El presidio

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Ricardo Corduente “Castelfiori”



El tiempo, en el deseo, marchita las esperanzas y oscurece el alma, hasta más allá de la razón.

Hace muchos años, fue encerrado en esta celda, tantos, que ya no recuerda nada del exterior. No supo nunca, tampoco, por qué lo habían encerrado. Una mañana, se presentaron en su casa dos soldados y le obligaron a acompañarles. Lo recuerda muy bien, pues todos y cada uno de los momentos últimos de su libertad, los había fotografiado en su cabeza, hasta en los más ínfimos detalles, tras tanto haberlos rememorado, una y otra vez. La puerta del galpón quedó abierta y desde la verja, el viejo pastor alemán observaba, con cierta tristeza, su partida, pero imprevisiblemente, no hizo el más mínimo gesto por ayudar a su amo. Recuerda, también claramente, las caras de sus dos escoltas, secas y amargas, tras unos mostachos exagerados. Ni una sola palabra más, le fue dispensada a partir de aquel momento. Nadie le preguntó ni le acusó. Simplemente, le condujeron al zulo y allí, le encerraron, sin violencia ni brusquedad, pero sin concederle la más mínima explicación o deferencia. En la pared circular, junto al techo, once orificios, estratégicamente situados, permitían tener una visión completa de las dimensiones del zulo y de sus accidentes. Parecía ser un receptáculo excavado en la tierra, en cuyo centro, se abría un gran pozo, que dejaba tan solo un pasillo de aproximadamente un metro y medio, a su alrededor, junto a la pared. El fondo del pozo permanecía en la más completa oscuridad, lo que impedía saber cuales eran sus dimensiones exactas y lo más importante, cuál era su profundidad, podía tratarse igualmente de un lecho excavado en el suelo o de un pozo abismal. Pensó que lo primero que debía hacer era averiguarlo y lanzó una de sus zapatillas al centro del pozo. No la oyó caer. Entonces, poniéndose de rodillas, a orillas del pozo, gritó. Su grito se diluyó en cientos de gritos menores que se repetían monótonos en un eco infinito que los iba amortiguando. Aquel pozo debía ser verdaderamente profundo, por lo que decidió, desde ese momento, caminar siempre con los pies juntos y pegado a la pared. Para dormir, se sentaría con la espalda apoyada en la pared, para evitar el peligro de caer al vacío, si se revolvía en sueños, merced de alguna pesadilla, que era lo más probable que le sucediese, en cuanto cerrase los ojos para intentar conciliar el sueño. - De todas formas, no pueden tenerme encerrado por mucho tiempo. Yo no he hecho nada y seguro que se trata de una equivocación. Mañana me dejarán en libertad y todo pasará por no ser más que una desagradable anécdota.


Pero pasaron los días y nadie apareció en su busca. Poco a poco, fueron desapareciendo los agujeros de la pared. Desaparecían por la noche, sin que se diera cuenta, hasta dejarlo sumido en la más acongojante oscuridad y en el más desolador silencio, sobre el que los únicos sonidos que percibía eran los de sus pasos y su respiración. Y el silencio sordo del abismo. Los alimentos aparecían por arte de magia y debía localizarlos a tientas, guiándose, únicamente, de su olfato. Siempre con el temor de caer al vacío. De todas formas, había acabado por acostumbrarse a aquella vida desamparada. Con el tiempo fue aprendiendo entretenidos juegos con sus manos y sus cabellos y gran parte de su tiempo, la empleaba en estos menesteres. Pasaba seguramente, días enteros jugando con sus bucles, esculpiendo quiméricas figuritas diminutas de cabellos, que transportaban su imaginación a los tiempos, ya remotos, en los que era un hombre libre. De vez en cuando, sin embargo, sufría alucinaciones, que le ponían en grave peligro de precipitarse a las profundidades del pozo, pues imaginaba en la pared hermosas aberturas, ventanas cargadas de coloridas macetas por donde creía ver entrar los dorados rayos del sol, bañándolo todo de luz. El agujero del centro, se encontraba entonces, totalmente cubierto de tierra y plantado de mullido césped y hermosas margaritas y sentía el repentino impulso de lanzarse sobre ellas y tocarlas con sus dedos. De repente, la visión desaparecía bruscamente y se encontraba balanceándose, al borde del precipicio, en la silenciosa oscuridad, asustado y llorando desconsoladamente por su triste destino. Sabía que nunca terminaría de acostumbrarse a aquella terrible soledad y en su desesperación, gritaba llamando a sus invisibles carceleros, exigiendo alguna explicación. Y presa de la locura, golpeaba los terrosos muros con sus puños hasta sentir correr la sangre por sus antebrazos. Intentó, por todos los medios, averiguar cómo le introducían el alimento, pero siempre aparecía la lata en lugares distintos y siempre en una ubicación opuesta diametralmente a donde él se encontraba. El cacharro desaparecía, para volver a aparecer, en otro lugar, cargado con aquella especie de repugnante bazofia, siempre la misma, que le servía de sustento. En varias ocasiones, permaneció con el pote asido férreamente, en la esperanza de que, a través de él, pudiera llegar a lograr algún contacto con el exterior, pero mientras el utensilio estaba en su poder, nada aparecía en su interior, hasta que, vencido por el hambre, decidía depositarlo en el suelo. Inmediatamente, desaparecía de su lado y de inmediato, empezaba a distinguir el olor del comistrajo. Cuando conseguía guiarse hasta la cazoleta de lata, nada, ni el menor indicio, no había puertas ni trampillas y la pared parecía compacta. Un misterio. Como si la comida apareciera dentro de la lata por generación espontanea. Cierto día, cuando ya casi había perdido las esperanzas de hallar algún contacto con el exterior, sucedió lo inesperado. Un temblor de tierra sacudió todo el recinto y un gran terrón se desprendió de la cúpula y una luz cegadora invadió todo el recinto.


Tan acostumbrados estaban sus ojos a la oscuridad, que tuvo que pasar varios días sin abrir los ojos, más que por las noches. Mientras tanto, en su cabeza no había lugar para otra idea, que la de abandonar el agujero. No importaba lo que fuera a encontrar al otro lado, lo únicamente importante era salir de aquella cárcel. Cualquier otra idea, como la de saber por qué sus carceleros no hicieron ademan de tapar el orificio, tras tanto tiempo de celosa oscuridad o la de imaginar qué haría, una vez saliera por aquel butrón, era desterrada, por la de urdir un urgente plan de fuga. Debía buscar una manera de alcanzar el agujero que se abría en el techo, junto a uno de los lados de la cueva. La mañana del octavo día, tras haber domesticado la vista a la luz, miró por primera vez, la abertura que daba al exterior, era una ventana para él. La más hermosa de las ventanas, que no necesitaba visillos ni macetas ni cristales porque era la belleza materializada y el trozo de cielo que se veía a través de ella, el más claro del Universo y sus estrellas, las más brillantes de la noche. Ahora, más que nunca, deseó salir y arañó con rabia las paredes. Sucedió que, algunas partículas de tierra, cedieron a la presión de sus uñas. Tal vez, podía excavar una escalera en la pared y llegar, a través de ella, a la libertad. Se puso manos a la obra, ayudándose de su pequeño recipiente de lata comenzó, presa de la excitación, pero pronto descubrió que aquella no iba a ser una tarea fácil y que iba a necesitar mucha paciencia y gran resistencia, ya que, cada escalón, debía tener espacio suficiente para que cupiera su cuerpo en el ascenso. Dosificó entonces sus esfuerzos, para no agotarse demasiado pronto, debía ser metódico o podía perder su última oportunidad de recuperar la vida. En períodos regulares de tiempo, guiado por el avance de las estrellas a través de la terraza de su particular mirador y haciendo metódicas paradas para descansar, iba arañando la pared y arrojando la pobre carga de su cazoleta al fondo del abismo, que a pesar de la claridad que asomaba, de día, por el tragaluz, continuaba manteniendo el mismo aspecto tétrico y profundo. Logró hacer dos escalones el primer día y estaba debilitado. Debía aprovechar hasta la última gota, de aquel maldito brebaje que le suministraban, si quería terminar de llegar arriba algún día. Cuando fue a buscar su recipiente, que últimamente siempre se lo dejaban en el lado oscuro del recinto, descubrió que quien quiera que fuera el malnacido que se la servía todos los días, al no encontrar la lata, había omitido el rancho de ese día. "No he de descuidarme -pensó-, necesito alimentarme para seguir adelante y he de procurar mantener silencio cuando se acerca la hora de la comida. No sé qué harían mis guardianes en caso de descubrirme." Durante los siguientes cuatro días, fueron suspendidas las excavaciones. Debía conocer, con la mayor precisión posible, los horarios de sus captores, para poder depositar la escudilla, a tiempo de recibir su ración diaria. El quinto día reinició el trabajo y unos diez minutos antes de que llegara el avituallamiento, su herramienta múltiple estaba en el suelo, dispuesta a


recibir otra ración de aquella especie de puré caldoso, que había estado tomando desde el primer día. Fueron pasando los días y la obra fue progresando. Un instante antes de la hora del rancho, dejaba el cacharro en el suelo y unos segundos después de comer, reiniciaba su tarea metódicamente. Lo más difícil, fue aprender a trabajar, semisuspendido en el aire y sujeto con una sola mano al borde de un escalón de tierra, embutido, de rodillas, en un hueco, apenas suficiente, mientras con la otra hacía fuerza para conseguir arrancar un poco del apreciado material. Pero, al llegar al sexto escalón, a unos tres metros de altura, sobre la corona circular, tropezó con un obstáculo con el que no había contado. Una roca se hallaba incrustada en la pared, suficientemente grande, para que fuera imposible de sortear y de excavar, Por otra parte, debido a que la chimenea de la cueva estaba literalmente pegada a un costado de la misma, se hacía imposible comenzar el escarbado en ningún otro lugar. Aún así, no se dio por vencido y se decidió a esculpir sobre la roca el escalón, que según su cálculo, sería suficiente para vadear la piedra. Para su nueva tarea hubo de cambiar de sistema, ya que rascando sobre la roca poco se podía conseguir, su única posibilidad era intentar desportillarla a golpes. Su utensilio de avituallamiento comenzó a sufrir irreparables daños. Los primeros días pudo volver a dar al cacharro la forma necesaria par poder albergar la papilla, pero a fuerza de doblar y desdoblar el pote se fue mellando hasta partirse en dos. Seguramente, a partir de ese momento, comenzaría a faltar su subsistencia y apenas si había podido dar forma a un pequeño hueco en la piedra, suficiente para que cupiera la punta de un pie. Debía construir al menos otro hueco similar. Los días que siguieron fueron desesperantes. Golpeaba una y otra vez sobre la roca haciendo saltar pequeños fragmentos. Sus manos, envueltas con los jirones de su camisa, comenzaban a sentir el dolor de las ampollas, que se reventaban y el filo de su improvisada herramienta, se clavaba en el trapo, con endemoniada terquedad. Una mañana, en su delirio, le pareció ver, a través del hueco, asomar la cabeza de una niña rubia. El miedo a volver a tener alucinaciones, le puso ante una encrucijada terrible, solo resuelta, cuando cayó en la cuenta de que, de todas formas, moriría si no seguía adelante. Siguió, cada vez más débil, haciendo lo imposible para no perder el equilibrio, tanto físico como emocional, pero tal era su ansia por salir de aquel maldito hoyo, que sacaba fuerzas de flaqueza, para incorporarse cada vez y aferrarse a la pared, con la misma firmeza que un pájaro carpintero se asegura a su árbol. Por fin, llegó el día esperado. Su demacrado cuerpo se puso en pie al despuntar el alba. Ya no quedaba rastro de carne entre su piel y sus huesos. Sus ojos, llorosos de felicidad o de sufrimiento, se hundían en sus pómulos, sobresalientes, como dos bolas de jade. Desde el último escalón, podría asomar parte de su cuerpo al exterior. Trabajó toda la mañana. No le importaba ya el suministro. Solo tenía un objetivo y lo iba a cumplir. Cuando hubo terminado el último paso, miró, sin poder evitar cierto grado de fascinación, hacia el agujero, escupió dos veces en él, con infinito gusto, y partió hacia la libertad.


La luz del sol era mucho más fuerte en el exterior y ello le obligó a mantener los ojos cerrados durante largo rato. Poco a poco fue entreabriendo sus párpados, con paciencia, que era lo que mejor había aprendido durante su cautiverio. Entonces fue consciente de que estaba fuera del agujero y vio el pozo a sus pies y el espacio exterior, que se le antojaba distorsionado y se le venía encima oprimiéndole como un gigante. Agorafobia, ahora, no era posible. Retornó sobre sus pasos. "Solo un par de metros. Necesito pensar y ahí fuera no puedo hacerlo. Esa luz no me deja concentrar. Y esa sensación que me produce tanto espacio... No sé qué debo hacer. Estoy desconcertado..." Había pasado tanto tiempo, que no recordaba por qué quería salir de allí. Su estado era tan débil y deplorable, que había perdido su sano juicio. Creyó que se iba a volver loco. La cabeza le daba vueltas confusamente y su boca no paraba de musitar frases inconexas, que ni él mismo comprendía. Rápidamente bajo por la artesanal escalera y comenzó a dar vueltas alrededor del recinto como un poseso. Cegado aún por el brillo del sol, dio, finalmente, un paso en falso y cayó al vacío. Dos días más tarde, obreros de la administración, construían una arqueta, tapando el misterioso agujero.


por: Ricardo Corduente “Castelfiori” (mediados del Siglo XX)


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