George R.R. Martin
Choque de reyes
CATELYN
—Dile a nuestro padre que he partido para que esté orgulloso de mí. Su hermano montó a caballo, señorial de los pies a la cabeza con su brillante armadura y la capa azul y roja. En la cresta del yelmo había una trucha de plata, idéntica a la que aparecía en su escudo. —Siempre ha estado orgulloso de ti, Edmure. Y te quiere con todo su corazón. Puedes estar seguro. —Pienso darle mejores motivos que el simple hecho de llevar su sangre. —Hizo dar la vuelta a su corcel de guerra y alzó una mano. Las trompetas sonaron, un tambor empezó a retumbar, el puente levadizo descendió a trompicones, y Ser Edmure Tully, a la cabeza de sus hombres, salió de Aguasdulces con las lanzas levantadas y los estandartes al viento. «Yo tengo un ejército más grande que el tuyo, hermano —pensó Catelyn mientras los veía alejarse—. Un ejército de dudas y temores.» A su lado, la desolación de Brienne era casi palpable. Catelyn había ordenado que le tejieran vestidos a su medida, hermosas túnicas más adecuadas para su sexo y su noble cuna, pero la joven seguía prefiriendo vestir armadura y coraza, y ceñirse la cintura con el cinto de la espada. Sin duda habría estado más satisfecha si hubiera podido partir a la guerra con Edmure, pero hasta unos muros tan fuertes como los de Aguasdulces tenían que defenderse con espadas. Su hermano se había llevado hacia los vados a todos los hombres aptos, y dejaba allí a Ser Desmond Grell al mando de una guarnición de heridos, ancianos y enfermos, además de unos cuantos escuderos y muchachos campesinos que eran casi niños. Eso para defender un castillo atestado de mujeres y niños. —¿Qué hacemos ahora, mi señora? —preguntó Brienne cuando el último soldado de Edmure hubo pasado bajo el rastrillo. —Cumplir con nuestro deber. 729