Desconcierto

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Lupita Mueller

Disconcert Desconcierto

Lupita Mueller



Desconcierto

Lupita Mueller


© Lupita Mueller, México, 2013


a Thomas, Diana y VĂ­ctor con amor a Roberto Ruelas y Alejandro Rivera



a J端rgen Pfeifer



I

La casa huele a moho, a hierba mojada. Una lluvia torrencial que acaba de caer eleva la humedad del clima cada vez más cambiante y caprichoso. A través de los grandes ventanales se puede apreciar el río Rin, reflejando un manto de plata extendido en el horizonte en una paz casi inconcebible. En el jardín se aprecia un kiosko barroco donde la familia suele tomar té y mirar los barcos que transportan desde materias primas hasta automóviles lujosos. Frente a la enorme mansión se encuentra Ernst von Reiter, a quien saludan desde la distancia los turistas. Él alberga una especie de desasosiego y desesperanza en su alma. Su tez es pálida, sus ojos cafés claros, bondadosos, fijan la mirada en la orilla opuesta como anhelando un alivio a la confusión que le provoca sentirse cada vez más alejado de lo que pudiera llamarse felicidad. Su pelo rubio se mueve con el viento, su nariz curva percibe el olor a pescado muerto. Es un hombre alto y recto en todo el sentido de la palabra; fiel a sus creencias y convicciones. Fue educado en el seno de una familia católica, pero desde hace tiempo se ha alejado de la Iglesia. No obstante, cree en un Dios bondadoso, protector, y por las noches reza 7


fervientemente. Su posición económica le permite tener sirvientas rumanas, un mozo mexicano y un chofer africano. Su vasta cultura y su independencia lo llevan a ser condescendiente con personas de otros países y le gusta investigar sobre sus costumbres. Sus maneras son suaves, casi femeninas, y mantiene la mayoría del tiempo una serenidad imperturbable. Su éxito en las inversiones lo ha llevado a elevar la fortuna que lograron sus ancestros gracias al buen manejo de los viñedos de su propiedad que se extienden a lo largo del río. Ernst suspira profundamente rascándose la cabeza, como tratando de olvidar sucesos que cambiaron su destino, el destino que de niño –viendo el mismo paisaje– lo llenaba de emoción y sueños. Últimamente ha pensado en llevar a Hilde, su esposa, a un centro de rehabilitación donde espera la puedan ayudar. Hilde es morena y posee una belleza exótica y excitante a la vez. Sin embargo, Ernst no tiene relaciones con ella desde hace algún tiempo. Ella parece guardar un secreto misterioso y es impenetrable como un bloque de mármol. Ernst enciende un cigarro inhalando con fuerza, como deseando aclarar su mente. Conoció a Hilde en sus tiempos universitarios en Berlín; ella estudiaba literatura inglesa y él economía. Coincidieron por primera vez en el comedor estudiantil, cuando ella coquetamente le preguntó si podía acompañarlo; él se sintió perturbado, no estaba acostumbrado a tal extroversión. Cuando asintió, la miró como quien descubre por primera vez la perfección: morena de ojos grandes, profundos y vivaces, su nariz recta armonizaba con el óvalo de su cara, el mentón era firme y bien definido, sus labios gruesos y carnosos parecían decir: bésame. Ella le comentó con mucha gracia que le aburrían las novelas que tenía que 8


analizar, que había descubierto que la realidad la ficción y deseaba mejor volverse cantante como Marlene Dietrich o Ute Lemper; Ernst conversación con el interés de un sabio, prendado de aquel ser tan distinto a él.

superaba a de cabaret escuchó la quedando

***** Desde aquel primer encuentro impactante continuaron viéndose. Ernst reaccionaba a cada uno de los caprichos de Hilde, ella gozaba de la buena y animada vida que compartían; paseaban por el Kurfürstendamm, frecuentaban los grandes almacenes y por las noches iban, por voluntad de ella, a los cabarets. Ernst la complacía con un fervor demencial, nunca había conocido a una mujer tan fogosa que despertara en él una pasión desconocida. Hilde parecía tener prisa constante y Ernst era el otro lado de la moneda. La niñez de él estaba impregnada de una solemnidad tajante. Se había educado con los monjes benedictinos, quienes le enseñaron a vivir modestamente rodeado del más estricto silencio, aunque le permitían que escuchara música clásica y tocara piano. La vida religiosa le había cimentado a fondo los principios éticos y espirituales. Durante las vacaciones en casa de su madre leía libros de teología y un buen día le anunció a Sybille, su madre, proveniente también de una familia aristocrática como su padre, que el Señor lo llamaba al sacerdocio. Sybille se entrevistó con el padre Amadeus, un hombre honesto y sincero, quien le aconsejó que mandara a Ernst a Berlín para que conociera una vida contrastante. La madre puso el grito en el cielo, pero terminó cediendo porque respetaba mucho la opinión del padre Amadeus. 9


***** Emst llegó a un departamento en Dahlem y el primer mes experimentaba una angustia desconocida. Berlín era una ciudad enorme, ecléctica y cosmopolita. Sin embargo, él la encontraba demasiado grande y ruidosa. Su transformación llegó cuando conoció a Hilde, ese ser enigmático y a la vez fascinante. Entonces Berlín le pareció una ciudad interesante y bonita. La primera noche que durmieron juntos fue ella quien comenzó con el juego del amor, le hablaba cerca del oído, lo besaba en todo el cuerpo y le quitaba la ropa; Ernst sintió que todo su cuerpo era eléctrico, que todo en él se erguía como un potro desbocado; ella se desvistió coqueteándole con los ojos y lo empujó con fuerza hacia la cama; la humedad y la estrechez de ella lo hicieron emitir un gemido de dolor y placer; ella se movió con desenfreno dentro de él. Cabalgaron reconociendo su piel, su sudor, y ella derramó su frenesí en tres ocasiones sobre él hasta que Ernst pudo eyacular en ella entre espasmos y sollozos de alegría. Más tarde, Hilde se levantó de la cama, mientras Ernst dormía plácidamente, se puso una bata blanca de él y con cierta melancolía, que solía invadirla cuando menos lo esperaba, miró el mobiliario que debía ser costosísimo; los cuadros y un crucifijo de marfil sobre el escritorio le daban una sensación de extrañeza, también había una fotografía que mostraba la figura de una mujer elegante, de quien dedujo debía ser la madre de Ernst. Ella suspiró profundamente al tiempo que pasaba el dedo índice sobre sus labios como queriendo ocultar algo, y recordó la 10


pobreza que rodeaba su niñez en torno a una familia rota, con un padre a quien le gritaba su madre que era un parásito, inútil, incapaz de levantarse de la cama, y que no servía ni en ella. El padre se tapaba con las cobijas como construyendo un enorme caparazón que lo encerraba en otro mundo. Ana, su hermana gemela, no tan agraciada como ella, tomaba el rol de madre, pues la defendía de su madre real, quien solía golpear a Hilde sin ningún motivo. La consolaba en el cuarto compartido con juegos de mesa y otros trucos que inventaba para quitar el trago amargo de la niñez robada. Una vez que Hilde se calmaba, Ana y ella se disfrazaban jugando, disfrutando cada momento, y por momentos olvidaban sus miserias. En ocasiones, la madre las descubría, les pegaba con un cinturón y las encerraba en un cuarto oscuro. Hilde, quien sufría de incontinencia por las noches, corría junto con Ana a la lavandería para no padecer mayores represalias. En la lavandería atendía una viejecita muy simpática y no les cobraba un centavo porque le complacía que las niñas la escucharan. Su padre las abandonó cuando su madre se lió con un intruso. Los momentos vividos con el amante de su madre, quien amarraba a su gemela Ana y le tapaba la boca para que no gritara mientras él vejaba a Hilde, eran como el hacha que derriba un árbol; su pequeño cuerpo temblaba silenciosamente. Cuando el intruso se retiraba, Ana la consolaba y se metían a la tina para jugar con la espuma tratando ambas de olvidar a ese hombre de manos grandes, ojos azules y estatura mediana. No era un hombre de mal ver, no obstante a Hilde le parecía un ser abominable. La madre descubrió las vejaciones del tipo y lo corrió de la casa; no obstante, cayó en una enfermedad que la puso en un estado vegetativo y tuvo que ser trasladada a un hospital en las afueras de Berlín. Hilde sintió gran tristeza 11


por su madre. Ana, temiendo que su hermana se deprimiera, se las arregl贸 para conseguir un trabajo en una panader铆a para que as铆 Hilde tuviera la oportunidad de terminar el bachillerato y seguir sus estudios universitarios. Entonces ces贸 la incontinencia.

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II

La primera en enterarse de lo sucedido entre Hilde y Ernst fue Ana, al regresar del trabajo, pues fue recibida con una efusividad desbordante. Ana no tardó en adivinar que su hermana estaba en un estado de embelesamiento debido a su más reciente enamoramiento. Hilde se apasionaba constantemente de sus conquistas, por lo que Ana dejó caer su cuerpo en la cama preguntando el motivo de tanta alharaca. Hilde le comentó a su gemela, con lujo de detalle, la noche anterior. La caballerosidad de Ernst, su inexperiencia, su afinidad y la hermosa mansión. Ana le pidió que le quitara los zapatos pues estaba cansada de trabajar parada tras el mostrador todo el día. El entusiasmo de Hilde comenzó a preocuparle seriamente porque no quería verla más en sus momentos de lejanía y profundo silencio cuando percibía que habría experimentado una ruptura sentimental. –No lo tomes tan en serio, apenas lo conoces –sugirió Ana. –Es mi alma gemela, te lo juro. –Tu gemela soy yo, Hilde. –Eres una aburrida e insoportable; ándale, duérmete que ya no te contaré nada. 13


–¿Ni siquiera si es bueno… tú sabes… íntimamente? –Todavía no. Yo le enseñaré. Él es como un bebé, hermanita. –Pues le vas a tener que cambiar el pañal. “Le daré pecho”, gritó Hilde, en el instante que azotaba la puerta, cerrándola, y se dirigía al refrigerador para prepararse una lata de sopa de lentejas; se sentó encima de un mueble de la cocina y comenzó a acariciar su cuerpo como si fuera el de Ernst. Los hombres que había conocido eran un dechado de egolatría, insulsos. Ernst compartía con ella sus gustos, no le imponía ninguna regla u observación. Le daba libertad pero también una enorme sensación de sentirse protegida. Cuando terminó las lentejas, arrojó la lata en el basurero de desperdicios orgánicos en señal de rebeldía y desafío. Ella amaba ser anarquista, rompiendo los letreros de prohibición de Ana, y frente al de “Fumar mata” procedió a encender un cigarro como burlándose de la muerte, pues en última instancia no era otra cosa que pasar de la materia para transformarse en algo metafísico que bien pudiera ser un nuevo ser; el sentirse renovada le provocaba gracia por eso de la disolución de la vida, que era como dar un paso en la luz que percibía entraba por su cuerpo para extenderse en un espacio donde sólo cabían: Hilde y Ernst… Ernst e Hilde. ***** Ernst abrió la ventana de par en par. Miró las sábanas revueltas y las acarició como cuando experimentaba una gran devoción por Dios. Y a Dios le agradeció haber puesto en su camino a esa mujer extraordinaria por quien 14


su alma se sentía exaltada y no dudó que el hombre y la mujer debían ser una unidad, como cuando se juntan las nubes en el cielo formando un manto blanco cubriendo las montañas alpinas. Con gran pasión tocó en el piano a Beethoven contagiado por el impulso de la fuerza que le brindaba el amor por esa mujer indomable que le arrebataba el pensamiento y la paciencia por esperar un nuevo roce, un nuevo beso, un nuevo deseo. Cuando se calmó un poco le habló a su madre para decirle que por primera vez estaba enamorado y deseaba llevar a Hilde a su casa para que la conociera. Sybille reaccionó con escepticismo y celos, pero le dijo a su hijo que estaría más que encantada de recibirlos.

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III

Tú no puedes alejarte de mí. Soy tu pasado que te reclama. Soy el recuerdo que te inquieta, el que tocó tus pequeñas manitas porque siempre te cuidé. Ahora lo sigo haciendo y sé que volverás a mí. Estoy seguro de que te gustará vivir en la inmundicia rodeada de gente de todo el mundo, porque Alemania ya no es Alemania. Los extranjeros son mis compañeros y me convienen porque son poco convencionales. Ellos conocen este mundo de suciedad, de confusión. Nuestras ilusiones se reducen en días grises, a la mierda de los perros que cagan en la calle como lo hago yo mismo porque aquí no hay esclavos ni criados y formamos una hermandad auténtica. Yo no soy ningún títere que se deja doblegar por las mujeres que me rodean. Las utilizo como lo hice contigo y somos felices. Tú debes sufrir porque quisieras olvidarme. Quisieras que nunca hubiera rosado tu cuerpecito con mis brazos tatuados. Y tú sufres también porque quieres que desaparezca. ¡Qué ridícula! Sólo yo conozco tu alma. Esa alma enferma vulnerable y voluble. Te conozco tan bien que sé que regresarás. Ningún hombre te ha hecho gozar como yo. ¿Sabes? La gente es estúpida. Pocos tienen la capacidad de ver las cosas desde su origen. Nosotros los vagabundos que inhalamos un poco de polvo blanco y chupamos hasta el 17


hartazgo lo sabemos todo porque vemos al mundo más cerca que tú. Me alegra tanto saber que te tortura el simple hecho de que continúe existiendo. Lo veo en tu mirada de niña. Pareciera que los ojos se te fueran a salir. Como si tuvieras miedo hasta de tu mismo ser. El ser. Tú ya no eres. Miro cómo te consume la zozobra de que abra mi apestosa boca delante de tu querido esposo. Yo prefiero esto de abajo que me ata día con día a la felicidad. Porque tú sabes que soy un ser complacido especialmente cuando pienso que a mí nadie me vigila, nadie me compra, nadie me controla. Tienes una vida falsa e inventada rodeada en un castillo con tus vestidos ligeros y tus carros que también apestan. No me importa que no me dirijas la palabra. Soy tu conciencia. Un átomo flotante capaz de conocer c:ada una de tus intenciones. Sí, un átomo que puede ver por tus ojeras que sufres a su lado. Ja, ja, mi chiquita. Ya te veo venir para suplicarme que desaparezca. Soy tu sombra… admítelo.

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IV

Fue en otoño que Hilde se dio cuenta que estaba embarazada. Se sintió derrumbada, no podía poner sus pensamientos en orden. Era como si toda su vida fuera un sinnúmero de ideas confusas, un camino doloroso que la obligaba a rechazar al hijo y a rechazarse a sí misma. Tomó diferentes objetos y los lanzó contra la pared. Rasgó la funda de su almohada y miró cómo flotaban las plumas el aire. Se sentía desorientada, sumamente consternada. En primer lugar, ella no deseaba heredarle todos sus miedos, todas sus inseguridades a esa criatura que estaba gestándose en su vientre; igualmente, percibía que el mundo era un sitio no apto para niños cuyos padres los dejarían para ocuparse de sus respectivas vidas, y por último, se sentía incapaz de dar todo el amor que ella hubiera querido tener. Finalmente se sentó en la cocina con la necesidad de calmar su angustia, y un torrente de llanto llegó a oídos de Ana. Ana de inmediato pensó que Hilde había terminado con Ernst, interrumpió su lectura y se dirigió sigilosamente a la cocina. –¿Qué te pasa hermanita, te peleaste con Ernst? Vamos, no llores así, tendrás que decirme qué te hizo ese tipo. 19


–Vete. Déjame en paz. No es Ernst. –¿Dejaste la Universidad? ¿Estás harta? –Ya te dije que te vayas. –Entonces tienes hambre y quieres que te dé un Apfelstrudel. –Es algo muy serio. –No me digas: ya te bajó la regla y estás con tus sensiblerías. –Cállate Ana. La regla se me fue. –¡No me digas, Hilde!, ¡estás embarazada! ¡Hermanita, voy a ser tía! Tú vas a ser madre y Ernst el papá, ¿o me equivoco? –Eres un payaso con patas –sollozó más calmada Hilde. –Claro que soy un payaso y tú eres mi artista. Si temes perder tu libertad, yo lo cuidaré. –No se trata de libertad. Yo no debo ser mamá, no soy capaz, no podría educarlo. –No importa, no lo educamos. Improvisamos una escuela en el departamento, no observamos reglas y hacemos un nuevo experimento sin orden ni disciplina, como a ti te gusta, hermanita. Hilde comenzó a enjugarse las lágrimas e imaginó un montón de chiquillos corriendo por el estrecho espacio sorbiéndose los mocos y desordenando su cuarto. Miró fijamente a su gemela. Ella sabía cómo modificar su pesimismo. Ella era capaz de transformar sus tragedias en comedias y la abrazó como si fueran raíces del mismo árbol, distintas y a la misma vez fusionadas entrañablemente. *****

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Fue Ana la que anunció a Ernst, brevemente por teléfono, que su hermana estaba embarazada, no sin antes advertirle que Hilde se encontraba confundida. Ernst se conmovió hasta las lágrimas y colgando pensó que Dios no se había equivocado, que tener un hijo era un gran compromiso con la vida para probar el amor, la paciencia, la entrega. Que protegería a Hilde y al fruto de su amor como un guardián que resguarda el tesoro más grande de la existencia. Y amaba a ese ser, no sólo movido por el orgullo de volverse padre, sino porque él y su novia habían sido bendecidos. Cerró los ojos y dio gracias al Creador. Encendió una vela imaginando que la luz era parte de la maravilla de escuchar el ruido del riachuelo, la inmensidad del mar, la cercanía de Hilde… el alba. Minutos más tarde se vistió para ir a ver a Hilde; antes de partir apagó la vela y pensó en la muerte, compañera inevitable en la mente de cualquier alumbramiento. Cerró la puerta. Cuando llegó al apartamento de las gemelas, Ana le abrió la puerta indicándole que su hermana se encontraba en su cuarto. Hilde miraba al vacío cuando unos brazos rodearon con suavidad su cintura. Ella se estremeció y murmuró: “No puedo ser madre; tú sólo conoces mis momentos felices, la diversión que hemos tenido juntos y es precisamente lo que yo necesito. No quiero atarme a un nuevo ser. Tú apenas estás estudiando y yo no quiero renunciar a la idea de ser artista”. Ernst la besó en el cuello y la miró fijamente. “Comprendo que estés en este estado, pero tú sabes bien que podemos continuar con nuestros proyectos. Yo cuidaría al bebé cuando tú vayas al cabaret y tú junto con 21


la ayuda de una nana podrás llevar a cabo tus proyectos en la Universidad y en el plano artístico”. –Estás loco –agregó ella–, emocionalmente no estoy preparada para tener un hijo. –Pero si es una bendición de Dios –comentó él. –Yo no conozco a Dios –dijo Hilde enfáticamente–. Dios nunca existió para mí. En ese momento Ernst entendió que estaba hablando con un ser sumamente lacerado, y le explicó: –Respeto tu posición y no quiero que cambies de opinión… pero no me quites esta grande ilusión de tener un hijo producto de nuestro amor, de nuestra unión. Hilde se conmovió y comenzó nuevamente a llorar, diciéndole: "Yo no te merezco, Ernst, tampoco al hijo que espero… sería una equivocación, un error". Él la tranquilizó, comprensivo: “Ah, Schatz… todo saldrá bien". ***** Cuando anocheció, Hilde tomó su diario y escribió: Espero un hijo, un hijo. El sólo hecho de pensarlo me causa un miedo escalofriante. ¿Cómo puedo darle amor? ¿Acaso amar es que un ser de mis entrañas finalmente me pertenezca? ¿Será posible dejar de sufrir y empezar a vivir con esta nueva criatura? Ernst me habla de un Dios que se olvidó de mí. No me tiene en su lista, no comprendo qué es. Ernst asegura que un hijo es una bendición y… quizá tenga razón, después de todo Ana dice que no nos conocimos por casualidad, y estábamos predestinados. Estoy rodeada de gente optimista… y de alguna manera quisiera encontrar un nombre para relacionarme con él, o con ella; ya sé, lo llamaré Sol, simplemente Sol. 22


V

Las clases parecían un océano tedioso de palabras insulsas e impulsos infructuosos. Un cansancio inevitable le cerraba los ojos y sólo los leves movimientos en su vientre la devolvían a la realidad. Y de alguna manera experimentaba una felicidad que se le antojaba inconcebible, disfrutando cada momento, como las notas que fluían en el piano de Ernst. Por las noches parecían tres corazones latiendo en armonía. Ana visitaba a su hermana diario para llevarle fruta (que era lo que más le gustaba) y juntas tejían prendas para bebé, charlaban sobre el futuro y Ana parecía desconocer el cambio que transformaba a su hermana en una persona apacible y equilibrada. Sólo Sybille, la madre de Ernst, se encontraba sumamente contrariada y se había negado a conocer a Hilde, pues reprobaba la unión libre; dudaba de la paternidad de Ernst y estaba tan enojada que su propio hijo la desconocía. El padre Amadeus tuvo que intervenir recordándole su propia maternidad y el apoyo emocional que necesitaba darle a la joven, pues requeriría de sus consejos para instruirla en cómo debería cuidar al que sería su nieto (ya para entonces se conocía el sexo del feto) cuando éste 23


naciera. Le mencionó las dificultades que había tenido la Virgen María antes de que naciera Jesús, cuando se sintió encinta, sin haber conocido varón, sorprendida, hasta que un ser espiritual le dio toda la paz que necesitaba. Cada embarazo es una prueba de valor y amor que sólo las mujeres experimentan por poseer esa fuerza innata digna de ser admirada y respetada. Sybille ya no pudo resistirse y con fingido arrepentimiento prometió al padre Amadeus cuidar a Hilde hasta que naciera su nieto. ***** En punto de las diez de la noche, Ernst recibió la llamada de su madre invitándolos a la casa del Rin para que Hilde pasara con ella los últimos tres meses de su embarazo. Incrédulo y orgulloso le dio la noticia a Hilde, quien esbozó una leve sonrisa en los labios en señal de aprobación. ***** El día era soleado, las hojas doradas caían debido al viento que se entremetía como bailando con los castaños. Las avenidas tenían una estrechez acogedora y eran poco transitadas. Ernst apretaba de vez en vez la mano de Hilde para infundirle confianza; ella se sentía segura a su lado. Cuando se abrió la verja automática, el corazón de Hilde se aceleró pues desconocía tanta opulencia y sobriedad. Sybille los esperaba vestida con un traje sastre negro, zapatos de tacón alto y una mascada verde alrededor del cuello. Les sonreía abiertamente y cuando descendieron del Audi, abrazó con fuerza a Ernst y enseguida le extendió 24


su brazo a Hilde, diciéndole: “Puedes llamarme mamá. Yo seré como una madre para ti”. A Hilde se le helaron las manos, pues para ella la palabra mamá era más bien amenazadora, y experimentó cierto rechazo hacia la mujer. Sybille condujo a Hilde a su cuarto y le mostró una cuna de madera con incrustaciones de concha nácar, un necessaire, un ropón bordado a mano y ropa de algodón y seda de la más fina calidad. Hilde no podía evitar estremecerse ante la presencia de Sybille, pero pensó que debía tener un buen corazón como el de Ernst, y que su apreciación era producto de sus múltiples lecturas con personajes malévolos y heroínas victimizadas. En cuanto Ernst llegó para hacerles compañía, recibió con agrado los regalos de su madre y abrazó a Hilde, quien se volvió a sentir segura y confiada. ***** La comida fue un rito novedoso para Hilde, quien con éxito inusitado imitaba las costumbres de la familia von Reiter. Pensó en su Sol que protestaba por dentro con fuerza debido a tantos platillos. Cuando llegó la hora del aperitivo, Sybille comenzó un escrutinio insistente, preguntando a Hilde todo lo referente a su familia, su procedencia, sus estudios, bajo la mirada preocupante de Ernst. Hilde se inventó una vida que sabía de antemano la complacería: unos padres muertos en un accidente automovilístico, una herencia hurtada por un estafador y una hermana gemela con quien compartía su vida en un departamento modesto. Ernst besó la mano de Hilde como aprobando su astucia para ganarse la aceptación de su madre. Sybille palideció de envidia; se sintió despojada de 25


su hijo como si éste dejara de pertenecerle. Para ella, Ernst era su mundo y ese mundo se desprendía de su existencia frente a sus ojos, en su propio hogar, y quiso ser ella la mujer preñada, la mujer joven hermosa, la mujer de su hijo. ***** Cuando oscureció, Ernst e Hilde estaban sentados en un gran sofá aterciopelado mirando a través de grandes ventanales las luces de los barcos que semejaban astros luminosos en el Rin. Sybille se acercó desde atrás para avisarles que sus recámaras estaban dispuestas para que durmieran, e Hilde recibió la noticia con sorpresa y abiertamente le preguntó si no podían dormir juntos. Sybille apretó los labios y repuso: “No, porque no están casados por la iglesia todavía”. ***** Por la noche, Ernst sintió el deseo irrefrenable de estar con Hilde y su hijo, de tal manera que se deslizó con astucia hacia el cuarto de su novia. Hilde dormía profundamente, sin embargo, comenzó a reconocer el calor que despedía el cuerpo de Ernst, quien iba tocando sus senos, sus caderas, su pubis, y se fueron llenando de besos buscando la forma más fácil de recibirse; él la tomó por un costado con sumo cuidado entrando en ella sin poder acallar su pasión, mientras Sybille escuchaba los gemidos de ambos en el cuarto contiguo frotando su clítoris con fuerza sin poder satisfacer sus ansias.

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Más tarde regresó Ernst a su cuarto sin imaginar que su madre apretaba los puños con una rabia contenida, sin poder conciliar el sueño. ***** Al día siguiente, Sybille fijaba la mirada en la distancia frotándose las manos frente al desayuno, esperando que la pareja bajara. Ernst descendió las escaleras con un ritmo alegre y besó en la mejilla a su madre, quien le pidió que rezaran juntos un Padre Nuestro. El desayuno debía comenzar a las ocho en punto y Sybille le dijo a Ernst que llamara a su novia, pues tendría que saber que el desayuno debía comenzar puntualmente. Ernst obedeció porque nunca se atrevía a contradecir a su madre, y en su cabeza rondaban dudas de cómo conciliar la fe ferviente de ella con el ateísmo de Hilde, ya que sabía que tendrían que casarse por la iglesia, y que el padre Amadeus celebraría la misa en la Peterkirche, iglesia parroquial cercana a la mansión. Sus cavilaciones fueron interrumpidas al encontrar a Hilde sollozando desconsolada, cubriéndose el rostro con una sábana. –¿Qué pasa Hilde? –preguntó Ernst. –Soñé que el mar se llevaba a nuestro hijo. –No temas, Schatz, es sólo un sueño. –Pero… los sueños pueden volverse realidad. –Probablemente es el vínculo maternal que se hace presente a través del agua, y éste también nos purifica. Ah, Schatz, la vida es movimiento, el mar es lo mismo. Es el ser que está dentro de ti en el líquido amniótico.

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Hilde cesó de llorar, como si esas últimas palabras le dieran otro significado a su sueño. Ernst la tomó con ternura en sus brazos y murmuró: “Los amo tanto”. Juntos se balancearon al borde del lecho y Sybille entró anunciando con determinación: “Ha concluido la hora del desayuno”. En seguida hizo un giro sobre su pie derecho y se retiró azotando la puerta. Ernst quiso agradar a su novia y llamó al cocinero para que les subiera el desayuno. Hilde balbuceó: “¿Y tu mamá?” –No te preocupes, es muy formal. Hilde acarició su vientre pensando: “Hijo Sol. Aquí estás seguro. Soy tu madre… yo te cuido”. Ernst la miró extasiado y no se atrevió a mencionarle que tendrían que casarse por la iglesia para complacer a su madre. Sybille siempre había personificado la autoridad en las decisiones concernientes a su formación, a sus estudios. Hilde era un ser que en ocasiones podía ser cambiante, como una tormenta que amenazaba con prolongarse con toda su intensidad; pero había momentos en ella que lo invitaban a perderse en una isla lejana a su lado, algo así como un Edén provisto de cierta melancolía como queriendo separar las olas. ***** El viento soplaba fuerte como simulando arrancar de raíz los árboles, no obstante Ernst e Hilde paseaban por el suntuoso jardín mirando emigrar las aves hacia el sur en busca de tierras más calurosas. Hilde llevaba puesto un abrigo de lana rojo, pantalones negros y una bufanda moteada con destellos café y dorado.

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Ambos sabían que era el momento de despedirse como cuando se teme la separación de un ser querido; Ernst le daba un sentido de pertenencia a la vida de Hilde, quien al fin había perdido la angustia de sentirse abandonada. Fue entonces que Ernst le pidió que se casaran por la iglesia, para unir sus almas ante Dios. Hilde recapacitó por un instante, que a Ernst le pareció una eternidad. Hilde lo miró fijamente a los ojos con gran amor y movió la cabeza asintiendo, tocó su vientre y le dijo: “Lo haré por ti y a través de ti conoceré a ese Dios que creo pueda existir en personas como tú”. Ernst la abrazó con gran entusiasmo, le dio un beso en la mano y corriendo hacia la casa gritó: “¡Se lo diré a mi madre!” Un poco sofocado por el entusiasmo entró a la recámara de Sybille para darle la buena noticia antes de partir a Berlín. Ella estaba sentada en un sillón tejiendo a gancho ropa para su nieto. –¿Mamá… puedo pasar? –Por supuesto, hijo. –Te tengo una sorpresa. Hilde y yo nos casaremos en noviembre. Se lo voy a avisar al padre Amadeus. –…pero si va a parir en la iglesia –dijo sorprendida la mujer. –Pues que mejor que lo reciba el padre Amadeus. –No sé, me parece muy precipitado. ¿Por qué no te casas mejor en verano? –Mamá, esta es una decisión tomada por dos personas adultas. ¿No te urgía a ti más que a nadie que nos casáramos? –…pero es que es muy corto el tiempo que llevan juntos; además tengo que hacer la lista de los invitados, organizar el menú… y tendré que conseguir un salón

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apropiado porque noviembre es un mes muy frío… y yo quería que fuera en el jardín, frente al río. Sybille cortó su diálogo tratando de esconder su desolación y con gran frialdad le dio la bendición a su hijo diciendo: “Hágase tu voluntad, Señor”; caminó hasta su escritorio y le entregó un anillo de brillantes, mencionándole: “Es costosísimo”. Ernst se quedó mirando la sortija cuando Sybille se retiró con cierto temblor en las piernas. A las 10 de la noche, Hilde y Ernst bebieron champaña para celebrar. Hilde imaginaba que las estrellas se reflejaban en los destellos del anillo como un sueño inaudito, y creyó experimentar esos momentos de felicidad que se guardan como el más grande de los tesoros, como robándole a la vida un beso en la oscuridad de la noche.

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VI

Ana llegó azorada a la casona de los von Reiter cargando un cúmulo de detalles para el bebé. A petición expresa de Ernst había pedido permiso en su trabajo para acompañar a su gemela en todos los quehaceres necesarios para su boda. Estaba animada, por una parte, y por otra curiosa de conocer el lugar donde se hallaba Hilde, quien se había dedicado a escribir en sus ratos libres. Ya Hilde había advertido por teléfono a Ana de la vida que se había inventado y las costumbres de su futura suegra, a quien encontraba “mocha y rara”. Ana sabía muy bien lidiar con diferentes tipos de personas como si poseyera el talento de un buen político. Una sirvienta de unos sesenta y ocho años de mirada grave y toscos modales le abrió la verja. Hilde corrió a los brazos de su hermana como si fueran el refugio que siempre necesitaba: “Ana, Anita, te he extrañado tanto”, le dijo casi llorando. Ana miró a Sybille a lo lejos, quien la saludaba sonriente desde el balcón. “No te apures, hermanita, a todas las mujeres nos agarra la congoja cuando estamos embarazadas”, dijo Ana, con un conocimiento que extrañó a su hermana, quien aseguró: –Pero si tú nunca has estado preñada. 31


–Ay hermanita… cuántas veces me leíste de tus libros de sexología una sarta de trastornos que se tienen en tu estado. No estás enferma. Sólo vas a parir. –…pero primero me tengo que casar y ya me están enseñando a rezar. –Tú apunta en tu diario los achaques y las oraciones para que las digas el día del casorio –sugirió Ana. –¿Y si se me olvidan? –Tú sólo habla entre dientes. Así se reza. Hilde no pudo más que soltar una carcajada sin ver a Sybille, que había llegado sigilosamente hasta ellas. La mujer mayor estiró el brazo, apretó fuerte la mano de Ana, diciendo: “Mucho gusto, soy la señora von Reiter. Usted no se parece a su hermana. Ahora que la conozco me doy cuenta que son muy distintas”. –Es cuestión de enfoque –ironizó Ana. –Ya veo que tiene buen humor. Pase, hace mucho frío y hay que cuidar a la futura madre de mi nieto. –Pues por lo grande de su panza, yo diría que usted la alimenta muy bien. –La señora Holz cocina muy bien –comentó Hilde. –Pero usted está delgada, señora, casi pareciera que no es la misma cocinera –observó Ana. –Es mi constitución, señorita, y me gusta caminar frente al río. Ya son las cinco en punto. Llegó usted justo a tiempo para tomar té y comer pastel. ¿A usted le gusta el pastel de queso? –invitó Sybille. –Sí, señora. Es el que más vendo en la panadería. –Yo no sabía que tenían una panadería –dijo curiosa la mujer mayor. –No, señora. Yo vendo pasteles –aclaró Ana.

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Sybille movió los ojos de un lado a otro y tomando de la mano a Hilde le dijo a Ana: “Pase, pase por favor”. ***** La señora Holz había preparado con gran propiedad una mesa decorada con una vajilla austriaca en color amarillo y las servilletas hacían juego con el mantel blanco, creando una agradable atmósfera. Sybille percibió en Ana, mediante la charla, a una mujer sencilla y segura de sí misma, e interiormente pensó que lo único que les interesaba a ambas hermanas era la fortuna de los von Reiter, pues dudaba de alguna alcurnia en ellas. Concluyó que su finalidad era tratar de conseguir bienestar y abolengo, lo cual no le hacía mucha gracia; así se aferró a la idea de sentirse despojada por dos mujeres sin importancia. Sin embargo, no pensaba por el momento llevar a cabo una investigación, ya que le interesaba sobremanera el nieto, hijo de su amado Ernst, que pronto llegaría al mundo, y fingió una amistad sincera, pero Ana, quien tenía una intuición muy sutil, se percató de que la mujer semejaba a uno de esos animales de rapiña acechando la carroña para ser la primera en despedazarla. Más tarde en la recámara de Hilde, ésta le hizo muchas preguntas a Ana sobre Sybille, pero ella no le dio importancia, sabiendo que tan sólo mortificaría más a su hermana, y juntas terminaron de arreglar los últimos detalles del vestido de novia y la ropa para el bebé. Hilde volvió a reír cuando Ana comenzó a probarse los gorros y demás accesorios que tenían, y se olvidó por un momento que al día siguiente conocería al padre Amadeus.

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VII

El padre Amadeus miraba la primera nevada del año un poco sorprendido porque era muy extraño que nevara en el área. Observando el cielo lamentó que los hombres fueran víctimas de los cambios ecológicos que sufría el mundo, mismos que ellos habían provocado, y recordó que su madre en una ocasión le había dicho que el progreso acarrearía con el tiempo graves consecuencias. Su madre se había encargado de su educación, pues su padre había muerto en Rusia como prisionero de la posguerra. A sus setenta y cinco años pululaban especialmente recuerdos de la huída de Berlín hacia Mainz, en donde vivía un tío cercano que los acogió en su casa. El tío Fritz era soltero y reprimía sus preferencias sexuales porque se avergonzaba de ellas por considerarlas pecado. Él y su hermana habían tenido que soportar junto con Amadeus aquellos años cuando el hambre era lo cotidiano. La madre de Amadeus consiguió un trabajo en una fábrica de textiles mudándose a un modesto departamento cerca de su hermano porque no tenía ningún pariente más. Fue a los quince años en la catedral de Mainz cuando a través de un vitral se filtró un haz de luz que iluminó al joven, haciéndole vibrar todos los sentidos y revelándole que su vocación era el sacerdocio. 35


Las horas en el monasterio fueron diluyéndose en los libros que aprendió a entender con una inteligencia aguda, y siempre recordaba aquella tarde de verano cuando paseando en bicicleta por una vereda rodeada de castaños pensó que el más grande artista era Dios, pues había creado toda la belleza que existía en la Tierra, y que a él le consagraría su vida. Hilde tardaba en bajar y el padre Amadeus se rascó la barba sabiendo de antemano que ella debía ser tan espiritual y bondadosa como su gran alumno Ernst, a quien todavía creía ver de niño husmeando en la cocina en busca de chocolates. Pensó en la extensión del tiempo que podía reducirse a un leve movimiento de su mano con la nostalgia de volver a tener a Ernst como su alumno y discutir con él sobre la religión católica y el rol de un verdadero sacerdote en el seno de la iglesia. Sabía que Ernst era un hombre apasionado porque tocaba el piano con tal vehemencia que se le figuraba que sus dedos se llenarían de una pasión interna que lo consumía, y aunque con un poco de añoranza, no se arrepintió de haber aconsejado a Sybille que fuera a vivir a Berlín. Ahora había conocido el amor por una mujer y con gran expectativa vio cómo Hilde entraba en la biblioteca. –Buenas tardes –dijo el padre Amadeus con voz fuerte–, me da mucho gusto conocer a la futura esposa y madre del hijo de Ernst. Yo soy el padre Amadeus y me puede considerar como su tío porque yo lo vi crecer al joven desde que era una criatura. Hilde permaneció callada, presa de un miedo irracional que le congelaba las manos, y notó como su hijo se movía en sus entrañas. 36


El padre Amadeus sonrió con esa mirada de bondad que le recordó a Ernst y supo que tenía que transmitirle confianza. Hilde admitió que le costaba mucho trabajo pensar en una boda religiosa, pues prácticamente había sido educada sin ningún dogma ni consideración espiritual, y se casaría con Ernst sólo para complacerlo. El padre Amadeus comprendió que debía utilizar mucha sutileza en sus palabras y le dijo que de antemano le anticipaba que no necesitaba convertirse al catolicismo, y que él no le impondría ninguna creencia que la incomodara. La ansiedad de Hilde cesó al escuchar estas palabras, sintiéndose liberada de todos los miedos y culpas que la habían atormentado durante los rezos con su suegra, y abrazó al padre Amadeus. El sacerdote se conmovió visiblemente aunque trató de guardar cierta distancia, ya que su formación lo hacía reprimirse en el campo afectivo. Hilde notó su inhibición y le comentó con entusiasmo que su vestido era blanco y que llevaría un sombrero grande adornado con rosas, y que su gemela Ana le había tejido un chal grueso de lana porque de seguro haría frío dentro de la iglesia. El padre Amadeus sonrió al ver el entusiasmo de Hilde y constató lo contrastante entre ella y Ernst, pensando que formaban una buena pareja.

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VIII

Ernst llegó de Berlín nervioso y fatigado. No obstante, con grandes zancadas se acercó a Hilde, la abrazo y besó casi con devoción delante de Ana, quien estaba sentada en una silla de terciopelo verde. “Los he extrañado mucho”, le dijo. Notando que Ana estaba presente, la saludó con gran simpatía, y ella se apresuró a salir de la habitación para no interrumpir. Ambos sabían que al día siguiente se casarían y que Sybille se había encargado de rentar un Chateaux para trescientos invitados, mismos que ella había escogido, excluyendo a cualquier pariente de las gemelas. Hilde estaba abrumada, sumamente ensimismada, ya que experimentaba que ella sobraba en la “famosa boda”. Ernst comprendió que tenía miedo, pero no imaginaba que éste llegaba a paralizar a Hilde. –¿Qué te pasa, Schatz? –le preguntó. –El día de mañana me atemoriza. Quisiera correr, huir contigo en un caballo junto con nuestro hijo. Tú sabes que soy un ser solitario, me da algo así como pánico escénico pensar en el qué dirán; y mira cómo estoy, tan gorda, tan descompuesta…

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–¿A quién le temes? ¿a mis parientes?, ¿a los amigos de mi mamá? No van a decir otra cosa que no sea que te ves hermosa y alegre. –No, esa es otra, la que finge, la que quiere agradar. Es mi otro yo –reveló Hilde. –Pues invita a tu otro yo a la boda –ironizó el joven. –Será mi único invitado… –dijo ella, ahora sarcásticamente. –¿Ves?, ahora sonríes y se ven tus dientes lindos. Ernst comenzó a besarla apasionadamente con ganas de tenerla antes de que el sol se pusiera. Ella soltó su cuerpo y un poco dudando, preguntó: “¿Todavía podemos?”, a lo que Ernst respondió, entusiasta: “Claro que podemos, Schatz. Tú me enseñaste que esto es parte del amor”. El sol iba descendiendo lentamente, sus rayos se filtraban por la ventana. Hilde apenas pudo quitarse las pantaletas para sentarse encima de él; y cuando miró al astro consideró con un fugaz pesimismo que todo en una farsa, que la vida era una farsa, y su amor también; y sintió cómo el sol le estallaba en la cara, cegándola… ***** Una lluvia constante y fina formaba círculos en el Rin. Ernst había madrugado y esperaba con ansiedad; portaba un frac negro y un escudo de la familia von Reiter, adornado con un fistol de oro en la solapa. Temblaba interiormente como cuando había hecho su primera comunión, y estaba tan conmovido que comenzaron a salir lágrimas de sus ojos al ver a Hilde como la imagen de una diosa preñada bajando escalón por escalón e iluminando con cada paso su entorno, lo que creía era la máxima expresión de belleza, con una paz interior casi ajena al día 40


anterior. Se preguntó si Dios había sosegado su espíritu rebelde e inseguro. No pensó que entre ellos pudiera existir algún día la discordia, pues confiaba en que una vez que estuvieran de regreso en Berlín, ella volvería a ser la estudiante y aspirante a cabaretera, y la imaginó sentada en su escritorio escribiendo sus pensamientos como cuando la había conocido. Repasó en un instante sus vivencias en la Universidad, la primera y la última palabra que habían intercambiado la noche anterior antes de que él se dirigiera a su recámara, y respiró lleno de un orgullo efervescente. Hilde efectivamente ya no tenía temor y le extendió su brazo como si se fuera a presentar por primera vez como la gran artista que podría ser. Ernst la tomó con gran seguridad y juntos partieron hacia la iglesia en un Rolls Royce negro decorado con flores multicolores. Ambos vivían momentos de un enamoramiento que estaba al límite de la razón, como si su amor fuera una especie de locura irreversible. Al entrar en la iglesia los invitados se pusieron de pie y con cada paso se aceleraba más el corazón de Hilde, quien buscó la mirada de Ana para volcar en ella su euforia, y una vez que la divisó no pudo evitar sonreír abiertamente. A un lado del altar, Sybille no parecía contener la ira de alguien que desea fulminar a su adversario con la mirada. ***** Cuando salieron de la iglesia Ana se adelantó a felicitar a su hermana, diciéndole: “Hoy es un gran día, tu día. Mereces ser muy, muy feliz”. Enseguida continuaron los saludos cálidos, pero con cierta distancia; los concurrentes se preguntaban quién era esa mujer tan hermosa y 41


delicada, y Sybille se concretaba a decir: “Es la madre de mi futuro nieto”. Durante el banquete Ernst notó que Hilde estaba seria, como solía estarlo cuando se sentía incómoda. Sin pensarlo más decidió robársela para pasar la noche con ella en Wiesbaden. ***** La noche transcurrió para los recién casados en una especie de embrujo, y Ernst pensó que podría amar a Hilde en un tiempo desprovisto de cualquier límite, y casi creía sentir una pena desconocida por esa extensiva felicidad que iba abriéndose como una flor que aniquilaba las sentidos hasta desequilibrarlo. Por la mañana, rayando las diez antes meridiano, desayunaron cereal con frutas y un poco de té. Hilde se asomó por la ventana del restaurante y le llamaron la atención unos borrachos que soportaban las inclemencias del viento helado gracias a grandes tragos de licor. Un hombre de pelo largo cano la miró… eran aquellos ojos azules que de niña la torturaban, los que brillaban con concupiscencia por debajo de la cama, los mismos de quien con regaños la empujaba al baño impidiéndole gritar y pedir auxilio; aquellas manos que con fuerza doblaban su cuerpecito para someterla y vejarla. ***** En el resto del viaje a la Provenza, Hilde creyó confundir las iglesias, los monumentos románicos con los cuadros de un atormentado Van Gogh, y continuó el viaje sumergida en un solemne silencio que consternó 42


sumamente a Ernst, para quien tuvo la excusa del malestar de su embarazo y en varias ocasiones tuvo que parar el auto rentado para que Hilde se recompusiera respirando ampliamente. Estaba tan turbada que no prestaba oídos a las explicaciones de Ernst, quien quería mostrarle el mundo. Ernst telefoneó a Ana, que había regresado a Berlín, y le pidió que fuera nuevamente a casa de su madre porque Hilde se sentía mal. Hilde entró en un estado de apatía tal, que tuvieron que volver de su luna de miel antes de lo previsto.

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IX

Ana se encontraba en un salón de té junto al comedor tomando café con Sybille, en el instante en que llegaron los recién casados. Hilde no quiso saludar y se refugió en su recámara como si fuera el único sitio en donde podía estar a salvo. Cerró la puerta, tomó una libreta y escribió: El mar es extenso, amenazante, amenaza cuando nos desconocemos; como si perdiéramos la soledad, nuestra verdadera casa, con angustia de niña, con angustia que ahorca, con angustia mutilada. Las olas son las que ocultan a los sin rumbo, el rumbo de los que perdieron el silencio, de los abandonados que nunca conocieron el latido de una madre. Los días se alargan, se convierten cerrados como el laberinto donde reencuentro mi pasado, el baño, las manos rudas, el dolor sordo, y todo se va volviendo estrecho, estrecho, sin salida, sin retorno. Ana abrió la puerta sigilosamente; conocía esos estados casi hipnóticos de su hermana en los momentos cuando se adueñaba de ella esa rara disociación, ese desprendimiento de la conciencia para entrar en una especie de perturbación interna. 45


De inmediato notó que su rostro estaba descompuesto, la vio más delgada y tomando su mano con ternura le preguntó: “¿Qué te pasa, Hilde?” –Se acabó todo para mí; él está cerca, muy cerca; el intruso vaga por Wiesbaden, vendrá por mí, por mi hijo. Me llevará con él para seguir abusando de mí, ¿no te das cuenta, Ana? Qué corta es la felicidad, qué absurdo es el mundo, y qué hago yo esperando un hijo… de una mujer desequilibrada. Tú sabes que terminaré como mi madre en un hospital psiquiátrico porque estoy loca… loca… Hilde meneaba de un lado para otro la cabeza repitiendo: “Es él, el intruso”. Sybille entró sin anunciarse, llena de suspicacia, y fingiendo estar sumamente consternada le preguntó a Hilde si podía ayudarla en algo, pero ésta la miró fijamente a los ojos, con desconfianza, y le ordenó en voz alta: “Déjeme en paz”. Sybille bajó fúrica a la cocina sin notar que Ernst venía detrás de ella; él alcanzó a escuchar cuando le comentaba en voz alta a la señora Holz: “Qué se cree esa cualquiera. Me habla sin un céntimo de respeto”. La señora Holz le hizo una señal de silencio con el dedo índice en la boca, y Sybille intuyó que su hijo la había escuchado. Ernst retrocedió unos pasos sin articular palabra, como desconociendo a su progenitora, y ambos intercambiaron miradas retadoras, pero finalmente Sybille se arrodilló ante él y le suplicó: “Por nuestro Señor Jesucristo que tanto amamos, perdóname hijo, perdóname”. Ernst echó a correr a su cuarto y mirando el crucifijo que estaba junto a su piano le lanzó un puñetazo, y una vez que cayó lo tomó con ira y lo lanzó contra una ventana rompiendo el cristal.

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Pocos minutos después escuchó un lamento de Hilde, resquebrajando aún más el ambiente. Sybille estaba fuera de sí y junto con la señora Holz recogió el Cristo y al tomar uno de los vidrios rotos se hirió y comenzó a sangrar. Lloró al sentir la impotencia de no poder separar a su hijo de la “prostituta”, pues era la primera vez que Ernst se mostraba rebelde y enojado con ella. Su matrimonio con el señor von Reiter había sido un fracaso desde el principio, pues a él le importaban más los negocios, la navegación y la caza que el sexo. Sybille había volcado todo su amor por su hijo cumpliendo con las obligaciones del hogar de mal talante. Ahora ella había pasado a segundo término en la vida de su hijo, pero trataría de reconquistarlo fingiendo empatía por su esposa, y como de antemano sabía que trataría de alejarse de ella, le ofrecería el puesto de Gerente General en la empresa vinícola de su difunto esposo, misma que les había heredado al morir como consecuencia de una embolia que lo postró en cama mirando al vacío durante los últimos diez años. La fábrica era administrada por un empleado a quien ella controlaba, pues era muy ordenada y llevaba los gastos y las entradas en grandes libretas para poder disponer del dinero a su antojo y cumplirse sus caprichos comprando ropa, accesorios y alhajas costosísimas. La señora Holz era su confidente, pero las cuestiones de dinero eran sumamente secretas. No tenía amigas cercanas porque las consideraba tontas e insulsas; no obstante recibía de vez en vez a un par de conocidas, quienes la llamaban “Queen von Reiter”, burlándose a sus espaldas de sus posturas pasadas de moda. La fábrica se encontraba a media hora de su casa y ella ejercía la autoridad (que tanto le gustaba) sobre su “reinado”. 47


***** Sybille se aprestó a limpiarse la sangre, y antes de ello pidió a la señora Holz que le preparara una suculenta cena a su hijo y a “esas hermanas”, para reconciliarse con Ernst. Después comentó como para sí: “Ay, estoy hecha un asco”, y se retiró a su recámara cargando el Cristo para sumergirse en la tina de baño con una botella de vino tinto.

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X

Hilde dormía plácidamente después de tomar un remedio homeopático para calmar los nervios. Ana la observaba con ternura y comprensión. La consideración de Ana era sincera y verdadera. Sin embargo le preocupaba Ernst, ya que había escuchado los cristales rotos caer en el patio. Sin pensarlo más, salió con cuidado para dirigirse a su habitación. Eran las dos de la mañana y la oscuridad dominaba en la casa. Ernst yacía de bruces sobre su cama imaginando melodías de Liszt. La música era como un aliciente, un bálsamo para su alma atormentada. Ana tocó tímidamente la puerta y entró al percibir que nadie le abría. Se sentó junto a Ernst y acariciándole el cabello le explicó con delicadeza el motivo por el cual su hermana se encontraba tan angustiada; no obstante, no le mencionó que el hombre que había abusado de ella se encontraba cercano y que el encuentro con el intruso había detonado la consternación de Hilde. Ernst juntó los labios, cerró los puños y murmuró: “Maldito. Ahora comprendo a mi querida esposa”, e incorporándose fue al lado de Hilde; mirándola con gran ternura le dijo: “Schatz, no me importa tu pasado, lo que me duele es el daño que te han hecho. Dejaré la Universidad para que no 49


estés sola; estaré contigo y con nuestro hijo en cada momento hasta que te hartes de mí. Tienes toda mi comprensión y empatía. No estás sola. Ana, nuestro hijo y yo somos tu familia, porque mereces la consideración de los que sufren, de los que fueron golpeados por la vida, de los que fueron desposeídos de su propio ser. Duerme, Schatz, yo te vigilo; vigilo tu respiración y te amo infinitamente”. Ana miraba la escena y lloraba conmovida… y creyó ver una luz iluminando a la pareja. ***** El sol brillaba pálidamente sobre el desayunador. Sybille se había esmerado en arreglar la mesa con rosas blancas, creando un ambiente armonioso. La primera en llegar fue Hilde, quien se sorprendió al descubrir un sobre conteniendo una considerable suma de billetes de mil euros; además había un collar de brillantes y un anillo con una enorme esmeralda. Hurgó un poco más dentro del sobre y encontró una nota firmada por su suegra, que decía: “Para la hija que nunca tuve. Con amor: Sybille”. Al principio movió la cabeza en forma de negación y rechazo, pero los ojos azules se proyectaron a través de la luz como queriendo evitar el pensamiento y haciéndolo a la vez más importante que su entorno. Finalmente guardó el regalo en su bolsa de mano. La señora Holz, que estaba cercana, la miró inquisitivamente e Hilde, sin pensarlo más, le pidió que el chofer la llevara a Frankfurt de inmediato. Una vez que se subió al coche le indicó al chofer que se dirigiera a Wiesbaden, pero que por ningún motivo la delatara. Hilde era apreciada por los sirvientes y sintió cierto alivio cuando

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el chofer le aseguró que él sabía guardar secretos; y vaya que era un secreto, un agonizante secreto. ***** Tengo que encontrarlo para que se vaya. Ahora le daré una cantidad suficiente para que desaparezca de mi vida. El resto será para Ana, para que ponga una cafetería. Si vendo estas cosas brillantitas que no me importan, ni las voy a usar, Ana podrá asegurar su futuro en Berlín, y cuando nazca el niño, Ernst y yo comenzaremos una vida nueva lejos de aquí, en el extranjero… quizá… sí puede ser… tiene que ser. Esos pensamientos casi asfixiaban a Hilde y su corazón latía casi sin control. Antes de bajarse del coche le repitió al chofer varias veces que ella estaba en Frankfurt, no en Wiesbaden, y el chofer al notar su desesperación, trató de calmarla diciéndole: “No se preocupe, señora, cuídese mucho, recuerde su estado”. Una vez que se encontró en la zona peatonal, le pareció que todo era absurdo, que era una locura, pero se armó de valor y buscó con gran ansiedad al intruso. Ahí, en el lugar en donde sus ojos se habían topado con su victimario, ahí, donde estaban las reminiscencias de su pasado, caminó rápidamente, con un desenfreno casi demencial. Dos ojos azules seguían a cierta distancia sus movimientos nerviosos y en su mente se maquinaban pensamientos del que sabe que domina otra mente, la de ella, la de su pequeña. Está bien vestida y embarazada, pero no me ha podido olvidar, pobrecita, así viven los que me conocieron… soy el espectro que los acecha, que los persigue. Además, una mujer sometida nunca olvida la culpa, y su culpa es sentirse asediada 51


por los recuerdos, por nuestros encuentros. Por mí, pobrecita, me da pena, pero ¿por qué siento conmiseración? Aquí uno se olvida de la humanidad para luchar por la supervivencia. Se mueve de un lado para otro. La obsesión es la prisión del pensamiento. La someteré… eso siempre le gustó… ***** Hilde sintió un fuerte apretón en los hombros y supo que era él; le dijo: “Cálmate mi niña, llévame a tomar un trago. Yo te llevaré a donde me gusta”. Hilde sentía que el corazón se le detenía, pero lo obedeció porque ejercía sobre ella un imán de muerte a muerte. Entraron en un bar repleto de vagabundos y él, sin más preámbulos, le dijo: “Te veo bien, te sienta el embarazo”. Ella sacó el dinero que había separado, y ofreciéndoselo le advirtió: “Vete lejos”. Él miró los billetes y con el dedo índice frente a la cara atónita de ella, le ordenó: “Tendrás que darme la misma cantidad dividida en tres pagos, uno cada semana. Tres, ¿oíste?, tres más”. Hilde se levantó y él la detuvo con furia: “¿Cómo se llama él?, ese, el que te coge. Tú sabes, me gustan los nombres, para saber quién es mi contrincante”. Hilde forcejeó con él mientras la gente los miraba; e irracionalmente tartamudeo: “Ernst… Ernst von Reiter”. El mesero se acercó y preguntó: “¿Los puedo ayudar?” El intruso soltó a Hilde, quien caminó sin sentido hasta encontrar en una calle aislada una columna, misma que abrazó sollozando sin consuelo.

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XI

Soy tu inconsciente, el que penetra en tus sueños. Y te veo caer de la cima más alta como una diosa desterrada del Olimpo, donde gozas de privilegios y adoración. Tú naciste sólo para mí. Somos iguales: carroña, sangre putrefacta; así llegan las aves de rapiña a destrozar tus mundos fantásticos que construyes en una vida falsa que no te pertenece, porque tú y yo fuimos raíces que se adhirieron a la tierra en las profundidades para crear belleza. Mira estos billetes que quieren subyugarme, sojuzgarme, ¡qué mal me conoces! En este juego, mi niña, yo dicto las reglas, como el tirano que hace, rehace y también deshace a su pueblo. Estoy seguro que vendrás nuevamente a buscar tus recuerdos de infancia, y tocaré tu piel delicada, tus risos anhelantes de nuestros encuentros. ¿Por qué me temes, acaso soy un monstruo? ¿Crees que fracasé como filósofo? ¿Quién es tu dios? ¿Ese estúpido marido tuyo de nombre rimbombante? ¿Ese no te hace gozar como yo? ¡Yo soy el mejor amante! Pobre niña, una vez más me interno en tu psique tan frágil y al mismo tiempo tan rebelde. Dulces sueños, mi niña, me recordarás como el grito de tu última angustia, y te orinarás en la cama por miedo a este hombre que siempre has amado. 53



XII

Hilde llegó a la mansión con fiebre y dolores en el pecho; subió a su recámara y cerró con llave. Le parecía que su vida era un enorme carruaje que llevaba su ataúd, que la lluvia caía sobre su cuerpo, y que este mismo era llevado a la fosa común, y su cuerpo caía con el peso de la gravedad llevando todavía en su vientre a su hijo. No quiero morir, no quiero que mi hijo muera, pensó. Después su mirada ya no pudo distinguir los objetos y perdió el sentido. Tenía pulmonía y su estado era muy delicado. En ocasiones, balbuceaba incoherencias que sólo Ana comprendía. El doctor de la familia, Johan Bingen, le aconsejó a Ernst que le practicaran una cesárea, pues no obstante que faltaba un mes para el alumbramiento, era preferible que naciera antes de tiempo, ya que le tendrían que administrar a la madre medicamentos peligrosos para su hijo. Ernst dio su consentimiento, sin embargo, se negó a llevar a su esposa al hospital. El doctor Bingen reflexionó por un instante y dándole unas palmaditas en el hombro a Ernst, asintió. A Sybille le pareció una locura que su nieto naciera en la casa. Para ella era retroceder el tiempo, lo consideraba poco higiénico e ilógico, argumentando que el niño podría 55


nacer con alguna complicación, y ellos no tenían la tecnología que les podía ofrecer el St. Joseph Hospital de Wiesbaden. Ernst la dejó hablando sola en su recámara como si se tratase de un ave parlanchina, a quien no estaba dispuesto a obedecer. Sybille se miró en el espejo diciendo: “Pues que se mueran los dos”. Giró su cabeza y al ver al Cristo que había recogido entre vidrios rotos, agregó: “Hágase tu voluntad”. Hilde percibía la colocación del oxígeno, las inyecciones para sedarla un poco y finalmente la anestesia que la sumió en un sueño. ***** Mis alas son verdes como el color de la naturaleza que me rodea. Puedo volar con mis alas delirantes como en una especie de embrujo, y me desplazo por las montañas; los colores son desde un violeta hasta un lila muy claro, como la claridad de la primavera que me embriaga con sus perfumes, sin saber cuál esencia predomina más, porque volar me da la sensación de desplazarme a donde yo quiera. Ahora la luz se vuelve dorada como un sol que domina el paisaje de los campos amarillos, y más allá está el horizonte, un horizonte donde puedo distinguir al hombre más humilde de la tierra, descalzo, con una túnica blanca e intercambiamos miradas y sus ojos personifican el amor; abre sus brazos y me acoge en ellos, pero un abrupto dolor en las entrañas me arranca a mi hijo con fuertes jalones y desde la lejanía oigo un niño, un niño llorando. *****

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Ernst tomó al recién nacido acogiéndolo en sus brazos con ternura, y él y Ana lloraron de emoción, una emoción desconocida que exaltaba el espíritu. El orgulloso padre lo acercó en seguida a su esposa, diciéndole: “Amadeus, mira a tu madre”, pero el pequeño aún no abría bien los ojos y se movía con lentitud. Ernst lo acostó en su cuna, contó los dedos de sus piecitos, los de las manitas y lo acariciaba con ternura. Los doctores procedieron a inyectarle penicilina y analgésicos a Hilde para que mejorara su estado de salud. Una enfermera instruyó a Ernst y su cuñada para que aprendieran cómo cuidar al recién nacido, y por decisión de él, su cuna fue trasladada a su cuarto. Ana insistió que ella también ayudaría, por lo que se pusieron de acuerdo para repartir el tiempo y organizar los cuidados del hijo y la madre. El doctor Bingen estuvo auscultando a Hilde después de la operación y notó que la paciente se exaltaba frecuentemente, llegando a la conclusión de que se encontraba bajo un estado psíquico sumamente alterado, por lo cual decidió suministrarle antidepresivos y ansiolíticos para que estuviera más tranquila, y de esa manera su recuperación fuera más exitosa. Bingen le explicó a Ernst que muchas mujeres sufrían trastornos psicológicos antes o después del alumbramiento debido a estados de ansiedad incontrolable o por trastornos hormonales. Ernst le preguntó si podía llevarle al recién nacido para que estuviera cerca de su madre, y el médico le sugirió que no era recomendable, ya que su hijo no tenía todavía suficientes defensas y podría contagiarse. Sin embargo, le permitió mostrarle al niño a una distancia considerable, y le recomendó que hablara con ella de manera cariñosa, porque el aislamiento no era conveniente.

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Ernst se acercaba con un tapabocas a Hilde para decirle que todo estaba bien, que el niño se parecía mucho a ella, y tenía mucho pelo negro como ella, las mejillas rosaditas y que pesaba tres kilos y medía cincuenta y cuatro centímetros, que sus ojos eran azules y lo miraba muy atento cuando estaba despierto. Ana también procedía de la misma manera, y le decía que era un niño muy bello y fortachón, que se bebía de un sorbo las mamilas de leche y que dormía mucho, como ella. La única que permanecía alejada de su nuera era Sybille, quien secretamente ya había cargado al niño mirándolo y descubriendo que era una bella mezcla de la pareja. ***** Hilde abrió los ojos después de tres semanas.

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XII

El hombre que caminaba zigzagueando en dirección de la casa de los von Reiter tenía los ojos inyectados de odio y resentimiento. Llevaba una botella de whisky a la que le daba tragos de vez en vez. Había inhalado suficiente cocaína y llevaba una navaja en la bolsa del pantalón. Por momentos tropezaba y tambaleante repetía que “su niña” era una ingrata, en medio de una noche alumbrada por una luna llena y esplendorosa que le servía de guía. Había jurado que la mataría porque era una traicionera, que ninguna mujer lo había desairado como ella, que no tenía derecho de atentar contra su inteligencia; que se ahogaría en sangre y lo reconocería como quien reconoce a un protector, a un guía, a un guardián. El Rin estaba en calma, el silencio era seco, tajante; el frío era aún más recalcitrante. El hombre se acercaba y sabía que debía entrar por la verja trasera situada a un lado del río porque la entrada principal era infranqueable. Tan sólo una habitación estaba iluminada, los sirvientes dormían y una sombra delgada se proyectaba en un gran ventanal. El hombre respiró profundo como queriendo aplacar el furor que crecía con cada paso, con cada mirada, con cada pensamiento. Con gran esfuerzo y la respiración 59


agitada, logró llegar hasta el balcón y sus manos sudaban, pero no dudaban. La luz se había apagado. Respiró hondo y con cada respiración su exaltación se fue acrecentando. Esperó a que “su niña” se durmiera para que no se escondiera debajo de la cama, o corriera a la cocina moviendo sus manitas. Esperó, porque la tenía que llevar al baño y ahí la desvestiría, le tocaría su cuerpecito y entonces encontraría la gloria. Abrió la ventana y mientras se acercaba, miró a su niña dormida; sacó la navaja y tapándole la boca le cortó la yugular de un solo tajo, le enterró varias veces el arma y todavía mirando los últimos espasmos de “su niña”, le cortó un pedazo del cuero cabelludo. Como un desquiciado brincó desde el balcón y llegando a la orilla del río miró los cabellos rubios… de Sybille. Comenzó a reír y a llorar al mismo tiempo, y antes de lanzarse al agua se untó la sangre de su víctima. Nadó hacía las profundidades, le estallaron los oídos, y por último vio una cueva oscura llena de peces muertos… quiso gritar… sólo el río fue testigo de su mudez.

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