malabar
Editorial
L
a única lección que podemos obtener de la historia, dijo alguno, es que la humanidad no obtiene lecciones de la historia. Entonces, curándonos en salud y sólo como un divertimento
histórico, revisitamos en nuestra sección central, ese peculiar periodo de entreguerras que fue la República de Weimar. Y lo hacemos contrastando dos visiones literarias antípodas: la del inglés Christopher Isherwood y la del austríaco Josef Roth: las visiones del cabaret y del colapso. Muchos de los que hacemos malabar crecimos pensando que no sólo podíamos, sino debíamos ser los arquitectos de nuestros destinos. Luego, con el paso del tiempo y casi como una marca generacional, reconocimos mucha más solvencia arquitectónica en el azar, los accidentes y las equivocaciones. Hace algunos años se le preguntó a Juan José Arreola si creía en el libre albedrío y el maestro de Zapotlán contestó: “Bueno, sí, digamos que existe el libre albedrío… pero ¿de qué nos sirve una paleta de timón en una tempestad como ésta?” Esto, que en Arreola suena encantador, en muchos de nosotros se ha tornado en una dejadez ética y racional en favor de un omnipresente poder supremo en lo espiritual (auxiliado en su turno por estrellas, destinos inapelables y chamanes) y un hedonismo adolescente en lo terrenal. Algún crítico notaba una tendencia en las películas de nuestros días por dejar en manos de la fortuna (casi siempre miserable, mezquina y tendenciosa) la suerte de los hombres y las mujeres. No hay espacio para el discernimiento, la voluntad o los heroísmos en estas películas que comparten una gran factura formal y una estructura que podríamos llamar de mosaico (Magnolia, Crash, Babel, etc.) En malabar aspiramos a un comprometido término medio (aunque nos gusten algunas de estas películas). No queremos ni creemos poder malear nuestro entorno a voluntad, pero tampoco queremos dejar en manos de los hados nuestro futuro. Así lo hicieron muchos durante aquellos años aciagos de la República de Weimar y dejaron el devenir de ellos y el de sus hijos en manos de un carismático e irascible austriaco que creyó ser el más grande arquitecto de todos. malabar
directorio DIRECCIÓN Carlos Pascual ADMINISTRACIÓN Mayne Rosas COORDINACIÓN EDITORIAL Jorge Rueda EDICIÓN DE INGLÉS Sanaa Taha DISEÑO Soren García Ascot/Isaac Toporek CONSEJO EDITORIAL Peter Leventhal, John McCully, Valerie Mejer Isaac Toporek, Luis Tovar y Bradburn Young
Foto de portada: Anne Arden McDonald
COLABORADORES Anne Arden McDonald, Alfonso Bullé-Goyri, Clément, Margaret Failoni, José Fernando Cuevas, Pedro Garza, Henry Vermillion VENTAS Lupita Göerne Jorge Rueda Malena Villagómez
“Aquellos que te pueden hacer creer cosas absurdas
pueden hacerte cometer
CONTACTO (415) 154 9788 revistamalabar@gmail.com CASA EDITORIAL MALABAR DIRECCIÓN GENERAL Carlos Pascual
hechos atroces.”
CORRECCIÓN Patricia Fernández/Merari Fierro
Voltaire
DIRECCIÓN ADMINISTRATIVA Mayne Rosas PRODUCCIÓN Jorge Rueda Número 3, enero–febrero de 2007. malabar es una publicación bimestral de la Casa Editorial Malabar, Recreo No. 85-B, San Miguel de Allende, Guanajuato C.P 37700. Precio al público: $50 pesos. Número de Certificado de Reserva otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor: en trámite. Número de Certificado de Licitud de Título: en trámite. Número de Certificado de Licitud de Contenido: en trámite. Venta de publicidad y contacto: revistamalabar@gmail.com Tel: (415) 154 9788. Todos los contenidos son responsabilidad de su autor. Impresión: Diseño e Impresos de Querétaro S.A. de C.V. Av. Universidad 166 Ote., Col. Centro. Tels: (442) 214 2043.
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Instantánea universal de la infamia I El hombre al centro de la fotografía mira al piso. Sabe que lo que los alemanes comienzan a descubrir sobre él no hará más que complicar su situación. El abrigo que viste puede ser parte de su uniforme del Ejército Rojo, pero lo más probable es que quienes lo han hecho prisionero se lo hayan ofrecido al intuir su valor de cambio. El hombre de la izquierda, del que vemos sólo la gorra militar, parte de su hombro engalonado y un rostro sonriente, no puede creer lo que está escuchando, como no lo puede creer el oficial que vemos de tres cuartos y que tiene en su mano lo que probablemente es la identificación de Yakov. Sí, Yakov es el nombre del hombre del abrigo y la mirada baja. Ekaterina Svanidze, la primera esposa de José Stalin murió en 1907, sólo cuatro años después de su boda con el joven rebelde. Durante su funeral, alguien escuchó decir a Stalin que todo sentimiento cálido que albergara alguna vez por la humanidad había muerto con ella; que sólo ella había sabido suavizar su corazón de piedra.
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Ekaterina y José tuvieron un hijo: Yakov Dzhugashvili, con quien Stalin nunca congenió. Quizá como parte de esta tensión y la nula aprobación del padre, Yakov se disparó a sí mismo, pero sobrevivió. Días después del incidente alguien escuchó decir a Stalin: “El muchacho ni siquiera puede disparar derecho”. Tiempo después de que fuese tomada la fotografía que estamos viendo, la comandancia nazi se puso en contacto con Stalin para ofrecer un intercambio: los alemanes entregarían al teniente Yakov Dzhugashvili, hijo del máximo líder a las fuerzas soviéticas, si el Kremlin liberaba al mariscal de campo alemán Paulus. Alguien escuchó decir a Stalin, al tiempo que desechaba la oferta: “Yo no tengo un hijo”. Otro le escuchó decir: “Un teniente no vale un general”. Al parecer, tiempo después Yakov logró terminar con su vida al arrojarse al alambrado electrificado del campo de concentración Sachsenhausen. Nadie escuchó una palabra de Stalin. C.P.
Autorretratos en ruinas fotografía
ANNE ARDEN McDONALD
“Se
me ocurrió, siendo adolescente, que si pudiera hacer una hermosa fotografía de mi misma e hiciera un
montón de copias y se las diera a las personas, ellas me apreciarían mejor y mi vida cambiaría.
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Así
llegué a la fotografía en primera instancia.
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Después de unos meses o un año de tomar fotografías en mi casa, comencé a irrumpir en edificios abandonados porque los sentía familiares y al mismo tiempo extraños.
Son,
de alguna forma, una metáfora para mí ya que
así me sentía de niña: dejada a un lado, dejada atrás, olvidada. malabar
Estos edificios tienen también texturas y olores muy agradables. Y tienen también una sensación nostálgica y de santidad ya que parte de la energía del lugar ha muerto, lo que le viene muy bien al modo en que trabajo, que es parte ritual y parte ensoñación.
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Me
interesa como las cosas se vienen abajo, como decaen.
Voy
a lugares que tienen su propia disposición y yo tengo la mía y se mezclan, lo que resulta soy yo en los
términos de ese espacio y de lo que yo estaba procesando en ese momento en mi vida y lo que he podido imaginar en ese lugar.” malabar
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www.anneardenmcdonald.com
Acto de silencio
Esquema de Silencio Obra reciente de Rivelino Alfonso BullĂŠ Goyri
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La cápsula de vuelo
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El guardián de luz II
l desarrollo y la solidez artística de un escultor se manifiestan no tanto por el número de obras producidas, sino por la secuencia discursiva y la homogeneidad simbólica de sus propuestas. Rivelino domina su técnica y demuestra la firmeza de su oficio. De su taller emergen, de tiempo en tiempo, un buen número de obras y cada una parecería exigir su derecho de originalidad. Sin embargo, en cada caso, en cada obra realizada se vislumbran rasgos que sugieren la iteración obsesiva, como si fuera una onda que se expandiera y formara círculos concéntricos que se prolongaran hacia el infinito. Por otra parte, en su proceso especulativo, cada trabajo se constituye en una especie de sílaba que se engarza en un continuum retórico, hasta alcanzar una cima desde donde la generalidad queda suspendida e ingrávida, como si fuera un poema que reclamara la liberación de sutiles fuerzas que permitieran el acceso a la esencia del arte. Rivelino perpetúa la tradición de los guerreros y de los maestros alfareros, fundadores de universos imaginarios que a la postre dotaron al mundo de ideas y de sentido. En el contexto de la composición general, sus cuadros —que sabemos muy bien que se estructuran con base en entes de una cotidianidad incuestionable— adquieren un nuevo significado; un significado ancestral, pero al mismo tiempo ganan un contenido inusitadamente fresco y sugestivo. En este contexto Rivelino es forjador de símbolos. Desacraliza imágenes para dotarlas de una nueva legalidad. Los guardianes —como el conjunto de esculturas en barro de gran formato que recientemente ha trabajado— en la práctica simbólica, velan por la seguridad del Ser. Enhiestos, pretenden disuadir a los opositores que atentan contra la integridad del statu quo. En este sentido, los guardianes son la imagen emblemática de la certidumbre y la confianza en el dominio de la imaginación colectiva. En la tradición y dominio culturales, el guardia protege la soberanía, preserva la integridad del emperador, tutela la fe del dignatario y ampara la estabilidad del reino. De este modo, el Guardián es un personaje ineludible en el ámbito de la cultura política, por cuanto soporta la autoridad del Estado.
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El guardián de luz III
La sangre que corre por mis venas
Ahora bien, Rivelino enmascara al guardián. Coloca una especie de bozal en la mitad del rostro de sus personajes, tanto en sus esculturas como en las caritas de barro modeladas, que incrusta en los nichos de algunas de sus obras, que denomina un tanto ingenuamente como pinturas y que revelan una nueva condición simbólica. Son “Guardianes del Silencio” que en el ocultamiento de la boca, quizás de la voz, proyectan la idea de socorrer, pero a la pausa, a esa condición perturbadora que emerge en el ámbito suspendido, en ese espacio temporal mudo que se halla entre dos notas musicales y que se constituye en esa situación ontológica que es la Nada. De este modo la escultura de los guardianes de Rivelino, sugiere la integración filosófica de representaciones, de modelos, de esbozos, de esquemas del silencio. La presencia del guardián embozado remite al contexto de una realidad transformada. No es al statu quo de algo lo que el guardián envuelve con el poder de su presencia, sino que es a la Nada. El guardián ciñe
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Fragmento V
Exposición : Esquema de Silencio Obra Reciente Cerámica Nov 29, 2006 – Ene 29, 2007
Exposición : Escultura Obra Reciente Cerámica Dic 14, 2006 – Feb 14, 2007
Galería Florencia Riestra Colima 166 Col. Roma C.P. 06700 México D.F. +52 (55) 5514-2537 florenciariestra@gmail.com
Galería Florencia Riestra Fábrica La Aurora, Local 4 Centro de Arte y Diseño Calzada La Aurora s/n San Miguel de Allende, Guanajuato +52 (415) 154-6247 galeriaflorenciariestra@prodigy.net.mx
Amuleto de luz II
al silencio, a esa situación existencial que nos ofusca pero que se revela en medio de la algarabía insufrible de la vida contemporánea, en medio del ruido y de los sonidos incesantes de las grandes metrópolis, donde emerge como un sino al que estamos condenados por nuestra vanidad y nuestro orgullo modernizador y tecnológicamente avanzado. Erguidos e impávidos, los guardianes de Rivelino simbolizan la realidad de un mundo donde se sobreponen los discursos, donde las sincronías provocan las disyunciones y al final, donde las palabras montadas en un discurso fastidioso comienzan a perder su carácter de lenguaje y sólo nos queda la nada, sólo nos queda el silencio. Esta es la perspectiva de los esquemas del silencio que Rivelino edifica y que, como privilegio único que permite el quehacer artístico, los enuncia, los hace sentimiento, nos los revela, los pone frente nuestra vista como Guardianes del Silencio.
Entre el trazo y la palabra Pedro Garza De niña jugaba a ser ciega para no perderme en la oscuridad. Ingrid Rosas El trabajo artístico de Ingrid Rosas vive entre la tensión de la palabra y lo visual. Con estudios en filosofía poética, comunicación y literatura, su inclinación inicial fue el verbo —tiene un poemario publicado con el título Entre el cielo y
el exilio— pero las formas y los colores comenzaron a dominar su necesidad expresiva, aunque las palabras se negaron a desaparecer. Gloria Feinberg, en un texto para una exposición del trabajo de Ingrid en Nueva York escri-
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bió: “sus pinturas no sólo incorporan palabras y frases sino que toman fuerza con su écriture —momento gestual en donde la caligrafía y la pintura se encuentran y funden… su trabajo logra significados poéticos más a la forma de algunos pintores–poetas de la ancestral China y el Japón.” En trabajos como Alas de Salvación, donde Ingrid yuxtapone entre formas flotantes las líneas: “dorada es la sangre de los mártires / doradas se elevarán sus plegarias…”, la crítica nortemericana encuentra una sencillez y clari-
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dad similar a las pinturas–poemas de Kenneth Patchen y Bob Brown y ubica a Ingrid en el linaje artístico del inglés William Blake y del belga Henri Michaux. Pero fuera de paralelos literarios o plásticos, el trabajo expresivo de Rosas en su puro lenguaje formal —aún si uno no entendiera la lengua en la que ella escribe y anota— no sólo se mantiene sobre sus propios méritos, sino además nos evoca, lo que no es poco y es cada vez más ausente en el mundo del arte, un mundo interior de resonancias profundas.
Ese corto viaje que fue
WEIMAR E
l historiador Peter Gay lo resumió así: “La República (de Weimar) nació en la derrota, vivió en la agitación y murió en el desastre”. Weimar era un gobierno, una constitución y una esperanza que adquirió el nombre del terruño de Goethe y de Schiller. Fue, y es para la posteridad, un periodo que vio la maduración del Expresionismo Alemán, pero también el nacimiento del nacionalsocialismo. Berlín era el ombligo de ese mundo; el lugar donde se hacían y deshacían los sueños. Hasta ahí llegó el joven inglés Christopher Isherwood con aspiraciones algo fatuas a dibujar con sus diarios y novelas lo que encontraba durante sus correrías nocturnas; y hasta ahí llegó también Josef Roth, nacido en la Galicia del este y un hombre de tinta, prensas, clarividencia y autodestrucción que dejaría en sus entregas periódicas en los principales diarios berlineses un rastro de las horas y las calles de un mundo que se colapsaba ante sus ojos. Desde Oakland, California, Bradburn Young nos introduce al laberinto de espejos que Chris-topher Isherwood fue tramando alrededor de su vida, mientras que Peter Leventhal, artista plástico originario de Nueva York y residente de San Miguel de Allende nos habla del legado de Josef Roth, Ernst Ludwig Kirchner, George Grosz y otros grandes artistas que se encontraron en ese corto viaje que fue Weimar. Completa este dossier José Fernando Cuevas con una colaboración acerca de dos mujeres de dos tiempos: Marlene Dietrich y Ute Lemper.
George Grosz
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Café Isherwood Bradburn Young
U
Ernest Ludwig Kirchner
n amigo llamado Byron solía joder las conversaciones cada vez que comenzaban a tocar asuntos que él consideraba “serios”. Entonces decía, “si de verdad estuviéramos teniendo una conversación sobre esto, no desestimaríamos la impensada semilla ubicada aquí como una granada de mano en el corazón del asunto, y estoy hablando por supuesto de X; pero claro, ésta no es una conversación de verdad. Esto es sólo una charla de café.” X era siempre algo que Byron estaba leyendo en ese momento. Tenía una vaga conexión con la universidad local. Esta maniobra sometía la conversación a una tensión intolerable. Convertía cualquier discusión en un asunto brumoso, tedioso y agobiante, y a través del humo emergía un desagraviado y rojo concepto único: el deseo de golpear a Byron en una oreja o exhibirlo como a un tonto; quizás no sería capaz de refutar si uno, de suerte, conociera un poco más que él sobre Derrida o Lacan. Me puedo imaginar a Byron si alguien mencionara a Isherwood: “Si de verdad fuéramos a hablar de Christopher Isherwood, tendríamos
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que poner en primer plano a la historia de la homosexualidad en el siglo XX, a la República de Weimar, a E.M. Forster, a la generación de ingleses demasiado jóvenes para participar en la Primera Guerra Mundial, a Edward Upward, a W.H. Auden, a Stephen Spender, a la historia del comunismo, a la historia del Vedanta en occidente y de la novela del siglo XX. Y eso es sólo el primer plano. Pero no vamos a hacer nada de esto, ¿verdad? Esto es sólo una charla de café. Continúa. Estabas diciendo…” Y aunque me resulte irritante, Byron hubiera tenido razón en este caso, pero también hubiera simplificado de forma excesiva, porque hablar de Christopher Isherwood es hablar de un hombre escribiendo de forma encantadora y abundante sobre su camino por un largo corredor de espejos, hasta las aguas estancadas del final. Las distintas versiones de Christopher Isherwood en los muchos libros de la autobiografía que
esa gente no sabe siquiera cuán profundamente se ha hundido continuó escribiendo toda su vida, incluyen no sólo ligeras versiones ficticias de sí mismo, sino también más tarde, versiones ficticias aún más ligeras de sí mismo comentando sobre las anteriores: aparte del “Yo” o “William Bradshaw” o “Christopher Isherwood”, quienes son los sujetos de las narraciones, está el narrador mismo —ese tipo encantador, bieneducado, maldiciente, contrito, que se mantiene contando la historia de Christopher Isherwood y sus amigos. Sus amigos le llamaban Chris, y para mantener sus avatares en orden, y también porque lo he seguido arriba y abajo por aquel corredor por tanto tiempo, voy a permitirme hacer lo mismo. Ah, y hay más facetas mercuriales de Chris: tambien tiene un antisí mismo, un sí mismo que no quiere ser un sí mismo. En una carta a John Lehmann, editor de New Writing escribe: “John, estoy tan cansado de ser una persona —Christopher Isherwood, o Isherwood, o hasta Chris. ¿No estás mortalmente harto de tu rostro en el espejo y tu voz de negocios y tu voz de amor y tu firma en documentos? Yo sé que yo lo estoy.” Algo de este auto–tedio se halla presente en casi todos sus libros –parte del encanto evasivo y seductor del narrador Chris. Chris ofrece tantas perspectivas de sí mismo (y debes duplicar cada perspectiva al incluir al narrador, que además tiene al anti-sí mismo también, así que igual deberías triplicar), que ninguna de ellas te ofrece un lugar desde dónde mirar al eterno Chris. Toma, como ejemplo, su decisión de ir a Berlín. Chris viaja al Berlín de Weimar con 24 años y una novela publicada para encontrarse con su amigo Wystan. En una versión de la historia, planeaba quedarse una semana. Se quedó varios años, de 1929 hasta 1933, cuando los nazis le hicieron prudente su salida debido a sus amigos decadentes y izquierdistas.
Käthe Kollwitz
En Lions and Shadows, en un artículo de 1939 del New Republic titulado “La literatura alemana en inglés”, en Mr. Norris Changes Trains, en Goodbye to Berlin y también en Christopher and his Kind, Chris ofrece y luego desacredita muchas razones para su viaje a Alemania. Él fue a encontrarse con un siquiatra llamado John Layard; fue porque había fracasado como estudiante de medicina; porque pensaba que en Inglaterra no tenía más posibilidades que ser un preceptor; simplemente para visitar a Wystan; para aprender alemán; porque su generación simpatizaba con la simpleza alemana, las películas, las novelas de guerra y los poetas; y, sobre todo, en Christopher and His Kind, porque “Berlín significaba muchachos” —como muchos ingleses de clase alta, Chris no podía relajarse sexualmente con personas de su clase y nacionalidad. Otra versión sobre la decisión de ir a Berlín, en Down There on a Visit, era que su extraño pariente putativo, “Mr. Lancaster”, le había dicho: “Christopher —en todas Las mil y una noches, en los más desvergonzados rituales de los Tantras, en los grabados de la Pagoda Negra, en las imágenes de los burdeles japoneses, en las más viles perversiones de la mente oriental, no podrías encontrar nada más nauseabundo de lo que sucede allá, de forma abierta, cada día. Esa ciudad está condenada con más seguridad de lo que Sodoma lo fue nunca. Esa gente no sabe siquiera cuán profundamente se ha hundido. La maldad no se reconoce a sí misma en ese lugar. El más terrible de los demonios reina ahí: el demonio sin rostro. Tú tienes una vida protegida, Christopher. Gracias a Dios por ello. No podrías imaginarte aquello.” Bueno, yo estoy convencido. Y también lo era Chris, por supuesto. El siguiente párrafo: “Decidí que sin importar cómo, yo iba a llegar a Berlín tan pronto como pudiera y que me quedaría ahí por un largo, largo tiempo.” En algún sitio dice que él fue a Berlín porque sabía que ahí encontraría material para un libro; en algún otro sitio dice que sólo inició la escritura de los diarios de Berlín cuando comenzó a darse cuenta de lo interesantes que eran los personajes que iba conociendo. Tantas razones y cada una expuesta con más certeza que la anterior. Cada razón parece cierta cuando se ofrece, pero en retrospectiva —cuando algún libro posterior da otra versión de la razón verdadera–, no lo suficiente. Con confianza, Chris somete la verdadera razón al entendimiento presumiblemente perspicaz del malabar
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Bruno Paul
lector. Esto aparenta ser una confidencia entre el Chris actual y el lector, que se convierte en una alianza en contra del previo Chris –ese naïf pero audaz joven que solía estar satisfecho con una razón tan chapucera porque no entendía su verdadero contexto. Tiempo después se preguntó por qué no se había molestado en entrevistar a Goebbels, quien se encontraba disponible para la prensa en aquellos días tempranos del partido Nacional Socialista, para concluir que simplemente no había sido su asunto. Cuando él llegó en 1929, Berlín había sido la capital de Alemania por 58 años. Weimar había sido Weimar por un poco más de diez años y le quedaban cuatro años más antes de la Gleichschaltung nazi. El asunto de Chris era la atmósfera y la personalidad. En un pasaje de The Berlin Stories, la violencia explota súbitamente desde los edificios, un paseante es
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atacado por una turba y golpeado salvajemente, en segundos, a media tarde, en una calle bulliciosa. De pronto se producen tacos de billar, tarros de cerveza, varas con alma de plomo y patas de sillas; caras enrojecidas se confrontan entre sí y balas traquetean y rebotan por las calles. Mr. Lancaster parece haber tenido razón al decir que a Berlín lo gobernaba un demonio sin rostro. En otro pasaje, la gente se reúne bovinamente frente a un banco para leer un aviso impreso en finas letras góticas, como una cita de Schiller; el aviso dice que todo está bien, que el dinero en el banco no corre ningún peligro y que estará al alcance de los ahorradores, pero que el banco no abrirá. En un “encuentro de boxeo” popular, los actores que pretenden ser los boxeadores casi leen sus indicaciones frente a la excitada muchedumbre y no importa qué tan patéticamente fuera de tiempo los ganadores y perdedores escenifican su confrontación, la gente aúlla con sorpresa. La lección política que Chris obtiene: a esta gente se le puede hacer creer cualquier cosa. Hablando de reportajes a fondo, Chris ofrece no mucho más: discusiones elípticas del incendio del Reichstag, referencias a políticos del momento, vagas agonías espirituales sobre su sentido del compromiso. Atmósfera: “Los diarios estaban repletos de fotografías de mártires rivales, nazis, reichsbanners y comunistas.” Con los personajes en sus diarios, Chris comenzó a planear una gran novela sobre Berlín. Cuando conoció a Klaus Mann a mediados de la década de los treinta, Chris le preguntó en qué estaba trabajando. “Ah, otra novela del período anterior a la guerra”, suspiró el alemán. La novela de Chris, que se llamaría The Lost, entramaría el destino de tres tipos de berlineses perdidos: aquellos que habían extraviado su camino y estaban siendo arriados a la guerra por los nazis; aquellos que estaban condenados a ser destruidos por los nazis, y aquellos que eran simplemente marginados de la sociedad, muchachos y muchachas perdidos. Chris se encontró incapaz de tramar la novela de forma satisfactoria. Sus personajes, que encarnaban conceptos de diferentes tipos de extravíos berlineses, se amontonaban entre sí de modo torpe. Trucos narrativos inventados para solucionar el amontonamiento sólo lograron hacer del todo algo artificial. Entonces John Lehmann, poeta y editor en la Hogarth Press, le pidió a Chris un cuento largo para una revista que había iniciado llamada New Writing, y Chris le envió “The Nowaks”, luego publicada como una de las historias en Goodbye to Berlin. En 1935, John aceptó el manuscrito de Mr. Norris Changes Trains como una publicación independiente para la Hogarth Press. Los muchos personajes dentro del gran desfile balzaciano de The Lost se resolvieron en más pequeños grupos y Chris publicó una serie de cuentos largos sobre la gente que conoció en Berlín: bocetos de personajes, algo satíricos, generalmente afectuosos, narrados por una creación vigilante y de bajo perfil llamada “William Bradshaw” (segundo y tercer nombre de Chris), y a partir de entonces y en adelante por muchos libros, “Christopher Isherwood”.
Los años de Weimar Peter Leventhal
George Grosz
George Grosz
E
l artista alemán Ernst Ludwig Kirchner sufrió un grave colapso en 1915 debido a su participación en la infantería dentro de la Primera Guerra Mundial. Durante los diez años posteriores produjo un amplio cuerpo de trabajo: pinturas, esculturas y grabados que definen el movimiento artístico hoy llamado Expresionismo alemán. Su trabajo sigue teniendo una calidad y poder emotivo extraordinarios. Como grabador no tiene par. Quizás sólo Alberto Durero produjo grabados de su profundidad y prolífica inventiva. Kirchner fue fundador del Die Brücke (El Puente), un grupo de artistas —Karl Schmidt-Rotluff, Kees van Dongen, Erich Heckel— que enfocaba una expresividad directa y personal en una experiencia pictórica emotivamente cargada. El grupo tenía la esperanza de que su manera de trabajar fuera un puente hacia el futuro y hacia el trabajo de otros artistas. Ernst Ludwig Kirchner, con lo último que tenía de esperanza en la decencia y en la benigna concordancia hecho añicos por la vida política de sus tiempos, se suicidó en 1938. Georg Grosz emigró de Berlín a Nueva York en 1933, unos meses después de que Hitler tomara el poder. Grosz era un artista de gran percepción (Hannah Arendt comentó que “uno veía su trabajo como caricatura y luego en la calle se daba cuenta de su realismo”) y sus feroces y cáusticas representaciones de la vida berlinesa casi no tienen igual —se me ocurre sólo Bosch. Grosz sabía que lo esperaba el arresto y una probable exterminación si se quedaba.
Kurt Weill, compositor de Mahagonny y de La ópera de los tres centavos, huyó en 1933. Lo seguro es que, en cuanto judío, sus credenciales para la exterminación eran excelentes. Erwin Lowinsky, artista de cabaret, personificación del humor sardónico del Berlín de Weimar y el modelo para el personaje de Joel Gray en Cabaret —el musical basado en Berlin Stories de Christopher Isherwood—, presidía sobre un escuálido pero muy popular “Café de los sin nombre”. Un hombre muy pequeño, flaco, angular —su expresión más benigna era una mueca sarcástica— representaba un siniestro y repelente aspecto del Berlín de Weimar. La vida en la Alemania antes de la guerra era impregnada por un kitsch desenfrenado basado en una dulzona sentimentalidad. Luego, la guerra hizo que cualquier sentimiento fuera sospechoso, dando licencia a un profundo cinismo fundado en el odio —la sobrevivencia dependía del entendimiento de los peores instintos humanos. Lowinsky sabía algo. Aunque fuera judío, sobrevivió el régimen nazi sin abandonar Alemania y jamás reveló su experiencia. En la coyuntura del colapso inicial, la Alemania de Weimar captó que una grande y longeva civilización había hecho implosión y se había vaporizado, caminando como un espectro sonámbulo a través de sus propios residuos, desaparecida aunque presente como una parpadeante imagen espejada de sí misma. En tiempos como éstos la pornografía tendría que ser Sagrada Escritura y la caricatura tendría que iluminar el carácter. ¿Suena esto familiar? malabar
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José Fernando Cuevas
Un escenario, dos tiempos. Un espíritu artístico, dos mujeres. El cabaret como la perdición del encuentro a través de brumosas atmósferas y aromas de eterno extravío. Entre la fiesta de la sensualidad y la escapatoria imposible, se levantan unas cejas absorbentes rodeando miradas que destilan desdén, superioridad y súplica escondida; entre la oscuridad de la decadencia bendita, se erigen las voces cargadas de amores tortuosos, de ésos que valen la pena ser inmortalizados, de los que viven a partir de la ruptura. La utopía se llama Weimar y su némesis el III Reich: la primera sobrevivió en cuanto tal y el segundo vio el final. Alimentado por el omnipresente tándem Brecht–Weill y muchos otros compositores, el cabaret berlinés se transformó en nutritivo aliento artístico sin perder su oscuro tono intimista: las canciones se deslizaban entre una sutil cadencia y una particular nostalgia alemana, ajena a dramatismos y cercana a la herida mortal. Con el antecedente de la injustamente olvidada Lale Andersen, apareció ese inasible ángel azul de poderosa sexualidad conocido como Marlene Dietrich: de dominar el territorio del cabaret, expandió sus dominios a la pantalla. El concepto de diva quedaba completamente claro; el de femme fattale, perfectamente ejemplificado. Antinazi de corazón, sus representaciones parecían extensiones coherentes de su vida: no había disociación, sino complementariedad. Una buena síntesis de su canto aparece en Marlene Dietrich Love Songs (´04). La utopía se mantiene 60 años después. Ute Lemper ha reconstruido piezas clásicas con toda la carga de nostalgia y sensualidad que se encontraban en aquellas composiciones. Basta escuchar su primera etapa discográfica, centrada en la vida del cabaret alemán y anexas: Singt Kurt Weill (´86), Life is a Cabaret (´87), Chante Kurt Weill (´88) y Ute Lemper Sings Kurt Weill (´88), son una elocuente muestra del talento interpretativo y aun escenográfico de la artista, ejemplo claro de esa sofisticación que sólo pueden dar los bajos fondos, donde el arte florece entre luces que atraviesan el humo de la noche. El ángulo musical de la República de Weimar no sólo se resiste al olvido, sino que continúa instalándose en quienes intentamos imaginarnos ahí, en algún rincón del cabaret, sufriendo gozosamente con las canciones e interpretaciones de este par de ángeles del desencanto.
Estos y otros artistas y su trabajo -por ejemplo, el teatro de Piscator y Reinhardt y, sí, Brecht (aunque he llegado a despreciar a Brecht); las películas de Fritz Lang, las novelas de Alfred Doblin y de Hermann Brochfueron un manantial de inspiración durante un tiempo de mi juventud. En aquellos años, mientras la República de Weimar enfrentaba obstáculos de dificultad enorme, los socialdemócratas lograron humanizar y acrecentar la vida política y social; fundaron una república en el medio de la putrefacción: los Junkers, la aristocracia desecada, los generales desacreditados, el Freikorps, los industrialistas cuya codicia no tenía límites. Un ejemplo de su esfuerzo social y político es la fundación del Bauhaus, una escuela que promovía un diseño elegante y funcional para el uso cotidiano de ciudadanos comunes, sin importar sus posibilidades económicas. Desesperado, Ernst Ludwig Kirchner tomó su propia vida en el 1938. Había perdido 800 obras, casi todas confiscadas y destruidas por el gobierno alemán, en ese entonces el régimen nacionalsocialista de Hitler. La mayoría de los objetos esculpidos que llenaban su casa fueron destruidos por el mismo Kirchner. Cada tiranía de nuestros tiempos ha encontrado nuevos métodos para introducir crueldad e hipocresía a su proyecto de barbarie, pero la ecuación usual termina por ser una desesperación que lleva al individuo al olvido y al sobreviviente al anonimato.
George Grosz
dietrich, lemper: ángeles del desencanto
Josef Roth murió en el 1939, desempleado; acabado por sus costumbres de exceso de trabajo, exceso de indulgencia y demasiado desilusionado para continuar viviendo. En la capital de la modernidad después de la Primera Guerra Mundial, Josef Roth escribió, entre el 1920 y el 1933, una serie de artículos cortos de particular brillantez. Estos artículos, llamados fueilletons, tienen una casi microscópica penetración en el detalle de la complicada trama de la vida de una gran ciudad luchando para definirse y para mantener a flote su cultura contradictoria. La moderna Berlín ofrecía un ethos de ingenio nacido de la consternación y del disgusto, un idealismo disfrazado de ironía y una explosión de creatividad prontamente aniquilada por los nacionalsocialistas. Su más brillante cronista era Josef Roth. Aunque Historias de Berlín, de Christopher Isherwood, llegó a ser asociado con el Berlín de Weimar, gracias a su popularización por la película Cabaret, no se acerca a ser un testimonio como lo son los fueilletons de Josef Roth. Isherwood escribió a su amigo Wystan Auden de los placeres inducidos por la abundancia de hermosos hombres jóvenes jugando en los bares y clubes, sus fabulosos traseros envueltos en estrechos calzoncillos. Desde luego, creo que ésta puede ser una razón bastante buena para estimular un viaje de placer, pero no llega a entrar en la primera clase en cuanto a profundidad. Josef Roth vio a una gran civilización destruyéndose. Su colección de cortas piezas periodísticas llamadas Lo que vi: Reportes de Berlín 1920-1933, parte ensayo, parte impresión y parte crónica, tienen un desapego desacostumbrado. Leyendo la colección se reconoce el significado del comentario de Roth a su editor: que el fueilleton era críticamente importante para el periódico y muchísimo más lo era para el lector. Escribió: “Dices cosas verdaderas en media página”. Estos ensayos tienen una importancia particular para algunos de nosotros. A menudo hablan de gente condenada, en tránsito perpetuo, desplazada de su hogar familiar; hasta los que perpetuaron atroces crímenes en el nombre del estado eran condenados. Al igual que la burguesía presumida que escogió quedarse sorda y muda; los hijos y nietos de la cual ahora pagan el precio: un mundo sin sentido y la pérdida del alma. Roth vio llegar todo esto. Roth era un novelista. Algunos dicen que era un gran novelista. Sin embargo, jamás le gustaron los centros de diversión y de la vida literaria. “Berlín es glacial —diría— aún cuando esté a 40 grados.” Vemos humo levantarse en el horizonte. ¿Qué nos trae a la mente sino el quemar de libros y de carne? Sólo los sonámbulos son inmunes a semejantes pensamientos. Vivimos en un mundo de asombrosa tecnología; en un mundo donde los recursos intelectuales proliferan exponencialmente, pero, no obstante, poseemos menos sabiduría y menos integridad. La brutalidad se hace más brutal, el pensamiento barato más barato y nuestro apetito más voraz sin importar cuánto se devora. Henry Vermillion
Josef Roth percibió la incapacidad del intelecto humano, racional, para resistir el terror y la brutalidad que se movilizan en la secuela de una gran guerra. Su desilusión lo incitó a producir una literatura notable y terminó por matarlo. Curcio Malaparte escribió que la guerra se hace para despejar el camino para los nuevos órdenes del poder. La publicidad no es más que el estruendo de la propaganda al servicio de las comodidades —comodidades tan anónimas que su lugar de manufactura es imposible de rastrear. Mientras vivimos en el hilo de la catástrofe nuestras respuestas son incendiarias y formuladas pornográficamente. Josef Roth escribía con cierto desapego pero era capaz de una penetración cáustica y perceptiva. Sus observaciones sobre la vida y las costumbres burguesas y bohemias son tan mordazmente expresivas como el arte de Georg Grosz. En su Ecce Homo, Georg Grosz creó una serie de imágenes de una ferocidad inolvidable alrededor de la crueldad del comportamiento ordinario. También produjo un
George Grosz
cuerpo de trabajos “pornográficos”. Están poseídos por una energía erótica tan gráfica, lunática y absurda como el sexo mismo: animal y humano. Sus acuarelas de mujeres expuestas con salacidad y el despliegue fluorescente de erecciones masculinas contienen una sátira demoníaca sin un vestigio de piedad o de sentimiento. Berlín se abrió al sexo. ¿Y por qué no lo habría de hacer? La guerra había diezmado su juventud varonil y cuatro años de matanza dejaron a sus mujeres desoladas. La guerra había despejado el camino para un orden nuevo. En el principio y por diez años la modernidad guió la vida intelectual y creativa de Berlín. Luego la República fracasó. Murió en el desastre del fascismo. En 1938, el gobierno nacionalsocialista alemán, el hitleriano Tercer Reich, montó un espectáculo donde mil obras consideradas arte degenerado eran expuestas. Algunos de los artistas etiquetados eran Kirchner, Heckel, Schmidt–Rotluff, Pechstein, Beckmann, Nolde, Munter, Muller, Macke, Marc y Georg Grosz. Hice una lista corta. Ahora haré otra: absolutismo, corrupción, tiranía, especulación, crueldad, codicia, indiferencia, malas intenciones, mal gusto. ¿Qué es lo que hace degenerada la “pornografía” de Grosz? Nada de lo que yo pueda ver. Es simplemente tan humana, sin engaño o falso sentimiento. Éstas no son grandes pinturas, aunque son grandes acuarelas. No conozco ningún otro acuarelista que use dicho medio con tanta fuerza expresiva. El trazado es majestuoso y libre, los contornos
todo lo que es original y personal no puede ser degenerado teñidos son tónicos y vigorosos y las formas me hacen reír. Así como me repelen e intrigan. Josef Roth usa una frase en su ensayo “La industria del placer berlinés”: entretenimiento industrializado. Allí está la clave, creo. Todo lo que es original y personal no puede ser degenerado. Lo que nos llega como “placer industrial” siempre tiene la mácula de la pornografía. Josef Roth escribe de un tiempo anterior a la guerra: “el placer era siempre un negocio, pero no era todavía una industria”. El III Reich hizo dos cosas excepcionalmente bien. La primera fue organizarse en corporaciones monolíticas a través de una colusión de gobierno e industria —dónde terminaba lo primero y empezaba lo segundo es indescifrable. Esto, combinado con la elevación de una sinrazón barbárica a una posición de virtud, puede erguirse como una definición de fascismo. La otra cosa que hizo con una “eficiencia” virtuosa fue formular y llevar a cabo su plan de liberar a Alemania, a Europa y al mundo, de los judíos y de la vida intelectual judía. Este legado aún permea la Europa actual.
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¿Cómo puedo saber que la civilización europea llegó a su fin? Continúo el vagar que es mi herencia. En exilio, el viajero se fija siempre en el posible peligro. Si una vez pensaba que la condición de exiliado terminaría con mi experiencia, sé más ahora. Uno entre muchos, un hombre diminuto sin importar el tamaño del talento, en una multitud de incontables pequeños hombres, cada uno moviéndose, moviéndose sin parar, a pie, en camión, en tren. Nací en 1939 y viví en la aprensión de las pérdidas, de la sobrevivencia, de la guerra, hasta llegar a una gradual comprensión de que lo que para mí era valioso y vital —a saber el intelecto y la expresión creativa original— se encontraba indefenso confrontado con la barbaridad. Un periodista escribió que la historia registra el relato de los asesinos. Stalin dijo:”Si mato a tres hombres es una tragedia. Si mato a tres millones nadie hace caso”. Y también dijo: “Mucha gente, muchos problemas; poca gente, pocos problemas”. Stalin era agudo. Hitler y Stalin emplearon un enorme aparato para matar. ¿Quién hace cosas así? ¿Es una patología? ¿O son aberraciones el altruismo y la amabilidad? Freud, cuya imaginación creativa y penetración era original y humana (y quien ha sido calumniado y rebajado últimamente), habló de un impulso tanático y hacia la destrucción como un aspecto esencial del carácter. Y opuesto a esto, lo erótico. Ésta es una visión optimista porque infiere que podemos escoger. La tiranía te estructura la vida y te niega la elección. Leo a Josef Roth y me ilumina un tiempo oscuro del cual todavía necesitamos emerger. En las secuelas del desastre de la guerra y de la tiranía, que duró un tiempo tan largo y acortó la vida de tantos, vivimos todavía en estructuras políticas cuya única respuesta a la amenaza y al terror es amenazar e infundir terror. Traducción: Sanaa Taha
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CINE ALEMÁN ACTUAL
José Fernando Cuevas
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el Expresionismo a las propuestas del Nuevo Cine Alemán de la década de los setenta, la producción fílmica del país teutón ha vivido claroscuros: hoy se advierte una diversificación estilística y temática que mira al pasado y disecciona el presente desde la comedia hasta el realismo social, en un estado de búsqueda imparable por renovarse. Una nueva generación de realizadores y mecanismos que permiten la relación con otras culturas para crear obras de enfoque múltiple. Algunos ejemplos: El pasado nazi ha sido revisado a partir de lecturas polémicas: La caída (Oliver Hirschbiegel, 05) es una claustrofóbica descripción de los últimos días de Hitler con todo y la imponente interpretación de Bruno Ganz, en la que se enfatiza la ambivalencia de uno de los personajes más analizados de la historia mundial. Por su parte, El noveno día (Volker Schlöndorff, 05) plantea, con su respectiva carga política, la participación de la Iglesia católica durante el nazismo, temática revisada en Amén (01) de Costa Gavras. Mien-
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tras tanto, en Napola (Dennis Gansel, 04) nos internamos en los centros de enajenamiento para formar a las juventudes nazis. Existen también divisiones geográficas o impuestas; Alemania partida a la mitad es vista como destino esperanzador o como ejemplo de la perversión del capitalismo global llevado al extremo: Adiós a Lenin (Wolfgang Becker, 03), mitad sátira, mitad drama, en donde los personajes símbolo viven la consecuencia de la reunificación alemana, con sus respectivos ideales y formas de ver la realidad que los circunda. Para tal efecto, se recupera una familia en concreto y su medio próximo ejemplificando así, desde un microcosmos, los efectos de tan trascendente suceso. En Luces distantes (Hans Christian Schmid, 03), un grupo de inmigrantes ucranianos son abandonados en Polonia: un río imperturbable se atraviesa a manera de advertencia mientras los egoísmos y solidaridades buscan navegarlo. Se muestran personajes que buscan escapar de sus encierros vitales y culturales: una particular relación entre salvífica y destructiva se reconstruye en Contra la pared (Fatih Akin, 04), ganadora del León de Oro en el Festival de Berlín y desarrollada en Hamburgo con aroma turco. Aquí, un alcohólico conoce a una joven musulmana; ambos han intentado suicidarse por motivos en apariencia opuestos. De ahí nos vamos al peor terror de todos: el invisible, el apenas insinuado, el marcado por la incertidumbre; es Hotel (Jessica Hausner, 04) en donde la nueva empleada se enfrenta a un bosque cual críptico cuento infantil; enigmática co–producción austriaco–alemana con preciso manejo de la iluminación y sutiles movimientos de cámara, al fin tan absorbentes como el desenlace mismo. Con miradas al límite del exotismo, hemos visto cómo el cine alemán ha encontrado una vertiente casi etnográfica más allá de sus fronteras: basada en el libro autobiográfico de Corinne
Hofmann, La princesa Massai (Hermine Huntgeburth, 05), narra el duro romance intercultural de una turista suiza con un guerrero Massai, a partir del amor a primera vista surgido en Mombasa y su posterior desarrollo en los arbustos de Kenia, muy lejos de las costumbres occidentales y muy cerca de los rituales y hábitos de la tribu. Y producida junto con Mongolia, La historia del camello que llora (Luigi Falorni y Byambasuren Davaa, 03) parte de una permisa tan sencilla como conmovedora para extrapolar ciertos apuntes culturales de las relaciones familiares y con el entorno natural, a partir de un espíritu documentalista. Sirva como una pequeña muestra de lo variopinto que resulta hoy el cine alemán, recreando identidades y recuperando tradiciones bien aprendidas: voltea al pasado con perspectiva crítica, reformula su presente y se expande más allá del reduccionismo eurocéntrico, asimilando corrientes, asumiendo nuevas identidades e integrando luces prismáticas.
switch SELFPORTRAITS IN RUINS Photographs by Anne Arden McDonald
When I I could
was a teenager,
I
thought that if
make a beautiful picture of myself,
that was how first place.
I
came to photography in the
After
a few months or a year of taking pic-
tures in my home,
I
started breaking into
make a bunch of copies of it and give it to
abandoned buildings because they felt famil-
would change.
a metaphor for me as this is how
people, they would like me better and my life
These
smells.
iar and also foreign.
are in some ways
I
felt as a
child: left out, left behind, forgotten.
spaces also have great textures and
And they also have a holy and nostal-
I
go to places that have a mood, and
is me in terms of that space and what
I
I
place has died, which is perfect for the way
I’m
interested in how things fall apart, decay.
I
have
my mood and the two mix and what comes out
gic feeling because part of the energy of the work, part ritual and part daydream.
They
I
was
processing at that time in my life, and what imagined there.
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INFAMOUS SNAPSHOTS 1
The man at the centre of the photograph looks at the ground. He knows that what the Germans are beginning to discover about him will only further complicate his situation. The coat he wears could be part of his Red Army uniform but is most probably an offering from his captors who suspect his exchange value. The man on the right, of which we only see the military cap, part of a decorated shoulder and a smiling face, cannot believe what he is hearing, nor can the officer we see with his back half turned and who holds in his hand what are possibly Yakov’s identity papers. Yes, Yakov is the name of the man with the coat and with his eyes to the ground. Ekaterina Svanizde, Stalin’s first wife, died in 1907, only four years after her wedding with the young rebel. During her funeral someone heard Stalin say that any warm feelings he might have nursed towards humanity died with her. That only she knew how to melt his stony heart. Ekaterina and Joseph had a son: Yakov Dzhugashvili, with whom Stalin never got along. Perhaps due to this tension and to the lack of his father’s approval Yakov shot himself, but survived. A few days after the incident someone heard Stalin say: “The boy can’t even shoot straight.” Some time after the photograph we are looking at was taken, Stalin was contacted by the Nazi headquarters with an interchange offer: the Germans would deliver the lieutenant Yakov Dzhugashvili, son of the great leader of the Soviet forces, if the Kremlin freed the German fieldmarshal Paulus. While rejecting the offer Stalin was heard to say: “I have no
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son”; and someone also heard him say “A lieutenant is not worth a general.” It seems that some time later Yakov managed to end his life by running into an electric fence in the Saschenhausen concentration camp. No one heard Stalin say anything at all.
This maneuver would subject the conversation to an intolerable stress. It turned any discussion into a cloudy, tiresome, and beleaguering matter, and through the smoke a single red unencumbered concept would emerge: a desire to beat Byron about the ears, or make a fool of him; perhaps by gratuitously knowing more about Derrida or Lacan than he did, in some abstruse way he would not be able to refute. I can imagine Byron if someone mentioned Isherwood: “If we were really going to talk about Christopher Isherwood, we’d have to foreground the history of homosexuality in the
Cafe Isherwood Bradburn Young
I had a friend named Byron who used to fuck up conversations whenever they started to touch on subjects he considered “serious”. He would say, “If we were really having an actual conversation about this, we would not neglect the unthought kernel sitting there like a hand grenade at the heart of the subject, and I am referring of course to X—but of course, this isn’t a real conversation. This is just some café talk.” X was something Byron happened to have been reading about. He was connected vaguely with the local university.
20th century, the Weimar Republic, E.M. Forster, the generation of English people born about ten years too young to fight in World War One, Edward Upward, W.H. Auden, Stephen Spender, the history of Communism, the history of Vedanta in the West, and the history of the novel in the 20th century. And that’s just foreground. But we’re not going to do any of that, are we. This is just café chat. Go on. You were saying.” Irritatingly, Byron would have been right about that, but he would also have been oversimplifying, because talking about Christopher Isherwood means talking about a man writing his long and charming way through a long hall of mirrors, all the way to the tide pool at the end. The many versions of Christopher Isherwood in the many books of his life–long autobiography include not only lightly fictionalized versions of himself, but also later even more lightly fictionalized versions of himself
Edward Thöny
commenting on the earlier ones. Added to the “I” or “William Bradshaw” or “Christopher Isherwood” who are the subjects of the narratives, there is the narrator himself —that charming, polite, bitchy, rueful fellow who keeps telling the story of Christopher Isherwood and his friends. His friends called him Chris, and to keep his personas straight, and also because I’ve been following him up and down this hallway for so long, I’m going to presume to do the same. Oh, and there’s more mercurialness from Chris: he also has an anti-self, a self that doesn’t want to be a self. In a letter to John Lehmann, publisher of New Writing: “John, I am so utterly sick of being a person —Christopher Isherwood, or Isherwood, or even Chris. Aren’t you sick to death of your face in the glass, and your business–voice, and your love–voice, and your signature on documents? I know I am.” Something of this auto–ennui is present in most of the books —part of the narrator Chris’s evasive, seductive charm. Chris supplies so many perspectives on himself (and you have to double each perspective to account for the narrator, who has the anti-self as well so I suppose you should really triple it) that no single one of them gives you a place from which you can look at the eternal Chris. Take, for example, his decision to go to Berlin. Twenty–four years old, with already one novel published, Chris went to Wei-
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mar Berlin to meet his friend Wystan. In one version of the story, he was planning to stay a week. He stayed several years, from 1929 until 1933, when the Nazis made it prudent for him, with his decadent and leftist friends, to leave. In Lions and Shadows, in a New Republic article in 1939 called German Literature in English, in Mr. Norris Changes Trains, in Goodbye to Berlin, in Christopher and his Kind, Chris gives and then debunks many reasons for the journey. He went to meet a psychiatrist named John Layard; he went because he had washed out as a medical student; because he felt he had no scope in England but to be a tutor; simply to visit Wystan; to learn German; because his generation felt sympathetic to German simplicity, films, war novels, and poets; and, most resoundingly, in Christopher and his Kind, because “Berlin meant Boys”—like many upper class Englishmen, Chris could not relax sexually with people of his own class or nation. Another version of the decision to go to Berlin, in Down There on a Visit, was that his odd step–relative, “Mr. Lancaster”, told him this: “Christopher —in the whole of The Thousand and One Nights, in the most shameless rituals of the Tantras, in the carvings on the Black Pagoda, in the Japanese brothel pictures, in the vilest perversions of the Oriental mind, you couldn’t find anything more nauseating than what goes on there, quite openly, every day. That city is doomed, more surely than Sodom ever was. Those people don’t even know how
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low they have sunk. Evil doesn’t know itself there. The most terrible of all devils rules—the devil without a face. You’ve had a sheltered life, Christopher. Thank God for it. You could never imagine such things.” Well, I’m convinced. So was Chris, of course. The next paragraph: “I decided that no matter how, I would get to Berlin just as soon as ever I could, and that I would stay there a long, long time.” Somewhere he says he went there because he knew there was a book in it; somewhere else he says he only started keeping the Berlin diaries as he began to realize what interesting characters he was getting to know. So many reasons, each posed with more certitude than the last. Each reason when given rings true, but in retrospect —when some later book gives another version of the real reason— not good enough, apparently. Chris trustingly submits the real reason to the presumably shrewd understanding of the reader. This comes off as a confidence between the present Chris and the reader, who are thus maneuvered into an alliance against the previous Chris—that naïve yet bold young man who used to be satisfied with such sham reasons because he didn’t understand his true context. Later he was to ask himself why he hadn’t bothered to interview Goebbels, who was available to the most casual press in those early days of the National Socialist Party, only to conclude that it just hadn’t been his thing. When he arrived in 1929, Berlin had been the capital of Germany for 58 years. Weimar had been Weimar for a little over ten years, and had four years left in it before the Nazi Gleichschaltung. Chris’s thing was atmosphere and personality. In a passage in The Berlin Stories, violence explodes suddenly out of buildings and strolling man is mobbed and beaten blind in seconds on a busy street in the middle of the afternoon. In sudden flourishes of billiard cues, beer mugs, lead–lined batons, and chair legs, red shouting faces confront each other and bullets rattle and ping around the street. Mr. Lancaster seemed to have been right about Berlin being ruled by the devil without a face. In another passage, people gather bovinely around the
front of a bank to read a notice printed in fine gothic script, like a quotation from Schiller; the notice says that everything is fine, the money in the bank is in no danger and will be available to the depositors, but —the bank will not be opening. At a popular “boxing match” the actors pretending to be boxers practically read their scripts in front of the panting crowd and no matter how pathetically the winners and losers time their obviously staged confrontations, the crowd bays with surprise. The political lesson Chris draws: these people could be made to believe anything. In terms of reportage, Chris supplies not much else: elliptical discussion of the burning of the Reichstag, references to political leaders of the day, vague agonies of soul over his own sense of commitment. Atmosphere: “The newspapers were full of death–bed photographs of rival martyrs; Nazi, Reichsbanner and Communists.” With the characters in his diaries, Chris began to plan a great novel of Berlin. Meeting Klaus Mann in the
mid–Thirties, Chris asked him what he was working on. “Oh, another prewar novel”, sighed the German. Chris’s novel, to be called The Lost, would interweave the fates of three types of lost Berliners: those who had lost their way and were being herded to war by the Nazis; those who were doomed to be destroyed by the Nazis; and those who were simply outcasts from society, lost boys and girls. Chris found himself unable to plot the novel satisfactorily. Its characters, incarnate concepts of different kinds of Berlin lostness, crowded each other awkwardly. Narrative tricks invented to resolve the crowding only made the whole seem artificial. Then John Lehmann, poet, and an editor at Hogarth Press, asked Chris for a long short story for a magazine he’d started called New Writing, and Chris sent him The Nowaks, later published as one of the stories in Goodbye to Berlin. In 1935 John accepted Mr. Norris Changes Trains as a single publication for Hogarth Press. The many characters of the grand Balzacian cavalcade of the The Lost resolved themselves into smaller troupes, and Chris published a series of long stories about the people he knew in Berlin: character sketches, somewhat satirical, generally affectionate, narrated by a self–effacing and watchful invention called in the first publications “William Bradshaw” (Chris’s middle names) and then, and thereafter in many books, “Christopher Isherwood”.
rect and personal expressiveness focused on a highly charged emotional pictorial experience. Their way of working, they hoped, would be a bridge to the future and to the work of other artists. Ernst Ludwig Kirchner committed suicide in 1938, his last shreds of hope in decency and a benign correspondence blown away by the political life of his times. Georg Grosz emigrated from Berlin to New York in 1933, a few months after Hitler came to power. Grosz was an artist of great perception (Hannah Arendt remarked that “one would see his work as caricature and then on the street realize its realism”), whose scalding, acidic representations of Berliner life have few
equals. Bosch comes to mind. He knew he was marked for arrest and probable extermination if he stayed. Kurt Weill, composer of Mahagonny and The Threepenny Opera, fled in 1933. Then again, as a Jew, his credentials for extermination were superb. A cabaret artist, Erwin Lowinsky, the epitome of Weimar Berlin sardonic wit and the model for Joel Gray’s character in Cabaret, the musical based on Christopher Isherwood’s Berlin Stories, presided over a nasty but vastly popular “Cafe of the Nameless”. A very small man, thin, angular, his most benign expression a sneer, he represented a sinister, repellent aspect of Weimar Berlin.
THE WEIMAR YEARS Peter Leventhal
The German artist Ernst Ludwig Kirchner fought in the First World War. In 1915 he suffered a major breakdown induced by his infantry experience. For ten years after that he produced a corpus of work; paintings, sculptures, and prints that defined the artistic movement we call German Expressionism. His work remains exceptional in quality and emotive potency. As a printmaker he is without peer. Perhaps only Albrecht Durer produced print work of this depth and prolific invention. Kirchner founded Die Brücke (The Bridge), a group of artists —Karl Schmidt–Rotluff, Kees van Dongen, Erich Heckel— among whom a dimalabar
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A rampant kitsch based on a saccharine sentimentality pervaded life in pre-war Germany. The war then made all sentiment suspect, giving license to a deep cynicism based on loathing —survival depended on understanding people’s worst instincts. Lowinsky must have known something. He survived the Nazi regime without leaving Germany despite being a Jew and he never revealed his experience. At the very node of the initial collapse, Weimar Germany grasped that a great, long–lived civilization had imploded and vaporized and walked like a somnambulent spectre through its own shattered residue, gone and yet present as some flickering, mirrored image of itself. In such times pornography ought to become scripture and caricature the illumination of character. Does that seem familiar? These artists and other artists and their works: for example, the theater of Piscator and Reinhardt and, yes, Brecht (although I have come to despise Brecht); the movies of Fritz Lang, the novels of Alfred Doblin and Hermann Broch, were a source of inspiration for me at a time in my youth. In those years, with inordinately difficult obstacles facing the Weimar, the Social Democrats managed to humanize and enhance the social and political life. They founded a Social Democratic Republic in the midst of putrefaction: the Junkers, the dessicated aristocracy, the discredited generals, the Freikorps, the industrial-
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ists whose greed knew no boundaries. An example of their social and political effort is the founding of the Bauhaus, a school to promote elegant and functional design for everyday use by ordinary citizens, no matter their economic possibilities. Ernst Ludwig Kirchner killed himself in 1938, in great despair. He had lost eight hundred works, most of them confiscated and destroyed by the government of Germany, by then Hitler’s National Socialist regime. Most of the sculpted objects which filled his house were destroyed by Kirchner himself. Every tyranny of our times has found new ways of introducing cruelty and hypocrisy into its scheme of barbarity, but the common equation winds down to a despair that drives the individual to oblivion and the survivor into anonimity. Josef Roth died in 1939, despondent; he was worn out by his habits of overwork and overindulgence and too disillusioned to go on living. In the capital of modernity after the First World War, Josef Roth wrote, from 1920 to 1933, a series of short articles of particular brilliance. These articles, called feuilletons, have an almost microscopic insight into the detail of the complicated life fabric of a great city struggling to define itself and to keep its contradictory culture afloat. Modern Berlin offered up an ethos of wit born of dismay and disgust, an idealism disguised as irony and a burst of creativity soon to be annihi-
lated by the National Socalists. Its most brilliant chronicler was Josef Roth. Because of its popularisation through the film Cabaret, Christopher Isherwood’s book, Berlin Stories, came to be associated with Weimar Berlin but it does not bear witness as do Joseph Roth’s feuilletons. Isherwood wrote to his friend Wystan Auden of the joys induced by the plenitude of beautiful young men sporting about the bars and clubs, their gorgeous rumps wrapped in tight shorts. Now, I believe this might be a compelling enough reason to induce travel for pleasure but in the profundity league it just doesn’t make it into the premier class. Josef Roth saw a great civilization destroying itself. His collection of short journalistic pieces called What I Saw: Reports from Berlin 1920–1933, part essay, part impression, part reporting, has an unusual detachment. Reading the collection one recognizes the significance of Roth’s remark to his publisher that the feuilleton was critically important to the newspaper and vastly more important to the reader. He wrote, “It is saying true things on half a page.” These essays have a particular importance for some of us. They often speak of a doomed people in perpetual transit, displaced from their familiar home. But then again, even those who perpertrated hideous crimes in the name of the state were doomed. As was the smug bourgeoisie who chose deaf and dumb and whose children and grandchildren now
pay the price —a world with no meaning and the loss of soul. Roth saw this coming. Roth was a novelist. Some say a great novelist. Yet he never liked the centers of entertainment and literary life. “Berlin is freezing”, he’d say, “even when it’s forty degrees.” We see smoke rising on the horizon. What comes to mind but the burning of books and flesh? Who is immune to such thoughts but the sleepwalkers? We live in a world of staggering technology; a world in which intellectual resources proliferate exponentially, yet we possess less wisdom and less integrity. Brutality becomes more brutal, cheap thought cheaper and our appetite more voracious no matter how much gets devoured. Josef Roth saw the inablity of humane, rational intellect to resist the terror and brutality mobilising in the aftermath of a great war. His disillusion incited the remarkable literature he produced and ended up killing him. Curcio Malaparte wrote that war is made to clear the way for new orders of power. Advertising is but the blare of propoganda in the service of commodities —commodities so anonymous their place of manufacture is untraceable. While living on the edge of catastrophe our responses are incendiary and phrased pornographically. Josef Roth wrote with a certain detachment but he was capable of acidic, perceptive insight. His observations on bourgeois and bohemian life and behavior, are as mordantly expressive as the art of Georg Grosz. In his Ecce Homo, Georg Grosz created a series of images of unforgettable ferocity about the cruelty of ordinary behavior. He also created a corpus of “pornographic” works. They are possessed of an erotic energy as graphic, lunatic and absurd as sex itself; animal and human. His watercolors of salaciously exposed women and the flourescent display of men’s erections contain a daemonic satire without a scintilla of pity or sentiment.
Berlin opened itself to sex. And why not? The war had decimated its manly youth and four years of carnage left its women bereft. War had cleared the way for a new order. At first, and for ten years, modernity had keyed the intellectual and creative life of Berlin. Then the republic failed. It died in the disaster of fascism. In 1938, the German government of National Socialism, the Hitlerian Third Reich, opened a show where a thousand works deemed degenerate art were displayed. Some of the artists labelled were Kirchner, Heckel, Schmidt-Rotluff,
Pechstein, Beckmann, Nolde, Munter, Muller, Macke, Marc, and Georg Grosz. I have made a short list. Now I will make another: absolutism, corruption, tyranny, speculation, cruelty, greed, indifference, bad intentions, poor taste. What makes Grosz’s ¨pornography” degenerate? Nothing I can see. It is all so human and without deceit or false sentiment. These are not great paintings, although they are great watercolors. I know of no other watercolorist who uses the medium with such expressive power. The drawing is superb and free, the stained outlines tonic and invigorating and the forms make me laugh. They repel and intrigue me too. Josef Roth uses a phrase in his essay The Berlin Pleasure Industry: industrialised entertainment. There’s the key, I think. Whatever is original and personal cannot be degenerate. What comes to us as “industrial pleasure”, always has the taint of pornography. Josef Roth writes of an earlier time before the war: pleasure was always a business, but it wasn´t yet an industry. The German Reich did two things exceptionally well. The first was to organise itself into monolithic corporations by a collusion of government and industry —where one left off and the other began was undecipherable. This can stand as a definition of fascism when
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coupled with the elevation of barbaric mindlessness to a position of virtue. The other thing it did with virtuosistic efficiency was to formulate and carry out its plan to rid Germany, Europe and the world of jews and jewish intellectual life. This legacy pervades Europe today. How do I know that European civilization has ended? I continue the ramble of my inheritance. In exile, the journeyer always fixes on possible danger. If once I thought the condition of exile might end with my experience, I know better now. One among many, a small man no matter how big the talent, in throngs of countless small men, each of us moving, endlessly moving; by foot, by truck, by rail. I was born in 1939 and lived in the apprehension of loss, of survival, of war and through a gradual realisation that what I held precious and vital, namely intellect and original creative expression, stood helpless in the confrontation with barbarity. A journalist wrote that history records the narrative of killers. Stalin said,
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“If I kill three men it is a tragedy. If I kill three million no one takes notice.” And he said also: “Many people, many problems; few people, few problems.” Stalin was a wit. Hitler and Stalin employed a huge apparatus to kill. Who does such things? Is it a pathology? Or are altruism and kindness aberrations? Freud, whose creative imagination and insight were original and human (and who of late has been maligned and demeaned), spoke of a thanatic urge toward death and destruction as an essential aspect of personality. And opposed to this, the erotic. This is an optimistic view because it means we all have a choice. Tyranny structures your life for you and denies you a choice. I read Josef Roth and he illuminates a dark time from which we have yet to emerge. In the aftermath of the disaster of war and tyranny, that lasted so long and took the life of so many, we live still in political constructs whose sole response to threat and terror is to threaten and terrorise.