Categoría Adulto <LA PROFECÍA DEL ABAD> Gabriel Merino Categoría Infantil-Juvenil <BUSCANDO UNA ESTRELLA> Christian Espada Ruiz Categoría Adulto 1º Finalista <EN SU PIEL> Ginés Mulero Caparrós Categoría Adulto 2º Finalista <SI YO FUERA GATO> Amalia Lozano
Edita: Bibliotecas Públicas Municipales de La Rinconada. Área de Cultura del Ayuntamiento de La Rinconada. Reservado todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeran, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. Todos los textos e ilustraciones son propiedad de los autores.
ISBN: en trámite. Depósito legal: Impreso por La Rinconada, 2013
Nadia Gallardo S煤jar Concejala de Cultura y Memoria Hist贸rica
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XIII CONCURSO DE RELATOS GLORIA FUERTES
Categoría Adulto <LA PROFECÍA DEL ABAD> Gabriel Merino
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Gabriel Merino Nacido en Sevilla el 6 de julio de 1971. Estudié E.G.B. en el Colegio Público José María del Campo de Sevilla. Trabajo en el ramo de la hostelería. En el ámbito literario, soy autor de varios relatos de terror, así como de varias novelas de diversos géneros (novela-histórica, policíaca, intriga y temática cofrade). Dos de mis obras han resultado finalistas de sendos concursos de narrativa: Altares de sangre (finalista del I Concurso de Narrativa para autores Noveles, organizado por la editorial Alfar), y El Evangelio de Santiago de Zebedeo (finalista del XLIV Premio de Novela Ateneo de Sevilla 2012). Dos de mis obras se encuentran inmersas en un proyecto editorial para ser editadas a lo largo del año 2013.
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LA PROFECÍA DEL ABAD El abad Profuturus, un venerable anciano de luenga barba cenicienta, descendió del carromato que lo había trasladado desde los calabozos pertenecientes a la sede de la Santa Inquisición hasta el cadalso de ejecución que se levantaba en el centro de la plaza de la vieja ciudad. Alrededor del tétrico patíbulo se arremolinaba una enardecida multitud compuesta en su mayoría por gente de baja estofa, entre la que predominaban prostitutas, mendigos y rufianes que lanzaban improperios y denuestos al hereje, el cual ascendió los peldaños del cadalso escoltado por dos miembros del Tribunal del Santo Oficio. El abad guardaba un ominoso silencio, sin duda, resignado a su inminente muerte, a pesar de ser consciente de su inocencia. Cuatro días atrás había sido procesado y condenado a morir inmolado en la hoguera por el Tribunal del Santo Oficio, imputándosele el cargo de tenencia ilícita de un libro herético que se incluía en el Index librorum prohibitorum, el catálogo de libros prohibidos por la Iglesia católica, considerados como perniciosos para la fe cristiana. La encuadernación herética en cuestión que los miembros del Santo Oficio encontraron entre las pertenencias de la celda del abad Profuturus era De revolutionibus orbium coelestium, escrito por Nicolás Copérnico en 1616. Ahora bien, cómo llegó aquel libro a su celda ni el propio abad lo sabía… o mejor dicho, no sabía a ciencia cierta cuándo había llegado hasta allí, pero sí sospechaba, acertadamente, cuál había sido la mano depositaria, la cual no era otra que la de fray Máximus, el hermano administrador de la abadía, quien aspiraba a convertirse en nuevo abad y que había conspirado contra el bondadoso e indulgente Profuturus, procurándose para ello la ayuda de otros tres monjes –fray Anselmus, el hermano clavero; fray Augustus, el cocinero de la comunidad y fray Renatus, el más joven de todos, que ostentaba el cargo de hermano portero- que conformaron el diabólico contubernio
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que había llevado a cabo el maléfico plan para derrocar al anciano abad. El pernicioso plan se había llevado a cabo tal y como lo había urdido el cuarteto de fementidos frailes, penetrando furtivamente en la celda del abad Profuturus y escondiendo el pecaminoso libro en ella. Una vez realizada aquella operación, el hermano Máximus se presentó en la sede de la Santa Inquisición y denunció al abad por tenencia ilícita de una encuadernación prohibida. Cuatro miembros del Santo Oficio se presentaron inmediatamente en la abadía y procedieron al registro de la celda del anciano prepósito, encontrando, naturalmente, el ejemplar de Nicolás Copérnico bajo el jergón del camastro. El abad Profuturus fue detenido, conducido y encerrado en los pestilentes y sombríos calabozos del castillo de la Santa Inquisición. En la vista oral celebrada al día siguiente, el Inquisidor General, haciendo caso omiso de las súplicas y alegatos del procesado, lo declaró culpable de herejía, condenándolo irremisiblemente a la hoguera a manos del brazo secular en un auto de fe. Y allí se encontraba el desgraciado abad, en lo alto del entarimado cadalso, ataviado con el injurioso sambenito, dejándose maniatar las manos por un verdugo a un enhiesto poste mientras otro hacinaba leña en torno a él. El anciano cerró los ojos y comenzó a bisbisear una plegaria, justo en el momento en el que uno de los verdugos prendía con una tea la montonera de leña y paja apilada a sus pies. El abad sintió cómo el asfixiante humo se le colaba por sus fosas nasales y las virulentas llamas lamían sus tobillos, produciéndole un dolor lacerante que le obligó a abrir los ojos y emitir un gemido de dolorosa angustia mientras a sus oídos llegaba el enfervorizado griterío de la morbosa turbamulta. Fue entonces cuando los vio: a escasos metros de él, bajo el cadalso, solapados entre el gentío, reconoció a aquellos cuatro oprobiosos monjes que lo habían inculpado de un delito que no había cometido. La cólera se adueñó del viejo abad y, clavando sus ojos inyectado en sangre en los frailes, gritó: -¡Pagaréis caro vuestro ignominioso acto, malditos hijos
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de Satanás! ¡Volveré a este mundo para llevaros ante el Todopoderoso y rindáis cuenta ante Él! ¡Iréis directamente al infierno! Aquellas fueron las últimas palabras del abad antes de que los espeluznantes alaridos de dolor brotasen de su garganta cuando su cuerpo quedó envuelto en llamas, desfigurándole el rostro y abrasando y descarnando cada centímetro de su piel. Los cuatro frailes se cubrieron sus cabezas con las capuchas del hábito y abandonaron en silencio la plaza de la vieja metrópoli. Tan sólo dos semanas después del ajusticiamiento del abad Profuturus, la abadía fue asolada por un brote de tuberculosis que segó la vida de todos los novicios y de la gran mayoría de los monjes, casos del hospedero, cillerero, enfermero, y todos los copistas, encuadernadores e iluminadores que trabajaban en el scriptorium, a excepción, curiosamente, de los cuatro conspiradores que habían atentado contra la vida del anterior abad, quienes quedaron indemnes de la infecciosa enfermedad. Aparte de ellos cuatro, el hermano bibliotecario aún resistía los embates de la truculenta enfermedad, aunque muy debilitado y postrado en cama, agonizante y delirando en los estertores de la muerte. Al atardecer del día de los Fieles Difuntos, fray Augustus penetró en el despacho del nuevo abad Máximus, quien, en compañía de fray Anselmus, revisaba las cuentas de la comunidad. El grave semblante de fray Augustus no pasó desapercibido para el nuevo prepósito. -¿Ocurre algo, fray Augustus? -Sí, abad –respondió el hermano cocinero con voz condolida-. El hermano bibliotecario acaba de entregar su alma al Altísimo.
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El abad Máximus se persignó. -Que Dios lo acoja en su sagrado seno. Fray Anselmus, encargaos de preparar el catafalco en la iglesia. Velaremos el cuerpo de nuestro hermano toda la noche y mañana le daremos cristiana sepultura en el cementerio de la abadía. -Así se hará, padre abad. -Me preocupa sobremanera la merma de hermanos que se ha producido en la comunidad –confesó el abad Máximus-. Tan sólo quedamos cuatro miembros y la existencia de la abadía peligra alarmantemente. -El difunto abad Profuturus está cumpliendo su profecía de regresar de entre los muertos para acabar con nuestras vidas –dijo el cocinero, cuyo rostro había palidecido notoriamente. -¡No digáis sandeces, fray Augusto! –gritó el nuevo abad-. Nuestros hermanos han perecido a causa de una mortífera epidemia. Ha sido un designio de Dios, no una estúpida profecía. Es más, en el caso de que os asistiese la razón, ¿por qué nosotros cuatro hemos sobrevivido a la epidemia? ¡Vamos, decidme! En aquel momento, la esquila de la puerta principal de la abadía comenzó a repicar. -¿Quién demonios llamará a estas horas? -Será algún peregrino pidiendo alojamiento en la hospedería, abad –respondió fray Anselmus. Las dudas de los monjes quedaron disipadas cuando fray Renatus, el hermano portero, entró precipitadamente en el despacho como alma que lleva el diablo y con el rostro desencajado. -¡Hermanos, venid a ver esto! Los tres monjes siguieron al hermano portero hasta la entrada principal de la abadía.
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-¿Qué ocurre, fray Renatus? –preguntó el abad, intrigado. -¿Acaso no lo veis? –respondió el hermano portero, señalando el umbral de la puerta. Los monjes quedaron estupefactos y confusos al reparar en cuatro oblongas lápidas de piedra que descansaban sobre el suelo, en cuya superficie aparecían esculpidos cuatro nombres: MATEO, SANTIAGO EL MENOR, JUDAS ISCARIOTE y PABLO. -¿Qué broma de mal gusto es ésta? –peguntó, atónito, el abad. -No tengo la más remota idea, abad –respondió fray Renatus. -¿No sabéis quién ha depositado esas lápidas en la puerta de la abadía? –preguntó en aquella ocasión fray Anselmus. El hermano portero meneó la cabeza antes de decir: -Llamaron a la campanilla y cuando abrí me encontré con las lápidas inscritas con esos cuatro nombres de Apóstoles. No había nadie en la puerta. -Está bien. Dejaremos esas malditas lápidas ahí fuera y mañana por la mañana nos desharemos de ellas –concluyó el abad-. Fray Renatus, cercioraos de que las puertas queden bien cerradas. Y ahora, vayamos a amortajar al hermano bibliotecario para velarlo en la iglesia. El fúnebre catafalco revestido de negros paños que acogía los restos mortales del hermano bibliotecario fue instalado en el presbiterio de la iglesia abacial, delante de la urna de cristal que contenía la santa reliquia del sagrado Pilum que se veneraba en la abadía, es decir, la lanza con la que fue traspasado el costado de Jesucristo en la cruz y que en la abadía se tenía como la verdadera y genuina lanza utilizada
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por Longinos en el Gólgota en el año 33 de la era cristiana. Nada más comenzar el velatorio se desató una monumental tormenta en el exterior que arreciaba con despiadada crueldad, destellando los refulgentes relámpagos en los cromáticos vitrales y el cimborrio de la iglesia, y rugiendo, ensordecedores, los bramidos de los truenos, que hacían temblar los muros del templo. Los cuatro monjes velaron el cadáver hasta que hicieron un obligado alto para subir al coro y cumplimentar el preceptivo rezo de completas, el último oficio del día. Una vez concluido, volvieron junto al catafalco y comenzaron a entonar salmos fúnebres. La noche había caído definitivamente y la asfixiante oscuridad reinaba en el interior de la iglesia, tan sólo abortada por la mortecina y parpadeante claridad que despedían los cuatro cirios de los blandones que flanqueaban el catafalco. Unos minutos después, el abad Máximus echó en falta a alguien. -¿Dónde está fray Anselmus? -Debe haberse quedado en el coro –dijo fray Renatus. -Id a buscarlo. -Sí, padre abad –acató el hermano portero. Unos segundos después, el espeluznante grito de fray Renatus desde lo alto del coro recorrió las altas bóvedas de la iglesia abacial. Una repentina ráfaga de aire apagó tres de las cuatro titilantes llamas de los cirios. La iglesia quedó en penumbras. Sin mediar palabra entre ellos, los tres monjes que permanecían junto al catafalco echaron a correr hacia el coro, subiendo con celeridad los peldaños de la escalera de caracol. Al llegar arriba, se encontraron con una estampa dantesca: fray Renatus ya no gritaba, permanecía inmóvil, pálido el rostro y la boca abierta de espanto, mirando
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fijamente la soga que descendía del campanario, cuyo extremo permanecía anudado a la garganta de fray Anselmus, pendiendo su cuerpo en el aire, oscilando de izquierda a derecha cual isócrono péndulo de reloj. -¡Virgen santísima…! –musitó el abad Profuturus sin poder apartar sus pavorosos ojos del cadáver de fray Anselmus. -¡Esta abadía está encantada y en ella habita todo un regimiento de demonios que acabarán con todos nosotros! – gritó fray Augustus en un incipiente ataque de histeria. -¡No empecéis de nuevo con vuestras majaderías! –le recriminó el abad. -¡Os repito que todas estas muertes diabólicas son obra del difunto abad Profuturus! –replicó el hermano cocinero-. ¡Está cumpliendo su profética venganza… y a nosotros, los verdaderos culpables de su muerte, nos ha reservado el final más truculento y horrible! -¡Callaos ya! –repuso el abad, irritado-. ¡Fray Anselmus se ha ahorcado por alguna extraña razón que desconocemos! ¡Nadie lo ha asesinado! ¡Eso que afirmáis sólo son supercherías de un hombre asaz sugestivo como vos! ¡Nadie ha podido entrar en esta abadía! ¡Las puertas están férreamente selladas! -Explicadme entonces quién ha traído esa lápida hasta aquí –respondió fray Augustus, señalando bajo los pies alzados del ahorcado, donde, tendida en el suelo, descansaba una de las lápidas halladas misteriosamente en la puerta de la abadía, la cual rezaba: JUDAS ISCARIOTE. -¿Qué demonios…? –balbució el abad Máximus-. Fray Renatus, ¿os cerciorasteis de cerrar bien las puertas? -Sí, abad. Nadie ha podido entrar aquí –afirmó con rotundidad el hermano portero, haciendo repiquetear el manojo de llaves que colgaba del cíngulo de su hábito.
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-Será mejor que vayamos a comprobarlo –sugirió el abad. Los tres monjes llegaron a la puerta principal, la cual permanecía cerrada a cal y canto mediante tres enormes cerrojos interiores. -¿Lo veis? –dijo el hermano portero-. Es imposible que alguien haya entrado en la abadía. -Abrid, fray Renatus –ordenó el abad-. Quiero ver si siguen ahí fuera las lápidas. El monje portero así lo hizo, introduciendo una llave de su manojo en la cerradura de uno de los dos portillos con los que contaba cada pesado batiente de la puerta principal. Una ráfaga de lluvia les golpeó el rostro nada más abrir el portillo. La tempestuosa tormenta seguía arreciando fuera. Sobre el umbral de la puerta, tendidas sobre el suelo en fila, seguían las pétreas lápidas, con la salvedad de que en lugar de cuatro, ahora solamente se contabilizaban tres. -Volved a cerrar, fray Renatus. El monje obedeció. -¿Os habéis asegurado de atrancar la puerta del huerto? -Sí, abad, todas las noches lo hago antes del comienzo del rezo de completas. Reviso tanto esta puerta como la del huerto, las dos únicas entradas de la abadía. -Id a comprobarlo de nuevo. No me fío. Fray Renatus asintió y desapareció por una de las galerías del claustro. Minutos después, un desgarrador alarido sobresaltó al abad y a fray Augustus. -¡Dios todopoderoso! ¿Qué ha sido eso? –preguntó el segundo, aferrándose al brazo del abad Máximus.
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-¡Ha sido Fray Renatus! –respondió el abad- ¡Vamos! Junto a la puerta del huerto encontraron el cadáver de fray Renatus, con la cabeza destrozada a golpes y ensangrentada. Junto al cuerpo descansaba un garrote de madera lleno de sangre, y, junto al arma homicida, una nueva lápida perlada de gotas de lluvia que rezaba: SANTIAGO EL MENOR. -¡Válgame Dios! –exclamó el abad Máximus-. ¿Qué está pasando aquí? -¡Tenemos que salir de esta abadía endemoniada antes de que nos maten! –gritó fray Augustus, quitando la viga de madera que atrancaba la puerta del huerto y descorriendo el cerrojo de hierro-. ¡Maldición, la puerta tiene echada la llave de la cerradura! -¡Coged las llaves de fray Renatus! –ordenó el abad, aterrado-. ¡Rápido! El hermano cocinero se agachó junto al cadáver y rebuscó entre el hábito de éste. -¡Que el diablo me lleve! ¡Le han robado las llaves! El abad Máximus echó un vistazo al cadáver y comprobó que, efectivamente, la argolla con el manojo de llaves había desaparecido del cíngulo del hermano portero, el cual aparecía cortado en su extremo. -Estamos encerrados y atrapados –balbució el abad. -Vayamos a la cocina, abad –propuso fray Augustus-. Allí podremos pertrecharnos de cuchillos con los que poder defendernos de un ataque. -Buena idea –convino el abad Máximus. Cruzaron el patio abierto del claustro, donde los zigzagueantes relámpagos de la tormenta fragmentaban el negro cielo. Echando mano de dos teas que colgaban de las columnas que sustentaban los arcos de las galerías del claustro, los dos supervivientes se dirigieron a la cocina.
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El hermano cocinero abrió un cajón y extrajo de él dos enormes cuchillos, uno de los cuales se lo entregó al abad. -¿Y ahora qué? –preguntó el cocinero. -El abad se encogió de hombros, indeciso. -No sé, fray Augustus… Debemos encontrar la fórmula de salir de la abadía. Si pudiésemos derribar la puerta del huerto… -¡Eso es! –gritó el cocinero con un brillo de esperanza en sus ojos-. En la leñera hay un hacha con la que podemos tirar abajo la puerta del huerto y escapar. -Bendito sea Dios por escuchar nuestras súplicas. ¡Id por el hacha y salgamos de este infierno cuanto antes! Fray Augustus cogió una de las antorchas y se perdió por una puerta lateral de la cocina que comunicaba con la despensa, la que, a su vez, hacía lo propio con la leñera. Unos minutos más tarde, el abad escuchó un ruido extraño procedente de la leñera. -Fray Augustus… ¿os encontráis bien? No obtuvo respuesta. Sin pensarlo dos veces, provisto de la tea en una mano y del cuchillo en la otra, el abad traspasó la puerta lateral, con el pánico apretándole el pecho, en el cual su corazón latía desbocado. -¿Fray Augustus…? De nuevo el silencio por respuesta. El abad Máximus tragó saliva y cruzó la segunda puerta, que comunicaba la despensa con la leñera. La fluctuante luz que despedía la antorcha le reveló el motivo del mutismo del hermano cocinero, el cual aparecía tendido en el suelo… decapitado. Su cabeza aparecía dos metros
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más allá del cuerpo, con los ojos y la boca abiertos en una inmóvil mueca de espanto. El abad, aterrado y sin habla, barrió con la mirada la dependencia en busca del hacha… Ni rastro de ella. Temblando de pies a cabeza a causa del miedo, comenzó a retroceder hasta que el talón de su pie izquierdo tropezó con algo. Bajó la vista y acercó la luz de la tea: una nueva lápida descansaba sobre el suelo. En su superficie se podía leer: PABLO. El abad echó a correr despavorido por la galería oeste del claustro, sin saber hacia donde se dirigía. En su aterrada carrera llegó a la puerta de la biblioteca. Sin pensarlo dos veces, penetró en ella y cerró la puerta, atrancándola por dentro con una de las pesadas mesas de la dependencia. Acto seguido encajó la tea en el soporte de uno de los antorcheros adosados en los muros e intentó poner en orden sus enrevesados pensamientos. La primera pregunta que acudió a su mente fue la relación que podía existir entre las truculentas muertes de los tres monjes y las lápidas que habían ido apareciendo junto a los cadáveres. De repente, todo se le reveló de forma y manera nítidas al recordar que la primera de las lápidas aparecidas había sido la que llevaba esculpido el nombre de Judas Iscariote, tendida junto al cadáver ahorcado de fray Anselmus, en el coro de la iglesia. Y de toda la cristiandad era sabido y conocido que el discípulo traidor había aparecido ahorcado horas después de entregar a su Maestro… ¡Ahorcado! ¡Al igual que fray Anselmus! ¿Quería eso decir que los dos monjes asesinados posteriormente habían muerto en semejanza a los Apóstoles cuyos nombres aparecían grabados en las lápidas que yacían junto a sus cadáveres? El abad Máximus decidió salir de dudas. Se acercó a una de las estanterías abarrotadas de encuadernaciones de la biblioteca y, después de una somera búsqueda, extrajo de un anaquel un volumen de hagiografías. Se sentó a una de las
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largas mesas y abrió el libro, buscando la biografía de Santiago el Menor, cuyo nombre aparecía en la lápida encontrada junto al cadáver muerto a garrotazos de fray Renatus. El abad encontró lo que buscaba: <<Santiago fue arrojado por los fariseos desde el pináculo y, después, mientras oraba de rodillas por sus verdugos, éstos acabaron con su vida a garrotazos>>. ¡Todo empezaba a concordar! El abad buscó con nerviosismo las páginas destinadas a la vida del Apóstol Pablo, el discípulo de Jesús cuyo nombre se contemplaba en la lápida dejada junto al cadáver de fray Augustus, de quien el abad aún mantenía en su mente la horrible imagen del cocinero decapitado en el suelo de la leñera. El abad leyó para sí: <<Al regresar a Roma de un viaje misionero, fue prendido por orden de Nerón y… decapitado>>. El abad Máximus tragó saliva. Su ancha y lechosa frente comenzó a perlarse de un incipiente velo de sudor frío. Solamente le restaba por averiguar cuál era la muerte que el cruel destino le había reservado a él mismo. -¿Cuál es el nombre que aparece en la última lápida? – se preguntó en voz alta, intentando recordar-. Ah, sí… el del Apóstol Mateo. Pasó con dedos temblorosos varias hojas y encontró el párrafo que buscaba: <<En el año 60 d. C., fue atravesado por una lanza en Nadabao, Etiopía>>. Cerró la encuadernación de golpe y se restregó el sudoroso rostro. -Señor misericordioso, ayúdame, te lo suplico –musitó al borde del sollozo.
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Y como si Dios atendiese sus súplicas, los tañidos de una lejana campana de la torre de una iglesia de la ciudad puntearon las once de la noche. -¡Claro! ¡La campana de la torre de la abadía! – exclamó, levantándose de la silla como un resorte-. Si la hago sonar a rebato, los lugareños comprenderán que algo grave sucede en la abadía y vendrán a socorrerme. ¡Me sacarán de aquí sano y salvo! Reuniendo el coraje y el valor suficientes, apartó la pesada mesa que atrancaba la puerta de la biblioteca y, aferrando la antorcha y el cuchillo, salió al penumbroso claustro, dirigiéndose con presteza hacia la iglesia abacial, temeroso y sin dejar de mirar hacia atrás en todo momento. Aliviado, alcanzó la iglesia a través de la puerta de la sacristía. El cuerpo sin vida del hermano bibliotecario seguía tendido sobre el fúnebre catafalco. Apretó sus pasos por la nave central en dirección al coro. No había recorrido la mitad de la nave cuando, a sus espaldas, escuchó un ruido de cristales haciéndose añicos. Sobresaltado y con el corazón volteándole en el pecho, se giró y miró en dirección al altar mayor. Estupefacto, comprobó que la urna de cristal donde se custodiaba la santa reliquia del sagrado Pilum había quedado destrozada. El interior estaba vacío. ¡La lanza había desaparecido! Irremediablemente, su mente evocó el último párrafo que había leído hacía apenas unos minutos en la biblioteca sobre la muerte del Apóstol Mateo: Fue atravesado con una lanza… En aquel momento, el abad Máximus supo que no llegaría al coro. Bajó la vista, afligido y resignado a su muerte, y vio la oblonga lápida de piedra que descansaba junto a él, en la cual rezaba el nombre de MATEO. La profecía del abad Profuturus estaba a punto de ser
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consumada. Aún hoy día, en aquellos desérticos parajes, sobreviven los restos de una semiderruida abadía, entre cuyos escombros de piedra, argamasa y madera se esconden cuatro lápidas con los nombres de cuatro Apóstoles seguidores de Jesús. Cuenta la leyenda que no existe una sola noche en la que el espectro incorpóreo y traslúcido de un anciano monje de luenga barba cenicienta aparezca en la iglesia de la demolida abadía para arrodillarse y orar ante la reliquia del sagrado Pilum.
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Categoría Infantil-Juvenil <BUSCANDO UNA ESTRELLA> Christian Espada Ruiz
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Christian Espada Ruiz Mi nombre es Christian, nací el 8 de abril en Ciudad Real, y tengo actualmente 13 años. Curso 3º de la ESO en el IES Sta. Mªde Alarcos de Ciudad Real. Vivo con mi abuela, mi madre y mi hermano mayor junto a 4 conejos de campo. Son mis animales preferidos. Me gusta jugar al fútbol y soy fan del FC Barcelona (le pese a quien le pese). Entre mis otras aficiones se encuentran los videojuegos (cosa normal) y la lectura. Aprendí a leer con tres años y desde entonces he devorado todos los libros que han caído en mis manos... Desde hace aproximadamente 4 años empecé a inventarme pequeños cuentos y relatos con los que he participado en distintos concursos literarios.. y encima he tenido la suerte de ganar algún que otro premio... como para no motivarme.... La idea para este cuento, “Buscando una estrella”, se me ocurrió cierta noche de verano que estuve de acampada y me quedé fascinado contemplando el firmamento. Se me antojó tan bonito a la vez que gigantesco... y me imaginé que posiblemente por cada habitante aquí en la Tierra luzca una estrella allá en el universo.... de ahí a pensar que cada uno tenemos nuestra particular estrella asignada fue solo un paso... y ya puestos a pedir: sería ideal si ese lucero que nos ha sido adjudicada nos protege y nos trae suerte. la incógnita se presentó cuando vi caer varias estrellas fugaces y tras pedir el deseo reglamentario... me quedé pensativo, algo fallaba en mi gran teoría, porque de existir igual número de estrellas que de personas, qué significado podía tener que una estrella de repente se desplomase, o se desviase de su
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rumbo? y sobre todo qué le sucedería a esa persona que vivía "pendiente" de la suerte que dicha estrella le transmitía....???? Y así es como surgió esta historia... que además de esperanzadora yo pretendía transmitir un pequeño mensaje a través de ella y es que si realmente quieres algo en esta vida tienes que luchar por ello.... porque la vida está compuesta de una sucesión de batallas que hemos de superar.
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BUSCANDO UNA ESTRELLA Cuenta una antigua leyenda que cada vez que nace un niño, éste lo hace bajo el amparo de una estrella muy especial. La misión de este astro no es otra que proteger a este ser humano en cada momento de su vida, tanto en los buenos como en los malos momentos. Está siempre a nuestro lado para protegernos y cuidarnos y su deber es guiarnos a lo largo de nuestra estancia en la Tierra hasta que finalmente nos ha de acompañar en ese trayecto indeciso que supone el abandono de este mundo hacía la Eternidad. Allí se encargará de cobijarnos y proporcionarnos la felicidad infinita y una paz inigualable. Esta era la introducción del texto que les había tocado leer aquel día en clase a los alumnos de primer grado y que provocó una avalancha de risitas mal disimuladas y algún que otro comentario malintencionado por parte de los chiquillos. A Eva, sin embargo, aquellas palabras le llegaron hasta lo más profundo de su corazón haciéndola reflexionar. Si aquel párrafo estaba en lo cierto, como pensaba la pequeña, eso significaba que ella había nacido desprotegida y desamparada, sin estrella que le iluminase su camino. Ahora se explicaba su constante mala suerte y el hecho de que nada en esta vida le saliese bien y que se sintiese tan sola en este mundo. -¡Debí nacer en un día completamente nublado, lo cual provocó que mi estrella se despistase y acabase en manos de otro niño! Eva miró a su alrededor, observando las caras resplandecientes de sus compañeros de clase, evaluando uno a uno lo afortunados que parecían. Ahí estaba Clotilde, la hija del dentista, que no paraba de presumir de su amplio vestuario, rebosante de ropa de marca y a la que sus padres le compraban cualquier caprichito que a la niña de sus ojos le
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viniese en gana. Clotilde era una niña mimada y malcriada, pero vivía como una auténtica princesa de cuentos de hadas y al parecer sus padres la querían con locura, pensó Eva mientras se secaba con el dorso de la mano una lágrima que había comenzado a resbalar por sus mejillas. A su lado se sentaba Genaro, todo un pillín. Genaro era temido por todo el profesorado ya que el niño disfrutaba gastando a los maestros todo tipo de bromas para después reírse a su costa. Pero su carácter embaucador junto a su simpatía innata y su sencillez era capaz de enternecer los corazones más duros e inflexibles y jamás se había dado el caso de que un profesor permaneciese durante mucho tiempo enojado con el muchacho y mucho menos que le castigase por su osadía. Se podía decir que Genaro era un chico con suerte. ¿Y qué se podía decir de Arturo? Aquel chico pelirrojo que a cada paso que daba parecía atraer las monedas como un imán. Raro era el día en el que Arturo no se encontrase una o varias monedas. Eva sabía de buena tinta que en varias ocasiones habían llegado a caer por caprichos del azar carteras enteras, bien repletas y apretujadas de billetes, en sus manos. Arturo parecía haber hecho un pacto a su favor con la diosa Fortuna. Así, uno tras otro, Eva fue repasando mentalmente las cualidades de sus compañeros de clase y llegó una vez más a la triste conclusión que la más desdichada y desgraciada era sin duda alguna, ella misma. Si alguna vez en su casa su padre se enfadaba y las voces y amenazas inundaban el pequeño apartamento en el que residían, la niña podía estar segura de que quien acabaría pagando los platos rotos y sería castigada iba a ser ella; fuese o no la causante del mal humor de su padre. Si algún cacharro se caía al suelo y se rompía, las culpas siempre iban a parar a Eva, por mucho que ésta llorase y asegurase que ni siquiera había tocado el utensilio en cuestión. Lo mismo
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ocurría si algún electrodoméstico dejaba de funcionar y pasaba a mejor vida. Aquella misma mañana, sin ir más lejos, no le había servido de nada asegurarle a su padre que ella no utilizaba su máquina de afeitar. El castigo irrevocable fue quedarse castigada sin postre y sin dibujos durante todo un mes. La pobre Eva llegó a pensar que jamás lograría desprenderse de su mala suerte, ya que ésta parecía sentirse cómoda acompañándola a todas partes. Harta de tanta injusticia, una idea cruzó la mente de Eva como un relámpago. ¿Y si saliese en busca de su lucero y recuperase algo de esa fortuna que el cruel destino le había estado negando desde el mismo día de su nacimiento? La idea le gustó tanto a la pequeña que decidió comenzar aquella misma mañana con la búsqueda de su talismán extraviado. En el recreo Eva decidió unirse a los compañeros más afortunados, pese a que con ellos normalmente no solía compartir juegos ni tener roce alguno, ya que tenían gustos y aficiones muy distintas y prácticamente nada en común. En presencia de estos niños de sonrisa fácil y verborrea inagotable la pequeña se ponía siempre muy nerviosa y empezaba a tartamudear debido a que nunca sabía de qué temas podía conversar con ellos. Hoy, sin embargo, decidió armarse de valor y arrimarse a ellos para ver si de esta manera se le podía pegar algo de su buena suerte. Quizá, y si el azar estaba por una vez de su lado, su estrella errante había ido a parar en manos de uno de aquellos niños tan afortunados y al reconocerla volvería con su legítima dueña. Por eso Eva se sacrificó y aguantó estoicamente durante todo el recreo el insípido parloteo de Clotilde, que no sabía hablar de otra cosa que no fuese de moda. Y aunque se aburría como una ostra se esforzó en mantener los ojos bien abiertos y fingir una sonrisa en su cara como si realmente le interesase saber que el largo de una falda jamás debe dejar la rodilla de una dama al descubierto o que los calcetines de
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colores chillones ya no están en auge para esta temporada. Al finalizar las clases Eva tenía la cabeza como un bombo y a punto de estallar. Estaba saturada y asqueada de la vanidad y presunción de Clotilde. A decir verdad, Eva ya no estaba tan segura de que Clotilde fuese una niña agraciada. Más bien le entristeció descubrir que esa niña no supiese disfrutar de los placeres de la vida si no había conseguido antes arrancarle a sus sufridos padres un par de modelitos nuevos para su fondo de armario. -No. –sacudió Eva la cabeza. –Con Clotilde me he equivocado. Esta pobre insensata carece de todo tipo de felicidad. Su mundo solo gira en torno a los placeres que se pueden comprar con dinero. –Eva dudaba mucho que a esto se le pudiese llamar “suerte”. Eva continuó su búsqueda primero al lado de Genaro y después junto a Arturo, aunque los resultados que obtuvo no fueron precisamente satisfactorios, porque el primero solo quiso aprevocharse de su presencia para probar con ella sus nuevos artículos de broma, por lo que no se le pudo considerar ayuda en absoluto. El segundo, fiel a su afán de encontrar todo tipo de tesoros, no paraba de guiarla por las calles más remotas de la ciudad siempre con la vista clavada en el suelo en busca de una moneda perdida o de cualquier otro objeto valioso que se hubiera deslizado del bolsillo de su dueño. Eva acabó con un fuerte dolor de pies y agotada de tanto caminar. Estaba indecisa respecto a que Arturo fuese un chico con suerte. A ella le había dado la impresión de que era el muchacho quien olfateaba como un sabueso la pista de todo lo perdido. Para ser exactos habría que decir que era él quien olfateaba como un sabueso el rastro de las cosas perdidas. Solo así lograba encontrarse todo tipo de cosas. Para no faltar a la verdad había que reconocer que su éxito no se podía atribuir a la buena fortuna. Más tarde en su casa Eva tuvo que admitir que su estrella debía estar muy, pero que muy perdida, puesto que no se
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encontraba en ningún lugar cercano y que, por supuesto, no había ido a parar a manos de ninguno de sus conocidos y que por lo tanto tenía que continuar la búsqueda en otros lugares. La cuestión era, ¿dónde? Sentada frente a un gran vaso de leche, Eva repasó mentalmente todos aquellos sitios a los que ella misma acudiría suponiendo que fuese su propia estrella y estuviese buscando a su propietaria. Tras mucho cavilar Eva llegó a la conclusión de que su astro, por el mero hecho de serlo, tenía que parecerse a ella forzosamente, compartir sus gustos y aficiones. Lo más probable era que su estrella estuviera pasando los mismos momentos angustiados que su dueña y en estos momentos la estaría buscando con las mismas ganas que ella lo hacía. Si era capaz de trazar un buen plan el encuentro con su lucero no debía prolongarse por mucho más tiempo. Eva acudió esperanzada a todos los sitios que le gustaba frecuentar. Estuvo en la biblioteca ojeando el contenido de los libros, prestando especial atención a aquellos que trataban de astros, lunas o soles. Miró por todos los rincones y se sentó en la mesa en la que se solía sentar cada vez que necesitaba hacer una consulta en las pesadas enciclopedias. Pero la niña no halló a su lucero en la biblioteca, parece ser que a la estrella aquel día no le apetecía leer. Impaciente cruzó el parque hasta llegar a la zona de juegos y se sentó en la húmeda arena junto a unos niños pequeños que estaban construyendo un castillo con sus cubitos y sus palitas. ¿Cuántas horas había pasado ella misma aquí jugando con la tierra mientras su madre la vigilaba atentamente desde un banco cercano? Sin embargo esta tarde el lucero de Eva tampoco había salido a jugar al parque infantil. Cabizbaja, Eva se dirigió hacia el kiosco de la prensa, donde tanto le gustaba pasar sus ratos libres estudiando las portadas de las revistas y los cómics y donde de vez en cuando solía comprarse un chicle o alguna bolsa de
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gominolas. El kiosco era uno de los lugares favoritos donde su fantasía se disparaba libremente ante la avalancha de dibujos que tenía frente a sus ojos y de cuyo interior emanaba siempre una mezcla de olores entre refrescante y dulzón que le hacía cosquillas en sus narices respingonas y que tanto le gustaba. Pero para su desolación tampoco aquí se topó con el astro perdido. Triste y decepcionada Eva se dejó caer sobre el bordillo de la acera y acabó con la cabeza apoyada sobre las rodillas. En ese preciso momento acertó a pasar por allí un policía que se le acercó y le preguntó si se había perdido. -¿Quieres que te lleve a casa, niña? ¿O prefieres que llame a tus padres? –le preguntó el hombre mostrando una sonrisa amable. -No, gracias. –Eva sacudió la cabeza. –Puedo volver sola a casa, no estoy perdida. Pero, ¿usted sabría decirme donde acaban en esta ciudad todas esas cosas que la gente va perdiendo? –Eva acababa de pensar, que si ese amable policía y el resto de sus compañeros se dedicaban a inspeccionar las calles de la ciudad en busca de niños extraviados también harían lo propio con los objetos que la gente despistada iba perdiendo por ahí, para después almacenarlos un lugar seguro hasta que sus padres, si se trataba de niños, o sus dueños, si eran cosas, iban a recogerlos. En el caso de los objetos había que añadir, si Arturo no se los encontraba antes y se los quedaba para su propio uso y disfrute. Aquel agente tan cariñoso le indicó la dirección de la oficina de objetos perdidos y volvió a interesarse una vez más si ella buscaba algo en concreto y si él podía hacer algo. Pero la niña consideró que ya le había sido de gran ayuda facilitando el dato que le había solicitado. Se despidió del agente con un fuerte apretón de manos y se dirigió con paso firme hacia la oficina de objetos perdidos, convencida de que allí debía de estar su estrella esperando pacientemente a que ella se
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pasase a recogerla. El funcionario que la atendió en la oficina de objetos perdidos no resultó ser tan agradable como lo fue el policía. Aquel hombre bigotudo y con cara amargada no daba crédito a lo que aquella niña escuálida con cara de inocente y voz lastimera le estaba preguntando. Estaba convencido de que la joven solo pretendía burlarse de él. En todo el tiempo que trabajaba ya allí guardando los objetos más variopintos y extraños que cabe imaginar, jamás nadie había presentado en su despacho interesándose por algo tan estrafalario e inusual como lo era una estrella. Era más que obvio que la chiquilla quería tomarle el pelo. -¡Fuera de aquí! –bufó el hombro con el rostro sonrojado por el esfuerzo. -¡Y no te atrevas a volver nunca más! Abrase visto semejante majadería. Una estrella perdida. ¡Ja! Y yo soy el rey de la selva. Eres una niña insolente y maleducada, que disfruta haciendo enfadar a los mayores. Eva dio un respingo hacia atrás, asustada por la inesperada estampida del funcionario. Con las piernas aún temblorosas por la rabia acumulada, la pequeña abandonó el edificio envuelta en un mar de lágrimas. Acababa de perder la última oportunidad que tenía para recuperar su estrella. Aquel funcionario tan malhumorado la acababa de destinar a ser infeliz y desdichada de por vida. En el camino de vuelta a casa un cartel desvencijado que colgaba de una ventana entreabierta llamó la atención de la pequeña. Aquel letrero que apenas tenía las dimensiones de un cuaderno, ofrecía con mala caligrafía y aún peor ortografía una sesión gratuita de adivinanza. ?esTaS buscando EL aMOr? ?NeZezitAS tRavajo? Paza i LA vruja MerXe te hexarA laS CarTas GraTis. Por unos instantes Eva permaneció parada debajo de ese letrero que prometía tantas cosas con tan pocas palabras. ¿Y
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si hiciese la prueba? Ella no buscaba ni amor ni trabajo, pero la persona que era capaz de adivinar esas cosas, seguro que también entendía de estrellas perdidas. A Eva no le cabía la menor duda. Decidida, la niña pulsó el timbre y esperó a que el zumbido del portero le abriese el paso hacia el piso de la pitonisa. Casi sin aliento llegó Eva al rellano del último piso donde una puerta ligeramente entreabierta le mostraba el camino. La vivienda, sumida en la penumbra, desprendía un fuerte olor a incienso que le dificultó la respiración. A lo largo de un pasillo estrecho se fue topando con varias puertas cerradas y adornadas cada una de ellas con símbolos misteriosos. Una hilera de velas encendida sirvieron para guiarla hasta la habitación del fondo, separada del resto de la estancia por unas gruesas cortinas aterciopeladas. -¡Pasa niña! –le invitó una voz de mujer a entrar. –No te quedes ahí afuera como un pasmarote. Eva obedeció, preguntándose cómo la bruja había adivinada que ella era solamente una chiquilla en busca de sus servicios. –Es que debe de ser una bruja tan buena que lo sabe absolutamente todo. –trató la niña de aplacar sus miedos. Tras el denso cortinaje se encontraba una habitación pequeñísima que apenas parecía tener espacio suficiente para la mesa camilla, cubierta por unos faldones coloridos, una silla de aspecto dudoso para el cliente y un cómodo sillón de piel ajada donde se acomodaba la propia hechicera. Eva quedó fascinada y boquiabierta contemplando el cuadro que se le ofrecía. A la niña le parecía que o bien el butacón era demasiado grande o la bruja demasiado pequeña, ya que su enjuta figura parecía perdida en medio de aquel enorme asiento. La bruja Merxe era de estatura tan pequeña, que necesitaba dos gruesos cojines si quería que su cabeza asomase por encima de la mesa. Sus diminutas manos lucían
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una interminable hilera de anillos, uno para cada dedo, incluido los pulgares. Se intuía que eran unos dedos ágiles, llenos de vitalidad ya que no paraban de barajar las cartas a un ritmo mareante. Sobre la cabeza Merxe lucía un pañuelo negro adornado con lentejuelas que resplandecían bajo la luz de las velas, y cada vez que abría la boca dejaba entrever sus colmillos, a juzgar por el resplandor que salía de sus encías, éstos debían de ser como mínimo de oro. En el alféizar de la ventana, la misma de la que pendía el letrero, y semioculto entre dos macetas, Eva vislumbró un gato negro cuyos ojos amarillos parecían examinarla concienzudamente de arriba abajo. -¡Siéntate preciosa! –interrumpió la pitonisa sus pensamientos, señalando con sus uñas afiladísimas la silla vacía. -¿Qué te trae por aquí? Aún eres demasiado joven para buscar el amor y más aún para preocuparte por asuntos laborales. ¿Qué es lo que tú buscas, cariño? ¡Díselo a la bruja Merxe sin miedo! Ella te ayudará. Había algo en aquella estrafalaria figura, envuelta en telas de seda y tafetán, con su sonrisa misteriosa y sus movimientos pausados, que captó la confianza de Eva y le llenó el corazón de esperanzas. Algo en aquel ambiente cautivaba su alma y la sumergía en un delicioso estado de paz profunda y embriagadora. Sin que Eva pudiese controlar sus impulsos las palabras comenzaron a brotar descontroladamente de su boca. Pronto la hechicera estuvo al día de sus inquietudes y disgustos y supo todo acerca de sus penas pero también conoció todas las ilusiones que albergaba el corazón de su jovencísima clienta. Merxe ni siquiera se molestó en echarle las cartas a la pequeña. La bruja dejó la baraja a un lado y agarró las manos de la niña entre las suyas. -¡Querida niña! –murmuró. –No temas, tu sueño se
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hará realidad. Encontrarás a tu estrella y con ella tu fortuna. Solo tienes que confiar plenamente en ti misma. Si tú haces siempre lo que creas más correcto; si tienes un sueño y lo persigues y lo haces de corazón, nada se interpondrá en tu camino. ¡Actúa siempre de buena fe, haz todo el bien que puedas a tu prójimo y por las noches cuando te prepares para irte a la cama, echa un vistazo al cielo! Descubrirás una estrella, una que entre todas, lucirá de manera especial y que lo hará solamente para ti. Esa es tu estrella, querida niña, que desde el firmamento te manda sus saludos y te quiere demostrar lo orgullosa que está de ti. ¡Sé siempre buena y verás como tu estrella jamás te volverá a abandonar! Y tras estos sabios consejos la bruja Merxe dio la sesión por finalizada. Aquella noche, y siguiendo las instrucciones de la pitonisa, Eva se asomó a la ventana. A lo lejos divisó un punto de luz, muy débil y demasiado pequeño, pero que lucía con más fuerza e intensidad que el resto de astros. Eva alzó la mano para saludarla, consciente de que aquella era la estrella que Merxe le había prometido. La misma estrella que ella había estado anhelando durante tanto tiempo. A Eva, desde su cuarto, le pareció ver cómo la estrella le devolvió el saludo, hinchándose por un momento y duplicando su tamaño. Aquella noche la niña se metió feliz en la cama, a sabiendas de que ahora la suerte estaba de su parte. Al otro lado de la ciudad, detrás de unos opacos cristales, semicubiertos por un letrero desvencijado cuyo texto resaltaba por su mala caligrafía y su aún peor ortografía, la bruja Merxe, recordando su propia niñez, manejaba un potentísimo proyector, cuya luz dirigía hacia el cielo. La pitonisa era consciente de que una niña desde su ventana estaba esperando ansiosamente esta señal para poder seguir creyendo en su sueño, mantener sus ilusiones y esperanzas y ser por fin feliz.
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Categoría Adulto 1º Finalista <EN SU PIEL> Ginés Mulero Caparrós
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Ginés Mulero Caparrós Mi nombre es Ginés Mulero Caparrós, he nacido en Barcelona (España), soy profesor de Lengua Castellana y licenciado en Geografía e Historia, y en la actualidad trabajo en un Colegio Público de Primaria en Gavà. Estoy casado y tengo dos hijas: Sheila y Jéssica. Quiero agradecer a la Organización y a los Miembros del Jurado el honor con el que me distinguen al ser finalista en el XIII Certamen Literario Internacional de Relatos “Gloria Fuertes” en la Rinconada (Sevilla). En mi currículum literario constan unos cuarenta primeros premios en España, Estados Unidos, Francia, Italia, Méjico, Argentina, Uruguay…, y en total, con segundos, terceros y finalistas, cerca de doscientos premios literarios. Uno de los más prestigiosos para mí es el IX Concurso Internacional “Querido Borges” que me otorgaron en Hollywood (California). Ya sólo deseo que el cuento les guste a los lectores.
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EN SU PIEL Algunos creen que para ser amigos basta con querer, como si para estar sano bastara con desear la salud. Aristóteles.
PRÓLOGO. Hace poco más de un año que conozco a Languedoc. En realidad se llama Landero Guerrero Docano, pero él tiene esa capacidad de imbricarlo todo y prefiere que lo llamen así. Él es incluso capaz de hacer una miscelánea con la risa y el llanto, eso me llamó la atención desde un primer momento, me sobrecogió, y me pegué a él como una lapa lo hace a la roca, mientras recibe bofetadas del mar. Creo que es una buena metáfora que lo describe bien, porque en su vida las ha habido de todos los colores y con muchos néwtones de fuerza que, curiosos, él los embadurna con un rictus en su cara que se aproxima, traducido, al “hay cosas peores en el mundo”. También ha tenido momentos de felicidad que, curiosos, él los embadurna con un barniz de melancolía, es así de ecléctico. Languedoc es de estudio y yo estoy haciendo un master de doce meses con él, titulación oficiosa de la que me enorgullezco si me dejan que me explique. Intento decir que tiene contrastes, me recuerdan a la clasificación de los paisajes que hacíamos en Bachiller. Para decirles la verdad, no quiero que lo vean ustedes como un conejillo de Indias, que algo ahí, pero no es el núcleo de mi relato, mis sentimientos de cariño, afecto, capacidad de sorpresa, adoración hacia su personalidad superan con creces cualquier atisbo de duda. Tampoco quiero confundir al lector y que piensen que hay rasgos de enamoramiento, nada más lejos, quiero estar muy por encima de eso, sin circunloquios que dejen espacio a la ambigüedad; directo, es un hombre bueno
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donde los hubiere, un adalid de la Paz que me ha dejado seducido, catapultado al embeleso. Algo de extraterrestre tiene, pero no en sentido literal, sino de forma literaria. Algo de monstruo tiene, en un primer impacto, pero si te adentras, si no te quedas en el parapeto superficial del deformismo, hay en su fondo una belleza asperjada. ¡Ah!, y cómo le gusta la Informática, en tono de risa me dice que le puedo dar el patronímico de Langue (punto) doc, que no le incomoda, y se sonríe bobaliconamente enseñando todos sus dientes desproporcionados y maltrechos, como si en su agudeza parpadeante hubiera inventado la electricidad. Languedoc nació por casualidad viajera en Collioure, el pueblo francés donde están enterrados Antonio Machado y Patrick O’Brian y otros muchos anónimos, en el Pirineo Oriental; mi amigo dice, trémulo y tétrico, que quiere que lo entierren entre los dos, en un nicho en medio de la Poesía y la Novela, con mayúsculas, al cincuenta por ciento, para escucharles recitar, relatar y debatir, y que él y los anónimos, en sus gradas, como aforo, se deleitarán con sus aportaciones espectrales durante la eternidad, tiene esos arreones, que no pretenden con voluntariedad suscitar ni frío ni calor, ni cordura ni locura, ni miedo ni burla, ni ansias ni apalancamiento, hay en ellos una suavísima ingenuidad, diría en un principio de silogismo que, hasta infantil. En aquel pueblecito francófono con un puerto pesquero que todavía hoy día atrae la luz vivió los cinco primeros años, amagado. Bueno, él no se escondía, no tenía tanta conciencia, lo hacían sus padres que se avergonzaban de su “discapacidad”, hasta que, hablando en un supuesto, lo superaron, y regresaron a Barcelona. Durante esos primeros años sus progenitores no lo dejaron abandonado a su suerte y lo llevaron a los mejores especialistas en Nimes, Marsella, París, pero su enfermedad era un callejón sin salida, lo mismo que aposentarse cerrilmente en la nostalgia.
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I. Conocí a Languedoc hace un año, el día que ingresó en las oficinas de una Empresa de Valijas, de esas que reparten valijas por los bancos, sobres con catálogos y paquetería en general, a nivel nacional, con sede en la Zona Franca de Barcelona. Entró en el despacho con paso tambaleante, tan desequilibrado que creí que se derrumbaba e hice un gesto de socorro para proporcionarle un apoyo/báculo que rechazó con un ademán nervioso del rostro, un tic fronterizo a la condescendencia, diría. Llevaba en la boca, cruzado como un cuchillo sioux, el carnet del INEM. Al verlo tan contrahecho, con las piernas arqueadas y con convulsiones no pude pensar en otra cosa que en la vívida imagen, temblorosa, de un terremoto humano, sin más escalas que las neurológicas depravadas. -Me llamo Languedoc. Vengo a por el pu-pu-esto informático –gangoso, se presentó mientras dejaba en el escritorio la tarjeta afilada que le había abierto una herida minúscula en la comisura de sus labios, como si quisiera hacerle la sonrisa más grande. El temblor espasmódico de su voz cavernosa provocó risas flojas entre alguno de los dependientes que estaban en las oficinas recogiendo su ruta diurna, pero a él, lejos de importunarle, las obvió sin recriminar nada en absoluto. Lo miré y dibujé mentalmente su columna, igual que el cierre de un paréntesis, su cabeza ladeada hacia el otro lado, sus brazos descoyuntados… y no quise preguntarme cuál era el centro de gravedad que lo sostenía en pie. La gerente, boquiabierta en el anonadamiento, sin decir una palabra, en un ademán más de incredulidad que de repudio, le mostró el ordenador vacante que tenía asignado. Pronto empezó Languedoc a demostrar su habilidad con la tecnología instalando programas nuevos que agilizaran la faena y dieran un ritmo menos aleatorio del que había. Hablaba con soltura (relativa) de puertos USB, de crear una página web nueva
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para la empresa, de gigas, de router wifi, de memoria virtual… Los oficinistas empezaron a deshacerse en elogios hacia el nuevo y singular fichaje y a mí me pinchó en vena la larga aguja de la curiosidad. Lo esperé a la salida de la oficina y me ofrecí para llevarlo a casa en mi coche. Sólo después de rechazar en primera instancia mi ayuda, le invité a un café en el Zurich 2, un bar de la zona industrial. II. De los 28 millones de espermatozoides, 13 se suicidan al instante por el acantilado, el resto hacen una carrera hasta las trompas de Falopio y tuvo que ganar la Pole Position uno como el que me fabricó a mí, así se expresó después del primer sorbo achicharrante que sabía a achicoria, sus palabras salieron de corrido, sin tartamudear, a veces le pasaba, en una inercia invisible e intuitiva que le trasmitían ciertas personas y yo debía ser una de ellas, de las que tienen feeling, y no lo decía en tono de lamento, más bien era, buscar una sintonía de congratulación humorística, para que yo comprendiera que no era un desprecio el declinar un viaje gratuito, sino una forma de darle tiempo al tiempo como todo buen maceramiento de la amistad. Me reí amablemente, nadie me había hablado con tanta franqueza sobre sí mismo, y a las primeras de cambio, sin renuencias. Yo sabía que era empezar muy fuerte preguntarle por la compasión, pero lo hice, no sé, me salió así; él me contestó que no reclamaba piedad pero que si los que se la ofrecían se sentían mejor… No me dejó que le invitara y pagó su consumición entera, a pesar de que un espasmo involuntario hizo que más de la mitad del líquido de la noche se derramara en el platillo. Se despidió dándome una mano blanda y lo vi a través de la cristalera dirigirse hacia la Estación de Autobuses, bajo la luz mineral de la luna, con descompás de diapasón roto, como si Alguien desde arriba tirara de unos hilos trasparentes, parecía…, parecía… un auténtico títere de la naturaleza.
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III. Languedoc y yo fuimos adquiriendo la verdadera piedra filosofal de la confianza. Fueron semanas, luego meses, en los que yo veía que algo mágico había en ese hombre despojado de maldad; para abrirle como a un puente, sin mala intención, igual que un cebo sin anzuelo, para darle cancha, yo me asinceré relativamente desde un principio. Le expliqué que había acabado dos carreras a las que ponía el apelativo de Agencia EFE, Filosofía y Filología, broma que no tenía puñetera gracia, se mire del derecho o del revés, pero que él la reía como si fuera el súmmum de la simpatía, y que no había podido trabajar de lo que estudié, que no había encontrado el amor, que mi vida era una mierda… Era esperpéntico que a una persona con problemas más que motores, que invitaba a la conmiseración, yo le estuviera describiendo una vida miserable, la mía, con lo que el pobre tenía encima, a veces, como en los milagros apócrifos aparecen esas paradojas. Algunos de ustedes pueden pensar, y es lícito, que le estaba tirando de la lengua. Y no lo hacía para burlarme de él. Era, por muy increíble que parezca, para aprender de una mente que había sido tocada por una varita mágica torcida y que había progresado con el esfuerzo épico hacia una sabiduría con tintes de felicidad, porque eso era lo que rebosaba Languedoc. El Paraíso está en la Tierra, concluyó a mi disertación de calamidades. Una noche que cenábamos en la Barceloneta, abriéndose un poco más que una granada, me explicó que el cuerpo humano tiene 5 trillones de células, célula arriba, célula abajo, y cuando movemos unas pocas en positivo, se produce una reacción en cadena que mueve las otras, que la serotonina como neurotransmisor tiene mucho que ver en eso. Me dejó perplejo, había tardado 5 minutos en decirlo, vocalizando en exceso, haciendo interrupciones para mancharse la camisa blanca con la salsa de ajo y perejil, para ir al lavabo, para mondar las gambas, y para sorber ruidoso el burbujeante
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Blanc Pescador, pero lo había dicho, y yo me daba cuenta de que él se sentía como si acabara de reventar con el secreto desvelado, la Caja de la Alegría. Fue un momento de inflexión, en todos mis cuarenta años de vida nadie me había revelado un secreto de tal magnitud, ni Aristóteles, ni Chomsky, iconos en mi mesita de noche. Sentí un agradecimiento inconmensurable. Y diría que hasta un latido de luz que podría definirse como envidia pulcra. En un momento dado, se puso a leer el periódico y a llorar: “…la joven somalí de 13 años, Aisho Ibrahim Dhuhulow, tras ser violada por tres hombres, ha sido condenada por adulterio y apedreada según la ley islámica…” Los contrastes volvían a surgir como agua ascendida por una noria. Yo, para anestesiar la escabrosa noticia, para diluir lo imposible, quise explicarle con franqueza alguna intimidad mía que sonara a complicidad, a confesión, le dije que a los cuarenta años… todavía era virgen, pero Languedoc, ahí, no entró al trapo y con mi comentario fuera de lugar todavía flotando, siguió llorando inconsolable, inabarcable, en catarata. Nuestro hombre se levantó y se marchó, era la Sensibilidad con piernas y el resto... ternura y corazón. IV. Ahí empezó mi transformación. O tal vez venía de antes. No sé. Sé que con él era sólo oídos. Sólo ojos. Sólo alma. Nos veíamos a todas horas, quedábamos los fines de semana y hacíamos excursiones/relámpago a Zaragoza, a Madrid, a Andorra… A mí no me importaba que me vieran con él, no sentía ningún tipo de las reservas humanas que acucian a los hipócritas verbeneros. Visitábamos el centro histórico, monumentos, museos, disfrutábamos de la gastronomía autóctona y si alguna vez empezaban a rondar las sombras del aburrimiento o la lluvia inopinada, nos metíamos en un Cibercafé y me enseñaba atajos en el ordenador, me enseñaba a hacer un blog, me enseñaba a diseñar una
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página web, me enseñaba a limpiar cabezales de la impresora sin untarme los dedos…; él era un crack y yo una esponja, no quiero calcular cuántos litros tuve que ingerir de noche líquida para que sus enseñanzas arribaran a buen puerto, tuvieran calado socrático, pues yo era un negado telemático, torpe hasta el punto de no saber qué era un Windows Vista. Cuando yo estaba solo, en casa, frente al espejo entero del hall, hacía una gimnasia poco ortodoxa… quería imitar sus andares torcidos. Otra noche que la cúpula del cielo barcelonés se nos derrumbaba encima con todas sus estrellas, nos metimos en un Pub de Balmes a ahogar nuestras penas en alcohol (y a celebrar que era el primer aniversario desde que nos inauguramos como amigos). A la tercera copa, con la lengua burbujeante y desinhibida, le dije a Languedoc que tenía un aire con Stephen Hawking, el científico paralítico por la esclerosis lateral amiotrófica, aunque tú eres más fornido, le expliqué como atenuante a mi introspección comparativa. No se enfadó, ni se lo tomó a mal, incluso me informó que el científico era mucho más rico y más inteligente y que estaba a punto de experimentar, a base de dólares, la gravedad cero. ¿Qué es eso de la gravedad cero?, ¿tú la has percibido alguna vez? le pregunté desde mi ignorancia científica, y el autodidacta Languedoc, treintañero solitario, me explicó a renglón seguido que es un estado de catarsis en donde los problemas que te subliman los dejas en estado de flotación hasta que se evaporan, no sé si me tomaba el pelo, la verdad sea dicha. Aprovechando el impás, entre trago y trago, me atreví a preguntarle cuál era el diagnóstico de su enfermedad, y lo hice sin cortapisas sentimentales ni requiebros verbales. -Pa-parálisis cerebral, durante la gestación. Tuve que pedir dos Gin-tónic más. Él no se anduvo con rodeos y nada lo derribaría del búfalo salvaje que era el soliloquio siguiente: pudo haber sido un hematoma cerebral cuando estaba en el interior del útero materno o una
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hemorragia intraventricular, mi enfermedad di-dificulta los mensajes enviados por el cerebro hacia los músculos reteniendo y, algunas veces claudicando, el movimiento de éstos, tengo una diplejía desacelerada que afecta a los dos piernas y que permite que los brazos se muevan con mayor fortuna, que no hay ninguna parálisis cerebral igual en dos personas, que cada uno de nosotros somos un mundo diferente; que lo suyo, creía recordar, siguió con la ilación, era una Parálisis Cerebral Atáxica de esas que te permiten al final, tras un esfuerzo heroico, aprender a caminar de forma inestable, que se produce porque el cerebelo, en la base del cerebro, no funciona bien, me habló de sus movimientos lentos, torpes, vacilantes, de la rigidez, de la debilidad, de los espasmos musculares, de la flojedad, de los movimientos involuntarios… era un listado más largo que el de los reyes godos, más largo que la listado de joyas de los Romanov y seguimos con la tónica del Beefeater mientras a mí se me caían por los ojos unos lagrimones de ginebra dignos de un monumento a la emoción etílica. V. Ditirámbico, Languedoc me explicó que en Barcelona lo atendieron médicos de renombre internacional, en el Hospital de San Pablo, sin muchos resultados. Que sus padres, cuando él acababa de cumplir los dieciocho, hipotecaron la casa para que le aplicaran una tecnología experimental en el Mount Sinai Medical Center de New York, y la perdieron. Que las ayudas estatales bebían de una racanería insultante. Que sus padres murieron en un accidente de tráfico. Que, que, que… me aturdió, pero al distanciarme para pedir más alcohol y seguir con la cogorza, columbré, con un pálpito de lucidez que aunaba adensando todos mis estudios filosóficos y filológicos en un tubo de cristal, que en toda aquella retahíla de desgracias no relucía ningún atisbo de rencor hacia un mundo desangelado como el que le sitiaba. Era sorprendente,
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singular, especial. Había magia en sus palabras, y hasta me pareció que le sobró tiempo para escuchar, desde la Catedral del Mar… doce campanadas. -Y… ¿so-so-bre el Amor? trastabillándome, justo en el último dong.
–le
pregunté
-Hace 5 años que he conocido a una fisioterapeuta sueca que… Me la descubrió como a una diosa del Olimpo que daba unos masajes que rehabilitaban a un muerto para la vida y que superaban el delirio del orgasmo tántrico; me pasó la dirección en una servilleta de papel. Salimos del Pub de Balmes tambaleantes, eufóricos. Nos orinamos en el puerto junto a Las Golondrinas varadas sin parar de reírnos, hicimos diana mojando la testuz de alguna de las estúpidas golondrinas que flotaban parsimoniosas en las aguas sucias. Yo le imitaba sus gestos doblemente defectuosos y las últimas prostitutas de las Ramblas ponían cara de asco ante nuestro patético teatrillo. Languedoc miró con estrabismo a un Colón de espaldas y luego, desequilibrado por la enfermedad crónica y la embriaguez fugaz, cayó sobre el adoquinado sin que el Museo Marítimo pudiera apuntalarlo en ningún momento: las ruedas de un taxi de Barcelona que no se detuvo pasaron por encima de su cabeza. Debía llevar en la circulación de los genes la muerte por atropello. Epílogo. Nada de lo que ocurrió fue premeditado. Yo, desde luego no lo empujé. Fue un accidente, que le quede claro al lector o que piense lo que quiera, está en su derecho. Lo que sí fue premeditado es lo que pasó después. La Rambla se hizo desierto nocturno. Tomé en brazos a Languedoc hasta el coche y me embarqué en un viaje hasta Collioure. Allí lo enterré entre Machado y O’Brian, como él quería, se lo debía. Y lo hice con mi documentación. Sí, hice un cambio de
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personalidad drástico. Él, en el fondo, era feliz y mi devenir era serlo. Había aprendido a imitarlo con una precisión que rayaba lo mágico. Nuestro parecido físico era entrañable, nadie lo distinguiría si no me tomaban las huellas digitales, incluso me tomé la molestia de limarme los dientes para calcar su sonrisa. Me metí en sus ropas, en su piel, en su cuerpo, en su alma. Todo salió a la perfección en el día a día, en la vida ordinaria, en el trabajo…, nadie notó el cambiazo. El master en La vida de Languedoc que había hecho merecía ser laureado con un Cum laude, disculpen que no me autoflagele por ello. Una semana después del asentamiento adaptativo y victorioso, de afianzamiento, pasé a limpio la dirección de la fisioterapeuta y me presenté en su local. Tal como me había dicho Languedoc… el Paraíso en la Tierra me abría sus puertas, de par en par.
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Categoría Adulto 2º Finalista <SI YO FUERA GATO> Amalia Lozano
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Amalia Lozano Nací en Constantina. De pequeña me llevaron a Sevilla, donde he vivido hasta hace algunos años, cuando elegí residir en La Rinconada. En este municipio he tenido la oportunidad de formarme y empezar a trabajar como técnico sociosanitario, profesión a la que me dedico en la actualidad. Desde que en el colegio aprendí a leer siempre me gustó. Empecé con cuentos y tebeos –me encantaba La pequeña Lulú-. A falta de biblioteca los renovaba en una tienda de intercambio de libros y revistas que había en el barrio. Mis primeros libros infantiles inolvidables fueron El libro de la selva, Las aventuras de Tintín y Los formidables chicos del club de los siete. De ahí pasé a la literatura con mayúsculas como Ana Karenina, y ya no paré. En mi juventud leía poesía. Antonio Machado, Miguel Hernández y Pablo Neruda eran mis poetas preferidos. Ahora leo sobre todo novelas. Leer para mí es una constante, escribir lo he hecho de forma intermitente, casi siempre movida por determinados estados de ánimo; puedo decir que me ha servido de terapia en muchos momentos. Un día escuché decir en una entrevista al inolvidable José Saramago que todos tenemos alguna historia que contar y animaba a escribirlas. Este relato es su consecuencia. En él he querido rendir un pequeño homenaje a mujeres de mi entorno que en otra época vivieron historias parecidas a las
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que cuento y que merecen ser divulgadas. Es un relato escrito desde la melancolía. Son recuerdos de un pasado-que no fue mejor- pero del que añoro las personas que lo habitaron.
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SI YO FUERA GATO Si yo fuera gato, ronroneando me enredaría en tus piernas. Después saltaría a tu falda y allí me quedaría quietecito esperando tu mano en mi cabeza. Suavemente la irás deslizando lomo arriba, lomo abajo, entreteniéndote y frotando con los dedos detrás de las orejas mientras te balanceas en la mecedora con la mirada ausente, hasta que algún quehacer te saque de la ensoñación y con un golpecito me expulses del paraíso. Remolón bostezaría estirándome sobre las patas delanteras y de un brinco saldría por la ventana a mi segundo lugar favorito. Del tejado bajaría paseando por el pretil de la azotea buscando ese rincón al amparo oloroso y fresco de las macetas: pensamientos, lirios, geranios, gitanillas y cómo no yerbabuena. Allí sería testigo silencioso del trajín de las vecinas que suben al lavadero a orear la ropa y tender las sábanas de un blanco azulado. Hoy, como ayer cuando vivíamos en nuestra vieja casa, vuelvo a ver con mirada gatuna a la vecina del segundo seguida de su hijita pequeña. La mujer carga con un barreño demasiado pesado para su cuerpo menudo. La niña, con una muñeca también demasiado grande y tiesa. Al traspasar la puerta, las dos encogen la cara y se llevan la mano a la frente en forma de visera protegiéndose de la cegadora luz que lo inunda todo. Mientras la madre tiende, la niña corretea de aquí para allá. A media mañana, sube la joven del primero a secarse la melena al sol con una bolsita de aseo que contiene cepillo, pinzas, espejo, un cigarrillo y cerillas; fuma a escondidas apoyada en el pretil disfrutando de la excelente vista: la torre del convento con su espadaña y el enorme nido de cigüeñas, cúpulas, campanarios y otros tejados y azoteas. En la de enfrente aparece su amiga con un transistor de donde sale la voz de Nino Bravo cantando, libreeee…
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Se saludan y hablan entre señas quedando para la fiesta que esa noche se dará en la terraza dos casas más abajo. Veo a Rosarito, ¿te acuerdas? Vivía en la buhardilla, era como una muñequita de porcelana antigua, el pelo, demasiado negro para su edad peinado a ondas; la cara empolvada de blanco con coloretes y labios rojos disimulando arrugas y surcos. Una muñeca con carita de vieja, siempre muy arreglada, vivaracha y pizpireta. Su solitaria vida transcurría en un mundo creado entre la realidad y la fantasía; decía estar enamorada de un locutor de radio al que escuchaba todas las noches, creyendo que todo lo que oía o creía oír, iba dirigido exclusivamente a ella. Al encontrarnos con ella siempre le preguntábamos lo mismo: -Qué, ¿Te ha pedido ya tu locutor que te cases con él? -¿No lo escuchaste anoche? Dijo que pronto vendría a buscarme en un gran coche adornado de flores con el que me llevará al altar. -Entonces tendrás que preparar el vestido de novia. -Lo estoy terminando de hacer y me compraré una mantilla blanca y unos zapatos de tacón alto. ¡Pobre Rosarito!, la historia se le iba de las manos, así que un día nos contó que no le estaba permitido casarse, se le había aparecido el espíritu de su difunto marido pidiéndole fidelidad eterna y, como prueba, mostraba un tarro de cristal lleno de alcohol con unos pétalos de rosa rojos ya descoloridos, que ella afirmaba que eran el corazón del difunto desangrándose por su amor. Sigo dormitando entre las sombras que proyectan unos tableros apoyados en la pared encalada. Sobre ellos se secan al sol las carteleras para el cine de verano que pinta a primera hora de la mañana Mateo, el vecino del bajo izquierda. En una de ellas destaca la silueta de James Bond pistola en mano
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con licencia para matar. A la hora del almuerzo, cuando todo está tranquilo aquí arriba salvo el ruido y olor a pucheros que llega por el hueco del patio, la niña del segundo acompañada esta vez por su hermana sube a buscar unas ramitas de yerbabuena para la sopa, se acerca sigilosa mirándome fijamente con cara de asustada; estiro el cuello, empino las orejas, me quedo totalmente inmóvil clavando mi mirada verde limón en sus ojos abiertos como platos y suelto un maullido; presurosa arranca una rama y corre hasta el otro extremo. Al llegar al pretil se empina queriendo asomarse y dice: -Tata, cógeme. Quiero ver la calle desde aquí. -Está bien, pero con cuidado. No te acerques tanto que podrías caerte. -Si me caigo, ¿qué puede pasar? -Desde tan alto te harías mucho daño y puedes morir. -Y ¿qué pasa si me muero? -Te dormirías y no despertarías jamás. -A mí me gusta mucho dormir. -Sí, pero si no despiertas, nunca más nos verías, ni a papá y mamá. Si morirse era eso, le debe impactar bastante porque quiere bajar enseguida de los brazos de su hermana y sale disparada escaleras abajo llamando a su madre. Hasta pasadas las horas de máximo calor nadie interrumpirá mi siesta. Del campanario llega el tercer toque del Ángelus y como atendiendo a esta llamada, en la azotea de atrás comienzan a congregarse gatos de todos los colores: pardos, blancos, negros, anaranjados, grises… Escucho sus maullidos y me reúno con ellos esperando que aparezca la anfitriona,
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Angustias, que como todas las tardes nos traerá un cartucho de papel con restos de pescado. A cambio le haremos compañía para que no se sienta tan sola en ese caserón con signos de abandono que conoció tiempos mejores. Es una anciana de aspecto fantasmal vestida totalmente de negro; lleva el pelo canoso recogido en un rodete y su rostro tan blanco como el de Rosarito, pero en este caso debido a la clausura a la que vive sometida voluntariamente desde hace casi cuarenta años. Recuerdo que vivía con su hijo y una hermana también soltera, sorda profunda y que apenas emitía sonidos ininteligibles. Cuarenta años recluida. Los mismos que tiene su hijo Felipe, fruto, según me contaste, de una relación en plena madurez con un joven estudiante al que tenían alquilada una habitación. Las dos hermanas le criaron y educaron. Se ganaban bien la vida haciendo honor al dicho de “vestir santos”. Ellas cosían y bordaban mantos para las vírgenes y seguían alquilando habitaciones a estudiantes, que las había de sobra en la gran casa. Felipe, tímido y apocado, después de terminar sus estudios y para asombro de todos los que le conocíamos, un día anunció que se iba a trabajar al otro lado del Atlántico. Al poco de marcharse, quizás por el disgusto, la tía enfermó y murió quedando la madre sola en compañía de sus gatos y de las vecinas que le ayudaban, sobre todo en los recados. Angustias dejó de coser, de tener inquilinos y se pasaba las horas sentada en una silla en el balcón. En sus últimos días era asistida por las Hermanitas de los Pobres que llegaban al caer la tarde. Las niñas en la calle al verlas pasar se acercaban a besar la cruz que les colgaba del cuello. En la casa cubrían sus hábitos marrones con manguitos y un delantal blanquísimo para ocuparse del aseo de la enferma y
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acompañarla hasta el amanecer. Después desaparecían tan silenciosamente como llegaban. La anciana y la casa fueron deteriorándose a la vez hasta la muerte de una y la ruina de la otra. Van encendiéndose las farolas de la calle. Rosarito baldea la terraza y se sienta en su silla de enea a escuchar la voz de su amado a través de las ondas. Bombillas de colores en la azotea dos casas más abajo anuncian la fiesta. Se oyen voces jóvenes, risas y música. Cha la la la la, Oh Oh Oh… Si yo fuera gato. Si hoy fuera ayer. Si tú aún estuvieras aquí… me enredaría en tus piernas, saltaría a tu regazo y allí me quedaría mientras te balanceas en la mecedora con la mirada ausente. A mi madre.
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