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Un cuento: “Aristocracia”, por Fernando Regueira

Un cuento

ARISTOCRACIA

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por Fernando Regueira

— ¿Le puedo confesar algo? susurró mientras se inclinaba hacia mí. No atiné a responder. La voz del hombre se sobrepuso al griterío.

— Es la verdadera aristocracia lo que extrañamos. El mando de los mejores. A pocos metros de allí, la pelea continuaba. Precisa. Obstinada.

— Y no quiero que la palabra “mando” tenga en sus oídos resonancia militar. Es exactamente lo opuesto lo que quiero decirle, porque no se basa en la fuerza.

La multitud a nuestro alrededor rugía acompañando cada golpe. Era un gran espectáculo de box, pero la voz de mi vecino continuaba, imperturbable.

— Es algo muy difícil de definir, porque sólo los mejores son capaces de reconocer a los mejores. No hay ley que pueda instaurar una aristocracia. Es algo que se debe manifestar como una verdad evidente. Solo así pueden todos acatarla con gusto y disfrutarla en consecuencia. No hay aristocracia allí donde hay imposición. La aristocracia sólo florece donde reina la verdadera libertad.

Los golpes en el cuadrilátero seguían percutiendo sin descanso. Mi atención oscilaba entre los peleadores y mi vecino, con un ritmo de creciente desesperación.

— Mire usted el espectáculo de ahí, sin ir más lejos. Puede ganar el mejor boxeador, el de mejor técnica, más comprometido con su oficio, el que más ha entrenado. O puede suceder todo lo contrario. Un único golpe afortunado puede torcer completamente el desarrollo de las cosas. De todos modos, habrá un ganador y un perdedor. Y será la fuerza quien lo determine en última instancia.

— No menosprecie el valor de la viveza, dije señalando a Falucho, el peleador de pantalón rojo, que en ese instante pegaba un golpe bajo el cinturón a Longoni, de pantalón azul, sin que el árbitro notara la falta.

— Bueno, por supuesto, si prescindimos de las reglas y la buena fe, es un ancho e ilimitado mundo el que tenemos frente a nosotros.

— ¿No es eso la libertad acaso?— , pregunté.

— Si usted quiere.

Dijo, y por un segundo se hundió en un silencio profundo como un pozo. Sus ojos seguían la coreografía de los peleadores. O tal vez, se perdían en el inasible brillo de las luces.

— ¿Pero no se dice que los deportistas son hoy la nueva aristocracia?

Ahora era yo el que buscaba conversación.

— Inventos del periodismo. Cuando no hay aristocracia algo tiene que llenar el vacío.

— ¿Pero acaso no tienen mérito los deportistas?

— Mucho, pero no es mérito exactamente a lo que me yo refiero. Es algo que depende menos de la voluntad, algo que fluye como el agua de manantial. No un esfuerzo de la voluntad, sino una suerte de ser cabalmente ese algo que se es.

Longoni sobrellevaba con hidalguía lo que a esa altura era un completo abuso de mala fe de su rival. A los golpes bajo el cinturón, Falucho ahora había sumado los clinchs ilegales.

Curiosamente el público parecía preferir al peleador innoble. Los gritos de aliento hacia él se volvían ensordecedores por momentos. Mi vecino pareció reparar, por primera vez, en la multitud que nos rodeaba.

— En el fondo todo se trata de dinero. Como en esta pelea. Un ganador. Un perdedor. Algunos ganarán dinero, otros lo perderán. La vida misma. Quiero decir, la vida de hoy. ¿Usted por quién apostó?

— Por Longoni. Es el mejor boxeador.

— Un peleador fino, aplicado, con técnica. El mejor de los dos sin duda. Súmele a eso la nobleza de no recurrir a las bajezas de su rival.

— Es el mejor. Yo creo que hoy gana.

En el rostro de mi vecino se dibujó una mueca ambigua. Intenté regresar a la conversación.

— ¿Y usted, apostó?

Una sonrisa o lo que tomé por tal en ese momento subió un instante a la superficie de su rostro y con igual rapidez desapareció. Su respuesta nunca llegó. Siguió como si nada.

— Que no hay nada que hacer hoy en día. Yo le hablo de un mundo ya desaparecido, perdido en el pasado. O uno en un futuro que nadie es capaz ya de imaginar.

En ese instante, un golpe fulminante de Falucho dio con Longoni por el suelo. Un uppercut letal dejó a un solo contendiente de pie. La cuenta del árbitro sobró porque el destino ya estaba escrito. La pelea ya tenía su ganador.

En ese instante mi vecino se levantó con lo que me pareció una mezcla, si no resulta contradictorio en extremo, de pesadumbre y satisfacción, y dijo:

— Excelente pelea. Ahora, a cobrar.

No pude ocultar mi sorpresa.

— ¡No me diga que usted apostó por Falucho!

— Es claro.

— ¿Pero no habíamos convenido en que Longoni era el mejor?

— Y es el mejor. Yo mejor que nadie lo sé de sobra, desde que soy su descubridor y actual representante.

Mi sensación de escándalo me impidió emitir palabra.

— ¿Acaso le sorprende que haya apostado en su contra? No crea que no tuve el buen recaudo de sumar su propio dinero al mío. De ese modo todos ganan, ¿comprende?

Hoy me avergüenzo al recordar que no tuve nada que argumentar en ese momento, así como no me avergüenza reconocer que en los años siguientes pensé mucho en las palabras de ese desconocido.

Antes de alejarse, se dio vuelta y me dijo con gesto vencido.

— Es lo que le dije, amigo. La aristocracia. Lo que verdaderamente extrañamos es la aristocracia.

Después se perdió definitivamente por el túnel de salida.

A Group of Artists (Otto Mueller, 1927)

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