Escribo entre dos mujeres
La Greca, María Inés
Escribo entre dos mujeres / María Inés La Greca. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Madreselva, 2018. 144 p. ; 20 x 13 cm.
ISBN 978-987-3861-17-8
1. Feminismo. I. Título. CDD 305.42
Escribo entre dos mujeres
María Inés La Greca Madreselva editorial, Buenos Aires, mayo 2018
info@editorialmadreselva.com.ar
Diseño de portada Leandra Larrosa Maquetación Gabriela Mendoza
Esta edición se realiza bajo una licencia Creative Commons Atribución-No comercial 2.5 Argentina. Por lo tanto, la reproducción del contenido de este libro, total o parcial, por los medios que la imaginación y la técnica permitan sin fines de lucro y mencionando la fuente está alentada por los editores
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
María Inés La GrecaEscribo entre dos mujeres
A mi abuela Susana y a Lupe
A Gisèle Iovine
A Isabel Steinberg
A Hayden White A Juan Pablo E. Soto Méndez A Nicolás Pompilio
Agradecimientos
Quiero agradecer especialmente a Gisèle Iovine, Nicolás Pompilio, Elsa Drucaroff y María Luisa Peralta por sus lecturas y comentarios que, sin duda, colaboraron para que esta sea la mejor versión del libro.
“… una nunca puede conocerse, sino solamente narrarse.”
Simone de BeauvoirPrólogo: desde el ombligo del mundo “pasajera en trance,
pasajera en tránsito perpetuo”
¿Habrá alguna mujer que no haya pensado alguna vez que lo que le ocurría era anormal, que seguramente estaba un poco loca? ¿Habrá alguna escritora que no se haya sentido alguna vez temeraria y ridícula por su proyecto de escribir? Prologar “Escribo entre dos mujeres” de María Inés La Greca es necesariamente pensar en mí, mi-nuestras dudas, mi-nuestros miedos, mi-nuestras certezas paradójicamente iguales de estar completamente solas en este laberinto, en este territorio específicamente femenino que la cultura falologocéntrica empieza a visibilizar desde hace muy poco. Un territorio signado por la fusión de lo personal con lo político.
Prologar este libro es recordar mi propio tránsito entre el reconocimiento cierto, límpido, pero doloroso, de un deseo que no me sentía autorizada a realizar, y el atrevimiento de defenderlo y abordarlo. Si comienzo hablando de mí es porque sé que eso es también hablar de nosotras. Nosotras no somos María Inés La Greca y yo, somos un lugar colectivo de enunciación individual de la escritura pública, al que llegamos en una búsqueda difícil. Somos un género que fue convencido de que su experiencia y su palabra nada tenían que aportar a la riqueza artística de la humanidad.
“Escribo entre dos mujeres” escribe ese camino. “Escribo entre dos mujeres” es un umbral (un ritual) de iniciación. Prosa poética, poesía teórica de la iniciación.
Es legítimo que algunas lectoras, algunos lectores desconfíen. Esa gente que, como yo, ama más disfrutar de leer literatura que de la distinción, la pátina de glamour que leer literatura ofrece en ciertos ámbitos, donde no es el celular caro lo que impresiona, sino el ejemplar bajo el brazo de Proust en francés. Esa gente tal vez habrá pensado, leyendo el comienzo de este prólogo: uff… ¿otro libro de escritura sobre la escritura?; ¿otra meta-reflexión?; ¿otra deriva afrancesada (derridiana, barthesiana, pero sin la sustancialidad pensante de Derrida o de Barthes)?; ¿otro ejercicio snob para decir otra vez el tonto callejón sin salida, el falso lugar común de que el signo se piensa solamente desde el signo?; ¿otra sucesión de páginas impresas que despliegan esa insoportable y estéril cadena de metaforicidad que ejercita –diría Luisa Muraro- el placer señorial de sustituir al mundo por una cadena interminable de palabras que pierden toda conexión con la vida?
La respuesta es serena y contundente: No.
En cada uno de estos textos María Inés La Greca bordea cada vez desde un lugar distinto, siempre concreto, terrenal, puntual y cotidiano, la misma gran pregunta por su propia enunciación, por su derecho y por el/su acceso a una voz literaria. No interroga desde una impostación falsamente neutra, no exhibe saberes académicos para esconder su carne, su condición social o sus ovarios. La Greca pregunta desde una posición bien concreta: es mujer, es joven, viene de una familia, se gana el pan con dos oficios sociales: el de impartir conocimiento y generar pensamiento crítico en el aula, el de estudiar y producir conocimiento para culminar una tesis doctoral y poder seguir adelante en una carrera académica. María Inés La Greca se psicoanaliza y transita esa experiencia como una nadadora concienzuda se dispone a vencer la resistencia de las aguas, a tolerar la presión
Escribo entre dos mujeres en los oídos, a dejarse hundir si es necesario hasta lograr el envión que la devuelva –dolida, sobreviviente, lúcida- a la superficie.
¿Qué supone acceder a la escritura desde todas estas posiciones? ¿Cómo es y qué se escribe así multideterminada?
Sigrid Weigel habla del riesgo que entraña hacer literatura para un género históricamente confinado al ámbito privado: las acusaciones, el desprestigio, la burla, las inmediatas suposiciones sobre la vida sexual de la escritora, las elucubraciones de crítica y lectores donde yo biográfico y yo ficcional son burdamente confundidos por quienes leen, con una naturalidad que no aparece cuando es un varón quien escribe “yo”, quien imagina o narra… María Inés La Greca quiere ser escritora y no sólo descubre que escribir nunca es simple y pura espontaneidad sino que, sobre todo, nunca es gratis, muy especialmente para nosotras, en una cultura donde durante milenios se dijo que lo mejor que le podía ocurrir a un hombre era hacerse un nombre, pero lo mejor que le podía ocurrir a una mujer era que no hablaran de ella; una cultura donde el adjetivo “pública”, calificando el sustantivo “mujer”, significaba prostituta.
Hablo en pasado porque las cosas cambiaron. Pero han cambiado un poco, apenas. Sigue siendo un riesgo llegar a la letra impresa con una voz que no está prevista en los acotados moldes previos (entre otros: la tesis doctoral de una alumnita brillante, el paper de una profesora, la novelita rosa de una escritora de éxito, el artículo de suplemento femenino que nos enseña cómo tener más orgasmos o qué tenés que hacer si tu hijo se droga).
En la posición de María Inés La Greca, acceder a la escritura tiene escollos concretos y tiene consecuencias. Ella los examina sin quejas ni victimizaciones, con sus ojos abiertos, con su cuerpo dispuesto, con su poesía y su integridad. No es romántica, ilusoriamente libre, y lo sabe: hay obligaciones, constreñimientos, determinaciones con los que, igual que cualquiera, tiene que decidir cómo negocia. Y lo hace con
honestidad y transparencia. Una becaria del CONICET se gana la vida mientras hace su tesis. Una filósofa profesional doctoranda o doctorada se gana la vida mientras produce conocimiento. María Inés La Greca enseña-produce conocimiento social, pero se pregunta por la contradicción entre la producción social del saber y la soledad a la que condenan a quienes escriben literatura; por la contradicción de estar escribiendo académicamente pero no tener permiso para acceder a la escritura, y también por el quiebre que significa ese acceso, y por el puente, y por el río abismal que no tiene puente alguno y cruzará nadando. De ese tránsito multiforme, feliz y peligroso (y también político) habla este libro. Ese cruce hace este libro.
Que pensar a fondo y sin cinismo sea una actividad refinada, incluso aristocrática (en el desolador sentido de que poca gente la tolera y de que esas personas, tal vez, sean las que honran a nuestra terrible especie humana) no significa que sea una actividad que carece de responsabilidad. El libro de María Inés La Greca es un acto responsable. La profundidad, la perspicacia de su voz-pensamiento están enraizadas en la tierra, en la práctica, en su aquí y ahora. La sutileza de las respuestas no teme la abstracción y el vuelo pero no olvida jamás que el compromiso es terreno: regresar al cuerpo y a la vida, a responder con la coherencia a la que obliga una ética.
Leemos en el libro textos brillantes y potentes, como “La interlocución profunda”, que describe, propone, actúa el acto implacable de involucrar a la persona que lee en la aventura de la interlocución. También hace literatura con la experiencia autobiográfica, mientras está buscando (iniciando) el derecho a un lenguaje nuevo, antes prohibido (por las instituciones, los otros, ella misma).
Hace muchos años publiqué un artículo teórico que se llamaba “Escribir sobre una misma: ¿un derecho o una condena?”. Por entonces yo empezaba a tener la insolencia de crear ficción y deseaba una teoría literaria feminista que me
Escribo entre dos mujeres diera el permiso para dejar de mirar mi ombligo. El artículo reconocía la importancia de reivindicar la escritura que tematiza la antes inédita, no significada experiencia femenina, la sustancia que podemos encontrar en un ombligo: ese hueco frontera en el centro de todos nuestros cuerpos, ese túnel cerrado que simultáneamente señala hacia atrás y hacia adelante. Hacia atrás, porque es la marca del cordón que nos ligó a una madre de la cual venimos y que nos determina; hacia adelante, porque es la marca de lo que toda madre de algún modo hace, lo que toda madre hizo incluso con sus dientes, antes de que la medicina patriarcal le confinara ese derecho supremo: dar un corte definitivo al cordón que nos ató a su vientre, saber arrojarnos desde ella hacia la vida donde ella será memoria activa, presente lejanía, sabrá habilitar, incluso si tantas veces –traidora falo-logocéntricacontradirá aquel contundente, irrevocable, esperanzador permiso.
El ombligo es entonces un punto de partida bien posible para hacer y la teoría literaria feminista ha explicado que para las mujeres es incluso, a menudo, el punto de partida necesario. Lo ha reivindicado, historizado, celebrado con razón. Hay ombligos sustanciosos, fuentes de una riqueza femenina que por personal es social y es política, porque obligan inevitablemente a mirar hacia afuera. Lo que se encuentra en un ombligo, cuando es sustancioso, nos interpela como hermanas que aunque nos creamos únicas compartimos la misma incomodidad subjetiva, e interpela a cualquier varón que quiere pensar cómo vivir en una humanidad que, aunque no se lo hayan explicado nunca antes, está poblada de gente diferente. El ombliguismo suculento es la materia que poetiza y analiza este libro.
En aquel artículo de hace años yo pedía, no obstante, el derecho a salir de mí, nuestro derecho de género a contar historias de otros y de otras como se nos diera la gana. La seducción de la teoría lleva a dogmatismos imbéciles y ese era el peligro de la teoría feminista que habilitaba la
auto-ficción, la auto-reflexión literaria: decretar femenino el gesto como tal, abstraerlo; expulsar a cualquier otro gesto del reino de la literarura femenina, aunque su autora fuera mujer; volver obligatoria la libertad de tejer palabras nuevas. Preguntarme estas cosas era mi modo, ahora lo pienso, de contar mi propio cruce del río. Una manera paradójica de ejercitar mi ombliguismo productivo.
María Inés La Greca escribe sobre sí misma pero no está condenada a ello. Lo hace como quien abre su puerta y no lo hace solamente para sus hermanas. Su experiencia interpela a cualquiera que esté a la altura de dejarse abrazar y sumergir en “la interlocución profunda”. Dice La Greca que no sabe qué más ocurrirá en este territorio tan deseado en el que danzan sus palabras flamantes. Dice que a lo mejor escribe, a continuación, una novela. Habla La Greca, en el texto que titula e inaugura este libro, de las manos de su abuelita danzando y hablando en la amorosa penumbra donde duerme con la nieta, habla de su sobrinita niña, de las mujeres que la habitan como origen y continuación, de la mujer que es y será en esta cadena interminable de la vida, de la ficción que empieza a parir como alternativa para criticar, interrogar, amar el mundo en el que vive, el mundo siempre enfermo, siempre hermoso que compartimos, que intentamos contar y volver a decir, a ver si esos signos nos hacen mejores, si en esos signos podemos amarnos, encontrarnos, tocar lo real y volverlo dulcemente habitable.
Escribo entre dos mujeres
La noche antes de que Lupe se fuera a vivir a México le enseñé a mirar las estrellas. Desde sus primeros meses de vida hasta estos dos años-casi tres que tenía, Lupe y yo creamos un vínculo íntimo. Este pequeño nuevo ritual –que no llegaría a ser ritual, dado que ahora nos sobrevendría una distancia– fue nuestra despedida momentánea.
La llevé aparte de la reunión familiar de despedida en la que estábamos, le dije “vení, tirate al piso”, el piso del patio del fondo de la casa. Me tiré al lado de ella y empecé a mostrarle, a señalarle las estrellas. Lupe siempre, desde bebé, amó la ostensión: desde ese primer ritual en el que la llevaba a ver los bichitos en el estante de la abuela Ñata y se los mostraba uno a uno, diciéndole qué eran, señalándolos rítmicamente con el dedo. En sus sucesivas repeticiones el ritual comenzó a incorporar la pregunta “¿este qué es?” de la tía antes de dar la respuesta. Respuesta que no llegaría nunca en forma de palabra adecuada, porque Lupe todavía no hablaba. Pero había algo que Lupe disfrutaba igual de que le diera la chance de recordarlo… quizás unos segunditos de intriga para su curiosidad temprana entre mi “qué es” y mi “este es un…”. Con las estrellas ya Lupe hablaba, por lo cual el nuevo ritual-que-no-iba-a-ser mezcló ostensiones, relatos sobre estrellas, cavilaciones sobre brillos y distancias, e incluso chistes inconexos sobre quién se había hecho pis
o caca. Así pasamos nuestra última noche antes de su viaje: tiradas una al lado de la otra en el piso, disfrutando de estar juntas, mirando las estrellas, riendo de pavadas.
No pude evitar pensar qué recordaría Lupe de mí, de esa noche y de tantas otras cosas compartidas. Cuánto recuerda una niña de su infancia, sabiendo yo del recuerdo difuso que tengo de la mía. Cuánto detalle en realidad es la pregunta… cuánto recordarás Lupe de la tía que en esos primeros años tuyos fui cuando tu conciencia y tu yo se formen, cuando los recuerdos empiecen a cristalizar, solidificar, en la forma de relatos.
Escribo entre dos mujeres porque mi impulso de escritura volvió, retornó, entre dos mujeres importantes de mi vida: Lupe, que nace y trae toda otra experiencia de sororidad asimétrica, de “ti-idad”, de intimidad de traducción entre un lenguaje incorporado-dominado y uno que aún no es. Y la abuela Susana, que empezó a irse y terminó de irse en septiembre de hace algunos años.
Fruto de esas condenas de la vejez a la mente, los últimos años de mi abuela fueron los años en que fue perdiendo su conciencia. Lentos, lentísimos años de irse yendo de a poco. Mi tía Analí decía que quizás era porque ella fue huérfana y padeció tanto que le faltara su madre, que le costaba tanto irse y dejar a sus hijos.
El punto es que los últimos años de la vida de mi querida abuela Susana fueron los años en que se desvaneció de a poco su conciencia. Y fue así que mi escritura retornada se encontró entre mi vivencia alegre de la conciencia en formación de Lupe y mi vivencia triste de la conciencia en deformación de la abuela Susana. Una mujer que nace y otra que muere. Una que todavía no es y otra que va ya no siendo. Reflejo azaroso y necesario de mi yo, siendo…
Escribo entre dos mujeres
muriendo a una mujer, naciendo a otra. Y la escritura en el medio.
Cuánto recordarás de mí, abuela, pensaba yo cada vez que iba a visitarla… besándola, acariciándola, abrazándola como exigiendo de prepo, demandante, que me recordara, reclamando que el íntimo vínculo nuestro siguiera mostrando su existencia aunque en un lenguaje nuevo, quebrado, adormilado, discontinuo, vacilante, confundido, ahuecado, pero aún ahí, aún vivo, en destellos de “te quiero” y “te extrañé”, y “hace mucho que no venías”, y tantas otras frases que me dijo no sabiendo yo si era realmente a mí que me las decía.
Recuerdo que cuando la abuela aún estaba bien muchas noches dormía con ella. Con la excusa de que no alcanzaban las camas cuando íbamos de visita terminábamos las dos en la suya, charlando horas antes de entregarnos al sueño.
Recuerdo una noche juntas en particular. Con el silencio de la casa de San Pedro rodeándonos como un gran abrazo. La abuela en la cama con su nieta filósofa. Recuerdo la oscuridad de la noche y esa bella percepción de formas blanco-gris-negras que se tiene cuando se está en penumbras con los ojos abiertos. Recuerdo que la abuela, a mi lado, levantó los brazos hacia el techo, movía sus manos y se las miraba, una y otra vez, despacio, delicada, siempre delicada en sus movimientos, movía las manos y se las miraba mientras seguíamos charlando y en un momento, con mis ojos en sus manos danzando en la oscuridad, me pregunta: “¿Vos creés que hay algo después de la muerte?”. Fue una pregunta tranquila, honesta, curiosa, reflexiva. No recuerdo qué le contesté… recuerdo el placer de escucharla hacerme esa pregunta. Recuerdo el goce de escuchar a mi abuela muy religioso-católica enunciarle a su nieta filósofa con auténtica duda esa pregunta… recuerdo que la pregunta fue como el
movimiento de sus manos: delicada, juguetona, seria y llena de vida, todo a la vez.
Me preguntó eso mientras yo seguía dulcemente hipnotizada por sus manos. Las mismas con las que escribía. Mi abuela, Susana, que escribía. Mi abuela escritora, escribiente en todas sus formas. Mi abuela con la que nos escribíamos cartas de Santos Lugares a San Pedro… no era que el teléfono no alcanzara ni que la distancia fuera tan enorme. Era un ritual, otro, íntimo, nuestro, de regalarnos una escritura, un trazo de nuestras manos, en un papel que habíamos tocado, un pedazo de nuestro pensamiento y nuestro amor, enviado en un sobre amoroso, con remitente y destinatario, y códigos postales, juguetonamente enviado por correo, por un rítmico envío de afecto epistolar.
La escritura era importante para mi abuela. Escribía por todos los rincones de la casa, entre quehacer y niño, entre tarea y visita, en unos cuadernos u hojas sueltas que después pasaba a un cuaderno más prolijo, con su hermosa letra. Participó de concursos literarios y ganó algunos premios y menciones. Se atuvo al verso como deseo y prisión, pero luego experimentó con cuentos e inventó relatos tan realistas como poéticos.
Entre las anécdotas que fuimos compartiendo al borde de su cama, en las distintas visitas a la abuela convaleciente, en que me cruzaba con tíos, tías, primos y primas, otra vez la tía Analí recordaba una decepción escritural de la abuela. Parece que para algún aniversario le escribió un texto al abuelo –hombre que amó más allá de la vida, último recuerdo del que se despidió su conciencia atada a él como a todo lo que importa–, lo puso en un sobre destinado a él y se lo dejó en algún mueble de la habitación para que se lo encontrara de sorpresa pero inevitablemente. Parece que el abuelo vio el sobre y lo desestimó. Parece que leyó el texto
Escribo entre dos mujeres y no hizo comentarios. Parece, como sea, que mi abuelo no recepcionó el íntimo regalo escritural de la abuela. Y parece que para ella eso fue una decepción tremenda… que relataba como un dolor enorme… parece que al abuelo lo avergonzaba un tanto que su mujer escribiera.
La abuela tiene un cuento que se llama “Desafío”. Es un relato precioso. Cuenta la historia de una pareja que se pelea, que está en tensión por un profundo desacuerdo del cual no se sabe nada hasta el final del cuento. La abuela crea un relato de la pareja en la cama, sin tocarse, cada cual repasando las razones por las cuales es el otro el equivocado. Luego viene el desafío de la mujer que hace a espaldas del marido lo que este no quería. El marido, sospechando, la persigue y descubre… descubre que actuaba como vedete en una casa de burlesque. El cuento termina ahí: en la concreción del desafío. Siempre me fascinó ese cuento porque mi abuela tradicional, conservadora, aristocrática de provincia de Buenos Aires, la que me retaba si decía una mala palabra y siempre pontificaba sobre moralidad, valores y don de buena gente, secretamente añoraba desafiar a su marido cual vedete escritural… salir ligera de ropas, salir casi desnuda, en esa desnudez de la escritura que por eso siempre es vergonzante y por eso también avergüenza a quien nos descubre desnudas y lo reprueba.
Y ahora la vergonzosa-deseosa-de-ser-vedete soy yo, que retorna a ese impulso que siempre tuvo de escritura, de escribiente, desnuda en el lenguaje, jugando con sus manos en un teclado, lúdico hacer que desafía tanto la moral como la muerte. ¿Habrá algo más allá de la muerte? Quizás sí, pero otra cosa. Dejar una escritura que nos sobreviva. Seguir latiendo en las letras.
En la desnudez moralmente mirada hay vergüenza… como en esa desnudez donde se mira la propia vagina y
se entiende que eso que está ahí es algo que me define pero que hay que ocultar. Sin saber bien por qué ese lugar nunca es neutro y su visión, incluso por una misma, está vedada. Entre la desnudez, lo femenino, la escritura y la vergüenza encuentro, descifro, cómo mi vida ha estado marcada por las mujeres que he amado. No son los hombres, o “el hombre”, ese al que empecé a escribirle poemas románticos desde adolescente. No, son las mujeres, mis mujeres, esas con las que he hablado, esas con las que me he comunicado aun sin compartir la misma lengua, esas que han formado mi conciencia antes de que yo arribara al lenguaje.
Quizás esa emancipación que con cada una de nosotras empieza siempre de nuevo alcance uno de sus puntos más interesantes cuando ya no se escribe ni para ni sobre algún hombre, sino para y con ellas, las otras como yo, las mujeres que han hecho en el silencio de su estar siempre presentes, las marcas verdaderas de mi existencia.
Nace una mujer, otra se muere, y yo retorno a la escritura. Ahora el género me acosa en la escritura. Redescubro mi escritura porque redescubro mi género: esa vagina simbólica y real con la que a lo largo de los años mi relación ha cambiado… la que ahora miro con tranquilidad, la que ahora disfruto con alegría.
Este texto surgió en la oscuridad. Una noche sola en mi cama se corta la luz. Para variar, yo, sin atisbos de dormirme. Esa penumbra que rodeó a mi abuela y su pregunta por la vida más allá de la muerte me rodea ahora a mí, en esa muerte que es no tener luz para hacer y ver. Miro por la ventana de la habitación la tenue luz de la noche que entra y se enamora mi mente de esa oscuridad a medias y empieza a escribirla. Agarro el celular, que aún tiene batería, y anoto estas notas que surgen como música lejana en mi cabeza
Escribo entre dos mujeres para no olvidarlas, para no perderlas, como nunca quise olvidar ni perder a mi abuela. Escribo notas sobre escribir, y Lupe, y ser mujer, y la abuela… escribo una tras otra. Paro. Otra nota, sigo escribiendo, el conato de un texto que hoy finalmente despliego.
Un corte de luz que me ilumina. Una oscuridad en la que vuelve de otro modo la pregunta por el más allá de la muerte. Y la escritura que aparece como respuesta no proposicional, como no-repuesta en el lenguaje: como praxis de escritura, como acción contra el pasar del tiempo que se lleva de mí tanta vida y tanta muerte, tanta mujer envejecida.
¿Será que siempre se escribe a oscuras?
¿Será que escribir es otro modo del danzar de las manos en el aire de una noche en que una mujer se hace preguntas?
Acceder a la escritura
Cómo quiero escribir
Viajaba en colectivo a mi trabajo, a dar clases y, como suele suceder, algo de escritura se gestaba como reflexión habilitada por el tiempo muerto del cuerpo que se traslada a un destino. Cuando el cuerpo se aquieta exteriormente, parece que se puede agitar mejor interiormente.
Saqué el cuaderno en el que llevaba resumido el texto de la clase y escribí esto:
Cómo quiero escribir, o qué dar en la escritura.
Quiero abrazarte de manos y piernas, que se abra el suelo a tus pies y hundirte conmigo hacia un mundo subterráneo, oscuro, confuso, angustiante, hacia todo aquello que está bajo la superficie de lo que ves y pensás… hundirte como una profunda penetración hacia vos mismo, arrastrado por una mujer para ver lo que está ahí, lo quieras ver o no. Ejercer una violencia, una violación de la negación, pero sin dejar de abrazarte, sin soltarte, sin dejar de hacerte compañía. Y que vos así, aunque no lo hayas elegido del todo, también me acompañes a mí, me hagas un poco de compañía en ese submundo al que no dejo de volver una y otra vez, cuando voluntariamente me abismo, pienso y escribo.
Después pensé por qué escribí como hablándole a un hombre… por qué no agregar ese “o/a” que permite apelar al lector masculino y al femenino, o la “x” hospitalaria, que no demanda opción binaria. Y me respondí que es en realidad una decisión de hablarle a lo masculino de todx lectorx desde lo más femenino de quien escribe.
La voz
Y apareció la voz. Finalmente. Y ahí estaba, desde siempre. Obvia. Se muestra como obvia. Como siempre ya ahí. Pero ahora se muestra, finalmente. La voz. En femenino. Obvio.
Hoy pensaba en el subte que al final la cosa fue como desatar un nudo que no lo era. Que se resistió en desanudarse. Un falso nudo, como varios anteriores que desaté, de uno u otro modo. Un nudo que se desata como un moño que corona un regalo para mí misma.
Y solo tuve que tirar un poco cada día desde hace más de un año. Tirar de la cinta de seda de la que estaba hecho finalmente el nudo-moño que parecía de soga, intrincadamente anudada, pero no lo era. Tirar cada vez un poco más, para que se deshaga el nudo y se muestre seda: suave, tersa, allí, dócil al tacto. Una voz de seda, de mujer, pero capaz de parecer nudo y moño a la vez. No era nudo, pero parecía. Es moño de regalo, moño de una colita de pelo de nena que deja de ser nena. Juguetona y preciosa, como el nudo-queahora-es-moño y como moño-ahora desata y cierra. Anuda un pasado a otra cosa. Un ahora, de regalo, con moño y todo.
No era nudo y le creí tanto que sí. Era seda enroscada. Era de fragilidad y tensión a la vez. Era un no-nudo pero tan nudo entre un comienzo y un fin, que ahora es
Escribo entre dos mujeres comenzar de nuevo… otro relato, con otra narradora, otra y la misma, pero en su propio elegir poner en tensión tan violenta como dulcemente el ahora-voz… el ahora-mujer… el ahora-narradora… el ahora-yo, con moño y todo, pero sin colita de pelo.
Solo faltaba tirar un poco más, como tantas otras veces, como ya sabía sin saber que sabía que iba a pasar. Y se deshizo el nudo… se-des-hizo ante mis ojos, y en mi cuerpo.
Y termino de darme una ducha en el cuerpo agobiado de tanto trabajo y su calor me alivia… un cuerpo tensionado que se des-ata con la calidez del agua y la belleza de la música, de un disco de jazz que pongo cuando me baño y que acompaña el silencio de mi cuerpo y un poco de mi mente, mientras el agua se lleva mi cansancio.
Me seco, me visto, me voy al sillón, llevo las hojas de lectura y trabajo, pero me prendo antes un pucho para terminar de fumarme los últimos minutos de transición, de cuerpo recuperado. Y pienso en ese placer de un poco más de hermosa música en el living, ese espacio de no-trabajo de la casa. Me acomodo en el sillón, las piernas levantadas para que sigan descansando otro rato, la cabeza fresca, relajada, y el cigarrillo que de a poco me fumo con esa música de seda en mis oídos… y se prende ahora la escritura en mi cuerpo, junto a las lentas pitadas. Y empiezo a escribir esto… de a poco, sedamente… despacio como el humo que se enrosca y desenrosca hacia afuera de mi boca. Y sigo escribiendo en mi cabeza acerca del humo, y la voz, y el nudo.
Y así como se deshizo el nudo de la voz que era nudo de escritura, se confirma el haberse anudado más que nunca la voz a otra cosa: la escritura al cuerpo. No es solo escribir algo con la mano: es escribir-se con todo el cuerpo. Después de sacarle su cansancio y de renovarle la vida para seguir escribiendo. Es la voz que aparece en una escritura del cuerpo… voz de un cuerpo femenino… que era obvia pero que termina de luchar con el fantasma de que ser “autor” es masculino. “Autor-izada”, la voz que ahora aparece, en un
cuerpo de mujer, ya sin colita de pelo, deshaciendo entre ese antes y este ahora, el nudo-moño del don de la voz propia.
La interlocución profunda
Hay muchos modos de estar en el mundo. No hay parámetro, regla o norma que pueda decidir cuál es el mejor de ellos. En un vocabulario sencillo aunque imaginario: no podemos saber de qué modo se es feliz. Una, además, solo puede estar de tal modo porque esestando de ese modo. Decidir “estar” es posible y no tanto, a la vez.
Entonces, quiero hablar de una modalidad de estar en el mundo ni mejor ni peor, una entre otras: el modo de la interlocución profunda. Me refiero a esa experiencia de la propia existencia que está acompañada por la experiencia de poder hablar íntimamente con algún otro.1 Alcanza con que haya al menos “un” otro así para entender de qué hablo. Aunque la fortuna, en esta modalidad de estar, tiene la forma de varios otros con los que se comparte esta profunda interlocución.
Pero con uno alcanza para vivirla. Digo que alcanza con uno al menos porque la no-experiencia de la interlocución profunda lleva la marca de ningún otro con quien se habla así; o también, la marca más natural de que ese otro ni siquiera hace falta. Se puede vivir tranquilamente la vida sin esa falta. Es solo otro modo de estar en el mundo. Yo lo desconozco absolutamente. Por tanto, escribo sobre mi necesidad y potencial falta: la interlocución profunda. Es inter-locución porque se habla con otro, yo hablo y el otro escucha y ese otro habla y yo escucho. Pero esas
1. En el texto “Cómo quiero escribir” que inaugura esta sección explico mi uso en algunos casos del general masculino en lugar de la “x”.
Escribo entre dos mujeres locuciones alternándose en el tiempo, en la inevitable linealidad del significante, son en realidad “inter”, entre: su posibilidad ontológica es ese espacio-tiempo “entre” nosotros que, cuando no está, “hace falta”, está en ausencia, indica su no-estar.
Ese “inter” de este posible locutar tiene de plural lo mismo que de más individual tiene: porque en la experiencia de la profunda interlocución yo me-hablo con vos. De allí su carácter de profunda: nosotros nos abismamos en nosotros cuando nos hablamos. La profundidad del me-hablarte manifiesta la posibilidad, por otro donada, más propia: la de decir lo mejor y lo peor de mí a la vez; de mostrar mi milagro y mi mierda, de ridiculizarme, reírme y reírnos... igual que pronunciar las palabras, las ideas, las verdades a las que más le temo. Tener-me menos miedo porque estás, en mi mierda-verdad, conmigo. En mi debilidad, mi nimiedad, mi miserabilidad. Y vos conmigo… con menos miedo, con esa calma de saber que antes y después de lo dicho, seguiré yo ahí, viviendo el acontecimiento pero aportando el espacio inamovible de su suceder entre nosotros eso, lo dicho.
Allí donde todo más me/nos duele. Allí donde la palabra es una hazaña y la articulación discursiva, una verdadera poiesis.
Es que no hay yo-profundo sin tú-profundo, ya lo dijo Benveniste. No hay interlocución si vos no estás, también, generando con tu cuerpo y tu palabra ese campo magnético de abismo sostenido que vos y yo necesitamos para que esto se pueda decir, de esto se pueda hablar.
Y sin embargo, la salud de la interlocución profunda consiste en que te hablo mi mierda, pero no te traigo a ella, no te invito a vivirla conmigo. Te necesito “otro” para que hablemos de mí en mi mierda, como vos conmigo. Necesito cuidarte como “afuera” de lo peor de mí, para que puedas cuidarme en la compañía de qué hacer con esto. Sin cuidado, no hay verdadera interlocución. Te quiero distinto, te quiero otro, te quiero ahí, conmigo pero no-yo, para
provocar este espacio en el que estamos “entre” nosotros, para ambos. Donde hay poiesis existencial no puede haber ni sujeción ni aniquilamiento… ni siquiera como intento.
Merleau Ponty habló de dos verdades de la interlocución profunda: el solipsismo vivido y la promiscuidad ontológica.
Se vive, es verdad, solipsistamente. En otras palabras, no puedo dejar de ser mi cuerpo, este, que me recorta forzadamente de la intersubjetividad deseada, solicitada, co-construida. Pero así como no se puede sino vivir solipsistamente en el cuerpo discreto que somos, tampoco se puede hablar sola: ¿qué puede ser seriamente “hablar sola”? Si siempre que hablo o escribo necesito la ficción de un otro posible que me escuche, que me lea… todo monólogo es un imaginario desdoblamiento de una misma, un fingir que soy esta y otro, un inventarme un alter con quien seguir creyendo que no estoy loca, si hablo sola.
Ahora, el cuerpo discreto solipsistamente vivido y el diálogo intersubjetivo fundador de todo ficticio monólogo no se oponen, no se contradicen: están unidos, íntimamente unidos… orgánicamente unidos por una sustancia rara hecha de movimientos, ruidos y cuerpo: porque sin la garganta de este cuerpo solipsista-seccionado de otro, sin la posibilidad más propia de este cuerpo-garganta de articular sonidos significantes, no habría diálogo posible.
Mi garganta mía necesita tus oídos tuyos para unir nuestros cuerpos en un cuerpo nuevo, uno y tercero, intersubjetivamente vivido.
Hay un hilo de vida orgánica transfigurada en aire articulado que cose tu cuerpo al mío cuando hablamos… como la costura de una herida en la piel: se cose de modo que lo que primero son dos trozos de piel seccionados en forzada
Escribo entre dos mujeres yuxtaposición se unan, se peguen uno a otro secretando el fluido regenerador que vuelve a hacer de lo violentamente dividido, una misma piel.
Cuando vos y yo hablamos, mi garganta se cose a tu oído –y tu garganta al mío, casi como en una danza… una puntada-paso y me coso a vos; otra puntada-paso, y te cosés a mí– para que nuestros cuerpos distintos sean uno en la interlocución profunda (nos cosemos tanto, que hasta nos fundimos, nos cocemos juntos).
Y por eso cortar el diálogo se siente como una herida que se vuelve a abrir, que se expone a la falta de una piel que sintió suya, esa otra piel que siente parte de ella misma. Pero se vive solipsistamente… entre un diálogo milagroso y otro, se vive solo.
–Pienso en la unión de los cuerpos cuando el diálogo es a través de la mutua lectura y escritura… el intercambio epistolar, por ejemplo, donde los cuerpos están aún a más distancia… aquí la sutura es de mis manos que escriben a tus ojos que leen… unidos como por un río de tinta, como por una teletransportación de píxeles–.
La falta que marca la interlocución profunda se origina en la promiscuidad ontológica: todos venimos de una misma porción finita de carne, de ciclos finitos, circular-espiralados, de un parto después de otro. Todos salimos de un número finito de cuerpos. Somos todos un mismo cuerpo seccionándose. Somos todos hijos de una misma carne, una mísera y lábil carne humana.
Seccionados de la carne original que somos, expulsados de un útero que era nuestra carne y nuestro refugio al mismo tiempo, buscamos la sutura de nuestros cuerpos en una interlocución profunda que se siente como un retorno momentáneo a un mismo útero. Un lugar a salvo de todo. Un hogar para nuestra precariedad ontológica.
Una promesa de vida que recién empieza. Un asilo frente al acecharnos de la mierda que es miseria y es muerte.
La interlocución es finita, interrumpida, imposible de sostener en permanencia continua. La piel se sutura y se hiere, se vuelve a suturar y sangra otra vez la herida. Porque volver imaginariamente a través de la sutura interlocutada de los cuerpos a un útero imposible solo se puede por un momento… y en la férrea disección que el tiempo nos impone sabemos que no podemos olvidar lo que hemos aprendido: que se vive ex-útero, ex-origen, en la ex-sistencia, solipsistamente yectos, añorando la carne común que somos, que solo por momentos se restablece en la sutura de una garganta a un oído, de unos dedos a unos ojos.
Abismo, cuerpo, sutura y tiempo, en la experiencia de la interlocución profunda.
La
escritura
y el prejuicio de las buenas alumnas
Hace unos días nos tomábamos un café con mi adorada amiga Gisèle y retomamos una conversación que es recurrente entre nosotras: nuestras dificultades para autorizarnos a escribir. La pregunta que ambas nos hacíamos, a modo de autoreproche en estéreo, era por qué nos ponemos tantos peros para darnos la experiencia de la escritura, por qué siempre estamos reculando ante nuestro deseo de escribir.
En algún momento de la queja autoanalizante sancionamos que eso nos pasa por ser egresadas de Puan -“Puan”, así, como si nada, es marca de ser egresada de Puan: dar por sobreentendido que todos saben qué es “Puan”. Es la calle en la que se encuentra la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Decir “Puan” y no explicar nada es el gesto de pertenencia… “Si fuiste a Puan, sabés qué es Puan.” Gesto
Escribo entre dos mujeres de pertenencia que también se usa para quejarse –como en nuestro comentario autocrítico. Pero que incluso en la queja marca su pertenencia.
Pero no era esa la razón, en realidad: aunque nos acercábamos un tanto al meollo de la cuestión, era algo cercano, vinculado, pero no eso. Y de repente apareció su correcta denominación: “Es el prejuicio de las buenas alumnas”. La autorepresión del deseo de escritura es marca de una subjetividad particular, preuniversitaria, aunque pudiera consolidarse en esos años también, perfeccionarse negativamente: es el prejuicio de las buenas alumnas.
¿Quiénes somos las buenas alumnas y qué nos pasa cuando, además, deseamos la escritura?
Las buenas alumnas se definen por su deseo de ser calificadas con sobresaliente por la autoridad. Innegablemente, a la buena alumna la puede recorrer un deseo de saber, de estudiar, de aprender, de investigar, de esforzarse en el cumplimiento de una tarea asignada. Más aún, una apasionada libido impulsa todos esos intentos y logros. No se trata, claro está –o debería estarlo- de una marca plenamente negativa de la subjetividad. La subjetividad, las subjetividades, en realidad, siempre son ambivalentes, siempre presentan una dualidad entre aquello que es potencia y defecto, que suelen ser dos caras de algo mismo. Sin embargo, esa libido, esa potencia, esa fuerza, esa búsqueda se ata desde la niñez –por razones varias, tan sociológicas como biográficas– al reconocimiento del esfuerzo y el fruto por parte de alguna autoridad, alguien que asiente, que da una aprobación final de la tarea. Es casi un reflejo condicionado: está la búsqueda, el deseo, el esfuerzo, el quehacer, las horas y energías invertidas muchas veces con costados sacrificiales, y está el “logro”, el “cumplimiento”, el “producto” ahí, listo, a la espera de tener valor pero no por el propio recorrido elegido, soportado, llevado a sus máximos niveles de productividad sino por esto en conjunción inescindible con otra cosa: una figura que califica y define numéricamente la entidad real del logro.
Las buenas alumnas persiguen el máximo galardón como agua en el desierto. Curiosamente, las buenas alumnas pueden ser positivamente descriptas como subjetividades sedientas: hay algo que se busca, que demanda empeño y a lo cual se le entrega un tiempo invadido por el deseo de encontrar-hacer-tener-poder eso. Pero… pero la “buena” alumna aprende desde muy niña, desde las felicitaciones de papás y mamás, de maestras y maestros, de directores y directoras, que lo que ha hecho vale siempre que se cumpla un bicondicional: “Lo que hago tiene valor en sí mismo si y sólo si otro superior-autorizado reconoce ante mí el valor que yo otorgo como idéntico valor a sus ojos”. Y la buena alumna, ante el reiterado cumplirse de antecedentes y consecuentes, condiciones suficientes y necesarias, ante esta repetición forzada de la fuerza de la normatividad para la apercepción del valor de sus búsquedas, asume que A conduce a B, que “valor para mí” y “valor para otroautorizante” se coimplican. Y entonces ocurre lo peor de todo: el problema no es la necesidad de aprobación de otro del destino hipostasiado de la sed propia (en algún punto esa sed se retroalimenta, se potencia, con ese otro valor en conjunción a lograr); el problema es que se pierde, se borra, se naturaliza la ausencia de otra forma de experiencia posible de la sed, de la búsqueda: la experiencia de hacer lo mismo (o no), de ir detrás de objetivos idénticos (o no), sostenida sola(o privilegiada)mente por la voluntad, por el propio deseo.
La buena alumna no sabe seguir tranquila su deseo. No sabe autorizar-se simplemente por la identificación de su deseo. No sabe dar valor si no valora en conjunción con algún otro asimétrico al final del recorrido para que le aplauda su esfuerzo, para que le prenda la escarapela, le dé una bandera, le firme una nota.
¿Cómo puede esta subjetividad, tan sólidamente constituida en años de libido anudada a autoridades autorizantes, vivenciar el placer del solo hacer lo que su deseo le dicte?
Escribo entre dos mujeres
¿Cómo puede la buena alumna evadir la ansiedad que le provoca la idea misma de una autorización intransitiva?
¿Cómo escribir como Roland Barthes mismo deseaba, intransitivamente, dejando el objeto de la escritura en un segundo plano?
¿Cómo escribir para auto-constituirse en escribiente deseante que se desea a sí misma en la práctica de su escritura, así, como ahora, fuera de todo Puan, en el humilde balcón de su casa en una tarde primaveral, entre la corrección de parciales para mañana y la preparación de algún artículo para algún deadline?
¿Por qué para la buena alumna una experiencia que debería ser banal, en el mejor sentido de inmediata, como la de “dejar de hacer lo obligatorio por un momento” para “hacer lo deseado aunque sea por un rato”, se presenta como una tarea hercúlea, como una acción que demanda un proceso reflexivo-ético, como una emancipación del instante, de un instante rebelde, desobediente, in-útil?
La buena alumna se hace todas estas preguntas mientras se le vuelve patente su férreo entrenamiento a sentirse en deuda por los parciales que “debería estar corrigiendo ahora”. ¿A quién le debe qué, la buena alumna? ¿Le debe su ser aplicada a las instituciones que habita? ¿Se siente endeudada por las promesas de eficiencia que ha dado sin saberlo? ¿O se debe a sí misma, en ese recóndito rincón no menor de su identidad buenalumnesca, el placer de obedecer la norma, el goce del diez por Otro dado, ese rush incontrolable de adrenalina que desea seguir sintiendo en esos segundos que hay entre que presenta su tarea excelentemente hecha y la performance del reconocimiento, esa Palabra que estuvo en el principio pero cuya reiteración espera, el asentimiento que calme la angustia excitante que aguarda que se le confirme ese valor –que bien podría haberse donado ella sola?
¿Cuánto tiempo más habrá de perder, por no autorizarse a perderse en la escritura, la buena alumna que se aniquila y resurge masoquistamente en esos previos instantes a recibir
el Sí, el diez, la bendición, de la adecuación sobresaliente a la Norma?
Por qué escribo en movimiento: Breve e incompleto intento de autobiografía escritural
Escribo desde que tengo memoria (y capacidad de escribir).
Algún día escribiré el relato tierno de mis escrituras de infancia vinculadas al mundo escolar (creo que en un diario del colegio, en tercer grado, me publicaron un poema) o de mi adolescencia, relacionadas con el más edulcorado y tragicómico romanticismo (que, debo reconocer, me acompañó hasta hace muy poco… y que es en parte, inevitablemente, uno conmigo).
Pero después llegó la universidad y algo pasó, por lo cual mi escritura existencial se anuló.
No puedo reconstruir si escribí de a poco cada vez menos o dejé de escribir totalmente. Lo más probable es que la tremenda desviación de libido que realicé en mis años de estudiante de filosofía hacia la lectura y la escritura “para la universidad” haya tenido bastante que ver.
Recuperé el impulso, creo, diez años después. No fue el puro extasiarse placentero el que me llevó de nuevo a la escritura sino todo lo contrario: una experiencia de frustración, de fracaso amoroso.
Pero en realidad también fueron los veranos hermosos en Chile, en la casa de mi amigo Cristián, contrastantemente simultáneos a la crisis amorosa. Saliendo (huyendo) de
Escribo entre dos mujeres
ella, ruptura dolorosa con el pasado mediante, me surgió en el verano de 2011 el impulso de escribir un blog. Fue en mi tercer verano chileno gracias al disfrute de ir con mis amigos a un festival internacional de teatro. Titulé el blog “Hechos consumados”, el título de una obra de Juan Radrigán que me impactó tanto que, luego de verla, corrí por las calles de Santiago a comprarme el texto… aunque debo reconocer que todavía no me senté a escribir al respecto –incluso me crucé años después a Radrigán en un congreso de filosofía, le conté con lujo de detalles lo que había amado su obra y hasta me traje su email para escribirle… pero tampoco lo hice todavía.
Ese blog fue reuniendo mis reflexiones sobre las obras que veía, primero. Y luego fue incorporando mi escritura más personal, más íntima, más desnuda.
Luego vino otra interrupción. La tesis doctoral.
Del 2012 al 2013 la libido fue dirigida forzadamente a escribir un texto que me costó horrores. Todo ese tiempo fue un padecimiento… Fue en los últimos estertores de esa escritura doctoral cuando me reconecté con mi escritura, de nuevo. Varios factores se confabularon felizmente (aunque no todos ellos felices en sí).
En primer lugar, mi puja constante con la puta tesis coincidió con el último tramo de mi análisis y arrojó el nombre de la angustia: temor, inseguridad ante la pregunta “¿tengo una voz propia?”, “¿tengo yo algo que decir?”.
Empezó a estar claro que era eso lo que más me jodía –y que no era en esa tesis donde se resolvería… aunque claramente la tesis es esa pregunta: la pregunta por la propia historia, por las figuraciones que nos han hecho pero que podrían ser otras, por la escritura en voz media como modo
de la autoconstitución una vez que vemos la duplicidad de ser de un modo pero poder ser de uno distinto.
Dos cosas más sucedieron y señalaron que había, en mi re-construcción de mi identidad femenina, algo íntimamente atado a mi escritura: la abuela Susana empezó a morir y nació Lupe. Una mujer que me iba dejando lentamente (y dejando en mí su pasión escritural como herencia) y una nueva mujer, mi sobrina, que me iba invadiendo lentamente también.
Algo más pasó. Tuve la fortuna existencial de conocer personalmente al filósofo de la historia y crítico literario a cuya obra dediqué una década de investigación (y dos tesis): Hayden White. Un historiador devenido teórico de la narración, de la forma en que Occidente piensa la historia, del lenguaje como recurso y sombra, límite, estructura. Nos conocimos en 2011 and it was love at first sight. Y en 2013 nos volvimos a ver. Leí frente a él una ponencia en la que pasaba revista a qué deseo emancipatorio suyo yo creía que había que proseguir, y por qué ese deseo conducía a pensar la íntima relación entre narración y género, entre estilo de relato y estilo corporal. Recibí de él lo mismo que hacía dos años venía recibiendo en nuestra comunicación epistolarvirtual: apoyo, entusiasmo, afecto, autorización. Y me traje toda esa habilitación de Brasil a Buenos Aires y el río de escritura, que venía goteando junto con las lágrimas finales de la angustia de la escritura doctoral, finalmente se abrió paso.
Armé otro blog. Lo llamé “Barthesiana”. El Barthes que White y yo amamos. El Barthes que amo hace mucho. El que me dona –a través de mi trabajo sobre la obra de White–el conflicto entre la estructura y la escritura en voz media.
Acompañé entonces los últimos esfuerzos de la tesis doctoral con nuevas primeras escrituras.
Escribo entre dos mujeres
Textos sobre mi experiencia de ser tía de Lupe, de recibir a una nueva mujer en este mundo. Textos sobre encontrar la propia voz. Textos sobre eso que tengo con los que más amo y con lo que más amo, y mueve toda mi existencia: la interlocución profunda.
Y es ese texto, clave de mi retorno a este impulso escritural, el motivo por el que escribo esto.
Escribo en un tren desde Roma a Venecia. “La interlocución profunda” lo escribí (como tantos otros textos) entre el subte B y el tren Urquiza, volviendo de un día laboral en Buenos Aires capital, a Sáenz Peña, Buenos Aires provincia.
Si la escritura ha de contener claves bio-geo-gráficas, soy una escritora del conurbano, una que va y viene, que está, entre la capital y la provincia.
Me encuentro, en este momento de mi vida, escribiendo en movimiento.
La frase es poética pero real y pedestre: desde que retornó mi escritura mi impulso se satisface mejor cuando estoy en movimiento, en un tren, en un subte.
Ahora bien: no es el estar en movimiento en el tren lo que me permite tomar este cuaderno y escribir –este cuaderno bello que me regalé en otro viaje, comprado en el gift shop de la catedral de Notre Dame… un autorregalo que no me falló porque desde entonces he llenado sus páginas con esta nueva escritura. Lo que me permite tomar el cuaderno y escribir es que en realidad mientras viajo, estoy realmente quieta.
Las claves para entender lo que me pasa están en cómo juegan “estar en movimiento” con “estar quieta”, y con “me permite”.
Yo creo que lo que me pasa es que no me termino de permitir escribir cuando y donde lo desee, porque sigo siempre privilegiando –cual cobarde esclava– lo que “tengo que hacer”, el trabajo. Por eso, pudiendo elegir escribir todos los días, no lo hago, porque pongo primero la cadena, el yugo.
Pero cuando estoy en movimiento ahí sí “se me permite” escribir, porque mientras estoy en tránsito, ese tiempo está vedado a las obligaciones: es un tiempo muerto para el trabajo que se me vuelve un tiempo vivo para escribir.
Dice White, inspirado en Barthes, Lacan y el estructuralismo, que el relato, la narración, escenifica el drama del conflicto entre el deseo y la ley. Nunca nada más cierto sobre la escritura (más o menos narrativa) de esta que desea temerosamente ser escritora.
No puedo aún escapar a la ley, al superyó profesionallaboral que todo el tiempo me señala que le debo todo mi tiempo. Y por eso no “me doy” el tiempo para mi escritura deseada. Y por eso cuando el tiempo-para-el-trabajo está suspendido, el tiempo “se me da”.
Escribir “me suspende”. Deshace mi angustia. A veces incluso siento la excitación de la transgresión, del pecado para un cuerpo cristiano.
Cuando escribo ya no voy a ningún lado. Se suspende la demanda teleológica y yo soy solamente esta actividad.
“Escribo, luego existo.”
Viajé a Atenas a un congreso con el deseo de que fuera un viaje para escribir. Recién tres semanas después, lo es. Porque las semanas anteriores estuve entre el trabajo del viaje, el trabajo que me traje al viaje, conocer bellos lugares
Escribo entre dos mujeres y una angustia-gris-tristeza de fondo que hasta ahora me ha acompañado.
Creo que es la gris-tristeza de que solo me animo a escribir cuando un juego de factores externos “me lo permite”. Ese resto de obediencia neurótico-masoquista a la ley del que siento que una total emancipación no llegará jamás.
El apego a las cadenas que son las aprobaciones en los rostros de los demás.
Ahora, en este tren, en feliz suspenso de líneas de tiempo, de leyes, de destinos y estructuras, pienso que quizás ese sea el tipo de escritura del que seré capaz –razón de mi continua fascinación con el carácter condicionante-habilitante, sujetante-subjetivante, de la narración.
Quizás yo solo pueda dar en la escritura distintas y variadas formas de la escenificación del drama entre mi deseo y mi ley.
Quizás mi arrojo, mi valentía, mi voz, solo pueda ser la de escribir el vergonzoso núcleo (¿cobarde?) con el que lucha siempre mi potencia de ser.
¿Cómo se escribe el fin de una misma?
Todos tenemos nuestros delirios. Yo tengo este: algo importante de la existencia pasa por la escritura.
Y la existencia no es ir del principio al fin. Es en cambio estar siempre ya en la existencia.
Por eso uno puede llegar a un fin sin morir. O morir a una forma de uno mismo.
De una misma, en realidad. Porque escribe una mujer este texto. Una mujer que muere a la designación supuestamente neutra de sí misma.
El ideal de lo humano como ideal masculinizante de la existencia.
Y la escritura como un camino femenino a morir a cierta idea heroica de la vida.
Por eso, entonces, me pregunto de nuevo, ¿cómo se escribe el fin de una misma?
Algo ya ha dejado de ser si su muerte requiere la plasmación de la escritura. Y sin embargo sin esta tumba de letras la muerte no es definitiva.
¿Qué vida comienza luego de la muerte escrita de una misma?
Por empezar, una vida que admite fines, que admite muertes como parte de sí misma.
Una vida que renuncia a la cosmogonía teleológica que ve en el fin final el sentido verdadero, el punto de llegada, el logro, el éxito, el destino.
No es ese fin último el verdadero, sino todos estos otros fines intermedios que nos encuentran sin que los busquemos.
El camino era este, hasta acá, hasta que acá-ya-no. Es que acá no es ahora el lugar en el que me encuentro. O me encuentro desencontrada, perdida, en esta baldosa mínima en que me veo circunscripta. No es tanto que la desborde, como he sentido otras veces. Es que no la habito. Estoy parada acá pero dispersa en otros lados. Como si estuviera algo de mi yo acá pero ya no mi cuerpo. Algo se resiste corporalmente a este espacio tan cuadricularmente dispuesto y alcanzado. Son sus bordes, sus contornos, los que ya no acompañan mi figura. O es que el fin de una misma se vive como una desfiguración de una misma.
Ya me pasó una vez estar frente a un espejo, bajar la mirada, mirarme de nuevo y no reconocerme. Aquella vez fue un feliz desconocimiento. Como una alegre inauguración
Escribo entre dos mujeres de otra-yo misma. A partir de ese día empecé a escribir más que antes. Luego de una prisión-pausa.
Ahora la desfiguración no es alegre. Tiene algo de monstruosa, o al menos asusta, la vivo en el modo cobarde. Es una calma cobardía. Algo me dice que no es un susto importante. Es esa leve pero potente incomodidad de transitar un pasillo de noche y que la luz se corte. Se sigue caminado a tientas. Se sabe que la luz vuelve. Se conoce el pasillo. Pero igual la piel se eriza expectante.
Mirarse al espejo y pensar si es o no es una la imagen reflejada. Me ha cambiado la cara. O son quizás los ojos los que miran con desconfianza.
Seguir el impulso de escribir el fin como muerte porque se percibe una lenta agonía. Querer desenchufar lo que soy del respirador artificial en el que se encuentra hace ya algún tiempo.
Parece que no se sale de este coma. Parece que se sale otra.
La mano en el enchufe duda. Desenchufarse de una forma de vida para dar luz a otra.
Algunos minutos más de vacilación… ¿y si quizás todavía hay chance para esta vida? ¿Y si escribir su muerte fuera una prematura eutanasia?
Muerte prematura y parto prematuro que parecen alternarse como diagnóstico de lo mismo. Algo no está listo para irse. Y algo no está listo para llegar. Alguien aún no se encuentra a sí misma nueva, iluminada.
Y la escritura como linterna. La escritura como lámpara. Como tenue luz de caracteres que se marcan esperando que de las manos salga algo que se lea como respuesta a una pregunta que aún no está del todo formulada.
Hace días, un fallido. Queriendo decir “qué voy a hacer”, haber escrito “qué voy a ser”.
Entre el hacer y el ser se debate lo prematuro de la forma nueva que adquirirá esta existencia que ve, en las letras, sus protoátomos. Qué voy a hacer/ser como dilema. Y la duda
de si no estará ya mal planteado desde el inicio el informe modo de esta interrogación.
Subirse a un avión e irse lejos. Llegar y seguir en el mismo pasillo. Un pasillo sin afuera, demasiado adentro.
El pasillo de una ermitaña que no eligió este exilio. Su lugar no es Roma, tampoco Atenas. Ni el Vaticano, ni el Partenón. Buscando en calles bellas, en preciosos rincones, el afuera del pasillo interno que es un éxodo no “hacia” sino “desde” la Tierra Prometida.
Un pasillo donde leves rayos de luz intermitentes parecen señalar que el mismo “hacia” ha sido siempre el problema. Escribir el fin del fin de una misma.
La mano temerosa, que cree que tiene que ser ojo sustituto de las superficies que recorre, se pregunta si no deberá ahora mejor guiarse por el ciego padecer de su ser tacto.
Una escritura que piensa más en lo que sienten sus dedos que en lo que sus ojos podrían adivinar luego del punto.
Este punto con el que se preguntan las manos por el fin de una misma, por la escritura como delirio, por la razón, los fines y los “hacia”. Por la teleología que no va a ningún lado.
Si no hay principio ni fin, sino solo éxodos involuntarios desde Tierras Prometidas que son baldosas asfixiantes. Y por ahora, entonces, hasta alumbrar algo distinto.
¿Se puede tener un deseo biográfico?
Este libro surge de un deseo personal que se torna político. De una elección biográfica que me enseña que nunca elegimos –ni vivimos- solo por nosotros mismos. Nosotras mismas, mejor.
Se trata del acceso femenino a la palabra, a la escritura. Y de seguir ese deseo, solo por querer seguirlo. Quiero publicar este libro.
Escribo entre dos mujeres
Mejor dicho, quiero publicar lo que escribo. Siento que es un deseo biográfico. La cuestión se me vuelve pregunta: ¿se puede tener un deseo biográfico? ¿En qué consistiría?
Podríamos pensar que se trata de prever el futuro, prever cómo se escribiría la propia vida: “Ella publicó un libro.” “Sí, ella escribía.”
Sí, vivo escribiendo. Pero no se trata de que registre lo que vivo y siento. Yo escribo los momentos mientras ocurren. No los describo ni los transcribo. Se ha hecho tan una conmigo la escritura que hay acontecimientos que me encuentran escribiéndolos dentro mío mientras los vivo.
Entonces, no. No se trata de prever el futuro: se trata de un modo de vivir la temporalidad que somos. Aunque justamente optar, de algún modo, por ser de este modo, es un gesto biográfico. Un gesto de deseo: una vida de escritura, una escritura de la vida.
No se trata de una gran revolución: es al menos alguna forma de la rebeldía. Ser una mujer que escribe. ¿Escribe esto? ¿Escribe eso? Sí: no podrán negarlo, no será una práctica escondida. Pero antes que nada, que escribe. Un deseo de bio-grafía. Será lo que la escritura es: una ex/sistencia. Una vida exteriorizada por entregada, dicha.
¿A quién dejarle la memoria imborrable, el testimonio de la escritura? A quien sea. La escritura desea al interlocutor en todos sus cuerpos. Pero también, como quien amorosamente envuelve un regalo –dobla con cuidado el papel, asegura la cinta adhesiva, arma el moño coqueto, erecto– para quienes se ama, ese mundo social, próximo, que constituye la escena de la escritura como escena de interlocución.
Es también un optimista don a la idea misma de generación. De crear, de ofrecer. También de conectar: a mis mujeres antes de mí y a mis mujeres después de mí. A las que en mi árbol genealógico vivieron escribiendo pero no quisieron o pudieron dar el paso de, además, ser mujeres
públicas: mujer que hace pública su escritura. Mujer que dice lo que piensa.
Y a las que vienen después de mí: que tendrán para elegir entre las anécdotas de sus generaciones anteriores la de una mujer que también escribía y que vivió su deseo biográfico gestando primero y alumbrando después un libro, este libro.
Que no nació como libro, como unidad. Nació como escritura. Dispersa pero intensa voluntad de escritura. Que cada tanto se hizo papel. Que de repente se hizo asidua. Que se hizo vivencia, experiencia. Modo de ser y de ser en el tiempo.
¿No es acaso toda escritura una lucha contra la muerte?
Cada elección de escritura, cada momento del día robado para ella, es un desaire a tanta domesticación de la vida propia como tiempo ajeno. Debido a otros. Extraído. Explotado.
Porque las horas que se venden, no vuelven.
Un deseo bio-gráfico. De un modo de vida. La escritura como hábito de deseo… deseo que se vuelve habitual. A veces compulsión. Pulsión, siempre.
Tengo la enfermedad de la escritura, que enferma y cura. Mi escritura es la lluvia después de mi tormenta. Me atormenta y luego fresca brisa. Agua que cubre todo alrededor mío, que limpia, pero también barro, resbalosa.
Fue anterior pero luego no pudo sino ser de la mano de mi experiencia de analizada. La terapia y la palabra. Recurrir al análisis para acceder a la palabra. Tener voz. Propia. Una voz que aparece cuando todas las demás se acallan. Una voz que emancipa el cuerpo.
Una voz construida desde la palabra, hecha de palabras depuradas. Liberadas de la sobrecarga de la significación. Apresadas por los significantes de otros. El análisis como técnica contra el demasiado del significado: demasiadas palabras hablándonos, habitando un cuerpo excedido de su peso. Eligiendo la voz propia, las palabras propias, la propia narración.
Escribo entre dos mujeres
Porque para mí la vida es eso que es posible entre el cuerpo ya narrado que somos y ese nuevo cuerpo que adquirimos cuando nos reescribimos.
No solo la piel hace a la superficie de nuestros cuerpos: lo que nos recorta, nos limita, nos delinea, es también la dermis discursiva. Que como la piel misma está viva. Cambia. Deviene. Se rasga. Regenera. Es superficie efervescente, porosidad comunicante. Cicatriza como sangra. Expone como protege.
Y sin la piel no se siente. No se percibe. No se estremece. Se contrae y transpira. Como la vida.
A veces la escritura puede ser mudar de piel. Por partes, por trozos, por trazas, por marcas. De a poco. Capa nueva que desplaza a la vieja. Una descamación de palabras que se sueltan, se largan.
Hasta que un día ese cuerpo mudado es otro. Más propio. Un cuerpo-cuarto propio. Para escribir. Como mujer. Desde la comunidad de lo femenino. Desde esa perspectiva sobre el mundo en que la palabra nunca es sencilla. No es capacidad sino conquista. Siempre insurrección frente al silencio como naturaleza.
¿Es anacrónico esto? ¿Estamos en la época en que la voz femenina se ha conquistado y entonces el drama de acceder a ella solo puede ser anacronía?
Nuestros cuerpos nunca viven exactamente en la historia, en la época. Son diversos en el espacio pero también en el tiempo.
Porque la historia de un cuerpo es la lucha (de género, de clase) con la narración heredada.
Experiencia de (psico)análisis Hablar la verdad
Últimamente siento que no puedo sino hablar con la verdad… o mejor dicho, hablar la verdad: decir la verdad, decir lo que veo, lo que estoy pensando al momento de hablar, lo que verdaderamente creo, lo que para mí, en ese momento, es.
¿Pero qué puede querer decir “hablar la verdad”? Al fin y al cabo, soy filósofa y como buena amante de la sabiduría –y toda sabiduría se sostiene de algún modo en el saber de una época, incluso el saber “negativo”–, no puedo, en mi situación actual, sostener una concepción de verdad por correspondencia. Es decir, “hablar la verdad” no puede querer decir: “Decir lo que es, tal como es”, porque no concibo mi lenguaje como mero reflejo del mundo. Entonces, tiene que querer decir otra cosa.
Pienso en Merleau Ponty, que creía que nos tocábamos con las palabras, que al hablar “cantamos el mundo.” Y pienso que lo que me suele suceder es que, frente a un “otro” con el que dialogo, decir la verdad es decirle aquello que no quiere ver, o no puede. No porque el otro no ve “el mundo tal como es”: sino porque al hablar-me, me dice cosas de sí mismo, lo quiera o no.
Todos al hablar mostramos nuestra verdad, que no es verdad de nuestras “proposiciones” abstraídas de nuestros enunciados; ni de las premisas ni de las conclusiones que
podamos anudar en razonamientos. Es la verdad del ida y vuelta de un argumento que no cierra. La verdad de una vacilación de las palabras. La verdad en nuestras metáforas recurrentes. La que se muestra detrás de lo que nos cuesta decir o de lo que decimos con demasiada facilidad. La verdad de lo imposible de decir pero que se manifiesta en el cuerpo inquieto que habla y se retuerce, vacila en la silla frente a mí, se agita sobre uno y otro pie, parado frente a mí. El cuerpo que dice la verdad que no es la de las palabras ni las correspondencias con algún referente externo. Ese cuerpo que empieza a encogerse frente a mí cuando estoy por decir eso que no sabe si quiere o puede escuchar.
Darle la verdad en el hablar al otro es cumplirle ese pavor, que es a la vez deseo, de que yo vaya a decir eso que sabe que no quiere/puede escuchar.
No es la verdad desconocida: es la demasiado conocida.
No es la verdad de una descripción: es la de una cachetada (o una caricia) que se necesita pero que se teme porque conmoverá incluso antes de llegar a la mejilla.
Es poner tu cabeza en mi pecho, abrazarte, hacerte escuchar en mí un corazón que late como el tuyo, pero que en su latir sabe del dolor que te ocupa el centro del cuerpo y se expande milimétricamente a lo largo de tu piel… y todo esto, sin acercarme, sin recorrer el espacio entre mi silla y la tuya, esa mesa de café casual que tenemos en medio.
Decir la verdad es hacerte vibrar exactamente ahí donde vas a vibrar con las palabras que yo diga… es una conmoción que arranca cuando aspiro para llenar mis pulmones del aire de verdad que quiere salir… es una modulación de tu cuerpo que comienza en el mío.
Es hacerte padecer la violencia dulce de saber que te estoy escuchando, que realmente te estoy escuchando.
No hay decir la verdad sin un margen de agresividad: ningún cuerpo se mueve contra su voluntad, ningún objeto sale de su reposo sin un golpe. Y sin embargo, cuánto amor, cuánta entrega, cuánto cuidado es necesario para asumir el
Escribo entre dos mujeres
rol de bola de billar existencial de otro. Porque puede salir mal… porque el que ve y dice la verdad se expone a un mínimo indispensable de incomodidad y a un máximo posible de eliminacionismo: no todos quieren escuchar la verdad, es decir, sacar sus cuerpos de esa inercia inmóvil en que lo mantienen haciéndose los que no saben qué les pasa o los que no pueden lo que les haría estar mejor.
No es la palabra como concepto. No es el enunciado como idea. No es el sonido como signo.
Es la vibración de mi garganta del modo exactamente necesario para que tu cuerpo vibre al unísono.
Es más música que teoría.
Es más arte que pericia.
Es más caricia de ruido articulado en una corporalidad fallida, necesitada, hablante en su dolor a gritos que, al escucharlos, no pueden sino requerir la violencia amorosa del sopapo que despabila, de la mano-como-frase que se extiende para dar la oportunidad de que sepas “que yo sé lo que vos sabés”, “que yo sé lo que te duele”, “que te puede dejar de doler”, “que así no más”, “que de otro modo”.
El movimiento arranca en mi voz pero sos vos el que decide moverse.
Hablar la verdad es abrirte la puerta, darte la oportunidad, abismarte para saltar del otro lado.
Te doy la fuerza de mi palabra… pero la verdad es tuya, para tomarla.
Filosofía y psicoanálisis: Tematizar la falta
Si hay algo que une la filosofía con el psicoanálisis es que ambas tematizan la falta. Tematizar la falta es hacer de ella un tema cuando regularmente pasaría desapercibida o no reconocida como tema para pensar, escribir. Hacer de
la falta tema es traerla al discurso. Traerla, porque fuera del discurso está siempre ya ahí. Que esté ahí y que sea traída al discurso es necesario, porque tematizar la falta significa pensarla aunque sea ficticia, aunque en realidad no sea o sea nada. Pero que sea ficticia, que no sea realmente, no la hace por eso menos efectiva.
Y como la falta está siempre ya ahí, tematizada o no, podemos admitir la falta u omitirla, vivirla como negación. Admitir la falta es hacer filosofía, es hacer terapia. Repito para que sea leído claramente: lo que tienen en común hacer filosofía y analizarse es tematizar la falta.
Y no tematizarla es negarla, es actuar frente a la falta como por omisión. Es estar siempre dando puñetazos al aire. Ganar una discusión filosófica desde la negación no es llegar a alguna verdad, sino el triunfo inútil de aquel que derribó, puñetazos ciegos mediante, al otro.
En cambio, si tematizamos la falta, nadie gana la discusión filosófica. No hay ganadores ni perdedores. Porque ante la falta no hay rivales: todos reconocemos, ante la falta, que ya hemos perdido un poco. Así como todos ganamos la paz, o al menos la calma corporal, de reconocer que eso que estaba ahí y que no queríamos ver, que nos perturbaba desde algún punto ciego de nuestra percepción escorzada, no era sino la falta. La misma falta constitutiva que nos hace a todos. La misma pero a tu modo. Tu vacío, tu lugar oscuro, tu verdad miserable o verdadera miserabilidad.
Es importante tematizar la dualidad de la falta, su doble aspecto. O, mejor dicho, no es la falta la que es doble, sino que es ese algo del sujeto, del cual la falta es una cara, lo que es verdaderamente bifaz. Eso del sujeto cuyo rostro difícil de enfrentar es la falta, cuya mirada imposible de evadir es el deseo. Hay algo de lo cual la falta y el deseo son ambos hijos. Hay algo que da vida a la falta y el deseo. Algo del orden de lo incompleto, de lo perforado: el ser en el tiempo. El ser en el tiempo que sabemos temáticamente pero que hay que saber en/con el cuerpo para saberlo en serio, para degustarlo
Escribo entre dos mujeres en su salado y amargo sabor. El ser en el tiempo que es nada. Nada como negatividad… como vida interior de la falta… como potencia exteriorizante del deseo.
Por eso, sin que ninguna lectura causalista –y quizás todas a la vez– sea posible, sabemos que sin falta no hay deseo. Pero no quiero decir que no se desea algo si no te hace falta. Quiero decir una mejor cosa: quiero hablar de por qué la filosofía y el psicoanálisis tienen que ver con la escritura. Porque la filosofía y el psicoanálisis tematizan la falta para reconocer el deseo.
Si no sé traer a la palabra lo que me hace falta, no puedo decir mi deseo. Menos aún, escribirlo. O mejor dicho, no puedo escribir verdaderamente. Porque se puede escribir falsamente… y se puede ser brillante, y genial, y admirable en una escritura falsa. La escritura falsa es la que apabulla con las palabras, las sentencias, las imágenes embellecidas, hasta sublimes, para tapar con todo su potencial sonoro y gráfico la falta que quiere salir, aunque no queramos verla. La escritura falsa es dar puñetazos de lenguaje, escupitajos de metáfora en la oscuridad, contra no sabemos qué.
La escritura falsa es escritura de la negación. Tiene la potencia de vida vicaria del parásito: todo su poder, todo lo que puede la escritura falsa, es succionar la vida de las cosas: vaciarlas, volverlas objeto, borrarles el brillo luminoso que tienen cuando nos amenazan en su no ser ya ni a-lamano, ni ante-los-ojos. Es mirar el martillo que perdió su función y que nos entorpece la repetición de la cotidianidad para, en lugar de maravillarnos frente a su falta de sentido, su ser índice de la significatividad arbitraria que somos, apagarlo, desconectarlo de la desconexión, sofocarlo en su interrupción poética y remitirlo tranquilizadoramente a una mera caja de herramientas en la cual sea olvidado. Cuando podríamos haberlo empuñado y llevarlo de martillo-útil a martillo-potencia-reflexiva.
Que quede claro: se escribe desde la oscuridad, se transmite la falta desde su negación, se comunica su presencia
como afán ciego de desconocimiento. Y se puede encontrar en maravillosas páginas de la filosofía y la literatura ríos de sangre propia derramada en la lucha autoaniquilante por no tematizar la propia falta.
Genios, hay; que sean hombres felices, es otra cosa.
Y la escritura-verdad, la que tematiza la falta, esa es la escritura pura potencia, cuya mano está guiada por ese temblor temeroso de ir exudando en cada letra, en cada giro valiente y asustado a la vez de la lapicera, el deseo. El deseo de escribir que se sabe deseante de la escritura. La escritura no compulsiva, sino apasionante. La compulsión es hermana de la escritura falsa, negadora, ciega. La pasión, la pasión es una suave y férrea voluntad lenta y lineal de seguir escribiendo. No hay apuro negador cuando se escribe el deseo: hay premura que rima con “dulzura”, hay “prisa” que tiene “risa” adentro. La escritura deseante es la que se sabe perforada por una falta y la degusta como deseo. Sabe la distancia ideal regulativa –siempre desplazada, siempre horizonte– que hay entre tematizar la falta y vivir aquello a donde el deseo la conduce… pero disfruta el trayecto en la alegre conciencia del movimiento, de al menos ir a algún otro lugar. La escritura deseante es movida por una mano que se estira y se ofrece… que busca la feliz posibilidad de que otra mano la encuentre o la difícil pero generosa chance de ser mano-oportunidad para otro. Los dedos nerviosos en el teclado saben que no hacen nada malo, que el deseo de tocar su deseo no admite juicio moral, pero saben también que cada letra es una transgresión, una marca, una diferencia, una significación producida, una poiesis desaconsejada.
“Si estamos bien así como estamos.” “¿Moverse, para qué?”
Entre una escritura y otra hay un paso por un diván. Hay que primero acostarse para no ver y poder entonces identificar la falta. Hay que recostarse a no mirar, a mirar el techo como no-límite, para poder decir la falta y que se vuelva entidad ante los ojos del oído, antes que se pose en la retina
Escribo entre dos mujeres
que hubo que anular para que la imagen-palabra de la falta sea. Y hay que hablarle a otro que no puedo ver, pero sé que está escuchando. Sé que va a saber antes que yo cuál es mi falta pero que me va a permitir que sea solamente yo quien la diga. Al decir de la falta se llega sola, pero con alguien que se ausenta de mi mirada, que me sostiene con su escucharme… con su solo ser para mí una plena escucha: sosteniéndome como un puro oído desde el afuera de mis ojos, como una voz que viene desde un atrás de mí, ese lado trasero que una es y que solo sabe que es si se mira en algún espejo.
Un espejo que no me devuelve ninguna imagen porque no puedo verlo. Que es un oído absoluto en una voz siniestra… más siniestra aún porque estoy acostada, a su merced, a merced de que escuche lo que digo mientras me hablo sin mirar y que puede atravesarme un puñal simbólico en el cuerpo cuando al decir, como sea, mi falta, atrape cual pisapapeles en el centro de mí el texto, la materialidad, el sonido, la grafía, en que pude por fin nombrar la falta.
Sin la vulnerabilidad reducida en sus capacidades perceptivas del diván por el cual paso para salir de la ciega escritura compulsiva-falsa no hay forma de dar a luz a la escrituradeseo humilde, humana, temerosamente decidida –pero por decidida, afirmada y valiente– que me levanta del diván para poder caminar, mover-me … recorrer-me en el sendero que se abre entre este nuevo yo y el ideal horizonte-regulativo del deseo que es la angustia-falta, aquí y ahora, en potencia vital transfigurada.
Una y la misma nada
.
La nada misma que somos, en el modo del tiempo.
El arte de deshacer las falsas angustias
Hace tiempo que vengo pensando en escribir este texto. El título me vino de golpe, luego de alguna situación que ahora no recuerdo en detalle… creo que fue luego del diálogo con una querida amiga, no estoy segura… creo que ocurrió en esa situación tan frecuente para mí que es escuchar muy atentamente a alguien que quiero, alguien por quien me preocupo, cuyo malestar se vuelve, en mi quererla, un malestar indirectamente mío, pero sucediéndome a la vez –que también me es frecuente– que me salgo de la escena, la situación de interlocución cariñosa, y se me hace visible el globo neurótico en el que vive el otro. Ese globo neurótico en el que todxs vivimos. En el que cada unx vive. Esa burbuja de aire ansioso, nervioso, viciado de fantasmas, de sobresignificación de lo que nos acontece. Hay una variedad fascinante de los tipos de aire que inflan esa burbuja imaginaria en la que nos movemos. Hoy me convoca en particular analizar químico-psico-existencialmente el aire de las falsas angustias. Se trata de uno de los más densos, más espesos. Es un aire que vuelve a la burbuja compacta, como una roca atada al cuello, o un calzado de cemento lo suficientemente pesado y liviano a la vez como para que una pueda simultáneamente correr detrás de algo –la falsa angustia– y sentir que cada esforzado paso acelerado es un hundirse, un agobiarse, un feroz pesar de las piernas, y los brazos, y el torso que intenta erguirse mientras el aire-piedra empuja hacia adelante y hacia abajo. Y a la vez, la densidad autocontaminada de este aire vuelve ciego a quien corre… ciego a que la meta-objeto es falsa, es nosiendo, está constituida por la nada porosa del aire mismo que ahoga el cuerpo… y sigue corriendo… ¿a dónde?: en la dirección sin horizonte de la falsa angustia. Pero entonces volvamos a la cosa, el objeto. ¿Qué es la falsa angustia? Contra todo pronóstico de filosofía
Escribo entre dos mujeres occidental, empecemos por el accidente: la falsa angustia es falsa. Porque no es, o es no-siendo. Porque si ha de haber alguna angustia que merezca la jerarquía ontológica de “verdadera”, solo tiene sentido calificar de ese modo a la angustia por la propia muerte. Solo puede tener sentido angustiarse por la falta de todo sentido: que al único lugar al que realmente vamos es la muerte. Que lo único urgente es lo relativo a la muerte. La propia y la de quienes amamos. Nada más, lo repito, nada más merece el nombre de verdadera angustia. Solo nuestro certero morir sin saber cuándo amerita la sensación de roca al cuello, los pies cementados, el torso imposible de erguirse, el aire sofocante en los pulmones. Solo el morir propio, en sus formas “mías” y “de lxs míxs”, puede realmente reclamar para sí ese precipitarse de la angustia ante lo más irrefrenable, la posibilidad más propia, la que nadie desea, la que nos iguala a todxs, la que es verdadero límite, fin. Si recordamos esto, esto que todxs sabemos y que por eso se piensa en el modo del recuerdo –se recuerda lo que siempre puede volver desde el rincón más oculto de la memoria que, por más escondido que esté, sigue ahí–, toda angustia que no sea por la muerte propia, en sus dos modalidades, es falsa.
Porque si lo que angustia no es el riesgo de ya no ser o de perder la parte de ser que somos en lxs que amamos, entonces se puede seguir siendo, ser otra cosa, hacer otra cosa, ver la burbuja como burbuja, el aire como aire, la nada como ficticia coseidad.
Busco en un diccionario la palabra angustia y ofrece como acepción segunda “Temor opresivo sin causa precisa”. Maravilloso: ¡en el diccionario mismo aparece la falsa angustia como angustia! ¿Cómo vivir el temor como opresión “sin causa precisa”? La angustia verdadera tiene una precisión cronometrable, de una certidumbre envidiable: la muerte. Toda otra angustia, por más literalizada que esté en el Diccionario de la Real Academia, es falsa. Esa es la composición química del aire de la burbuja neurótica de las
falsas angustias: una densidad sin causa… su ser irreal, sobretramada, superimaginada.
Porque pensémoslo así: si aquello que me angustia no es mi propia desaparición, ni la de la extensión de mi cuerpo que son mis afectos, entonces la continuidad en mi ser es garantía suficiente de que hay acción posible, hay camino alternativo, hay aún tiempo para aquello que necesito hacer, ser, resolver. Si no hay desaparición, aún hay cuerpo, aún hay tiempo. Cuerpo y tiempo aún empuñables, son armas suficientes para cualquier amenaza de las falsas angustias.
Porque además la falsa angustia viene con la marca de la urgencia, de la amenaza de algún fin inminente, de una disyunción exclusivísima entre un todo y una nada. Pero no: decidir no es desaparecer… al menos no real-mortalmente. Elegir no es pérdida absoluta, definitiva. Ser en el cuerpo y en el tiempo es elegir y seguir siendo, con el cuerpo afectado, sí; con el tiempo alterado, claro. Pero no es muerte. Y si no hay muerte, hay acción posible porque hay aún posibilidad.
El arte de deshacer las falsas angustias implicaría entonces evocar vitalmente el recuerdo de la única verdadera inminencia posible: frente al recuerdo de aquello que el salto de una a otra burbuja pretende ocultar –que moriremos, que moriré, que morirás, que te me morirás en algún momento–se nos ofrece la verdad en la modalidad de la Angustia (con mayúscula), claro. Pero, en ese mismo instante de parálisis neurótica, también aparece la verdad en la modalidad de la Vida, de la posibilidad, de un cuerpo y un tiempo. El globo se desinfla. La burbuja se pincha. Y una al fin respira. Inhalar con el cuerpo la posibilidad de que un torcer, un cambiar, un poético destruir es aún vigente. Exhalar el resto imaginario que imponía en su falsa urgencia un matar la vida aún posible en el encierro de la cárcel monóxidocarbonada de la propia neurosis. Respirar el aire del recuerdo de la vida aún en un cuerpo que proyecta en el tiempo un deshacer lo falso y vivir intensamente contra la verdad más cierta, profunda y precisa de una muerte que llegará, sí, pero
Escribo entre dos mujeres no aún, en un poderoso aún-no. Abrazar a todo lo que se ama aún ahí, en esos cuerpos externos-propios de los amores más íntimos, de los más felices tiempos con mi tiempo intersectados. Y respirar el aroma de esos cuerpos que detiene el tiempo en el ahora-saborear el calor de lxs que amo aún conmigo.
Respirar contra todo lo falso el aire verdadero de un aúntiempo en este cuerpo que somos.
Cuerpo en cortocircuito
He tenido siempre un cuerpo en cortocircuito.
Pienso cómo hasta hace poco a muchas de mis funciones corporales no les prestaba la mínima atención. Pero ha sido un cambio de edad y de mentalidad lo que me ha hecho más inmediato su registro.
Pensaba eso y también que, en realidad, mi cuerpo ha estado siempre en cortocircuito. Como ahora que la piel de mis manos se abre y se cae como trauma crónico que me acompaña desde hace años. La dermatóloga lo llama dishidrosis y me dice que es una reacción de la piel entre alérgica y nerviosa. Y ahí viene una pregunta que todo médico hace casi como decir “buen día”: “¿estás con mucho estrés?”.
¿Quién no está con mucho estrés? El estrés no explica nada si es permanente.
Pero en realidad pensaba en otra permanencia: la del cortocircuito en mi cuerpo.
Haciendo memoria recuerdo haber tenido una afección de la piel también cuando era chica. En ese momento se me diagnosticó alergia al pelo de los animales. Y recuerdo que desde los tres años tuve pavor a los perros porque en una plaza, un dóberman que se soltó de la correa de su dueño, me corrió casi hasta alcanzarme. Fue mi mamá quien me alzó y evitó la mordida -si eso era lo que el perro quería realmente. Solo puedo recordar el terror de huir. Y tengo grabadísimo ese rescate de sus garras, mientras el dueño con una sonrisa incómoda pedía disculpas por el incidente. Desde ese día hasta inicios de mi adolescencia tuve pánico a los perros. Y fui en esa época alérgica al pelo de los animales: una especie de mancha-costra se me hacía en la piel bastante parecida, creo, a las que me produce la dishidrosis.
Pero, de nuevo, mi cuerpo siempre estuvo en cortocircuito. Como mi síntoma de los vómitos, que merece un texto aparte porque fue “el” síntoma de mi vida. La piel, el estómago, la digestión de la superficie y la digestión de lo profundo… mi cuerpo ha estado siempre en ese cortocircuito. Quiero decir que, teniendo una vida relativamente apacible, con altibajos que semejan más mareas que tormentas, y con una conciencia cartesiana clara y distinta de todas mis acciones (o eso me he querido creer yo), mi cuerpo siempre me mostró rupturas, resquebrajamientos, imposibilidad de contener. Y todo esto en la compañía calma, analítica y verborrágica de una supuesta racionalidad soberana.
Y sin embargo en realidad no: mi cuerpo ha hablado claramente, aunque con más modestia, del carácter precario, invadido, atravesado de mí misma.
Contra una ficción muy útil de conciencia plena de mí y mis acciones, de mis capacidades y potencias, en un murmullo secreto, o mejor, un silencio significativo, mi cuerpo me ha indicado lo vulnerable que también soy. He luchado
Escribo entre dos mujeres contra ese silencio con terremotos de palabras. He negado a la piel que me habla el oído o he optado por ignorarla.
Es que mi cuerpo en cortocircuito y yo todavía no nos entendemos del todo.
Sí nos ha quedado claro, como en una dulce complicidad, que esa yo que habla como autosuficiente reina de su existencia es una fantasía… a mi cuerpo y a mí nos enternece aún escucharla hablar, como si fuera dueña completa del curso de su vida, con sus mil y un proyectos, con su confianza ingenua en la teleología –más como modo de orientar la existencia que como contenido específico del destino. Otras veces nos enfurece, porque acostumbrada a gobernarnos, a hacernos seguir fielmente sus pasos teórico-metodológicocausa-en-orden-de-efectos-medios-a-fines-diseñados, por momentos nos convence con sus argumentaciones y nos hace llevarnos la misma piedra de la contingencia imprevisible por delante, con el dolor existencial tremendo que la caída significa. Además, es mala consejera: disfraza de deducción su paranoia por lo que no puede controlar y con sus decires y haceres a veces lastima a quienes más queremos.
El psicoanálisis fue en su momento una teoría que me permitió comprender mi cuerpo en cortocircuito. Entender como calma, como embellecimiento. El retorno de lo controlable en el modo de la interpretación. Es que mi adorado Freud comprendió muy bien el carácter energético de la existencia y por eso me habilitó a explorar el carácter encortocircuito de la mía.
Pero si la tríada yo-superyó-ello explicaba algo –y aun cuando algo como el inconsciente me parece lo más cercano al fondo en superficie de mis cortocircuitos corporales– quizás haya en esa misma triple estructuración algo que se parece más a la posible “causa” (del conflicto) que a la “solución”
(del existir, del lidiar) con este, mi cuerpo, que en silencio me habla.
Este texto se termina solo con una pausa, porque el cortocircuito corporal que impulsa las yemas de mis dedos en este teclado no ha pasado sino que, por ahora, descansa. Revolución de la carne
¿Y si no es ni el sujeto ni el cuerpo? ¿Y si es la carne?
¿Y si el inconsciente es absoluta materia? ¿Y si es la carne?
El inconsciente como carne equivocadamente descripta.
La carne es el verdadero hacedor detrás del hacer… un hacedor sintiente, reaccionante, movilizante. Primero fue la carne.
La carne es una. No una y trina. Una. Todos venimos de la misma carne.
Pero la carne que es pura vida que desea ser no pudo ser sino al desmembrarse. Se extiende, se expande, se hace otra y se corta.
Como si fuéramos una misma ameba que se parte y se duplica. Y se vuelve a partir y a duplicar. Pero a partir de una y la misma carne-ameba: inquieta, explosiva, extasiada… como en el ex-sistir del Dasein, pero no del mismo modo.2
Y porque somos todos una misma carne, la carne se reclama.
El erotismo es la carne llamándose. Por eso el sexo
2. “Dasein” es un término de Heidegger traducido al castellano como “ser ahí”. En líneas generales, Heidegger intentó pensarnos como seres que existen sabiendo de su ser, que no tienen una esencia que los predetermina, que no son meros entes sino que es su existencia, los modos de ser, lo primordial. Ver más adelante la referencia bibliográfica en la nota 5.
Escribo entre dos mujeres siempre tiene algo de involuntario. No elijo yo. Elige la carne.
El amor es la búsqueda de sí misma de la carne extraviada, perdida en su multiplicarse, imposible de detener por esa fuerza que la hace carne y viva.
La cópula es el horror al vacío de la carne. Nuestros orificios, todos, piden a gritos la carne.
Dar vida no es depositar en un receptáculo células que se combinan bajo mandatos genético-naturales: es la carne que se desespera por volver a unirse, la carne que clama a gritos volver a ser una y en su esquizofrénico deseo de lo imposible crea una carne nueva, una vida otra, en el momento mismo en que se agita, llora de sus propios poros lágrimas de la alegría de la fantasía de fundirse con ella misma. Y se funde, imperfecta, vicariamente, en un volver a ser una y otra, otra vez.
La carne lleva su principio de generación y aniquilación en su mismo modo de ser. Las famosas pulsiones de muerte y de vida: Eros y Tanatos son el modo de ser de la carne, que se quiere nueva, más, diseminada… y se busca una, reunida, retornada.
Porque se busca en el amor y el erotismo… perder al ser amado es una mutilación.
Nuestros amores fallidos son las cicatrices incurables de nuestra carne herida, desgarrada.
También se pudre, se infecta, muere. La carne es infinita en su movimiento pero finita en su ser.
Nuestros muertos son nuestros miembros fantasma.
Y el alejarse de los que hemos querido tanto semeja el romperse de un tendón, un nervio. Un padecimiento que vibra en su dolor de nuevo los días de humedad de la vida.
La carne no es el cuerpo. No tiene límites, contornos. Está diseminada en múltiples topoi.
La carne no solo es la vigilia. Es la carne la que sueña. Es la carne la que, cuando el cuerpo descansa, obsesivamente elabora, teme, desea, y se marea con las imágenes que alucina.
La carne está siempre despierta y siempre inquieta.
La carne desea la Revolución de la carne: el retorno a ese origen cuya distancia emana mitos.
Volver a ser una con ella misma. Replegarse sin aniquilarse. Conectar simultáneamente todos los orificios, todas las heridas, en una orgía revolucionaria, emanando los mil y un fluidos de que es capaz –lágrimas, saliva, sudor, semen, sangre…
La carne delira, despierta o dormida, la orgiástica muerte imposible de la revolución de la carne.
Hoy Lupe y yo olíamos jazmines
Hoy Lupe y yo olíamos jazmines… los jazmines del vecino que cuelgan levemente por encima de la medianera del largo pasillo de la casa de mamá.
A Lupe, como a su hermano Juani, le encanta ir al fondo de la casa de la abuela. Un amplísimo fondo con pasto, plantas, flores, y mucho mucho espacio para jugar, correr, saltar. Lupe va conmigo al fondo después de almorzar… a veces como premio por portarse bien, pero mayormente porque a mí me encanta llevarla y ver cómo grita de alegría a lo largo del pasillo sabiendo que es llevada ahí, por mí.
Hace unos días, pasando por el pasillo con Lupe a upa, redescubrí los jazmines del vecino que cuelgan tristes a través de la medianera. Están secándose, algunos más, otros menos, no sé si por la desidia del vecino o por el inicio del verano. Pero perfuman igual tu pasar por al lado-debajo de ellos.
Pasaba con Lupe y me llegó su aroma a la nariz y unos segundos después su imagen a mis ojos. Decidí cortar un jazmín para que Lupe lo oliera. Me acerqué susurrándole al oído para hacerla mi cómplice en la mínima transgresión que me disponía a realizar… le dije despacito: “Lupe, Lupe,
Escribo entre dos mujeres
Lupe… mirá… mirá, Lupe,…” Me fascina como Lupe entiende perfectamente todo sin tener todavía ella las palabras para comunicarse. Entendió la complicidad que le proponía la boca de la tía que se acerca a su oído y le habla bajito… la tía acurrucándose con ella en un murmullo casi imperceptible, buscando que no nos viera nadie cuando no había nadie que nos viera: “Shh… shh, mirá, Lupe,…”. Y como capta todo enseguida, ya estaba quedándose quietita, callada y agazapada en mi hombro, con su orejita cerca de mi boca, siendo pura expectativa.
Le digo sin hablarle que siga lo que hace mi brazo… me pongo de puntas de pie, con ella todavía abrazada fuertemente por mi brazo izquierdo y aferrada a mi cintura por sus gorditas piernitas. Extiendo el brazo derecho por encima de nuestras cabezas y ahí Lupe, que comprendió que sus ojos tenían que seguir atentamente la dirección de mi brazo, entiende también que ahora tiene que ver mi mano y sigue con su mirada mis dedos que toman firme pero delicadamente una ramita que termina en uno de los jazmines más frescos y blancos y suavemente quiebro la ramita que se vuelve ahora flor independiente en mi mano.
Pero ahí no terminó la complicidad de Lupe y la tía… Lupe me entiende hasta cuando no le hablo y sabe que la aventura sigue. La tía lleva el jazmín a su nariz y lo huele profundamente… lo acerco a mi cara y mitad disfruto su perfume, mitad le actúo a Lupe la escena en que le enseño que para oler el jazmín tiene que acercarlo a su cara y que para disfrutar ese aroma intenso también tiene que cerrar fuerte los ojos, respirar profundo, abrir bien el pecho y dejarse invadir todo el cuerpo por el placer del jazmín fresco… y que la plenitud del momento llega cuando luego de oler abro los ojos más grandes que antes y también la boca y termino de disfrutar esos silenciosos segundos de verde vida incorpórea diciendo: “ah…”.
Y Lupe entiende todo. Le acerco el jazmín a la cara y cierra los ojos, respira, huele y termina abriendo la boca y
diciendo “ah…” Pero como es una beba, el placer del jazmín lo lee como un juego y entonces hace todo rápido y muchas veces seguidas… y el jazmín va de su boca a la mía, con su expectativa demandante de que lo huela de nuevo y vuelva a abrir grande la boca. Y va de nuevo el jazmín a su boca que se cierra cuando huele en silencio y se abre cuando terminó de oler… y por momentos noto que huele en serio y se detiene en ese oler un momento… pero por otros momentos lo más importante del juego no es el aroma sino que la tía le diga un “ah…” cada vez más grande y sonoro, ante su deseo de que sigamos jugando ese juego.
Y Lupe, luego de un largo rato, se cansa del jazmín a la boca y a la tía, y a su “ah…” y a mi “ah…”, y se queda con el jazmín en la mano como con un tesoro, una pertenencia. Y si alguien pasa cerca, probablemente Lupe le acerque el jazmín a la boca, porque la tía también le enseñó a compartir el olor del jazmín con la abuela y la tía Kiki, o la abuela bis. Lupe aprendió conmigo a robarle la frescura de los jazmines al vecino y hoy, cuando fuimos cómplices de nuevo, se redobló el disfrute de su juego al saber ahora exactamente qué iba a suceder cuando la tía, otra vez murmurando al pasar por debajo, le dijo: “mirá, Lupe” y volvió a cortarle el jazmín más lindo, blanco y fresco. Y otra vez el disfrutejuego, y la complicidad nuestra, y el jazmín premio. Hoy, más tarde, sola, le compré a un vendedor en el tren un ramito de jazmines… quería llevar a mi casa el olor de mi juego con Lupe, en el fin de un día importante: el último día de siete años de análisis.
Y pensé en los jazmines y la risa de Lupe. Y pensé, Lupe, que es bueno que entiendas de a poco que muchas veces en la vida disfrutar de la belleza será como robarle jazmines pícaramente al vecino… que siendo mujer, elegir darte el goce que te inunde el cuerpo y que exhales luego plena por la boca, será a veces como ponerse de puntas de pie, alargar el brazo y firme, pero delicadamente, quebrar alguna ramita… porque para las mujeres, tomar el placer con las propias
Escribo entre dos mujeres
manos es una transgresión siempre… y no solo es posible, sino que podés hacerlo con una violencia femenina que tiene la firmeza de quien decide apropiarse de algo con la delicadeza de no lastimar innecesariamente lo que no requiere ser lastimado. Porque además, Lupe, las cosas bellas muchas veces en la vida estarán allí, colgando a través de una medianera, aparentando ser la propiedad de otro que se exhibe juguetona por encima de nuestras cabezas… y algunas veces podrás decidir creer que lo bello debe ser una posibilidad para todos, que es tan simple disfrutar por un rato del placer del cuerpo invadido por el olor de un jazmín como lo es hacer silencio, ponerse de puntas de pie y estirar largo, pero muy largo, el propio brazo.
Y mejor puede hacerse, y quizás hasta más se disfruta, si tenés la fortuna de contar con la secreta y maravillosa complicidad de otra mujer, que también se arriesgue a la alegre aventura que la vida ofrece en el aroma de tantos jazmines que estarán allí esperando tu mano.
Carta a mi analista
Para I. S.
¿Cómo se termina el análisis? ¿Cómo se puede pensar en un final para aquello que mostró ser una búsqueda de un yo, un traer a la palabra, al tiempo del análisis y el espacio de la sesión, algo que no estaba antes si bien tampoco diríamos que no estaba?
Mejor aún, ¿cómo se le escribe a la analista una carta, un texto personal, íntimo, sin poner en riesgo, sin transgredir el límite de la subjetividad de analista frente a mí, aunque también es subjetividad y punto, persona, cuerpo?
¿Cómo te hablo, I., hoy, que performamos –al menos por hoy– un fin de la terapia?
Si hay fin, hay límite. Y si hay límite, hay transgresión posible.
Quiero habitar por este rato, junto a vos, el límite y la transgresión, aquello que pude entender y hacer gracias a la terapia.
Quiero hablarte de las sensaciones en mi cuerpo ante el decir del fin de la terapia. Quiero hablar de mi tierna resistencia. Quiero hablarte de mi angustia fugaz. Quiero mostrarte cómo entendí que el fin que anunciaste había llegado cuando sentí que dijiste algo que las dos veníamos evitando, evadiendo, retrasando.
Quiero describirte la sensación de separarme de algo muy mío, con la simultánea conciencia de que llegó el momento y de que voy a extrañarlo: a extrañar-te. A extrañar-nos.
Quiero disfrutar alegre y casi pícaramente de transgredir el límite de la construcción analista-paciente que consiste en mantener separados y distinguidos dos cuerpos, uno frente al otro, para que la transferencia sea, transgredir para mostrarte cómo esa transferencia me ha enseñado a no temerle a la transgresión, a jugar con los límites, a no temerle al cuerpo, a borrar los límites entre mi cuerpo y todo ese yo que vine acá a buscar y construir.
Querría abrazarte muy fuerte, querida I., y darte la alegría de mi yo encontrada en el deseo de transgredir la separación que tuvimos que construir y que, como toda construcción limitante de los cuerpos, ha perdido ya su vigencia, se ha vuelto ficticia, imposible.
¿O no hemos sido cada vez más, en este lugar y tiempo nuestros, una y la misma mujer que se habla a sí misma?
Es justamente en este falso fin del análisis en el que se devela que lo terminamos una… ya no dos cuerpos distintos en oposición, como los primeros días, sino como un cuerpo doble, producto de haber buceado, con la excusa de que hablábamos de mí, nuestras más íntimas profundidades. Por eso, este es un falso fin, porque mientras performamos la escena de una despedida más estamos inaugurando una
Escribo entre dos mujeres marca permanente para ambas. Hoy algo se termina pero en el terminarse se muestra a las claras el hacerse de un lazo que será permanente: yo no seré más yo, la que vino hace siete años, de ahora en adelante. No hay verdadero fin del análisis porque su potencia poética recién empieza.
Vos me dejás ir sola a una vida que será posible porque estuvimos siete años reconfigurando el relato que la sostiene. Un relato que lo primero que sabe es que no es condena, ni clausura… sabe que es imaginario: hecho de mis palabras más mías y ajenas a la vez. Hecho de hechos revisables, reescribibles, dúctiles, en cierto grado, a la fuerza de mi deseo. Un relato que es menos estructura que parche, sutura imaginaria de una serialidad de los días y, a la vez, soga, cuerda, cuyos nudos hice y deshago gracias al hilo imaginario del que provienen.
Me voy con una concepción nueva del ser y del tiempo. Nueva para mí… distinta de la que traje… transmitida por vos: una luminosa comprensión de la contingencia, del azar y la apertura por definición de cualquier futuro realposible, frente al futuro expectativa, que tanto puede pecar de temeroso como de ilusoriamente ilusionante. He aquí un verdadero don del análisis: la vivencia de la libertad al nivel del imaginario; la capacidad ejercitada y ahora desarrollada de mirar hacia adelante y verdaderamente ver poco, o casi nada… ver que no veo una imagen clara, sino una mezcla de deseos posibles y circunstancias esperadas, pero sabiendo que no están allí, ya, esperando. Y en ese saber, ser libre. Libre del peso de un ilusorio temor concreto que podría no ser; libre de una ilusión temerosa de fracasar, cuando toda ilusión no es más que deseo ansioso, pero nunca realidad asegurada.
El don de la ceguera respecto del futuro que es apertura existencial a las múltiples reales posibilidades que puedo tanto desear, querer ver reales, como puedo poner entre paréntesis, sabiendo que para la realidad con mi solo deseo no alcanza. Y sin embargo, es esa deflación del poder ciego del
deseo lo que mejor le viene a mi ser deseante. Otra liberación más: la de no culparme ya si con el deseo no alcanza. Ahora sé que como dueña de mi deseo solo soy dueña de la experiencia de mi dirección y mi potencia… pero después viene el mundo, el mundo y su materialidad; el mundo y sus otros-yo que pueden o no acompañar mi deseo… que pueden o no, no por mí, ni por mi culpa, sino por su propio lidiar con el relato que los hace, un relato otro, distinto, y que son el azar y las circunstancias los que los intersectan con el mío.
Por eso no hay lugar real para la tragedia. Porque ya no hay héroes o víctimas, sino un pequeño sabio reconocer que es en un frágil ahora, que se extiende esperanzado en el tiempo, en el que siempre me encuentro.
Hay más lugar para una comedia, que es reír irrespetuosamente frente a lo trágico y no reconciliación para con mis circunstancias. No, no se trata de aceptar que solo hay lo que hay: se trata de mirar detenidamente, estudiar lo que hay, descubrir donde estoy insuflando tragedia a lo que es dificultad o azar, y dejar de soplar para poder actuar.
Otro don del análisis: el de la risa contra una misma. La caída de un insufrible género de la seriedad sacra de la vida para encontrar liberadoramente lo menor, lo irrisorio, lo gracioso de todo drama. ¿Se ha tematizado suficientemente el valor curativo de la risa en el análisis? Nosotras, I., nos hemos reído realmente mucho: reírse en el trabajoso deshacer y rehacer de la neurosis. Don poderoso del análisis: faltarle el respeto a la propia neurosis: esa distancia crítica que el análisis permite y que la risa posible señala como distancia-desplazamiento, como distancia ya transitada.
No me alcanza el tiempo para terminar de decir, de escribir, todo lo que el análisis pudo conmigo, todo lo que me pasó en terapia, todo lo que juntas hicimos en mí, en estos siete años.
Y aunque la distancia analista-analizada ha impedido
Escribo entre dos mujeres
que yo te conozca como vos me conocés a mí, no por eso ha impedido que te conozca como desde mi lugar de activa paciente he podido. He recogido en silencio, con esmero pero sin apuro, con cuidado y sin invadirte, pequeños signos de quién sos. Te he escuchado filo-kirchnerista en algún comentario al pasar, entre un abrir y cerrar de puertas, antes siquiera de que “kirchnerismo” fuera para mí algo para tener en cuenta. Fuiste una de las primeras personas a través de las cuales alcancé una precaria conciencia frente a la posibilidad de identificación que en ese comentario al pasar me brindaste. Pude también percibir a través de tus palabras y algunos de tus escritos tu vigente y rabiosa decepción para con un Perón-Padre masacrando a sus hijos.
Pude verte como modelo de una actitud menos inhabilitante frente a las miserias del mundo académico que ahora, por ello, puedo elegir no elegir.
Pude verte padecer la muerte de (…)3 el día que me pediste disculpas por cancelar una sesión y te sentiste en la necesidad de aclarar la razón tremenda que lo justificaba. Recuerdo que me lo contaste mientras te estabas aún acomodando en la silla para iniciar la sesión… que lo dijiste y te llevaste tu taza de té a la boca para tapar, probablemente, el gesto de dolor indisimulable que se desplazó como invasión incontrolable de lágrimas que controlaste al fin en tus ojos. Recuerdo no saber qué decir: ¿qué se le dice a la propia analista que cuenta que está padeciendo semejante pérdida?
Lo que en ese momento fue sentir que no podía ni decir ni hacer nada para consolarte como a un ser querido o una amiga que pierde a (…), ha esperado al día de hoy para ser un poder hacer: un efectuar esta transgresión de escribirle una íntima carta a mi analista. El abrazo que quise pero no pude darte ese día, I. querida, es hoy abrazo-carta, abrazo-palabra, abrazo-escritura, que elige este momento 3. Preservo la intimidad de mi analista y de nuestro momento no mencionando a la persona en cuestión.
de interrupción de la terapia para volverse al final de estas líneas abrazo-cuerpo, abrazo-agradecimiento, abrazo-alegría por estos siete años de acompañarnos mutuamente en tu ser analista y mi ser analizada.
Gracias. María Inés
Lenguaje e identidad, narración y cuerpo Yo, sistema y elemento
El estructuralismo entiende que en el sistema de la lengua la identidad de sus elementos depende de las relaciones en las que ese elemento está respecto de otros elementos del sistema. Pero son esas relaciones las que definen la identidad: hay una preeminencia del sistema por sobre sus elementos.
Abro el cuaderno, tomo la lapicera y traslado al papel un pensamiento acerca de cómo se ha modificado mi identidad si la concibo como efecto de las relaciones que mantengo con el sistema de mis afectos.
Pienso específicamente en personas con las que me identifiqué muchísimo en otro momento, pero que hoy se han desplazado hacia la periferia de mis identificaciones. Cómo alguien que en algún momento parecía parte integrante de mí hoy no está ya ahí… se ha desplazado, por una mezcla de voluntad y circunstancia, hacia un lugar más externo, más lejano y, por eso, ahora más extraño.
No se trata necesariamente de su desaparición del mapa de mis afectos, sino de un aletargado alejarse, quizás menos brusco de lo esperable, casi como si su correrse del alcance de mis ojos, que buscan abrazar sus afectos más internos, hubiera sucedido imperceptiblemente.
Un día miré de nuevo y ya no estabas ahí.
Ese carácter móvil de los amores que entran y salen
de la escena, que orbitan íntimamente o se vuelven lejanas galaxias, quizás, del universo de la identidad amanteamada más propia, ese desplazarse alterador de las relaciones que me tienen a mí como un elemento que les debe su existencia, esa mutabilidad, ese carácter perecedero, es la más clara realidad de mi yo-elemento: producto de todas esas interacciones, todas esas identificaciones y oposiciones; una en un momento, otra, corrida, intersectada oblicuamente por la alteración del sistema que sin saber conforman, con sus movimientos elegidos y su ser arrastrados por vientos ajenos, aquellxs a lxs que yo más quiero.
Y el más y el menos, el cerca y el lejos, lo propio y lo ajeno, el hogar y el desierto, me tienen a mí hecha, armada y presa, amenazada de permanente riesgo de des-arme, en sus continuos relevos, sus movimientos suaves y espásticos, su actuación más sofocante y su desentenderse más siniestro.
Yo, elemento, debiendo mi ontología a la preeminencia de un todo amorfo, por momentos, o estructura clausurante, en muchos de ellos.
Yo, elemento, de un sistema que me preexiste y me excede, que me constituye y sobrevive.
Yo, elemento, que ni siquiera puedo seguir creyendo que sea el sol de los cuerpos que me orbitan… porque a voluntad se alejan… porque se acercan sin quererlo… porque por momentos me obnubilan, me enceguecen, me queman el rostro en la peligrosa tentación de ser una con ellos.
Pero ni sol, ni nada.
Porque el sistema también cambia cuando soy yo la que me muevo… cuando redefino a lxs otrxs… cuando me acerco y cuando me alejo… cuando me corro de mi centro y te altero.
Movida por mí, sol que calienta y quema, helada que mata tus flores que tímidamente me creían primavera. Puedo des-atraerme de vos, puedo alterar mi-tu sistema… con la arrogancia de la niña, soy elemento y sistema.
Escribo entre dos mujeres
Soy mi sistema, cerrando mi puño sobre las redes que nos interconectan para atraerlas a mí con más fuerza… atraer-te, a mí: sistema.
Y en el moverme con la profunda renegación de cualquier inercia, me alejo… me creo otro centro… un cálido centro de un yo, sistema y elemento… el núcleo de irradiación de una energía que brota de lo más sistemáticamente elemental que tengo.
Narrarse-el-ser
Hace unos días que vengo pensando, teórica y existencialmente, en el valor de la narratividad para la vida. Y la vida implica, en su ser vivida por una, alguna representación de la propia realidad. Alguna descripción de qué es lo que una hace y por qué. Eso es narrarse: decirse a una misma cuál ha sido el sentido de lo que una ha hecho, está haciendo, dejará de hacer, hará.
Judith Butler escribe, en “Dar cuenta de sí mismo”, que dar cuenta de unx mismx (“to give an account of oneself”) no puede ser narrarse (“to narrate oneself”). Las razones son, entre otras, estas dos: lo que nos ha enseñado el psicoanálisis, por un lado; y lo que nos ha enseñado la crítica al sujeto moderno en la línea de Foucault, por el otro. Este sujeto que es producido histórico-discursivamente es un sujeto sin fundamento, histórico como temporalmente constituido, enajenado de sí mismo por su facticidad tanto como por su necesario asumir el yo (“I”) a través de algún discurso que lo precede y excede. Un sujeto fragmentado en la multiplicidad de categorías y denominaciones que recibe-usa, elige-se-le-imponen, en la vida social. Pero también es el sujeto escindido del psicoanálisis, de Freud y el descubrimiento del inconsciente, de Lacan, el discurso y la interlocución/subjetividad. Butler lo dice claramente: exigir una
narración coherente de lo que unx mismx es, es violento. Es tanto la base de lo que entendemos como “ética” (¿moderna, quizás?) –es decir, poder dar razones de lo que unx hace– como la base de la violencia que subyace a esa ética: demandarme a mí misma y a lxs otrxs una coherencia que no podemos ser.
Porque hemos sido forjadxs de un modo nunca disponible para su recuperación-representación en el magma hirviente de las primeras impresiones en nuestro cuerpo infante del mundo de sus relaciones primarias. Forjados en el trauma de las primeras impresiones de lxs otrxs/Otrxs. Maleables a las palabras, gestos, afectos, desprecios, ansiedades, expectativas, deseos, frustraciones ajenxs. Y es el carácter aún líquido, por siempre líquido, de ese horno primordial en el que nos hemos hecho los falsos cuerpos sólidos que nos creemos ser, el que sigue derramando en todo relato de solidificación-coherentizante su agua bendita, su agua maldita, su acuosidad desestructurante: las interrupciones de nuestros síntomas, los quiebres de la seriedad de nuestro narrar por el chistoso fallido, el no poder oírse a sí mismx o a otrxs en algunas particulares palabras de un cuerpo supuestamente abierto a todo sonido, el no poder hacer, no poder mover, para algunas posibilidades, las extremidades en su más óptimo desarrollo físico.
Se cuela el líquido de nuestro centro corporal por entre las grietas que su calor abre en las capas más potentemente sedimentadas de los relatos que hemos creído ser, incendiando el paisaje de nuestra, sin saberlo, vulnerable conciencia.
Y sin embargo, no se puede vivir en el centro de la Tierra. Y sin embargo, no se puede edificar sobre el líquido.
Y sin embargo, no se puede morar sin algún precario hogar, alguna estructura protectora, algún paisaje fértil. Arquitectxs de narraciones propias que construyen, contra el viento de la temporalidad y el continuamente amenazante sismo-cisma de lo que creemos ser, un terreno firme, un suelo, un campo, un “aquí” en el que descanse un poco el cuerpo de su propia infancia.
Escribo entre dos mujeres
Ser o no ser, decía Hamlet. Narrar-se o no narrar-se… narrarse-el-ser.
Esa es la cuestión.
Relato y repetición
Quisiera explorar hoy algunas intuiciones en relación a la idea de relato. Particularmente quiero pensar la relación entre el relato y la repetición.
Dos son las intuiciones que me motivan: una, nacida de una anécdota familiar, me hace pensar en la incorporación de la capacidad misma de narrar en el modo de la repetición creativa de las estructuras de los relatos; otra, surgida de una anécdota personal de convalecencia de una enfermedad, me plantea la pregunta de si no es necesaria la repetición de uno y el mismo relato –con las variaciones inevitables de toda repetición- para la identidad misma de ese relato.
Vamos por partes.
Primera anécdota. Estamos en el fondo de la casa de mamá con mis sobrinos Juani, Lupe y Ailín. Estoy sentada en un sillón mientras ellos juegan alrededor mío, pero no solo soy la persona mayor que los supervisa y cuida sino que su juego me tiene a mí como parte, en una conversación de a ratos. Ailín tiene diez años, Juani cinco y Lupe tres. Por alguna razón surge que yo les cuente una anécdota de mi infancia que explica por qué de chiquita les tuve miedo, pavor, a los perros y por qué de grande, aunque los respeto como seres vivientes, no me generan un impulso afectivo.
Les cuento que cuando era muy chiquita, tendría tres años, estaba en una plaza en el Tigre con mi familia. Que jugando en la plaza se soltó un dóberman que no tuvo mejor idea que correrme. Les cuento que fue tal el pánico que sentí que me acuerdo perfectamente el momento en que mi mamá me agarra a upa y el dueño del perro lo atrapa y nos
pide las disculpas. Les cuento que desde ese día les tuve tanto miedo a los perros que mi tío, el abuelo de Ailín, cuando venía a casa con su perrita Lila, que era una perra de tamaño común, inofensiva, tenía que atarla a un árbol porque a mí me aterraba de todos modos.
Los tres enanos me escuchan con mucha atención la explicación de por qué tuve miedo a los perros. Y acá viene el momento clave de la anécdota –además de deliciosamente dulce. Lupita, que escuchó con mucho interés mi relato, cuenta el suyo… léase, inventa un relato. Creo que en el medio Juani y Ailín también habían presentado relatos semejantes, pero lo que me sorprende de Lupe es que toma la misma estructura de mi relato: Un día (ídem) ella (yo) estaba en una plaza (ídem) y un dinosaurio (perro) la persiguió (alguien había mencionado jocosamente un dinosaurio un rato antes, creo que Juani). Ella cuenta su relato con seriedad porque ella quiere tener el mismo relato que su tía para contar. Pero no lo cuenta con deseo de mentir sino que en ese modo de vida permanente de semijuego que es la niñez, al inventar el relato que es una copia estructural del mío, ella dice su verdad. Pensado en términos de socialización, Lupe quiere pertenecer al grupo de relatores de anécdotas de animales que los persiguieron: y lo logra por medio de un relato que es un vaciar algunos lugares del contenido anterior –la tía, el perro–, reemplazarlos por contenidos nuevos/propios –ella, el dinosaurio–, manteniendo la idea difusa de tiempo y lugar –un día, en una plaza– para ofrecer el relato donde ella es protagonista y que, a su vez, le da una carta de ciudadanía (siendo la menor de los que conversaban) a esa pequeña sociedad de narradores. Toda la situación me resultó fascinante. La inmediatez con la que Lupe, con sus tres añitos, pudo hacer esa tarea verdaderamente estructuralista de relatar/inventar su anécdota me planteó la pregunta de si no será ese el modo en que se accede a la comprensión y la invención narrativa: la repetición creativa de estructuras escuchadas en las cuales se
Escribo entre dos mujeres
realizan reemplazos estratégicos y se produce una verdadera reprotagonización del relato. Lo que le pasó a la narradora, hacerlo algo que le pasó a la narrataria. Pero además se me revela también este elemento de deseo de pertenencia, de transformarse la narrataria en narradora: “yo también quiero ser parte de este club de quienes tienen relatos para contar.” Con la libertad de la niñez, la pertenencia se asegura formalmente en la figura de Lupe, dado que el relato es claramente imaginario.4
Segunda anécdota. Me encuentro cursando la convalecencia de una enfermedad, una semana y media de padecer un virus no inofensivo. A medida que mis afectos y amigxs se van enterando de mi situación llueven los mensajes y llamados telefónicos para ver cómo estoy. Cuando evoluciona para mejor, la comunicación empieza a transformarse menos en una serie de respuestas rápidas y monosilábicas y más en el relato de cómo empezó la fiebre, cómo falló el médico de emergencia que desestimó el cuadro al inicio, cómo tuve que ir a un hospital público a ver el caso, cómo fui excelentemente atendida por sus médicos, la espera de los resultados de los análisis para confirmar el diagnóstico, los últimos síntomas que van quedando, etc., etc.
Cuando me encuentro en esta etapa de ir reiterando una y otra vez el relato más elaborado, completo y detallado de
4. Revisando la versión final del libro recordé una frase de Roland Barthes que, además de dialogar directamente con este texto, fue el epígrafe de mi tesis doctoral: “El relato no hace ver, no imita: la pasión que puede inflamarnos al leer una novela no es la de una «visión» (de hecho, nosotros no «vemos» nada), es la del sentido, es decir, de un orden superior de la relación, que posee, también él, sus emociones, sus esperanzas, sus amenazas, sus triunfos: «lo que pasa» en el relato no es, desde el punto de vista referencial (real), nada, lo que «adviene» es únicamente el lenguaje, la aventura de lenguaje, cuya llegada no cesa de ser festejada. Aunque no se sepa casi nada más sobre el origen del relato que sobre el origen del lenguaje, se puede razonablemente adelantar que el relato es contemporáneo del monólogo, creación, aparentemente, posterior a la del diálogo; en todo caso, sin querer forzar la hipótesis filogenética, puede ser significativo que sea aproximadamente en la misma época (alrededor de los tres años) que el hombrecillo «inventa» al mismo tiempo la oración gramatical, el relato, y el Edipo.” Véase Barthes, R., “Introducción al análisis estructural de los relatos” en La aventura semiológica, Barcelona, Paidós, 1990, p. 201.
mi convalecencia me doy cuenta, o siento, mejor dicho, que mi relato se formó no de los sucesos ocurridos y su descripción (claro está que sin esos sucesos no habría relato), sino de las demandas de mis afectos de contarles una y otra vez lo sucedido, mi vivencia y reacción frente a ello, los detalles de cada etapa, etc. Léase: es la demanda a (y “de”) reiteración de otros que quieren saber “qué me pasó” y “cómo estoy” la que produce en mí la reacción narrativa. No en el sentido de que cedo a narrar lo sucedido, sino en el sentido de que me veo obligada moralmente, por la presión de “decir” y “contar” de quienes están preocupados por mi salud, a elaborar un relato con forma clara, coherente y completa de esos días de convalecencia. No es la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que el relato está listo: son las sucesivas veces las que van afinando los detalles que considero clave y los que me parecen menores, que voy reificando los modos en que se ordenan las caracterizaciones de los eventos iniciales, la intriga y su resolución… un poco como Lupe, aunque con cierta inversión, una sociedad de narratarios me demanda que me posicione como narradora. Y no quedarán satisfechos con un: “primero esto, luego lo otro y finalmente eso”. Quieren relato: quieren intriga, quieren un inicio inocente o desprevenido, quieren algún personaje “malvado” –el virus, la desidia política respecto de cuestiones de salud pública, el mal médico a domicilio que pone mi salud en vilo por no ocuparse adecuadamente; también quieren “héroes” –el médico excelente, vocacionalmente comprometido del servicio de guardia, mi pareja y yo soportando estoicamente la fiebre y el encierro, nuestros padres trayéndonos comida y colaborando con lo que necesitamos; y quieren una resolución: la evolución favorable de la enfermedad, el relato de cómo nos empezamos a sentir mejor y los últimos estertores del virus abandonando el cuerpo, etc.
Toda esta creación narrativa, toda esta poética de la anécdota transformada en proceso complejo, como resultado de una demanda social de que les cuente “qué me pasó
Escribo entre dos mujeres y cómo estoy”… una demanda que tiene un dejo normativo, de compulsión, en la medida en que no requiere mi deseo de narrar para que yo ofrezca el relato. Puede generar el deseo de narrar y que una dé rienda suelta a toda su creatividad para satisfacer la expectativa narrativa de los otros, pero también adquiere la forma de una demanda a responder a disgusto. Pero es eso o no atender el teléfono. Es decir, donde la comunicación se habilitó, solo se satisfará si se da el relato que se demanda. Y en la repetición forzada de un relato demandado por otros, mi propia subjetividad delinea, da forma y reifica mi experiencia de haber estado enferma, probablemente moldeando a su vez qué será recordado como lo acontecido para mí en el futuro.
Son estos los sentidos en que me fascina el rol de la repetición en el relato. Anuda creación y compulsión. Demanda y satisfacción de narratarios. Me vuelve narradora a gusto o disgusto. Y solidifica una experiencia en mi memoria que ya no puede distinguirse de los contornos, colores, detalles, imágenes y sensaciones de los que la he reiterativamente adornado. Como mi anécdota fundante del temor a los perros. Como la falsa experiencia del dinosaurio que persigue a Lupe. Como la experiencia cierta de pertenecer mediante el intercambio de la moneda estructural del relato.
Café de la calle Amsterdam
En Manhattan, sobre la calle Amsterdam, casi llegando a la calle 111, hay un adorable café. Además de ricas infusiones hacen toda una serie de delicias de pastelería cuyo disfrute se volvió un pequeño feliz ritual de los meses que viví en Nueva York.
Era un domingo por la tarde y el día estaba espléndido. Caminé las siete cuadras desde el departamento al
café con la esperanza de encontrar libre una de las mesitas de afuera para acompañar mi momento de lectura placentera con el sol y la suave brisa del abril newyorkino. Era tan importante leer como vivir intensamente un día tan precioso.
Me llevé un libro y una pequeña carterita que incluía la billetera, el celular, el lápiz y la goma para los apuntes y un pequeñísimo anotador. Ligera, caminando sin apuro, con el sol besándome la cara, llegué al café y a la mesita al aire libre que me esperaba.
Me senté luego de pedir un té y un par de alucinantes galletas recién horneadas. Acomodé el libro en la mesa, con su infaltable compañerísimo lápiz al lado. Miré a mi alrededor y disfruté de la imponente Catedral de San Juan El Divino que se erguía soberbia en la cuadra de enfrente. Recorrí la completa perspectiva de la avenida y sus calles frente a mí, una visión de mi barrio… en unos meses ya era “mi” barrio. Lo disfruté mío, solo mío, todo para mí, en esa tarde de primavera mía.
También miré a mi alrededor, con mis ojos de exploradora antropo-filo-psico-analista… pero más ganas tenía de perderme en el momento que de dejar a mi mente indagar otras profundidades humanas. Era un momento para mí.
De todos modos, llegué a identificar levemente algunos humanos alrededor. Mi mesa estaba ubicada en paralelo a la calle, con lo cual tenía que mirar hacia mi izquierda para ver las demás mesas habitadas. Alguna parejita por allí, unos franceses hablando de Seinfeld detrás, y en perpendicular a mí había una mujer de unos sesenta años, sentada en una mesa que miraba hacia la calle. Sin elegirlo, entre la calle y ella estábamos yo y mi mesa, ofreciéndole el lateral de nuestra escena a sus ojos. La mujer también estaba sola y leyendo, pero parecía estar trabajando: sostenía seriamente un pesado apunte sujetado por un gancho grueso.
Mi deseo pudo más y en pocos minutos evadí la mirada de reconocimiento, tomé mi libro y comencé a disfrutar.
Escribo entre dos mujeres
Leía sin exigirme un estudio exhaustivo del texto pero sin dejar de leer pensando. No había apuro para fijar contenidos: había calma para incorporarlos lentamente. Como la mirada hacia mi entorno, pero explorando el texto y sus adentros.
Unos minutos después, suelto el libro y me recojo el pelo porque un viento suave me despeina. Aunque obligada por su juego, disfruto de llevar mi cabeza hacia atrás y meter los dedos en mi pelo con el viento pasando entre ellos. Pierdo mi mirada hacia adelante, perdida en un momento de placer y viento… sonrío sin pensarlo y cierro los ojos en un instante estirado del pelo aún entre las manos. Soy solo eso: el momento, el viento, mis dedos, mi pelo, el sol, sonriendo… y cuando pasa el momento pleno en suspenso, como que vuelvo… y sin razón alguna miro hacia mi izquierda y veo a la mujer mayor mirarme con un gesto adusto, con el ceño fruncido, con su mirada reprobadora clavada en mí.
De repente me siento algo intimidada, desprevenidamente juzgada por esa mirada severa inesperada. Como si yo estuviera haciendo algo malo. Como si hubiera transgredido algún mandato al perderme en el disfrute del pelo y el viento. Quizás por haber hecho de este espacio público un tiempo privado… una zona de intimidad… casi como si me estuviera tocando a la vista de todos. Como si hubiera sido obscena en esos segundos de pelo, viento, sonrisa, dedos.
Y de repente, unos segundos después, toda la escena me parece una puesta en yuxtaposición de una misma mujer en dos tiempos, en dos puntos de la cronología, en dos momentos de la vida. Como si la mujer que a los treinta leía placenteramente y se rozaba el cabello con sus dedos erotizados se mirara a sí misma treinta años después con recelo.
¿Seré yo, alguna vez, esa mujer que ve su juventud ida con una mirada censuradora?
¿Será que ser esa mujer, treinta años después, no puede sino
ser el sitio desde el cual lo joven se mira con disgusto? ¿Podré ser, en cualquier punto del hilo de la vida que tejeré, siempre un poco esta, que en lugar de mirar acusadoramente deja su mirada perderse en la nada de un viento que la atraviesa, que atravesada sonríe a la nada de ese tiempo que no pasa, que no es visto, que es dedo en la seda posible del propio cuerpo, que es viento contra el viento pero que lo sabe sin recelo, sin ceños ni fruncimientos, sino en la fresca conciencia del roce, del eros inasible de ser toda ella, por un momento, la simple conciencia de la punta de sus dedos? Quizás, ojalá, ser algo así, como ahora que escribo y soy, escribiendo, solo el roce de mis dedos.
Duplicidad del yo
Hace unos días conversábamos con mi querido amigo Juan Pablo sobre esos teóricamente fascinantes –aunque existencialmente insoportables– momentos de duplicidad del yo. Esos momentos donde lo que suele entenderse como un monólogo interior en realidad es un debate interno, un angustiante tironeo entre dos voces que a los gritos intentan hegemonizar aquello que sea que entendemos como una conciencia. No lo califico como “diálogo” porque la marca no es la del ir y venir de las posiciones en el modo de la educada y amable conversación entre pares. Es un debate
Escribo entre dos mujeres
como un debatir-se, un agresivo espetarse de un yo al otro una sarta de imprecaciones, de juzgamientos, de revelaciones dolorosas … aunque en realidad quizás sea más exacto decir que hay un yo que sermonea, que advierte pretendiendo atemorizar, que mira con desprecio e impaciencia a otro yo que recibe el maltrato, que duda de lo que creía sentir o sentía creer, que se asusta frente al posible castigo, que se cubre (aun cuando intenta resistirse) con la capa de vergüenza, temor y culpa que el yo-agresivo le presiona sobre los hombros debilitados, sobre la espalda contracturada, sobre el cuello duro de los nervios que la completa situación de verse atacado le hace crecer por dentro como una infección, una inundación putrefacta, una hemorragia de toda sensación de decisión certera alguna vez vivida. Se me podrá decir que algo de esto ya fue tematizado por el psicoanálisis y que esa punga entre un yo-agresivo y un yo-victimizado fue ya pensada en términos de la dinámica entre un Yo y un Superyó. Puede ser que haya aquí una deuda, no lo niego. Pero a mí me interesa señalar algo en particular (sea esto o no un reiteración de teoría psicoanalítica naturalizada). Me interesa señalar la vivencia de ese debatirse como vivencia de dos yoes, como vivencia de yo-doble, de una duplicidad del yo. Porque no intento transmitir la idea de que el yo original o auténtico es el victimizado o agobiado… intento transmitir la experiencia de que una se siente esos dos yoes a la vez… la experiencia –más o menos momentánea, o hecha carne más claramente en un momento de angustia–de no saber cuál de las dos soy… o quizás no saber cuál de los dos egos prefiero ser. O mejor aún, saberme en ese momento los dos a la vez, tomada por una necesaria auto-crítica que me transforma en crítica y criticada a la vez.
Como si una tuviera simultáneamente la capacidad de representarse a sí misma como la todopoderosa castigadora de los propios desaciertos en el mismísimo momento en que asume el rol de la víctima más desesperada y desagenciada.
Como si una pudiera personificar simultáneamente el poder orgásmico del verdugo, en masculino y con falo, y el éxtasis nihilizante de la víctima más femenina posible.
Algo del orden del suspenso de la temporalidad o de su temporaciar5 más rabioso parece ser parte de esa duplicidad del yo que delinea el escenario de una angustia, de una duda asfixiante, de un abismo tan inútil como real: es como estar viviendo en un momento woolfiano, en un suceder de las cosas donde qué es lo real y qué lo imaginario no puede ser claramente identificado.
Y a la vez, el yo-menor también duda en ese debatir-se de la autenticidad de lo experimentado. El yo-víctima, cubierto de esa capa vergonzante, duda de la tela de la capa, de que la acusación sea cierta, sospecha que el peso imposible de soportar de ese material moral en realidad es aire, espuma, nube, nada. En el momento más genuflexo, más disminuido de ese teatro del yo-sometido frente al yo-sometedor, el primero se sabe actor, se sabe actuando en el doble sentido de personaje: desempeñando el rol teatral del débil, y agente, eligiendo actuar ese papel, cediendo a la sujeción, en ese escenario de su propio drama interior. Es porque el yosometido desconfía de su verdadero ser débil –porque sabe que puede ser que se haya olvidado momentáneamente que su ser-sujeto también es ser-agente– que la duda tiene en realidad lugar y el drama de la duplicidad del yo es posible.
La condición de este debatirse es ese sincero olvido momentáneo. Porque en el transcurrir con apariencia de infinitud de ese acontecer woolfiano, la duda es real. Es olvidar-se de esa tercera forma del yo que no es ni yo-sometedor de sí mismo, ni yo-sometido a sí mismo: es el yo-sabiéndoseagente, el yo-portador de capas y capaz de desnudos, el yofrente a la duplicidad como otro de la duplicidad, como ni uno ni lo otro.
5. Este término proviene de las reflexiones de Heidegger sobre el carácter temporal de la existencia que produjeron en mí una impresión filosófica inolvidable. Quienes deseen leer al respecto, lo encontrarán en Heidegger, Martin, El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 1951.
Escribo entre dos mujeres
Y aquí la fenomenología se vuelve absolutamente singular, personal… porque para mí la aparición del tercer yo se da frente a un verdadero tú: es menos la autodeterminación delirante de la propia libertad/identidad la que lo hace emerger, que un tú que en el diálogo, en la interlocución profunda, me recuerda lo olvidado, me sostiene como protagonista de mi propia vida, me vuelve narradora de mi relato, me hace –con sus preguntas, sus comentarios, su mirada, su escucha– otra de mi sí mismo doble, otra de esa pugna entre dos yoes que ya no soy porque los vuelvo tema de mi relato. Y es en ese diálogo con un verdadero yo-que-no-soyyo –porque su diferencia corporal me lo hace evidente–, es en ese no-monólogo en el que encuentro la oportunidad de reconocerme otra de mis demonios, otra de mis inmolaciones, ajena a ambos extremos de mi duda fantasmática.
Vos me recordás que yo era yo antes como después del ahogo en el mar de aire.
Vos me sacás con tu cuerpo, que habla, escucha, abraza, sonríe, y mira con amor, del pozo incorpóreo de mis falaces duplicidades.
Vos me hacés responsable de decir lo que me pasa y en el abrir la boca con vos enfrente, antes de que la primera letra se dibuje en el aire que sale de mi ficticiamente asfixiada garganta, ya recuerdo que soy yo, sujeto-agente-narrante, de eso verdaderamente otro, de mis yoes en pugna, de mi duplicidad woolfiana, de mi temporaciar hacia ningún lado, de la inmovilidad de mi interno teatro.
Probablemente el reconocimiento de que hubo olvido se haga patente luego, con varios sonidos emitidos, con varios segundos recorridos, en ese estar con vos, en el diálogo, en el relato compartido… pero llega, por fin, ese instante fecundo en el que entiendo que mi bifronte angustia era tan monstruosa como fantástica… que soy yo la que dice ante vos cuál es el fin del relato… que sos vos, frente a mí, el que me vuelve una en la palabra: que es en la complicidad con los que más amamos y más nos aman –y no en la duplicidad de nuestro
auto-atacarnos– como vuelve la certeza de ser quienes somos, un yo que no es sin un tú, un cuerpo que no es sino con otros… en la poderosísima posibilidad auténtica del diálogo.
¿Por qué tenés tantos amigos putos?
A veces ciertas verdades profundas de la vida se revelan en momentos inesperados.
Estaba en una cita. Cenamos, compartíamos una buena charla. Ya nos conocíamos así que había una familiaridad instalada que hacía todo más natural. Después de cenar caminamos unas cuadras y entramos en un bar. Pedimos unos tragos y la charla se fue haciendo cada vez más animada. De pronto, de un momento a otro, y tomándome alegremente desprevenida en medio de ese delicioso mareo que suele ofrecer el alcohol, el muchacho me pregunta:
- ¿Por qué tenés tantos amigos putos?
Me sorprendió la pregunta y me sorprendió la respuesta. Recuerdo muy bien que primero las palabras salieron de mi boca y luego las pensé:
- Porque me siento muy identificada con todo aquel que padece la represión sexual.
Fue tan espontánea mi respuesta como acertada. Me sorprendió a mí misma haber definido con tanta exactitud lo que hacía años que vivía como vínculo íntimo con mis amigos putos. Claro que no es lo único que me une a ellos. Hay algo que me une específicamente con cada uno y que excede esa definición. Pero también hay algo que me une grupalmente a ellos. Algo del orden del suelo ideológico que
Escribo entre dos mujeres
constituye la potencia de algunas amistades. Algo que hace a mi sentirme en casa con ellos.
El muchacho de la cita pasó rápidamente al olvido. Pero ese momento, esa auto-revelación, esa verdad, dejó una hermosa marca en mi memoria. Ese día entendí lo que ya entendía hacía rato, pero ahora en palabras, ahora con esa fina percepción de lo que ya se sabe pero que es tarea del lenguaje terminar de delinear.
¿Cómo no iba a ser cierto que yo, criada en la represión sexual cristiana católica apostólica romana que me regaló mi famosa historia de vómitos y más vómitos con los cuales mi cuerpo se resistía a no poder realizar su deseo, cómo no iba este cuerpo resistente-padeciente de la represión sexual a encontrarse entre esos otros que han vivido algo tan parecido como una más?
Esa alegría triste de ser y saberse, en estas cosas dolorosas de la cultura, “una más” entre otrxs.
Claro que ser mujer y ser gay en nuestro mundo judeocristiano tienen una gran cercanía. O por lo menos para mí, en la respuesta que le di al olvidado muchacho de la cita, esa cercanía se reveló: la de “lo que tu cuerpo desea está mal”. El pecado. Si yo tenía que reservarme para el matrimonio –léase, para que algún hombre que estaba socialmente hiperhabilitado a masturbarse desde niño y a acostarse con quien quisiera me recibiera “blanca y pura” para hacerme “su” mujer (es interesante cómo en el adoctrinamiento cristiano del cuerpo, que tan bien conozco, la castidad para el matrimonio se predica para “todos” pero en realidad se decodifica sin ninguna ambigüedad para “todas”) –el cuerpo gay tiene que reservarse para nadie: tiene que reconocer su deseo como desviado e intentar hacerlo desaparecer o “reencauzarlo”. Es tan gracioso el desconocimiento absoluto que se manifiesta en cualquier institución, práctica o prédica que pretende que el deseo sea algo “manejable”, “direccionable”.
El deseo sabe antes que nosotros lo que quiere y vivir el deseo es vivirse vivido por el deseo.
La cercanía de seres humanos que tengan lo que tengan entre las piernas o hagan lo que hagan en la cama se miran y se sienten identificados, unidos, por un relato de “lo que me costó aceptar y vivir públicamente mi deseo”. Tantas graciosas y sufrientes charlas en las cuales compartimos todas las peripecias de la adolescencia a la adultez hasta que una pudo asumir que siempre supo qué quería hacer, qué quería ser. He ahí el lazo vivencial profundo de ese hogar, esa comunidad, que creamos al encontrarnos. El sentir-común de lo que dolió, los momentos de confusión, el temor al castigo, el pavor a la mirada discriminadora, la risa frente a los artilugios para tener por un ratito, aunque sea un poquito, de satisfaccioncita del deseo. El relato del orgasmo como un logro descomunal.
La represión sexual y su resistencia representan un modo de ese mercado negro de la vida social en el que todos vivimos. Algunos lo decimos, lo reconocemos, más que otros. Pero todo en el intercambio de lo sexual en nuestra cultura parece del orden del contrabando.
Este es el primer texto, las primeras ideas que hago escritura, de este aspecto de mi existencia. Si tendrá algún valor que sea el de ofrecer una comunión: no la de la Eucaristía, sino la de vivencias comunes, de experiencias propias que puedan parecerse, en su modo de ser vividas, a otras, de otros, y que entonces se vuelvan abrazo reconfortante, habilitador. Que nos permitan saber que no estamos solos. Que hay hogar, comunidad, para esa experiencia en lo que cada cuerpo, en algún momento, se encuentra con lo-otro que lo habita: no me refiero a “los otros”, sino a toda esa legislación que nos atraviesa y nos remite a la duplicidad de lo público y el mercado negro de la existencia.
Escribo entre dos mujeres
Y a veces, en ese mercado negro encontramos refugio, vivacidad, intensidad. Porque lo íntimo se parece más a lo que se oculta que a lo que se publicita. Pero no se oculta por vergüenza –o al menos ese es el modo de verlo que hay que abandonar– sino como tesoro: las verdades más íntimas que tenemos son del orden del cuidado, de la precariedad, de la fragilidad de lo feliz.
Como atesoro el amor y las horas con todos mis amigos putos, y amigas tortas, y amigxs putxs, a quienes dedico este texto.
Soy un ser de las profundidades
Soy un ser de las profundidades. Vivo abismada en un plano de lo real tan profundo como insoportable.
Calles pavimentadas de preguntas. Sin esquinas donde descansar.
Me interpela lo profundo, me llama adentro mío y adentro tuyo.
Un afán de penetrar siempre más… siempre más. Mi mente es un falo. Mi lengua, también. Me gusta bucear-me. Me gusta bucear-te.
A veces pido permiso, pero las más, no. Me sale la penetración en la profundidad como respirar. Involuntaria. Necesaria. Honesta, molesta. Intensa.
Una posibilidad hecha habilidad, hecha hábito, hecha carne. Me habla antes de que piense si quiero abrir la boca.
Me vuelve toda palabra, cuestión, reflexión. Soy falo que penetra. Pero también labio hospitalario. El silencio es un esfuerzo pero no una solución. Las profundidades y yo hablamos un diálogo permanente, a puertas cerradas, a bocas cerradas.
A oídos imposibles de ser sordos que escuchan el rumiar de mi existencial excavación.
El mundo y la vida se han vuelto un mar. Voluminoso, picado, inabarcable.
Me hundo más de lo que nado. Me ahogo como un modo de la respiración. Mis pensamientos son branquias. El cuerpo en suspenso me pesa. No soy más liviana en este mar. Y sin embargo es casa.
Es hogar-mar con oleadas de argumentos, y tormentas de reflexiones, y una costa salvadora que siempre se busca en el horizonte interminable de la profundidad que me envuelve.
Una tierra prometida que no aparece. Mi isla de agua y vida me ahoga y me deriva. Me lleva sola y a los otros. Me llama y los llama como sirena. Encanta el falo penetrante de la profundidad desconocida. Puro labio que recibe y da. Que te besa con las palabras que te hieren.
Es una violencia femenina, una agresión de transición, de devenir, evitable pero irresistible. No soy su fuente sino su cuerpo. Me llama en vos lo que de vos me llama.
Escribo entre dos mujeres
Y la boca se abre, y las olas rompen, y el mar te traga. En esta boca femenina, abismo cálido y difícil, de preguntas necesarias, de cuestiones irresolubles.
Un beso que es palabra y muerte. Labios que son sed y vida. Penetrando el mundo de lo profundo, donde pocos viven pero todos pertenecen.
Filosofía, academia y docencia
Masculinidad y palabra
Me resulta desagradablemente fascinante una cierta relación entre la masculinidad y la palabra que no dejo de confirmar en experiencias cotidianas. Cuando digo “masculinidad” me refiero a un modo de aparecer en el mundo que se me presenta reiteradamente en cuerpos masculinos, en sujetos-hombre. Cuando digo “palabra” me refiero a un específico, característico modo de disponerse a hablar de esos sujetos-cuerpos. Y cuando digo que es una relación que confirmo a reiteración, obviamente no puedo dejar de lado mi formación filosófica y reconocer el carácter inválido de todo proceso confirmatorio, si es que lo pensamos desde el punto de vista de la lógica formal-deductiva. Pero lo desagradable y lo fascinante frente a esta experiencia mundana tan frecuente me provocan ignorar toda consideración epistemológica y en cambio testimoniar, decir, la reacción tan mental como corporal que esto que observo-vivo me genera. Déjenme explicarles en imágenes. Más o menos la escena es la siguiente: una excusa familiar, social, profesional o laboral me posiciona frente a una masculinidad que habla conmigo porque quiere comunicarme o bien algo en general, o bien algo relativo a la situación que nos encuentra. Por ejemplo, un café con un colega académico; o una entrevista de admisión a un postulante a carrera de posgrado; o un diálogo casual en una fiesta de gente universitaria; o un
intercambio académico, otra vez, pero de carácter más institucional. Todas estas escenas son situaciones reales en las que me he encontrado. Y en todas ellas el denominador común es que, por razones varias, la masculinidad frente a mí toma la palabra –porque es su turno, porque debe responder a una interrogación mía– pero la toma para no soltarla. Es decir, no para devolverla o intercambiarla en el modo del diálogo. Toma la palabra para hacerla absolutamente suya. Inicia su aparente “turno” de palabra para volverla monólogo infinito. El momento puntual de palabra que le tocaba en la situación inter-subjetiva lo transforma en eterno presente del devenir de su propio pensamiento traducido a palabras. Es como si un monólogo interno dedicado a nadie, que ya vivía en esa masculinidad, aprovechara el momento de inter-locución para volverse locución absoluta. Pura palabra propia desplegándose en el placer de escucharse a sí misma. He allí lo que me produce una primera reacción: ¿no me digan que no es cautivante observar cuasi antropológicamente (experimentando el ideal imposible de la pura mirada externa des-interesada) a una persona-masculinidad que habla de lo que quiere hablar por minutos, u horas, si una lo deja, sin detenerse en ningún momento a considerar que quizás quien lo escucha no encuentra tan interesante lo que dice, o tiene algo que objetar, o tal vez podría aportar algo iluminador al discurso monolítico que cual paredón se levanta pétreo frente a sus ojos-oídos? Sí, primero siento fascinación… en realidad, porque me identifico contra esta experiencia como una femineidad, como “otra”, reconozco que durante mucho tiempo me sentí deslumbrada: una admiración por quien tomaba la palabra con tanta facilidad y la retenía, la hacía suya, la volvía propiedad privada (la palabra como propiedad privada: ¡qué absurdo!). Recuerdo haber pasado muchos de mis años admirando las palabras-propiedad de la masculinidad hasta con placer. Bueno, de hecho: ¿no ha consistido en eso mi formación filosófica? ¿No me he entrenado en
Escribo entre dos mujeres saciar mi avidez de pensamiento en las fuentes de la más pura masculinidad? ¿No he leído a Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibniz, Hume, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger, Foucault y tantos más como si solo de cuerpos-hombres pudiera brotar el agua del pensamiento a tomar e incorporar?
De hecho, este texto encontró un impulso definitivo para pasar al papel preparando una clase de Hegel. Leía las “Lecciones sobre la filosofía de la historia universal” preparando mi clase y me sentí cautivada por la escritura hegeliana. Y sentí, de nuevo, la fascinación desagradable: ¡Qué envidia escribir así! Pero no se trata de una envidia que desea ser así, transformarse en aquello que envidia. Creo que ese es mi principal duelo reciente con la filosofía: yo no quiero eso, eso que admiré, ya no lo quiero. O no así, al menos. Se trata de una envidia por la potente autorización que está plasmada en su escritura: Hegel no tenía la más mínima duda de que podía hablar de lo universal, que podía pensarlo, que podía conocerlo, que podía sistematizarlo y que era él, y nadie más, quien realmente lo entendía. ¡Qué suerte poder creer ese delirio! No pude resistirme a decirle al Hegel muerto de mi texto: “Solo un hombre escribe así”. O, mejor dicho, solo de una posición masculina frente a la palabra, de absoluta acrítica autorización, de completa falo-auto-centricidad, puede emanar esta escritura. Escribir como si la verdad fuera mía y yo simplemente la desplegara. La ofreciera al mundo.
De Hegel a mis masculinidades concretas que inspiran este texto hay un mero paso, y luego más o menos marketing. Los une estar autorizados a hablar así, centrados en el puro-yo, teniendo por totalmente natural (o naturalizado) que de su boca la palabra debe salir a un mundo que está ahí, como yo, sentado para escucharlos fascinado.
Es que justamente lo que ha vuelto mi antigua agradable fascinación en una desagradable es la captación, la revelación repentina, quizás, de que esa palabra-propiedad que
la masculinidad ejerce como un derecho divino (más que humano) demanda, requiere para ser, alguna otredad, en lo posible pasiva y, frecuentemente, femenina, que le devuelva en su gesto callado cautivo, en sus ojos abiertos y su boca cerrada, la imagen que es espejo de su autoimagen: la confirmación de su propio carácter de sujeto soberano. Es decir, esos monólogos que he presenciado tantas veces me he encontrado paulatinamente mirándolos qua antropóloga: justamente porque al identificar que, en realidad, mi supuesto interlocutor está hablando solo, al pasar de los minutos no solo mi atención ya no se encuentra estimulada –porque a mí, como a cualquiera, me estimula el diálogo y el intercambio, no el rol de escucha pasiva– sino que me siento tan extrañada de la escena que puedo dejar de oír para observar. Mientras el otro produce sin solución de continuidad ruidos con su garganta, cada vez más envalentonado con el valor de su propia idea, de su genialidad, de eso “que nadie ha pensado aún”, “que solo él puede ver”, “que es completamente original” (acompañado, claro, de “todos antes de mí han estado equivocados”), cada vez más erecto en su propia masturbación lingüística, yo no puedo sino dejar de sentirme afuera de la escena, dejando mi cuerpo ahí casi por una penosa cortesía, diciendo que “sí” o asintiendo con mi cabeza para que parezca que estoy escuchando –y, en cambio, estoy tomando nota, conmigo misma como cómplice-colega, de este espécimen extraño, de esta forma de vida llamativa, que no entiende en lo más mínimo el fenómeno de la intersubjetividad, que parece haber nacido solo en el mundo por un instante y que, para colmo de males, cree que lo que dice es tan importante, tan original, tan único y que lo es porque él lo dice, él se dio cuenta, él lo descubrió, etc. Y para peor aún, rara vez la idea misma –que se ha vuelto para mí ya irritante por el modo mismo en que se me la presenta– tiene una pizca del valor que el sujeto-masculino-solohablante enuncia. Entonces, mi yo-antropóloga con mi yo-colega se descostillan de risa en mi interior por la vehemencia con que
Escribo entre dos mujeres
este que habla dice dos o tres cosas que pueden valer, pero con esa desopilante y patética convicción de que lo suyo es como descubrir América o la cura para el cáncer. Pero mis dos amigas internas se ríen porque se indignan. Porque se dan cuenta, cada vez más rápidamente, de que la escena no ha sido nunca una invitación a la interlocución sino una imposición de ser testigo de la supuesta genialidad del otro. La propia generosidad del diálogo donada a la oportunidad de la escena se ve traicionada, forzada a convertirse en aplaudidora con el rostro (y la boca bien cerrada) del espectáculo de palabra ultra-autorizada de quien se disfrazó de co-deseante de interlocución por un rato. Mi respuesta a esta experiencia depende de la inversión afectiva que tengo con la masculinidad del caso. A veces finjo interés por un rato, desde el momento en que advierto la trampa, y luego me retiro. Otras, traigo a la escena una contrapropuesta de interlocución verdadera con mis preguntas y comentarios y testeo si el otro acepta la invitación que le hago, y actúo en consecuencia. Otras veces el afecto que le tengo me decide a tolerarle por un rato al otro su juego: abrir un poco los ojos (para que no sospeche) con la boca cerrada, asentir, soportar con paciencia imposible el resto del monólogo y listo. Porque siento que quizás, con estos a los que quiero, soportarlos en su delirio sea lo único que puedo darles. Pero luego de padecer esto, recorre mi cuerpo una furia contenida transformada en pesadez existencial (una incomunicable tristeza) por la traición reiterada de la trampa de falsa interlocución.
No sé si hago bien en soportarlos. Pero denunciar la trampa sería, para el otro, muy doloroso porque: ¿qué masculinidad tan acríticamente asumida quiere enterarse de que ha sido culturalmente engañada por siglos, por los Platones y los Hegels, respecto de su supuesto carácter original o valioso, cuando al fin y al cabo le espera lo mismo que a todos y todas: la igualación democrática de la muerte?
Fenomenología de un momento en el que no se puede escribir
Fenomenología de un momento en el que no se puede escribir: dolor de cabeza atípico, caracterizado por la sensación de que quiere gritar el cerebro sin tener boca, a la vez que se siente la frustración consecuente recorrer el espacio entre la capa de piel más superficial y el límite con órganos y músculos a lo largo de las extremidades; impulso de pararse y salir corriendo acompañado de esfuerzo semivoluntario de dejar el culo en la silla, con la consecuente contracción de glúteos confundidos acompañante; mirada errática: de la pantalla al teclado, del teclado al texto, del texto al apunte, del apunte a la ventana, del afuera de la ventana a algún lugar detrás de ese afuera en el que la mirada misma pretende encontrar la inspiración perdida; movimientos esporádicos aleatorios sin sentido: atar el pelo, desatar el pelo, tirar de un pellejo de la cutícula, hacer sangrar el dedo, chupar el dedo, putear por tener que chupar el dedo, seguir chupando sintiendo el deseo de fumarse toda la propia sangre; continuación de la protesta interior: no se trata de un monólogo ni de un diálogo, sino de una difusa turba enfurecida y asustada que recorre todas las neuronas con la intención de incendiarlas pero, nueva frustración, no las encuentra; seguir en la silla inmovilizando las piernas que intentan encontrarte desprevenida para moverse al baño, a la habitación, al living, a prender la tele y tirarse un rato “total así relajo y vuelvo”, a lavar los platos, a salir a caminar “y volver relajada para retomar el trabajo total una media horita me puede hacer bien”; y seguir sentada, mirando actualizaciones de facebook y pensando qué al pedo está la gente que mira las actualizaciones de facebook; escribir en facebook una fenomenología de un momento en el que no se puede escribir a ver qué sale cuando una escribe: observar una que otra metáfora más o menos digna... reírse de una misma por creer
Escribo entre dos mujeres
que una actualización de estado de facebook te iba a calmar la bronca de que pensabas que eso que ibas a escribir cerraba todo el capítulo y ahora estás second-guessing it... escribir en inglés alguna frase para cancherear mostrando dominio de vocabulario cotidiano del idioma; sentir vergüenza; reírse de nuevo, por dentro, porque la cara de orto que tenías cuando empezaste a escribir simplemente se aflojó un poco; sentir que se aflojó un poco; escribir un cachito más... empezar a poner puntos suspensivos para indicar gráficamente un relax y/o alejamiento de la intensidad de escritura con fines de distracción del momento de bloqueo que provocó la escritura, esta, al pedo, no la que buscabas... escribir más puntos suspensivos... registrar un descenso del 10% del 1000% de bloqueo que sentías... unos puntos suspensivos más... los últimos... y a ver si ahora puedo seguir escribiendo...
El duelo para la escritura
El duelo para la escritura.
Ese momento en el cual se revela, con la tranquila tristeza de lo que un poco ya se sabe, que para escribir estamos solos.
La disonancia de sin embargo pertenecer alegremente a grupos de investigación y más aún, de estar repasando una clase a dar en unos minutos sobre la construcción social del conocimiento. Pero una cosa no quita la otra.
Hay un momento, hacia el final del doctorado, en el cual se vuelve más claro, más evidente, o quizás recién ahora verdaderamente real, que para la escritura estamos solos. Se trata del instante de mayor libertad existencial, aunque no institucional -porque igual hay que seguir lidiando con las convenciones formales y los cánones de contenido a respetar para permanecer en los límites disciplinarios necesarios para
la reproducción económica de nuestras vidas que se desean intelectuales. Pero a su vez en ese instante aparece la sensación de Abgrund, como Grund perdido. Es la pérdida del hogar de la autoridad Paterna o Materna como directriz a la cual obedecer para no tener que resolver desde la nada. Y esa pérdida es, a su vez, una ganancia. Se gana la propia autoridad aunque no inmediatamente. Hay un proceso de autorización, a su vez acompañado, favorecido y obstaculizado y amenazado, por el cumplimiento de las debidas etapas institucionales. Por eso me refiero al fin del doctorado. Como si en los cinco minutos posteriores a la defensa de tesis hubiera una transformación mágica, una transfiguración del pan y del vino en título y algo más… ¿Dónde está la carne y la sangre que debían venir a mí?
A veces pienso que lo que tendría que hacer es, justamente, “escribir cualquier cosa”, escribir sobre lo que se me ocurra y simplemente reunirlo y esperar que algún día por azar o por pericia se vuelva un libro. Porque además escribir tiene esa maldita pretensión de que te lea alguien, que a alguien le interese. Sí, claro, una escribe para una: pregúntenle si no a la hermosa caracterización de la escritura en voz media de Barthes cuánto una escribe para una, tanto que “se” escribe, “se” hace “una” en la escritura, en ese hacerse que es simultáneamente subjetivación y objetivación, mismidad y extrañamiento.
Pero justamente quizás por eso, una escribe a algún otro, algunx otrx. No se trata del afán de la publicidad por la publicidad misma (en su doble carácter de lo público y del marketing que la escritura posee en nuestra época). Se trata quizás de que alguien te saque de esa soledad en que se escribe, te saque porque te lee, te ve en la escritura. Ese solipsismo vivido de Merleau Ponty que resiste cualquier intento de refutación filosófica… Porque ¿cómo refutar la sensación emotiva de una vivencia? Si se siente lo que se siente por más arbitrariedad del signo en la que confiemos para poder deshacernos luego (siempre “luego”) de la sensación que ya invadió el cuerpo.
Escribo entre dos mujeres
Es que la escritura es el cuerpo. Si me individúo por algo, si accedo a los otros por algo, no es sino por este cuerpo que se conforma y se deforma, se habilita y se inhibe por ese azar de las sensaciones que lo recorren… que tanto las genera todo poder y discurso que lo penetren, como su propia autoreacción a este mundo en el que habita.
Y el cuerpo que habita este mundo en el cual somos la escritura, aun cuando es el mismo mundo en el que somos (por el) lenguaje, ese mismo mundo contiene la sociabilidad primigenia y el solipsismo vivido, o, mejor dicho, marcado, patentizado por estos momentos en que por más lenguaje y grupo que nos rodee, se instancia el yo de la escritura o intenta al menos instanciarse un yo que sigue estando solo, por más “tú” cooriginario benvenistiano que lo constituya.
En “Los jóvenes investigadores”, Barthes dice que no se puede escribir sin deseo, que no se puede escribir solo para que el único que te lea sea tu director. Pero Barthes se olvidó de pensar ese momento en que para la joven investigadora ya no hay ni director que la lea. Ese momento donde la autodirección se instala con su triste calma. Ese momento en que el hogar propio ya no se calienta con el fuego de la autoridad de otro.
Hacerse un hogar sola, para habitarlo luego. Es una forzada mudanza, un contrato de alquiler que culmina en sus tiempos naturales.
A elegir otra casa, a volver a armar un hogar, a putear por lo que hay que tirar y por lo que hay que comprar. A vivir ese sentimiento doble de tener al fin el cuarto propio en una nueva emancipación.
Un doble matricidio, o mejor, una doble mudanza. Volver a irse de casa. Y de esa partida se espera que salga una mujer nueva. Una mujer que escribe. Que eligió escribir, cuando podría haber hecho cualquier otra cosa. Pero ¿escribir sobre qué? Escribir, ¿qué? ¿Cuál es mi originalidad? ¿La que demanda como producción en serie la academia?
Y sin embargo no quiero ir por ahí… quiero volver a la mujer que surge de la nueva mudanza. Y justamente luego de comenzar a escribir este texto, en la escansión entre la primera escritura a mano, y el pasaje al papel informático, entre ese ir y venir, y dar una clase, en la que a la vez se piensa y se descansa en la feliz alienación de la docencia, y luego volver a mí y seguir pensando… pienso si no hay una cuota de misoginia en mi modo de concebir esta mujer que escribe que elegí ser. Si no hay un desprecio por mujeres “otras”, por “otras” femineidades… Misoginia necesaria pero peligrosa. Y esto frente a la demanda exagerada de una academia que reclama una voz autoral que se me revela falsamente disfrazada de neutralidad: esconde en la autoría otra figura de la masculinidad occidental.
Ser la voz y el fundamento. Ser la tesis. Escribir la Tesis. Cuando yo querría poder ser solo mi escritura. Asumir mi escritura, ¿empuñarla quizás?
De escribir una tesis a ser escritura asumida, mía. Y el yo, el yo, el yo… ese yo que desconozco. El fruto aun no visible de una misoginia selectiva. El fruto aun no nato del que aún no puedo hacerme responsable. Responsable de mí, de mi escritura, de su forma y contenido. ¿Qué tengo para decir? ¿Tengo “algo” para decir? No lo veo. Es este mi punto ciego, una ceguera de adonde el camino me ha traído, con el movimiento de mi propio cuerpo.
Un cuarto propio pero por el momento, oscuro.
Teoría, masturbación y…
Hoy estaba en una clase de un seminario sobre Freud y notaba, como lo hice también en las clases anteriores, el entusiasmo, el placer que tiene el profesor en dar esa clase. Lo entiendo perfectamente, porque a mí me pasa lo mismo.
Escribo entre dos mujeres
La excitación que se siente al comunicar aquello a lo que una le ha dedicado horas y horas y horas de trabajo, estudio, esfuerzo, cuidado, es claramente una de las más potentes sensaciones que se tiene en esto de ser docente-investigadora. En la medida en que una habla de aquello sobre lo cual se ha hablado a sí misma encerrada en los libros, pero ahora a otros, la oportunidad de exteriorizar, transmitir, contagiar todo ese interés, curiosidad, apasionamiento que despierta el tema al que una tanto se ha dedicado, es maravillosa. Me siento identificada con ese hombre que festeja cada cita, cada idea, que se mueve histriónico por el aula, que toma agua porque se queda con la boca seca, que se encuentra a sí mismo a veces más entusiasmado que su audiencia, pero que no pierde la fe en que vean lo que él ve en Freud, en sus textos.
Este hombre tiene al menos veinticinco años más que yo… Y sin embargo yo, en este momento, me siento más vieja. Yo me siento, respecto de toda la escena, desencantada.
El desencanto es un sentimiento que aparece cuando algo que parecía ser prometedor, el ideal a alcanzar, “el” objetivo, se devela menos luminoso, menos radiante, menos brillante que en su versión deseante-romantizada. Se revela el romanticismo padecido. Se muestra el carácter menor, gris, puntual, uno-entre-otros, de aquello a lo que se apuntaba.
La filosofía, trabajar haciendo filosofía, enseñando filosofía, pensando, leyendo y escribiendo filosofía, en mi novela, era un modo de cambiar el mundo, un modo de hacer “algo”, de intervenir, de hacer diferencia, marca… de hacer “algo”, “algo” y “útil”… y ahora, no sé. Ahora, dudo. Dudo de la filosofía. Dudo de los modos en que se hace filosofía hoy y ahora. Dudo de sus efectos. Dudo de que tenga alguno. ¿Para qué tantas horas de lectura y escritura? ¿Quién lee? ¿A quién le escribo? ¿Hay alguien que leerá lo que escribo? ¿Hay “algo”, “algo” y “útil”, en lo que escribo?
Dudar de la filosofía es dudar de su carácter de práctica… Pensé que se abría a un mundo, pero ¿será solo una práctica más, endógena, ensimismada, monologante, entre
otras? ¿Será el momento de admitir que esta es mi práctica y punto, un pertenecer a alguno de los cerrados círculos de expertos en los que se encierra todo el mundo? ¿Cómo puede sostenerse que nosotros, los de este círculo, queremos pensar el mundo, criticar productivamente el mundo, si somos un círculo entre otros? ¿Qué nos daría el privilegio de ser “la” práctica, que piensa el mundo? Incluso si extendiéramos la definición para incluir todas las prácticas intelectuales, todas las prácticas teóricas, humanistas, culturales, que desean pensar el mundo, ¿no se trataría, otra vez, de un solo círculo –con un circunferencia más grande–, uno que, por más que más grande, no es sino, de nuevo, uno entre otros?
Y entonces ahí viene todo el tema de la práctica… y la práctica contra la teoría… la práctica como distinta de la teoría… y entonces, ¿qué hacemos los que estamos en la práctica de la teoría?
Y ahí viene también el argumento hiperrealista de la piedra lanzada a la cara del teórico: “Si querés cambiar algo, tenés que hacer, no pensar, ni escribir, sino hacer”.
¿Y pensar no es hacer algo?
Y luego viene también el argumento hipermoralista de “la teoría es masturbación”, lo que los intelectuales hacen es masturbatorio… todo eso del sujeto y el discurso, es masturbación y punto.
Este argumento me interpela… o, mejor dicho, me interesa. No, claro que no, yo no concibo lo que hago como masturbatorio. Y sin embargo, vuelvo a la imagen del profesor rebosante de placer en el seminario y pienso que quizás sí es masturbatorio, es autoerótico… tranquilamente podría pensar toda la clase como un frotarse gozoso del profesor con sus textos… con un ingrediente agregado de voyerismo solicitado a sus alumnos, pero no en el modo de la exposición sino en el modo de la invitación: “Lean Freud conmigo”, “Vengan a tocarse conmigo, ¡les va a encantar!”
Sí, todo docente entusiasmado con la teoría que enseña
Escribo entre dos mujeres
invita a los alumnos a tocarse un poco a través de los textos… a sentir ese placer en recorrer las ideas de otro… a tocarse con los dedos del cerebro, con la avidez de los ojos sobre las hojas, de la mano que trémula señala las ideas falo-principales.
Es que la acusación de que el pensamiento per se es masturbatorio es una acusación extraña: ¿quién que se masturbe señalaría como negativo lo masturbatorio? ¿A quién que le guste tocarse le parecería moralmente reprochable descubrir que a otro le gusta tocarse? ¿O no les pasó a ustedes también que cuando descubrieron el inmenso placer que les producía tocarse se sintieron moralmente demandados a difundir la palabra, anunciar la buena noticia?
Entonces, hay algo mal en los supuestos de la acusación: o quien nos acusa no se masturba o no lo disfruta –ergo, le parece “malo” masturbarse; o quien nos acusa utiliza un extraño modo de invertir su propia experiencia masturbatoria para volverla moralmente reprochable al acusarnos.
Como sea, no me interesa continuar por ahora el análisis del reproche del pensamiento como masturbatorio. Creo que de todos modos entiendo… creo que hay una cierta asimilación de “pensamiento filosófico” con “masturbación” por vía de la imagen de algo inútil, que solo busca el propio placer –aunque de nuevo, ¿por qué la búsqueda del propio placer es autorizadamente asociada a lo masturbatorio como algo negativo? Pero creo que falta aclarar algo más: la acusación de que el pensamiento filosófico es masturbatorio parece venir a señalar que, mientras los wanna-be-intelectuales nos presentamos con el afán de pensar el mundo, la vida, la humanidad y sus circunstancias, con el declarado fin de contribuir en algo a ellos, en realidad nos estamos haciendo la paja… “decimos” que pensamos para hacer algo, para cambiar algo, para dar algo, pero en el fondo o nos autoengañamos o no nos bancamos reconocer que nos estamos tocando, nos estamos concediendo un autoerotismo que se frota contra
la idea de “pensar la existencia” para acabar, para tener lisa y llanamente el propio e inútil orgasmo.
Algo de este modo de comprender la acusación me interpela. No puedo negar el autoerotismo de mi propio trabajo, de mis horas de investigación que transcurren bajo una sensación de suspenso del tiempo cuando más las disfruto. No puedo negar que disfruto lo que hago. Que hay algo masturbatorio en la búsqueda del conocimiento “por el conocimiento mismo”, por el saber lo que se sabe y por saber más, y cada vez más, y en más detalle… como perfeccionando el método para llegar al orgasmo autogestionado. Y como buena hija de una cultura cristiana, algo de eso me da culpa. Algo de que mi búsqueda no sea auténticamente útil, sino una que no quiere reconocerse como exclusivo autoplacer, me da culpa. Pero también, en parte, me desencanta el mundo del círculo al que pertenezco, el de los intelectualmente autoerotizados.
Y sin embargo, todo este texto empezó con mi pensar en la imagen del profesor entusiasmado. Y cuando pensaba en la excitación del profesor frente a su Gran Freud, y en la teoría y la masturbación, también pensaba que lo que deseamos nosotros, cuando pensamos, cuando estudiamos, cuando volvemos una y mil veces sobre una teoría y sus problemas y sus detalles y sus preguntas y sus frases brillantes e ideas geniales y defectos mortales, lo que deseamos, lo que esperamos, es que un día de tanto tocarnos, un día luego de tanto frotarnos deliciosa pero tortuosamente también contra los textos, no se produzca solo un orgasmo, sino que emerja “algo”… que un día nos descubramos preñados… que un día emerja un hijo, un fruto, un algo innegable, algo nuevo para dejar en el mundo… un hijo del pensamiento, un orgasmo de idea que se vuelva parto: dejar algo, decir algo… y que sean otros los que se toquen tortuosamente, se froten irresistiblemente, otros que no puedan dejar de pensarlo.
Escribo entre dos mujeres
êthos académico
Hace muy poco tiempo entendí (¿o acepté?) que las estrategias transformativas que me son asequibles por ahora son aquellas que pueden dirigirse directa, concreta y específicamente al êthos más inmediato en el que me encuentro... por ejemplo, respecto de mi profesión, a la docencia, la investigación, la universidad como un lugar a habitar, como una comunidad de pensamiento y vida.
Que un êthos sea inmediato no lo hace fácilmente habitable... y a veces las tareas que emprendemos, incluso nacidas de una libido incuestionable, se vuelven pesadas, arduas, ingratas... como preparar un congreso y pensar hasta el último detalle para que “nada falle” y corroborar luego que siempre algo falla, cosas que llegan tarde, cosas que no se previeron, cosas que se prevén de más, ponerse de acuerdo en cómo hacer las cosas, etc.
Pero además de ese carácter administrativo de los eventos académicos, está el carácter interlocutorio: al fin y al cabo, hacemos todo esto porque queremos entablar un diálogo entre nosotrxs, entre nosotrx y unxs otrxs esperadxs o impredecibles... y entonces una se acuerda de que quiere escribir una buena ponencia, algo que despierte una pregunta, algo que comunique una idea, una posición, algo que se ofrezca generosamente como un “mirá, si seguís mi recorrido te encontrás con estas cosas: ¿qué te parecen?” o como un “tengo estas preguntas, estas cuestiones, tocan la teoría pero también la práctica y la vida... ¿te sirven para tu vida? ¿nos sirven para hacer nuestras vidas más vivibles, más solidarias, más comunicadas, más comprensibles?” -aunque una a veces necesita indicar lo in-comprensible para favorecer el vivir juntxs mejor, ¿no?
Como sea, êthos inmediato, administración de tareas y proyectos, e interlocución como aquello a lo cual lo administrativo contribuye, y no al revés... primero y antes que
nada, interlocución... hablar y discutir, pensar juntos, transformarnos en el diálogo incluso ante lo que se escucha como ajeno y distinto, pero que se da y se recibe entre-nosotrxs... el nosotrxs de una transformación posible pero no asegurada... el de al menos abrir un espacio habitable de preguntas en común, para llevarse a casa las dudas o certezas nuevas... las incomodidades productivas... el despertar de una curiosidad que siempre, siempre, mejora la vida si abre al deseo.
Manifiesto del poder de un cuerpo individual
Este texto desea ser una reflexión acerca de las posibilidades de acción en el presente. Desea ser un hijo del pensamiento, aunque su gestación recién empieza. Pero quizás ya fue, de algún modo, concebido como posibilidad.
Se trata de un hijo del pensamiento que no puede sino ser un hijo de la promiscuidad, porque su concepción requirió un erotismo teórico con muchos hombres y mujeres: homosexuales y lesbianas, filósofos e historiadores, lingüistas y teóricos literarios. La promiscuidad ontológica de la que alguna vez me habló un profesor transmitiéndome a Merleau Ponty, que ahora quiere ser también promiscuidad performativa del pensamiento y la escritura.
Y un hijo no puede concebirse sin un cuerpo. Es un hijo/ hija… tiene y rechaza a su vez su género.
Pero debo advertir al lector que en este texto no se dirá nada nuevo. ¿Quién puede decir alguna vez algo “nuevo”? Ya se ha dicho todo, ¿no? O al menos siempre alguien podrá venir a decirnos que “esto ya lo dijo X en Y”. Pero sí se puede decir algo “de nuevo”. Y eso es lo que enseña Benveniste sobre el discurso: yo, alguien (¿nuevo?), asumo en mi enunciación todo el lenguaje: ¿no hay un tipo de hacer ahí? En el discurso, aparece la lengua en tanto que asumida por quien
Escribo entre dos mujeres habla y en la condición de intersubjetividad, única que hace posible la comunicación.
El yo que no es sin el tú. El yo ligado al ejercicio del lenguaje: el discurso individual en el que cada locutor asume por su cuenta el lenguaje entero.
Entonces quizás hacer en/con el lenguaje –como Austin nos ha mostrado– no puede sino ser decir “de” nuevo. Pero con mi garganta. Con mis dedos. Con los signos a través de mi cuerpo.
Si hay algo interesante para decir del lenguaje y de la acción “de nuevo” será eso: el lenguaje es acción, la acción es lenguaje.
Pienso en mi amado Barthes, en su escritura en voz media. Barthes al pasar menciona, entre los procedimientos de inauguración del discurso –“puntos en que se juntan el comienzo de la materia enunciada y el exordio de la enunciación”–, la apertura performativa, que remite al modelo poético del yo canto. Lo interesante es la nota a pie de página, en la que refiere el problema del exordio de cualquier discurso como “la codificación de las rupturas del silencio y una lucha contra la afasia.”
¿Hacer y hablar no son siempre un modo de romper el silencio y luchar contra la afasia?
Ruptura y lucha, ¿no son sino atravesar con el propio cuerpo las codificaciones del hacer y del hablar?
Pero, ¿de dónde viene este texto? ¿Qué pretende decir de nuevo? ¿Cuáles son los cuerpos diversos que se encontraron azarosamente en la promiscuidad teórica que lo produce?
Seguramente el poder productivo en Foucault. Y la iteración en Derrida, particularmente su apropiación del Kafka que escribe “Ante la ley”. Ellos, tal como Butler los lee: revelando que la norma que citamos no “es” sustancialmente antes de ser reiterada, sino que es la misma reiteración la que la fortalece en su apariencia de “ley”.
También participa de esta promiscuidad quien está detrás de estos tres filósofos: Austin y el develamiento de la
performatividad del lenguaje. Pero además la voz media en Roland Barthes, y como Hayden White la asume para pensar nuestra relación con el lenguaje y la representación en el siglo XX. También el Barthes que habla de la lectura como hemorragia permanente de la estructura. El estructuralista que se suicida, que nos lega la sangre de su propio puñal en el pecho para beber: la lectura como el lugar en el que la estructura se trastorna.
Y también la última Butler del psicoanálisis y la ética levinasiana, de la “scene of address” (escena de interlocución), del dar cuenta de unx mismx que siempre es de un yo a un tú.
Pero también es parte de esta promiscuidad lo que no está en los libros ni en las lecturas hechas: mi experiencia en las instituciones educativas, en la academia. Y también tantas charlas en las que el pensamiento vive.
Pienso en mis charlas con Elsa Drucaroff y su furibunda crítica a toda posición que pretende pensar la emancipación como esquizoide, que propone pensar un sujeto des-hecho, des-centrado: “pero bien que después van con nombre y apellido a cobrar los derechos de autor.”
Hay algo para pensar de nuevo –mi amiga tiene razón– en el Nombre y Apellido, el nombre en el que habita un ser que habla y hace. Ese que ocupa un lugar en la academia y su autoridad, o en la burocracia y su poder, o en la cátedra y su saber.
¿Qué es lo que quiero pensar de nuevo, a partir de esta promiscuidad de pensadores, haceres, experiencias? Hay algo que siento como falta en el terreno en el que un Foucault, un Derrida, una Butler, me han dejado… Claro que son ellos los que me permiten pensarlo. Ellos más algo que me viene de White, y Barthes y Drucaroff, aunque sería quizás un poco contra ellos también.
Me aparece la falta del cuerpo individual, de la pregunta por su rol en las estructuras de saber/poder.
Si eso que todos vienen elaborando de algún modo, la performatividad, que une de manera indisociable pero no
Escribo entre dos mujeres identificable al hablar con el hacer, no puede sino ser una teoría (perdón por la palabra) de cómo se usa el poder, cómo circula: ¿no tiene alguien que prestarle el cuerpo al poder, la garganta al discurso, para que siga circulando de un cierto modo?
¿No hay un cuerpo individual marcado por un Nombre y Apellido? ¿No hay un Nombre y Apellido del poder y de su circulación/desviación?
Me estoy preguntando sobre la discrecionalidad institucional como arma. Algo que puede ser pensado a partir de las vivencias cotidianas e institucionales, porque se cruzan constantemente.
Pienso en un modo de la subversión que sería posible como elección de un disfraz, como performance repetida del modo en que la institución espera que devengamos sus miembros, hasta llegar al lugar del poder y, ahí, ejercerlo, poniendo el cuerpo para desviarlo.
Usar las instituciones quebrando las promesas que hicimos al poder concreto, sesgado, de la forma opresiva de la institución: no creernos realmente la promesa dada. Perder la fe en la institución. Renunciar al deseo de ocupar opresivamente el lugar codiciado del poder al que fuimos sujetados.
Sería un hacer político no por social, sino porque nos retorna al yo-no-sin-tú del lenguaje. The scene of address, para Butler.
Se trata de enseñar a usar el disfraz: hay que socializar los trucos y estrategias de acceso a la institución y sus recursos.
Y esto me permite entender que un modo de la injusticia está dado por todos los mecanismos que intentan garantizar que algunos no accedan a las instituciones.
Se trata de un motín de los propios capitanes. Un motín a favor de la tripulación.
Porque quien ahora es capitán debería recordar en su cuerpo el haber sido antes la persona sujetada. Manifiesto del poder de un cuerpo individual.
El poder podrá circular, más o menos difusamente, pero
no hay poder sin cuerpos que sirvan de materialización a su circulación.
Retorna el elemento de la estructura a exigir su reconocimiento: pero ya no es el Signo, sino el Cuerpo. El cuerpo que habla. El cuerpo que ejerce un poder que lo atraviesa, con su Nombre y su Apellido.
Sobre la docencia como modo de la interlocución profunda A mis alumnxs y mis docentes6
O sobre la interlocución profunda como docencia. Sí, claro: la docencia es una forma de la interlocución profunda. Me encuentro con una amiga preparando el programa de un seminario que queremos dictar juntas. Un seminario libre, deseado. Surge la inquietud de la posibilidad de un alumno que nos inhiba, que busque deliberadamente mostrarnos la falta, lo que no sabemos. Sí, claro, el docente también puede temer enfrentar a sus alumnos. La respuesta tranquilizadora es que en nuestra situación de especialistas no me caben dudas de nuestra sobrecalificación respecto de los contenidos a transmitir. Ha sido mi experiencia en mis primeras clases como docente en la Facultad de Filosofía y Letras: no hay chance de que el espacio del aula alcance para transmitir todo lo que se ha leído, escrito, pensado, trabajado. Esa sobrecalificación, que incluso puede ser un obstáculo en la transmisión, es un resultado de la carrera académica que está detrás de una, tal como se hace y se vive actualmente.
Pero mejor aún, la inquietud-temor se troca por la afirmación de la posibilidad de que algún alumno, en cambio,
6. En “Cómo quiero escribir” expliqué mi decisión de usar el general masculino en algunos textos. A su vez, recomiendo recordar aquí lo pensado en “La interlocución profunda” y “Masculinidad y palabra”.
Escribo entre dos mujeres
traiga la interlocución deseada: que me ayude a pensar, que piense conmigo. Que escuche mis preguntas y las haga suyas, o que al menos las vea válidas, plausibles, interesantes. Que piense conmigo. Yo espero que piense conmigo como el alumno espera que yo piense con él, que lo sorprenda, que lo movilice, que le genere una reacción en lo más profundo de su cuerpo, en ese no lugar en el que está su pensamiento. Que le descontracture el cerebro. Que le dé ganas, la necesidad misma, de ir a leer y escribir. A buscar y a producir.
Es que justamente esa inquietud yerra aquello a pensar. Hay un absurdo y nefasto error en aceptar la primacía de los contenidos por sobre el individuo que los recibe. Lo relevante es la transmisión como formación, como interlocución, no como depósito compacto de un todo empaquetado que se colocaría en algún supuesto lugar vacío.
De lo que se trata es de traer algo al habla, a la escena de la interlocución, algo que nos haga hacer masa uno con otro y eso. Una especie de feliz triangulación inmaterial. Algo que cree el campo magnético que desde dos lugares distintos (yo-docente y tú-alumno) se genere entre nosotros.
Ser dos imanes en atracción, deseando colisionar y ser uno. En una yuxtaposición creativa que retenga las individualidades pero que también transforme. Que mueva un cuerpo y por eso lo cambie, sin que deje de ser el mismo. El suyo y el mío.
Esto me conduce a pensar en las figuras de docentes. Figuras que he visto, analizado, disfrutado o padecido a lo largo de mi formación.
Existe el docente que busca, desea, propone, performa, protege, estimula, cuida y así, enseña la interlocución profunda. Aquel que vive la pasión por el contenido primero como pasión por el alumno. El docente que no se olvida que fue alumno. Retiene esa experiencia precautoriamente: “Yo sé lo que fue estar ahí.” Y ese recuerdo lo alimenta para intentar dar lo que deseaba recibir y para evitar dar lo que odiaba.
También existe el docente que solo busca audiencia, público que se fascine con él. Que sale de su casa para hablar solo frente a otros. El que ama escucharse a sí mismo. El que tiene un secreto y miserable entusiasmo en sentir que su lengua no se comprende por elevada, excelsa, sofisticada. Por lo general camina vertiginosamente frente al alumno con la pose típica de la mano en la pera, con la mirada por encima de la altura de sus ojos, retaceando al alumno el ser mirado, el contacto visual. Extasiado en asimetría. Este fue alumno pero se ha olvidado. O peor. Quizás fue el alumno que solo deseó el poder de la autoridad por sí mismo, como fuerza, no como potencia o creación. El que solo buscó cambiar de lugar para ejercer un pequeño y mísero poder.
Otra figura es la del docente que transmite la inhibición de la nota al pie, el pánico a la referencia, la obsesión por la bibliografía, la expectativa del referato como tragedia. Es el que enseña a temer pensar. El que comunica la paranoia de la mirada omnisciente de la academia y mata la posibilidad de pensar la falta como móvil hacia la profundidad de la reflexión. El antisocrático por antonomasia.
Es cierto que también hay que cuidarse de los alumnos, de sus expectativas –y casi deseo– de ser sometidos, o incluso, castigados. Deseo de que el docente haga masa con él pero en la confirmación de su masoquismo cuasi infantil o adolescente, entre otras formas de las fantasías maternas o paternas que puede traer al aula.
Cuidarlo también de que se tome demasiado en serio lo que una, cuando fue alumna, se tomó demasiado en serio. Ahorrarle la angustia y la frustración, aunque sea en parte. Enseñarle el juego de la transmisión y las reglas como estrategias más que como prohibición.
El docente en interlocución profunda puede reconocer el poder que se tiene solo por la geopolítica del aula y abrazarlo para potenciar, moldear, transformar con el cuidado del que ama, del que protege, del que abre la puerta a un mundo
Escribo entre dos mujeres como invitación, previniendo al invitado de que no todo es fiesta. Pero que la hay. Y no dónde ni cómo la espera.
Enseñarle a esperar. Enseñarle a no desesperar. El pensamiento requiere tiempo.
La docencia como interlocución profunda demanda la responsabilidad amorosa de la transferencia como transformación. La autovigilancia del propio poder otorgado por la institución-ley.
La universidad puede ser hogar, aventura, feliz odisea. Pero también puede ser hoguera, tortura y lamentable cicatriz.
El docente tiene el poder y la responsabilidad de cargar o no los dados de la apuesta. Sabemos que los dados ya vienen suficientemente cargados. Liberarse de la propia carga innecesaria de su –si está ahí– feliz apuesta es lo que cada nuevo alumno –cadx alumnx- le ofrece. Porque le ofrece la renovación de la fe en esa apuesta hecha. Le puede mostrar que sí: tuvo sentido.
El sentido que empieza y termina en la escena de la docencia.
En el campo magnético-vivificante.
En la vida alegre de la letra.
Epistolario
con Virginia Cano
Casa, 15 de septiembre de 2017
Mi querida Ma. Inés:
Finalmente pude terminar de leer tu libro, acompañada por una lluvia copiosa que invade el paisaje de mi domingo, y me dieron enormes ganas de escribirte. Sí, de responderte, de contestar a esa interpelación que recorre tus escritos, con una carta. Una epístola como respuesta a este /tu/ texto, des-hecho de ensayos donde la propia vida es escritura y ocasión de pensamiento; una carta para dejar que nuestros recorridos se entrelacen, allí donde se vuelven ocasión de reflexión crítica y creación textual. Y es que en cada uno de tus ensayos encuentro una misma, aunque iterada y diseminada, invitación: la de pensar colectivamente la de-construcción de “una modalidad de estar en el mundo” que responda a lo que denominás “interlocución profunda”. Esa interlocución hace de la precariedad compartida y de las múltiples relaciones de transformación entre nosotrxs , “el pozo de la apuesta” micro-política. Y es por eso quizás que en cada ensayo bio-tecno-gráfico resuena un llamado ético, una propuesta político-afectiva, una declaración escritural a hacer del intercambio, la apertura y el pensamiento con -y entre- nosotr@s, la ocasión de construir una “poiesis existencial”, una manera de habitar el mundo, de producir la propia escritura, de relacionarse
con la filosofía, de transitar las aulas, las calles, los afectos, la vida.
Y es esta práctica de interlocución profunda que recorre tus escritos la que me motiva a satisfacer mi deseo de escribirte una carta, que es siempre escritura para otrx, declaración de amor y de guerra, ritual textual entre un yo y un tú, ocasión abierta -y siempre amenazada- de un nosotrxs hecho de palabras que van y que vienen. “Cuando vos y yo hablamos, mi garganta se cose a tu oído –y tu garganta al mío, casi como en una danza… una puntada-paso y me coso a vos; otra puntada-paso, y te cosés a mí- para que nuestros cuerpos distintos sean uno en la interlocución profunda (nos cosemos tanto, que hasta nos fundimos, nos cocemos juntos).”, escribís. Y yo sólo quiero des-cocer mi escritura con la tuya, para que se fundan por un instante, pero también para que se con/fundan, se interpelen, se corto-circuiten y se con-muevan. Porque es esa voz que vas desplegando, esa –tu- voz “femenina”, esa “voz de seda, de mujer, suave, pero capaz de parecer nudo y moño”, la que me invita a pensar los modos en los que se anudan –y se tensan- nuestros recorridos biográficos con nuestras escrituras, con nuestras prácticas filosófico-académicas, con nuestras producciones intelectuales y con nuestras labores docentes. Porque en estos enclaves biográficos se encuentra no sólo la cifra para deconstruir discursos “universalistas” o hegemónicos sobre lo que es “la filosofía”, “la escritura”, “la verdad” o “el pensamiento”; en ellos también anidan claves para comprender los modos (estratégicos y comunitarios) en que hemos sido producidxs como lxs sujetxs que (no) somos, y en nuestro caso, como las profesoras, las escritoras y -¿por qué no?- las filósofas que (no) hemos llegado a ser, o –mejor aún- que (ya) no queremos ser. Me pregunto cuántas (y cuántxs) nos hemos sentido (y se sentirán) un poco huérfanas, un poco usurpadoras, un poco ladronas cuando nos decimos filósofas. Por eso, pero fundamentalmente por el deseo compartido de encontrar una escritura im/propia, es que me
reconozco en muchas de tus auto-narraciones reflexivas, y me siento interpelada por muchas de las preocupaciones, temores, anhelos, preguntas, deseos, prácticas y recorridos que las atraviesan.
Nos urge pensar, como se saborea en las reflexiones en torno a los jazmines que robás para Lupe, los modos en que nuestras narraciones biográficas son cifra de una experiencia (psico/filo)analizada común, quizás incluso, un punta de lanza para visibilizar y resistir algunas de las violencias vividas, las limitaciones de nuestros imaginarios escriturales y vitales, los silenciamientos, los adoctrinamientos, los llamados de atención recibidos y, en términos generales, toda esa disciplina que atraviesa y sostiene nuestra -aparentemente- tan masculina tradición y êthos filosóficos. Y es que cuando te veo (leo) desplegar esa fenomenología de los docentes (así, “con o”) que (ya) no queremos ser, cuando te veo parodiar el imaginario androcéntrico en el que fuimos formadas año tras año, siento que estoy sentada en el banco al lado tuyo, en algún aula de Puan (como le decimos a la FFyL-UBA sus habitantes). Compartimos una experiencia (en el sentido de la epistemología feminista): la de pertenecer a una de las ramas más androcentradas del saber académico, como lo es la filosofía. Ambas llevamos inscriptas en nuestros imaginarios y en nuestros cuerpos las huellas de su canon viril, colonialista, hetero-cis-normado, blanco (podría seguir), así como de su-pretendida-práctica “meritocrática” (centrada en la ilusión productiva de un supuesto sujeto autónomo, “neutral”, “objetivo, que –como ya sabemos- es varón, un varón-como-se-debe, desde ya). Las dos sabemos lo difícil que es intentar encontrar “la propia voz” en el escenario filosófico local (y también del “Norte”), máquina productiva al servicio de un imaginario masculinista y blanco en el que hay filósofos cayéndose distraídos en pozos, pensadores leyendo en bata al lado del fuego, o viejos sabios siendo correteados por jóvenes muchachuelos, pero no hay (casi) relatos de mujeres pensando, tortas escritoras
envejeciendo, travas filósofas teorizando en la soledad de su cálidos hogares, transmasculinidades dando cátedra apasionante y otras tantas posibilidades corporales y vitales que quedan por fuera del “marco” filosófico (para re-citar la idea butleriana de marco). “¿No me he entrenado en saciar mi avidez de pensamiento en las fuentes de la más pura masculinidad? ¿No he leído a Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibniz, Hume, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger, Foucault y tantos más como si solo de cuerpos-hombres pudiera brotar el agua del pensamiento a tomar e incorporar?”, me pregunto junto a vos mientras te leo; y celebro y abrazo esta tu-escritura otra, tu escriturafemenina, tu escritura de mujer, esa que se sabe im-propia, que se sabe limitada, que se sabe una entre tantas otras y que, aun así, apuesta a inventar “algún precario hogar, alguna estructura protectora, algún paisaje fértil.”
Tomar la palabra puede ser algo que se da por sentado, un derecho incluso, pero para otrxs puede ser algo de lo que estamos privadxs y que, por tanto, sólo se conquista. De allí que inventarse una voz im/propia es, a veces, un ejercicio de resistencia, una forma de vitalidad, un acto de insubordinación. ¿Cómo no entender y celebrar tu deseo de encontrar una “voz dulce y tensa” que se haga escritura en la aridez de la lengua filosófica-académica? ¿Cómo no reivindicar esta, tu voz en femenino, como un arma para combatir “el ideal imposible de la pura mirada externa des-interesada”? ¿Cómo no conmoverme frente a estos ejercicios de auto-narración destinados a desmantelar el mito -clásico y ya cada vez más desgastado- de un lógos-padre que se identifica con la voz de “el varón”, y que sabemos remite sólo a algunos varones autorizados y legitimados para hablar? ¿Cómo no querer dinamitarlo todo desde dentro, y destrabar -con vosese nudo que cortocircuita nuestro/s cuerpo/s? ¿Cómo no reconocer también las armas, los textos y las herramientas que adquirimos en la disciplina académica y el disputado y rico entramado de prácticas, relaciones y encuentros que se
despliegan en el marco institucional de la filosofía? ¿Cómo no festejar “la usurpación” –resistente y necesaria- de un espacio de palabra que sigue regulado por la idea de que teoría y la filosofía son eminentemente masculinas? Pero también, porque “soy” más feminista que femenina, más torta que mujer, bastante masculina sin dejar de sentirme un sujeto feminizado, y porque yo misma he hecho del ejercicio de desplegar una precaria e im/propia lengua lesbiana una ética de la interlocución y un modo de residir y resistir en el mundo, es que me pregunto -junto a vos y en tono derrideano-: ¿cómo no hablar de nosotras mismas? ¿Cómo no hablar de nuestros im/propios silencios y disciplinamientos? ¿Cómo no hablar de los modos en que nos hablamos, nos narramos y contribuimos a la invención de un nosotrxs, de un yo, de un tú y también de un/xs otrx/s? ¿Cómo (no) narrarnos de modo tal que construyamos un refugio-trinchera colectivo y hospitalario? ¿Cómo estar a la altura de la responsabilidad ética y de la potencia etho-poiética que anida en todo intento tartamudo de proponer lenguas extranjeras y filosas con las que conjurar a nuestra parricida tradición filosófica y a nuestro muchas veces anquilosado êthos académico? ¿Cómo decir-nos y, a un tiempo, hablar de nuestros propios silencios, nuestras propias miopías, nuestras propias violencias? ¿Cómo interpelar nuestra voz para desatar otros nudos? ¿Cómo no desconfiar de las capturas y obturaciones a las que seguro damos lugar? ¿Cómo no pensar en los límites de toda narración del yo, del tú, del nos-otrxs? Y aún así, ¿cómo no asumir estos riesgos y estas preocupaciones? ¿Cómo no hablar-nos, decir-nos, escribirnos, leer-nos, fantasear-nos?
Cada vez me pasa con mayor asiduidad, no sé a vos, que mis dudas respecto de los límites y las miopías de mis im/ propios relatos se multiplican, se abren a preguntas incómodas, y se inundan de la sensación de que siempre “algo falta”. Y eso me angustia un poco, al tiempo que me tranquiliza. Y es que esa falta no se llena con un nombre nuevo, con una
identidad más, o con una auto-hetero-biografía a ser añadida: la falta es -como vos misma afirmás- constitutiva de la filosofía, del psico/filo/análisis, de todo pensamiento crítico que se asume como tal y de mis propios textos. La falta es el phármakon de toda escritura, veneno y remedio a la vez. “Hacer de la falta tema es traerla al discurso. Traerla porque fuera del discurso está siempre ya ahí.”. Traerla porque es -también- efecto de nuestros discursos y nuestros silencios; a la vez que motor de nuestra inquietud escritural y nuestra apuesta por las lenguas provisorias. Traerla porque sólo así, recordando la falta que es inherente a nuestras teorías, a nuestras fantasías revolucionarias, y a nuestras apuestas ético-políticas es que podemos, al menos, sortear la trampa de negar esa falta y creer que hemos encontrado el discursototal, el discurso-transparente, la narración-segura. Como escribís, frente a la falta: “No hay ganadores y perdedores. Porque ante la falta no hay rivales: todos reconocemos, ante la falta, que ya hemos perdido un poco.” Esa falta, así como lo que (nos) hace falta y lxs que (nos) faltan, horadan todas nuestras escrituras y nuestros discursos. Quizás por ello arriesgar una auto-escritura se parezca tanto a arriesgar un mundo y escribir a armar refugios a la intemperie.
Con amistad escritural y complicidad filosófica, Virginia
Casa, 19 de septiembre de 2017
Mi querida Virginia:
Recibo tu carta conmovida. Tu carta me conmueve. Con-moverse, ser movida por otrx, moverse con-otrx. Eso es la interlocución. Y conmueve apostar a la interlocución, invitar al diálogo ético-existencial y que la invitación sea aceptada. Es correr un riesgo y que haya valido la pena. Como valió la pena invitarte a este libro y recibir tu carta que entiende perfectamente mi invitación: hablemos como filósofas, escritoras, docentes, feministas de que nuestra práctica vale la pena como práctica que arriesga, como invitación que no sabe si será aceptada, que se da, como don y riesgo de afirmar que hay modos de la interlocución, modos de hacer filosofía, de escribirla, de enseñarla, que todavía valen la pena, que son necesarios.
Pero coincidimos también en que esos modos surgen de los límites y las violencias de nuestra formación. Son sus contenidos y son sus formas. Es la disciplina como modo de subjetivación. La filosofía disciplinar: esa que nos hace ser quiénes somos, que nos habilita a incorporarnos a “la academia”, que nos autoriza y, al hacerlo, nos impone un modo de pensar, de escribir, de relacionarnos. Quizás el lugar en el que nos encontramos nosotras –este encuentro que ya tiene un tiempo pero que ahora se hace letra en este intercambio epistolar- sea justamente el de la intersección incómoda, insatisfecha, decepcionada con esa formación académica que presenta el pensar, el escribir y el relacionarse de un modo que no elegimos como nuestro modo. Se trata de elegir una modalidad-otra. Se trata de hacer de charlas de pasillo en voz baja, de catarsis grupales escondidas, palabra dicha, palabra pública. Arriesgar estas palabras: hay algo que está mal en la subjetivación académica. Algo que frustra. Algo que inhabilita. Algo que apaga la potencia de la filosofía. Que le quita su vida, su alegría, su cuerpo, su placer.
Vos me decís que leyendo mis textos te sentís “sentada en el banco al lado tuyo, en algún aula de Puan”: ¡qué alegría que mi escritura te haga sentir sentada a mi lado! No sentada “enfrente” mío como si monologara a una audiencia general. Sino sentada a mi lado. Es que la interlocución profunda nos encuentra muchas veces sentadas, una al lado de la otra. En esa yuxtaposición de dos cuerpos que “entre” ellos dicen, piensan, escriben, hablan. Se me ocurren varios sentidos de esta escena de interlocución que atraviesa la pulsión reflexiva de mi libro y que tu carta ha comprendido, alojado.
Creo que mi libro invita a una reescritura crítica del pasado. En muchos sentidos: pasado biográfico, pasado existencial, pasado identitario, pasado disciplinar. Si te sentís sentada a mi lado en un banco de Puan es porque mis textos no han podido dejar de visitar el pasado como un territorio tan propio como extraño. Mientras el pasado va siendo, mientras se va formando, nos vamos formando nosotrxs en él y vamos incorporando un modo de ser, una subjetividad, que no puede sino ser en principio una cierta naturalización de lo que otrxs –personas e instituciones- esperan de nosotrxs. En este libro me he sentado un poco sola en el banco que mira el paisaje de mi pasado y he intentado ver lo que no pude ver mientras lo vivía. Ver lo que creí y ya no creo. Ver lo que deseé y ya no deseo. Ver en qué me convertí y ya no quiero ser. Y gran parte de eso ha tenido que ver con mi educación en general, y mi formación universitaria y académica en particular. Digámoslo con todas las letras: nuestra biografía anuda necesariamente esas esferas diferenciales que nos hacer ser quienes somos. Y por eso des-anudar, deconstruir, re-escribir se vuelve una empresa total. Quizás incluso para encontrar que esa coherentización subjetiva que somos debe alojar mejor la contradicción, la diferencia, la indefinición… debe mostrar que es ficción regulativa, efecto compulsivo de identidad. Sin embargo, si digo que me he sentado un poco sola a ver mi pasado –creo que hay una cierta soledad, un solipsismo vivido irrefutable- he descubierto,
reconocido ese momento como una abstracción de lo que realmente soy: porque somos con lxs otrxs siempre antes que nada más. Esxs otrxs que son bendición e infierno, que son un riesgo necesario e inevitable. Pero siempre con-otrxs somos. Porque de otrxs venimos, porque con otrxs nos formamos, nos moldeamos en un yo que es siempre proceso, producto, resultado pero no origen, no inicio, no dado. No hay “yo sin tú” significa que no hay yo fundante de la interlocución. La interlocución, en su maravilla y en su mierda, es la escena en la que siempre ya nos encontramos –como lo sabe el psicoanálisis, como lo sabe el feminismo, como lo ha olvidado por momentos la filosofía.
Si te sentís sentada a mi lado en un banco de Puan es porque vos también sentís que hay un retorno crítico al pasado que nos hizo ser quienes hoy somos que es necesario para elegir, para inventar, quiénes queremos ser. Desde un banco que mira el pasado a cierta distancia y descubre esa filosofía androcentrada que primero se nos hizo carne y después síntoma de resistencia en nuestros cuerpos. Es una batalla con el cuerpo propio, con su modo de ser, de pensar, de escribir, la que nos encuentra en esta interlocución. Encontrarse en la batalla interna con quienes se nos ha hecho ser y encontrarnos en el deseo de ganar esa batalla, encontrando la voz propia, el modo de filosofía –como escritura, como reflexión, como docencia- que renuncie al heroísmo masculinista individual y ofrezca, como vos exactamente proponés, “un refugio-trinchera colectivo y hospitalario.” Es que si daremos esta batalla, será para ganar un territorio que no sea mío o tuyo, sino que sea para un nosotrxs: la tierra no prometida pero encontrada de la fértil interlocución. Donde la filosofía no es ejercicio argumentativo entre rivales que luchan por someter al otrx, sino diálogo entre nosotrxs. Ese diálogo implica asumir el riesgo del lenguaje. Vos decís “cómo no hablar de nosotrxs mismos” y yo acuerdo. Por eso este libro se pregunta por el cómo: no hablar no es opción. Pero “hablar” sin más tampoco. Herederas somos de
un siglo XX que ha encontrado en eso que profundamente somos, seres de lenguaje, la clave y el peligro del pensamiento crítico. Por eso te entiendo totalmente cuando te preguntás “¿Cómo estar a la altura de la responsabilidad ética y de la potencia etho-poiética que anida en todo intento tartamudo de proponer lenguas extranjeras y filosas con las que conjurar a nuestra parricida tradición filosófica y a nuestro muchas veces anquilosado êthos académico? ¿Cómo decir-nos y, a un tiempo, hablar de nuestros propios silencios, nuestras propias miopías, nuestras propias violencias?” Has entendido perfectamente mi pregunta existencial, filosófica. Y creo que también vislumbrás conmigo un modo posible de su respuesta: “Cada vez me pasa con mayor asiduidad, no sé a vos, que mis dudas respecto de los límites y las miopías de mis im/propios relatos se multiplican, se abren a preguntas incómodas, y se inundan de la sensación de que siempre “algo falta”. Y eso me angustia un poco, al tiempo que me tranquiliza. Y es que esa falta no se llena con un nombre nuevo, con una identidad más, o con una auto-hetero-biografía a ser añadida: la falta es -como vos misma afirmás- constitutiva de la filosofía, del psico/filo/análisis, de todo pensamiento crítico que se asume como tal y de mis propios textos.”
Quiero apostar con vos -y con todxs aquellxs que acepten la invitación reflexiva que es este libro- a la afirmación de estas dudas, de estas incomodidades, de estas angustias. Reconocer esta falta constitutiva de la interlocución, de la vida en común, y por eso también de la filosofía. Una falta que es precariedad ontológica porque es dependencia de nuestro ser respecto de lxs otrxs, pero que por eso es apertura: ex/sistencia. Una filosofía que hace esto carne, escena primaria, apuesta a su ser redefinida, primero y antes que nada, como interlocución.
Y acá podemos sentarnos nosotrxs de nuevo en un banco filosófico a revisar el relato de nuestro pasado para encontrar en lo que quedó como resto, como potencia latente, herramientas para un futuro, un nuevo modo de ser,
escribir, pensar. Como dice mi querido Hayden White, los relatos sobre el pasado son tan descubiertos como inventados. Hay un rol poético de aquello que podemos buscar en lo que fuimos para narrarnos: es algo que estaba ahí y que lo ponemos, y se vive con ese riesgo de lo encontrado/ inventado (¿no somos cada unx de nosotrxs justamente ese paradojal encontrarse/invención?) Vayamos a los orígenes de la filosofía, a su momento heroico de fundación: volvamos a Platón. El Padre Platón, el símbolo que condensa el canon viril occidental, hetero-cis-normado, blanco, autónomo, neutral. Padre admirado, padre brillante, padre castrador, –como lo serán muchos de sus hijxs, en masculino y en femenino-masculinizado.
Y sin embargo ese padre escribía diálogos. Pensó la filosofía como interlocución.
¿Será que es esa otra herencia frustrada, olvidada, de nuestra fábula de origen la que podemos rescatar, empuñar, repensar en su potencia como nuestra femenina/feminista revolución de la filosofía?
Volver a la interlocución será devolver la filosofía al cuerpo: esa corporalidad que somos que fue reprimida por nuestros filósofos padres porque expone nuestra sexualidad, nuestra precariedad, nuestra dependencia de otrxs, y en última instancia, nuestra mortalidad.
Renarrar la potencia de interlocución de la filosofía, del pensamiento en general, nos ofrece a su vez el riesgo de un reconocimiento y de un duelo. Como dice nuestra querida Judith Butler en ese maravilloso texto Dar cuenta de unx mismx –que creo que fue la primera lectura en la que vos y yo nos encontramos- se nos impone reconocer los límites de nuestro propio autoconocimiento y hacer el duelo del mito de un sujeto que nunca pudo ser. Ese sujeto que el canon presenta como el único sujeto digno de ser filósofo (en masculino). Un sujeto que no solo puede conocer los primeros principios y primeras causas de todo lo que es (un sujeto omnisciente y fanfarrón) sino también “sus” primeras
causas: un sujeto idealmente transparente a sí mismo, signo y seña de un sujeto que no quiere saber de su propia debilidad y opacidad, que cree ser “yo que piensa y luego existe”, como uno de los hijos más obedientes de Platón nos ha intentado hacer creer. No, querido: se existe, luego se piensa. Y con la panza llena. Y techo en tu cabeza. Y acceso a la educación y los servicios básicos para la supervivencia. Por eso el psicoanálisis a mí me ha enseñado –y a Butler claramente también- esa verdad difícil del ser humano que englobamos bajo la noción de inconsciente. Butler relata que para muchos aceptar nuestro carácter corporal-inconsciente se vive como la amenaza de una ininteligibilidad insoportable. Y les dice que comprende este miedo, esta amenaza a la vida, este riesgo, si no certeza, de una cierta clase de muerte: la muerte de un sujeto que no puede nunca recuperar completamente las condiciones de su propia emergencia. Pero, nos dice tiernamente Butler, si esto es una muerte, “es solo la muerte de una cierta clase de sujeto, uno que para empezar nunca fue posible, la muerte de una fantasía de control imposible, y por tanto, la pérdida de lo que nunca tuvimos. En otras palabras, un necesario duelo.” Buscar, proponer, con angustia y duda pero también con tierna firmeza, lenguajes y relatos nuevos para este necesario duelo de nuestra fantasía de control imposible de lo que creemos que somos, de lo que son lxs otrxs, de las comunidades que podemos ser, ¿no tenemos aquí, compañeracómplice, una tarea hermosa para emprender? ¿No es este epistolario acto de habla, performativo amoroso, de una filosofía-como-interlocución posible por venir?
Abrazo enorme, María Inés
Mi bar, 28 de septiembre.
Mi querida cómplice:
Arriesguemos estas palabras, como decís, arriesguemos -juntas- un diagnóstico: “hay algo que está mal en la subjetivación académica. Algo que frustra. Algo que inhabilita. Algo que apaga la potencia de la filosofía”; y sin embargo… henos aquí, siendo parte de la filosofía académica, escribiendo en sus pizarrones, paseando por sus pasillos, e incluso investigando en el cada vez más precarizado sistema científico nacional. Henos aquí, esperamos, apostando a de/ construir este espacio y su tan anquilosado dispositivo de subjetivación, tejiendo alianzas y redes que salen y entran a través de los muros de nuestra “casa de altos estudios”. Porque la academia, además de ser máquina reproductiva de ideales masculinistas y meritocráticos, es también –como dice Nelly Richard- “un territorio de intervención política”, un espacio en disputa en el que se negocian los sistemas de poder/saber, una trinchera más desde la que combatir la cultura y el êthos hetero-cis-patriarcal que regula sus derivas más conservadoras, pero que no pudo nunca acabar con sus resistencias. Quizás sea por eso que muchxs, como nosotras, seguimos intentando generar otros-modos de docencia, de filosofar, de producir y circular nuestros saberes, de pensar el vínculo y el lugar de la academia y de la filosofía en los proyectos de transformación social. Es allí donde, a pesar de la frustración que provoca muchas veces la burocratización e institucionalización de nuestra práctica filosófica, encontramos algunos (aunque no los únicos) escenarios de interlocución profunda, reductos (y recursos) de intercambio intelectual, juegos deseosos del pensar, redes de afectos intelectuales y afinidades políticas.
Arriesgar un diagnóstico es, de alguna manera, arriesgar “una solución”, o al menos, un plan de intervención, un modo de perspectivar “el problema”. Con suerte, incluso,
la ocasión para proyectar (y recuperar) estrategias de intervención del dispositivo androcéntrico y meritocrático de producción académica. En lo personal, y de manera drástica, para mí fue la comunidad tortillera y, en términos más amplios, los movimientos feministas y de las disidencias sexuales los que me permitieron pensar -y ser parte- de otras maneras de producir y de escribir, a la vez que oficiaron de instancias de desprogramación afectiva frente a la “frustración” que parece recorrer como un fantasma los pasillos y las aulas de nuestra facultad. También me dieron la ocasión de revisitar el modo en que estaba parada en la vida, y, como no podía ser de otra manera, también en el aula. Y desde allí, se abrieron caminos nuevos y articulaciones inesperadas en esa misma institución que había sabido dejarme tan apática y tan entumecida tantas veces. Porque, digámoslo, nuestras academias son todo eso, el infierno y la celebración, el veneno y el bálsamo, la disciplina y la resistencia, el solipsismo y el encuentro, la distancia y la cercanía, la trinchera y el campo de batalla.
Y es por eso, Ma. Inés, que me pregunto -con vos, sentada a tu lado- por ese “algo que inhabilita. Algo que apaga la potencia de la filosofía. Que le quita su vida, su alegría, su cuerpo, su placer.” Esa vida, ese placer, esa corporalidad que es la carne viva (the flesh, se diría en inglés) de la filosofía, de esa filosofía que -no deberíamos dejar de recordarlosiempre ha desbordado y escapado a toda burocratización e institucionalización disciplinar. ¿Qué cosa (nos) resultó inhabilitante en este retorno crítico a nuestros pasados biográficos, y más puntualmente académicos? ¿Cuál es la carne viva de la filosofía, mi querida? ¿Qué es ese “algo” que la academia parece muchas veces acallar y que nosotras reclamamos como parte indeclinable de todo filosofar, de todo escribir y de todo pensar? Y aquí vuelvo a vos, y a nuestro intercambio, a eso que señalás una y otra vez, en tu carta, en tus escritos, e incluso en las charlas de café que nos han encontrada ávidas de complicidad: la interlocución profunda,
el encuentro con lxs otrxs que se da cuando el pensamiento deja de pensarse monológicamente y se concibe -y practicacomo diálogo, apertura, des/encuentro, contaminación, flujo, umbral, pasaje, fuga, i(nte)rrupción, conmoción. Porque, como vos (me) escribís, “somos con lxs otrxs siempre antes que nada más. Esxs otrxs que son bendición e infierno, que son un riesgo necesario e inevitable. Pero siempre con-otrxs somos. Porque de otrxs venimos, porque con otrxs nos formamos, nos moldeamos en un yo que es siempre proceso, producto, resultado pero no origen, no inicio, no dado.” Y esto, lo sabemos, no sólo le cabe a nuestros siempre frágiles e inacabados sí mismos, sino también a todo pensamiento, escritura, o pedagogía.
Y heme aquí, nuevamente en el aula, quizás ya no sentadas una al lado de la otra, pero sí mirándonos, pensándonos, e incluso fantaséandonos. Porque en el aula, muchas veces despreciada en el imaginario del investigador/filósofo solitario y erudito, no sólo encontré la apatía, la invisibilidad epistémica y el adoctrinamiento disciplinar, allí también hallé la “magia”, el placer, el cuerpo vivo de todo pensamiento, el intercambio que no respeta protocolos y que sabe de insubordinaciones y desacatos. Allí, a veces sentada en el banco, otras tantas caminando por delante del aula, hay una escena “primaria” de interlocución, semejante a la que performamos aquí en este intercambio epistolar: allí una se arriesga a pensar con-otrxs, a degustar (si se anima) la carne viva de todo filosofar; allí nos exponemos a la alteración riesgosa que supone una honesta y profunda interpelación. Allí también podemos desaprender muchos de los vicios adquiridos, curar unas cuantas heridas y armar otros caminos colectivos para nosotras. De algunxs docentes pude aprender y sentir esto, lo hago al día de hoy, pero es fundamentalmente de mis alumnxs, cuando me convierto provisoriamente en la profesora (torta, feminista y un poco loca que soy), quienes más me han conmovido y se han dejado conmover. De -y con- mis alumnxs disfruto la generosidad intelectual y la
curiosidad teórica. Allí, en el aula, encuentro la riqueza del saber y el juego del filosofar, incluso a pesar de la mezquindad de algunxs docentes (o de la mía propia). Allí, en el aula donde también supieron apagar mi deseo, yo me encuentro a mí misma, y me pierdo, con lxs otrxs, entre nos.otrxs.
A esta escena primaria del pensar vuelvo a veces, cuando me urge reconocer -y re-inventar- los lugares y las maneras de resistencia, de contra-saber y de contra-poder que están allí, en el interés ávido y deseoso de nuestrxs alumnxs, en la magia que encanta (a veces) el encuentro fugaz en las aulas, en lxs colegas que se animan a hacer otra cosa, a equivocarse de otra manera, a imaginar y trabajar en otros modos de construcción colectiva e intelectual, y también institucional y pedagógica. Lxs “futbolistas militantes” grafitean la ciudad con un stencil hermoso que dice: “la cancha somos nosotras”, me encanta. Bueno, la filosofía también somos nosotras. Y nosotrxs. Y nosotres. Y estamos acá, para quedarnos, para implosionar los discursos monolíticos, para desplegar nuevas lenguas filos(ófic)as, para contonear otras voces, para soñar con nuevas comunidades del pensar y para despuntar nuevos pensamientos.
Con deseo de nuevas, prontas y profundas interlocuciones, abrazo cálido, Virginia
Índice
Agradecimientos .............................................................. 9 Prólogo de Elsa Drucaroff .............................................. 13
Escribo entre dos mujeres ............................................... 19
Acceder a la escritura ...................................................... 27
Cómo quiero escribir ....................................................... 27 La voz .......................................................................... 28
La interlocución profunda .............................................. 30
La escritura y el prejuicio de las buenas alumnas ............... 34 Por qué escribo en movimiento: Breve e incompleto intento de autobiografía escritural ..................................................... 38
¿Cómo se escribe el fin de una misma? .............................. 43 ¿Se puede tener un deseo biográfico? ................................. 46
Experiencia de (psico)análisis ......................................... 51
Hablar la verdad ........................................................... 51 Filosofía y psicoanálisis: Tematizar la falta ..................... 53
El arte de deshacer las falsas angustias ............................. 58 Cuerpo en cortocircuito ................................................... 61 Revolución de la carne .................................................... 64 Hoy Lupe y yo olíamos jazmines ..................................... 66 Carta a mi analista ...................................................... 69
Lenguaje e identidad, narración y cuerpo ........................ 75
Yo, sistema y elemento .................................................... 75
Narrarse-el-ser ............................................................. 77 Relato y repetición ......................................................... 79
Café de la calle Amsterdam ............................................. 83 Duplicidad del yo ........................................................... 86
¿Por qué tenés tantos amigos putos? ................................. 90 Soy un ser de las profundidades ........................................ 93
Filosofía, academia y docencia ........................................ 97 Masculinidad y palabra ................................................. 97 Fenomenología de un momento en el que no se puede escribir . 102 El duelo para la escritura .............................................. 103 Teoría, masturbación y… ............................................. 106 êthos académico ........................................................... 111
Manifiesto del poder de un cuerpo individual ................. 112 Sobre la docencia como modo de la interlocución profunda ... 116
Epistolario con Virginia Cano ...................................... 121