HUELLAS

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Huellas NĂşm. 1|marzo-abril 2014



Huellas NĂşm. 1| marzo-abril 2014


Huellas Editorial Laberinto de páginas Primera Edición, 2014 Fotografías: Marcela Morales Edición: Regina Olivares Diseño editorial: Marcela Morales ISBN: 978 - 607 - 0030 - 20 - 8 Impreso en la ciudad de México


Laberinto de páginas Regina Olivares

En las páginas —sean de libros, revistas, catálogos— está todo. Siempre se ha dicho y se repite que en la lectura podemos encontrarnos a nosotros y a los demás: mundos lejanos, aventuras fantásticas, ciencia y placer, misterio y sencillez. Depende lo que se lea, de a quién se lea. Porque en definitiva cada página es un fragmento de la vida o de los sueños de alguien que nunca conoceremos. Y digo que nunca conoceremos porque esas personas que escriben, editan, diseñan, fotografían son siempre extraños, diferentes a nosotros, a nuestros amigos, a nuestras familias. A veces parece que estamos ahí, son nuestras palabras, nuestras letras o nuestras imágenes que aparecen y simbolizan experiencias, deseos, miedos, tantas cosas. Da igual, porque tal vez lo importante no sea el objeto sino lo que genera: leer, ver, pensar. Este hecho de confirmación que nos estigmatiza y nos introduce en un club cuyo lema es pasión e insatisfacción. La pasión que nos impulsa a volver a pasar las páginas una y otra vez y la insatisfacción de no tener nunca suficiente con lo conocido o lo aprendido. Unos buscan y otros encuentran, no necesariamente lo mismo ni de la misma manera pero en ese aliento respiramos todos. No creo que exista nada de lo que se haya dicho todo, estoy convencida de que cada pensamiento, cada idea, al margen de su calidad, es distinta de las anteriores y tengo la convicción de que la creación es de tal y tan vivificante que siempre deja un espacio para que sobre ella inventemos, fantaseemos y elaboremos. Es más, creo de verdad que la obra es tanto de quien la lee, la observa, en definitiva, de quien la recibe y la recrea. Las páginas nos descubren un lugar autónomo: geografía inestable y subjetiva, cuerpo definido que se presta al desnudo… un laberinto de palabras e imágenes lleno de pura vida.


Contenido

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El horizonte Jostein Gaarder

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Mujeres Charles Bukowski

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El alma del rostro Tulio Pericoli


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Enigma Marcela Morales

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Nocturno en que nada se oye Xavier Villaurritia

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El mito de SĂ­sifo Albert Camus

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El horizonte Jostein Gaarder

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Siempre leo detenidamente las notificaciones oficiales. Estudio con particular atención los avisos de los servicios de información del Estado. A fin de cuentas los escriben para mí: el Estado intenta comunicarse con uno de sus hijos. Como cuando un padre o una madre inicia con cierta reticencia una conversación seria con uno de sus vástagos. Y no voy a ser yo quien se oponga. Voy a dejar de fumar. Voy a beber menos. Comprenderé por qué debo pagar impuestos. Voy a mantenerme informado sobre convenios y reglamentos. Y voy a votar cada cuatro años. De esta forma tendré respuesta a todas las exhortaciones que reciba. En mi opinión, todo funciona tal como debe funcionar.

Es como un folletón algo árido y enrevesado en el que mi humilde personaje tiene derecho a participar y que incluso puede en parte coescribir. El horizonte –creo que ésta es la palabra adecuada–, el horizonte de esta constante e interminable compaña de información puede parecerme a veces, sin embargo, restringido y trivial. Es agradable que Hacienda devuelva dinero, y probablemente es acertado instalar alarmas de humo y extintores de incendios. No se trata de esto. Pero las estrellas, por ejemplo, o el misterio de la vida, o un libro importante que debería leer, nada de esto es asunto del Estado.

No tengo que preocuparme por ese tipo de cuestiones. La tierra sigue su curso alrededor del sol sin mi ayuda. Echo en falta un recuerdo ocasional de que existo. Por que estoy aquí solamente esta vez y no he de volver nunca. También esto puede resultar fácil de olvidar. Yo lo sé, es obvio que lo sé todo el tiempo, sólo con que me pare a pensarlo. Pero nadie me impulsa a hacerlo. Aquí no rige ninguna pública confidencialidad. Si en medio del flujo de la información olvido que estoy vivo, es problema mío. Puedo imaginar el siguiente comunicado oficial a la población en los principales periódicos del país: «Aviso importante a todos los ciudadanos y ciudadanas. ¡El mundo está aquí y es ahora!»

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El alma del rostro Tulio Pericoli

Si pensamos que en la pequeña superficie de un rostro podemos ver infinitas formas diversas y reconocerlas, esto quiere decir que hay en ella una retícula tan infinitesimal de signos, de relaciones entre signos, la cual conforma un mapa casi inexplorable por su extensión. En este mapa, las relaciones son más importantes que las formas, pero sobre todo, en este mapa son importantes los signos. Cuando miro un rostro, recibo de él una emoción y me dejo invadir por ella, pero luego debo traducir mis impresiones a signos. Debo leer las «palabras» pintadas en el rostro, las cuales, todas juntas, a través de su entramado de relaciones, hacen nacer dicha impresión. Debo por tanto, ver los signos de esos sentimientos. ¿Dónde está escrito que un rostro sea antipático? ¿Dónde está la palabra «dulzura», dónde están «firmeza», «ambigüedad»? Mirar bien quiere decir tener siempre ante los ojos una lente de aumento que hace visible lo que en un primer momento no conseguimos ver a simple vista (o con vista no entrenada, o apresurada, o no educada, o perezosa). El rostro está formado por dos partes, nunca totalmente simétricas. Tenemos tendencia casi por una especie de educación mental, a mirar por simetrías. Pero el rostro no es nunca simétrico. No hay un rostro que tenga una mitad igual a la otra. Unas veces, las dos partes están en total contradicción; otras, parecen construidas para equilibrarse. Como si un ojo se desviara para compensar al otro, que acaso es demasiado fijo. Creo que lo primero que hay que mirar en un rostro, cuando se hace un retrato, es la relación entre sus dos partes: la derecha y la izquierda. Es preciso trazar mentalmente una línea de separación entre ambas.

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El rostro, indudablemente, está hecho de relaciones, pero de unas relaciones que están situadas a la izquierda y de otras tantas relaciones que está situadas a la derecha; y estas relaciones, a su vez, no pueden dejar de relacionarse entre sí. Se pueden encontrar desequilibrios, conflictos, adiciones. Si uno tiene un ojo un poco convergente y el otro no, nos hallamos ante un tipo de estrabismo; pero si tiene los dos convergentes, nos hallamos ante un «carácter». Si miramos bien, y si pensamos en ello, nos damos cuenta de que cada elemento está compuesto de varias partes. Conrad habla del «pliegue de los párpados». No es fácil pensar en el pliegue de los párpados. A veces se habla del pliegue de los labios. Pero lo de que los párpados tengan pliegues es una intuición de Conrad. Los párpados tienen pliegues. Un pliegue hacia arriba o hacia abajo. Pueden tener arrugas. Todos los componentes del rostro contienen una suma de detalles. Y todos estos detalles entran a formar parte del sistema de relaciones a que

aludíamos antes. El rostro es una especie de microcosmos, donde todo está en equilibrio. En equilibrio precario, sin embargo. Porque participa el movimiento. Debajo de la piel hay una trama de músculos que activa el movimiento y da expresión al rostro. Y estos músculos, como ocurre en el gimnasio, se desarrollan, crecen, se hacen más fuertes cuanto más se les estimula. A menudo hablamos de cuerpos de gimnasio. Son los de quienes hacen gimnasia y hacen crecer sus bíceps o sus hombros. También nuestro rostro es una superficie ejercitada en el gimnasio, en el sentido de que los músculos que más se estimulan son los que se hacen más visibles. Pero ¿quién manda a los músculos que se muevan? Es el alma, nuestra parte más íntima y secreta, que quiere expresarse u ocultarse; que quiere salir de su envoltura: de esa especie de edificio en el que está confinada. El alma tiene dominio sobre los músculos. Los estimula a expresar de lo que ella cree, o lo que en ese momento desea.

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El cuerpo, en ocasiones, padece el malestar del alma. Yo tengo una pena, un dolor psíquico. Estoy mal. El cuerpo enferma. Para Groddeck, podemos incluso considerar una carie en un diente como un mal psíquico. Por lo tanto, la psiquis manda sobre el cuerpo. Puede ocurrir asimismo lo contrario. Sucede que si yo tengo algo que no funciona en mi cuerpo mi malestar somatiza al alma. Concreto: si tengo una nariz que no me gusta, mi alma sufre por ello. El sufrimiento se transmite de vuelta al cuerpo, entonces; y todo empieza de nuevo, haciéndose más complicado. Debajo del rostro, en suma, hay siempre un cuerpo. Cuando reflexiono sobre los paisajes –tema que, junto con los retratos, es el que más me interesa en este momento– con frecuencia acude a mi mente una imagen de Stevenson. En la Tierra de la colcha, Stevenson, con la cabeza apoyada en el cojín, observa los pliegues del cubrecama, que se transforma en paisaje, montes, ríos, colinas, donde flotas y ejércitos y jinetes se cruzan en choques y batallas. Pero ¿qué es lo que

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Tulio Pericoli, El alma del rostro

Stevenson no dice, dejándonos la tarea de imaginarlo? Que debajo de las mantas de la cama hay un cuerpo que crea ese paisaje, que modula y transforma su superficie. Allí debajo están los miembros muy sensibles de un poeta, con sus sentimiento tos, su historia, su vida. El paisaje, la superficie del mundo en que vivimos, es un mórbido y delicado cubrecamas sobre el cual debemos movernos de puntillas. El paisaje ha tenido un papel importante en mi vida, sobre todo en aquel fatigoso período de la adolescencia, al que he hecho alusión anteriormente. Es la visión más bella que tengo del pasado. El paisaje, el de mis colinas, naturalmente, fue la escenografía de los momentos de soledad en aquellos años, y por ende el lugar, el escenario, en el que me sentí actor solitario y grato. Este paisaje ha reaparecido ahora en mi pintura, aunque lo que hoy indago no es su pura y simple representación, sino un muro que me permite garabatear y escribir otras cosas, mezcladas con otros recuerdos. Por seguir con la metáfora teatral, es una escenografía hecha para un espectáculo que se actualiza continuamente.


Pero, al margen de esta breve disgresión, si nos detenemos a reflexionar sobre ello, el rostro y el paisaje tienen todo un vocabulario que los asemeja. Tienen una anatomía y una fisiología que los aproxima. Hablamos de arrugas en relación con el rostro y de «arrugas» en relación con el paisaje; tanto en relación con el rostro como con el paisaje podemos hablar de etapas, depresiones, cortes, hoyos, hundimientos... Podríamos multiplicar las afinidades léxicas. Yo miro un paisaje como miro un rostro. Y viceversa. En reciprocidad, hablo de «mapas» en referencia a rostros, al igual que hablo de rostros en referencia a mapas. Más allá de las metáforas, hay una única profundización visual. Tal vez el paisaje no tiene propiamente un alma, sin embargo percibo dentro de él una fuerza que determina las líneas de su superficie. Cuando miro un paisaje, automáticamente me viene a la cabeza la pregunta de por qué están allí aquella arruga, aquella colina, aquella forma montañosa; qué impulso las ha hecho aparecer de la manera en que han parecido. Exactamente como hago con un rostro.

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Enigma

Marcela Morales

La forma alargada de mi rostro, mi piel amarilla, la gran cantidad de cicatrices que se esconden en mi frente y mis cejas despobladas sólo definen una pequeña parte de mí; una fragmento fugaz que considero sólo un poco interesante y bello. En realidad lo que más disfruto y con lo que puedo pasar gran parte de mi tiempo, es en observar velozmente todo aquello para luego ponerme a pensar y a entender para qué funcionan las cosas, por qué están ahí y cómo es que yo ocupo todo eso que conforma mi cara. Mirando mis rasgos desde ese punto de vista puedo acercarme a definir quién realmente soy. El rostro y lo que aparenta me importa, sobretodo cuando no deseo pronunciar palabra y que la gente a mi alrededor sepa cuál es mi humor. La expresión de mi cara favorita es la que yo llamo “felicidad contagiada”, esa que a veces se vuelve húmeda por las lágrimas de emoción o se chapea ligeramente pero siempre contiene una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos brillantes, profudos y grandes. Es ahí cuando entiendo lo maravilloso que es poder expresarte por medio de tu propio rostro sin necesidad de nada más que de sentir. Mis ojos son la cosa que encuentro más peculiar, no por su tamaño, no por su color café ni por sus pocas pestañas sino por lo que ven y por cómo lo ven; por los determinados colores que perciben cada día y por su particular forma de definir y de hacerme reflexionar sobre eso que observan. Para mi, los ojos son lo que hace sentirme dentro de mi cuerpo y con vida. Aprecio mis ojos simplemente por tenerlos, así como aprecio cualquier otra parte hermosa y envejecida de mi rostro. No quisiera saber nunca lo que sentiría si alguna de las partes de mi cara no estuvieran ahí. ¿Cómo disfrutaría del olor a tacos y a detergente de ropa sin mi nariz? ¿Cómo podría saborear la deliciosa comida de mi mamá sin mi lengua? ¿Cómo estarían mis dientes deteriorados sino fuera por mi gusto por el tabaco y el café? Ni hablar de mis orejas grandes, heredadas de mi padre, esas orejas que me han permitido compartir el amor al escuchar tantas maravillosas canciones junto a él. Cada cicatriz, y vaya que son muchas, me recuerdan lo importante que es mi vida. Son las marcas, siempre presentes, de mi experiencia, de mis errores y también de mi sabiduría. Mi cabello tan negro es signo de fortaleza, crece a la par que el amor por mi familia. Por último mi boca, tan sensible, ella siempre dispuesta para compartir los labios con esa persona que ama y que provoca que cada detalle de mi cara y cuerpo sienta y sonría.

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Mujeres

Charles Bukowski

Estaba sentado en calzoncillos una semana más tarde. Se oyó una ligera llamada en la puerta. —Un momento —dije. Me puse una bata y abrí la puerta. —Somos dos chicas de Alemania. Hemos leído tus libros. Una parecía tener 19 años, la otra quizás 22. Tenía dos o tres libros traducidos en Alemania en ediciones reducidas. Yo había nacido en Alemania en 1920, en Andernach. La casa donde había vivido de niño era ahora un burdel. No sabía hablar alemán, pero ellas hablaban inglés. —Entrad. Se sentaron en el sofá. —Yo me llamo Hilda —dijo la de 19 años. —Yo Gertrude —dijo la de 22. —Yo Hank. —Pensamos que tus libros son muy tristes y muy divertidos —dijo Gertrude. —Gracias. —Preparé tres vodkas-7. Se bebieron lo suyo y yo lo mío. —Vamos de camino a Nueva York. Pensamos que podíamos hacer una parada —dijo Gertrude. Dijeron que habían estado en México. Hablaban bien el inglés. Gertrude era más pesada, casi una bola de manteca; era todo tetas y culo. Hilda era flaca, parecía como si estuviese apretada... estreñida y rara, pero atractiva. Mientras bebía, crucé las piernas. Se apartó mi bata. —¡Oh —dijo Gertrude—, tienes unas piernas muy sexy! —Sí —dijo Hilda. —Ya lo sé —dije yo. Las chicas siguieron mi ritmo de bebida. Preparé tres más. Cuando me volví a sentar me aseguré de que la bata me cubriera convenientemente. —Chicas, os podéis quedar aquí unos días, descansad. No contestaron. —O no tenéis por qué quedaros —dije—, no hay problema. Podemos charlar un rato. No quiero exigiros nada. —Apuesto a que conoces a un montón de mujeres —dijo Hilda—. Hemos leído tus libros. —Escribo ficción. —¿Qué es ficción? —La ficción es una mejora de la realidad. —¿Quieres decir que mientes? —preguntó Gertrude. —Un poco. No mucho.

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—¿Tienes novia? —preguntó Hilda. —No, ahora no. —Nos quedaremos. —Sólo hay una cama. —Vale. —Sólo una cosa... -¿Qué? —Yo tengo que dormir en el medio. —Muy bien. Seguí sirviendo bebidas y pronto nos disparamos. Llamé al almacén de licores. —Quiero... —Espere, amigo —dijo él—, no hacemos repartos a estas horas. —¿De verdad? Meto doscientos dólares al mes por tu tragadera. —¿Quién es? —Chinaski. —Oh,Ch in a sk i. .. ¿Qué es lo que quería? Se lo dije. —¿Sabe cómo venir? —Oh, sí.

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Llegó en ocho minutos. Era el australiano gordo que estaba siempre sudando. Cogí los dos paquetes y los puse en una silla. —Hola, señoritas —dijo el barrigón. Ellas no contestaron. —¿Cuánto es, Arbuckle?—Bueno, son 17.94 dólares. Le di uno de veinte. Empezó a rebuscar el cambio. —No hagas comedia. Cómprate una casa nueva. —¡Gracias, señor! Entonces se inclinó hacia mí y me preguntó en voz baja: «Dios mío, ¿cómo lo consigue?». —Mecanografiando. —¿Mecanografiando? —Sí, unas 18 palabras por minuto. Le saqué fuera y cerré la puerta. Aquella noche me fui a la cama con ellas. Yo en medio. Estábamos todos borrachos y primero agarré una, besándola y acariciándola, luego me volví y agarré a la otra. Fui de un lado a otro y era muy gratificador. Más tarde me concentré durante largo rato en una, luego me volví hacia la otra. Cada una aguardaba pacientemente. Yo estaba confuso. Gertrude era más caliente, Hilda era más joven. Dudaba, me ponía encima de cada una de ellas pero no se la metía. Finalmente me decidí por Gertrude. Pero no lo conseguí. Estaba demasiado borracho. Nos quedamos dormidos, con su mano agarrándome la polla y mis manos en sus tetas. Mi polla se bajó, sus tetas siguieron firmes. Hacía calor al día siguiente y bebimos más. Llamé pidiendo comida. Puse el ventilador. No hablamos mucho. A estas alemanas les gustaba beber. Salieron y se sentaron en el viejo banco de mi porche. Hilda en shorts y sujetador y Gertrude en una ligera combinación rosada, sin sujetador ni bragas. Max, el cartero, llegó a casa. Gertrude recogió mi correo. El pobre Max por poco se desmaya. Pude ver la envidia y la incredulidad en sus ojos. Pero, por lo menos, él tenía seguro social...

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Charles Bukowski, Mujeres


Hacia las dos de la tarde Hilda dijo que iba a dar un paseo. Gertrude y yo entramos. Finalmente sucedió. Estábamos en la cama y nos desnudamos. Después de un rato nos metimos en ello. La monté y se la metí. Pero se fue bruscamente hacia la izquierda, como si hubiese una curva cerrada. Sólo recordaba una mujer igual, pero aquello había estado muy bien. Entonces empecé a pensar, me está engañando, no la tiene metida. Así que la saqué y se la volví a meter. Entró y de nuevo hizo un fuerte giro a la izquierda. Vaya mierda. O bien tenía un coño jodidamente extraño o no la estaba penetrando. Bombeé y sacudí mientras se me doblaba en aquel rudo giro. Trabajé y trabajé. Entonces sentí como si estuviese tocando hueso. Era chocante. Me di por vencido y lo dejé. —Lo siento —dije—, parece que no es mi día. Gertrude no contestó. Nos levantamos y vestimos. Salimos a la sala, nos sentamos y esperamos a Hilda. Bebimos y esperamos. Hilda tardó un buen rato. Largo, largo rato. Finalmente llegó. —Hola —dije. —¿Quiénes son todos estos negros de tu barrio? —me preguntó. —No sé quiénes son. —Me dijeron que podía sacarme dos mil dólares por semana. —¿Haciendo qué? —No me lo dijeron. Las alemanas se quedaron dos o tres días más. A mí se me seguía doblando hacia la izquierda con Gertrude aun cuando estaba sobrio. Hilda me dijo que estaba con Tampax, así que no era de gran ayuda. Finalmente recogieron sus cosas y las llevé en mi coche. Llevaban grandes mochilas de lona que cargaban sobre sus espaldas. Hippies alemanas. Seguí sus instrucciones. Gira por aquí, gira por allí. Subimos más y más a las colinas de Hollywood. Estábamos en territorio rico. Había olvidado que había gente que vivía fabulosamente mientras la mayoría de los otros se desayunaban con su propia mierda. Cuando vivías donde yo vivía empezabas a creer que cualquier otro sitio era como tu propio cuchitril. —Aquí es —dijo Gertrude. El coche estaba al comienzo de un largo camino privado. Arriba había una casa, una casa grande, grande, con todas las cosas en ella y a su alrededor que suelen tener estas casas. —Mejor nos dejas que vayamos andando—dijo Gertrude. —Sí —dije yo. Salieron. Di la vuelta al Volks. Ellas se quedaron en la entrada despidiéndome, con sus mochilas en la espalda. Yo les dije adiós, luego me fui, puse punto muerto, y me dejé deslizar montaña abajo.

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Nocturno en que nada se oye Xavier Villaurritia

En medio de un silencio

desierto

y en el juego angustioso

como la calle antes del crimen

de un

en esta

cae mi voz

soledad

sin

paredes

espejo

frente a otro

sin respirar si quiera

y mi voz que madura

para que nada turbe mi muerte

y mi voz

al tiempo que huyeron los ángulos

quemadura

y mi bosque madura y mi voz quema dura

en la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre para salir en un momento tan lento en un i n t e r m i n a b l e descenso

como el hielo de vidrio como el grito

de hielo

aquí en el caracol de la oreja el latido

de un mar

sin brazos que tender en el que no sé nada sin dedos

para alcanzar en el que no se nada

la escala que cae de un piano invisible sin mas que una mirada y una voz que no recuerdan haber salido de ojos y labios ¿qué son labios?

pies y brazos siento caer

en la orilla fuera de mí

la red de mis nervios

¿qué son miradas

que son labios?

más huye todo como el pez que da cuenta

y mi voz ya no es mía

hasta siento en el pulso de mis sienes

dentro del agua

muda telegrafía

que no moja

dentro del aire

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porque he dejado

de vidrio

a la que nadie responde

dentro del fuego lívido

porque

que corta como el

nada tienen ya que decirse

grito

el sueño y

la muerte


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El mito de Sísifo Albert Camus

Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso.

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Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento


por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.

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Albert Camus, El mito de SĂ­sifo


Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Sin embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciegwo y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha.

Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas,mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¿Cómo? ¿Por caminos tan estrechos...?» Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado.Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

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Esta edici贸n se termin贸 de imprimir durante el mes de marzo de 2014 en la ciudad de M茅xico. El dise帽o editorial estuvo a cargo de Marcela Morales.



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