Rocío

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Ricardo Corduente “Castelfiori”


Únicamente el brillo de sus ojos pardos, jaspeado constantemente de lágrimas y silencios, guarda hoy alguna relación con su hermoso nombre, elegido por azar o, tal vez, en un estéril intento de dar algo de contenido a su futuro.

Rocío nació, radiante y bella, una luminosa mañana de mayo, con la piel fresca de la primavera y alegría de vivir en el corazón. Sus enormes ojos, abiertos desde el primer momento de su alumbramiento, parecían buscar. Los dos hoyuelos de sus cachetes anunciaban que estaba preparada para reír, pero sus diminutos puños, siempre cerrados, decían que también estaba lista para luchar. Y, como todo el mundo, lloró en busca de calor y lo obtuvo y, mientras así fue, todo transcurrió con normalidad.

Más tarde, las miserias de la vida se cebarían en ella y toda su natural belleza se truncaría y envolvería su estampa con una pátina impenetrable que la protegería del mundo. Hoy su edad imprecisa refleja cierta aura de misterio en torno a ella, una ambigüedad sobrecogedora, que electriza los sentidos. Una hora a su lado puede parecer una infinitud, sus a menudo, eternos silencios, pueden enseñar más, que toda una vida y una sola de sus caricias puede dar tanta ternura, como el abrazo primigenio de una madre.

Su infancia más temprana, transcurrió con absoluta normalidad, arropada por el calor de su madre, que fue la única persona, en su vida, capaz


de darle amor sin pedir nada a cambio. Fue creciendo, poco a poco, aprendió a andar y a hablar, a decir mamá, que la llenaba de orgullo, a ser querida y a obedecer, a mirar al mundo, con recelo, desde su regazo, amparada por las duras, aunque suaves, manos que la guiaron desde el comienzo. Aprendió a reír a carcajadas y a llorar sin dolor, solo por pena, a comprender que la vida no iba a ser siempre tan sencilla y que no todos habrían de tratarla con amabilidad. A entender que en el mundo hay normas, que a menudo son incomprensibles, pero que hay que acatar, porque así debe ser, si no se quiere tener problemas y que unos mandan y otros obedecen y que, por mucho que se camine, siempre hay alguno que mande sobre los demás. Y aprendió a jugar, a cantar y a bailar y, con todo ello, a hacer feliz a su madre, que era lo que más le satisfacía de todo, a ser una niña dócil y obediente, el orgullo de aquella madre que, inconscientemente volcaba sobre Rocío todo el amor que no podía ofrecer a su marido ni a su hijo, demasiado ocupados los dos en tirar de una vida miserable lastrada por el paro, la marginación y el alcohol.

Hasta que, a los dos años, nació el pobre Miguelito y le substrajo por completo la atención de su madre. Con la estrella cambiada de orientación, aquel pobre diablo había empezado a agonizar desde el mismo instante de su alumbramiento y durante el resto de su vida, tuvo que depender de alguien, hasta para sus necesidades más elementales. Por aquel entonces, tal vez despechado por aquella desgracia, su padre comenzó a beber más y a maltratar a su madre, pero Rocío casi no recuerda. Sólo entrevé, en la neblina del tiempo, que cuando apenas contaba cuatro años, su madre, consumida en plena juventud, no pudo vivir más, los abandonó, una noche de invierno,


dejándole como única herencia, sus ojos profundos y un calvario. Pronto la vida había empezado a tratarla con descortesía, marcando la pauta de lo que iba a ser el resto de su existencia. Y con inflexibilidad, le ha ido

maltratando

tenazmente la belleza, a golpe de no dormir, más que tres o cuatro horas, cada noche y estropearse la salud, limpiando la mugre de otros.

Una fotografía de color sepia, llena de grietas, es el único testimonio que le queda de su infancia, lo demás se ha ido perdiendo con el tiempo y perdiéndose en el olvido, quizá por culpa de ese otro recuerdo, que borró los anteriores, aquella imagen tétrica de una mujer arrugada en plena juventud, expirando de cansancio y de pobreza, aquella mujer a la que debió querer de verdad, con el infinito amor, que solo una niña de cuatro años, es capaz de dar, aquella a la que, en sus últimos momentos, sujetando su manita junto al lecho de muerte, le arrancó una inexorable promesa que durante años ha sido la causa de su desgracia y ha marcado su destino, la más cruel de las pruebas para su generoso corazón.

Es entonces, que comienzan los recuerdos para Rocío. Una vida difícil para aquella niña, única hembra de una casa de varones descastados que jamás supieron tener una muestra de cariño hacia ella. Con un crío de dos años, el pobre Miguelito, a caballo constante entre la vida y la muerte por culpa de una pérfida leucemia, un viejo alcohólico, testarudo, irracional, que por genética, fue su padre y por la fuerza, su amo, y otro hermano, un déspota, que nunca se supo de quien era hijo y que había crecido en la familia, como un pájaro cuco en el nido ajeno, a costa de los polluelos propios. Ahí, si hay


recuerdos. Todos malos. Peleas inacabables con aquellos dos engendros de la miseria, gritos, escándalos, vergüenzas, andar siempre de un lado a otro tras ellos, bien para sacarlos borrachos de algún bar, bien, para sacarlos de la cárcel, donde ya la conocían con el triste apodo de el ángel de los desheredados. A su edad recibió más responsabilidades juntas que un ser humano normal en toda su vida. Y de no haber sido por el pobre Miguelito, no hubiera dudado en romper su promesa más de una vez. Pero sólo de pensar qué sería de aquella pobre criaturita, que a sus siete años no abultaba más que un crío de cuatro, su orgullo se desvanecía y una concha de resignada privación, la enajenaba de sí misma.

Cuando Rocío conoció a H, habían pasado cinco años, estaba hermosa, como no lo había estado mujer alguna y ya empezaba a estar harta. Harta del borracho de su padre, harta del hermanastro y sus zanganerías, harta de no poder devolver la salud al pobre Miguelito, harta de los señoritos de las casas donde servía, que andaban siempre con las manos donde no debían, harta de trabajar en la calle y en la casa y de no contar más que con sus ingresos para sacarlo todo adelante, harta de esperar alguna alegría de aquella vida tan tacaña y miserable, harta...

H fue la única persona en su vida que la trató con amabilidad, el único que le habló con dulzura y le ofreció un poco de comprensión. De pronto, apareció como la lluvia temprana, empapando su vida con un sentimiento nuevo. Entonces tuvo la sensación de que todo aquello era demasiado bueno, así, de repente.


Venía de la ciudad y sus modales eran muy distintos. Educado, sensible, daba gusto escucharle, nunca tenía una palabra malsonante ni un reproche. Era ingeniero de caminos y estaba dirigiendo las obras de un pantano a pocos kilómetros de allí. Un hombre culto y sencillo, que desde el primer momento le habló con sinceridad.

En un principio, Rocío se puso a la defensiva, no comprendía muy bien qué intenciones podría esconder aquel hombre de buena familia, con un importante puesto de responsabilidad en el Ministerio y con todo el dinero que pudiera desear, para con una pobre aldeana sin educación, con las manos ásperas de tanto limpiar y las ropas desfiguradas por los parches sobrepuestos. Pero él era distinto a todos los demás, no buscaba nada, simplemente la esperaba por las tardes en el parque, cuando ella sacaba al pobre Miguelito para que tomara un poco de aire fresco, y charlaba con ella o la invitaba a dar un paseo por la carretera, hasta el merendero de la Eulogia, donde se sentaban, durante horas, hablando de un montón de cosas maravillosas, que algún día, cuando terminaran las obras del pantano, la llevaría a conocer. Porque H estaba enamorado de Rocío y quería con su amor indemnizar de alguna manera aquella vida tan accidentada.

De esta forma se fueron aplacando en cierto modo las desdichas, entre ilusiones y promesas, entre planes y caricias y, antes de completado el primer año de sus relaciones, nadie sería capaz de dudar, que aquello terminaría en matrimonio, que por fin, la muchacha había encontrado alguien


bueno, que se preocupaba de ella. Rocío y el ingeniero hacían planes para el futuro y, por primera vez en muchos años, las vecinas vieron sonreír a la muchacha y bendecían a Dios que, por fin, se había apiadado un poco de la pobre criatura y bendecían la pareja. Tantas eran las penas que había pasado, que merecía haber encontrado a ese hombre comprensivo. Incluso el pobre Miguelito pareció recuperar algo de color, como queriendo aportar con su mejoría un granito de arena a la felicidad de la muchacha.

Como en la mayoría de las ocasiones en que se es feliz, los días pasaron muy deprisa, casi desapercibidos. La obra del pantano concluyó y el momento que, tantas y tantas noches, habían estado planeando, llegó. Pero Rocío le daba largas. Sentía pánico de tomar aquella decisión. Nuevamente el insomnio le llenó las bolsas de los ojos y su sonrisa volvió a tornarse mustia por la preocupación. H lo sabía y no la atormentaba. Esperó un mes más y luego, otro y otro y otro, en silencio, dejándole tiempo para que preparase su definitivo paso adelante, pero su carácter volvía a ser cada vez más agrio. Ya no sonreía, apenas salía de casa para ir a trabajar y hablaba con él fugazmente, como inmersa en hondos abismos de pensamientos negros, sufriendo en silencio, hasta que una noche, una amarga elocuencia se apoderó de sus labios, para soltar, de una vez, sin respirar apenas, todo el veneno que la consumía.

Le confesó que lo amaba, como nadie en el mundo era capaz de explicar. Su cuerpo de mujer y su corazón de amante le pedían a grandes voces que escapara, que se fuera con él al fin del mundo. Entre lágrimas le


contó cuántas veces, en la soledad de su jergón, había soñado con ser su esposa, cómo deseaba vivir el resto de su vida junto a él... Sin embargo, todos tenemos una cruz, una penitencia particular que nos es impuesta como renta por vivir en este infierno y a ella le había tocado sacar adelante una casta de desheredados y ella debía cumplir con su misión, muchas veces, sin llegar a comprender muy bien por qué lo hacía, sin llegar muy bien a alcanzar qué extraño poder mágico encerraba el juramento que había hecho en el pasado y que la obligaba a velar por una criatura infeliz, que mejor estaría muerta que viva. Y ahora, que amaba sin límites, como nunca había hecho en toda su vida, ahora, que tenía ante sí la oportunidad de rehacer su maltrecha existencia, otro tipo de amor irracional y congénito que corría por su sangre, le empujaba desde dentro impidiéndole abandonar la camada.

Lloraba

amargamente

y

H,

absorto

de

estupor,

intentó

convencerla con todos los argumentos que hallaba a su alcance. Nadie podía estar obligado de por vida a arrastrar aquella carga, no había motivo para seguir humillándose ante aquel par de bestias negras, que la trataban como a un perro y se aprovechaban de su bondad, en cuanto al juramento, podía cumplirlo, ya que al pobre Miguelito iría allá donde fueran ellos. Pero fue inútil, no se puede luchar contra la sinrazón del instinto. Aquella noche se despidieron llorando, era la última despedida, esa que llena las frases de puntos suspensivos, sin decir adiós y a la vez, sin una cita.

Ningún ser humano ha llorado tanto. En sus ojos en ningún momento volvió a faltar una lágrima. La felicidad había pasado por su puerta,


como los trenes, por un apeadero de segunda, con el tiempo justo para tomarlos y huir. Y precisamente en un tren, se alejó de ella. H no podía demorar por más tiempo su partida. Tenía que dirigir una nueva obra en el Norte de África.

Volvió a ser Rocío, la desgraciada, fregando pisos con más fuerza que nunca, como queriendo castigar una falta, que nunca había cometido, luchando contra su destino ciegamente, ajena al mundo y a sus gentes. Los días y las noches se fundían en sus manos y lo mismo se la podía ver de noche que de día, inclinada hacia abajo sobre su labor, sin dejar de trabajar ni un solo instante, como si de aquella manera, consiguiera alejar de su recuerdo la imagen de lo perdido. Llorando en silencio, sin una queja, sin un reproche.

Transcurrieron dos años. Una noche, mientras planchaba la ropa, el pobre Miguelito dio su último suspiro. Lo hizo, como siempre vivió, sin una mueca de dolor, sin una queja. La muerte se lo llevó suavemente, como si le quisiera recompensar por su vida. Se fue de noche. Y con él, se fueron muchas cosas, sobre todo, el negro nubarrón que invadía los pensamientos de Rocío. Ahora veía muy claro que nada le unía a aquella casa ni a sus despreciables inquilinos, allá ellos con sus miserias.

Y harta de estar harta, decidió intentar la aventura de salir a buscar su vida, quizá le quedara tiempo para poder rehacerla. Sin más preparativos que una maleta pequeña, con sus mejores prendas y sin despedirse de nadie, subió al tren sin mirar atrás, como temiendo aún, al


hechizo que la ataba al pueblo. El silbato del tren le heló la sangre, allí estaba ella, cruzando por primera vez el umbral del mundo, que empezaba allá donde se perdían los campos y por primera vez también, sintió que su cuerpo era todavía joven, a pesar de su alma.

La ciudad. Un sobrecogimiento de pánico y admiración, una locura emocional mezcla de alegría, impaciencia y miedo en un fino frasco de cristal. Todo era tan grande y desconocido, tan inhóspito y acogedor a la vez. Millares de personas se movían como hormigas, de un lado para otro, sin reparar siquiera en su presencia y ella allí, en medio, con su maleta, su aspecto provinciano y una única conexión con aquel mundo de ruido y colores, una clave misteriosa escrita en un trozo de papel, debajo de un nombre, el de H.

Entró en un bar y pidió un café. No sabía qué hacer. Por una parte, necesitaba verlo, volver a hablar con él, sentirlo nuevamente entre sus brazos, volver a amarlo... Pero, había pasado mucho tiempo y, tal vez, ya no quisiera saber nada de ella... ¡¡Dios, Dios!! Tenía que seguir adelante, intentar volver a coger el tren de la felicidad, al menos, intentarlo.

La casa de H era suntuosa, a Rocío se le antojó un palacio. A punto estuvo de dar marcha atrás y olvidar aquel sueño, tantas veces acunado. ¿Sería igual ahora? ¿Cómo la recibiría? ¿No habría olvidado ya a la pobre aldeana de provincias, que había conocido en uno de tantos trabajos? No, H no era así, ella lo sabía. Habían pasado dos años pero en sus oídos resonaban


aún las frases amables y los piropos ingeniosos y en su piel se conservaba aún el calor de sus caricias.

Llamó a la puerta. Un criado vestido de negro la recibió con afectada cortesía. Cuántas veces maldijo a aquel pobre hombre correcto y amable, cuánto llegó a odiarlo sin conocerlo. Él fue su último contacto con la vida, un viejo desconocido y amable. H no vivía en la casa desde hacía dos meses, al casarse había cambiado de domicilio a...

¿Para qué continuar escuchando? Una avalancha de vacío la envolvió, tornó sobre sus pasos en silencio, atrás, el maldito viejo seguía dando explicaciones, pero Rocío ya no escuchaba. Odió con todas sus fuerzas al mundo entero. Odió sin distinción, sin discriminación. Con su maleta en la mano se internó nuevamente en la ciudad, como quien entra en una cueva, como un tren que desaparece en un túnel.

Hoy se llama Pepa, vive y trabaja en Madrid, en la calle, junto al Rastro y, por no más de dos o tres mil pesetas, puede ser vuestra toda la noche, amándoos en silencio con tal intensidad que da la sensación de que cada vez va a ser la última.



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