiempo alguien ve esa herida? Nooo!!!… si se dice que el tiempo todo lo cura. Muchos reconocen que hay varias excepciones en las que el tiempo cura heridas, son aquéllas que justamente no pretende la razón. Casualidad? Causalidad?. Para unos y para otros es simplemente cuestión de darle tiempo al tiempo. Tiempo para ver y creer, tiempo de revancha, un tiempo cómplice, tiempo de espera, un tiempo para amar, pero… para qué?… si el tiempo corre. Sin embargo algunos eligen caminarlo despacio, sin mochilas y descalzos para no desviarse del sendero elegido y así transitarlo de la mano de sus emociones, de sus sentimientos. Volviendo a las heridas abiertas, para quien pregunte cuánto más se debe esperar para que éstas cicatricen, repican inefablemente otras preguntas… ¿esperar qué, cómo, cuándo, cuánto? Las respuestas inexorablemente van hacia el escenario del MIEDO. Miedo a no poder detener el tiempo de los ínfimos momentos de felicidad, miedo a que no alcance el tiempo de disfrute con los seres amados, a no haberles brindado el mejor de los tiempos, miedo a que el tiempo se detenga en el desasosiego, en la desesperanza, en el infortunio. Miedo a equivocarnos en tiempos de bonanza, miedo de que el tiempo no borre las penas y que sólo la muerte las acabe.


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En fin, el tiempo es incansable y nos esperará en su continuo andar para que lo hagamos fértil, nos retará a aprender que el paso del tiempo no es un cúmulo de años si no un estado del espíritu. El tiempo seguirá siendo incansable ofreciéndonos libros por descubrir, películas para ver, demasiados lugares para conocer, a esos tantos a quienes amar y todos esos bellos momentos vividos que es necesario congelar en nuestra retina, en nuestros oídos, en toda la piel, en el corazón… Tiempo perdido?… no, tiempo tiempo aprendido.


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HÉROE DE BARRIO por Teresita Vago Buenos Aires

Los superhéroes a veces también pueden llorar. La versión trucha de Linterna Verde, aquel que nació en los suburbios del arrabal porteño, se sentía destruido: la ciudad que lo vio crecer se caía en mil pedazos, quedando en casi nada, sólo en ruinas. La misión que él debía cumplir no la pudo concretar, se quedó en la más profunda soledad. Ahora tenía que volver a empezar. Pero, ¿Cómo? La liga de la Justicia, ¿Dónde estaba? Sus amigos, los que siempre estuvieron, en las buenas, en las malas, ¿Podría volver a encontrarlos? Estaba lleno de dudas. Ellos se habían ido a recorrer el mundo salvando vidas, y solo él se había quedado en el país. El País de Nunca Jamás. Linterna Verde ahora tenía que juntar plata para poder volver al Espacio Sideral y necesitaba llamar de vuelta a sus amigos. A pata, se subió al único colectivo que había en el lugar, pagó sus únicas monedas y viajó a la casa de su mejor amigo, el Rata. El Rata lo esperaba con unos ricos mates, en el rancho de un barrio muy humilde, una casi villa. Era prácticamente un mendigo, harapiento y sucio como él solo. Pero eso no era lo más importante, sino su buen corazón. Linterna, guacho, ¿Qué te anda pasando?, Nada, acá me ves, estamos todos perdidos y necesito que me hagas un favor. Tengo que viajar primero al Espacio Sideral, y después a algún rincón en la tierra para reencontrarme con mis amigos. Mientras tomaban mate, a el Rata se le ocurrió algo: armar una Kermesse donde los habitantes de esa ciudad destruida pusieran su aporte, y se pudieran ir rearmando, de a poquito. Siendo un superhéroe de barrio, pero héroe al fin, Linterna Verde estaba dispuesto a hacer de todo para ayudar: barrer, limpiar los baños, atender a la gente, etc, etc, etc. Entonces se pusieron en marcha. Como en el país no había manera de comunicarse de otra manera que no fuera por carta, Linterna Verde le pedía prestada plata a el Rata y se comunicaba con las versiones truchas de la Mujer Maravilla, Superman, El hombre Petiso, varios de sus amigos, los cuales extrañaba tanto. Les contaba de cómo estaba el país, la tristeza que imperaba, que por el momento no regresaran y de la Kermesse. Sorprendidos, ellos miraban por su ventana y agradecían las cosas buenas que les tocaban, en su propio Universo.


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Por carteles se anunció la Kermesse. Sería en el Club de barrio, todos los vecinos harían su aporte y en efecto así fue: ese sábado a la tarde Linterna Verde juntó a fulanos y menganos ordenaron las mesas, las sillas, barrió, limpió los baños y prendieron las luces. No fue un éxito, pero tampoco un fracaso. Fue poca gente para lo que se esperaba. Que le iban a hacer. Por lo menos, Linterna Verde junto plata para viajar al Espacio Sideral, y después regresaría al país. Pasó una semana y él emprendió viaje, con su fuerza y su luz. Al llegar, las cosas estaban bastante mejor. En el Espacio los chicos podían remontar barriletes, los viejos podían tener proyectos, los adultos, una vida tranquila. Si todo estaba tan bien; ¿Para qué quedarse ahí, aburrido y solo? Buscó trabajo como Canillita de diarios espaciales y se puso a venderlos. Le fue bien: vendió muchísimos. Al día siguiente del recuento final, fue a una Agencia de Viajes, y compró un pasaje a un rincón de Asia, donde estaba la Mujer Maravilla rescatando personas de Tsunamis. Con su vieja amiga se reencontraron y se pusieron muy contentos. Las cosas de a poco estaban mejorando: los Tsunamis habían terminado pero estaban en el Hospital curando enfermos. Eran de nuevo los superhéroes de siempre: de lo que sentían orgullo. Ahora podían comunicarse por carta, mail, teléfono, WhatsApp, redes sociales, Internet, de todo, así que pudieron comunicarse con sus amigos: todos se encontrarían en el hospital de aquel rincón de Asia. Pasaron dos semanas y, de pronto, los superhéroes estaban a punto de volver a pelear contra las injusticias, la violencia y la soledad. Y que mejor manera que regresando al País de Nunca Jamás. Ese lugar oscuro al cual ellos se encargarían de iluminar. Ese país triste que necesitaba alegría, más que nunca. Y lo iba a lograr. Porque ellos, juntos, son invencibles. Gracias al héroe de barrio, Linterna Verde.


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LA CAMA DE HIERRO por Eugenia Fernanda Valdez Tucumán

El abuelo tenia cirrosis es lo que al menos nos cuentan los viejitos que le han conocido. Yo soy loa nieta más interesada en saber de él. Dicen que fue sindicalista, que escribía las cartas al presidente y les enviaban guardapolvos a los chicos de Los Ranchos. A veces pienso que este carácter tan metiche que tengo es heredado de él. A veces me da por pensar que él y yo seriamos grandes amigos. Hasta el mismo signo político defendemos. La última vez que el abuelo se acostó en esta cama fue desde luego la última vez que respiró. El pecho lo tenía tomado, y el hígado mejor ni hablemos. Estoy segura que pensó en aquellas sus hijas que dejó ir a Buenos Aires, y que jamás volvió a ver. Maldita distancia entre nosotros y el Paris de Sudamérica. Maldito es el tiempo que no le dio la oportunidad de arrepentirse. Maldito a quien le corresponda hilar el destino. El abuelo era de nariz aguileña, eso decía su libreta de enrole. Era de un metro setenta, y era delgado. Piel trigueñita, y ojos negros. El abuelo era de voz firme, me hubiese encantado estar al lado suyo en las reuniones del sindicato, acomodar la voz y gritar “compañeros”. La última vez que respiró seguro no recordó su etapa política, ni que fue maestro de azúcar en el Ingenio, seguro pensó en sus hijos. Aunque ya eran mayores, los hijos son los hijos. Me imagino el pensamiento suyo en aquella cama de hierro, habrá sido como el mío cuando nací. Miro el techo de la pieza, estoy en la cama de mi abuelo, es imposible no maquinarse, es medio loco. Ya lo estoy oyendo, aquellas esas últimas palabras. ¿Y las mías? Las primeras. El abuelo era enérgico. Habrá puteado. No creo que haya llorado. Los machos no lloran se habrá dicho. Me imagino lo que dijo presiento que lo entonó y lo pensó como lo pienso “mierda que vida puta, hoy estas, mañana no estas. Toque compadre esa guitarra, quiero cantar como Gardel. Mi Buenos Aires querido. Toque, toque compadre, ¿qué es eso? Está tirititi tirititi… Toque, toque compadre. Respirá, respirá. Se siente en el ambiente, respire, respire, ahora puje, puje, se ve algo, tranquila, puje, puje se ve la cabeza, vamos, vamos. Hacé otra fuercita, dale, dale gorda. Ahí está, ahí está, vamos, vamos. Y lloré…


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LA VENGANZA por Monica Elida Vazquez Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Camina en silencio, lentamente, sus pies se hunden en la blanca arena. El agua que roza la orilla con su ir y venir la salpican de pequeñas gotas que bajo el sol de la mañana lucen como pequeñas esferas de color. Nunca había sentido tanta soledad, todo lo que había amado lo veía en ese inmenso cielo azul, en las nubes de diferentes formas o en esa gaviota oteando el horizonte. No quería llorar pero no lo pudo evitar. Creía ciegamente en el destino, que lo bueno como lo malo estaba escrito. Por alguna razón los sucesos aún los menos pensados aparecen en nuestras vidas, pueden, deslumbrarnos, transportarnos a un mágico que nunca soñamos. Nuevamente miró el mar todo lo que veía era tan bello, sin embargo los pensamientos la llevaron a los sucesos de su vida. Era muy joven cuando esa mañana entró al ministerio, era un día como cualquier otro, pero no era así, poco a poco el tiempo la iba a llevar a un completo giro de su destino. Caminando por un amplio pasillo se dirigía a la oficina de sueldos para reclamar los que estaban atrasados. Allí lo encontró, había sido su profesor tiempo atrás cuando estudiaba su carrera, él la reconoció al instante. Se saludaron intercambiaron datos sin pensar, por lo menos de su parte volver a verlo. Transcurrió un mes, la llamó y la invitó a cenar. A pesar de no estar convencida fue y tuvo que aceptar que se había equivocado. Volvieron a encontrarse varia veces, le encantaba su forma suave al hablar y su indudable inteligencia. Todo sucedió rápido, se casaron tras una breve convivencia y construyeron la casa de sus sueños. Pronto la vida en común resultó cada vez más complicada. Primero fueron menosprecio, humillaciones, pero si bebía la situación empeoraba. Su vida se transformó en un infierno se sentía indefensa, paralizada sin poder escapar. Sentada en la playa se estremeció, recordó todo, después de ser golpeada salió de la casa, cuando regresó ahí estaba sentado en el gran sillón del living,


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lo acompañaban el vaso de whisky y la mirada irónica de quien tiene a su presa. Ella se acercó lentamente lo miro detenidamente solo dijo “siempre dijiste que querías vivir a cualquier precio”, acto seguido introdujo su mano en el bolsillo de su tapado sacó un revólver y le disparo un tiro en cada pierna y agregó espero que “lo logres”. Se incorporó, la arena estaba caliente se dirigió a la orilla, se adentró en el mar que amaba, sintió “que triste era el camino hacia la libertad” ¿qué decretó el destino?


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PELADO por Mirta Ventura Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Estaba en crisis. La explicación que él mismo se daba era que el cumplir setenta años, próximamente, lo inducía a hacer una especie de introspección, o revisión de su vida. Se sentía angustiado. Había querido ser músico pero no se animó. Siendo joven no lo creía un trabajo “serio”. Con frecuencia, había sentido gran curiosidad por los acontecimientos científicos. Lo apasionaba el misterio de la naturaleza, el comportamiento cíclico de los astros, los cambios de teorías que se fueron sucediendo en la historia de la ciencia. Pero tampoco tomó este camino para su vida profesional, sentía que era mucho para él. Desde la adolescencia había decidido seguir una carrera universitaria. Cuando tuvo que elegir cuál sería la que le diera los medios para vivir y desarrollarse, tuvo en cuenta el estilo de vida que llevaría a partir de esa decisión. Fue abogado y se dedicó durante los últimos treinta años a la defensa de los derechos humanos. En ese sentido se sentía muy satisfecho. Tenía varios logros dignos de mención. De la familia que formó, estaba muy conforme. Cuatro hijos y seis nietos, con los que tenía relación constante y muy cercana. A su esposa la sentía como el amor de su vida y la mejor compañera en estos años de la madurez. Ella era filósofa y también tenía renombre en los suyo. No se podía quejar de lo que fue y era su vida. La crisis y angustia, no provenía, con seguridad, de allí. Le preocupaba en los últimos tiempos, un aspecto de su personalidad que no se había manifestado con anterioridad. Se miraba reiteradamente en el espejo y apreciaba su cabello rubio y ondulado. Estaba feliz de ese pelo aunque


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le inquietaba la importancia que le estaba dando a este tema que reconocía superficial. Con las manos lo recorría con suavidad, desde arriba hacia las puntas. Usaba en esta etapa el cabello más largo de lo que acostumbran los señores de esa edad, pero le apenaba cortarlo. A veces dudaba de su masculinidad, aunque con premura desechaba la idea. Cuando era joven tenía pavura de ser pelado. Recordaba al abuelo y los tíos y todos respondían al mote “Pelado”. Su padre era el único que no había perdido el cabello. Una y otra vez tomaba un peine y se lo pasaba para volcarlo de un lado hacia el otro, sonriendo frente al espejo. Sacudía la cabeza porque le fascinaba que volara en todo su esplendor y sentía que todo él levantaba vuelo… La satisfacción era mucha hasta que sintió que lo sacudían una y otra vez… ─¡Pelado, despertate, levantate, se te hace tarde!


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EL ALUD por Claudia Patricia Villafañe Correa Salta

Era verano y todo fulguraba con un calor extraño, la noche estrellada parecía despeñarse sobre el bosque y el aserradero. El río indiferente volcaba su hilo de agua hacia el pueblo dormido. Ramón fumaba un cigarrillo armado junto a la puerta de su casilla. El verano lo fastidiaba. Mirando al cielo pensó ─Va a llover ¡y bien fuerte! Esperaba a su mujer, empleada en la casa de los dueños de la maderera. Ya habían pasado las dos horas habituales y no volvía. La limpidez del cielo le daba mala espina. ─Seguro que se va a desatar una buena tormenta y ella sin volver ¡la pucha! De repente cambio el tiempo, un aire helado bajaba del cerro ─¡mala señal! Entró a la casilla con angustia. El viento también soplaba entre las chapas del depósito de herramientas, haciendo temblar las paredes oxidadas. Aurelia se asustó ─¿Qué horas serían ya? El hombre la apretó con un gesto íntimo y Aurelia sonrió bajo el cuerpo enervado junto a su vientre. ─Tonto ¡me vas asfixiar! Tomó el vestido arrugado y se lo puso sobre la piel sudorosa. ─Reynoso… ¿cuándo será?─ preguntó con acento afligido Un último reflejo de luna iluminó su rostro preocupado, la boca fruncida como niña, no revelaba sus treinta años. El resopló terminando de acomodarse el pantalón de obrero ─Che, no me llamés por el apellido, así parece que ponés distancia. No me gusta, sos mía. ─Pero… dijo Aurelia y se quedó callada. ─Será cuando le diga a ella, entonces tendrá que juntar los cuatro trapos y mandarse a mudar. Eso lleva un tiempo, vos sabés… ¿acaso ya le dijiste a tu marido? Terminó la frase con un dejo de rabia. ─No, aún no le dije nada, tengo miedo que me pegue o me quite a mis hijos. Creo que sospecha, por la forma en que me mira cuando llego del trabajo.


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─¿Ves? ─agregó Reynoso ─No es fácil para vos, menos para mí. Ella no es un perro para echarla a la calle ¡tené paciencia, gorda! ─Pero es que ya van seis meses Reynoso ¡seis largos meses de vernos a escondidas, el pueblo entero sabe que vos y yo tenemos algo! No me querés, soy una excusa para sentirte más hombre─ sollozo Aurelia. ─¡La pucha que la complican las mujeres, che! Termínenos esto porque me vas a hacer enojar, además esta lloviznando ¿no oís? Tengo que ir a ver si taparon las tablas que cortamos hoy. Si se larga más fuerte, el agua arruina todo el trabajo. La besó y se alejó entre los primeros ramalazos de lluvia. Aurelia volvió empapada. Tenía miedo del marido y del rio que sonaba crecido al otrolado del aserradero. Los ojos del esposo la interrogaron. Habló de las vecinas, del comedor comunitario, de la tormenta, frente al hombre callado. Le sirvió la comida, acostó a los hijos y se puso a doblar la ropa lavada. La tormenta pegaba en las ventanas, haciendo temblar la casilla. No pudo sostener el silencio pesado sobre los hombros de ambos y por fin dijo.─ ¡Hablemos Ramón! ─ No digas nada mujer, lo tuyo con Reynoso ya pasó los límites del aserradero y se metió en esta familia .Pero dejá, yo me encargaré de todo. No pudieron seguir hablando. La puerta de la casilla se abrió con violencia y una correntada lodosa empezó a subirles por las piernas. Sacaron a los chicos y treparon a lo alto del cerro. Pudieron ver como el río bajaba lodoso rumbo al pueblo. Ramón dijo ─Voy al obrador a ver que rescato. Aurelia consolaba a los chicos con los ojos puestos en el camino que había tomado su marido. Regreso con mantas y lonas para un refugio. La tormenta pasó pero el río arrasó con todo. La mañana trajo más angustia. Los afortunados que lograron salvarse se apiñaban en las laderas como en un picnic desolador. En eso llegó un muchacho con la noticia: El aserradero había desparecido por la crecida quedado en pie, un poco maltrecha, la casilla de chapas de las herramientas. Lamentablemente Reynoso estaba muerto, ahogado por el barro que cubría su cabeza. Aurelia desencajada de dolor, pensó en su marido y en las palabras que le dijera en medio de los truenos. Cuando las cosas volvieron a la normalidad quiso preguntarle qué era lo que había hecho, pero no se atrevió, sepultó su pasión en el fondo del río, allí donde el alud de barro se había cobrado todas las deudas.


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NO DIGAS NADA por Germán Villanueva Buenos Aires

─ ¡Escribís sobre mujeres y no sabes un carajo de mujeres! – dijo mientras subía su pantalón. ─ Puede ser, pero no sé mucho más de lo que sabe nadie. ─ ¿Qué? ─ Nada. ─ Siempre con esas frases de mierda. Suspiró, enojada. Tal vez yo tenía razón. Tal vez ella no sabía nada, ni siquiera de ella misma. Tal vez yo no sabía absolutamente nada, era lo más probable. Tal vez nadie sabía nada de nadie. ─ Me voy. ─ Más te vale que no vuelvas más. ─ Me das asco. – dijo. ─ Yo también te amo. ─ Morite. Dio un portazo y se fue. El sonido de sus tacos altos fue disminuyendo a medida que se alejaba de mí. Se había ido. Esa noche salí. Fui al bar de siempre. Estaba lleno de humo y putas y borrachos. Cada tanto había una pelea y era magnífico. Pedí una cerveza y me senté en la barra. ─ ¿Cómo estás, Leo? – me preguntó José, el barman. ─ Como siempre… ─ Luchando. ─ Sí… perdiendo. Después de un par de cervezas escuché una voz familiar y alguien que me tocó el hombro. ─ Te dije que si te veía de nuevo por acá te iba a matar. Me di vuelta y allí estaba, era Mario. ─ No me acuerdo de eso – contesté. Mario era un tipo robusto, de bigotes y pelo largo. Siempre estaba vestido de cuero y llevaba una remera de los Ramones que tendría más años que los mismísimos Ramones. Pero yo no tenía miedo. ¿Cómo podía tenerle miedo a ese tipo? Era un cavernícola, un ignorante, un tipo que no tenía nada más que sus puños y sus ridículos bigotes. ─ Otra vez haciéndote el gracioso – dijo. ─ Mucha charla y poca acción. Me miró, sorprendido. La gente no sabe cómo actuar ante respuestas que no esperan recibir. En ese instante me dio un derechazo directo en la mandíbula.


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Caí al suelo y sonreí. Era un estilo de vida. Por desgracia esa no era mi noche. Mi chica me había dejado, Mario había dado el primer golpe, yo estaba en el suelo y me estaba cagando. Pero me levanté y logré darle un gancho en la pera. No se la esperaba. Mi boca sangraba y la de él también. Comenzamos. Mario se movía de un lado a otro y me decía cosas. Yo me reía y esperaba. Con el paso de los años uno aprende a esperar. De repente lanzó un derechazo. Lo esquivé y logré darle un golpe seco en el estómago. Se quedó sin aire. Comencé a reírme y me quedé parado frente a él. ─ ¿Qué pasa, bigote? ¿Te quedaste sin palabras? Miré al público. Observé a una mujer, una que no había visto antes. Tenía el pelo corto, por los hombros, ojos grandes y labios rojos, como el fuego. Llevaba una blusa, una minifalda y ese escote y esas piernas. Era un infierno y estaba ardiendo. Sonrió y me distraje. Mario me trajo de vuelta a la tierra con un recto en la nariz. Caí al suelo, derrotado. Sí no me hubiera distraído, pensé. Me sacaron del bar y me fui a casa. Cuando llegué descorché una botella de vino que había reservado para una noche especial, prendí un cigarrillo y me senté en la oscuridad. Intentaba escribir algo nuevo. Sabía que no era especial, aunque siempre lo creí, todos lo creen. Necesitaba escribir una novela que me llevara a algún lugar. Necesitaba dar el golpe, me aterraba la idea de no lograrlo nunca y terminar suicidándome o algo así. Mientras tanto me emborrachaba hasta más no poder y me cogía a cualquier puta que pasara frente a mí. La vida es dura para un soñador, no se pude vivir de un sueño. Lo más probable es que nunca llegue a conseguirlo, pensaba, ahogado en una desesperante angustia existencial. Escribí un par de poemas aquella noche, terminé la botella de vino y me quedé dormido en el suelo. Tuve una pesadilla. Había una ventana y ahí estaba ella y sus ojos me miraban fijamente y no supe qué decir. ─ Nadie te ama – decía – Nadie te ama. ─ Yo te amo – contesté. ─ No amas a nadie – dijo – Nunca amaste a nadie, ni siquiera a vos mismo. No podía salir de allí y escuchaba su voz una y otra vez, me taladraba la cabeza y me volvía loco. Al final desperté y no pude volver a dormir. Pasaron cinco días y ella volvió. La extrañé mucho. Siempre hacía lo mismo y sabía que sus partidas lograban romperme el corazón. Yo siempre la dejaba entrar, estaba enamorado. ─ Extrañaba tú olor – dije. ─ ¿Puedo pasar? ─ No. ─ ¿No me querés más? ─ No, nunca te quise. ─ ¿Qué? ─ Te amo.


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APRENDIZ DE MAGIA por Gabriela Anabel Zatti Catamarca

Nadie podría negar la magistral prestidigitación, desplegada frente a públicos diversos. Su habilidad lo volvió profesional y distante. Su vocación para el ilusionismo tenía la misión de engañar. Ocultarse de los demás. Crear la perfecta fantasía para llenar de aclamaciones su soledad infinita. Era fácil embaucar con trucos de naipes, pañuelos y palomas. Lo difícil era sacarle la capa a su penumbra y mostrarse vulnerable. Una noche mágica de diciembre, el escenario se alzaba en un parque pletórico de aromas y añosos verdes. Él la vio en el tercer lugar de la segunda fila. Su sonrisa iluminaba las estrellas. Cándida y espontánea, sus aplausos acompasaban un manifiesto deslumbramiento. Fue ella quien lo buscó acabado el espectáculo. Hacía entrevistas para una revista femenina. El mago sería nota de tapa. Él respondía lo más evasivo posible. Pretendía poner un manto de artificios, en cuestiones personales. Ella lo advirtió y disparó sin demora: ─¿A qué le teme? ─A estar enfrente de quien pueda desbaratarme el pensamiento ─respondió desde su inconsciente. Y al instante quiso morir bajo tierra por escucharse a sí mismo.─ Ella apagó el grabador enternecida. ─¿Yo lo perturbo así? ─Vos me provocás algo inmanejable… Ella exhaló sorprendida y lo miró en silencio. Él adivinó ser correspondido. Aprovechó el momento y en el primer arranque instintivo de toda su vida, la besó. Caminaron toda la noche contándose sus historias. Él agregó datos triviales al innegable compromiso con la publicación. Ella fue a trabajar sin dormir, radiante, sin huellas de cansancio.


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Se vieron nuevamente cuando salió de la editora. Transcurrieron tres semanas de idilio desenfrenado y sólo entonces, como si el futuro se le mostrara con clarividencia, él comprobó que podía desaparecer su miedo al amor.


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LA CAMPESINA GATO por María Isabel Zelaya Jujuy

Azucena era una muchacha rubia que no pasaba desapercibida. La mayoría de sus coterráneas campesinas eran morochas y de cabello largo, pero ella tenía el pelo corto y muy claro, amarillo, casi blanco; con un brillo como de seda. Su porte era erguido y su estilo de vestir evidenciaba buen gusto. Combinaba blusas de tonalidades suaves, rosadas, lilas, blancas, con pantalones de colores siena, naranja o amarillo. Las prendas, deslizándose en su cuerpo, resaltaban su figura estilizada. Pequeña de estatura, no medía más de m 1,60. Tenía atractivos ojos verdes de mirada inquietante. Cuando el iris de sus ojos se dilataba, con las primeras penumbras de la tarde, su mirada era igual a la de un gato egipcio. Estaba empleada en la finca de los Fernández, conocidos ricachones de San Ramón de la nueva Orán, en la provincia de Salta, propietarios de grandes campos frutales. Se ocupaba de tareas de limpieza desde hacía un par de meses. Los administradores la contrataron al instante debido su aspecto diligente y su singular belleza. No averiguaron sus antecedentes ni de dónde provenía. Para todos, esto era un misterio. Además, no hablaba demasiado, ni preguntaba casi nada. Trabajaba con excelencia y en silencio. El desván, la cocina, los dormitorios, lucían impecables. Azucena, al limpiar, no producía ruidos; sus movimientos eran sutiles y delicados. Se deslizaba sigilosamente, como un felino. Al finalizar sus tareas diarias, y antes de irse a dormir, lamía la palma de sus manos; y usando los dedos se acomodaba el cabello, con suma meticulosidad, una y otra vez, desde la frente a la coronilla y luego desde la coronilla a la nuca. Un día, cuando regresaba de comprar provisiones, un hombre robusto le cortó el paso e hizo el ademán de querer golpearla. Entonces, ella le lanzó una piedra y salió huyendo. Algunos vecinos dicen que cuando Azucena escapaba la vieron saltar una tapia con tanta agilidad como la de un gato… El forajido se desplomó en el suelo con la frente cubierta de sangre. El médico del pueblo y la policía llegaron al lugar y se llevaron al pobre tipo a la sala de primeros auxilios, esposado y vigilado por el agente.


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A los pocos días de lo acontecido Azucena supo que el infeliz había sido trasladado nuevamente a la cárcel de donde había escapado días antes, entonces se sintió aliviada. Sin pensar más en el asunto, se propuso cosechar las últimas naranjas y dedicarse a contemplar la belleza de los durazneros en flor. Depositó las naranjas en una fuente de mimbre, en la mesa del comedor, mientras los parientes de los dueños del campo, recién llegados de visita, armaban alboroto y parloteaban animados, principalmente un señor cuarentón, don Hugo, que hacía chistes elevados de tono. Aturdida, se alejó de la romería y tomando una naranja la comenzó a pelar cuando se vio sorprendida por alguien que la sostenía por la espalda y le decía con voz cavernosa: ─¿Nos vemos el martes preciosa? Presa del terror, soltó la naranja que tenía en sus manos imaginando que el criminal había regresado a tomar venganza. La ruidosa carcajada de don Hugo evitó que le clavara las uñas en el rostro, pero instintivamente, dio un salto y fue a pararse en las barandas del balcón, con la elegancia y velocidad típicas de un felino, para luego lanzarse, desde allí, a las ramas de los durazneros en flor. Frente al asombro de todos, desapareció entre los árboles transformada en gato.



SOBRE LA COMPILADORA

Elizabeth Toribio Maestra Jardinera, Escritora y Profesora de Arte. Nacida al sur de América del Sur. Cuando aprendió a escribir, de pequeña, comenzó a imaginar poesías y cuentos y hasta el día de hoy continúa haciéndolo. Cree que el arte es el gran refugio de las personas. En su labor como Docente, disfruta narrando historias y también escribiéndolas, junto a sus alumnos de Jardín de Infantes. Participó con sus obras de tres compilaciones de Editorial Dunken: “Palabras sublimadas” (2016), “Poetas contemporáneos” (2016) e “Historias huidizas” (2017). Actualmente vive en Buenos Aires.



ÍNDICE

Prólogo......................................................................................................... 7 María Andrea Abeledo - El Sultán ............................................................ 9 Maximiliano Aime - Contrafuego ................................................................11 Daniela Natalia Alaimo - El bondi .......................................................... 13 Marta Graciela Améndola - Un lugar ignoto ......................................... 15 Sabrina Ammazzagatti - Transición ..........................................................16 Elida Azcuy - Tú no Juan… ....................................................................... 18 Melanie Bais - Soliloquio del cansancio .................................................... 20 Marianela Balcarce - La inmortalidad de los bonsái ............................. 22 Andrés Norberto Baodoino - Pelota de trapo ......................................... 24 Sara Becker - Los cuentos que me contabas .............................................. 26 Branko Ivan Tadeo Beovic Araya - El esperador especializado ............ 28 Lujan Biaggini - ella y la muerte ................................................................ 30 Soledad Blanco - La princesa y el dragón ................................................31 Matias Bonavitta - Paisaje institucional ................................................... 33 Ada Bourdieu - La casona “EL Aljibe” ..................................................... 34 Jorge Briseño - La Ciudad ......................................................................... 36 Karen Abril Cáceres Aguirre - La persona correcta ............................. 38 Franco Calabresi - El espejo en sus ojos .................................................. 39 Mario Norberto Campos - La herencia .....................................................41 Leila Capdevila - El final ........................................................................... 43 Alicia Castellani - Irse ............................................................................. 45 Lucila Castro Díaz - El Ladrón del Cementerio ...................................... 47 Luis Ceballos - El Libro Fantasma ............................................................ 49 Julio Ruben Alejandro Chaile - Haciendo amistad con quien no la desea .. 51 Graciela Irma Climent - Infieles .............................................................. 53 Luis Colucci - El silencio ............................................................................ 55


218

Oscar Vicente Conde - La bicicleta .......................................................... 57 Marcela Beatriz Coñequir - el misterio de Anastasio ............................ 58 Rodrigo Andres Coria - Tommy y el mago ............................................... 60 Mariano Costa - Quisiera creer ................................................................ 62 María Eugenia Couto - La Abuela de mi Amiga ...................................... 64 Mariano Javier Cozzi - Dos veces libre .................................................... 66 Susana Curia - Astucia ............................................................................... 67 Luis De Cola - Los Roemer ......................................................................... 69 Carlos Octavio De Giovanini Perisotto - Sueño pesado ....................... 71 Alicia Cristina De Gregorio - En la red de la araña .............................. 73 Graciela Eva De Mary - Paso a saludar.................................................... 75 Lidia Dellacasa - El mirador ..................................................................... 77 Javier Dicenzo - Jorge Luis Borges en el jardin ......................................... 79 Eliana Digiovani - La flor del cactus ......................................................... 80 Facundo Joaquín Durán - Al rostro de la luna ......................................... 82 Matías Ezequiel Dusevich - El niño que quería ser una estrella ............. 84 Hugo José María Echavarria Seniquel - Del otro lado ......................... 85 Viviana Eugenia Estrada - Confidencias Nocturnas ............................... 86 Sonia Figueras - Una historia .................................................................... 88 Gabriel Finkelstein - El lapiz magico ...................................................... 89 Ricardo Forno - Donación ........................................................................ 91 Cristina Generosa Fregenal - Caminando .............................................. 93 Maria Magdalena Gabetta - Acecha en la oscuridad ............................. 94 Santiago Galazzo - Agua Tibia ................................................................ 96 Silvia García - Por amor al arte ................................................................ 97 Juan Manuel Giordano - Nunca hables con extraños .............................. 99 Susana Gomez - La Pandilla ......................................................................101 Maria Julia Gonçalves da Cruz - Te cuento un cuento que no es cuento ...103 Lucas Gonzalez - Sueños de premonición ............................................... 105 Gorro_Rojo - Conciencia ......................................................................... 107 Gustavo Eduardo Green - Limitaciones de un caminante ...................... 109 Mario Alberto Grinberg - La fotografía ................................................111


219

Gabriel Guerrero - Objetos imposibles ...................................................112 Nora Guida - Alma Verde ..........................................................................113 Diego Herlein - Todos merecemos una sombra ........................................115 Jorge Omar Hermiaga - ¿De que color es la primavera? .........................116 Ana Belén Jara - Los ojos del lobo ...........................................................118 C. Martín Juliá - Me pongo la ropa más vieja que tengo ........................ 120 Kiara Kaplan - Cayendo en septiembre .................................................. 122 Cristian Koch - La Serpiente ................................................................... 123 Mabel Labordiva - Herencia .................................................................... 125 Jorge Alejandro Lavera - Perfume ambiental ....................................... 127 Gabriela Lucatelli - Esa clase de mujer. ................................................ 129 Maria Silvia Machicote - La mudanza .................................................. 130 Amalia Filomena Maria Madeo - Testigo ...............................................131 Ivo Marinich - El general ladrón ..............................................................133 Alvaro Marrocco - La butaca deseada ...................................................135 Fernando Medeot - Inmóvil ......................................................................137 Liliana María Mendoza Mendoza - Mi abuela Amalia .........................139 Antonella Miari - Soltar Amarras ..........................................................141 Marianela Miño Ginesta - Extraño dolor de cabeza ..............................143 Joan David Neinadel - Fe al aire ..............................................................145 Juan Fran Núñez Parreño - Superpoblación ..........................................147 Melisa Osuna - La casa .............................................................................148 Alicia Pais - La cuestión del tiempo ...........................................................149 Moni Pas - Mi obsesión .............................................................................. 150 Andrea Pereira - La culpa es de Papá Noel .............................................152 Victoria Noemí Pérez - Juntos o ninguno ............................................... 154 Ricardo Luis Plaul - La tierra ................................................................ 156 Lidia Susana Puterman - Engaño ............................................................157 Maria Cristina Quarella - La biblioteca ................................................159 Maximiliano Reimondi - El anillo ............................................................161 Martin Renard - Un Vuelto.......................................................................163 María Julia Ricetti - El Placard ..............................................................165


220

Marcela Rodríguez - La meretriz ............................................................167 Facundo Rodríguez Pérsico - Culpable ..................................................169 Regina Romano - Insomnio ........................................................................171 Graciela Rosas - Se escapan, los que no saben ver...................................173 Alejandra Paula Rotman - Instrucciones para saborear una naranja ..175 María del Carmen Rourich de Navoni - El quinto escalón ...................177 Silvia Ruiz Diaz - Amor ............................................................................179 Gaspar Russo - Lejana introspección .........................................................181 Sonia Del Carmen Saavedra Gutierrez - Tal vez si, tal vez no ............183 Andrea Silvina Salazar - Cara de ángel ................................................185 Jorge Serángelo - Rebelde .......................................................................187 Rosa Serena - La cita .................................................................................189 Ivan Sicardi - Un día después… .................................................................191 Norma Nelida Siccardi - El color de las fiestas ..................................... 192 Ana Clara Tito - A donde me lleven mis pies .......................................... 194 Clara Traverso - Todos los años ............................................................. 196 María Mariana Trigila de Parente - Ensayo con Tiempo ................... 197 Teresita Vago - Héroe de barrio .............................................................. 199 Eugenia Fernanda Valdez - La cama de hierro ..................................... 201 Monica Elida Vazquez - La Venganza .................................................... 202 Mirta Ventura - Pelado ........................................................................... 204 Claudia Patricia Villafañe Correa - El alud ....................................... 206 Germán Villanueva - No digas nada ...................................................... 208 Gabriela Anabel Zatti - Aprendiz de magia ...........................................210 María Isabel Zelaya - La campesina gato ...............................................212 Sobre la Compiladora............................................................................215


Se terminó de imprimir en Impresiones Dunken Ayacucho 357 (C1025AAG) Buenos Aires Telefax: 4954─7700 / 4954─7300 E─mail: info@dunken.com.ar www.dunken.com.ar Agosto 2018





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