DESCRIPCIÓN DE UN HOMBRE NORMAL
R. Corduente
DESCRIPCION DE UN HOMBRE NORMAL I
La
noche es fría y desapacible, una siniestra luna, llena en su esplendor, siembra las húmedas calles del pueblo de sombras, que se deslizan acompasadamente por veredas y fachadas a su paso. Casi todo el mundo duerme en la tranquilidad de vivir en un lugar donde no ocurre nunca nada Son las cuatro de la madrugada, el reloj, en la torre de la iglesia, cumple con su cometido con toda puntualidad, como hace, cada hora, desde tiempo inmemorial. La tiniebla, tranquila y silenciosa, mece en su calma el deambular despreocupado de algún caminante solitario que siempre suele ser el mismo, y acompaña el incesante fluir místico de las aguas del riachuelo, que baja más crecido que de costumbre, porque ya ha comenzado a deshelar. El pueblo es pequeño y parece derramarse por la falda del monte, las calles de adoquines serpentean por la cima donde se asientan las oscuras casas de piedra y adobe con techos de pizarra. En sus canalones y en sus cloacas suena también esta noche la melodía de las aguas y las farolas iluminan innecesariamente las calles. Al llegar a una plaza central, una luz en una ventana rompe la armonía luctuosa de la escena. La casa, de tres plantas, da a la plaza, en cuyo centro, ajena a la insistente llovizna, una fuente mana con su cadente melodía, es un edificio viejo, que nunca fue señorial a pesar de su privilegiada ubicación, con enormes desconchados en la fachada, sucia de tiempo, pintada mil veces y pintarrajeada, un millón. Su superficie podría, por si sola, narrar la verdadera historia de España desde mediados del siglo diecinueve, pero permanece muda, soportando, con la paciencia de las cosas, el paso de los años y las impertinencias de los hombres. El portón de entrada está entreabierto, nunca encajó bien y nunca fue necesario encajarlo, porque aquí nunca pasa nada. La escalera oscura y desigual, de mármol hasta el primer recodo y el resto, de barro rojo, está en completo silencio y tan sólo iluminada por un tenue resplandor que proviene de la única puerta de la segunda planta, que está entornada, como invitando a subir y curiosear. Un leve movimiento de la mano es suficiente para abrirla por completo. La habitación está caldeada y huele a tabaco, una bombilla de 60 vatios ilumina pobremente la estancia que, aunque pequeña, se llena de rincones.
En el centro de la habitación, sobre una mesa camilla, desplazada a un lado y vestida con un viejo hule descolorido, permanecen inmóviles los restos de la cena, como en un bodegón, faltos totalmente de vida, como pertenecientes a un recuerdo, a una extraña sensación de frío o al impulso irreversible del asco a la agonía de lo perecedero. Junto a una botella de armañac casi vacía y un vaso de cristal desgastado en cuyo fondo se adivinan miles de proyectos ahogados, yace un paquete de tabaco en espera de un próximo impulso. Será, seguramente, de esa determinada marca de la que se ha estado fumando toda la vida, de la misma marca que aquel primer cigarrillo fumado a escondidas entre dos en los lavabos de un cine. La marca del armañac es lo de menos, pero no, la del tabaco, el armañac ahoga la vida en sus entrañas de alcohol, el tabaco le da alas, la acompaña y la vela. Es importante saber elegir la compañía y da fe de ello, un enorme cenicero rebosante de colillas arrugadas. A mano derecha, en un rincón, un hogar de adorno, absurda manifestación estética, que raya con la estupidez y sobre el hogar, un gigantesco reloj negro de péndulo, que parece presidir la estancia con su ceniza presencia y su aburrido tic tac. A mano izquierda, pegada a la pared, una oscura cama de bronce, verde por la antigüedad y la falta de limpieza, alberga entre sus barrotes, hechas un guiñapo sobre un jergón, mantas y sábanas, que dejan intuir largas noche cargadas de pesadillas, testigos mudos e impotentes de una vida, de horas y noches de dar vueltas en un desesperado y vano, intento por conciliar el sueño. Junto a la cama, la mesilla de noche, sobre la que reposa, cubriéndose de polvo, el ultimo best seller de quién sabe qué año, olvidado para siempre debajo de una pequeña bandejita china con las migajas de lo que en algún momento ha sido un desayuno, que a su vez está tapada por uno o dos periódicos antiguos. Bajo la cama, una maleta de cuero llena de polvo y recuerdos. Frente a la mesilla de noche, un viejo armario ropero con las puertas abiertas de par en par y la luna desportillada por los bordes, de cuyas perchas cuelgan dos o tres trajes gastados y alguna camisa blanca con los cuellos raídos por el roce, dos o tres cajas de zapatos apiladas y un par de corbatas de colores muy llamativos, casi insultantes. Un par de zapatos viejos y unos botines pintados de blanco dibujan el bodegón del olvido sobre una desgastada alfombra de lana, imitación persa, que hace mucho tiempo perdió sus colores originales. Frente a la puerta, sobre el viejo papel de la pared, alguna vez cargado de colorido, un trío de estrellas apagadas enmarcadas tras un cristal, tres seres seguramente amados con nostalgia, más por su falta, que por su anterior presencia y bajo ellos, una silla sobre la que descansa un papel cuidadosamente doblado con una inscripción garabateada a mano, casi ilegible.
II
La ventana de madera vieja, abierta de par en par, ha dado paso a la húmeda brisa de la noche. Nuestro hombre se encuentra en el centro geométrico de la habitación, bajo la bombilla y su sombra dibuja un redondel negro sobre la alfombra. El rostro es el de un varón de entre cuarenta y cuarenta y tres años, aunque, analizando con detenimiento, las profundas arrugas de su frente permiten intuir algunos sufrimientos de más. Viste, totalmente desabrochado, un pijama clásico, imitación seda, color burdeos con un escudo en oro bordado en el bolsillo del pecho. Sus pies están descalzos e hinchados, sus plantas, endurecidas por toda una vida de largas caminatas pateando mundo y no siempre calzados, se muestran al mundo impúdicos, como dándole la espalda. Todo su cuerpo permanece erguido, estirado en actitud mayestática, casi orgulloso. Sus músculos, fuertes y bien formados, arrogantes aún, permanecen relajados, no así su sexo, que se adivina provocadoramente erecto bajo el pantalón, en contraste con el gesto de su cabeza que, caída ligeramente sobre el pecho, da sensación de tristeza y desamparo. Sus manos robustas y llenas de callos, también dejan adivinar toda una vida llena de duro trabajo, pero hoy se descuelgan de los brazos agarrotadas, como implorantes. La mueca ridícula de su boca combina, en un histriónico gesto, con los ojos que, bañados en lágrimas, están vueltos hacia arriba, como en busca de inspiración. ¿Habrá imágenes en su mente? ¿Habrá algún tipo de reacción? Su alborotado pelo cano le da una apariencia de simpático revoltoso, incluso parece sacar la lengua. Pero, de todo, llama la atención su cuello que, en una postura forzada, recibe la presión del mortífero abrazo de una soga, que pende del gancho de la lámpara y amorata su rostro desfigurándolo. En el ruedo, tirado sobre la alfombra, el taburete cómplice.