Atzavares
Noveno Premio de Relato Corto • Año 2014 Universidad Miguel Hernández
Dirección y Coordinación: Unidad de Cultura, Extensión Universitaria y Promoción Lingüística Convoca: Vicerrectorado de Cultura y Extensión Universitaria Pórtico: Esther Sitges Textos: sus autores Diseño y maquetación: Imma Mengual, Marco Francés y Àngel Ibàñez Editor: ISBN: Imprime: Cromosystem, S.L. Depósito Legal:
Atzavares
Noveno Premio de Relato Corto • Año 2014 Universidad Miguel Hernández
Dirección y Coordinación: Unidad de Cultura, Extensión Universitaria y Promoción Lingüística Convoca: Vicerrectorado de Cultura y Extensión Universitaria Pórtico: Esther Sitges Textos: sus autores Diseño y maquetación: Imma Mengual, Marco Francés y Àngel Ibàñez Editor: ISBN: Imprime: Cromosystem, S.L. Depósito Legal:
Pórtico Presentamos un año más la compilación en este libro las tres obras premiadas y las seis seleccionadas, en la IX Edición del Premio “Atzavares” de relato corto de la UMH. Es para mí un placer ver cómo este Certamen organizado desde el Vicerrectorado de Cultura y Extension Universitaria junto con la Delegación de Estudiantes, ha ido consolidándose pues este curso, nuevamente, se ha mejorado no sólo en el número de obras presentadas, cincuenta y cuatro en total, sino en la calidad de las mismas. Quiero agradecer muy sinceramente la participación de toda la comunidad universitaria y animar a seguir apoyando entre todos el arte de la literatura. Por supuesto, gracias también por la inestimable colaboración del jurado, compuesto tanto por profesores de la titulación de Periodismo como por el ganador del año anterior, en la difícil tarea de evaluación y selección de las obras. Dejo paso ya al lector para que disfrute de estos nueves relatos y reitero a los que no lo hayan hecho a que se animen a participar en la próxima edición de este Certamen. Muchas gracias a todos. Esther Sitges Maciá Vicerrectora de Cultura y Extensión Universitaria Universidad Miguel Hernández de Elche
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Pórtico Presentamos un año más la compilación en este libro las tres obras premiadas y las seis seleccionadas, en la IX Edición del Premio “Atzavares” de relato corto de la UMH. Es para mí un placer ver cómo este Certamen organizado desde el Vicerrectorado de Cultura y Extension Universitaria junto con la Delegación de Estudiantes, ha ido consolidándose pues este curso, nuevamente, se ha mejorado no sólo en el número de obras presentadas, cincuenta y cuatro en total, sino en la calidad de las mismas. Quiero agradecer muy sinceramente la participación de toda la comunidad universitaria y animar a seguir apoyando entre todos el arte de la literatura. Por supuesto, gracias también por la inestimable colaboración del jurado, compuesto tanto por profesores de la titulación de Periodismo como por el ganador del año anterior, en la difícil tarea de evaluación y selección de las obras. Dejo paso ya al lector para que disfrute de estos nueves relatos y reitero a los que no lo hayan hecho a que se animen a participar en la próxima edición de este Certamen. Muchas gracias a todos. Esther Sitges Maciá Vicerrectora de Cultura y Extensión Universitaria Universidad Miguel Hernández de Elche
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Jurado
Premiados
Presidente: José Luis González Esteban, Vicedecano de grado en Periodismo. Facultad de CC. Sociales y Jurídicas.
Primer Premio: Mario Abril Fernández con el relato Un número más.
Vocal: Mónica Ruiz Bañuls, Profesora del Departamento de CC. Sociales y Humanas. Vocal: Fernando de Rojas Martínez Parets, Profesor del Departamento de Ciencia Jurídica. Secretario: Miguel Antonio Molina Picazo, Vicedelegado general de Comunicación. Colaboradores: José Luis Vicente Ferris, Miguel Carvajal Prieto, José Alberto García Avilés, Alicia De Lara Gonzalez, Miguel Ors Montenegro; Profesores del Depto. CC. Sociales y Humanas.
Segundo Premio: Luis Torrús Cortés con el relato La posibilidad. Tercer Premio: Rafael Antúnez Castillo con el relato Hotel Richard.
Seleccionados para su publicación Javier Illán Segura con el relato La imagen de una ausencia. Sandra Meritxell Picó Casado con el relato En un mundo diferente. Jorge E. Salazar Martínez con el relato Estrellas. Gracia Sánchez Martínez con el relato Los días vividos. .
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Jurado
Premiados
Presidente: José Luis González Esteban, Vicedecano de grado en Periodismo. Facultad de CC. Sociales y Jurídicas.
Primer Premio: Mario Abril Fernández con el relato Un número más.
Vocal: Mónica Ruiz Bañuls, Profesora del Departamento de CC. Sociales y Humanas. Vocal: Fernando de Rojas Martínez Parets, Profesor del Departamento de Ciencia Jurídica. Secretario: Miguel Antonio Molina Picazo, Vicedelegado general de Comunicación. Colaboradores: José Luis Vicente Ferris, Miguel Carvajal Prieto, José Alberto García Avilés, Alicia De Lara Gonzalez, Miguel Ors Montenegro; Profesores del Depto. CC. Sociales y Humanas.
Segundo Premio: Luis Torrús Cortés con el relato La posibilidad. Tercer Premio: Rafael Antúnez Castillo con el relato Hotel Richard.
Seleccionados para su publicación Javier Illán Segura con el relato La imagen de una ausencia. Sandra Meritxell Picó Casado con el relato En un mundo diferente. Jorge E. Salazar Martínez con el relato Estrellas. Gracia Sánchez Martínez con el relato Los días vividos. .
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Relatos
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Relatos
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Un número más Mario Abril Fernández Primer Premio
Bashir se levantaba cada mañana, justo antes de que el sol emitiese los primero rayos del día. Dormía junto a su hijo de diez años. Lo había tomado como un ritual. Se despertaba sin necesidad de despertador, besaba en la frente a Sa’îd, lo arropaba y se preparaba una infusión. Daba sorbos, pausados, uno detrás de otro mientras contemplaba como el cielo comenzaba a iluminarse. Los rayos del sol caían sobre las casas creando un juego de color único, que tan solo podía contemplarse, según comentaba siempre emocionado Bashir, en El Aaiún. Hacía meses que la calma había vuelto al Sahara Occidental. La violencia había remitido pero no la lucha. Aribah, la madre de Sa’îd, murió durante el parto. Fueron horas de sufrimiento que terminaron por quitarle todas las fuerzas hasta la extenuación. Desde entonces Bashir tuvo que ejercer el papel de padre y madre, siempre ha intentado proteger a su hijo sin restarle libertad, sin hacerle responsable de haber perdido a lo que más quería durante su nacimiento. Una mala noticia, pésima, le dejó lo mejor que podía dejarle, su primogénito. La relación entre Bashir y Aribah fue única, prácticamente de cuento. Ambos se conocieron cuando eran apenas unos niños y desde entonces no se separaron. Bashir la respetó siempre, jamás le prohibió ni le exigió vestirse de una u otra manera. No seguía las normas musulmanas y eso fue lo que hizo a Aribah sentirse única. 10
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Un número más Mario Abril Fernández Primer Premio
Bashir se levantaba cada mañana, justo antes de que el sol emitiese los primero rayos del día. Dormía junto a su hijo de diez años. Lo había tomado como un ritual. Se despertaba sin necesidad de despertador, besaba en la frente a Sa’îd, lo arropaba y se preparaba una infusión. Daba sorbos, pausados, uno detrás de otro mientras contemplaba como el cielo comenzaba a iluminarse. Los rayos del sol caían sobre las casas creando un juego de color único, que tan solo podía contemplarse, según comentaba siempre emocionado Bashir, en El Aaiún. Hacía meses que la calma había vuelto al Sahara Occidental. La violencia había remitido pero no la lucha. Aribah, la madre de Sa’îd, murió durante el parto. Fueron horas de sufrimiento que terminaron por quitarle todas las fuerzas hasta la extenuación. Desde entonces Bashir tuvo que ejercer el papel de padre y madre, siempre ha intentado proteger a su hijo sin restarle libertad, sin hacerle responsable de haber perdido a lo que más quería durante su nacimiento. Una mala noticia, pésima, le dejó lo mejor que podía dejarle, su primogénito. La relación entre Bashir y Aribah fue única, prácticamente de cuento. Ambos se conocieron cuando eran apenas unos niños y desde entonces no se separaron. Bashir la respetó siempre, jamás le prohibió ni le exigió vestirse de una u otra manera. No seguía las normas musulmanas y eso fue lo que hizo a Aribah sentirse única. 10
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Bashir tenía una tienda de alimentación en la Avenida La Meca, en pleno Aaiún. Los fines de semana montaba su puesto en el mercado de la ciudad para sacarse un sobresueldo. Era la única manera de dar a Sa’îd los caprichos que no podía negarle. Los vecinos Nasira y Taysir eran amigos de la familia desde la juventud. Cuando Bashir se quedó viudo se volcaron con él y su hijo. Todas las mañana Nasira se encargaba de llevarlo junto a su hija Hasna a la escuela. Tenían la misma edad. Fue casi como un acuerdo entre ambas parejas. Pero aquella mañana fue diferente al resto. Bashir recibió en la tienda a un señor. Alto, enjuto, de barba frondosa y con el atuendo típico del lugar en tonos blancos y ocres. Estuvieron hablando durante horas. Tuvo que colgar de la puerta el cartel de “Vuelvo enseguida” pero se hizo la hora del cierre y Bashir todavía seguía charlando con aquel hombre. La propuesta era llevarles hasta Canarias en compañía de otros ciudadanos de El Aaiún a cambio de una cantidad considerable de dinero. Todo parecían facilidades, no solamente con el pago, si no con lo que le ofrecía para él y su hijo una vez alcanzase la isla. Le aseguraba un hogar y un trabajo, similar al que tenía ahora mismo. El dinero se pagaría en tres veces en el caso de que aceptase el trato. Una en unos días, otra en la visita previa a la salida y otra en el mismo momento de la salida. Bashir sentía temor pero a la vez estaba ilusionado. Aunque El Aaiún ahora mismo se mantenía en calma sabía que tan solo era cuestión de unos días que volviese el conflicto. Solo pensaba en Sa’îd, en lo que podía ser bueno para él. En Canarias podrían empezar una nueva vida, lejos de guerras abiertas, sumidos en una paz que hacía tiempo desconocían. Bashir cerró aquella mañana su tienda y volvió a casa absorto en sus pensamientos. ¿Qué haría Aribah si estuviese aquí?, pensaba. Ella era la sensatez. Tenía respuesta y solución a todos los problemas. De camino a casa se 12
encontró con Taysir, su vecino que como él había salido más tarde del trabajo aquel día. Evitó comentarle nada de la propuesta de aquel hombre. Quizá él podría aclararle la cabeza pero en el fondo tenía miedo de que le quitase de la mente la ilusión. Cuando llegó a casa preparó algo rápido para comer. Sa’îd no era un gran comedor, a veces comía únicamente porque era necesario para sobrevivir. Durante la comida, Bashir no podía parar de mirarle, de manera entrañable, con los ojos vidriosos, al borde de la lágrima. Pensaba en el futuro de su hijo, en verle yendo a la universidad, sacándose sus estudios de abogado y siendo feliz. Sa’îd no tenía claro qué quería estudiar, es más, ni tan si quiera lo había pensado a esa edad, pero era el sueño de Bashir. Él siempre quiso ser abogado, ayudar a los demás. De joven decía que solo defendería a los buenos, pero su padre le borró la idea de la cabeza de un sopapo. - Tú heredarás la tienda y no se hable más. –le dijo. Su padre siempre había sido un hombre distante, dueño de su casa, su familia y su esposa. Los dominaba a todos, bajo su techo había que hacer todo cómo él lo decía. Quizá por eso, cuando Bashir encontró a Aribah quiso ser todo lo contrario. Quiso que su esposa, a la que amaba con locura, tuviese tanta o más libertad que él. - Sa’îd, ¿tú eres feliz en El Aaiún? –preguntó Bashir. - Sí, papá, ¿por qué lo preguntas? –respondió. Bashir pensaba que la respuesta de su hijo era en un tono complaciente. ¿Cómo iba a decirle que no era feliz allí, en esas tierras junto a su padre, donde él pasó tantos momentos con su madre? - Verás, Sa’îd. Me han ofrecido un viaje a Canarias, para… para ver en concierto a AzizaBrahim, tu cantante preferida. Además podríamos quedarnos allí unos días de visita, ¿qué te parece? Sa’îd soltó el tenedor y corrió a abrazar y besar a su padre. Aziza era su amor platónico. Representaba para él, no solo la belleza ideal sino la mujer luchadora. 13
Bashir tenía una tienda de alimentación en la Avenida La Meca, en pleno Aaiún. Los fines de semana montaba su puesto en el mercado de la ciudad para sacarse un sobresueldo. Era la única manera de dar a Sa’îd los caprichos que no podía negarle. Los vecinos Nasira y Taysir eran amigos de la familia desde la juventud. Cuando Bashir se quedó viudo se volcaron con él y su hijo. Todas las mañana Nasira se encargaba de llevarlo junto a su hija Hasna a la escuela. Tenían la misma edad. Fue casi como un acuerdo entre ambas parejas. Pero aquella mañana fue diferente al resto. Bashir recibió en la tienda a un señor. Alto, enjuto, de barba frondosa y con el atuendo típico del lugar en tonos blancos y ocres. Estuvieron hablando durante horas. Tuvo que colgar de la puerta el cartel de “Vuelvo enseguida” pero se hizo la hora del cierre y Bashir todavía seguía charlando con aquel hombre. La propuesta era llevarles hasta Canarias en compañía de otros ciudadanos de El Aaiún a cambio de una cantidad considerable de dinero. Todo parecían facilidades, no solamente con el pago, si no con lo que le ofrecía para él y su hijo una vez alcanzase la isla. Le aseguraba un hogar y un trabajo, similar al que tenía ahora mismo. El dinero se pagaría en tres veces en el caso de que aceptase el trato. Una en unos días, otra en la visita previa a la salida y otra en el mismo momento de la salida. Bashir sentía temor pero a la vez estaba ilusionado. Aunque El Aaiún ahora mismo se mantenía en calma sabía que tan solo era cuestión de unos días que volviese el conflicto. Solo pensaba en Sa’îd, en lo que podía ser bueno para él. En Canarias podrían empezar una nueva vida, lejos de guerras abiertas, sumidos en una paz que hacía tiempo desconocían. Bashir cerró aquella mañana su tienda y volvió a casa absorto en sus pensamientos. ¿Qué haría Aribah si estuviese aquí?, pensaba. Ella era la sensatez. Tenía respuesta y solución a todos los problemas. De camino a casa se 12
encontró con Taysir, su vecino que como él había salido más tarde del trabajo aquel día. Evitó comentarle nada de la propuesta de aquel hombre. Quizá él podría aclararle la cabeza pero en el fondo tenía miedo de que le quitase de la mente la ilusión. Cuando llegó a casa preparó algo rápido para comer. Sa’îd no era un gran comedor, a veces comía únicamente porque era necesario para sobrevivir. Durante la comida, Bashir no podía parar de mirarle, de manera entrañable, con los ojos vidriosos, al borde de la lágrima. Pensaba en el futuro de su hijo, en verle yendo a la universidad, sacándose sus estudios de abogado y siendo feliz. Sa’îd no tenía claro qué quería estudiar, es más, ni tan si quiera lo había pensado a esa edad, pero era el sueño de Bashir. Él siempre quiso ser abogado, ayudar a los demás. De joven decía que solo defendería a los buenos, pero su padre le borró la idea de la cabeza de un sopapo. - Tú heredarás la tienda y no se hable más. –le dijo. Su padre siempre había sido un hombre distante, dueño de su casa, su familia y su esposa. Los dominaba a todos, bajo su techo había que hacer todo cómo él lo decía. Quizá por eso, cuando Bashir encontró a Aribah quiso ser todo lo contrario. Quiso que su esposa, a la que amaba con locura, tuviese tanta o más libertad que él. - Sa’îd, ¿tú eres feliz en El Aaiún? –preguntó Bashir. - Sí, papá, ¿por qué lo preguntas? –respondió. Bashir pensaba que la respuesta de su hijo era en un tono complaciente. ¿Cómo iba a decirle que no era feliz allí, en esas tierras junto a su padre, donde él pasó tantos momentos con su madre? - Verás, Sa’îd. Me han ofrecido un viaje a Canarias, para… para ver en concierto a AzizaBrahim, tu cantante preferida. Además podríamos quedarnos allí unos días de visita, ¿qué te parece? Sa’îd soltó el tenedor y corrió a abrazar y besar a su padre. Aziza era su amor platónico. Representaba para él, no solo la belleza ideal sino la mujer luchadora. 13
Ella vivió en los campamentos saharauis y vio morir a su padre en las tierras de El Aaiún. - ¿Pero cuándo nos vamos? –dijo emocionado. - En un par de días, Sa’îd tendrás que dejar el colegio hasta que volvamos. Volvió a besarle y salió corriendo para contarle la noticia a Hasna, su vecina y primer amor. Ella le abrazó contrariada. Se sentía emocionada porque sabía lo importante que era AzizaBrahim para él pero por otra parte le daba miedo ese viaje. - Parece que no te alegres, Hasna –dijo. - Claro que me alegro, Sa’îd. Pero te vas así de repente y ni siquiera sabes cuándo volverás –contestó. - En unos días, voy a estar bien. De verdad –la besó. Ambos tenían su refugio. En la parte trasera de las casas había un pequeño corral con un cobertizo donde se veían a escondidas. Creían que sus padres no eran conscientes de aquella relación furtiva y preadolescente, pero lo cierto es que todos eran cómplices de aquel amor. A Bashir le recordaba a los inicios con Aribah. Cuando se buscaban, se perseguían o se besaban a escondidas de su padre. Desde la ventana, Bashir les contemplaba jugar, besarse de manera inocente entre risas y algún que otro llanto fruto de la noticia. Se reclinó sobre el sofá, agarró entre las manos la foto de Aribah y la abrazó fuerte contra su pecho. Le torturaba saber si realmente estaba haciendo lo correcto o aquello era una locura. Había decidido empeñar la tienda a cambio de ese viaje. Si algo salía mal tendrían que volver y buscarse la vida de nuevo. - Tú siempre me decías que era un cobarde, Aribah. Pero no puedo tomar esta decisión sin ti, sin que tú estés a mi lado y me digas aquello de: «Arriesgar o morir, cariño». En mi mente no suena tan convincente como en tu voz. Lo hago por Sa’îd, no quiero que crezca en el conflicto, viviendo en el sobresalto diario. 14
Merece ser feliz plenamente. Cuando lleguemos a Canarias llamaré a Taysir y le convenceré para que se vengan con Nasira y Hasna. Estoy seguro de que el también querrá lo mejor para las suyas, y El Aaiún, Aribah, no es lo mejor ahora mismo y creo que en mucho tiempo no lo va a ser. Cuando llegue a Canarias y vea la situación mandaré poner en venta la casa. Está llena de ti, de recuerdos, pero sé que me obligarías a deshacerme de ella si lo necesitase –dijo en soliloquio mirando la imagen de Aribah entre sollozos de autoconvencimiento. A la mañana siguiente, Bashir contactó con el señor que había organizado el viaje para negociar con él el empeño de la tienda y aceptar la propuesta. El hombre, aunque algo reticente, acabó por aceptar el pacto. Le dio las instrucciones. A las cuatro de la madrugada habría un coche esperando al final de la Avenida La Meca. Allí, acompañados de otros compañeros serían llevados hasta la playa El Bir, del Aaiún, donde un barco les conduciría a Canarias. Le aseguró que las horas eran tan intempestivas porque resultaba más económico y evitarían otros problemas que no quiso detallar. Bashir volvió a casa y comenzó a hacer el equipaje. El señor había remarcado que no podían ir excesivamente cargados. Una pequeña mochila con algo de ropa para los primeros días en Canarias, una vez allí se les facilitaría todo lo necesario. Sa’îd estaba emocionado desde que el día anterior había recibido la noticia. Todavía no se creía que iba a poder conocer a su artista preferida, por la que sentía tantas cosas. Aquella última tarde en El Aaiún decidió pasarla con Hasna. Dieron una vuelta por los alrededores y acabaron en el refugio. Allí los besos no dejaban fluir las palabras, las risas se entremezclaban con los sollozos de despedida. - Te voy a echar de menos, Sa’îd –dijo ella mirándole a los ojos. - Hasna, no te preocupes, en unos días estoy de vuelta. –la tranquilizó. - Tengo mucho miedo al mar, a los barcos y todas esas cosas. Se oyen tantas cosas en las noticias… -dejó caer. - No me va a pasar nada, mi madre me protege. Y tú también puedes hacerlo 15
Ella vivió en los campamentos saharauis y vio morir a su padre en las tierras de El Aaiún. - ¿Pero cuándo nos vamos? –dijo emocionado. - En un par de días, Sa’îd tendrás que dejar el colegio hasta que volvamos. Volvió a besarle y salió corriendo para contarle la noticia a Hasna, su vecina y primer amor. Ella le abrazó contrariada. Se sentía emocionada porque sabía lo importante que era AzizaBrahim para él pero por otra parte le daba miedo ese viaje. - Parece que no te alegres, Hasna –dijo. - Claro que me alegro, Sa’îd. Pero te vas así de repente y ni siquiera sabes cuándo volverás –contestó. - En unos días, voy a estar bien. De verdad –la besó. Ambos tenían su refugio. En la parte trasera de las casas había un pequeño corral con un cobertizo donde se veían a escondidas. Creían que sus padres no eran conscientes de aquella relación furtiva y preadolescente, pero lo cierto es que todos eran cómplices de aquel amor. A Bashir le recordaba a los inicios con Aribah. Cuando se buscaban, se perseguían o se besaban a escondidas de su padre. Desde la ventana, Bashir les contemplaba jugar, besarse de manera inocente entre risas y algún que otro llanto fruto de la noticia. Se reclinó sobre el sofá, agarró entre las manos la foto de Aribah y la abrazó fuerte contra su pecho. Le torturaba saber si realmente estaba haciendo lo correcto o aquello era una locura. Había decidido empeñar la tienda a cambio de ese viaje. Si algo salía mal tendrían que volver y buscarse la vida de nuevo. - Tú siempre me decías que era un cobarde, Aribah. Pero no puedo tomar esta decisión sin ti, sin que tú estés a mi lado y me digas aquello de: «Arriesgar o morir, cariño». En mi mente no suena tan convincente como en tu voz. Lo hago por Sa’îd, no quiero que crezca en el conflicto, viviendo en el sobresalto diario. 14
Merece ser feliz plenamente. Cuando lleguemos a Canarias llamaré a Taysir y le convenceré para que se vengan con Nasira y Hasna. Estoy seguro de que el también querrá lo mejor para las suyas, y El Aaiún, Aribah, no es lo mejor ahora mismo y creo que en mucho tiempo no lo va a ser. Cuando llegue a Canarias y vea la situación mandaré poner en venta la casa. Está llena de ti, de recuerdos, pero sé que me obligarías a deshacerme de ella si lo necesitase –dijo en soliloquio mirando la imagen de Aribah entre sollozos de autoconvencimiento. A la mañana siguiente, Bashir contactó con el señor que había organizado el viaje para negociar con él el empeño de la tienda y aceptar la propuesta. El hombre, aunque algo reticente, acabó por aceptar el pacto. Le dio las instrucciones. A las cuatro de la madrugada habría un coche esperando al final de la Avenida La Meca. Allí, acompañados de otros compañeros serían llevados hasta la playa El Bir, del Aaiún, donde un barco les conduciría a Canarias. Le aseguró que las horas eran tan intempestivas porque resultaba más económico y evitarían otros problemas que no quiso detallar. Bashir volvió a casa y comenzó a hacer el equipaje. El señor había remarcado que no podían ir excesivamente cargados. Una pequeña mochila con algo de ropa para los primeros días en Canarias, una vez allí se les facilitaría todo lo necesario. Sa’îd estaba emocionado desde que el día anterior había recibido la noticia. Todavía no se creía que iba a poder conocer a su artista preferida, por la que sentía tantas cosas. Aquella última tarde en El Aaiún decidió pasarla con Hasna. Dieron una vuelta por los alrededores y acabaron en el refugio. Allí los besos no dejaban fluir las palabras, las risas se entremezclaban con los sollozos de despedida. - Te voy a echar de menos, Sa’îd –dijo ella mirándole a los ojos. - Hasna, no te preocupes, en unos días estoy de vuelta. –la tranquilizó. - Tengo mucho miedo al mar, a los barcos y todas esas cosas. Se oyen tantas cosas en las noticias… -dejó caer. - No me va a pasar nada, mi madre me protege. Y tú también puedes hacerlo 15
desde aquí. - ¿Cómo? –preguntó extrañada. - Mira, cierra los ojos. ¡Ciérralos! –dijo ante la irreverencia de Hasna. ¿Los tienes cerrados? Bien. Ahora junta las manos fuerte, así. Ahora, piensa en nosotros, en los momentos que hemos pasado juntos aquí en el refugio. Si haces eso, no va a haber ningún problema. –dijo sonriéndole mientras Hasna volvía a abrir los ojos. - Ten, quiero que lleves esto contigo. También te protegerá. –se soltó del pelo un gancho. Sa’îd lo metió entre sus manos y lo apretó con fuerza. El gancho tenía unos pequeños cristalitos que dibujaban en tonos verdes y rosas una flor. Él le dio su colgante. El resto de los minutos los pasaron recordando anécdotas, haciéndose cosquillas, besándose y mirándose hasta desgastarse. Cuando el reloj marcó las tres de la mañana, Bashir despertó a Sa’îd con un beso en la frente, como hacía cada día. Tenían una hora para arreglarse, tomar algo y bajar la Avenida en busca del coche. Pese a que el sueño podía con los ojos de Sa’îd no dejaba de dar las gracias a su padre por el detalle. Antes de salir de casa, Bashir se acercó a la mesilla que estaba juntó al sofá, extrajo la imagen de Aribah del portarretratos y se la introdujo en el bolsillo. Sentía que así iba a estar más protegido. Como había comentado el contacto, el coche estaba allí esperando. En el interior, el conductor y dos personas más que también se dirigían a subirse a aquel barco, destino: Canarias. Las casas quedaban recortadas por el suave haz de luz de la iluminación de las calles. Bashir estaba temblando. Le podía el riesgo, pero la mirada ilusionada de Sa’îd era su tranquilidad. Cuando llegaron a la playa, tan solo los faros del coche alumbraban la barca repintada para dar sensación de nueva. En la orilla, entre susurros, el hombre enjuto daba las últimas instrucciones. Al otro lado, en Canarias le estarían 16
esperando. No habría pérdida para encontrar al contacto en la isla. Seis personas, aparte de Bashir y Sa’îd subieron a la embarcación. Junto a ellos, el conductor del coche que les había acercado hasta El Bir. Al parecer él también quería dejar atrás El Aaiún. Tras los últimos apuntes, se adentraron en el mar. El frío comenzaba a calarse en los huesos a causa de la humedad.Bashir buscó en la mochila una chaqueta para tapar a Sa’îd que estaba aterido. Un pequeño farol alumbraba la oscuridad y la mirada de pánico de los viajeros. El oleaje comenzaba a embravecerse conforme se adentraban en el mar. Algunas olas conseguían impactar con fuerza contra la endeble barca hasta colar agua en el interior. Minutos después los pies estaban sumergidos. Sa’îd se apretaba a su padre, mientras a la vez apretaba en su mano el gancho del pelo que le había dado Hasna. Cerraba los ojos y pensaba en ella con fuerza; lo acompañaba en su mente de la voz de AzizaBrahim. Pensaba contarle toda aquella odisea que había llevado a cabo con su padre solo para verla. Bashir agarraba contra sí a su pequeño mientras en su bolsillo tocaba la foto de Aribah buscando su protección. Una fuerte ola les sacó de sus pensamientos y de la barca. Todos los viajeros cayeron al mar al volcar. Bashir buscó a Sa’îd, gritó su nombre con fuerza. Su exclamación se perdía en la oscuridad. Al otro lado de la barca, una voz débil le llamó. Bashir nadó en su busca. Allí estaba totalmente atemorizado e indefenso, agarrando el gancho con tanta fuerza que llegaba a clavárselo en la palma de la mano. - ¡¿Sa’îd?! ¡Sa’îd! Sa’îd, ¿estás bien pequeño? –dijo cogiéndole. - Papá, tengo mucho frío. No me noto los pies –confesó llorando. - No pienses en eso, ¿eh? Mira, piensa que mañana estaremos en Canarias, ¿vale? –dijo intentando distraerle. ¿Has oído hablar del sol de Canarias? Dicen que no tiene nada que envidiar al de El Aaiún. Ambos se agarraron fuerte. Entre los viajeros intentaron dar la vuelta a la barca pero la fuerza de la ola la había resquebrajado. No había chalecos salvavidas. El conductor aseguraba que no quedaba mucha distancia para alcanzar la costa Canaria. 17
desde aquí. - ¿Cómo? –preguntó extrañada. - Mira, cierra los ojos. ¡Ciérralos! –dijo ante la irreverencia de Hasna. ¿Los tienes cerrados? Bien. Ahora junta las manos fuerte, así. Ahora, piensa en nosotros, en los momentos que hemos pasado juntos aquí en el refugio. Si haces eso, no va a haber ningún problema. –dijo sonriéndole mientras Hasna volvía a abrir los ojos. - Ten, quiero que lleves esto contigo. También te protegerá. –se soltó del pelo un gancho. Sa’îd lo metió entre sus manos y lo apretó con fuerza. El gancho tenía unos pequeños cristalitos que dibujaban en tonos verdes y rosas una flor. Él le dio su colgante. El resto de los minutos los pasaron recordando anécdotas, haciéndose cosquillas, besándose y mirándose hasta desgastarse. Cuando el reloj marcó las tres de la mañana, Bashir despertó a Sa’îd con un beso en la frente, como hacía cada día. Tenían una hora para arreglarse, tomar algo y bajar la Avenida en busca del coche. Pese a que el sueño podía con los ojos de Sa’îd no dejaba de dar las gracias a su padre por el detalle. Antes de salir de casa, Bashir se acercó a la mesilla que estaba juntó al sofá, extrajo la imagen de Aribah del portarretratos y se la introdujo en el bolsillo. Sentía que así iba a estar más protegido. Como había comentado el contacto, el coche estaba allí esperando. En el interior, el conductor y dos personas más que también se dirigían a subirse a aquel barco, destino: Canarias. Las casas quedaban recortadas por el suave haz de luz de la iluminación de las calles. Bashir estaba temblando. Le podía el riesgo, pero la mirada ilusionada de Sa’îd era su tranquilidad. Cuando llegaron a la playa, tan solo los faros del coche alumbraban la barca repintada para dar sensación de nueva. En la orilla, entre susurros, el hombre enjuto daba las últimas instrucciones. Al otro lado, en Canarias le estarían 16
esperando. No habría pérdida para encontrar al contacto en la isla. Seis personas, aparte de Bashir y Sa’îd subieron a la embarcación. Junto a ellos, el conductor del coche que les había acercado hasta El Bir. Al parecer él también quería dejar atrás El Aaiún. Tras los últimos apuntes, se adentraron en el mar. El frío comenzaba a calarse en los huesos a causa de la humedad.Bashir buscó en la mochila una chaqueta para tapar a Sa’îd que estaba aterido. Un pequeño farol alumbraba la oscuridad y la mirada de pánico de los viajeros. El oleaje comenzaba a embravecerse conforme se adentraban en el mar. Algunas olas conseguían impactar con fuerza contra la endeble barca hasta colar agua en el interior. Minutos después los pies estaban sumergidos. Sa’îd se apretaba a su padre, mientras a la vez apretaba en su mano el gancho del pelo que le había dado Hasna. Cerraba los ojos y pensaba en ella con fuerza; lo acompañaba en su mente de la voz de AzizaBrahim. Pensaba contarle toda aquella odisea que había llevado a cabo con su padre solo para verla. Bashir agarraba contra sí a su pequeño mientras en su bolsillo tocaba la foto de Aribah buscando su protección. Una fuerte ola les sacó de sus pensamientos y de la barca. Todos los viajeros cayeron al mar al volcar. Bashir buscó a Sa’îd, gritó su nombre con fuerza. Su exclamación se perdía en la oscuridad. Al otro lado de la barca, una voz débil le llamó. Bashir nadó en su busca. Allí estaba totalmente atemorizado e indefenso, agarrando el gancho con tanta fuerza que llegaba a clavárselo en la palma de la mano. - ¡¿Sa’îd?! ¡Sa’îd! Sa’îd, ¿estás bien pequeño? –dijo cogiéndole. - Papá, tengo mucho frío. No me noto los pies –confesó llorando. - No pienses en eso, ¿eh? Mira, piensa que mañana estaremos en Canarias, ¿vale? –dijo intentando distraerle. ¿Has oído hablar del sol de Canarias? Dicen que no tiene nada que envidiar al de El Aaiún. Ambos se agarraron fuerte. Entre los viajeros intentaron dar la vuelta a la barca pero la fuerza de la ola la había resquebrajado. No había chalecos salvavidas. El conductor aseguraba que no quedaba mucha distancia para alcanzar la costa Canaria. 17
- Además suele haber vigilancia por esta zona, no tardarán en encontrarnos. Lo mejor es comenzar a nadar dirección a Canarias. Cuando os veáis exhaustos deteneos y dejad que la corriente os vaya llevando –explicó. Bashir y Sa’îd comenzaron a nadar. Sin soltarse, como si yendo juntos fuese imposible que les sucediese algo. Bashir intentaba dar conversación a Sa’îd mientras él no paraba de quejarse del frío que sentía. «No lo pienses» le repetía. Pero el pequeño cada vez respondía menos a su padre. Tan solo se escuchaba el castañeo de los dientes en el silencio de la noche. De vez en cuando, Bashir le preguntaba si estaba bien para confirmar que el frío no había podido con él. Hasta que no contestó. - ¿Sa’îd? ¡Sa’îd, contéstame! ¡Sa’îd, dime algo! ¡No, Sa’îd, tú no!–lloró y lo zarandeó para hacerle reaccionar. La baja temperatura del agua había podido con él. La hipotermia había acabado con la vida de Sa’îd. Minutos después una embarcación de salvamento del Gobierno Canario les sacaba del mar. El cuerpo de Sa’îd estaba sin vida. En su mano estaba clavado el gancho de Hasna y sobre él, su padre lloraba de rabia e impotencia. Colocó sobre su pecho la imagen empapada de Aribah. Puso la mano encima y se culpó. Había engañado a su hijo para intentar darle una vida mejor pero había terminado con ella. Sa’îd se convertía en una cifra más. En un número de esos con los que los informativos abrirían al día siguiente para informar de una patera que había volcado. ¿A bordo?, ocho adultos y un niño, único fallecido. Pero ese niño era Sa’îd, su hijo, lo único que le quedaba y por cuyo final siempre se sentiría culpable.
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- Además suele haber vigilancia por esta zona, no tardarán en encontrarnos. Lo mejor es comenzar a nadar dirección a Canarias. Cuando os veáis exhaustos deteneos y dejad que la corriente os vaya llevando –explicó. Bashir y Sa’îd comenzaron a nadar. Sin soltarse, como si yendo juntos fuese imposible que les sucediese algo. Bashir intentaba dar conversación a Sa’îd mientras él no paraba de quejarse del frío que sentía. «No lo pienses» le repetía. Pero el pequeño cada vez respondía menos a su padre. Tan solo se escuchaba el castañeo de los dientes en el silencio de la noche. De vez en cuando, Bashir le preguntaba si estaba bien para confirmar que el frío no había podido con él. Hasta que no contestó. - ¿Sa’îd? ¡Sa’îd, contéstame! ¡Sa’îd, dime algo! ¡No, Sa’îd, tú no!–lloró y lo zarandeó para hacerle reaccionar. La baja temperatura del agua había podido con él. La hipotermia había acabado con la vida de Sa’îd. Minutos después una embarcación de salvamento del Gobierno Canario les sacaba del mar. El cuerpo de Sa’îd estaba sin vida. En su mano estaba clavado el gancho de Hasna y sobre él, su padre lloraba de rabia e impotencia. Colocó sobre su pecho la imagen empapada de Aribah. Puso la mano encima y se culpó. Había engañado a su hijo para intentar darle una vida mejor pero había terminado con ella. Sa’îd se convertía en una cifra más. En un número de esos con los que los informativos abrirían al día siguiente para informar de una patera que había volcado. ¿A bordo?, ocho adultos y un niño, único fallecido. Pero ese niño era Sa’îd, su hijo, lo único que le quedaba y por cuyo final siempre se sentiría culpable.
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La posibilidad Luis Torrús Cortés Segundo Premio «Dice que se está muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere.» De Cien años de soledad. Gabriel García Márquez
Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche siempre está amaneciendo. Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche en movimiento la ciudad se antoja distinta, como si al volver de un largo viaje necesitaras un tiempo para comprender los emotivos cambios que provocó tu ausencia. Algunas calles son más largas de lo que solían y otras incomprensiblemente más cortas y la memoria, del todo orgullosa, se inquieta al reconocer fachadas, carteles y persianas, pero no poder situarlos en el camino a casa y si lo consigue, al volver a perderse infelizmente en cualquier giro del vehículo. Puede que la culpa sea del ángulo, de la limitada perspectiva a la que te obligan las ventanas del automóvil y tu inusual posición, o tal vez, lo que en realidad sucede es que el ritmo natural de las imágenes varía y la cadencia a la que te son mostrados los lugares de paso los hacen parecer irreales, como de otro momento; es una velocidad extraña, articulada, serena… inapropiadamente regular. Incluso podría ser la luz, que no es ni la del que madruga ni la del que trasnocha, es una luz inventada, de sol de madera. Pero sobre todas las cosas el sonido. Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche no existen sonidos 20
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La posibilidad Luis Torrús Cortés Segundo Premio «Dice que se está muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere.» De Cien años de soledad. Gabriel García Márquez
Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche siempre está amaneciendo. Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche en movimiento la ciudad se antoja distinta, como si al volver de un largo viaje necesitaras un tiempo para comprender los emotivos cambios que provocó tu ausencia. Algunas calles son más largas de lo que solían y otras incomprensiblemente más cortas y la memoria, del todo orgullosa, se inquieta al reconocer fachadas, carteles y persianas, pero no poder situarlos en el camino a casa y si lo consigue, al volver a perderse infelizmente en cualquier giro del vehículo. Puede que la culpa sea del ángulo, de la limitada perspectiva a la que te obligan las ventanas del automóvil y tu inusual posición, o tal vez, lo que en realidad sucede es que el ritmo natural de las imágenes varía y la cadencia a la que te son mostrados los lugares de paso los hacen parecer irreales, como de otro momento; es una velocidad extraña, articulada, serena… inapropiadamente regular. Incluso podría ser la luz, que no es ni la del que madruga ni la del que trasnocha, es una luz inventada, de sol de madera. Pero sobre todas las cosas el sonido. Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche no existen sonidos 20
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humanos, solo mecánicos: el motor, el tic tac del intermitente, poco más. Es como si la ciudad respetara y compartiera tu agonía o tal vez se avergonzara de ella. Todo es conquistado por un silencio rencoroso que te permite sin compasión malpensar en tu suerte. Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche, decía, con el corazón latiendo dentro de tu cabeza, es que algo ha ido mal.
Aquella mañana se despertó temprano pero se levantó tarde. Anduvo de sueño en sueño toda la noche y lo inquietó hasta espabilarlo el último de ellos. En él su madre tenía por brazo derecho las ramas de un árbol caduco. Estaba sentada en el sofá de siempre, callada e inmóvil. Él de pie, llorando sin consuelo y desesperado en la agonía de no poder verter ni una sola lágrima. No se atrevía a tocarla por si se rompía alguna de las ramas y la inacción los condenaba. Se sentó a su lado en el sofá, miró a su madre y ella él y allí quedó súbitamente inacabado ese sueño, sueño al que volvería varias veces a lo largo de su vida. Al abrir los ojos tenía el pecho en guerra y la certeza de que era lo más horrible que jamás había soñado. Acordó abrazar a su madre en cuanto la viera pero para cuando recuperó las pulsaciones ya había olvidado sueño y abrazo. Estuvo bastante tiempo dando vueltas en la cama imaginando triunfos gloriosos pero sin dormir, hasta que un incontestable dolor de espalda lo puso en pie y en ese instante, y por primera vez en ese ya caluroso sábado de principios de otoño, le sobrevino a los labios aquel nombre que lo consumía, apellidos incluidos. Llevaba demasiado tiempo enamorado de ella en un más que cuestionable secreto y sin poder medir su amor, ni con el beso ni con la pérdida. Demasiado tiempo, demasiados miedos, demasiado cerca. Las diez y cuarenta marcaba la esfera luminosa del reloj de la mesilla. Buena hora, decidió. Ese día en realidad había empezado cuatro antes, un martes cualquiera, mientras caían del cielo y con prisa océanos de tierra y agua. Estaba con ella, sin tiempo ni espacio para la casualidad, sentados frente a frente junto a una 22
colosal cristalera de la biblioteca de la universidad hablando desde hacía horas de pequeñas cosas sin importancia cuando decidieron, tras breve acuerdo, verse el sábado siguiente. Como y cuando quiso, un viento venido de no se sabe dónde se llevó nubes y lluvia y volvieron cada uno a su casa. Por el camino el viento supo transformarse en una brisa errática que le acariciaba por momentos la cara y el dorso de la mano derecha. Al encarar la última de las calles sintió cómo esa brisa le atravesaba la piel hasta la palma y la yema de los dedos, sintió que no se escapaba, que permanecía, que se hacía cálida y entonces cerró el puño sin apretarlo apenas y sonrió. Tenía en su mano la hebra con la que tejer su vida, tenía un propósito, un ejército: la posibilidad. El sábado dejó que las horas hasta el encuentro transcurrieran sin vivirlas, deambuló por casa del sofá a la cama y alargó lo que pudo una siesta que no merecía. Pese a que el tiempo andaba perezoso no estuvo nervioso hasta el momento de mirarse en el espejo, poco más de una hora antes de verla fugazmente, cuando comenzó a vestirse al salir de la ducha. Se dejó acompañar por esos nervios que consideró naturales y aguardó a que su amigo pasara a por él en su coche. Con veintiocho minutos de retraso sobre la hora acordada y sin reproches, partieron hacia el lugar de copas donde habían quedado en verse, ya con los nervios haciéndole algo más que compañía. Aparcaron cerca y al salir del coche no pudo ver nada ni a nadie, sus pensamientos se centraban en la puerta del local y cuando lo tuvo a la vista aceleró el paso y entró antes de que el portero pudiera abrirle solícito, dejando a su amigo varios metros por detrás. La vio al instante y le temblaron las rodillas, venía de frente con la chaqueta en la mano. Hola, hola y dos besos asimétricos. Me tengo que ir, lo siento, nos vemos otro día, le dijo sonriendo. Y se despidió con un hasta luego guapo que lo descosió, sin piedad, de abajo a arriba, desde el 23
humanos, solo mecánicos: el motor, el tic tac del intermitente, poco más. Es como si la ciudad respetara y compartiera tu agonía o tal vez se avergonzara de ella. Todo es conquistado por un silencio rencoroso que te permite sin compasión malpensar en tu suerte. Cuando vas tumbado en el asiento trasero de un coche, decía, con el corazón latiendo dentro de tu cabeza, es que algo ha ido mal.
Aquella mañana se despertó temprano pero se levantó tarde. Anduvo de sueño en sueño toda la noche y lo inquietó hasta espabilarlo el último de ellos. En él su madre tenía por brazo derecho las ramas de un árbol caduco. Estaba sentada en el sofá de siempre, callada e inmóvil. Él de pie, llorando sin consuelo y desesperado en la agonía de no poder verter ni una sola lágrima. No se atrevía a tocarla por si se rompía alguna de las ramas y la inacción los condenaba. Se sentó a su lado en el sofá, miró a su madre y ella él y allí quedó súbitamente inacabado ese sueño, sueño al que volvería varias veces a lo largo de su vida. Al abrir los ojos tenía el pecho en guerra y la certeza de que era lo más horrible que jamás había soñado. Acordó abrazar a su madre en cuanto la viera pero para cuando recuperó las pulsaciones ya había olvidado sueño y abrazo. Estuvo bastante tiempo dando vueltas en la cama imaginando triunfos gloriosos pero sin dormir, hasta que un incontestable dolor de espalda lo puso en pie y en ese instante, y por primera vez en ese ya caluroso sábado de principios de otoño, le sobrevino a los labios aquel nombre que lo consumía, apellidos incluidos. Llevaba demasiado tiempo enamorado de ella en un más que cuestionable secreto y sin poder medir su amor, ni con el beso ni con la pérdida. Demasiado tiempo, demasiados miedos, demasiado cerca. Las diez y cuarenta marcaba la esfera luminosa del reloj de la mesilla. Buena hora, decidió. Ese día en realidad había empezado cuatro antes, un martes cualquiera, mientras caían del cielo y con prisa océanos de tierra y agua. Estaba con ella, sin tiempo ni espacio para la casualidad, sentados frente a frente junto a una 22
colosal cristalera de la biblioteca de la universidad hablando desde hacía horas de pequeñas cosas sin importancia cuando decidieron, tras breve acuerdo, verse el sábado siguiente. Como y cuando quiso, un viento venido de no se sabe dónde se llevó nubes y lluvia y volvieron cada uno a su casa. Por el camino el viento supo transformarse en una brisa errática que le acariciaba por momentos la cara y el dorso de la mano derecha. Al encarar la última de las calles sintió cómo esa brisa le atravesaba la piel hasta la palma y la yema de los dedos, sintió que no se escapaba, que permanecía, que se hacía cálida y entonces cerró el puño sin apretarlo apenas y sonrió. Tenía en su mano la hebra con la que tejer su vida, tenía un propósito, un ejército: la posibilidad. El sábado dejó que las horas hasta el encuentro transcurrieran sin vivirlas, deambuló por casa del sofá a la cama y alargó lo que pudo una siesta que no merecía. Pese a que el tiempo andaba perezoso no estuvo nervioso hasta el momento de mirarse en el espejo, poco más de una hora antes de verla fugazmente, cuando comenzó a vestirse al salir de la ducha. Se dejó acompañar por esos nervios que consideró naturales y aguardó a que su amigo pasara a por él en su coche. Con veintiocho minutos de retraso sobre la hora acordada y sin reproches, partieron hacia el lugar de copas donde habían quedado en verse, ya con los nervios haciéndole algo más que compañía. Aparcaron cerca y al salir del coche no pudo ver nada ni a nadie, sus pensamientos se centraban en la puerta del local y cuando lo tuvo a la vista aceleró el paso y entró antes de que el portero pudiera abrirle solícito, dejando a su amigo varios metros por detrás. La vio al instante y le temblaron las rodillas, venía de frente con la chaqueta en la mano. Hola, hola y dos besos asimétricos. Me tengo que ir, lo siento, nos vemos otro día, le dijo sonriendo. Y se despidió con un hasta luego guapo que lo descosió, sin piedad, de abajo a arriba, desde el 23
estómago, preciso en el orden, hasta llegar a una boca que nada dijo. Entonces ruido, alcohol y ruido. Su amigo lo rescató cinco horas después de un bar casi vacío donde se sostenía en mágico equilibrio entre una banqueta y una máquina de preservativos, pálido, deshaciéndose por las costuras y con un inconfundible aliento a bilis. Lo sacó a la calle y lo llevó en procesión hasta el coche, le abrió la puerta trasera y le ordenó que no vomitara. Él se tumbó como pudo boca arriba en el frío asiento y sus ojos no tardaron en encontrar una pequeña parte del vulgar edificio que devolvía la ventanilla que había a sus pies. Pensó en su madre. El coche arrancó. Amanecía.
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estómago, preciso en el orden, hasta llegar a una boca que nada dijo. Entonces ruido, alcohol y ruido. Su amigo lo rescató cinco horas después de un bar casi vacío donde se sostenía en mágico equilibrio entre una banqueta y una máquina de preservativos, pálido, deshaciéndose por las costuras y con un inconfundible aliento a bilis. Lo sacó a la calle y lo llevó en procesión hasta el coche, le abrió la puerta trasera y le ordenó que no vomitara. Él se tumbó como pudo boca arriba en el frío asiento y sus ojos no tardaron en encontrar una pequeña parte del vulgar edificio que devolvía la ventanilla que había a sus pies. Pensó en su madre. El coche arrancó. Amanecía.
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Hotel Richard Rafael Antúnez Castillo Tercer Premio
Uno imagina que conoce todo o casi todo de París sin haber llegado siquiera a visitarla, y cuando la visita piensa que poco o nada le sorprenderá. Es un equívoco común e inexplicablemente frecuente, extensible también a otras ciudades. Es cierto que existe ese París de postal o de revista: con manteles a cuadros en los restaurantes y clientes orientados hacia la calle en las terrazas, con amantes furtivos, o parejas que fingen ser amantes viviendo una aventura de amor de película, los artistas y los aprendices de artista en la Place du Tertre, la belleza de la Catedral de Notre Dame y la de las noches por el Barrio Latino, los ríos de tacones y zapatos en los que uno se sumerge y coge velocidad casi sin darse cuenta, con ese sonido incesable de motores y cláxones. París es una de esas ciudades en las que uno parece estar siempre de paso. Como el resto de grandes capitales muta a una velocidad endiablada y deja la sensación de no esperar ni siquiera a sus propios habitantes. Hay quien pasa años viviendo en París, y aun así un día se despierta y se siente fuera de lugar, como simple espectador de una película o de una obra de teatro. Pero detrás del París de las fotografías hay otro aún más complejo, más privado. Su naturaleza ya no es tan evidente, hasta el punto de que llega a ser casi invisible para la mayoría. Es una presencia tan sólida como la del París ya conocido y mitificado, y negar su existencia sería negar la esencia de la ciudad, su parte mágica. No hay mejor forma de encubrir algo que ponerlo a la vista de todo el mundo, 26
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Hotel Richard Rafael Antúnez Castillo Tercer Premio
Uno imagina que conoce todo o casi todo de París sin haber llegado siquiera a visitarla, y cuando la visita piensa que poco o nada le sorprenderá. Es un equívoco común e inexplicablemente frecuente, extensible también a otras ciudades. Es cierto que existe ese París de postal o de revista: con manteles a cuadros en los restaurantes y clientes orientados hacia la calle en las terrazas, con amantes furtivos, o parejas que fingen ser amantes viviendo una aventura de amor de película, los artistas y los aprendices de artista en la Place du Tertre, la belleza de la Catedral de Notre Dame y la de las noches por el Barrio Latino, los ríos de tacones y zapatos en los que uno se sumerge y coge velocidad casi sin darse cuenta, con ese sonido incesable de motores y cláxones. París es una de esas ciudades en las que uno parece estar siempre de paso. Como el resto de grandes capitales muta a una velocidad endiablada y deja la sensación de no esperar ni siquiera a sus propios habitantes. Hay quien pasa años viviendo en París, y aun así un día se despierta y se siente fuera de lugar, como simple espectador de una película o de una obra de teatro. Pero detrás del París de las fotografías hay otro aún más complejo, más privado. Su naturaleza ya no es tan evidente, hasta el punto de que llega a ser casi invisible para la mayoría. Es una presencia tan sólida como la del París ya conocido y mitificado, y negar su existencia sería negar la esencia de la ciudad, su parte mágica. No hay mejor forma de encubrir algo que ponerlo a la vista de todo el mundo, 26
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mostrarlo en su plenitud más desbordante lo esteriliza frente a las miradas indiscretas. Es por eso que cuando aparecen los elementos que deberían suponer una amenaza a los secretos de París el peligro apenas se percibe. Vienen por vías poco sospechosas: casi siempre en avión o en tren, en multitud de formas y colores; camuflados entre los visitantes que llegan a diario a los aeropuertos y estaciones, armados con cámaras como el resto de turistas pero todavía con más inquietudes; equipados con la ilusión del descubrir y con una cantidad ingente de literatura, con un apetito insaciable de historias, al acecho como periodistas en busca de la noticia transcendental y definitiva que encumbre las carreras que hasta el momento permanecían en suspenso o expectativa; siempre rastreando los lugares más turísticos de París pero también los menos; caminando al encuentro de anticuarios y librerías antiguas, de clubes nocturnos irrespirables repletos de caras rojas y sudores fríos, con hombres de frentes arrugadas por el humo y el vino. Pero es precisamente esa disposición enérgica la que de alguna forma les impide encontrar en París aquello que anhelan, secretos que quizá solamente se comparta con unos pocos afortunados que ni siquiera buscaban ese saber o que se encontraron con él por azar o coincidencia. Tienen la mala costumbre de suponer conspiraciones y entramados en cada recoveco que se topan por el camino, olvidando pararse a observar aquello que ya es tangible a cualquier paseante; tan a la vista de otras personas que pierde ese punto especial de exclusividad que ellos persiguen. El hotel se llamaba Richard como podría haberse llamado René o Raymond. Un hotel más intercalado entre otros dos, con una puerta tan blanca como las paredes del edificio, en una calle cualquiera más o menos céntrica, cercano a una boca de metro y a un McDonald’s; pasando desapercibido al ojo curioso y conspiratorio, excesivamente ocupado en el examen minucioso y estúpido de misterios indescifrables, en gran parte inventados por sus propias mentes enajenadas. Aun cuando uno está libre de prejuicios no llega a sorprenderse cuando se encuentra con el gesto condescendiente y amargo del recepcionista de un hotel francés, un hombre encaramado al otro lado del mostrador con cara de no haber dormido esa o varias noches seguidas; sino que en cierto modo se ve como algo común y esperado, la confirmación de una sospecha secreta. Podríamos 28
haber dado media vuelta y habernos marchado y aquel recepcionista redondo y mofletudo no se habría movido de la silla ni hubiera apartado los ojos del ordenador, no habría tratado de retenernos y tal vez ni siquiera se hubiera dado cuenta de que ya no estábamos. Nos habíamos quedado a un solo clic de otro hotel quizá menos destartalado y pernicioso: había una chica rubia con un portátil en el vestíbulo —único lugar de todo el hotel al que llegaba el WiFi prometido—, la escalera a la que le faltaban escalones, las paredes interiores pintadas a trazos y con diferentes colores, los simulacros de baño sin lavabo situados fuera de las habitaciones, un grifo que a veces funcionaba, las ventanas que daban a la calle y las que daban a un descampado y una un edificio de viviendas, el maullido de un gato a lo lejos como un funesto presentimiento. Hay cientos de hoteles, otros tantos albergues y apartamentos. Son tantas las opciones posibles que ponerse a buscar alojamiento en las webs de viajes puede ser una experiencia tan mareante como montarse en un tiovivo: las comparativas de precios, los servicios que se ofrece y de los que se carece, toda esa clase de vicisitudes que suelen alcanzar lo absurdo. Pero nosotros no perdimos la sonrisa ni siquiera cuando trató de cobrarnos de más por una confusión no muy inocente, tal vez al saber que éramos españoles, o sencillamente extranjeros, más forasteros aún que él en tierras que no alcanzaban a ser de nadie. Nos habíamos adelantado un par de horas a la hora prevista de llegada y la habitación no estaba todavía dispuesta, por lo que el recepcionista, en un exceso de amabilidad, decidió dejarnos la llave de un trastero para que dejáramos las maletas. Recorrimos un escueto pasillo hasta llegar al lugar que con ciertas dificultades había conseguido indicarnos el recepcionista, y en él nos encontramos con dos puertas idénticas tan blancas e impolutas como todas las demás. Supusimos que ambas debían dar a habitaciones destinadas al mismo fin: albergar maletas, mochilas y otros trastos; así que, sin mayor dilación, abrimos una de las puertas y entramos dentro. Había maletas desperdigadas por todo el espacio, lo cual no era de extrañar, aunque quizá sí que estuvieran abiertas y revueltas, con ropa y toda clase enseres tirados por el suelo. Solamente cuando vimos desayunando a cuatro o cinco chicos pecosos comprendimos que no era el trastero que buscábamos, sino la habitación de otros huéspedes como nosotros. Por suerte no se tomaron mal la intrusión e incluso al disculparnos nos respondieron con sonrisas y alguna carcajada. Pero imagino que en la intimidad de su habitación, 29
mostrarlo en su plenitud más desbordante lo esteriliza frente a las miradas indiscretas. Es por eso que cuando aparecen los elementos que deberían suponer una amenaza a los secretos de París el peligro apenas se percibe. Vienen por vías poco sospechosas: casi siempre en avión o en tren, en multitud de formas y colores; camuflados entre los visitantes que llegan a diario a los aeropuertos y estaciones, armados con cámaras como el resto de turistas pero todavía con más inquietudes; equipados con la ilusión del descubrir y con una cantidad ingente de literatura, con un apetito insaciable de historias, al acecho como periodistas en busca de la noticia transcendental y definitiva que encumbre las carreras que hasta el momento permanecían en suspenso o expectativa; siempre rastreando los lugares más turísticos de París pero también los menos; caminando al encuentro de anticuarios y librerías antiguas, de clubes nocturnos irrespirables repletos de caras rojas y sudores fríos, con hombres de frentes arrugadas por el humo y el vino. Pero es precisamente esa disposición enérgica la que de alguna forma les impide encontrar en París aquello que anhelan, secretos que quizá solamente se comparta con unos pocos afortunados que ni siquiera buscaban ese saber o que se encontraron con él por azar o coincidencia. Tienen la mala costumbre de suponer conspiraciones y entramados en cada recoveco que se topan por el camino, olvidando pararse a observar aquello que ya es tangible a cualquier paseante; tan a la vista de otras personas que pierde ese punto especial de exclusividad que ellos persiguen. El hotel se llamaba Richard como podría haberse llamado René o Raymond. Un hotel más intercalado entre otros dos, con una puerta tan blanca como las paredes del edificio, en una calle cualquiera más o menos céntrica, cercano a una boca de metro y a un McDonald’s; pasando desapercibido al ojo curioso y conspiratorio, excesivamente ocupado en el examen minucioso y estúpido de misterios indescifrables, en gran parte inventados por sus propias mentes enajenadas. Aun cuando uno está libre de prejuicios no llega a sorprenderse cuando se encuentra con el gesto condescendiente y amargo del recepcionista de un hotel francés, un hombre encaramado al otro lado del mostrador con cara de no haber dormido esa o varias noches seguidas; sino que en cierto modo se ve como algo común y esperado, la confirmación de una sospecha secreta. Podríamos 28
haber dado media vuelta y habernos marchado y aquel recepcionista redondo y mofletudo no se habría movido de la silla ni hubiera apartado los ojos del ordenador, no habría tratado de retenernos y tal vez ni siquiera se hubiera dado cuenta de que ya no estábamos. Nos habíamos quedado a un solo clic de otro hotel quizá menos destartalado y pernicioso: había una chica rubia con un portátil en el vestíbulo —único lugar de todo el hotel al que llegaba el WiFi prometido—, la escalera a la que le faltaban escalones, las paredes interiores pintadas a trazos y con diferentes colores, los simulacros de baño sin lavabo situados fuera de las habitaciones, un grifo que a veces funcionaba, las ventanas que daban a la calle y las que daban a un descampado y una un edificio de viviendas, el maullido de un gato a lo lejos como un funesto presentimiento. Hay cientos de hoteles, otros tantos albergues y apartamentos. Son tantas las opciones posibles que ponerse a buscar alojamiento en las webs de viajes puede ser una experiencia tan mareante como montarse en un tiovivo: las comparativas de precios, los servicios que se ofrece y de los que se carece, toda esa clase de vicisitudes que suelen alcanzar lo absurdo. Pero nosotros no perdimos la sonrisa ni siquiera cuando trató de cobrarnos de más por una confusión no muy inocente, tal vez al saber que éramos españoles, o sencillamente extranjeros, más forasteros aún que él en tierras que no alcanzaban a ser de nadie. Nos habíamos adelantado un par de horas a la hora prevista de llegada y la habitación no estaba todavía dispuesta, por lo que el recepcionista, en un exceso de amabilidad, decidió dejarnos la llave de un trastero para que dejáramos las maletas. Recorrimos un escueto pasillo hasta llegar al lugar que con ciertas dificultades había conseguido indicarnos el recepcionista, y en él nos encontramos con dos puertas idénticas tan blancas e impolutas como todas las demás. Supusimos que ambas debían dar a habitaciones destinadas al mismo fin: albergar maletas, mochilas y otros trastos; así que, sin mayor dilación, abrimos una de las puertas y entramos dentro. Había maletas desperdigadas por todo el espacio, lo cual no era de extrañar, aunque quizá sí que estuvieran abiertas y revueltas, con ropa y toda clase enseres tirados por el suelo. Solamente cuando vimos desayunando a cuatro o cinco chicos pecosos comprendimos que no era el trastero que buscábamos, sino la habitación de otros huéspedes como nosotros. Por suerte no se tomaron mal la intrusión e incluso al disculparnos nos respondieron con sonrisas y alguna carcajada. Pero imagino que en la intimidad de su habitación, 29
una vez cerrada de nuevo, compartirían la misma sensación de inseguridad que nos invadió a nosotros, sobre todo después de haber comprobado que la misma llave habría también la otra puerta, la del verdadero trastero; de la misma forma que era posible que abriera no solamente esas dos habitaciones sino quizá todas las del hotel. Pero nada sospechan o poco les importa a dos enamorados que viajan por primera vez a París. La ciudad del amor se abría a nosotros con su pasión desbordante y nuestro sentido de alerta se disipaba en el aire, como también se nos escapaba el sentido de las palabras francesas emitidas a demasiada velocidad. El recepcionista seguía fijado al asiento a cualquier hora que pasáramos por el vestíbulo, con los ojos fijos en el ordenador, resignado a ocupar ese puesto deprimente por lo menos unos cuantos siglos más. Pasaban veloces los días mientras que nos dejábamos mecer por la ligera inconsciencia en la que te sumergen los viajes, con la excitación añadida de visitar otro país y otra cultura, con otro idioma que no dominas y que en vano tratas de comprender. La lista de frases y fórmulas en francés que no llegaríamos a utilizarse retorcía y se emborronaba en la mochila, entre folletos y tickets: Excusez-moi, où se trouve la rue…?, Est-qu’il y a des tables disponibles?; la propia inercia del viaje las volvía innecesarias, nos desenvolvíamos con una soltura de la que quizá no habríamos gozado ante personas que dominaran nuestro idioma, como si el hecho de no hablar francés en vez de retraernos nos eximiera de toda clase de pudor, aunque lo cierto es que por las calles de París el español se escuchaba tan asiduamentecomo el inglés o el italiano. Andábamos durante horas y sin apenas descanso, sin notar el cansancio hasta que no cogíamos el último metro, el que siempre temíamos perder, aquel en el que todo el agotamiento acumulado durante el día se agolpaba de pronto al sentarnos, y teníamos que luchar para no caer en un sueño prematuro. Una de esas noches, subiendo por las escaleras medio derruidas del Hotel Richard, nos llamó la atención una luz que se encendía al otro lado del descampado, un cuadrado iluminado en un mar oscuro de persianas cerradas y luces apagadas. Solamente el maullido de un gato y el canto de algún grillo se atrevían a desgarrar el silencio, aumentados por la quietud de la noche. En un principio la habitación parecía desierta, tan solo se divisaba una cama y una mesita de noche con la lamparilla encendida. Poco a 30
poco, según se acostumbraban nuestros ojos, se fue formando la figura de una mujer tendida sobre el colchón de su habitación. El instante que lo podría haber cambiado todo, el cúmulo de casualidades que hacen que casi sea un milagro que las cosas ocurran tal y como ocurren. El metro que no perdimos por solo un segundo, las monedas al saxofonista de la última parada, el traspié de ella en los escalones rotos, el grupo de borrachos que nos hizo acelerar el paso: el complejo cóctel de circunstancias que desembocan en lo que finalmente ocurre y que podría no haber ocurrido. Pasar junto a la ventana justo en el momento en que una luz se enciende al otro lado del descampado, el cansancio que no acaba de empujarte hacia la habitacióndel hotel. Las cosas que podrían haber pasado de otra manera, pero que cuando pasan uno cree que eran inevitables y que quizá sean producto del aciago destino. Había algo de enigmático en aquella escena: la incursión en la intimidad de una mujer extranjera y desconocida, la vida que se nos permitía presenciar a través de un ventanal, y que nos daba la impresión como de estar ante una enorme pantalla de televisión. El cansancio se había esfumado tan fugazmente como había aparecido un rato antes en el vagón del último metro. Ella y yo nos mirábamos ávidos cada pocos segundos, pero sin llegar a decir nada, como si al hablar pudiéramos romper la magia del momento; temiendo que nos descubrieran en mitad de las escaleras medio derruidas, acodados en la pequeña ventana desde la que espiábamos al exterior. La figura de la mujer seguía recortada sobre la cama, inmóvil, de espaldas a nosotros y completamente ajena a que dos extraños la vigilaban desde la distancia. Transcurrieron varios minutos sin que apenas percibiéramos movimiento. Y cuando las piernas empezaban a flaquear, casi a punto de dar nuestra particular misión por concluida, nos sorprendió ver que la mujer se levantaba haciendo múltiples aspavientos con las manos. Nuestra primera reacción fue la de agacharnos y tratar de escondernos, convencidos de que la mujer nos había visto y de que éramos el origen de su reacción airada. De nuevo se nos presentaba la oportunidad de escapar, a tan solo unos metros aguardaba nuestra habitación, y la posibilidad de dormir hasta el día siguiente sin que nada pudiera inquietar nuestro sueño. Pero volvimos, no sin estupor, a asomarnos a la minúscula ventana. Ahora la veíamos mejor, de pie, caminando 31
una vez cerrada de nuevo, compartirían la misma sensación de inseguridad que nos invadió a nosotros, sobre todo después de haber comprobado que la misma llave habría también la otra puerta, la del verdadero trastero; de la misma forma que era posible que abriera no solamente esas dos habitaciones sino quizá todas las del hotel. Pero nada sospechan o poco les importa a dos enamorados que viajan por primera vez a París. La ciudad del amor se abría a nosotros con su pasión desbordante y nuestro sentido de alerta se disipaba en el aire, como también se nos escapaba el sentido de las palabras francesas emitidas a demasiada velocidad. El recepcionista seguía fijado al asiento a cualquier hora que pasáramos por el vestíbulo, con los ojos fijos en el ordenador, resignado a ocupar ese puesto deprimente por lo menos unos cuantos siglos más. Pasaban veloces los días mientras que nos dejábamos mecer por la ligera inconsciencia en la que te sumergen los viajes, con la excitación añadida de visitar otro país y otra cultura, con otro idioma que no dominas y que en vano tratas de comprender. La lista de frases y fórmulas en francés que no llegaríamos a utilizarse retorcía y se emborronaba en la mochila, entre folletos y tickets: Excusez-moi, où se trouve la rue…?, Est-qu’il y a des tables disponibles?; la propia inercia del viaje las volvía innecesarias, nos desenvolvíamos con una soltura de la que quizá no habríamos gozado ante personas que dominaran nuestro idioma, como si el hecho de no hablar francés en vez de retraernos nos eximiera de toda clase de pudor, aunque lo cierto es que por las calles de París el español se escuchaba tan asiduamentecomo el inglés o el italiano. Andábamos durante horas y sin apenas descanso, sin notar el cansancio hasta que no cogíamos el último metro, el que siempre temíamos perder, aquel en el que todo el agotamiento acumulado durante el día se agolpaba de pronto al sentarnos, y teníamos que luchar para no caer en un sueño prematuro. Una de esas noches, subiendo por las escaleras medio derruidas del Hotel Richard, nos llamó la atención una luz que se encendía al otro lado del descampado, un cuadrado iluminado en un mar oscuro de persianas cerradas y luces apagadas. Solamente el maullido de un gato y el canto de algún grillo se atrevían a desgarrar el silencio, aumentados por la quietud de la noche. En un principio la habitación parecía desierta, tan solo se divisaba una cama y una mesita de noche con la lamparilla encendida. Poco a 30
poco, según se acostumbraban nuestros ojos, se fue formando la figura de una mujer tendida sobre el colchón de su habitación. El instante que lo podría haber cambiado todo, el cúmulo de casualidades que hacen que casi sea un milagro que las cosas ocurran tal y como ocurren. El metro que no perdimos por solo un segundo, las monedas al saxofonista de la última parada, el traspié de ella en los escalones rotos, el grupo de borrachos que nos hizo acelerar el paso: el complejo cóctel de circunstancias que desembocan en lo que finalmente ocurre y que podría no haber ocurrido. Pasar junto a la ventana justo en el momento en que una luz se enciende al otro lado del descampado, el cansancio que no acaba de empujarte hacia la habitacióndel hotel. Las cosas que podrían haber pasado de otra manera, pero que cuando pasan uno cree que eran inevitables y que quizá sean producto del aciago destino. Había algo de enigmático en aquella escena: la incursión en la intimidad de una mujer extranjera y desconocida, la vida que se nos permitía presenciar a través de un ventanal, y que nos daba la impresión como de estar ante una enorme pantalla de televisión. El cansancio se había esfumado tan fugazmente como había aparecido un rato antes en el vagón del último metro. Ella y yo nos mirábamos ávidos cada pocos segundos, pero sin llegar a decir nada, como si al hablar pudiéramos romper la magia del momento; temiendo que nos descubrieran en mitad de las escaleras medio derruidas, acodados en la pequeña ventana desde la que espiábamos al exterior. La figura de la mujer seguía recortada sobre la cama, inmóvil, de espaldas a nosotros y completamente ajena a que dos extraños la vigilaban desde la distancia. Transcurrieron varios minutos sin que apenas percibiéramos movimiento. Y cuando las piernas empezaban a flaquear, casi a punto de dar nuestra particular misión por concluida, nos sorprendió ver que la mujer se levantaba haciendo múltiples aspavientos con las manos. Nuestra primera reacción fue la de agacharnos y tratar de escondernos, convencidos de que la mujer nos había visto y de que éramos el origen de su reacción airada. De nuevo se nos presentaba la oportunidad de escapar, a tan solo unos metros aguardaba nuestra habitación, y la posibilidad de dormir hasta el día siguiente sin que nada pudiera inquietar nuestro sueño. Pero volvimos, no sin estupor, a asomarnos a la minúscula ventana. Ahora la veíamos mejor, de pie, caminando 31
en círculos por el dormitorio al mismo tiempo que hablaba por un teléfono inalámbrico, el cabello muy rubio agitándose sobre sus hombros, alta o de un tamaño relevante en comparación con el mobiliario, con un vestido interior de transparencias que caía ligeramente sobre su cuerpo. A juzgar por sus movimientos enérgicos debía de estar enfrascada en una discusión telefónica. No alcanzábamos a ver bien su rostro, todavía demasiado alejada del cristal del gran ventanal, al que sin embargo la acercaban cada vez más sus pasos. Aunque parecía llevar la vista hacia nosotros, hacia el hotel, lo más probable es que lo único que ella viera fuera su propio reflejo en el cristal. A solamente un par de metros de ver por completo sus rasgos, ya mucho más claros y definidos —en los que incluso pudimos apreciar una especie de mueca irónica y un parche en un ojo—, nos asombró la irrupción de una luz cegadora envolviendo las escaleras del hotel, que llegó acompañada de risas y gritos incomprensibles que procedían del vestíbulo. Nos quedamos muy quietos, con la ciega esperanza de que los recién llegados tuvieran sus habitaciones en alturas inferiores. Por fortuna no duró mucho la refriega de pasos y de golpes, y para nuestro alivio debieron de quedarse en la planta baja, por lo que no sería descabellado pensar que los causantes de aquel escándalo eran los mismos chicos que conocimos el día de nuestra llegada, cuando nos metimos por error en una habitación que no nos correspondía. Una vez nos sentimos a salvo, dirigimos la mirada hacia el ventanal todavía alarmados, como si presintiéramos que ya era demasiado tarde. Al comprobar que la figura de la mujer se había perdido en el mar oscuro de persianas cerradas y luces apagadas confirmamos la triste sospecha. Me despertaba cada poco rato, por fin en la cama incómoda de nuestra habitación. A veces se me aparecía su rostro en mitad de un sueño; luego se convertía en otro diferente y luego en otro. Creía escuchar su voz, una voz imaginada que hablaba en un idioma desconocido que no era ni tan siquiera el francés. A mi lado una respiración calmada y metódica, que anunciaba que ella sí había logrado dormirse en el colchón excesivamente duro. En cierto momento de la noche, prisionero del insomnio, decidí salir de la habitación con la intención de despejarme y estirar las piernas. Sin darme mucha cuenta mis pies me llevaron hacia la pequeña ventana, por la que entraba una luz tenue que iluminaba débilmente la escalera a la que le faltaban escalones. Miré hacia el 32
ventanal de la mujer del parche, pero este se mantenía negro y brillante como una plancha metálica. Aunque en mi interior había albergado la esperanza de que la luz estuviera encendida, e incluso había percibido algo de nerviosismo según me había ido acercando a la minúscula ventana.Sin embargo, la realidad era que todo estaba como lo habíamos dejado unas horas antes, sumido en la más absoluta oscuridad. Pero hay algo mágico en París, una parte que solo llegan a presenciar unos pocos afortunados que ni siquiera buscaban ese saber o que se encontraron con él por azar o coincidencia: la luna reflejada en el cristal, el claxon remoto de algún coche, la brisa cálida de una noche de verano, la luz de una habitación que se enciende, una mujer rubia que observa desde un ventanal iluminado, el rostro a medio completar que por fin se completa, el parche en el ojo, los gestos de una extranjera que incitan a subir a su habitación a un desconocido, el deseo que asalta con fuerza la debilidad del cuerpo, caricias y besos en la noche de París, los maullidos rabiosos de un gato, el sueño acechante, el descanso. Despertamos bien entrada la mañana con la boca amarga y la resaca de habernos acostado ya de madrugada. El silencio reinaba en el Hotel Richard, especialmente en paz esa mañana.El recepcionista mofletudo había recuperado de nuevo su puesto, sentado en su silla delante del ordenador. Por primera vez en toda la semana dirigió sus ojos hacia nosotros y nos despidió con un Bon Voyage, y con una sonrisa como de complicidad que no me gustó demasiado. Nos fuimos caminando con paso calmado, sin querer acelerar la marcha, retrasando todo lo posible el retorno a casa. Ella hablaba con cierta melancolía, pero daba la sensación de no recordartodo lo acontecido la noche anterior. Yo la escuchaba sin tratar de comprenderla, demasiado entregado en tratar de descifrar las imágenes inconexas y sin sentido que me iban llegando, quizá todavía aletargado por el sueño tardío. Cómo distinguir lo real de lo ficticio, las partes de sueño de las que han ocurrido de verdad. Por un instante me quedé inmóvil en mitad de la calle, con la mirada puesta en un edificio abandonado que la noche anterior no lo parecía. Sobre una tapia un gato tuerto maullaba sin cesar mientras el calor se hacía más evidente, ya cercano el mediodía. Los misterios de la noche anterior sobrevolaban mis pensamientos al mismo tiempo que me preguntaba de dónde habrían surgido los arañazos de mi espalda. 33
en círculos por el dormitorio al mismo tiempo que hablaba por un teléfono inalámbrico, el cabello muy rubio agitándose sobre sus hombros, alta o de un tamaño relevante en comparación con el mobiliario, con un vestido interior de transparencias que caía ligeramente sobre su cuerpo. A juzgar por sus movimientos enérgicos debía de estar enfrascada en una discusión telefónica. No alcanzábamos a ver bien su rostro, todavía demasiado alejada del cristal del gran ventanal, al que sin embargo la acercaban cada vez más sus pasos. Aunque parecía llevar la vista hacia nosotros, hacia el hotel, lo más probable es que lo único que ella viera fuera su propio reflejo en el cristal. A solamente un par de metros de ver por completo sus rasgos, ya mucho más claros y definidos —en los que incluso pudimos apreciar una especie de mueca irónica y un parche en un ojo—, nos asombró la irrupción de una luz cegadora envolviendo las escaleras del hotel, que llegó acompañada de risas y gritos incomprensibles que procedían del vestíbulo. Nos quedamos muy quietos, con la ciega esperanza de que los recién llegados tuvieran sus habitaciones en alturas inferiores. Por fortuna no duró mucho la refriega de pasos y de golpes, y para nuestro alivio debieron de quedarse en la planta baja, por lo que no sería descabellado pensar que los causantes de aquel escándalo eran los mismos chicos que conocimos el día de nuestra llegada, cuando nos metimos por error en una habitación que no nos correspondía. Una vez nos sentimos a salvo, dirigimos la mirada hacia el ventanal todavía alarmados, como si presintiéramos que ya era demasiado tarde. Al comprobar que la figura de la mujer se había perdido en el mar oscuro de persianas cerradas y luces apagadas confirmamos la triste sospecha. Me despertaba cada poco rato, por fin en la cama incómoda de nuestra habitación. A veces se me aparecía su rostro en mitad de un sueño; luego se convertía en otro diferente y luego en otro. Creía escuchar su voz, una voz imaginada que hablaba en un idioma desconocido que no era ni tan siquiera el francés. A mi lado una respiración calmada y metódica, que anunciaba que ella sí había logrado dormirse en el colchón excesivamente duro. En cierto momento de la noche, prisionero del insomnio, decidí salir de la habitación con la intención de despejarme y estirar las piernas. Sin darme mucha cuenta mis pies me llevaron hacia la pequeña ventana, por la que entraba una luz tenue que iluminaba débilmente la escalera a la que le faltaban escalones. Miré hacia el 32
ventanal de la mujer del parche, pero este se mantenía negro y brillante como una plancha metálica. Aunque en mi interior había albergado la esperanza de que la luz estuviera encendida, e incluso había percibido algo de nerviosismo según me había ido acercando a la minúscula ventana.Sin embargo, la realidad era que todo estaba como lo habíamos dejado unas horas antes, sumido en la más absoluta oscuridad. Pero hay algo mágico en París, una parte que solo llegan a presenciar unos pocos afortunados que ni siquiera buscaban ese saber o que se encontraron con él por azar o coincidencia: la luna reflejada en el cristal, el claxon remoto de algún coche, la brisa cálida de una noche de verano, la luz de una habitación que se enciende, una mujer rubia que observa desde un ventanal iluminado, el rostro a medio completar que por fin se completa, el parche en el ojo, los gestos de una extranjera que incitan a subir a su habitación a un desconocido, el deseo que asalta con fuerza la debilidad del cuerpo, caricias y besos en la noche de París, los maullidos rabiosos de un gato, el sueño acechante, el descanso. Despertamos bien entrada la mañana con la boca amarga y la resaca de habernos acostado ya de madrugada. El silencio reinaba en el Hotel Richard, especialmente en paz esa mañana.El recepcionista mofletudo había recuperado de nuevo su puesto, sentado en su silla delante del ordenador. Por primera vez en toda la semana dirigió sus ojos hacia nosotros y nos despidió con un Bon Voyage, y con una sonrisa como de complicidad que no me gustó demasiado. Nos fuimos caminando con paso calmado, sin querer acelerar la marcha, retrasando todo lo posible el retorno a casa. Ella hablaba con cierta melancolía, pero daba la sensación de no recordartodo lo acontecido la noche anterior. Yo la escuchaba sin tratar de comprenderla, demasiado entregado en tratar de descifrar las imágenes inconexas y sin sentido que me iban llegando, quizá todavía aletargado por el sueño tardío. Cómo distinguir lo real de lo ficticio, las partes de sueño de las que han ocurrido de verdad. Por un instante me quedé inmóvil en mitad de la calle, con la mirada puesta en un edificio abandonado que la noche anterior no lo parecía. Sobre una tapia un gato tuerto maullaba sin cesar mientras el calor se hacía más evidente, ya cercano el mediodía. Los misterios de la noche anterior sobrevolaban mis pensamientos al mismo tiempo que me preguntaba de dónde habrían surgido los arañazos de mi espalda. 33
La imagen de una ausencia Javier Illán Segura Seleccionado
Puedes hacer algo bien mil veces. Puedes intentarlo una y otra vez, hasta sentir que ya no queda nada dentro de ti que puedas utilizar para hacerlo mejor. Sentir que has volcado todo lo que eres en eso que haces, en eso que tanto significa para ti. Y saber, que pese a ello, tanto esfuerzo puede no ser suficiente. Porque la mayoría de veces la línea que separa el éxito y el fracaso suele ser demasiado delgada y por cada uno de los que escuchaste hablar, hay cientan buenos o mássobre los que jamás oirás una palabra. Llegué al portal de casa con las últimas luces del día. Otra vez había tenido que quedarme hasta tarde en el despacho para ordenar y archivar expedientes, redactar escritos para presentarlos en el Juzgado al día siguiente y terminar un par de denuncias de tráfico.En el tiempo que llevaba en el despacho no había recibido ni una palabra sobre el trabajo bien hecho o agradeciendo mí esfuerzo. Otro mal día. Y ya iban tres esta semana. No era el trabajo de mis sueños, es más, lo odiaba. Pero era el único empleo que un recién licenciado en Derecho podía encontrar. Introduje las llaves en la puerta metálica y entré al rellano de la escalera con un suspiro. Instintivamente metí la mano en el buzón del correo que correspondía al apartamento en el que llevaba ocho meses viviendo. Había tres cartas, una del banco, una de la compañía telefónica y la otra no era para mí. 34
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La imagen de una ausencia Javier Illán Segura Seleccionado
Puedes hacer algo bien mil veces. Puedes intentarlo una y otra vez, hasta sentir que ya no queda nada dentro de ti que puedas utilizar para hacerlo mejor. Sentir que has volcado todo lo que eres en eso que haces, en eso que tanto significa para ti. Y saber, que pese a ello, tanto esfuerzo puede no ser suficiente. Porque la mayoría de veces la línea que separa el éxito y el fracaso suele ser demasiado delgada y por cada uno de los que escuchaste hablar, hay cientan buenos o mássobre los que jamás oirás una palabra. Llegué al portal de casa con las últimas luces del día. Otra vez había tenido que quedarme hasta tarde en el despacho para ordenar y archivar expedientes, redactar escritos para presentarlos en el Juzgado al día siguiente y terminar un par de denuncias de tráfico.En el tiempo que llevaba en el despacho no había recibido ni una palabra sobre el trabajo bien hecho o agradeciendo mí esfuerzo. Otro mal día. Y ya iban tres esta semana. No era el trabajo de mis sueños, es más, lo odiaba. Pero era el único empleo que un recién licenciado en Derecho podía encontrar. Introduje las llaves en la puerta metálica y entré al rellano de la escalera con un suspiro. Instintivamente metí la mano en el buzón del correo que correspondía al apartamento en el que llevaba ocho meses viviendo. Había tres cartas, una del banco, una de la compañía telefónica y la otra no era para mí. 34
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Lucía Tarancónponía en el remite. Era una carta de un club de cocina oriental. Recetas del palacio del sol, y LuciaTarancón era alguien a quien no había visto nunca. Subí pesadamente los escalones. Peldaño tras peldaño, planta tras planta, y con cada paso que daba el peso del maletín parecía aumentar un poco más. Cuando por fin llegué al 4ºBme quedé contemplando la puerta del apartamento. Oscura y fría, como todo en aquel lugar. La abrí y avancé en la penumbra.Golpee el interruptor de la pared y se encendió la única bombilla que iluminaba la pequeña habitación. Todo estaba como lo dejé cuando me fui a primera hora de la mañana. Había una mesa, una televisión y una estantería medio vacía. Esos eran los escasos muebles que poblaban elpequeño salón del apartamento en el que vivía.Lo había elegido de entre otros cuatro no sé muy bien porqué, y lo único que quizá le daba un toquedivertidoa la estancia era un caballete con un lienzo en mitad del salón. Dejé el maletín y las cartas sobre la cama y colgué el abrigo en el perchero de la entrada, después me acerque a la pintura que llevaba tratando de realizardurante las últimas dos semanas¿Era un paisaje?¿O quizá estaba imitando a Pollock?No estaba seguro. Me acerqué un poco más al lienzo. La pintura estaba algo agrietada. No debí elegir acrílico, no era un buen cubriente. Cogí la paleta en la que tenía los diferentes pigmentos que utilizaba y algo delátex para las mezclarlos. Agarré suavemente el pincel y comencé a trazar líneas sobre la tela. Simplemente dejé que todo fluyera. Que eso que tenía en mi mente atravesase mi cuerpo hasta llegar al pincel. Que mi mano describiera un baile sobre el lienzo y que todo fuera perfecto.Pero no era así. Nunca era así. La imagen que aparecía ante mi no era lo que había en mi cabeza. Había algo que no era capaz de ver, de transmitir… de entender. Era como si no fuese capaz de descifrar lo que sentía, como si el universo me indicase hacia donde ir y yo fuese en la dirección contraria. Estaba harto de aquella sensación, de aquel trabajo, de aquella vida. Dejé la paleta y el pincel y agarré el lienzo con rabia con ambas manos y lo arrojé contra el suelo con todas mis fuerzas,haciendo que se desgarrase una de las esquinas con el impacto. Aquello que había pensado que sería una gran obra,ahora me miraba desde el suelo, incompleto para siempre ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado? ¿Por qué no era capaz de plasmar en el lienzo lo que había en mi interior? Pintar había sido siempre mi válvula 36
de escape, lo que me mantenía cuerdo en los malos momentos y lo que más me apetecía hacer en los buenos, era lo mejor que sabía hacer. Podía tener la cabeza llena de preocupaciones pero cada vez que cogía un pincel, todo parecía verse más claro, todo se calmaba. Pero tras casi dos semanas intentándolo, todavía no sabía que era lo que quería representar con aquellaamalgama de colores. Y ahora ya nunca lo sabría. Fui a la nevera y entre lo poco que había comestible,cogí una manzana. La comí lentamente, junto a la ventana, mirando la ciudad. Veía a la gente volver a sus hogares, algunos lo hacían en grupo, otros en solitario. Me sentía terriblemente sólo entre aquellas cuatro paredes. Mi aventura en la gran ciudad, la que me convertiría en un gran abogado de una firma importante, no estaba siendo como imaginé que seríaen la universidad.Me desplomé sobre la cama intentando contener las lágrimas. Traté de alejar aquellos pensamientos de mi cabeza y, mientras terminaba la manzana, cogí las cartas y las levanté a la luz. Las Mantuve en mis manos durante unos instantes. Hacía ocho meses que vivía en ese edificio y desde entonces había recibido unas doce cartas a nombre de Lucía Tarancón. Lucía era la mujer que vivía en aquel apartamento antes de que yo me mudara. Al principio no le di importancia, pensé que tarde o temprano cambiaría su dirección pero los meses fueron pasando y las cartas seguían llegando al buzón.No sé muy bien porqué, pero las fui dejando en uno de los cajones de mi mesita.Y con el paso del tiempo y a cada nueva carta, se iba formando en mi cabeza la imagen de aquella mujer. Puede parecer extraño, pero a cada carta, a cada nueva revista, la conocía un poco más. Lucía la degustadora de vino, Lucía la amante de los animales, Lucía la protectora del medio ambiente…. A veces, al recibir su correspondencia, pasaba horas tratando de imaginar a aquella mujer, caminando por el que ahora era mi hogar, llegando a casa del trabajo y dejando su abrigo en el mismo perchero en que yo lo había hecho. No la había visto nunca, no sabía como sonaba su voz ni de que color eran sus ojos. Sin embargo, a veces creía que la conocía, que nos unía algo más allá del espacio que ella ocupó una vez y que ahora yo ocupaba. Sentía que había una conexión, algo que no sabíaexplicar. Cerré los ojos y dejé que su imagen recorriendo el apartamento en silencio llegase a mi mente. Y así, con su carta en una mano y una manzana a medio comer en la otra, me dormí aquella noche. 37
Lucía Tarancónponía en el remite. Era una carta de un club de cocina oriental. Recetas del palacio del sol, y LuciaTarancón era alguien a quien no había visto nunca. Subí pesadamente los escalones. Peldaño tras peldaño, planta tras planta, y con cada paso que daba el peso del maletín parecía aumentar un poco más. Cuando por fin llegué al 4ºBme quedé contemplando la puerta del apartamento. Oscura y fría, como todo en aquel lugar. La abrí y avancé en la penumbra.Golpee el interruptor de la pared y se encendió la única bombilla que iluminaba la pequeña habitación. Todo estaba como lo dejé cuando me fui a primera hora de la mañana. Había una mesa, una televisión y una estantería medio vacía. Esos eran los escasos muebles que poblaban elpequeño salón del apartamento en el que vivía.Lo había elegido de entre otros cuatro no sé muy bien porqué, y lo único que quizá le daba un toquedivertidoa la estancia era un caballete con un lienzo en mitad del salón. Dejé el maletín y las cartas sobre la cama y colgué el abrigo en el perchero de la entrada, después me acerque a la pintura que llevaba tratando de realizardurante las últimas dos semanas¿Era un paisaje?¿O quizá estaba imitando a Pollock?No estaba seguro. Me acerqué un poco más al lienzo. La pintura estaba algo agrietada. No debí elegir acrílico, no era un buen cubriente. Cogí la paleta en la que tenía los diferentes pigmentos que utilizaba y algo delátex para las mezclarlos. Agarré suavemente el pincel y comencé a trazar líneas sobre la tela. Simplemente dejé que todo fluyera. Que eso que tenía en mi mente atravesase mi cuerpo hasta llegar al pincel. Que mi mano describiera un baile sobre el lienzo y que todo fuera perfecto.Pero no era así. Nunca era así. La imagen que aparecía ante mi no era lo que había en mi cabeza. Había algo que no era capaz de ver, de transmitir… de entender. Era como si no fuese capaz de descifrar lo que sentía, como si el universo me indicase hacia donde ir y yo fuese en la dirección contraria. Estaba harto de aquella sensación, de aquel trabajo, de aquella vida. Dejé la paleta y el pincel y agarré el lienzo con rabia con ambas manos y lo arrojé contra el suelo con todas mis fuerzas,haciendo que se desgarrase una de las esquinas con el impacto. Aquello que había pensado que sería una gran obra,ahora me miraba desde el suelo, incompleto para siempre ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado? ¿Por qué no era capaz de plasmar en el lienzo lo que había en mi interior? Pintar había sido siempre mi válvula 36
de escape, lo que me mantenía cuerdo en los malos momentos y lo que más me apetecía hacer en los buenos, era lo mejor que sabía hacer. Podía tener la cabeza llena de preocupaciones pero cada vez que cogía un pincel, todo parecía verse más claro, todo se calmaba. Pero tras casi dos semanas intentándolo, todavía no sabía que era lo que quería representar con aquellaamalgama de colores. Y ahora ya nunca lo sabría. Fui a la nevera y entre lo poco que había comestible,cogí una manzana. La comí lentamente, junto a la ventana, mirando la ciudad. Veía a la gente volver a sus hogares, algunos lo hacían en grupo, otros en solitario. Me sentía terriblemente sólo entre aquellas cuatro paredes. Mi aventura en la gran ciudad, la que me convertiría en un gran abogado de una firma importante, no estaba siendo como imaginé que seríaen la universidad.Me desplomé sobre la cama intentando contener las lágrimas. Traté de alejar aquellos pensamientos de mi cabeza y, mientras terminaba la manzana, cogí las cartas y las levanté a la luz. Las Mantuve en mis manos durante unos instantes. Hacía ocho meses que vivía en ese edificio y desde entonces había recibido unas doce cartas a nombre de Lucía Tarancón. Lucía era la mujer que vivía en aquel apartamento antes de que yo me mudara. Al principio no le di importancia, pensé que tarde o temprano cambiaría su dirección pero los meses fueron pasando y las cartas seguían llegando al buzón.No sé muy bien porqué, pero las fui dejando en uno de los cajones de mi mesita.Y con el paso del tiempo y a cada nueva carta, se iba formando en mi cabeza la imagen de aquella mujer. Puede parecer extraño, pero a cada carta, a cada nueva revista, la conocía un poco más. Lucía la degustadora de vino, Lucía la amante de los animales, Lucía la protectora del medio ambiente…. A veces, al recibir su correspondencia, pasaba horas tratando de imaginar a aquella mujer, caminando por el que ahora era mi hogar, llegando a casa del trabajo y dejando su abrigo en el mismo perchero en que yo lo había hecho. No la había visto nunca, no sabía como sonaba su voz ni de que color eran sus ojos. Sin embargo, a veces creía que la conocía, que nos unía algo más allá del espacio que ella ocupó una vez y que ahora yo ocupaba. Sentía que había una conexión, algo que no sabíaexplicar. Cerré los ojos y dejé que su imagen recorriendo el apartamento en silencio llegase a mi mente. Y así, con su carta en una mano y una manzana a medio comer en la otra, me dormí aquella noche. 37
Era otro día que moría y yo volvía, otra vez, a un apartamento en el que no me esperaba nadie. De nuevo con la sensación de estar haciendo algo que odiaba. Otro mal día. Por suerte, era el último de la semana. Volví a meter la llave en la cerradura, volví a suspirar antes de entrar y volví a meter la mano en el buzón. Sólo una carta. Una carta que ni siquiera era para mí. Volví a subir pesadamente las escaleras, peldaño a peldaño. Con el maletín en una mano y la carta en la otra. LucíaTarancón. Asociación contra el cambio climático¿Por qué no cambiaría la dichosa dirección? Seguí subiendo escalones hasta llegar a la cuarta planta. Allí, mi mirada se dirigió hacía la primera puerta que se podía ver desde el descansillo. El 4ºA era el piso de Doña Matilde, una anciana viuda que llevaba 40 años viviendo en aquel edificio. Me detuve antela puerta y contuve la respiración. Sabía que acostumbraba a limpiar la mirilla de la puerta cada vez que alguien subía por las escaleras, así que me decidí a probar suerte. Observé detenidamente la sombra que se proyectaba en el hueco que quedaba entre la puerta y el sueloy supe de inmediato que Matilde se encontraba al otro lado.No sé muy bien porqué lo hice, pero me planté delante de la puerta, aclaré la garganta y toqué la pesada madera con los nudillos. – ¿Doña Matilde?Soy David, el vecino de al lado–escuché ruido al otro lado de la puerta. Creo que no esperaba que tocase a su puerta. Esperó unos segundos y abrió la puerta. Matilde, de baja estatura y con un eterno delantal de cocina me miraba desde dentro. –Hola Muchacho. No esperaba visitas a estas horas. Estaba fregando en la cocina –dijo mientras se ajustaba el pelo y el delantal. –Quería preguntarle por la anterior inquilina de mi apartamento –dije mostrando la carta que tenía en la mano–Creo que nunca cambio su dirección cuando se marchó y no dejo de recibir su correspondencia. -Ah pues que raro en esa chica. Siempre tan atenta y tan amable. No sé donde vive ahora, pero –Me dijo cambiando a un tono más bajo–. Que quede esto entre tú y yo eh, que no quiero parecer una cotilla, perocuando la tenía arriba la escuchaba llorar muchas noches. Pobre chica. Creo que se sentía muy sola. También era de fuera, como tú, y no tenía a nadie en la ciudad. Vino a despedirse 38
de mí después de dejar alguna cosa en los trasteros. Pobrecita. –¿Trasteros? –Si, todos los inquilinos tenemos uno¿El casero no te lo dijo? Recordé entonces la charla que tuve con aquel hombre, alto, de espeso bigote y voz inquebrantable. Todavía podía recordar sus palabras–Pasare a por el alquiler el primer día de cada mes. Más te vale no retrasarte con el pago muchacho si no quieres tener problemas¬–. –No, no me dijo nada¿Y cree que allí puede haber alguna pista sobre donde vive ahora? –Puede ser. Si tú no has entrado no creo que nadie más lo haya hecho.En este edificio somos pobres pero honrados.Y mira que una servidora ha visto ya de todo. Si yo te contara… Escuché las últimas palabras de Doña Matilde desde el tercer piso. Bajé los escalones de dos en dos, de tres en tres. Estuve a punto de caer varias veces hasta encontrarme de frente con las escaleras que daban al sótano. En los casi nueve meses que llevaba viviendo allí nunca había sentido la necesidad de preguntarme que podía haber al otro lado. Bajé el último tramo de escaleras y ante mí se abrió un pequeño pasillo mal iluminado. Había puertas a ambos lados, cada una de ellas con un pequeño letrero diciendo a que apartamento pertenecían. Caminé un par de metros más y allí estaba. El trastero del4ºB. Abrí la puerta y un fuerte olor a polvo y a cerrado me invadió. Una bombilla de 40W que colgaba del techo era lo único que iluminaba la pequeña habitación. Allí había muebles viejos, aparatos de cocina y hasta una jaula para pájaros,y en lo que parecía una mesa plegable, se encontraba un pequeño cuaderno. En la portada decíaNunca digas nuncay junto a él, un sobre en el que alguien había escrito: Para ti. No pude esperar a abrirlo y leer la carta de su interior. Para ti, desconocido. Escribo esta carta para dejar un testimonio de lo que hoy abandono. Siempre he querido ser escritora. Ese ha sido y será siempre mi 39
Era otro día que moría y yo volvía, otra vez, a un apartamento en el que no me esperaba nadie. De nuevo con la sensación de estar haciendo algo que odiaba. Otro mal día. Por suerte, era el último de la semana. Volví a meter la llave en la cerradura, volví a suspirar antes de entrar y volví a meter la mano en el buzón. Sólo una carta. Una carta que ni siquiera era para mí. Volví a subir pesadamente las escaleras, peldaño a peldaño. Con el maletín en una mano y la carta en la otra. LucíaTarancón. Asociación contra el cambio climático¿Por qué no cambiaría la dichosa dirección? Seguí subiendo escalones hasta llegar a la cuarta planta. Allí, mi mirada se dirigió hacía la primera puerta que se podía ver desde el descansillo. El 4ºA era el piso de Doña Matilde, una anciana viuda que llevaba 40 años viviendo en aquel edificio. Me detuve antela puerta y contuve la respiración. Sabía que acostumbraba a limpiar la mirilla de la puerta cada vez que alguien subía por las escaleras, así que me decidí a probar suerte. Observé detenidamente la sombra que se proyectaba en el hueco que quedaba entre la puerta y el sueloy supe de inmediato que Matilde se encontraba al otro lado.No sé muy bien porqué lo hice, pero me planté delante de la puerta, aclaré la garganta y toqué la pesada madera con los nudillos. – ¿Doña Matilde?Soy David, el vecino de al lado–escuché ruido al otro lado de la puerta. Creo que no esperaba que tocase a su puerta. Esperó unos segundos y abrió la puerta. Matilde, de baja estatura y con un eterno delantal de cocina me miraba desde dentro. –Hola Muchacho. No esperaba visitas a estas horas. Estaba fregando en la cocina –dijo mientras se ajustaba el pelo y el delantal. –Quería preguntarle por la anterior inquilina de mi apartamento –dije mostrando la carta que tenía en la mano–Creo que nunca cambio su dirección cuando se marchó y no dejo de recibir su correspondencia. -Ah pues que raro en esa chica. Siempre tan atenta y tan amable. No sé donde vive ahora, pero –Me dijo cambiando a un tono más bajo–. Que quede esto entre tú y yo eh, que no quiero parecer una cotilla, perocuando la tenía arriba la escuchaba llorar muchas noches. Pobre chica. Creo que se sentía muy sola. También era de fuera, como tú, y no tenía a nadie en la ciudad. Vino a despedirse 38
de mí después de dejar alguna cosa en los trasteros. Pobrecita. –¿Trasteros? –Si, todos los inquilinos tenemos uno¿El casero no te lo dijo? Recordé entonces la charla que tuve con aquel hombre, alto, de espeso bigote y voz inquebrantable. Todavía podía recordar sus palabras–Pasare a por el alquiler el primer día de cada mes. Más te vale no retrasarte con el pago muchacho si no quieres tener problemas¬–. –No, no me dijo nada¿Y cree que allí puede haber alguna pista sobre donde vive ahora? –Puede ser. Si tú no has entrado no creo que nadie más lo haya hecho.En este edificio somos pobres pero honrados.Y mira que una servidora ha visto ya de todo. Si yo te contara… Escuché las últimas palabras de Doña Matilde desde el tercer piso. Bajé los escalones de dos en dos, de tres en tres. Estuve a punto de caer varias veces hasta encontrarme de frente con las escaleras que daban al sótano. En los casi nueve meses que llevaba viviendo allí nunca había sentido la necesidad de preguntarme que podía haber al otro lado. Bajé el último tramo de escaleras y ante mí se abrió un pequeño pasillo mal iluminado. Había puertas a ambos lados, cada una de ellas con un pequeño letrero diciendo a que apartamento pertenecían. Caminé un par de metros más y allí estaba. El trastero del4ºB. Abrí la puerta y un fuerte olor a polvo y a cerrado me invadió. Una bombilla de 40W que colgaba del techo era lo único que iluminaba la pequeña habitación. Allí había muebles viejos, aparatos de cocina y hasta una jaula para pájaros,y en lo que parecía una mesa plegable, se encontraba un pequeño cuaderno. En la portada decíaNunca digas nuncay junto a él, un sobre en el que alguien había escrito: Para ti. No pude esperar a abrirlo y leer la carta de su interior. Para ti, desconocido. Escribo esta carta para dejar un testimonio de lo que hoy abandono. Siempre he querido ser escritora. Ese ha sido y será siempre mi 39
sueño. Sin embargo, perseguirlo es algo que me ha costado dinero, amistades y amor. Creo que he mandado mi libro a todas y cada una de las editoriales de este país y, o no han respondido, o lo único que he conseguido escuchar es un triste: –Lo sentimos, No estamos interesados en publicar su libro–.Demasiado para alguien como yo.Demasiado para alguien tan acostumbrada a perder. Por eso quiero dejar aquí mi manuscrito. En él está mi primera y última novela. Para que si alguna vez alguien entra en este trastero, comprenda cuanto significó para mí escribirlo. Hoy me marcho de este edificio ¿A donde? No lo sé. Pero vivir en este lugar será como encontrarme cada día con el fracaso. Ya no escribiré más. No sirvo para esto. Supongo que no es ese mi camino. LucíaTarancón. Dejé la nota donde estaba y, todavía temblando, cogí el cuaderno que había sobre la mesa. Lo abrí y comencé a leerlo. Era una historia sobre una mujer, una joven. No entendía mucho de literatura y no sabría decir si era bueno o malo, pero me atrapó desde las primeras líneas. La historia mezclaba amor, tristeza e incomprensión.Relataba como a travésde los años la protagonista debe dejar a un lado sus sueños y enfrentarse a la vida. Perdiendo viejos amigos y haciendo otros nuevos. Laura, así se llamaba la protagonista, pasaba varios años viajando por todo el mundo, conociendo personas y lugares mágicos, soportando las trampas que el azar le colocaba en su camino, pero sacando lecciones de cada una de ellas y a la vez, aprendiendo cosas de si misma. Era una novela llena de matices, de pequeños momentos que te hacían sentir la vida misma a través de sus palabras. No sé cuantas veces reí y lloré mientras leía aquellas líneas. No sé cuantas veces no supe como sentirme al acabar un capitulo. Me vi atrapado por su expresión y, párrafo a párrafo, aquel libro me hizo partícipe de un finalinesperado, en el que Laura regresaba a casa, por el mismo camino de siempre, pero siendo distinta y habiendo cumplido todos y cada uno de sus sueños. Aceptando quien era con todas las consecuencias que eso conlleva y tras decir adiós a sus peores miedos, volvía a su hogar, a donde todo comenzó. Era una sensación agridulce. El final no era bueno ni malo, pero era las dos cosas al mismo tiempo. Era, simplemente, la vida misma. 40
Cerré el libro y me descubrí a mi mismo sentado en el suelo, apoyado junto a un mueble de baño. Tenía todo el cuerpo entumecido y me escocían los ojos. Miré la esfera de mi reloj y eran más de las nueve del día siguiente. Me había pasado toda la noche dentro de aquel trastero, leyendo el libro de Lucia. Mi estomago me pedía urgentemente que lo llenase, pero no podía dejar de pensar en aquella historia. Me sentía como si hubiese regresado de un lugar muy lejano al que ya no podía volver. Sentía haber vivido la vida de otra persona en aquel libro. Con el cuaderno todavía en la mano salí de aquella habitación y me dirigí hacía las escaleras. Comencé a subir los escalones todo lo rápido que mis dormidas piernas podían, hasta plantarme de nuevo ante la puerta del 4ºA. Volví a llamar a la puerta y escuché ruidos desde el interior del piso. Debí haber despertado a la pobre señora Matilde. –Ay muchacho, que madrugador eres. Y que ojeras traes. Como sois la gente joven. Yo es que los sábados me gusta aguantar un poco en la cama. Porque una ya tiene una edad… –Perdone que le moleste doña Matilde pero ¿sabe si Lucía, la mujer que vivía en mi apartamento,le gustaba escribir? –La mujer me miró perpleja por unos instantes. –Pues muchacho ahora que lo dices siempre llevaba libros encima. Le gustaba ir al parque que hay cerca del hospital a leer. Lo hacían todos los fines de semana cuando se levantaba. No es que yo sea una cotilla pero una vez la oí decir que… Volví a dejar a Matilde con la palabra en la boca y entré en mi apartamento lo más rápido que puede. El parque del que hablaba no estaba demasiado lejos de allí. Tenía que verla. Llegué al parque veinte minutos después. Aquel lugar era poco más que una plaza repleta de arboles y jardineras, con un pequeño lago artificial en el centro y una bonita marquesina para dar sombra en verano. Avancé unos pocos metros, 41
sueño. Sin embargo, perseguirlo es algo que me ha costado dinero, amistades y amor. Creo que he mandado mi libro a todas y cada una de las editoriales de este país y, o no han respondido, o lo único que he conseguido escuchar es un triste: –Lo sentimos, No estamos interesados en publicar su libro–.Demasiado para alguien como yo.Demasiado para alguien tan acostumbrada a perder. Por eso quiero dejar aquí mi manuscrito. En él está mi primera y última novela. Para que si alguna vez alguien entra en este trastero, comprenda cuanto significó para mí escribirlo. Hoy me marcho de este edificio ¿A donde? No lo sé. Pero vivir en este lugar será como encontrarme cada día con el fracaso. Ya no escribiré más. No sirvo para esto. Supongo que no es ese mi camino. LucíaTarancón. Dejé la nota donde estaba y, todavía temblando, cogí el cuaderno que había sobre la mesa. Lo abrí y comencé a leerlo. Era una historia sobre una mujer, una joven. No entendía mucho de literatura y no sabría decir si era bueno o malo, pero me atrapó desde las primeras líneas. La historia mezclaba amor, tristeza e incomprensión.Relataba como a travésde los años la protagonista debe dejar a un lado sus sueños y enfrentarse a la vida. Perdiendo viejos amigos y haciendo otros nuevos. Laura, así se llamaba la protagonista, pasaba varios años viajando por todo el mundo, conociendo personas y lugares mágicos, soportando las trampas que el azar le colocaba en su camino, pero sacando lecciones de cada una de ellas y a la vez, aprendiendo cosas de si misma. Era una novela llena de matices, de pequeños momentos que te hacían sentir la vida misma a través de sus palabras. No sé cuantas veces reí y lloré mientras leía aquellas líneas. No sé cuantas veces no supe como sentirme al acabar un capitulo. Me vi atrapado por su expresión y, párrafo a párrafo, aquel libro me hizo partícipe de un finalinesperado, en el que Laura regresaba a casa, por el mismo camino de siempre, pero siendo distinta y habiendo cumplido todos y cada uno de sus sueños. Aceptando quien era con todas las consecuencias que eso conlleva y tras decir adiós a sus peores miedos, volvía a su hogar, a donde todo comenzó. Era una sensación agridulce. El final no era bueno ni malo, pero era las dos cosas al mismo tiempo. Era, simplemente, la vida misma. 40
Cerré el libro y me descubrí a mi mismo sentado en el suelo, apoyado junto a un mueble de baño. Tenía todo el cuerpo entumecido y me escocían los ojos. Miré la esfera de mi reloj y eran más de las nueve del día siguiente. Me había pasado toda la noche dentro de aquel trastero, leyendo el libro de Lucia. Mi estomago me pedía urgentemente que lo llenase, pero no podía dejar de pensar en aquella historia. Me sentía como si hubiese regresado de un lugar muy lejano al que ya no podía volver. Sentía haber vivido la vida de otra persona en aquel libro. Con el cuaderno todavía en la mano salí de aquella habitación y me dirigí hacía las escaleras. Comencé a subir los escalones todo lo rápido que mis dormidas piernas podían, hasta plantarme de nuevo ante la puerta del 4ºA. Volví a llamar a la puerta y escuché ruidos desde el interior del piso. Debí haber despertado a la pobre señora Matilde. –Ay muchacho, que madrugador eres. Y que ojeras traes. Como sois la gente joven. Yo es que los sábados me gusta aguantar un poco en la cama. Porque una ya tiene una edad… –Perdone que le moleste doña Matilde pero ¿sabe si Lucía, la mujer que vivía en mi apartamento,le gustaba escribir? –La mujer me miró perpleja por unos instantes. –Pues muchacho ahora que lo dices siempre llevaba libros encima. Le gustaba ir al parque que hay cerca del hospital a leer. Lo hacían todos los fines de semana cuando se levantaba. No es que yo sea una cotilla pero una vez la oí decir que… Volví a dejar a Matilde con la palabra en la boca y entré en mi apartamento lo más rápido que puede. El parque del que hablaba no estaba demasiado lejos de allí. Tenía que verla. Llegué al parque veinte minutos después. Aquel lugar era poco más que una plaza repleta de arboles y jardineras, con un pequeño lago artificial en el centro y una bonita marquesina para dar sombra en verano. Avancé unos pocos metros, 41
mirando a todo el mundo. Preguntándome quien podía ser Lucia. De pronto, me detuve al ver a una mujer, sentada en un banco con un libro abierto en el regazo. Rodeada de vegetación y con una ligera sonrisa en los labios. Su pelo castaño caía suavemente sobre sus hombros. No debía ser mucho mayor que yo.
conseguiré exponerla en una galería de arte. Ojalá que quien quiera que lo encuentre, llegue a comprender cuanto significó para mí pintarla.
–Hola Lucia, me llamo David. –Le dije sin pensarlo demasiado–.No nos conocemos, pero ahora vivo en el 4ºB del Nº20 de la calle Alcaraz. Encontré este libro en el trastero, junto a una carta. Sólo quería decirte que es un gran libro. Merece ser leído y creo quetú merecías saberlo. Sólo quería decirte eso y bueno, devolverte también todo esto. –Le entregué aquel cuaderno cuya lectura me había ocupado la noche anterior, junto a todas las cartas que había recibido desde que vivía en el apartamento. La mujer me miraba con sus increíbles ojos azules, con los labios apenas separados unos milímetros.
Un joven estaba de pie en una pequeña habitación mal iluminada y llena de trastos. Mantenía una carta en las manos. La metió en un sobre y lo cerró lentamente, como si dentro estuviera guardando algo más que un simple papel. Despuéslo dejó sobre un cuadro. En el lienzo, una mujer aparecía leyendo un libro en un banco, rodeada de vegetación. La mujer parece estar sonriendo mientras lee, como si supiera que alguien la observa. Como si esperase que alguien llegara en ese preciso momento. En el momento perfecto. Y en una esquina, el titulo que el artista había elegido para la obra–La imagen de una ausencia–. Decía.
–Gracias –fue lo único que consiguió decir. Estaba realmente perpleja mientras cogía el cuaderno y el manojo de cartas. –Nunca lo dejes–le contesté. Ella sonrió. Hoy es un nuevo día, una nueva etapa se abre. Porque puedes hacer algo bien mil veces y no ser suficiente. Porque está bien hacer castillos en el aire, pero no con cimientos de papel. Por eso me marcho de este apartamento. Para probar suerte en otro lugar. He dejado ese trabajo que tanto odiaba. He encontrado uno nuevo, en otro lugar. Cobro menos, pero sé que es lo que debo hacer.Y en cuanto a Lucía, la antigua inquilina,creo que al final nos unía algo más que el pequeño apartamento. Me gusta pensar que las cosas ocurren por un motivo. Quizá yo elegí ese apartamento porque todo esto tenía que ocurrir y yo tenía que encontrar su libro en este trastero oscuro y polvoriento. Porque a veces la vida crea conexiones entre la gente y sin darnos cuenta, podemos estar viviendo la vida de otra persona, compartiendo los mismos miedos y sueños sin darnos cuenta. Y sabes lo mejor, por fin una editorial se decidió a publicar su libro. Espero que tenga mucha suerte.Y volviendo a mí, hoy me marcho de este apartamento pero no sin dejar antes esta carta junto al último de mis cuadros. Creo que por fin descubrí que era aquello que el universo me estaba diciendo y que no entendía. Esta obra es lo mejor que he hecho nunca, pero sé que no 42
David Hurtado
El joven salió de la habitación oscura y comenzó a subir las escaleras que daban alvestíbulo del edificio. En aquel viejo trastero dejaba para el recuerdo una cafetera estropeada, un viejo televisor y lo más importante, el mejor de sussueños.
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mirando a todo el mundo. Preguntándome quien podía ser Lucia. De pronto, me detuve al ver a una mujer, sentada en un banco con un libro abierto en el regazo. Rodeada de vegetación y con una ligera sonrisa en los labios. Su pelo castaño caía suavemente sobre sus hombros. No debía ser mucho mayor que yo.
conseguiré exponerla en una galería de arte. Ojalá que quien quiera que lo encuentre, llegue a comprender cuanto significó para mí pintarla.
–Hola Lucia, me llamo David. –Le dije sin pensarlo demasiado–.No nos conocemos, pero ahora vivo en el 4ºB del Nº20 de la calle Alcaraz. Encontré este libro en el trastero, junto a una carta. Sólo quería decirte que es un gran libro. Merece ser leído y creo quetú merecías saberlo. Sólo quería decirte eso y bueno, devolverte también todo esto. –Le entregué aquel cuaderno cuya lectura me había ocupado la noche anterior, junto a todas las cartas que había recibido desde que vivía en el apartamento. La mujer me miraba con sus increíbles ojos azules, con los labios apenas separados unos milímetros.
Un joven estaba de pie en una pequeña habitación mal iluminada y llena de trastos. Mantenía una carta en las manos. La metió en un sobre y lo cerró lentamente, como si dentro estuviera guardando algo más que un simple papel. Despuéslo dejó sobre un cuadro. En el lienzo, una mujer aparecía leyendo un libro en un banco, rodeada de vegetación. La mujer parece estar sonriendo mientras lee, como si supiera que alguien la observa. Como si esperase que alguien llegara en ese preciso momento. En el momento perfecto. Y en una esquina, el titulo que el artista había elegido para la obra–La imagen de una ausencia–. Decía.
–Gracias –fue lo único que consiguió decir. Estaba realmente perpleja mientras cogía el cuaderno y el manojo de cartas. –Nunca lo dejes–le contesté. Ella sonrió. Hoy es un nuevo día, una nueva etapa se abre. Porque puedes hacer algo bien mil veces y no ser suficiente. Porque está bien hacer castillos en el aire, pero no con cimientos de papel. Por eso me marcho de este apartamento. Para probar suerte en otro lugar. He dejado ese trabajo que tanto odiaba. He encontrado uno nuevo, en otro lugar. Cobro menos, pero sé que es lo que debo hacer.Y en cuanto a Lucía, la antigua inquilina,creo que al final nos unía algo más que el pequeño apartamento. Me gusta pensar que las cosas ocurren por un motivo. Quizá yo elegí ese apartamento porque todo esto tenía que ocurrir y yo tenía que encontrar su libro en este trastero oscuro y polvoriento. Porque a veces la vida crea conexiones entre la gente y sin darnos cuenta, podemos estar viviendo la vida de otra persona, compartiendo los mismos miedos y sueños sin darnos cuenta. Y sabes lo mejor, por fin una editorial se decidió a publicar su libro. Espero que tenga mucha suerte.Y volviendo a mí, hoy me marcho de este apartamento pero no sin dejar antes esta carta junto al último de mis cuadros. Creo que por fin descubrí que era aquello que el universo me estaba diciendo y que no entendía. Esta obra es lo mejor que he hecho nunca, pero sé que no 42
David Hurtado
El joven salió de la habitación oscura y comenzó a subir las escaleras que daban alvestíbulo del edificio. En aquel viejo trastero dejaba para el recuerdo una cafetera estropeada, un viejo televisor y lo más importante, el mejor de sussueños.
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En un mundo diferente Sandra Meritxell Picó Casado Seleccionado
Los rayos de sol comenzaban a traspasar la ventana despertando a Sonia con un caluroso cosquilleo. Era temprano, todavía no había sonado el despertador, y Sonia en un estado semiconsciente, sin saber si estaba dormida o no, saboreaba sus últimos instantes sobre la cama antes de afrontar un nuevo día. Sonia era una joven madre de 35 años que trabajaba como nutricionista en un centro de salud. Esta tenía dos hijos, Ernesto y Ruth, de diez y cinco años, respectivamente. Y por desgracia del destino tenía que afrontar sola la educación de sus niños, ya que su marido falleció hace algún tiempo. Como cada mañana, el móvil sonó, vistió a los pequeños y los llevó al colegio. Horas más tarde, cuando intentaba cuadrar la dieta de un paciente, el timbrazo del teléfono fijo de su consulta le alertó de que algo había sucedido: - Buenos días, ¿puedo hablar con Sonia Hernández? Llamo desde colegio de su hija. - Sí, soy yo, ¿ha pasado algo? ¿Ruth está bien? - Un niño la ha empujado en el recreo y al caer se ha hecho una herida. Parece que tendrán que darle algún punto. 44
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En un mundo diferente Sandra Meritxell Picó Casado Seleccionado
Los rayos de sol comenzaban a traspasar la ventana despertando a Sonia con un caluroso cosquilleo. Era temprano, todavía no había sonado el despertador, y Sonia en un estado semiconsciente, sin saber si estaba dormida o no, saboreaba sus últimos instantes sobre la cama antes de afrontar un nuevo día. Sonia era una joven madre de 35 años que trabajaba como nutricionista en un centro de salud. Esta tenía dos hijos, Ernesto y Ruth, de diez y cinco años, respectivamente. Y por desgracia del destino tenía que afrontar sola la educación de sus niños, ya que su marido falleció hace algún tiempo. Como cada mañana, el móvil sonó, vistió a los pequeños y los llevó al colegio. Horas más tarde, cuando intentaba cuadrar la dieta de un paciente, el timbrazo del teléfono fijo de su consulta le alertó de que algo había sucedido: - Buenos días, ¿puedo hablar con Sonia Hernández? Llamo desde colegio de su hija. - Sí, soy yo, ¿ha pasado algo? ¿Ruth está bien? - Un niño la ha empujado en el recreo y al caer se ha hecho una herida. Parece que tendrán que darle algún punto. 44
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- En seguida voy y la llevo a urgencias. Acto seguido salió desesperada de su despacho y cogió el coche dramatizando la situación. Así, condujo hasta el colegio de la pequeña saltándose todas las reglas de circulación habidas y por haber. Posteriormente, la llevó al hospital donde se encargaron de darle cuatro puntos en la barbilla. En casa con el susto olvidado y la preocupación existente, Sonia decidió hablar con su pequeña: - Cariño, ¿por qué te han empujado? ¿te has peleado con tu compañero? - No, solo le dije que me parecía muy feo su pantalón nuevo. Sonia sonrió. Ruth y su obsesión por la verdad. - No puedes decirle eso a un niño. - Sí que puedo porque el pantalón es muy feo. Había dos cosas que la pobre Ruth no entendía: la obsesión de la gente por decir mentiras; y, la manía de los niños por jugar en grupo. Ruth era una niña inquieta, honesta, solitaria, astuta y muy inteligente. Sin embargo, como todo depende del cristal con que se mire… a ojos de los demás niños, e incluso, de algunos padres, era maleducada, prepotente y demasiado rara. Pero a pesar de las malas lenguas, Sonia y Ernesto, su hermano, estaban orgullosos de aquella pequeña niña rubia de cabello ondulado y ojos marrones. La sed de aprendizaje de Ruth era insaciable, y con tan solo tres años ya se sabía el abecedario y los números, y ahora con cinco, leía con la misma dicción que un adulto y realizaba algunas operaciones matemáticas básicas. Este era el primer año de Ruth en la escuela y estaba siendo muy complicada su integración en clase. Ruth no se llevaba bien con los demás niños de su edad. Sin embargo, cuando le resultaba interesante alguna cualidad de otro niño intentaba relacionarse con él, pero la mayoría de sus intentos resultaban frustrados. Por ello, casi siempre jugaba sola, y como sus compañeros no la 46
comprendían se convirtió en el foco de la mayoría de peleas. Su educación estaba siendo demasiado difícil. Un caluroso día primaveral, cuando se acercaba la fecha del cumpleaños de la pequeña, Sonia le propuso una idea: - Ruth, ¿qué te parece si celebramos tu cumpleaños con los demás niños de clase? Sonia propuso el plan con el pensamiento de provocar un acercamiento con los demás compañeros de clase en un entorno relajado. Pero la pequeña, sin un ápice de pena, con una gran sinceridad y demasiada indiferencia para su edad, comentó: - No quiero celebrar mi cumpleaños con ellos. Me gusta jugar sola y no tengo amigos. Sonia preocupada por su hija estuvo dándole vueltas a su respuesta todo el día. Aquella reacción no era propia de una niña de esa edad, y aunque no quería asumirlo, tenía que empezar a pensar que su hija a lo mejor tenía un problema. No podía ser tan introvertida. A la mañana siguiente Sonia decidió pedirse el día libre y solicitarle una tutoría a la profesora de su hija. - Buenos días, Irene. Estoy muy preocupada por la niña… Creo que tiene un comportamiento algo extraño para su edad. - Ruth es una niña muy inteligente, es la primera en clase y siempre trae los deberes al día, e incluso, quiere más. Pero es cierto que no se comporta igual que los demás. Raro es el día que no tengo que salvarla de algún enfrentamiento. Siempre juega sola, pero creía que eso ya lo sabías. - Sí, sí. Pero… no sé… - ¿Por qué no la llevas a un psicólogo infantil? Él podrá decirte qué hacer. 47
- En seguida voy y la llevo a urgencias. Acto seguido salió desesperada de su despacho y cogió el coche dramatizando la situación. Así, condujo hasta el colegio de la pequeña saltándose todas las reglas de circulación habidas y por haber. Posteriormente, la llevó al hospital donde se encargaron de darle cuatro puntos en la barbilla. En casa con el susto olvidado y la preocupación existente, Sonia decidió hablar con su pequeña: - Cariño, ¿por qué te han empujado? ¿te has peleado con tu compañero? - No, solo le dije que me parecía muy feo su pantalón nuevo. Sonia sonrió. Ruth y su obsesión por la verdad. - No puedes decirle eso a un niño. - Sí que puedo porque el pantalón es muy feo. Había dos cosas que la pobre Ruth no entendía: la obsesión de la gente por decir mentiras; y, la manía de los niños por jugar en grupo. Ruth era una niña inquieta, honesta, solitaria, astuta y muy inteligente. Sin embargo, como todo depende del cristal con que se mire… a ojos de los demás niños, e incluso, de algunos padres, era maleducada, prepotente y demasiado rara. Pero a pesar de las malas lenguas, Sonia y Ernesto, su hermano, estaban orgullosos de aquella pequeña niña rubia de cabello ondulado y ojos marrones. La sed de aprendizaje de Ruth era insaciable, y con tan solo tres años ya se sabía el abecedario y los números, y ahora con cinco, leía con la misma dicción que un adulto y realizaba algunas operaciones matemáticas básicas. Este era el primer año de Ruth en la escuela y estaba siendo muy complicada su integración en clase. Ruth no se llevaba bien con los demás niños de su edad. Sin embargo, cuando le resultaba interesante alguna cualidad de otro niño intentaba relacionarse con él, pero la mayoría de sus intentos resultaban frustrados. Por ello, casi siempre jugaba sola, y como sus compañeros no la 46
comprendían se convirtió en el foco de la mayoría de peleas. Su educación estaba siendo demasiado difícil. Un caluroso día primaveral, cuando se acercaba la fecha del cumpleaños de la pequeña, Sonia le propuso una idea: - Ruth, ¿qué te parece si celebramos tu cumpleaños con los demás niños de clase? Sonia propuso el plan con el pensamiento de provocar un acercamiento con los demás compañeros de clase en un entorno relajado. Pero la pequeña, sin un ápice de pena, con una gran sinceridad y demasiada indiferencia para su edad, comentó: - No quiero celebrar mi cumpleaños con ellos. Me gusta jugar sola y no tengo amigos. Sonia preocupada por su hija estuvo dándole vueltas a su respuesta todo el día. Aquella reacción no era propia de una niña de esa edad, y aunque no quería asumirlo, tenía que empezar a pensar que su hija a lo mejor tenía un problema. No podía ser tan introvertida. A la mañana siguiente Sonia decidió pedirse el día libre y solicitarle una tutoría a la profesora de su hija. - Buenos días, Irene. Estoy muy preocupada por la niña… Creo que tiene un comportamiento algo extraño para su edad. - Ruth es una niña muy inteligente, es la primera en clase y siempre trae los deberes al día, e incluso, quiere más. Pero es cierto que no se comporta igual que los demás. Raro es el día que no tengo que salvarla de algún enfrentamiento. Siempre juega sola, pero creía que eso ya lo sabías. - Sí, sí. Pero… no sé… - ¿Por qué no la llevas a un psicólogo infantil? Él podrá decirte qué hacer. 47
Las verdades duelen, y lo de llevar a su hija al psicólogo le sentó como un jarro de agua fría. No podía posponer el problema. La convivencia con Ruth comenzaba a ser insufrible y no sabía cómo tratarla.
- Buenos días, Sonia. Tengo algo que decirte.
Ese mismo día la evidencia del problema le hizo tomar una decisión. Ernesto y Ruth se estaban peleando porque ella le había arrancado unas hojas de astronomía del libro de texto y de la enciclopedia, y él había entrado en cólera al ver sus libros destrozados.
- ¿Qué le pasa a Ruth? Dígame la verdad.
- ¡He dicho que paréis!- dijo Sonia gritando. - Mamá, ¡Ruth ha roto mis libros de clase!- se excusó Ernesto. - ¡Ruth, mírame! ¿Por qué has hecho eso?- exigió la madre. Ruth sintiéndose muy incómoda porque no entendía nada y no quería mirar a su mamá, respondió: - Estoy haciendo una enciclopedia de los planetas. Aquello sí que no era normal. A la pequeña siempre le había gustado mucho el universo, las estrellas, los planetas… pero ahora comenzaba a recopilar información de forma compulsiva, y se interesaba por temas específicos con cierta obcecación. Tras resolver la pelea y acostar a los niños, Sonia se marchó a su habitación a descansar. Pero presa del insomnio, pasó horas y horas intentando dormir. Y mientras la silente madrugada se apoderaba de sus miedos, ella continuaba rodando de un lado a otro de la cama. Al día siguiente llamó al psicólogo y dos días después consiguieron cita. Así, pasaron dos semanas haciéndole pruebas, juegos y test de inteligencia a la pequeña. Finalmente, llegó el día del veredicto final y el psicólogo pidió que Sonia fuera sola a la consulta.
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El corazón de Sonia latía cada vez más deprisa…
- De acuerdo. Ruth tiene el síndrome de Asperger. El corazón de Sonia se olvidó de latir unos segundos y sus pulmones tampoco realizaron su función vital. Y mientras un mar de lágrimas comenzaba a brotar sobre su pálida cara, tartamudeando y sin apenas aire dijo: - ¿Qué-qué significa eso? - El síndrome de Asperger es un problema en su desarrollo que afecta a su capacidad de interacción social, comunicación y expresividad con los demás. Pero afortunadamente no está muy desarrollado y debería poder llevarse con normalidad, unas pautas y un tratamiento. No sabía qué decir, qué comentar, cómo les iba a afectar y por mucho que el psicólogo le diera esperanza en ese momento… lo veía todo negro. Impotencia. - También tengo que decirle que la niña tiene un coeficiente intelectual de 145, es superdotada, y podrá conseguir lo que quiera. Hay personas que tienen esta enfermedad u otras, y que han llegado a ser grandes científicos, matemáticos, médicos… - No comprendo qué quiere decir exactamente con eso de que no puede relacionarse bien con los demás. Yo siempre pensé que era introvertida…Y ahora resulta que mi niña no es normal… que tiene algo malo… - No debe pensar así. Para que su hija pueda vivir tranquila primero ha de tranquilizarse usted y ver las cosas más claras. Sé que es complicado de asimilar pero, ¿qué es para usted la normalidad? - Son-son… las cosas que se suelen hacer iguales por norma, lo que hace 49
Las verdades duelen, y lo de llevar a su hija al psicólogo le sentó como un jarro de agua fría. No podía posponer el problema. La convivencia con Ruth comenzaba a ser insufrible y no sabía cómo tratarla.
- Buenos días, Sonia. Tengo algo que decirte.
Ese mismo día la evidencia del problema le hizo tomar una decisión. Ernesto y Ruth se estaban peleando porque ella le había arrancado unas hojas de astronomía del libro de texto y de la enciclopedia, y él había entrado en cólera al ver sus libros destrozados.
- ¿Qué le pasa a Ruth? Dígame la verdad.
- ¡He dicho que paréis!- dijo Sonia gritando. - Mamá, ¡Ruth ha roto mis libros de clase!- se excusó Ernesto. - ¡Ruth, mírame! ¿Por qué has hecho eso?- exigió la madre. Ruth sintiéndose muy incómoda porque no entendía nada y no quería mirar a su mamá, respondió: - Estoy haciendo una enciclopedia de los planetas. Aquello sí que no era normal. A la pequeña siempre le había gustado mucho el universo, las estrellas, los planetas… pero ahora comenzaba a recopilar información de forma compulsiva, y se interesaba por temas específicos con cierta obcecación. Tras resolver la pelea y acostar a los niños, Sonia se marchó a su habitación a descansar. Pero presa del insomnio, pasó horas y horas intentando dormir. Y mientras la silente madrugada se apoderaba de sus miedos, ella continuaba rodando de un lado a otro de la cama. Al día siguiente llamó al psicólogo y dos días después consiguieron cita. Así, pasaron dos semanas haciéndole pruebas, juegos y test de inteligencia a la pequeña. Finalmente, llegó el día del veredicto final y el psicólogo pidió que Sonia fuera sola a la consulta.
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El corazón de Sonia latía cada vez más deprisa…
- De acuerdo. Ruth tiene el síndrome de Asperger. El corazón de Sonia se olvidó de latir unos segundos y sus pulmones tampoco realizaron su función vital. Y mientras un mar de lágrimas comenzaba a brotar sobre su pálida cara, tartamudeando y sin apenas aire dijo: - ¿Qué-qué significa eso? - El síndrome de Asperger es un problema en su desarrollo que afecta a su capacidad de interacción social, comunicación y expresividad con los demás. Pero afortunadamente no está muy desarrollado y debería poder llevarse con normalidad, unas pautas y un tratamiento. No sabía qué decir, qué comentar, cómo les iba a afectar y por mucho que el psicólogo le diera esperanza en ese momento… lo veía todo negro. Impotencia. - También tengo que decirle que la niña tiene un coeficiente intelectual de 145, es superdotada, y podrá conseguir lo que quiera. Hay personas que tienen esta enfermedad u otras, y que han llegado a ser grandes científicos, matemáticos, médicos… - No comprendo qué quiere decir exactamente con eso de que no puede relacionarse bien con los demás. Yo siempre pensé que era introvertida…Y ahora resulta que mi niña no es normal… que tiene algo malo… - No debe pensar así. Para que su hija pueda vivir tranquila primero ha de tranquilizarse usted y ver las cosas más claras. Sé que es complicado de asimilar pero, ¿qué es para usted la normalidad? - Son-son… las cosas que se suelen hacer iguales por norma, lo que hace 49
todo el mundo… lo-lo que es normal es normal. Ser normal es bueno. - Dígame, ¿tiene más hijos? - Sí, uno. Ernesto. - ¿Es su hijo normal? - Sí. - ¿Es igual que todos los niños? - Claro que no. - Eso es lo que tiene que ver con Ruth. Lo que intento decirle es que la normalidad no existe porque todos tenemos algo que nos hace diferentes. Pero eso no es malo, al contrario, eso es lo que nos distingue a unos de otros. - ¡No intente hacerme ver la enfermedad de mi hija como una virtud! - No estoy intentando hacerle ver que tiene una virtud, sino que son las cualidades de cada uno lo que nos hace diferentes. Tiene que ser consciente de ello para que su hija esté bien. No tratarla como si tuviera una enfermedad terminal. Sonia, un poco más tranquila, tragó saliva, se limpió las lágrimas y preguntó: - ¿Y cómo va a afectar esto a la vida de mi hija? - Tu hija tiene una percepción distinta de las cosas, se podría decir que vive en un mundo diferente. Actúa guiada por la lógica, por eso no sabe mentir. Se trata de orientarla y estimularla para que pueda hacer su vida. Ella no entiende cómo ha de relacionarse con los demás, no comprende los roles sociales y ello le dificulta el trato con las personas. Esto no quiere decir que no quiera relacionarse con los demás, sino que no sabe cómo hacerlo, que le costará más hacer frente a los sentimientos, ya que muchas veces no sabrá cómo expresarlos 50
y eso le ocasionará cierta inseguridad. - ¿Cómo se cura? - Esto no tiene cura. No es correcto llamarlo enfermedad, ni problema, ni siquiera está bien compadecerse como hace equívocamente la gente. Convivirán con ello siempre, pero le aseguro que serán felices. Lo que hay que hacer ahora con Ruth es orientarla. Su familia tiene que ser la herramienta que le ayude a desarrollarse socialmente. De momento, en función del estudio que le he realizado deberá de seguir unas pautas de comportamiento. En el colegio llevará unas hojas con el orden en que debe hacer los ejercicios. Esto le ayudará a sentirse mejor, porque ella necesita tener su vida más ordenada que el resto de personas. Para que me entienda, ella tiene las ideas, pero le falta el orden. Solo necesita las pautas que debe seguir para comportarse. También participará en los talleres del colegio y en actividades psicopedagógicas con más niños con su problema. Esto le ayudará a evolucionar. - Ya lo entiendo mejor. Siento haberme puesto así. Estoy muy asustada. - No te preocupes… Te comprendo. La culpa no es tuya. Desgraciadamente en esta sociedad lo distinto se considera malo. Solo tenéis que aprender a interactuar entre mundos diferentes. - Gracias. Me ha ayudado mucho. Después de aquella consulta, Sonia le explicó a su entorno más cercano el problema de la niña y pudo verlo todo con más claridad. Sería mentira decir que cada día no era una lucha constante, pero tampoco sería verdad decir no se enriquecieron de ello y todos crecieron como personas. Y es que, Ruth consiguió enseñar nuevos valores a su familia, como la honestidad, y el interés por el aprendizaje. Mientras que Sonia con el tiempo consiguió ayudar a su hija a tener amigos, e incluso, algo más que amigos. Años más tarde, Ruth fue a la universidad, se licenció en Física y, 51
todo el mundo… lo-lo que es normal es normal. Ser normal es bueno. - Dígame, ¿tiene más hijos? - Sí, uno. Ernesto. - ¿Es su hijo normal? - Sí. - ¿Es igual que todos los niños? - Claro que no. - Eso es lo que tiene que ver con Ruth. Lo que intento decirle es que la normalidad no existe porque todos tenemos algo que nos hace diferentes. Pero eso no es malo, al contrario, eso es lo que nos distingue a unos de otros. - ¡No intente hacerme ver la enfermedad de mi hija como una virtud! - No estoy intentando hacerle ver que tiene una virtud, sino que son las cualidades de cada uno lo que nos hace diferentes. Tiene que ser consciente de ello para que su hija esté bien. No tratarla como si tuviera una enfermedad terminal. Sonia, un poco más tranquila, tragó saliva, se limpió las lágrimas y preguntó: - ¿Y cómo va a afectar esto a la vida de mi hija? - Tu hija tiene una percepción distinta de las cosas, se podría decir que vive en un mundo diferente. Actúa guiada por la lógica, por eso no sabe mentir. Se trata de orientarla y estimularla para que pueda hacer su vida. Ella no entiende cómo ha de relacionarse con los demás, no comprende los roles sociales y ello le dificulta el trato con las personas. Esto no quiere decir que no quiera relacionarse con los demás, sino que no sabe cómo hacerlo, que le costará más hacer frente a los sentimientos, ya que muchas veces no sabrá cómo expresarlos 50
y eso le ocasionará cierta inseguridad. - ¿Cómo se cura? - Esto no tiene cura. No es correcto llamarlo enfermedad, ni problema, ni siquiera está bien compadecerse como hace equívocamente la gente. Convivirán con ello siempre, pero le aseguro que serán felices. Lo que hay que hacer ahora con Ruth es orientarla. Su familia tiene que ser la herramienta que le ayude a desarrollarse socialmente. De momento, en función del estudio que le he realizado deberá de seguir unas pautas de comportamiento. En el colegio llevará unas hojas con el orden en que debe hacer los ejercicios. Esto le ayudará a sentirse mejor, porque ella necesita tener su vida más ordenada que el resto de personas. Para que me entienda, ella tiene las ideas, pero le falta el orden. Solo necesita las pautas que debe seguir para comportarse. También participará en los talleres del colegio y en actividades psicopedagógicas con más niños con su problema. Esto le ayudará a evolucionar. - Ya lo entiendo mejor. Siento haberme puesto así. Estoy muy asustada. - No te preocupes… Te comprendo. La culpa no es tuya. Desgraciadamente en esta sociedad lo distinto se considera malo. Solo tenéis que aprender a interactuar entre mundos diferentes. - Gracias. Me ha ayudado mucho. Después de aquella consulta, Sonia le explicó a su entorno más cercano el problema de la niña y pudo verlo todo con más claridad. Sería mentira decir que cada día no era una lucha constante, pero tampoco sería verdad decir no se enriquecieron de ello y todos crecieron como personas. Y es que, Ruth consiguió enseñar nuevos valores a su familia, como la honestidad, y el interés por el aprendizaje. Mientras que Sonia con el tiempo consiguió ayudar a su hija a tener amigos, e incluso, algo más que amigos. Años más tarde, Ruth fue a la universidad, se licenció en Física y, 51
posteriormente, realizó un máster en Astrofísica. Este era su verdadero sueño. Así, Ruth continúo con su normalidad en su particular mundo diferente. Este caso era el reflejo de que en la mayoría de ocasiones la solución de los problemas llega cuando los asumimos, les ponemos nombre y les hacemos frente. De nada sirve compadecernos de los problemas de los demás, porque quien necesita ayuda, no necesita pena. Y es que en este mundo para salir de los problemas tan solo se necesita un poco de normalidad dentro de nuestro propio mundo diferente.
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posteriormente, realizó un máster en Astrofísica. Este era su verdadero sueño. Así, Ruth continúo con su normalidad en su particular mundo diferente. Este caso era el reflejo de que en la mayoría de ocasiones la solución de los problemas llega cuando los asumimos, les ponemos nombre y les hacemos frente. De nada sirve compadecernos de los problemas de los demás, porque quien necesita ayuda, no necesita pena. Y es que en este mundo para salir de los problemas tan solo se necesita un poco de normalidad dentro de nuestro propio mundo diferente.
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Estrellas Jorge E. Salazar Martínez Seleccionado
Sole Sanabria era poca mujer cuando se quitaba del hombro la correa de su bajo eléctrico. Se apocaba. Pese al contrapeso que le hacía el instrumento, cuando se lo quitaba, en vez de enderezarse, se jorobaba aún más. La cocaína que la hacía más sociable le tenía los dientes deteriorados, el tabaco les daba ahora un barniz amarillento. Su piel estaba más envejecida que la de los timbales del viejo percusionista del grupo. Sin embargo, su bajo resplandecía y recibía los mejores cuidados que un músico le puede dar a su instrumento. Por eso cuando la fatídica noticia vino a ella, la pillo jorobada, vieja, fea, desdentada y acobardada. No podía comprender el porqué. “Una nunca entiende de razones en esos momentos”, le fue a confesar a su hermana Cristina una vez superó el trance, ya dos años después de la lamentable pérdida. Un doloroso quebranto que la fortaleció y las hizo cambiar a ambas, incluida a su hermana, especialmente a su hermana. Hacía dos años, cuando la noticia llegó a ellas, decidieron poner punto y final a su aventura musical llamada Grittanica. El pulmón ennegrecido de la banda, Sole, no podía continuar en ese proyecto en común. El corazón del grupo, la vocalista y guitarrista Cristina, también estaba muy afectada. La culpa de todo la tuvo Eduardo, el novio de Sole, el alma de la banda.
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Estrellas Jorge E. Salazar Martínez Seleccionado
Sole Sanabria era poca mujer cuando se quitaba del hombro la correa de su bajo eléctrico. Se apocaba. Pese al contrapeso que le hacía el instrumento, cuando se lo quitaba, en vez de enderezarse, se jorobaba aún más. La cocaína que la hacía más sociable le tenía los dientes deteriorados, el tabaco les daba ahora un barniz amarillento. Su piel estaba más envejecida que la de los timbales del viejo percusionista del grupo. Sin embargo, su bajo resplandecía y recibía los mejores cuidados que un músico le puede dar a su instrumento. Por eso cuando la fatídica noticia vino a ella, la pillo jorobada, vieja, fea, desdentada y acobardada. No podía comprender el porqué. “Una nunca entiende de razones en esos momentos”, le fue a confesar a su hermana Cristina una vez superó el trance, ya dos años después de la lamentable pérdida. Un doloroso quebranto que la fortaleció y las hizo cambiar a ambas, incluida a su hermana, especialmente a su hermana. Hacía dos años, cuando la noticia llegó a ellas, decidieron poner punto y final a su aventura musical llamada Grittanica. El pulmón ennegrecido de la banda, Sole, no podía continuar en ese proyecto en común. El corazón del grupo, la vocalista y guitarrista Cristina, también estaba muy afectada. La culpa de todo la tuvo Eduardo, el novio de Sole, el alma de la banda.
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Eduardo se había ido, ahora sólo quedaba la rabia y el recuerdo de haber compartido mucho con él, quizá demasiado. Nunca era suficiente. Hacía dos años, Eduardo se había tomado el atrevimiento de quitarse la vida. Una vida que no le pertenecía a él en exclusiva, pensaba Sole, esa vida era suya también. Eduardo era ese espíritu que se esconde entre bambalinas y sólo existe por y para para los demás. Sin embargo, Eduardo, Eddie para ellas, aquella ocasión pensó en él, como si hubiera sido la primera vez. Fue entonces cuando tomó el camino que suelen tomar algunas estrellas del rock cuando brillan menos y creen que han dejado de brillar del todo. Habían pasado dos años ya desde que se lo encontraron echando baba blanca por la boca, sin vida. La imagen era demasiado dura como para revivirla, pero en ese momento las dos hermanas se habían reunido para desenmarañar el suicidio de Eduardo, su hombre, el de ambas. En el trascurso del tiempo que había pasado desde su cremación hasta aquel 21 de septiembre, el nombre de Eduardo apenas había sido mentado. Había sido un suicidio, sin nota, sin más anuncios que un desinterés crónico que arrastraba el hombre desde adolescente. Nada había hecho saltar las alarmas. Eduardo era un tipo atormentado, un escritor frustrado al que les gustaba la poesía, que lo había intentado penosamente con haikus y demás excentricidades, pero que por fin había sabido plasmar su nihilismo en unas letras tan genéricas que no hablaban de nada en particular. De frases sueltas que quizá en su mente, en algún momento habían tenido algún sentido, pero que ni Cristina al cantarlas sabía captar su verdadera esencia. Sin embargo triunfaban, y cuando se les añadía el rock de influencias británicas de los 90’s, que cocinaba Cristina, eran demoledoras. Eduardo pasó los primeros años de su banda con insomnio cocainómano y abrumado, muy abrumado. El éxito no sólo lo pilló por sorpresa, se negaba a admitirlo en su vida. Creía que era un mal compositor, se consideraba un auténtico fraude. Pasaba los días restringiendo su contacto social al que pudiera tener con las hermanas Sanabria, con más pena que la gloria que podía disfrutar, que se negaba a disfrutar. Adelgazaba, envejecía, llevó a Sole por sus mismos derroteros invitándola a cuestionar siempre su éxito, y por otros 56
senderos aún más oscuros. Cristina guardaba silencio mientras Sole metía la llave de la puerta del ático de Eduardo en su ranura. Eduardo le guardaba a Cristina un cariño especial, era opuesta a su hermana mayor, más positiva, vital, eso lo contagiaba de ganas de vivir. La quería. “Pensaba que era más cobarde, jamás pensé que fuera capaz de hacernos esto”, le confesó Sole a su hermana menor; Cristina callaba. El ático había sido dejado intacto durante esos dos años de silencio. Solamente había sido retirado el cuerpo y el portátil del compositor. El ordenador se lo quedó su novia, pretendía encontrar una pista de su suicidio: una nota, una letra, un poema, un cuento... “sabes que era muy creativo”, continuó diciéndole a Cristina. “Se nos ha debido escapar algo, algo tiene que justificar lo que hizo”. Cristina estaba muy nerviosa, no sólo por su carácter supersticioso, su afición al ocultismo y lo paranormal. Sino también porque si alguien pensó, realmente, en algún momento que Eduardo era el alma del grupo, esa fue Cristina, que estaba totalmente expuesta a la influencia de sus letras, a su poesía poco comprendida, pero que agradaba, enamoraba y arrasaba entre fans y críticos. Eddie era el espíritu, y Cristina sabía que un espíritu nunca dejaba de existir, que los espíritus son etéreos e inmortales. Que lo más probable era que ese espíritu estuviera encerrado en esas cuatro paredes, bajo el gran domo de cristal que hacía de techo del ático, como habría estado el cuerpo y el alma de Eduardo si siguiera con vida, porque ese era su sitio, su lugar favorito. ¿Qué les diría ese espíritu atormentado si pudiera hablar con ellas?, pensaba Cristina. Las hermanas entraron en aquel apartamento donde el olor a humedad y encierro cuajaban el ambiente y lo hacían denso y estéril. Sole abrió las ventanas para que entrara el aire, pero el viento atrajo hacia los marcos las cortinas azul petróleo e impidió que entrara la brisa necesaria para refrescar la lóbrega estancia. Sole oteó la sala-comedor-estudio. Por orden expresa suya nada había sido movido de su sitio, todo permanecía como en la escena de un crimen. Una guitarra por el suelo, cajas de vinilos y compact discs desparramados sobre la moqueta, la mancha del vómito y la baba sobre la misma alfombra. Lo único que había sido retirado fueron las cajas de los ansiolíticos, barbitúricos y sedantes que había mezclado con una botella de pulque que atesoraba de la primera gira 57
Eduardo se había ido, ahora sólo quedaba la rabia y el recuerdo de haber compartido mucho con él, quizá demasiado. Nunca era suficiente. Hacía dos años, Eduardo se había tomado el atrevimiento de quitarse la vida. Una vida que no le pertenecía a él en exclusiva, pensaba Sole, esa vida era suya también. Eduardo era ese espíritu que se esconde entre bambalinas y sólo existe por y para para los demás. Sin embargo, Eduardo, Eddie para ellas, aquella ocasión pensó en él, como si hubiera sido la primera vez. Fue entonces cuando tomó el camino que suelen tomar algunas estrellas del rock cuando brillan menos y creen que han dejado de brillar del todo. Habían pasado dos años ya desde que se lo encontraron echando baba blanca por la boca, sin vida. La imagen era demasiado dura como para revivirla, pero en ese momento las dos hermanas se habían reunido para desenmarañar el suicidio de Eduardo, su hombre, el de ambas. En el trascurso del tiempo que había pasado desde su cremación hasta aquel 21 de septiembre, el nombre de Eduardo apenas había sido mentado. Había sido un suicidio, sin nota, sin más anuncios que un desinterés crónico que arrastraba el hombre desde adolescente. Nada había hecho saltar las alarmas. Eduardo era un tipo atormentado, un escritor frustrado al que les gustaba la poesía, que lo había intentado penosamente con haikus y demás excentricidades, pero que por fin había sabido plasmar su nihilismo en unas letras tan genéricas que no hablaban de nada en particular. De frases sueltas que quizá en su mente, en algún momento habían tenido algún sentido, pero que ni Cristina al cantarlas sabía captar su verdadera esencia. Sin embargo triunfaban, y cuando se les añadía el rock de influencias británicas de los 90’s, que cocinaba Cristina, eran demoledoras. Eduardo pasó los primeros años de su banda con insomnio cocainómano y abrumado, muy abrumado. El éxito no sólo lo pilló por sorpresa, se negaba a admitirlo en su vida. Creía que era un mal compositor, se consideraba un auténtico fraude. Pasaba los días restringiendo su contacto social al que pudiera tener con las hermanas Sanabria, con más pena que la gloria que podía disfrutar, que se negaba a disfrutar. Adelgazaba, envejecía, llevó a Sole por sus mismos derroteros invitándola a cuestionar siempre su éxito, y por otros 56
senderos aún más oscuros. Cristina guardaba silencio mientras Sole metía la llave de la puerta del ático de Eduardo en su ranura. Eduardo le guardaba a Cristina un cariño especial, era opuesta a su hermana mayor, más positiva, vital, eso lo contagiaba de ganas de vivir. La quería. “Pensaba que era más cobarde, jamás pensé que fuera capaz de hacernos esto”, le confesó Sole a su hermana menor; Cristina callaba. El ático había sido dejado intacto durante esos dos años de silencio. Solamente había sido retirado el cuerpo y el portátil del compositor. El ordenador se lo quedó su novia, pretendía encontrar una pista de su suicidio: una nota, una letra, un poema, un cuento... “sabes que era muy creativo”, continuó diciéndole a Cristina. “Se nos ha debido escapar algo, algo tiene que justificar lo que hizo”. Cristina estaba muy nerviosa, no sólo por su carácter supersticioso, su afición al ocultismo y lo paranormal. Sino también porque si alguien pensó, realmente, en algún momento que Eduardo era el alma del grupo, esa fue Cristina, que estaba totalmente expuesta a la influencia de sus letras, a su poesía poco comprendida, pero que agradaba, enamoraba y arrasaba entre fans y críticos. Eddie era el espíritu, y Cristina sabía que un espíritu nunca dejaba de existir, que los espíritus son etéreos e inmortales. Que lo más probable era que ese espíritu estuviera encerrado en esas cuatro paredes, bajo el gran domo de cristal que hacía de techo del ático, como habría estado el cuerpo y el alma de Eduardo si siguiera con vida, porque ese era su sitio, su lugar favorito. ¿Qué les diría ese espíritu atormentado si pudiera hablar con ellas?, pensaba Cristina. Las hermanas entraron en aquel apartamento donde el olor a humedad y encierro cuajaban el ambiente y lo hacían denso y estéril. Sole abrió las ventanas para que entrara el aire, pero el viento atrajo hacia los marcos las cortinas azul petróleo e impidió que entrara la brisa necesaria para refrescar la lóbrega estancia. Sole oteó la sala-comedor-estudio. Por orden expresa suya nada había sido movido de su sitio, todo permanecía como en la escena de un crimen. Una guitarra por el suelo, cajas de vinilos y compact discs desparramados sobre la moqueta, la mancha del vómito y la baba sobre la misma alfombra. Lo único que había sido retirado fueron las cajas de los ansiolíticos, barbitúricos y sedantes que había mezclado con una botella de pulque que atesoraba de la primera gira 57
por México. La muerte se la podían imaginar ambas, pero seguían sin conocer los motivos que llevaron a su Eddie a tomar esa decisión. Sole pensaba en voz alta, mientras Cristina, atormentada por los nervios, callaba y miraba en todas las direcciones. Decía Sole que, esos últimos meses, Eduardo había atravesado una importante crisis creativa, pero dado el carácter introvertido y reservado de su pareja, no pudo conocer el motivo de aquel bloqueo. Tampoco lo había conseguido indagando en su ordenador, donde no había dejado rastro de nada que pudiera traducirse en una pista o luz esclarecedora de los hechos. El pensamiento altisonante de Sole contrastaba con el silencio fúnebre y nervioso de Cristina. Había sido la hermana menor la que había decidido no volver a tratar el tema de Eduardo, hasta aquel día. La decisión la había tomado una semana antes, estando en Londres, cuando llamó a su hermana y le dijo que la quería ver, que tenían que hablar de Eduardo. Llegadas a ese momento, Cristina enmudecía y Sole, apabullada por el contexto, no tuvo la suspicacia suficiente para darse cuenta de que las respuestas quizás no estaban desparramadas sobre la moqueta, u ocultas en alguna libreta de la estantería, tampoco en elálbum de fotos al que ojeaba en aquel momento, en el que no había nada que no hubiera visto antes. El espíritu de Eduardo era juguetón, eso era algo que muy poca gente sabía. Cristina lo sospechaba, había visto muestras de ello cuando vivía; Sole no llegaba a imaginarlo, Eduardo siempre adoptaba un semblante serio y callado cuando estaban juntos. Pero como las almas nunca dejan de existir y se aprovechan de que se da por sentado que no existen, el espíritu juguetón de Eduardo quiso bromear un poco con Cristina, que estaba más receptiva en ese momento que su hermana. Por eso, cuando Cristina le echó un vistazo a una fotografía de Eduardo con Sole, creyó haber visto el rostro de Eduardo moverse y no sólo eso, creyó que su Eddie la había mirado fijamente mientras sonreía y se le resbalaba de su fosa nasal derecha un moquillo de cocaína. Cristina gritó espantada y dio un salto hacia atrás: “¡Cabrón!”, exclamó. Cuando Cristina quiso ser consciente de lo que acababa de expresar, esta vez 58
en voz alta, miró a su hermana, que parecía no haber oído el grito. Se fijó en que Sole tenía los puños enfrente de su cara. Lo que no sabía era que se estaba restregando los ojos con esos puños cerrados, limpiando la visión, asegurándose de que fueron esos, sus ojos, los que habían divisado aquel archipiélago de luces fatuas, intermitentes y de origen desconocido, que encontró cuando levantó la vista del álbum de fotos y quiso fijarse en la estantería de libros y cuadernos que atesoraba Eduardo. Si Sole se hubiera dejado llevar por el miedo, como su hermana, la estancia no se habría prolongado un minuto más. Se habrían largado sin más del frío ático. Lo vivido se enterraría y solamente sería rescatado como anécdota indigna de revivir. Pero Sole también había visto algo al mismo tiempo que Cristina, algo situado más allá de lo físico, a medio camino entre lo paranormal y de un simple efecto visual. Unas inquietantes luces parpadeantes, sin punto de origen, pequeñas, pero intensas. Sole guardó silencio, no quería ser tomada por loca. Estaba tan perturbada por su visión, que tampoco escuchó la queja de su hermana menor. Cristina, por su parte, no daba crédito, ni de lo que había creído ver en aquel momento en el que estaba tan sugestiva, ni de que su hermana estuviera dejando resbalar de sus manos aquel pesado volumen fotográfico y de que el álbum estuviera a un par de decenas de centímetros de tocar el suelo. Estaba hechizada. “Sole, creo que deberíamos irnos. No hacemos bien estando aquí... el pasado es pasado...”, decía Cristina mientras retrocedía en sus pasos. El álbum cayó. Temía a su hermana: su mutismo momentáneo, el álbum sobre la moqueta, abierto por la mitad. Cristina fue retrocediendo de espaldas hasta que un cuerpo frío tropezó en su trayectoria. Dejó escapar un grito. Era un viejo tocadiscos en el que seguía puesto un LP de una cantautora británica poco conocida llamada Heather Nova. El vinilo tenía historia. Eddie lo compró en una tienda de Manchester porque contenía una versión de una canción que dentro del imaginario de las leyendas urbanas tiene gran peso. La canción era Gloomy Sunday, un clásico de Billie Holiday, que versionado por Sarah McLachlan se dice que provocó decenas de suicidios entre los oyentes de la canción. Cristina 59
por México. La muerte se la podían imaginar ambas, pero seguían sin conocer los motivos que llevaron a su Eddie a tomar esa decisión. Sole pensaba en voz alta, mientras Cristina, atormentada por los nervios, callaba y miraba en todas las direcciones. Decía Sole que, esos últimos meses, Eduardo había atravesado una importante crisis creativa, pero dado el carácter introvertido y reservado de su pareja, no pudo conocer el motivo de aquel bloqueo. Tampoco lo había conseguido indagando en su ordenador, donde no había dejado rastro de nada que pudiera traducirse en una pista o luz esclarecedora de los hechos. El pensamiento altisonante de Sole contrastaba con el silencio fúnebre y nervioso de Cristina. Había sido la hermana menor la que había decidido no volver a tratar el tema de Eduardo, hasta aquel día. La decisión la había tomado una semana antes, estando en Londres, cuando llamó a su hermana y le dijo que la quería ver, que tenían que hablar de Eduardo. Llegadas a ese momento, Cristina enmudecía y Sole, apabullada por el contexto, no tuvo la suspicacia suficiente para darse cuenta de que las respuestas quizás no estaban desparramadas sobre la moqueta, u ocultas en alguna libreta de la estantería, tampoco en elálbum de fotos al que ojeaba en aquel momento, en el que no había nada que no hubiera visto antes. El espíritu de Eduardo era juguetón, eso era algo que muy poca gente sabía. Cristina lo sospechaba, había visto muestras de ello cuando vivía; Sole no llegaba a imaginarlo, Eduardo siempre adoptaba un semblante serio y callado cuando estaban juntos. Pero como las almas nunca dejan de existir y se aprovechan de que se da por sentado que no existen, el espíritu juguetón de Eduardo quiso bromear un poco con Cristina, que estaba más receptiva en ese momento que su hermana. Por eso, cuando Cristina le echó un vistazo a una fotografía de Eduardo con Sole, creyó haber visto el rostro de Eduardo moverse y no sólo eso, creyó que su Eddie la había mirado fijamente mientras sonreía y se le resbalaba de su fosa nasal derecha un moquillo de cocaína. Cristina gritó espantada y dio un salto hacia atrás: “¡Cabrón!”, exclamó. Cuando Cristina quiso ser consciente de lo que acababa de expresar, esta vez 58
en voz alta, miró a su hermana, que parecía no haber oído el grito. Se fijó en que Sole tenía los puños enfrente de su cara. Lo que no sabía era que se estaba restregando los ojos con esos puños cerrados, limpiando la visión, asegurándose de que fueron esos, sus ojos, los que habían divisado aquel archipiélago de luces fatuas, intermitentes y de origen desconocido, que encontró cuando levantó la vista del álbum de fotos y quiso fijarse en la estantería de libros y cuadernos que atesoraba Eduardo. Si Sole se hubiera dejado llevar por el miedo, como su hermana, la estancia no se habría prolongado un minuto más. Se habrían largado sin más del frío ático. Lo vivido se enterraría y solamente sería rescatado como anécdota indigna de revivir. Pero Sole también había visto algo al mismo tiempo que Cristina, algo situado más allá de lo físico, a medio camino entre lo paranormal y de un simple efecto visual. Unas inquietantes luces parpadeantes, sin punto de origen, pequeñas, pero intensas. Sole guardó silencio, no quería ser tomada por loca. Estaba tan perturbada por su visión, que tampoco escuchó la queja de su hermana menor. Cristina, por su parte, no daba crédito, ni de lo que había creído ver en aquel momento en el que estaba tan sugestiva, ni de que su hermana estuviera dejando resbalar de sus manos aquel pesado volumen fotográfico y de que el álbum estuviera a un par de decenas de centímetros de tocar el suelo. Estaba hechizada. “Sole, creo que deberíamos irnos. No hacemos bien estando aquí... el pasado es pasado...”, decía Cristina mientras retrocedía en sus pasos. El álbum cayó. Temía a su hermana: su mutismo momentáneo, el álbum sobre la moqueta, abierto por la mitad. Cristina fue retrocediendo de espaldas hasta que un cuerpo frío tropezó en su trayectoria. Dejó escapar un grito. Era un viejo tocadiscos en el que seguía puesto un LP de una cantautora británica poco conocida llamada Heather Nova. El vinilo tenía historia. Eddie lo compró en una tienda de Manchester porque contenía una versión de una canción que dentro del imaginario de las leyendas urbanas tiene gran peso. La canción era Gloomy Sunday, un clásico de Billie Holiday, que versionado por Sarah McLachlan se dice que provocó decenas de suicidios entre los oyentes de la canción. Cristina 59
conocía la historia, de oídas, porque Eduardo se la había contado. Y ahora, sospechosamente, la canción suicida estaba en el tocadiscos como una pista de lo que pudo haber sucedido la fatídica noche. Fue cuando se dio cuenta de la amarga coincidencia que, sin avisar, reguló el volumen del tocadiscos -puesto al máximo-, y posó la aguja cerca del extremo del disco. El vinilo estaba en su cara B; un melódico e hipnótico punteo de guitarra daba inicio a una canción que encerraba una historia de desamor: “It’s only love”, se llamaba. Podría haber mil canciones en aquel LP, pero Cristina tenía claro por qué ése había sido el último disco oído por Eduardo: “Gloomy Sunday”. Hizo memoria, el cuerpo de Eddie lo encontró Sole un lunes a medio día. Lo que más pesaba sobre la memoria de Sole era no haber visto a su novio aquel domingo anterior, tras la estúpida discusión que había tenido con él el sábado por la noche, cuando le reprochó esa actitud huraña y antisocial que venía adoptando. Lo tuvo claro: Eduardo se había quitado la vida un domingo, un gloomy sunday, un triste y solitario domingo. Al oírse la música, Sole le dirigió una mirada desconcertada a su hermana, pidió una explicación con una mirada iracunda y un aspaviento de manos. Cristina esperaba que sonara el fatídico “Gloomy Sunday” y el tema hablara por ella; en cambio siguió sonando la balada del conformismo ante el desamor que había iniciado hacía poco más de un minuto. La ira de Sole se transformó en movimiento, se acercó a su hermana, retiró con violencia la aguja del disco y tapó el aparato con su cobertor de fibra de vidrio. “¿De verdad crees que es momento para música, Cristina?”. Cristina reaccionó con similar contundencia, tenía un propósito y la bravucona de su hermana mayor no iba a ser un obstáculo, pese a que fuera ella la receptora del mensaje que tenía. Levantó la tapa del tocadiscos, tomó el brazo de la aguja y lo soltó al azar sobre el disco. Las notas de un violín abrían la intro de una nueva canción, pronto se dejó oír una voz melancólica que hizo que una lágrima saltara del ojo izquierdo de Cristina: “Sunday is gloomy..., decía la voz. La hermana menor enmudeció y lloró: “Deja que me lo lleve, por favor”, rogó Cristina.
Eduardo no era un mercadillo y le pidió que quitara esa canción, que le daba “mal rollo”. Cristina asintió, retiró el brazo de la aguja del tocadiscos, tomó el vinilo con cuidado, le puso la tapa al aparato y se giró con el disco en las manos, debía encontrar la caja de aquel disco tan cargado de significado. Sería complicado espulgar en la estantería de su colección de vinilos, máxime considerando lo desordenado que sabía que era, miró al suelo y encontró un surtido de carátulas de discos desperdigadas por el suelo, de vinilos y CD’s, supuso que el de Heather Nova estaría allí, mezclado. Se acercó al suelo, allí donde perdió la vida Eduardo, justo sobre esa misma moqueta. Rebuscó entre una baraja de cajas de vinilos, y la encontró debajo de todas, pegada al suelo durante dos largos años de silencio. Introdujo el disco en la caja, y abandonaron aquella sala que sólo hacía pensar en la presencia ausente de la muerte. La sensación que acompañó al silencio de Cristina hasta que llegó a su apartamento fue precisamente esa, la invisible presencia de la muerte aguardándola. Tenía algo demasiado poderoso en sus manos, algo que traspasaba el umbral de lo físico, lo perceptible, lo humano. Inclinó la caja del disco, y para su sorpresa, al caer el vinilo sobre su mano, cayó consigo una nota manuscrita. “Cristina: Sólo tú conoces esta historia y sólo tú podrás llegar a esta nota, pese a que estará al alcance de cualquiera. Pero como bien te conozco, sé que darás con mi rastro y mi presencia porque sabes quién soy realmente. Insististe siempre en que lo nuestro era sólo sexo, que primero estaba el grupo, lo mío con Sole, que cualquier cosa estaba antes que lo que me comprime el corazón y que no es más que amor por ti. Te quiero, te lo dije siempre, pero no me creíste. Me siento incapaz de seguir engañando a tu hermana un día más. No es la mejor persona del mundo, pero creo que no merece ser traicionada por un tipo tan estúpido y vacío como yo. Dado que siempre antepondrás los intereses de los demás a los tuyos, a los nuestros, me quito definitivamente de en medio. Hemos recorrido medio mundo, nos hemos forrado en sucio dinero vendiendo poesía barata envuelta en los cuatro acordes que os enseñé. Me siento sucio, y lo peor es que todo el mundo me conoce por ello.
Sole meneó la cabeza, le dijo que hiciera lo que quisiera, pero que el piso de 60
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conocía la historia, de oídas, porque Eduardo se la había contado. Y ahora, sospechosamente, la canción suicida estaba en el tocadiscos como una pista de lo que pudo haber sucedido la fatídica noche. Fue cuando se dio cuenta de la amarga coincidencia que, sin avisar, reguló el volumen del tocadiscos -puesto al máximo-, y posó la aguja cerca del extremo del disco. El vinilo estaba en su cara B; un melódico e hipnótico punteo de guitarra daba inicio a una canción que encerraba una historia de desamor: “It’s only love”, se llamaba. Podría haber mil canciones en aquel LP, pero Cristina tenía claro por qué ése había sido el último disco oído por Eduardo: “Gloomy Sunday”. Hizo memoria, el cuerpo de Eddie lo encontró Sole un lunes a medio día. Lo que más pesaba sobre la memoria de Sole era no haber visto a su novio aquel domingo anterior, tras la estúpida discusión que había tenido con él el sábado por la noche, cuando le reprochó esa actitud huraña y antisocial que venía adoptando. Lo tuvo claro: Eduardo se había quitado la vida un domingo, un gloomy sunday, un triste y solitario domingo. Al oírse la música, Sole le dirigió una mirada desconcertada a su hermana, pidió una explicación con una mirada iracunda y un aspaviento de manos. Cristina esperaba que sonara el fatídico “Gloomy Sunday” y el tema hablara por ella; en cambio siguió sonando la balada del conformismo ante el desamor que había iniciado hacía poco más de un minuto. La ira de Sole se transformó en movimiento, se acercó a su hermana, retiró con violencia la aguja del disco y tapó el aparato con su cobertor de fibra de vidrio. “¿De verdad crees que es momento para música, Cristina?”. Cristina reaccionó con similar contundencia, tenía un propósito y la bravucona de su hermana mayor no iba a ser un obstáculo, pese a que fuera ella la receptora del mensaje que tenía. Levantó la tapa del tocadiscos, tomó el brazo de la aguja y lo soltó al azar sobre el disco. Las notas de un violín abrían la intro de una nueva canción, pronto se dejó oír una voz melancólica que hizo que una lágrima saltara del ojo izquierdo de Cristina: “Sunday is gloomy..., decía la voz. La hermana menor enmudeció y lloró: “Deja que me lo lleve, por favor”, rogó Cristina.
Eduardo no era un mercadillo y le pidió que quitara esa canción, que le daba “mal rollo”. Cristina asintió, retiró el brazo de la aguja del tocadiscos, tomó el vinilo con cuidado, le puso la tapa al aparato y se giró con el disco en las manos, debía encontrar la caja de aquel disco tan cargado de significado. Sería complicado espulgar en la estantería de su colección de vinilos, máxime considerando lo desordenado que sabía que era, miró al suelo y encontró un surtido de carátulas de discos desperdigadas por el suelo, de vinilos y CD’s, supuso que el de Heather Nova estaría allí, mezclado. Se acercó al suelo, allí donde perdió la vida Eduardo, justo sobre esa misma moqueta. Rebuscó entre una baraja de cajas de vinilos, y la encontró debajo de todas, pegada al suelo durante dos largos años de silencio. Introdujo el disco en la caja, y abandonaron aquella sala que sólo hacía pensar en la presencia ausente de la muerte. La sensación que acompañó al silencio de Cristina hasta que llegó a su apartamento fue precisamente esa, la invisible presencia de la muerte aguardándola. Tenía algo demasiado poderoso en sus manos, algo que traspasaba el umbral de lo físico, lo perceptible, lo humano. Inclinó la caja del disco, y para su sorpresa, al caer el vinilo sobre su mano, cayó consigo una nota manuscrita. “Cristina: Sólo tú conoces esta historia y sólo tú podrás llegar a esta nota, pese a que estará al alcance de cualquiera. Pero como bien te conozco, sé que darás con mi rastro y mi presencia porque sabes quién soy realmente. Insististe siempre en que lo nuestro era sólo sexo, que primero estaba el grupo, lo mío con Sole, que cualquier cosa estaba antes que lo que me comprime el corazón y que no es más que amor por ti. Te quiero, te lo dije siempre, pero no me creíste. Me siento incapaz de seguir engañando a tu hermana un día más. No es la mejor persona del mundo, pero creo que no merece ser traicionada por un tipo tan estúpido y vacío como yo. Dado que siempre antepondrás los intereses de los demás a los tuyos, a los nuestros, me quito definitivamente de en medio. Hemos recorrido medio mundo, nos hemos forrado en sucio dinero vendiendo poesía barata envuelta en los cuatro acordes que os enseñé. Me siento sucio, y lo peor es que todo el mundo me conoce por ello.
Sole meneó la cabeza, le dijo que hiciera lo que quisiera, pero que el piso de 60
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No basta desaparecer; solamente debo quitarme de en medio. Si se descubre lo nuestro, terminarás mal. Por tu bien, destruye esta nota. Olvídame, pero antes, perdóname. Te quiero y siempre te querré. Eduardo.
no podía quitarse la vida. Se dio cuenta entonces de que había que ser muy valiente para osar quitarse la vida, y que Eduardo lo había sido. “Olvídame, pero antes, perdóname”. Acababa de darse cuenta de lo difícil que tuvo que haber sido todo para él. Ya no había rencor, Eduardo podía contar con su perdón. ¿Y el olvido? Esa fue la última voluntad de Eduardo, y, como prueba de amor, Cristina se encargó de cumplirla: olvidarlo hasta que su dolor dejara de ser dolor.
Estaba todo premeditado para que fuera Cristina quien encontrara aquella nota. Solamente ella conocía lo que significaba esa canción para Eduardo, sólo ella podía dar con la nota. Eduardo sabía que si Cristina realmente lo quería, daría con aquel último rastro de él, y de ese modo Cristina le dijo “Te quiero”, sin palabras, y ya demasiado tarde. Por eso lloraba, con la melodía de la fatídica canción sonando en su mente, sólo en su mente, porque ya era demasiado tarde para querer a aquel hombre que, entre tanta confusión y frialdad, solamente aspiraba a querer y ser querido de verdad. Pero creía que Eduardo también la estaba engañando, estaba engalanando con heroicidad romántica un acto que ella juzgaba de cobardía miserable. Cristina puso el vinilo en su equipo de sonido, por la cara B, como estaba antes. Sonó la misma balada que sonó en principio en el ático: “It’s only love”. Su letra cobraba más significado, era sobre un amor que entristece en lugar de entusiasmar, que hace más daño que bien, como el suyo. Sonaron tres pistas más mientras su trasero estaba en contacto con las frías baldosas del suelo: la carta en sus manos, el rimmel corrido por las lágrimas, la caja tirada a un lado, la espalda apoyada sobre el altavoz izquierdo, y un rosario de lágrimas que no paraba de hundirla. Tras una estúpida canción popera que no le levantó el ánimo, sonaron las fúnebres notas de violín, llegó el domingo sombrío que, con sus punzantes minutos, le arrebataron la vida a la persona a la que quería. Tomó la decisión, lo haría, seguiría sus pasos. Si existía un cielo o un infierno, estaría con él, lo sabía. Sonaba la triste melodía. Lo primero que pasó por su cabeza fue ir a la cocina, tomar un cuchillo y cortar su muñeca a la altura de las arterias de su mano izquierda. Se reuniría con él. Ya con el cuchillo en la mano, volviendo a su rincón al lado del altavoz y la carta, dejó que el gélido tacto de la hoja del cuchillo la acariciara, intentó enterrarlo... pero no podía. El miedo la paralizó, 62
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No basta desaparecer; solamente debo quitarme de en medio. Si se descubre lo nuestro, terminarás mal. Por tu bien, destruye esta nota. Olvídame, pero antes, perdóname. Te quiero y siempre te querré. Eduardo.
no podía quitarse la vida. Se dio cuenta entonces de que había que ser muy valiente para osar quitarse la vida, y que Eduardo lo había sido. “Olvídame, pero antes, perdóname”. Acababa de darse cuenta de lo difícil que tuvo que haber sido todo para él. Ya no había rencor, Eduardo podía contar con su perdón. ¿Y el olvido? Esa fue la última voluntad de Eduardo, y, como prueba de amor, Cristina se encargó de cumplirla: olvidarlo hasta que su dolor dejara de ser dolor.
Estaba todo premeditado para que fuera Cristina quien encontrara aquella nota. Solamente ella conocía lo que significaba esa canción para Eduardo, sólo ella podía dar con la nota. Eduardo sabía que si Cristina realmente lo quería, daría con aquel último rastro de él, y de ese modo Cristina le dijo “Te quiero”, sin palabras, y ya demasiado tarde. Por eso lloraba, con la melodía de la fatídica canción sonando en su mente, sólo en su mente, porque ya era demasiado tarde para querer a aquel hombre que, entre tanta confusión y frialdad, solamente aspiraba a querer y ser querido de verdad. Pero creía que Eduardo también la estaba engañando, estaba engalanando con heroicidad romántica un acto que ella juzgaba de cobardía miserable. Cristina puso el vinilo en su equipo de sonido, por la cara B, como estaba antes. Sonó la misma balada que sonó en principio en el ático: “It’s only love”. Su letra cobraba más significado, era sobre un amor que entristece en lugar de entusiasmar, que hace más daño que bien, como el suyo. Sonaron tres pistas más mientras su trasero estaba en contacto con las frías baldosas del suelo: la carta en sus manos, el rimmel corrido por las lágrimas, la caja tirada a un lado, la espalda apoyada sobre el altavoz izquierdo, y un rosario de lágrimas que no paraba de hundirla. Tras una estúpida canción popera que no le levantó el ánimo, sonaron las fúnebres notas de violín, llegó el domingo sombrío que, con sus punzantes minutos, le arrebataron la vida a la persona a la que quería. Tomó la decisión, lo haría, seguiría sus pasos. Si existía un cielo o un infierno, estaría con él, lo sabía. Sonaba la triste melodía. Lo primero que pasó por su cabeza fue ir a la cocina, tomar un cuchillo y cortar su muñeca a la altura de las arterias de su mano izquierda. Se reuniría con él. Ya con el cuchillo en la mano, volviendo a su rincón al lado del altavoz y la carta, dejó que el gélido tacto de la hoja del cuchillo la acariciara, intentó enterrarlo... pero no podía. El miedo la paralizó, 62
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Los días vividos Gracia Sánchez Martínez Seleccionado No hay incendio como la pasión, no hay ningún mal como el odio. Buda
Todo lo que ocurrió en apenas un mes cambió el transcurso de mi vida. Mis neuronas fueron tramando un plan de acción a través de los nuevos circuitos sinápticos que se iban creando a causa de un colapso emocional que explotó tras muchos años averiado. Mi corazón despertó escupiendo fuego como un dragón liberado de las mazmorras. El inicio del cambio comenzó hace cuatro años, una tarde cualquiera de diciembre en la que iba arrastrándome por la calle donde vivo, cuando ante mis escépticos ojos vi un anuncio de Filosofía. Era un curso de cinco meses de duración, todos los jueves de dieciocho cero cero a veinte cero cero –siempre digo la hora así-; y lo mejor de todo, ¡el curso era gratis! Me habían puesto el cartel en la cara y era tan llamativo como el sonido del quiquiriquí del gallo que tengo por despertador. Un poster azul cielo de cincuenta por cincuenta brillaba en una pared desgastada; y yo, Pablo el iluminado ante él, creyendo que la sabiduría y el pasado –quizá- estaban llamando a mi puerta. Sin pensármelo dos veces asistí a la primera clase. Estábamos todos amontonados como guisantes en una cacerola, pero manteníamos el tipo coreándole al canoso profesor: “Estamos bien, estamos bien”; por ahí otro decía: “Así se nota más el calor humano”, y los demás reíamos. Qué gracia que la gente llame calor humano al sudor que se procrea en una sala de veinte metros cuadrados; podía observar como transpiraban por el sobaco los polos de hombres mayores, tanto que parecían tener vida propia y yo 64
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Los días vividos Gracia Sánchez Martínez Seleccionado No hay incendio como la pasión, no hay ningún mal como el odio. Buda
Todo lo que ocurrió en apenas un mes cambió el transcurso de mi vida. Mis neuronas fueron tramando un plan de acción a través de los nuevos circuitos sinápticos que se iban creando a causa de un colapso emocional que explotó tras muchos años averiado. Mi corazón despertó escupiendo fuego como un dragón liberado de las mazmorras. El inicio del cambio comenzó hace cuatro años, una tarde cualquiera de diciembre en la que iba arrastrándome por la calle donde vivo, cuando ante mis escépticos ojos vi un anuncio de Filosofía. Era un curso de cinco meses de duración, todos los jueves de dieciocho cero cero a veinte cero cero –siempre digo la hora así-; y lo mejor de todo, ¡el curso era gratis! Me habían puesto el cartel en la cara y era tan llamativo como el sonido del quiquiriquí del gallo que tengo por despertador. Un poster azul cielo de cincuenta por cincuenta brillaba en una pared desgastada; y yo, Pablo el iluminado ante él, creyendo que la sabiduría y el pasado –quizá- estaban llamando a mi puerta. Sin pensármelo dos veces asistí a la primera clase. Estábamos todos amontonados como guisantes en una cacerola, pero manteníamos el tipo coreándole al canoso profesor: “Estamos bien, estamos bien”; por ahí otro decía: “Así se nota más el calor humano”, y los demás reíamos. Qué gracia que la gente llame calor humano al sudor que se procrea en una sala de veinte metros cuadrados; podía observar como transpiraban por el sobaco los polos de hombres mayores, tanto que parecían tener vida propia y yo 64
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hasta les ponía cara uniendo sus arruguitas textiles. También había mujeres con ojeras verdes y sonrisa limpia que esperaban encontrarle un significado transcendental a la vida después de la menopausia, si es que eso era posible. Algunos chicos jóvenes como yo, algunas chicas en la flor de la vida, como yo; un poco perdidos, vacíos, eufóricos, sedientos, calmados… quizá, como yo. Mientras el profesor, con sus sabias arrugas, hablaba del karma y el dharma y explicaba que en la filosofía oriental no existe lo bueno o lo malo, una chica abrió la puerta de la sala, y mientras le buscaban una silla permaneció de pie; y mientras permanecía de pie yo le miraba. Solo veía su cara de perfil: blanca, con una mejilla albaricoque y unos labios suaves. Soltó una carcajada torpe por la espera, dio las gracias y se sentó dándome la espalda. Es entonces cuando me guiñé un ojo a mí mismo sabiendo con toda certeza que el curso me iba a gustar. Días después paseando por la playa me encontré con Pau, un enemigo de la infancia y post amigo en la adolescencia. Iba con su novia y me saludó vacilante: “Tío, pásate esta noche por el barrio, que no se te ve el pelo”. En ese instante me teletransporté a los días de colegio, cuando Pau y sus amigos me pegaban calmantes en el recreo y me llamaban rumano de mierda. Al principio no les odiaba y trataba de entender sus comportamientos, pero cuando años después fui consciente del daño que me estaban haciendo, quise partirles la cara. Ellos me volvieron inseguro y vulnerable; cuando me sonreía alguna niña de coleta rubia y ojos alegres me quedaba paralizado y acaba escondiéndome en el patio. Al final me rebelé instintivamente y encaré a Pau hasta que conseguí ganarme un respeto. No estaba muy orgulloso de ello, pero por lo menos mi madre ya no se volvía histérica cuando llegaba a casa con el brazo morado. Tarde unos segundos en contestar en los que pensé que Pau y su pandilla me habían jodido –no hay mejor verbo que haga justicia a la realidad- un poco la vida, al igual que el abandono de mi padre, pero al final me reí y le dije bromeando que estaba deseando ver cómo meneaba el culito en la disco. Luego me quedé observando cómo meneaba el culito su novia y cómo arrastraba él los pies. Se daban morreos descaradamente y yo sonreía como siempre que veía a dos tortolitos. 66
La chica del curso aterrizó en mi cabeza. Ni siquiera nos habíamos visto los ojos y yo ya la imaginaba como una diosa sobre las olas. Quizá el curso de Filosofía me ayudaría a no ser tan fantasioso y sí un poco más valiente, incluso tan valiente como para declararme; o igual todo lo contrario, me haría ensimismarse todavía más y volverme loco escudriñando mi alma hasta altas horas de la noche, pensando más que viviendo. Al fin y al cabo yo no conocía ese néctar tan dulce al que todos llamaban amor. 2 La verdad es que si me pongo a pensar en mis veintiocho años de vida encuentro todas las razones para ser quien soy y como soy en estos momentos, pero por entonces sentía que mi vida podría haber sido totalmente distinta, y de hecho, creía que podía serlo más adelante. Me imaginaba viviendo de formas muy diferentes en un futuro. Cuando lo meditaba en mi cabeza mi futuro se convertía en una lucha de espadas, porque no sabía bien qué modo de vida elegir. La gente dice que a veces no puedes elegir la vida, pero yo creo que sí. Simplemente tienes que tomar decisiones con el corazón y no con la cabeza, seguir las señales, dejar de reprimir el flujo vital. Y era una paradoja que a pesar de mi desidiosa existencia albergara en mi interior una verdadera paz y optimismo ante el futuro, adornándolo de flores lilas sin creer fielmente que me estuviera engañando a mí mismo para compensar de antemano alguna carencia emocional. El jueves siguiente ella se sonrojó nada mas verme y yo creo que también. ¿Me habría pensando durante toda la semana? Esta vez, el profesor nos deleitaba a modo de iluminación con sus palabras; decía que era el hombre el que tenía que hacer grande a la filosofía, y no al revés; y también que las cosas se pensaban dos veces, ni una ni tres, dos veces eran las veces perfectas para llevar a cabo lo que planeaba tu cabeza. Sabiendo que era Confucio quien dejó tales pensamientos como legado filosófico, estaba convencido de que me serviría reflexionar sobre aquello más tarde. Ella, y la vuelvo a llamar ella porque aún no podía nombrarla, no paraba de juguetear con el bolígrafo y acariciarse la nuca cada cinco minutos mientras el 67
hasta les ponía cara uniendo sus arruguitas textiles. También había mujeres con ojeras verdes y sonrisa limpia que esperaban encontrarle un significado transcendental a la vida después de la menopausia, si es que eso era posible. Algunos chicos jóvenes como yo, algunas chicas en la flor de la vida, como yo; un poco perdidos, vacíos, eufóricos, sedientos, calmados… quizá, como yo. Mientras el profesor, con sus sabias arrugas, hablaba del karma y el dharma y explicaba que en la filosofía oriental no existe lo bueno o lo malo, una chica abrió la puerta de la sala, y mientras le buscaban una silla permaneció de pie; y mientras permanecía de pie yo le miraba. Solo veía su cara de perfil: blanca, con una mejilla albaricoque y unos labios suaves. Soltó una carcajada torpe por la espera, dio las gracias y se sentó dándome la espalda. Es entonces cuando me guiñé un ojo a mí mismo sabiendo con toda certeza que el curso me iba a gustar. Días después paseando por la playa me encontré con Pau, un enemigo de la infancia y post amigo en la adolescencia. Iba con su novia y me saludó vacilante: “Tío, pásate esta noche por el barrio, que no se te ve el pelo”. En ese instante me teletransporté a los días de colegio, cuando Pau y sus amigos me pegaban calmantes en el recreo y me llamaban rumano de mierda. Al principio no les odiaba y trataba de entender sus comportamientos, pero cuando años después fui consciente del daño que me estaban haciendo, quise partirles la cara. Ellos me volvieron inseguro y vulnerable; cuando me sonreía alguna niña de coleta rubia y ojos alegres me quedaba paralizado y acaba escondiéndome en el patio. Al final me rebelé instintivamente y encaré a Pau hasta que conseguí ganarme un respeto. No estaba muy orgulloso de ello, pero por lo menos mi madre ya no se volvía histérica cuando llegaba a casa con el brazo morado. Tarde unos segundos en contestar en los que pensé que Pau y su pandilla me habían jodido –no hay mejor verbo que haga justicia a la realidad- un poco la vida, al igual que el abandono de mi padre, pero al final me reí y le dije bromeando que estaba deseando ver cómo meneaba el culito en la disco. Luego me quedé observando cómo meneaba el culito su novia y cómo arrastraba él los pies. Se daban morreos descaradamente y yo sonreía como siempre que veía a dos tortolitos. 66
La chica del curso aterrizó en mi cabeza. Ni siquiera nos habíamos visto los ojos y yo ya la imaginaba como una diosa sobre las olas. Quizá el curso de Filosofía me ayudaría a no ser tan fantasioso y sí un poco más valiente, incluso tan valiente como para declararme; o igual todo lo contrario, me haría ensimismarse todavía más y volverme loco escudriñando mi alma hasta altas horas de la noche, pensando más que viviendo. Al fin y al cabo yo no conocía ese néctar tan dulce al que todos llamaban amor. 2 La verdad es que si me pongo a pensar en mis veintiocho años de vida encuentro todas las razones para ser quien soy y como soy en estos momentos, pero por entonces sentía que mi vida podría haber sido totalmente distinta, y de hecho, creía que podía serlo más adelante. Me imaginaba viviendo de formas muy diferentes en un futuro. Cuando lo meditaba en mi cabeza mi futuro se convertía en una lucha de espadas, porque no sabía bien qué modo de vida elegir. La gente dice que a veces no puedes elegir la vida, pero yo creo que sí. Simplemente tienes que tomar decisiones con el corazón y no con la cabeza, seguir las señales, dejar de reprimir el flujo vital. Y era una paradoja que a pesar de mi desidiosa existencia albergara en mi interior una verdadera paz y optimismo ante el futuro, adornándolo de flores lilas sin creer fielmente que me estuviera engañando a mí mismo para compensar de antemano alguna carencia emocional. El jueves siguiente ella se sonrojó nada mas verme y yo creo que también. ¿Me habría pensando durante toda la semana? Esta vez, el profesor nos deleitaba a modo de iluminación con sus palabras; decía que era el hombre el que tenía que hacer grande a la filosofía, y no al revés; y también que las cosas se pensaban dos veces, ni una ni tres, dos veces eran las veces perfectas para llevar a cabo lo que planeaba tu cabeza. Sabiendo que era Confucio quien dejó tales pensamientos como legado filosófico, estaba convencido de que me serviría reflexionar sobre aquello más tarde. Ella, y la vuelvo a llamar ella porque aún no podía nombrarla, no paraba de juguetear con el bolígrafo y acariciarse la nuca cada cinco minutos mientras el 67
profesor hablaba de los kama- manas, que correspondían al cuarto principio de la constitución septenaria que para los egipcios o hindúes formaban la Realidad Única Universal de cada individuo. “Kama-manas –susurró el profesor significa Mente de deseos”, y nada más decirlo, la última palabra resonó en mi diafragma, el corazón se me aceleró, respiré torpemente, tensé los hombros y me apeteció abrazarla, a ella. Dios mío, ¿estaba sediento de amor o era mi sexto sentido el que intuía que aquella chica necesitaba un abrazo? No sé si lo que pasó después fue fruto de mi pensamiento atrayéndola durante días, pero al acabar la clase bajamos juntos por la avenida principal y me preguntó cómo me llamaba. Pablo, le dije. Ella se llamaba Gabriela, estudiaba bellas artes y le encantaba pintar. Le conté que yo era un intento de periodista a punto de exiliarse del país y se rió. Creo que se le escapó que llegaba tarde al hospital y al interesarme, me contó con cierta confianza y cierta tristeza que su padre estaba enfermo. Tragué saliva. Con una sonrisa dulce me invitó a ir el próximo día; me comentó que a su padre le gustaba escuchar lo que íbamos aprendiendo en el curso de filosofía. De repente se había creado un pequeño vínculo entre los dos y mi amansado corazón empezaba a burbujear en mi pecho como agua hirviendo. 3 Durante la semana estuve leyendo algunos textos tibetanos y me adentré en la filosofía taoísta a través de los versos del Tao Te Ching. Sentí que era más consciente de esa continua transformación del universo de la que tanto han hablado los grandes filósofos y gurús, quizá porque la naturaleza de mi cuerpo comenzaba a despertar y percibía los ríos y la música esquivando mis músculos rígidos, regando las margaritas marchitas reprimidas bajo tierra. Al meditar sobre el yin y el yang no pude evitar dibujar a Gabriela desnuda entre mis dos ojos, ante El tercer ojo o sexto chakra llamado Ajna, el lugar de la sabiduría oculta. Había entrado en una especie de trance y entreveía, escondidos por un halo neblinoso, nuestros cuerpos entrelazados complementándose. No sé por qué intuía que Gabriela me dejaba imaginarla así, vulnerable y pálida como una escultura griega, aunque quizá era mi propio sentimiento, tan puro, el que me otorgaba de forma mística su respeto. 68
El tercer día nos hablaron de la reencarnación. El profesor decía que la reencarnación se hallaba vinculada a la ley del karma, que tu forma de actuar en esta vida tenía consecuencias en la próxima, al tomar tu alma otro cuerpo mortal. Más de las dos terceras partes de la humanidad podrían no estar equivocadas al albergar esta creencia. Freud decía que era inútil puesto que carecemos de datos científicos sobre la muerte, pero era ese mismo argumento o el miedo en el más allá, en el que se apoyaban otros para creer en la existencia del alma. Al acabar la clase, Gabriela y yo nos subimos en el bus 23 hacia el hospital y nos sentamos en los primeros asientos, uno enfrente del otro. El bus estaba prácticamente vacío; nos deslizábamos por la ciudad a oscuras, hasta que se nos deteníamos en cada parada y entonces nuestras caras se iluminaban con una luz cegadora. Gabriela y yo nos mirábamos en el reflejo de la ventanilla y nos reíamos con suavidad. -¿Quién has sido en tu otra vida, Gabi? –le pregunté en voz baja. -Cuando fui de pequeña al acuario y vi por primera vez un delfín quise bucear con él. Me gustaba mucho cómo movía el hocico y cómo se movía tan libre… Me recordó a mí, realmente tenía los gestos de un humano. -Gabi susurraba su recuerdo con ojos soñadores y tras un leve suspiro, dijo-: Igual fui un delfín. -¿En serio? Pues a ver, tienes que silbar… ¡Silba muy fuerte! –exclamé animado. -¿Qué, estás loco? –frunció la frente y se sonrojó al reír. -Depende de cómo silbes fuiste un delfín o no. ¡Vamos, ya sabes cómo se comunican los delfines! –Mis manos gesticulaban con energía. Esa noche, mientras las luces de la ciudad nos apuntaban desde fuera, Gabriela y yo silbamos en el bus nº 23 como delfines en un acuario nocturno. Hoy, después de tanto tiempo puedo afirmar que aquel fue uno de los momentos más felices de mi vida; aunque en ese instante no me diera cuenta, volví a ser 69
profesor hablaba de los kama- manas, que correspondían al cuarto principio de la constitución septenaria que para los egipcios o hindúes formaban la Realidad Única Universal de cada individuo. “Kama-manas –susurró el profesor significa Mente de deseos”, y nada más decirlo, la última palabra resonó en mi diafragma, el corazón se me aceleró, respiré torpemente, tensé los hombros y me apeteció abrazarla, a ella. Dios mío, ¿estaba sediento de amor o era mi sexto sentido el que intuía que aquella chica necesitaba un abrazo? No sé si lo que pasó después fue fruto de mi pensamiento atrayéndola durante días, pero al acabar la clase bajamos juntos por la avenida principal y me preguntó cómo me llamaba. Pablo, le dije. Ella se llamaba Gabriela, estudiaba bellas artes y le encantaba pintar. Le conté que yo era un intento de periodista a punto de exiliarse del país y se rió. Creo que se le escapó que llegaba tarde al hospital y al interesarme, me contó con cierta confianza y cierta tristeza que su padre estaba enfermo. Tragué saliva. Con una sonrisa dulce me invitó a ir el próximo día; me comentó que a su padre le gustaba escuchar lo que íbamos aprendiendo en el curso de filosofía. De repente se había creado un pequeño vínculo entre los dos y mi amansado corazón empezaba a burbujear en mi pecho como agua hirviendo. 3 Durante la semana estuve leyendo algunos textos tibetanos y me adentré en la filosofía taoísta a través de los versos del Tao Te Ching. Sentí que era más consciente de esa continua transformación del universo de la que tanto han hablado los grandes filósofos y gurús, quizá porque la naturaleza de mi cuerpo comenzaba a despertar y percibía los ríos y la música esquivando mis músculos rígidos, regando las margaritas marchitas reprimidas bajo tierra. Al meditar sobre el yin y el yang no pude evitar dibujar a Gabriela desnuda entre mis dos ojos, ante El tercer ojo o sexto chakra llamado Ajna, el lugar de la sabiduría oculta. Había entrado en una especie de trance y entreveía, escondidos por un halo neblinoso, nuestros cuerpos entrelazados complementándose. No sé por qué intuía que Gabriela me dejaba imaginarla así, vulnerable y pálida como una escultura griega, aunque quizá era mi propio sentimiento, tan puro, el que me otorgaba de forma mística su respeto. 68
El tercer día nos hablaron de la reencarnación. El profesor decía que la reencarnación se hallaba vinculada a la ley del karma, que tu forma de actuar en esta vida tenía consecuencias en la próxima, al tomar tu alma otro cuerpo mortal. Más de las dos terceras partes de la humanidad podrían no estar equivocadas al albergar esta creencia. Freud decía que era inútil puesto que carecemos de datos científicos sobre la muerte, pero era ese mismo argumento o el miedo en el más allá, en el que se apoyaban otros para creer en la existencia del alma. Al acabar la clase, Gabriela y yo nos subimos en el bus 23 hacia el hospital y nos sentamos en los primeros asientos, uno enfrente del otro. El bus estaba prácticamente vacío; nos deslizábamos por la ciudad a oscuras, hasta que se nos deteníamos en cada parada y entonces nuestras caras se iluminaban con una luz cegadora. Gabriela y yo nos mirábamos en el reflejo de la ventanilla y nos reíamos con suavidad. -¿Quién has sido en tu otra vida, Gabi? –le pregunté en voz baja. -Cuando fui de pequeña al acuario y vi por primera vez un delfín quise bucear con él. Me gustaba mucho cómo movía el hocico y cómo se movía tan libre… Me recordó a mí, realmente tenía los gestos de un humano. -Gabi susurraba su recuerdo con ojos soñadores y tras un leve suspiro, dijo-: Igual fui un delfín. -¿En serio? Pues a ver, tienes que silbar… ¡Silba muy fuerte! –exclamé animado. -¿Qué, estás loco? –frunció la frente y se sonrojó al reír. -Depende de cómo silbes fuiste un delfín o no. ¡Vamos, ya sabes cómo se comunican los delfines! –Mis manos gesticulaban con energía. Esa noche, mientras las luces de la ciudad nos apuntaban desde fuera, Gabriela y yo silbamos en el bus nº 23 como delfines en un acuario nocturno. Hoy, después de tanto tiempo puedo afirmar que aquel fue uno de los momentos más felices de mi vida; aunque en ese instante no me diera cuenta, volví a ser 69
feliz como cuando papá me sujetaba en sus brazos y no existían vacíos.
4 No sé si la vida tiene un manual de instrucciones y es precisamente este el que le ordena, a través de un mando teledirigido agitarnos como en una montaña rusa, porque esa misma tarde pasé de haber vivido uno de los momentos más felices de mi vida al llanto descontrolado. Al llegar a la habitación del hospital, creí ver a mi padre tumbado en la camilla. Gabriela corrió a abrazarle, a mi me costó un poco estar tan cerca, pero acabé besándole en la mejilla. El padre de Gabriela se llamaba Antonio y tenía un aneurisma aórtico. Un aneurisma aórtico, según Wikipedia, “ocurría en la arteria principal que llevaba sangre desde el ventrículo izquierdo del corazón al cerebro”; si un aneurisma –globo de sangre- se dilataba en las paredes del vaso sanguíneo, podía traer consecuencias tan graves como la muerte. Volví a recordar a mi padre, hacía ocho años que no le veía ni le cogía las llamadas; ni siquiera me acordaba bien de su cara, pero mi corazón se aceleraba cada vez que trataba de hacerlo. ¿Y si fuera él el que estuviera enfermo? Antonio llevaba varios años acudiendo a revisiones en el hospital por arritmias e insuficiencias cardíacas, incluso una vez llegó a darles a todos un susto con un infarto. Gabriela hablaba sobre la reencarnación y él escuchaba atento. Más tarde él nos preguntó si sabíamos que Dalí creía ser la reencarnación de San Juan de la Cruz; luego rió con naturalidad y dijo que si moría, ya podían prepararse todos, que él había sido un granuja y su alma iba a seguir haciendo de las suyas en esta vida. Él no creía en Dios pero sí en el alma, eso me gustó, y supongo que era esa creencia la que, a pesar de hallarse postrado débilmente, le hacía encontrarse en calma, como si su labor en esta vida, a través de su cuerpo, hubiera llegado irremediable y felizmente a su fin para que otra alma le tomara el relevo. 70
Pero la palidez de Gabriela era un lienzo triste que hablaba por sí solo. La imagen dentro de aquel cuarto me superó y se me hizo un nudo en el pecho. Salimos a la sala de espera, y bajo las luces blancas nos dimos un beso. Una lágrima húmeda cayó desde el ojo de Gabriela a mi labio, y esa lágrima, cuyo peso y vapor aún puedo recordar, desencadenó en mi interior una cascada de incontables lágrimas imposible de frenar. De repente todas las emociones eran muy intensas dentro de mí: no era consciente de que se habían ido desencadenando poco a poco al dejarme llevar y no reprimirlas. Ahora sé que al levantarle un ladrillo al corazón todo lo que hay reprimido intenta salir, pero también sé que es inútil tratar de explicarlo con palabras. -No llores Gabi. Se va a poner bien, él solo bromea porque está nervioso. Está acojonado, ¿sabes?, y no quiere que lo sepas, pero se va a poner bien… -Intentaba animarla y hablar bien mientras lloraba y me venían a la mente imágenes de mi padre. -Sí, no sé, no sé Pablo… La vida es una mierda ¿Y tú por qué lloras tanto? –Se arrodilló en el suelo ante mí mientras se sonaba con un clínex-. ¿Cómo iba a decirle que lloraba porque al fin dejaba respirar al corazón? Que desde que la vi ya sabía que iba a enamorarme de ella, y no solo eso, sino que al empezar a abrir el corazón y ver a su padre enfermo, mi odio reprimido pedía a gritos aceptar el perdón del mío, de mi padre, al que en el fondo de todas las cosas, quería. Al fin y al cabo, era algo bonito más que dramático, pues las semillas del dolor que no habían sido regadas también brotaban de forma mágica y podían acabar convirtiéndose en flor. Seguía llorando y no podía hablar, así que al final, con la mano en mi frente cálida y mirando al suelo, conseguí decirle: -Ya te contaré.
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feliz como cuando papá me sujetaba en sus brazos y no existían vacíos.
4 No sé si la vida tiene un manual de instrucciones y es precisamente este el que le ordena, a través de un mando teledirigido agitarnos como en una montaña rusa, porque esa misma tarde pasé de haber vivido uno de los momentos más felices de mi vida al llanto descontrolado. Al llegar a la habitación del hospital, creí ver a mi padre tumbado en la camilla. Gabriela corrió a abrazarle, a mi me costó un poco estar tan cerca, pero acabé besándole en la mejilla. El padre de Gabriela se llamaba Antonio y tenía un aneurisma aórtico. Un aneurisma aórtico, según Wikipedia, “ocurría en la arteria principal que llevaba sangre desde el ventrículo izquierdo del corazón al cerebro”; si un aneurisma –globo de sangre- se dilataba en las paredes del vaso sanguíneo, podía traer consecuencias tan graves como la muerte. Volví a recordar a mi padre, hacía ocho años que no le veía ni le cogía las llamadas; ni siquiera me acordaba bien de su cara, pero mi corazón se aceleraba cada vez que trataba de hacerlo. ¿Y si fuera él el que estuviera enfermo? Antonio llevaba varios años acudiendo a revisiones en el hospital por arritmias e insuficiencias cardíacas, incluso una vez llegó a darles a todos un susto con un infarto. Gabriela hablaba sobre la reencarnación y él escuchaba atento. Más tarde él nos preguntó si sabíamos que Dalí creía ser la reencarnación de San Juan de la Cruz; luego rió con naturalidad y dijo que si moría, ya podían prepararse todos, que él había sido un granuja y su alma iba a seguir haciendo de las suyas en esta vida. Él no creía en Dios pero sí en el alma, eso me gustó, y supongo que era esa creencia la que, a pesar de hallarse postrado débilmente, le hacía encontrarse en calma, como si su labor en esta vida, a través de su cuerpo, hubiera llegado irremediable y felizmente a su fin para que otra alma le tomara el relevo. 70
Pero la palidez de Gabriela era un lienzo triste que hablaba por sí solo. La imagen dentro de aquel cuarto me superó y se me hizo un nudo en el pecho. Salimos a la sala de espera, y bajo las luces blancas nos dimos un beso. Una lágrima húmeda cayó desde el ojo de Gabriela a mi labio, y esa lágrima, cuyo peso y vapor aún puedo recordar, desencadenó en mi interior una cascada de incontables lágrimas imposible de frenar. De repente todas las emociones eran muy intensas dentro de mí: no era consciente de que se habían ido desencadenando poco a poco al dejarme llevar y no reprimirlas. Ahora sé que al levantarle un ladrillo al corazón todo lo que hay reprimido intenta salir, pero también sé que es inútil tratar de explicarlo con palabras. -No llores Gabi. Se va a poner bien, él solo bromea porque está nervioso. Está acojonado, ¿sabes?, y no quiere que lo sepas, pero se va a poner bien… -Intentaba animarla y hablar bien mientras lloraba y me venían a la mente imágenes de mi padre. -Sí, no sé, no sé Pablo… La vida es una mierda ¿Y tú por qué lloras tanto? –Se arrodilló en el suelo ante mí mientras se sonaba con un clínex-. ¿Cómo iba a decirle que lloraba porque al fin dejaba respirar al corazón? Que desde que la vi ya sabía que iba a enamorarme de ella, y no solo eso, sino que al empezar a abrir el corazón y ver a su padre enfermo, mi odio reprimido pedía a gritos aceptar el perdón del mío, de mi padre, al que en el fondo de todas las cosas, quería. Al fin y al cabo, era algo bonito más que dramático, pues las semillas del dolor que no habían sido regadas también brotaban de forma mágica y podían acabar convirtiéndose en flor. Seguía llorando y no podía hablar, así que al final, con la mano en mi frente cálida y mirando al suelo, conseguí decirle: -Ya te contaré.
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Índice
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Pórtico Jurado Premiados y seleccionados
5 6 7
Un número más de Mario Abril Fernández La posibilidad de Luis Torrús Cortés Hotel Richard de Rafael Antúnez Castillo La imagen de una ausencia de Javier Illán Segura En un mundo diferente de Sandra Meritxell Picó Casado Estrellas de Jorge E. Salazar Martínez Los días vividos de Gracia Sánchez Martínez
11 21 27 35 45 55 65
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Índice
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Pórtico Jurado Premiados y seleccionados
5 6 7
Un número más de Mario Abril Fernández La posibilidad de Luis Torrús Cortés Hotel Richard de Rafael Antúnez Castillo La imagen de una ausencia de Javier Illán Segura En un mundo diferente de Sandra Meritxell Picó Casado Estrellas de Jorge E. Salazar Martínez Los días vividos de Gracia Sánchez Martínez
11 21 27 35 45 55 65
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