It zel y el Q uetza l texto: Carlos Pascual Traducción: Mojca Medvedsek Ilustraciones: Suzi Bricelji
Caminando por el campo recién quemado para la siembra del maíz, Itzel esuchó el monótono canto de un quetzal macho. Niña curiosa y determinada, Itzel se dejó llevar por el sonido aquel y pronto pudo ver el verde resplandeciente de unas plumas. Su madre no podía creer lo que Itzel acariciaba en sus manos, cuando la vio en el umbral de la choza. Los quetzales eran aves sagradas cuyas largas plumas iridiscentes eran muy apreciadas para la confección de penachos reales en Mesoamérica. Por la noche, frente al fuego familiar, su padre le explicó a Itzel que el quetzal moriría en cautiverio. “Pero él no puede volar, padre,” le dijo Itzel mostrándole una pequeña herida bajo el plumaje precioso. “Entonces su
destino será morir, Itzel, entre los árboles de la selva”. Itzel miró con tristeza al ave que la miraba. “Pero antes habrá que arrancarle las plumas de la cola”, continuó el padre. “Esas plumas, intercambiadas en el mercado de la ciudad nos asegurarán maíz, calabazas y frijoles para todo el año.” Al oír esto Itzel apretó al ave contra su pecho y echó a correr hacia el corral de los guajolotes. Ahí la alcanzó el padre para prometerle dejar las plumas intactas, si es que ella aceptaba devolver el quetzal a la selva. “Pero… ¿y el maíz, las calabazas y los frijoles?”, preguntó Itzel. “No te preocupes, hija mía, que yo he sembrado mucho y tendremos para todo el año.” A la mañana siguiente, Itzel le untó al ave una pomada de hierbas que su abuela siempre usaba para las heridas. Luego caminó con su padre hasta encontrar una hoquedad en un árbol, donde dejaron al quetzal herido. Esa misma tarde, Itzel llevó a la hoquedad pequeños aguacates para que el quetzal no muriera de hambre. Y así lo fue haciendo todos los días mientras el maíz, los frijoles y las calabazas iban creciendo en el campo de su padre; hasta que una mañana, cuando se acercaba al árbol de la hoquedad, Itzel vio al quetzal erguido sobre el filo de la corteza; el quetzal entonces se alzó en vuelo, entre una lluvia de destellos resplandescientes. Al volver hacia su casa sonriendo, Itzel miró brillos turquesas sobre el maizal de su padre y entonces escuchó los gritos de alegría que saludaban el milagro: en cada una de las miles de mazorcas de maíz crecía una luminosa pluma de quetzal.