Un viaje

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Un viaje

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Un viaje Romina Torrealba Torre


1 CDMX, 9 de enero 2020

Volví a México por seis semanas, pero llegué demasiado tarde. Mi abuela falleció hace un mes exactamente, el 9 de diciembre. Yo llegué una semana más tarde a Cuernavaca. No pude verla ni estrecharle la mano con la esperanza de que supiera que era yo y que ese apretón suave significaba que la quería, que extrañaría sus historias del molino, y que siempre me haría falta su fuerza para enfrentarme a los problemas del futuro. La urgencia que tenía por llegar a tiempo se desvaneció en la madrugada que recibí el whatsapp de mamá: “se acaba de morir Tata”. Sentí una especie de frialdad que se abría paso por mi cuerpo, como si nada pudiera volver a tener sentido a partir de ese momento. Me dolieron tanto las palabras, que se me estrujaron los ojos y el corazón, de modo que mis pestañas y mis pómulos se mantuvieron totalmente secos; mientras tanto, los globos oculares, la garganta, el pecho, me escocían como si se estuvieran achicharrando al sol bajo una lupa. Reuní los fragmentos del dolor, como quien pega los trozos pequeños de plastilina con la ayuda de uno más grande, dando golpecitos sobre la mesa, los dejé en la esquina del escritorio, y continué mi día con una iluminación diferente, como con el filtro de crema de ig, como si no estuviera realmente pisando el suelo o levantando las ollas de la cocina con mis propias manos. Pensar en el viaje, de repente, cobró otra textura y otro aliento. Ya no era la prisa la que lo motivaba, sino una urgencia indescriptible de huir. ¿De qué huía? Probablemente de mi propio cuerpo. Cada huso horario que atravesara me ayudaría a desprenderme de mis huesos, como la carne que se cuece lentamente durante toda la mañana y, a la hora de la comida, se separa en hebras con un movimiento suave del tenedor. 6


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2 Cuernavaca, 23 de diciembre 2019

He subido sola a estar con ella. Así me lo propuse, al menos. La casa está desmejorada y desordenada, como si sus deterioros hubiesen tenido que suceder paralelamente. Si lo pienso con cuidado, ¿cómo podía ser de otra manera? La inquietud que sentí anoche ha retrocedido tímidamente esta mañana, así que he entrado en su habitación. Quería quitármelo de encima, porque ayer el solo mirar en su dirección me oprimía el pecho. El cielo comienza a cobrar un color rosado de cóctel playero. O quizás esa es mi sensación porque lo estoy viendo a través de las figuras negras de las palmeras a contraluz. El jardín sigue siendo una especie de masa negra, pero las siluetas de los grandes árboles del otro lado del terreno separan la tierra del cielo. Ahora es el momento en el que los colores cambian a una velocidad sorprendente y los primeros rayos del sol empezarán a picar sobre la piel. A veces me pregunto por qué me fui, o por qué no volví. Sabría la respuesta si me permitiera ser racional, pero soy racional casi todo el tiempo, así que aposta lo evito. A ratos intento no hacer ruido para no molestar a mi abuela, qué cosas, llevaría despierta tanto como yo, y sería ella quien intentaría no hacer ruido por mí. En algún momento de la mañana cuando el ruido de los grillos es reemplazado por el de los pájaros madrugadores. En el imaginario ficcional, el trino de los pájaros es bonito, dulce, encantador, pero aquí a veces es solo molesto y ruidoso. Hubo una temporada en la que un pájaro carpintero se encaprichó por perforar una farola, y ahí estaba, día tras día, taca taca, sin prácticamente ningún progreso. Mi abuela mandó a quitar la farola cuando la situación se volvió insostenible para la cordura de la familia y, también, del pobrecito animal. 8


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3 Barra de Potosí, 27 de diciembre 2019

La autopista fue realmente hermosa y sentí una conexión muy fuerte hacia la tierra. Hacía mucho tiempo que no veía esos paisajes, y pude apreciarlos mucho más. Ahora que conozco tantos otros, encontré lo irrepetible de este. Las montañas, los lagos, los criaderos de camarones (o lo que pensamos que eran criaderos de camarones), todo tiene una singularidad. Pienso en que siempre he querido ver en persona las montañas asiáticas, tan singulares, pero ayer aprecié estas por primera vez. La paleta de colores era de verdes, marrones y amarillos, porque estamos en la mitad seca del año, pero todavía no hemos entrado a la recta final, así que la naturaleza sigue teniendo un aspecto bastante fuerte. Condujimos del centro del país hacia el noroeste, y después bajamos por la costa del Oeste hasta nuestro destino. Los accidentes geográficos aquí tienen una simetría particular: al Oeste está la Sierra Madre Occidental, al Este, la Sierra Madre Oriental, y al sur… pues está claro, la Sierra Madre del Sur. Para llegar a la costa hay que cruzar las montañas irremediablemente y por eso se alargan los trayectos a la playa. Pero las montañas son muy bonitas, filas y filas de ellas, y a cada capa, un tono más azul por la distancia. Y en la cercanía, los arbustos abundantes, los órganos y cactus que parecen hombres de pie. No eché en falta ni dormir, ni llegar más rápido, disfruté hora tras hora del paisaje, de los pueblos pobres, de los vendedores ambulantes. Me doy cuenta, y lo odio, de que romantizo también las cosas malas por esta añoranza tonta, o quizás porque tengo una visión europeizada de las cosas. Eso no está bien, pero supongo que no tiene nada de malo echar de menos y sentir alegría ante un reencuentro. 10


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4 Barra de Potosí, 28 de diciembre 2019

Cada día pienso más en cómo sería vivir aquí de nuevo, cada día me horroriza menos la idea. Mi cadena más grande con Viena es el roller derby, y ahora que estoy de vacaciones también de eso, tan lejos, en otro escenario, pienso en ello menos y más en todo lo que podría hacer aquí. También podría jugar derby, claro, pero me gusta mi equipo de allá más de lo que puedo explicar. Creo que puedo plantearme volver a México seriamente, no de inmediato, pero sí en un año o dos, y proyectar mi vida hacia esa meta. Quizás es una ilusión boba, porque estoy de vacaciones y todo es bonito y tranquilo, sin estrés. La verdad es que siento que floto a lo largo de los días. Me siento bien, estoy de buen humor. ¿Será el clima?, ¿las vacaciones? No lo sé. En todo encuentro cierto placer, incluso en el aburrimiento, en las horas muertas en casa de mi abuela, en las horas muertas junto a la alberca. Siento que no quiero que termine. Falta aún un mes, lo sé, pero no quiero volver al invierno, a la noche, a odiar mi exceso de tiempo libre, a la culpa de mi pasividad, a no poder levantarme de la cama. No sirve de nada estar bien aquí, si al volver no puedo lidiar con mi realidad otra vez. Cuando terminen estos días de playa y vacaciones, y mi madre esté de vuelta en Bilbao, y mi padre comience de nuevo a trabajar, comenzará un simulacro también para mí. Eso supongo. Este encantamiento que siento por México también es especialmente dulce ante la posibilidad de olvidarme de lo que tengo que solucionar allá, por mí. Aquí estoy acunada, la red es cercana y fuerte, y evoca otros tiempos que, aunque también eran tristes, no eran angustiantes, porque no tenía el peso de la adultez sobre los hombros. 12


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5 Playa Blanca, 28 de diciembre 2019

La primera noche en la casa fue tortuosa porque hay un gallo delante de nuestro jardín que no deja de cantar a todas horas de la noche. Yo duermo en la sala, donde no hay ventanas cerradas con ventanas, sino solo mosquiteros, y todos los ruidos del exterior entran sin ningún tipo de piedad. Esta mañana, por suerte, encontré tapones de oídos. El pueblo es pequeño pero, al parecer, un destino turístico local, porque hay veintenas de autobuses turísticos estacionados cerca de la casa. Por lo pronto, aparte de eso, sé del pueblo que hay tres calles: Tortillería, Kinder y Taxis. Cuando salga de la casa haré un fotorreportaje a todas las vírgenes de Guadalupe (y otrxs santxs) del pueblo. Siempre tienen sitios especiales, pero me ha llamado la atención la cantidad de ellos que hay en estas tres calles. Las decoraciones navideñas mexicanas son fantásticas porque, si algo le gusta realmente a la gente aquí, son dos cosas: los colores y los iconos cristianos. Eso quiere decir que los nacimientos emanan la misma sensación que la de estar en una discoteca hasta arriba de mdma. Uno cerca de aquí, por ejemplo, me hizo especial gracia: es grande, las figuras son grandes, todo es a lo grande. A la cabeza, en la cima del pesebre escalonado, está la virgen de Guadalupe. José y María, en el siguiente escalón, girados hacia ella con admiración, la miran con ojos vidriosos; de igual manera, los animales, los pastores e incluso el arcángel expresan su admiración y profundísimo amor. Un desproporcionadamente gigantesco niño Jesús está en el último escalón* y todas las figuras le dan la espalda. No tiene más remedio que estar panza arriba mirando al techo. * Tan abajo está que, al momento de hacer la foto, no me cupo en el encuadre. 14


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6 Barra de Potosí, 30 de diciembre 2019

Desde que llegué a México no sé qué día es. A veces escucho a la gente mencionarlo, oigo “jueves” o “sábado” lejanamente, como si mi mente lo censurara, como si alguien pixelara el sonido, así que me ha sorprendido enterarme de que es lunes. Me entristece. No quiero que pase el tiempo porque me da miedo estar a solas y desocupada en un momento temporal en el que socialmente no debería estarlo. Es decir, a partir de Reyes. Ayer me fui a dormir después de una siesta de tres horas (querían ver futbol, supongo que fue mi mecanismo entrando en modo supervivencia). Leí un poco y me quedé pensativa, con la sensación de que ninguno de los logros de mi vida los he obtenido activamente. Estoy en contra de la meritocracia y me gusta en parte llevar el slow living a un punto en el que casi no es socialmente aceptado, pero el sentimiento de ayer fue diferente. Pensando en la pasividad que ha caracterizado mi vida, me he preguntado de nuevo por qué siento una capa aislante entre mi cuerpo y el mundo. Pensar que las cosas me ocurren siempre más por tino que otra cosa me deja una sensación entre el vértigo y la emoción, y el trasfondo es una oscuridad muy densa. Me pregunté si es que estoy aburrida. Estoy hablando de un aburrimiento particular, como apremiante, como si de repente tuviera un resorte en los riñones que no me dejara recostarme más. El exceso de sueño, pensaría uno, era el motivo por el que me sentía enérgica, pero es que no era eso: sentía la mayor de las perezas, simplemente algo me estaba causando una profunda desesperación. Ahora, un poco más despejada y oyendo a los animales diurnos, me doy cuenta de que quizás fue un breve episodio de ansiedad del que, por supuesto, no saqué nada en claro. 16


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7 Playa Blanca, 1 de enero 2020

Estoy cansada de comer camarones y ceviche, así que decidí pedir sopa de tortilla, una elección arriesgada, a decir verdad, porque la sopa de tortilla debe balancear muchos elementos: la tortilla tiene que estar crujiente, aunque no demasiado; el caldillo debe tener un recuerdo ahumado y picante, pero debe poderse comer con descuido, porque así es más reconfortante; el caldo debe estar caliente, pero no demasiado o las tortillas no duran suficiente tiempo crujientes, y los complementos deben ser de buena calidad, frescos y tener mucho sabor. Mi abuela me la preparaba en días señalados, cuando me quería mimar, por ejemplo, en mi cumpleaños o cuando la iba a visitar después de estar largas temporadas fuera de México. Al menos en mis primeros años en el extranjero. Probablemente si no hubiese sentido ese fuerte deseo sensorial por reencontrarme con ella, habría elegido algo menos aventurero de entre las opciones de la carta. Con la primera cucharada se me llenaron los ojos de lágrimas. No es que fuera el mismo sabor del todo, pero sí era un recuerdo suficientemente cercano, el último aliento que deja el chile pasilla, la acidez moderada del jitomate... Agradecí tener los lentes oscuros puestos, porque los ojos me picaban y el pecho se me hinchaba hasta que casi no tenía espacio dentro de mí. Le dije a papá que no era como la de Tata y él me dijo que estaba bien eso, como un cover, puede ser bueno pero normalmente no supera al original. Me dije que, al regresar a la ciudad, me volvería experta en preparar sopa de tortilla. Ha sido mi único propósito de año nuevo. 18


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8 Barra de Potosí, 2 de enero 2020

Ayer probablemente ha sido el día que más hemos disfrutamos de la playa. El restaurante que elegimos estuvo mejor que los anteriores y el mar tenía la cantidad y fuerza perfecta de olas. Eran muy altas, de vez en cuando muy fuertes, así que nos mantenía entretenidos, pero no era tan violento ni estresante como ocurre en muchas playas de mar abierto del lado Oeste de México. Papá y yo hemos desarrollado la siguiente especie de rutina: al llegar a un sitio pedimos una piña colada y la juzgamos. Tenemos una especie de ranking. Por ejemplo, la de ayer nos pareció muy perfumada así que le restamos puntos y quedó entre las últimas, solo por encima de aquella que nos pareció demasiado dulce. Después, jugamos backgammon o leemos en silencio, y pedimos de comer, que como es a ritmo playa tarda mucho en llegar. Después de comer, asumiendo que lo de la hora de digestión es un mito, nos vamos al mar y jugamos paletas intercaladamente. Ayer mi hermana se unió a la diversión. Los tres estábamos pasando las olas más increíbles y nos crecimos muchísimo. Tres odiseos desafiando a Poseidón, si nos mataba el mar lo teníamos merecido, la verdad. Decidimos que debería existir nado sincronizado en mar abierto e intentábamos pasar las olas coordinadamente, poniendo brazos en punta y en fila. La persona en la retaguardia era la que más se arriesgaba, porque a veces el agua que volvía nos enganchaba los pies y nos revolcaba. Algo que me encanta de mi hermana es que en cualquier situación tiene suficiente ingenio para deshacerse de toda seriedad y hacernos a todos entrar en un estado de ánimo bobo y simplón. Eso es lo que pasó ayer en el mar. No podíamos parar de reír y estuvimos horas así. 20


Barra de Potosí, 2 de enero (más tarde)

Se está cayendo el cielo. Cuando empezó a llover, primero solo unas salpicaduras, papá y yo estábamos en el mar. Cuando Andrea y Raquel se nos unieron, comenzó la tormenta. Las gotas de lluvia dolían como aguijones. Mi hermana salió a toda velocidad y todos terminamos por seguirla. El cielo era poco más que un manchurrón gris. Las rocas que siempre veíamos a lo lejos, con forma de ballenas gigantes, desaparecieron en el horizonte. Papá, Raquel y yo, llenos de arena, sal y lluvia, decidimos ir a explorar el pueblo. Algo increíble de mi papá es que hace que las cosas pasen. Ya había escuchado lo que le había dicho del reportaje de las vírgenes, así que Raquel me dio la cámara y fuimos, casa por casa, fotografiando los nacimientos y altares a la Guadalupe. La gasolina empezó a escasear y tuvimos que preguntar en la pescadería dónde podíamos cargar más. Nos enviaron a la casa de una persona, una casucha azul de láminas azules, donde también vendían trajes de baño baratos y alguna que otra cosa más. Llenamos medio tanque y pudimos continuar con la misión. Con cada pequeña parada nos mojaba más y más, pero yo me sentía como un perro emocionado por ir en el coche con la ventana abierta. Raquel, muy ocurrentemente, sacó el paraguas por la ventana trasera y lo abrió a la altura del asiento del copiloto para proteger la cámara de la lluvia. Así fuimos: escupiendo el sonido del obturador cada pocos metros, mientras el coche avanzaba lentamente por las calles sin pavimentar. Los agujeros creados por la lluvia no mostraban su verdadera profundidad. Ese pequeño riesgo de quedarnos atrapados en un bache agregó a todo bastante emoción. 21


9 CDMX, 9 de enero 2020

Si tuviera que hacer una pequeña cédula sobre mí misma, no sé qué pondría. Siempre tengo la sensación de que desde fuera debe parecer que todo tiene que estar bien conmigo, porque llevo casi una década en el extranjero y nunca me he rendido ni me he visto en una situación suficientemente extrema como para volver. Pero yo no hago más que sentirme a la deriva, esquivando obstáculos y alargando dolorosamente una vida pasiva y deprimente. Aunque, si lo pienso con cuidado, y si escucho con cuidado a mis amigxs de aquí, tampoco era feliz en cdmx en su día, así que obviamente esa oscuridad está en mí y no viene de fuera. Y eso es algo que he sabido más o menos desde siempre, al menos desde los 12 años, seguro, que fue cuando me lo dijo mi psicólogo, el doctor Ochoa, en terapia: “creo que tú siempre has estado triste”, me dijo. Eso me entristeció, pero la tristeza es un sentimiento que aprecio mucho, porque es sosegada y suave, y puedo localizarla y empujarla hacia adentro, hasta que causa más y más dolor, y entonces, libero la presión, y vuelve a ese estado de calma opaca que se extiende como un vapor, que cabe por los rincones, las grietas, las rendijas, los bordes de las ventanas, y solo quiere seguir expandiéndose y estar tranquila, y toma las calles, las aceras, sube a las copas de los árboles, hasta que el mundo se vuelve, todo él, una extremidad más de mi cuerpo. Este estado de ánimo, tan ideal para mí, solo puede darse bajo circunstancias muy concretas y se arruina con facilidad: ante un mínimo cambio, un pequeño impulso, una chispa perdida.

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10 Cuernavaca, 14 de enero 2020

Todo remite a ella en algún momento de la conversación. Sigue siendo la referencia para las cosas buenas y malas, preocupantes y divertidas. No podemos evitarlo, aunque no hablemos de tristeza, aunque casi no mencionemos su muerte, constantemente la utilizamos como la vara de medir definitiva y universal. “A Tata no le gustaba”, “A Tata le caía bien”, “Tata sí servía eso”. Nos destantea a todos que se perdiera lo que representaba su existencia. Mi hermana ayer me dijo por whatsapp “de Tata yo he sentido que mi lugar seguro, ese que siempre estaba y al que siempre podía llegar, se ha ido. Es la mayor pérdida que he tenido y me estaba costando mucho pasar por esto”. Mi madre dijo “no es solo que falte Tata, sino lo que generaba por el mero hecho de ser Madre… No se fue ella nada más, nos quedamos sin su mundo”. Me resulta difícil poner en palabras lo sólida que era su presencia, lo tranquilizadora que era su existencia, cuán pilar fue para todos los que nos sentíamos vulnerables ante el mundo. Cuando tenía 14 años me metí en un lío con una amistad virtual. Es una historia que me oprime el pecho y llena de oscuridad mi cuerpo; me cuesta hablar de ello, muchísimo, así que no daré detalles. La noche en que todo detonó, me asomé a la habitación de mi abuela, preocupada, desesperada por su perdón y su aprobación, y cuando me miró me dijo ven, duerme aquí. Me metí en sus sábanas y me dio una pastilla para el sueño, que seguramente necesitaba receta. Pude dormir, quizás por los químicos, quizás por la compañía de su cuerpo. Nunca mencionó lo que había ocurrido, y eso siempre se lo agradecí. Tomaba las decisiones rápidamente, con practicidad, nunca mostraba rastro de duda al hacerlo. 24


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11 CDMX, 14 de enero 2020 (más tarde)

Alguien me dijo que le dan miedo los demonios, la acumulación de maldad. Le pregunté si esos cúmulos de energía cobran conciencia y me dijo que sí, pero que no son humanos ni nada por el estilo, simplemente, maldad. Supongo que el insomnio será siempre mi demonio latente, y estos días he recordado lo desesperante que es no conseguir dormir, noche tras noche. Ahora, creo, estoy a salvo. He dormido toda la tarde y me siento mejor, aunque no despejada, y puedo tener un diálogo con mi mente con más coherencia y menos aceleración. Eso es lo que me estaba ocurriendo: me he sentido aceleradísima, ansiosa, no podía parar quieta. Subía, bajaba escaleras, hablaba con mis primos, ayudaba a mi tía, salía a socializar con ese entusiasmo que a veces me posee. Por qué tengo esa necesidad de rellenar mi tiempo con vida social en determinados momentos de mi vida (que, por cierto, coinciden siempre con fases en las que siento que la energía en mi cuerpo es tanta que se desborda, como si un río de energía me atravesara inagotablemente), no lo sé. Estar rodeada de personas me provoca un placer extraño, porque es instantáneo pero deja de bastarme rápidamente. Depende de la temporada, pero cuando hay grandes cambios en mi vida, para bien pero que me quitan balance, tiendo a energizarme. Siento que toda esa energía fue la que desencadenó en quitarme el sueño. No di vueltas en la cama pensando en cosas ni agobiándome por el futuro (no activamente), sino que lo hice simplemente intentando encontrar una postura cómoda, intentando encontrar el cansancio en mi cuerpo. No lo hallaba. La energía física se mantenía de pie, tiránicamente, a base de mi energía mental. 26


Digo todo esto porque me estoy preguntando muchas cosas sobre mí misma, sobre mis deseos sinceros y sobre cómo me desenvuelvo en México en contraste con Europa. Aunque es injusto encasillar toda Europa en un mismo sitio, en México puedo ser de una manera que fluye, las cosas me resultan fáciles, incluso cuando siento que, culturalmente, he cambiado en algunos sentidos. Aquella sensación de sentirme aislada del mundo, como si no fuera parte de él, la sensación de no saber vivir en el mundo y usarlo, a pesar de que lo hemos moldeado para los seres humanos, se ha reducido drásticamente en estas vacaciones. Aquí sé “moverme”, de cierta manera. Quizás lo que intento decir es que tengo la sensación de que estos días soy la persona que tenía que haber sido: una buena versión de mí, con las inseguridades reducidas, una proactividad extraña y, quizás, menos temores en general. Sé que haberme ido de casa, tan poco preparada, causó un inmenso impacto en mí, que se tradujo durante años en fases depresivas, que se manifestó en una novia maltratadora, y que no fue hasta que me gradué cuando pude hacer pie por primera vez en muchísimo tiempo. Lo que estoy sintiendo ahora es una especie de sanación, quizás por el significado del retorno, del final de una etapa de mi vida, claramente marcada: la renuncia definitiva a la academia, la muerte de Palmira, el año 2020, el augurio de algo nuevo a punto de llegar.

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Un viaje

Textos por Romina Fotografías por Raquel, Pablo, Romina Editado por Maquetación e impresión en CDMX mantequilla.zines@gmail.com - ig: @mantequilla.zines




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