Cuernavaca

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Cuernavaca

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Cuernavaca Romina Torrealba Torre


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Datos duros preliminares 1. Cuernavaca (de “cariño”, Cuernabaches) es la capital del estado de Morelos (de “cariño”, Morelhoyos). Originalmente se llamaba Cuauhnahuac, ‘junto a los árboles’ (pero los cronistas españoles no podían pronunciarlo). 2. Cuernavaca goza de un maravilloso clima, por algo los mexicanos —y especialmente los cuernavaquenses o guayabos— la llaman Ciudad de la eterna primavera (este mote, dicen, se lo puso Alexander von Humboldt). 3. Cuernavaca está a unos 70 kilómetros al sur del DF (de “cariño”, el Defectuoso). 4. Los fines de semana los capitalinos con dinero viajan en hordas a sus casas grandes y con jardín a Cuernavaca y alrededores, y atiborran la ciudad. Los guayabos nos resignamos y observamos atónitos sus desastres. Un día vi a una persona en toalla haciendo la compra. 5. La gente que puede permitírselo tiene alberca (= piscina). Hay rumores —especialmente entre guayabos— de que Cuernavaca es la ciudad con más albercas en el mundo. Un sencillo screenshot de maps no puede demostrarlo, pero sí deja claro, contundentemente, que hay muchas albercas por metro cuadrado. 6. Esto es una guayaba, crece en el guayabo. 7. Yo crecí en un jardín con un guayabo enfermo, sus guayabas siempre tenían gusanos y el tronco se le descarapelaba a lo largo de todo el año. Ese árbol era casi mi segunda casa. Un día intenté treparlo y barrí con el antebrazo a una procesión de azotadores. 8. La cifra de cuántos de ellos me picaron a la vez nunca será calculada. 9. Azotador: oruga peluda que quema al tacto. 5


Fascículo 1

INFANCIA

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Los recuerdos de mi infancia son un batiburrillo de lágrimas, mocos, sol e insectos. Me recuerdo delante de un macetón, con una planta gigantesca desbordándose por el grueso tiesto, junto a la comida de los gatos, ahí, de pie, llorando. Recuerdo haber roto en sollozos repentinamente, inundada por una sobrecogedora emoción que me obligó a detener mi andar, girar mi cuerpo hacia la planta, y deformar la cara, levantando las mejillas y cerrando los ojos, para que los lagrimones comenzaran a fluir. Recuerdo esa vez en especial, pero a decir verdad no pasaba un día completo sin que llorara. Normalmente los mocos acompañan a las lágrimas, pero en mi caso no estoy segura de que las lágrimas acompañaran a mis mocos. Tenía asma alérgica y estaba constantemente de mal humor, respiraba en silbidos a través de los bronquios degradados. Mi mamá me preparaba el vaporizador con olor a eucalipto y lo dejaba encendido toda la noche en mi habitación, o abría la ducha, en medio de la noche, para que el baño acumulara todo el vapor posible. Después, suavemente, me llamaba y me guiaba hasta un banquito que tenía preparado para que me sentara ahí adentro y respirara, semidormida y despeinada. A veces se sentaba en el borde de mi cama y me despertaba con una olla de café recién hecho para que inspirara. Después de ducharme, en su cama blanquísima y amplia, me hacía masajes en la espalda, con golpecitos suaves y repetidos. Mis omóplatos sonaban como cavernas llenas de grietas. 7


Siento que la vida viene en fascículos. En mi caso, fascículos de seis años. Fue a los seis cuando lloré aquella tarde delante de la planta, sin motivo aparente; cuando empezaron mis peores ataques de asma; cuando mamá me negó sus brazos para levantarme. También creo que fue más o menos a los seis cuando me descubrió andando de una dirección a otra mientras miraba mis pies. Susurraba algo. Se aproximó más y distinguió que repetía la misma frase una y otra vez, con una entonación parecida a un conjuro: mi cuerpo es mi amigo, mi amigo es mi cuerpo; mi cuerpo es mi amigo, mi amigo… Hablaba sola, jugaba sola, no necesitaba mucho para entretenerme. A veces complementaba mis monólogos con un disfraz o unos playmobil, pero si no los tenía cerca tampoco los echaba en falta. Mi madre respetaba mucho mi espacio, pero cuando la incluía en mis narrativas fantasiosas, siempre estaba lista para reaccionar de forma correcta. Si tenía lista la merienda y yo volvía del jardín con mi disfraz de bandolero —mis roles siempre eran masculinos—simplemente se comportaba como la dueña de una posada para forasteros. Me gustaba estar cerca de la tierra, escarbar, coger palos y plantas. En el kínder pasaba los recreos en un arenero, cavando hoyos e imaginando proyectos de ingeniería ambiciosísimos, mientras la cara se me llenaba de mocos grises y las rodillas de barro. En el jardín de mi casa, me acercaba a las jardineras y, acuclillada, levantaba las piedras más grandes. Debajo de ellas vivían comunidades de insectos que huían despavoridos al sentir el contacto del sol y mi gigantesca presencia. Los veía desde arriba, sin soltar la piedra aún, a ese cúmulo de vida que buscaba la tierra más negra y húmeda: cochinillas que se enroscaban para protegerse, lombrices que metían la nariz en la tierra para esconderse, gallinas ciegas que no hacían nada, alguna chinche despistada, arañitas flaquitas y pardas, ciempiés de múltiples 8


tamaños correteando. Algunos bichos segregaban olores intensos y me ponían alerta. Al menos en mi entorno, nadie sabía si los vinagrillos eran realmente peligrosos o no, pero siempre había alguien dispuesto a advertirte del terrible líquido ácido que expulsaban cuando se sentían amenazados. Había rumores de letales animales que, si se meaban en tus ojos, podían cegarte, o incluso matarte. Y podías despedirte para siempre del mundo si la famosa y temible chinche besucona (!) se te acercaba a la boca con su trompita. Estaba acostumbrada a los insectos, eran parte de mi día a día. Dentro de las casas se colaban de vez en cuando mariposas nocturnas, cuyas alas medían lo que cada una de mis manitas. Las arañas que merodeaban por las paredes y techos no solo eran ignoradas, sino bienvenidas, porque cazaban zancudos y típulas. En Cuernavaca es cosa de cada día dar un fuerte golpe al suelo con los zapatos antes de calzarse, por si se hubiera refugiado ahí adentro algún pequeño visitante; y los jardines rebozaban vida y zumbidos, una orquesta de toda clase de insectos voladores: libélulas, avispas, saltamontes hoja, abejorros, guachichilas, mayates y mariposas de todos los tamaños y todos los colores. Es curioso. Conforme me hacía mayor y mi asma mejoraba, los insectos iban desapareciendo de las casas. Cada vez era más frecuente mantener los terrenos fumigados. Cuando entré en la pubertad, tanto había cambiado que me daban asco los grillos — excepto cuando me los comía— y pánico las cucarachas. A veces salían, grandotas, rojizas, agilísimas, de las tuberías del baño de mi habitación. También empecé a tenerle mucho miedo a mi habitación por la noche, la única en la planta baja de la casa. Mis ventanas eran grandes y no tenían cortinas, y cuando giraba la cabeza me sobresaltaba mi propio reflejo.

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Fascículo 2

MAMÁ

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A los 12 años comenzaba el segundo fascículo. Había olvidado cómo llorar y mis padres finalmente se separaron. En los productos culturales que consumía de adolescente siempre parecía que los divorcios se daban por causas concretas: un padre ausente o una infidelidad, por ejemplo. No sé si en mi cabeza intentaba encontrar la razón por la que se habían separado o si lo acepté como una cosa más que sucede. Lo curioso es que siempre di por hecho que yo no sabía realmente lo que había pasado. Ahora pienso que, aunque tenían su vida privada, lo que veíamos mi hermana y yo era lo que había pasado: dos adultos que se despreciaban, que buscaban hacerse daño verbalmente y que, en definitiva, no podían compartir un espacio. El nivel de tensión era insoportable los días que mi padre no estaba trabajando. Era malhumorado y a la mínima estallaba furioso contra nosotras. Cuando estaba en la cocina limpiando o cocinando perdía la paciencia por nimiedades —algo en su camino, un recipiente difícil de alcanzar, mover algo pesado— y lanzaba los utensilios y cerraba puertas y cajones con demasiada fuerza, haciendo todo el ruido posible. Lo mejor era no estar cerca en esas ocasiones. A decir verdad creo que no conocí bien a mi padre hasta muchos años más tarde. La madre dulce y divertida que me cuidaba en los catarros y me despertaba con elepés de Tequila o Radio Futura se había desvanecido. Fácilmente se desesperaba y cada vez la veíamos menos en las áreas comunes de la casa. La dinámica de la casa cambió tanto, que cada quien se ocupaba de sus cosas y poco más. La sinergia (al menos así lo recuerdo) que mi madre 11


había emanado con su personalidad durante tantos años había desaparecido y cada quien terminó en un estanco privado. Cuando mi padre se fue al DF a un departamento oscuro y que olía a encerrado, se fracturó la familia. Para mí, el que él se fuera no significaba un cambio muy importante. Normalmente volvía de trabajar cuando yo ya estaba dormida, y solo lo veía por las mañanas porque me hacía el desayuno: un batido de plátano o de alguna otra fruta que hubiera en casa. Aunque la verdadera razón por la que no lamenté del todo que se marchara, es que su presencia me ponía en tensión, al menos en los últimos años. La fractura se hizo notoria cuando, pocos meses más tarde, mi hermana se fue a vivir con él. Nos quedamos mi madre y yo en una casa recién reformada, demasiado grande para nosotras dos. El primer día que volví del colegio sin mi hermana, mamá me recibió con la mesa puesta, la música encendida y una bandeja de pollo al horno con verduras que me pareció delicioso. Después de ese día, en lugar de intentar habitar esos espacios que nos eran holgados en la casa, cada una se recluyó en su habitación. Vivíamos juntas pero casi no nos veíamos. Yo estaba muy enojada. No sé por qué subí a la habitación de mi madre aquella tarde. Vagamente recuerdo que tenía que pedirle una cosa, quizás que me firmara algún papel de la escuela. No sé cuántos días habían pasado desde la última vez que la había visto. Entré por el arco sin puerta que separaba su habitación del pequeño estudio, y me encontré con un cuerpo que estaba en los huesos, una cara de mandíbulas y pómulos que caía hacia el suelo. Sentí como si el corazón se me desmigajara. Mamá estás bien, creo que dije, pero casi en silencio. Ese día dormimos en casa de mi abuela. Y unos días después nos mudamos permanentemente.

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Sofía Ya están las legumbres en remojo. Detrás de mí tu exhalación en jira se rasga y de mi nuca se retira. Del jardín entra un aire de reojo. Apartas el cuchillo del hinojo. Tres toques en la frente y una vira, (golpe que mece, cara que se gira), para quitarme un mechón sobre el ojo. Quiero volver, por si encuentro la venia en algún viejo armario, en un tapete o entre las fotos, láminas revueltas. Quiero volver a donde tu gardenia, guardar en tu cajón mi carta siete. Veinte palabras veinte veces sueltas.

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Fascículo 2, continuación

CASA DE TATA

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Palmira Cuando en tu mano la azucena se vuelva un crisantemo se rendirán los moscones atrapados tras las cortinas, nadie bajará a la barranca a coger limones y la canasta con tus esmaltes quedará guardada en algún lugar de la casa. La puerta corredera me arroja a la primera hora del día. La televisión a solas y, fuera, tu espalda de blanco mientras regabas las jardineras y el olor a caldo entraba en las habitaciones. Parece que los rosales de tu jardín sucumben finalmente a las siestas de los perros, a los balonazos de los nietos. El primer sol siempre es más frío. Cuando en tu mano la azucena se vuelva un crisantemo callará el zumbido de los insectos.

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De vez en cuando en familia nos gustaba recordar el día en que mi abuela (para los nietos, Tata) llamó por teléfono a la embajada española (mis abuelos y sus hijos emigraron desde Palma Mallorca hacia el año ‘81) y dijo “hola, buenos días, habla Palmira de Cuernavaca”. Cuando se lo recordábamos, mi abuela reía con los ojos cerrados, moviendo los hombros hacia arriba y hacia abajo. Este recuerdo es móvil, pero en mi memoria su imagen es casi siempre estática: su perfil delante de los fogones de la cocina; su espalda cuando regaba el jardín; su torso de frente cuando ponía los platones de comida sobre la mesa; sus piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre su barriga cuando veía la televisión desde el sofá. Mi abuela era un pilar indestructible para la familia. En su mesa siempre había gente y suficiente comida para esa gente. Gobernaba la casa con destreza y dureza a partes iguales. La mantenía limpia, la nevera siempre llena y los estantes de la alacena rebosaban opciones para picar. Mi abuela, además, siempre se disculpaba porque el postre era “demasiado sencillo”, cuando no lo era en absoluto. Incluso se compró una máquina para hacer helado casero. Era un contraste total con la casa de mis padres, donde la alimentación siempre se había basado en lo saludable, en respetar los horarios de comida y en no comer en grandes cantidades. El orgullo de mi abuela radicaba en lo que cocinaba, y cocinar era su forma de mostrar cariño. Mi abuela trabajó toda su vida en la cocina: hoteles, restaurantes, incluso de mayor, cuando se había retirado como cocinera, preparaba paellas para llevar los fines 16


de semana y, en navidades, pavo al horno, con la piel dorada y crujiente, y un relleno delicioso. Creo que yo sentía que solo mi abuela podría traer a mi madre de vuelta, pero sus caracteres eran contrarios y la resolución y practicidad de mi abuela ahuyentaban los ánimos vulnerabilísimos de mi madre. Viví en casa de Palmira de Cuernavaca tres años y medio. Algo importante para mi yo de 14 años es que en casa de mi abuela gocé de una privacidad envidiable para cualquier adolescente. En casa de mi madre siempre tuve mi espacio, pero en esta tenía mi propio bungaló. En la casa principal solo estaba la habitación de mi abuela, la cocina y las áreas comunes. El resto de habitaciones se encontraban desperdigadas de forma independiente por los jardines. La casa de mi abuela está construida en un terreno muy grande, pero de distintos niveles, porque está en una barranca. El terreno de delante, la otra ladera, no tiene construcciones, sino que es solo campo, propiedad de los militares. Los sábados por la mañana veíamos a los cadetes corriendo por la colina y los oíamos gritar comandos o cosas de esas. Fuera de eso, detrás de nosotros no había nada. Mis recuerdos de esos años son algo difusos. Puedo decir que hice amigos nuevos fuera de la escuela, después de muchos años de un extraño desconcierto social permanente. Venían a mi habitación-bungaló a jugar xbox 360, sobre todo Guitar Hero III y World Tour. Cuando teníamos dinero pedíamos pizza —a los 14 para mí eso era todo un acontecimiento—. Recuerdo que alguna vez hicimos micheladas o fumamos hierba en la cachimba pequeña que me había regalado mi madre de cumpleaños. Bebíamos y fumábamos en un pequeño balcón sin barandal que no terminó de construirse. Ahí pasé muchas horas con Chewe y Ramos (Chewe se lee como kiwi, pero con che, es una derivación de su nombre Jorge Eduardo: si dices George Edward se puede casi palpar el lejano chi-wi). Los llamábamos así porque los dos se llamaban Jorge y eran casi inseparables. Nos ahorraba problemas a todos. 17


Esas dos amistades contribuyeron inmensamente a que levantara un poco cabeza, aunque en la escuela me iba cada vez peor y, por las noches, dormía cada vez menos horas. El insomnio, de hecho, alcanzó tal hardcorismo que terminé durmiendo más durante las clases de Química y Física (un saludo a mi profe), que en mi cama de noche. No tengo ninguna foto con ellos y ahora cada uno vivimos en un país diferente. Chewe está en Canadá, Ramos sigue en México, pero en el DF. Y yo llevo casi una década en Europa. Es lo que pasó con Cuernavaca: que se fue vaciando. Al final quedaron solo los que no se podían permitir irse. Por otra parte, el segundo fascículo de mi vida está marcado por una desesperación lésbica innombrable. Mi lesbianismo inminentemente liberado dolía por dentro cada día. Un día, a los 12, le dije a mi psicoanalista que tenía un secreto que nunca iba a poder contarle. Me torturaba por dentro saber que me gustaban las chicas, me preguntaba una y otra vez por qué justo me tenía que pasar a mí eso de la homosexualidad, escribía en mis diarios confesiones duras y los escondía debajo del colchón con temor. Veía yuri y shoujo ai. Con mi hermana veía The L Word. Envidiaba todas esas historias de amor dolorosas, exitosas, fracasadas, pasionales, tóxicas entre chicas. Las envidiaba todas porque estaba convencida de que nunca nada así me iba a pasar. Nunca encontraría a ninguna persona que a. fuera lesbiana, b. fuera lesbiana y yo lo supiera, c. me gustara, d. le gustara yo también. Pero a los 16 años empezó mi paulatina salida del armario. Fui diciéndoselo a personas sueltas, lentamente, temerosamente. La primera fue mi hermana. Su respuesta fue que ella también era lesbiana y el terrible peso oscuro que sentía se alivianó en gran medida. De repente estaba claro por qué las noches de maratón de The L Word sugerían siempre un no sé qué de complicidad. 18


Santa María (de Ahuacatitlán) Una mujer callada mira absorta hacia el frente. La falda le murmura en los tobillos y del centro de sus ojos casi explota un reflejo contenido. * * * Cuándo terminó la alegría se pregunta, y sin querer recuerda la última vez que trepó el guayabo enfermo en el patio de su madre. En mañanas templadas, campanas palpando el cielo. El olor a tortillas haciéndose en el comal de la vecina.

Agosto olía a tormenta eléctrica. El grito del camotero desgarraba el naranja del alba como un augurio vibrante. Y el pueblo entero despertaba cuando la feria se colaba por la ranura de los portales. Y la niebla volvía a su manto empedrado mojado. * * * La mujer divide su pelo negro en tres partes iguales. Lo trenza en silencio con los ojos prendidos en la muerte de la tarde.

Cuánto tiempo ha pasado no lo recuerda. Los eucaliptos como insurgentes en fila, las buganvilias bullendo sobre las fachadas coloridas. 19


FascĂ­culo 3

La ciudad maldita

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Durante el año previo a mi cumpleaños número dieciocho* (en el que entraría ya al tercer fascículo de mi vida) hubo dos acontecimientos que hicieron que Cuernavaca entera se tambaleara de pies a cabeza, dos acontecimientos que cambiaron la suerte y la historia de la ciudad. * Los 18 años los cumplí prácticamente sola, con el corazón roto y una borrachera de absenta (in)memorable.

1. AH1N1

La alarma de la influenza-porcina-pandémica azotó no solo a la actividad económica, laboral y estudiantil del país, sino también a las psiques de su pueblo. Los que se creían demasiado listos para ser sorprendidos repitieron una y otra vez que todo era una trampa de las farmacéuticas para ganar millones en mascarillas y vacunas (“más sabe el diablo por viejo que por diablo”, y otro 21


Chupacabras** no nos iban a colar), mientras que aquellos que se toman la televisión como la máxima autoridad de legitimidad, se volcaron en la defensa de la salud de sus familias. A pesar de todo, el ambiente generalizado era de desconcierto y novedad. Yo, en lo personal, recuerdo esas semanas con mucho cariño. Las semanas que tuvimos que recluirnos en casa fueron fantásticas. Para mí no ir a la escuela era un premio insuperable. Mis primos, que vivían en el DF, vinieron a pasar esos días a casa de mi abuela (estar en Cuernavaca era mucho más agradable por el clima, los jardines, la posibilidad de bañarse y más). Mi primo, el que era de mi edad más o menos, y yo nos dedicamos a jugar xbox 360 día y noche. Qué felicidad cuando recuerdo esas tardes comiendo palomitas y tortilla de patatas, bebiendo batidos de nutella, y pasando el Gears of War y el Resident Evil 5 en modo cooperativo. Abril del 2009 coincide con el (¡por fin!) ocaso de mi peor época de insomnio, cuando mis obsesiones se resumían al anime y a tener un temperamento misterioso y aciago (vanidades púberas y otakus, yo qué sé). En abril del 2009 no solo eran deportados mexicanos de China, Estados Unidos, Canadá y Europa, no solo morían cientos y cientos por una terrible gripe que amenazaba con asolar a la humanidad. En abril del 2009 me enamoré, me enamoré de esa manera en la que se enamoran los adolescentes: SE E N A M O R A N Cuando caía la noche me veía con ella y sus amigos en reuniones caseras que organizábamos para matar el tiempo. En Cuernavaca los meses de primavera son los más calurosos y en los jardines tronaban los cantos de los grillos. Cual spin off the Evangelion: el calor sofocante, una amenaza mortal latente, la rabiosa adolescencia y un puñado de primeras veces.

** https://culturacolectiva.com/historia/la-verdad-historica-delchupacabras

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2. La muerte de La muerte Lo bueno de ser joven es que, aunque te das cuenta de que las cosas van mal, puedes arrumbarlas al fondo del subconsciente y pretender que en realidad no te afectan. Al menos eso es lo que hacía yo. La casa de mi abuela se sostenía principalmente gracias al turismo lingüístico de Cuernavaca pero, tras la gripe porcina, México estuvo en la lista negra de destinos peligrosos y, durante muchos años, Cuernavaca no levantó cabeza. Éramos solo una pequeña representación de lo mal que estaban las cosas. En 2006 ganó las elecciones presidenciales Felipe Calderón, representante del partido PAN, muy de derecha y muy malo, y se obcecó en iniciar “la guerra contra el narcotráfico” (ese era su estandarte). Y como toda guerra, esta no nos trajo nada bueno.

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El 17 de diciembre, día de la intervención de la marina, estaba en el salón viendo Amar en tiempos revueltos con mi abuela (siempre ponía la Uno después de comer y hacia las siete cambiaba a telenovelas mexicanas). Escuchamos los helicópteros como si estuvieran encima de nuestro techo. Después, uno, dos, tres, incontables rugidos en el aire. No eran cohetes. A partir de la muerte del Jefe de jefes, Cuernavaca se volvió tierra de nadie, un jugoso trozo de carne que disputarse a morir. Historias de enfrentamientos y balaceras, amigos de amigos abatidos en fuegos cruzados, toques de queda, calles vacías, cuerpos colgados de puentes, cadáveres descuartizados en bolsas de basura delante de colegios. Terror. De repente, vivíamos en una de las ciudades más peligrosas del mundo. Durante años Cuernavaca se mantuvo en el top 50 mundial de ciudades peligrosas y, en 2015, alcanzó el primer puesto en violencia e inseguridad de todo el país (puesto comúnmente liderado por Acapulco). A pesar de toda la violencia que palpitaba desde los asfaltos sobrecalentados por el sol, de cierta forma cada guayabo se adaptó a ese nuevo estilo de vida. Normalizamos el terror de nuestro día a día, a tal grado que las cifras de muertes y desapariciones nunca parecían altas. Si lo pienso, es solo porque salí de México que pude relativizar esas escandalosas cifras de vuelta. A la par de toda esta violencia, mi vida escolar seguía al borde del precipicio. Ciertos profesores desaprobaban mi penosa actitud, pero algunos otros se encariñaban conmigo e intentaban ayudarme. La nueva coordinadora del plan de estudios, una profesora de 24


inglés recién llegada de San Diego, me invitó un día a tomar un café fuera del colegio. Fuimos al Starbucks que estaba cerca de mi casa, al que yo solía ir andando a los quince años (por supuesto que yo tenía un crush magnitud infinita con aquella profesora y para mí ese encuentro se traducía en un bullicio incontrolable en el estómago y neuronas). Hablamos de mi madre y su depresión, de mí y mi depresión, salí del armario con ella, hablamos de mi struggle en la escuela y me ofreció ayuda para poner en marcha un traslado de expediente para que me fuera a vivir con mi padre al DF. Mi relación con mi madre estaba en ruinas, no tenía amigos en el colegio y la ciudad no me ataba en lo absoluto. Solo mi novia me ataba (lesbianaTM), pero aun así accedí. Y casi no lo consigo por malas notas, pero la profesora de francés (encariñada conmigo gracias al buen recuerdo que mantenía de mi hermana) me puso un 8,0 inmerecidísimo al final. Muy por la cara. En enero del 2010 me mudé a la Ciudad de México y cerré la etapa de mi vida marcada por el sol, la calma, el crujir de los insectos y los cohetes y trompetas a primera hora de la mañana.

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Cuernavaca

Textos y algunos dibujos por Romina Editado por Maquetación e impresión 2ª edición en CDMX mantequilla.zines@gmail.com - ig: @mantequilla.zines




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