Jesús González Javier Profesor de Filosofía
La tarde sonaba a golpes rítmicos dentro del taller. El flamante automóvil había recibido el brusco beso de la esquina, cuando la princesa del barrio abrió la cremallera del industrial. Este, no queriendo dar explicaciones a familiares y subordinados, hablo al jefe del taller con el aplomo del dinero. Acto seguido, el jefe pajeó a los empleados y se inclinó por acercarse a los jóvenes, sabiendo que a estos con el dinero se les pagaba todo, y se suprimía la frase “lo haremos como favor”. Los veteranos además del dinero anotaban el favor en un libro invisible que surgía en las polémicas y dejaba al jefe en cierta desventaja dialéctica. Narciso y Tato tenían la alegría del que atiende a la vida en mil frente distintos y donde el dinero extra es agua bendita para un campo reseco lleno de necesidades vitales. Vivian en el extrarradio y, aunque nacidos en la ciudad, sus almas se había criado entre palabras de una tierra de encina y jara que un día sus padres tuvieron que abandonar y ellos solo conocían por alguna visita pasajera en vacaciones. El jefe les propuso que les pagaría además de las horas extra un plus, si aquella misma tarde
reparaban el automóvil del industrial. La alegría corrió por las venas, y el trabajo que cansinamente hubiera durado un par de días lo realizarían en menos de seis horas. Cuando terminaron, los bares de la calle estaban cerrados y el industrial no pudo invitarlos, así que tiró de cartera gruesa y se enredo en una serie de entradas que la empresa había comprado para clientes especiales, sin mucho miramiento, y queriendo construir una despreocupada distancia económica, regaló dos entradas de sombra para los toros del domingo. Narciso sonrió pensando que la propina era mayor de lo esperado y que no sería difícil convertir las entradas en pecunia. Al día siguiente, cuando intentaron vender las entradas, se encontraron con que, lejos de hacer una reventa, lo que les ofrecían era menor que su valor. Con el orgullo que nace cuando uno tiene dos duros en el bolsillo, decidieron dejar por una tarde las copas y el mundo femenino y acompañados de un par de habanos asistir como dos ejecutivo a las gradas del coso. La tarde del domingo tenía un sol radiante, y sin buscarlo se vieron envueltos en la alegría que a
ritmo de bota nacía en los alrededores de la plaza y continuaba girando en los graderíos, contagiando a los presentes de tal manera que Tato exclamó: ¡Vaya movida! Buscaron sus localidades con la timidez que da el desconocimiento, y una vez acoplados observaron todo el orden desenfadado que se mostraba ante ellos. El toque de clarín silenció a los asistentes y Narciso, que tenía ciertas cualidades para los sonidos, comenzó a escuchar sin saberlo “La música callada de los toros.” Se emocionó al ver el paseíllo de las cuadrillas, enmudeció con la irrupción del toro, se acopló a los lances del capote, gritó con la puya del picador, bailó con el banderillero y descubrió el ritmo geométrico del matador. Al final, en la suerte suprema, sonó el silencio de la muerte que se tornó algarabía cuando el matador, como si fuese un director de orquesta, hizo el gesto del vencedor tras el descabello. En la vuelta al ruedo Narciso miró los ojos del matador y descubrió una mirada que procedía de la otra orilla; era como si el torero no perteneciera a lo real, se dio cuenta de que sus ojos aunque miraban no veían; absorto imaginó si él algún día podría mirar de aquella manera. El golpe de una bota de vino lanzada por un subalterno le
devolvió a la plaza. El primero de la tarde había sido un estallido de emociones tan fuerte que los cinco restantes no lo pudieron superar, sólo añadieron pequeñas anotaciones en lo imborrable de su memoria: las palabras entrecortadas del matador, la negativa del toro a la muleta, los sonidos rítmicos del gentío, los saltos de los banderilleros…, tal fue el cúmulo de impresiones que al terminar le dijo a Tato: − Quiero ser torero Las palabras quedaron suspendidas en medio de los empujones de la salida, pero cuando el sosiego llegó a las cañas en la taberna de la esquina, Tato dijo: − ¿Qué es eso de que te vas hacer torero? − Como lo oyes, quiero ser matador de toros. − Con el martillo de chapista, y el capote del compresor −Dijo Tato riéndose−, y te llamarás “ El niño de Bolueta”. − Hablo en serio, ya me lo montaré para dejarlo todo y marcharme al sur. − ¿También te llevarás a Patricia? − Te he dicho que ya me lo montaré. Después de ver lo que esta tarde he visto no voy a dedicar mi vida a dar golpes a los golpes.
− ¿Y qué es lo que has visto? Una corrida como otras muchas. − Puede, pero yo nunca había asistido a una corrida, hoy ha sido cuando por primera vez he visto la magia que encierra; me siento atrapado y me alegro de ello. Sí, me ha pillado el toro como a otros les envuelven las drogas; puede que muera empitonado, pero prefiero intentar una vida diferente, que terminar dando voces delante del televisor con los partidos del Athletic. − Respeta el fútbol, que es lo único fiel que nos queda. La conversación se enredó en las cañas y tapas, hablaron de los colegas del barrio, del trabajo y los escarceos en lo prohibido, todo parecía normal pero los dos sabían que algo profundo había sucedido y ya nada sería igual que antes. Un mes más tarde Narciso dejaba el trabajo, se enfrentaba a su familia, rompía temporalmente con Patricia, y con su coche tuneado emprendía el camino del sur. No llevaba destino, solo una idea fija de encuentro con el toro, quería ver el ganado en el campo con la cadencia de sus movimientos y el porte de sus cornamentas. En tierras de
Salamanca, observó desde una cerca por primera vez la majestad de los astados, y descubrió tal individualidad en ellos que aún estando en manada no parecían gregarios; se fijó en sus miradas y descubrió en ellas un leve brillo misterioso que unía su visión a lo profundo de los tiempos. Se identificó con los animales y pensó que eso era lo que auténticamente quería ser él, alguien diferente y no uno más que utilizara la existencia para patear el mundo, necesitaba andar conociendo sus pasos e intuyendo las sendas que quería pisar. Las tierras de Castilla, a pesar del luciente sol, conservaban el frío del invierno en las construcciones del paisaje. Narciso sentía un fuego interno que le quemaba y quería encontrar laderas más calientes, por lo que siguió viajando hasta encontrar colinas donde viejas encinas armonizaban el cielo y la tierra. Su padre, cuando era niño y le hablaba de las jaras, brezos, romero y encinas, le había contado que cuando hay un llano muy grande, el cielo se hace inmenso y se carga de religiosidad, pero cuando la tierra es montañosa, los hombres pierden la generosidad y se vuelven belicosos. El lugar hermoso surge con el equilibrio del horizonte.
Llegó hasta un lugar de Extremadura que le pareció el sitio adecuado para buscar trabajo y comenzar a conocer el mundo de las ganaderías. Tuvo suerte y cuando relató de forma inocente su proyecto, un desconocido le envió a la Escuela de Tauromaquia que estaba a unos treinta kilómetros, y le sugirió que hablase con El maestro, que tenía buenas relaciones con los ganaderos y era posible que alguno lo pudiera emplear para compaginar así su formación con la manutención. Llegó al patio de la Escuela con la luz del medio día. Los alumnos giraban los capotes frente a toros imaginarios y casi todos veían más lo real que lo imaginado; el maestro decía en alto sin llegar a gritar − Hasta que no sientas al toro misterioso e impetuoso no lo podrás dominar; imagínalo, apodérate de su forma de ser, piensa como él. De nada sirve la planta ni los cadenciosos movimientos, hay que darse cuenta de las maneras de las distintas ganaderías, de la diversidad que tienen los animales al embestir, y tengo que notar yo, según os movéis, qué tipo de toro estáis toreando; hay un temple para cada toro. Esto no es una fábrica de churros, estira ese brazo−. Tenía el porte orgulloso de quien ha visto de frente a la muerte y
sale victorioso, su mirada mostraba el aplomo de aquel que ha puesto en pie a las multitudes de las plazas, y un silencio misterioso resonaba entre sus palabras. Al acabar la clase, se acercó con el respeto de la infancia. El maestro dejó que sonaran sus deseos y al final dijo − Ya veremos, dame un par de días−. Narciso se decepcionó, no comprendió entonces que los hombres de la tauromaquia son parcos en palabras, tres años más tarde él hablaría como ellos. Porque fueron tres largos años en los que aprendió a parar, a templar y mandar y descubrió que un solo gesto de mano puede dominar la fuerza bruta del más bravo de los toros. Se levantaba con el alba y trabajaba hasta la hora de la clase. Comía, dormía un poco y después buscaba el sosiego de las encinas. Desde lo alto de una cerca o tras las alambradas contemplaba los toros e imaginaba qué ritmo necesitaba cada animal para ser lidiado. Había descubierto que a los toros se les conoce por la mirada, el movimiento y los andares. El toro es noble y se muestra sin astucia, pero aprende rápido y si se le torea en el campo ya no sirve para la plaza. Los quince minutos que dura la lidia de un toro son tan intensos que el animal se debate entre su nobleza y la rapidez de su
aprendizaje. Cuando se alarga la faena sin justificación el torero se acerca a lo inesperado; es primordial entender el tiempo que cada toro necesita para morir. Narciso asimiló todas las enseñanzas y se hizo novillero. Demostró con la gallardía de su presencia el orgullo de su maestro pero, por esos extraños caminos que tiene la vida, cuando iba a recibir la alternativa abandonó todo y se refugió en la finca que le acogió en sus comienzos, y al igual que entonces trabajó como bracero. Los comentarios de su retirada fueron dispares: se habló del miedo, otros nombraron su extraño ecologismo, pero nadie sabía realmente qué pasaba por su mente. Al final de la tarde solía refugiarse en la mirada de la ganadería con tanta serenidad y quietud que visto en la distancia parecía un Don Tancredo. Dejó que sus ideas germinasen con la lentitud de las semillas del olivo, y cuando consideró que estaba preparado volvió a las plazas pero no como matador sino como banderillero. Escogió un matador lleno de elegancia que en la plaza tenía el espíritu de un bailaor de flamenco y le dijo:
− Soy tu subalterno si me nombras único banderillero de la cuadrilla. No me importa el sueldo, sé que eres generoso, pero lo que más deseo en la vida es poner un par de banderillas. Al matador le sonaron extrañas las palabras pero le aceptó. Sabía que le sobraban agallas para enfrentarse a la muerte y que podía ser una buena ayuda en caso de dificultad. Narciso, en su silencio, había construido toda una teoría del toreo que una tarde larga de limonadas contó al maestro de la Escuela Taurina de esta manera: − Para mí el toro es sombra que viene de lo profundo de los tiempos, y al morir en la plaza se hace luz. En cambio nosotros somos luz y con su muerte nos hacemos sombras de existencia. - ¿Qué te pasa Narciso, te has vuelto poeta? ¿Has leído la vida de Belmonte y crees que para torear hay que llevar un hatillo de libros? ¿Qué extrañas teorías tienes en la cabeza? --Maestro, no sé si son extrañas pero siento que el toro es una fuerza indomable que cuando sale de los chiqueros arremete contra todo orden establecido. Tú me has enseñado a pararlo a la vez que templarlo, y me has dicho muchas veces que
en las maneras de los primeros capotazos está la clave de la lidia; es posible que sea verdad. Después, como tú bien sabes, cuando al toro le muestras la geometría y le das la distancia adecuada, arremete con rabia al caballo que es como si arremetiera contra él mismo; no quiere aceptar nuestras razones, se niega a ser domesticado, tiene tanto empuje que sigue en sus trece contra todo lo establecido. Pero llega la suerte de banderillas, que para mí es el momento cumbre de la lidia, y el toro, sombra de los tiempos, se enfrenta al hijo del sol que es el banderillero; éste, desnudo, sin capa, con el juego de su cintura y la astucia de sus movimientos doblega la fuerza bruta de lo salvaje, en ese momento el toro intuye su suerte trágica y el banderillero siente la alegría de lo no dicho. Nada hay más hermoso que un par de banderillas bien puestas, es el instante hecho belleza. El banderillero con los pies de puntillas como si no quisiera despertar a los duendes del albero, suspendiéndose en el aire, se asoma al balcón de la muerte y vence a las sombras con la alegría de la vida. La última de las suertes es un dialogo sencillo y hermoso en el que cada uno, toro y torero, aceptan su destino. Sabemos que no es
fácil para el toro morir ni para el diestro matar, los dos se juegan la vida en la suerte suprema. Muere el toro y renace la vida en los graderíos ¿Entiendes ahora, maestro, por qué quiero ser banderillero? − Lo entiendo, Narciso. Pasaron los días, las carreteras y los hoteles. Las ferias se fueron llenando de palabas sobre el banderillero bilbaíno y la fama se derramó por las tertulias; se cuenta que hombres de toda condición viajaron desde América para ver tres pares de banderillas, también se dijo que varios empresarios protestaron cuando por culpa de una lesión pasajera no asistió a los ruedos, y se sabe que muchos le incluyeron en los carteles como reclamo. El diestro, con espíritu de bailaor flamenco, sintió celos del subalterno. Los periódicos le nombraban y sus reporteros gráficos intentaban hacerle cada vez más instantáneas. Un filosofo habló de cómo a veces lo segundo es lo primero y citó los versos de Quevedo “huyó lo que era firme/ y solamente lo fugitivo permanece y dura”, refiriéndose al banderillero. A Narciso la fama fuera de la plaza le resultaba ajena y nunca le dio importancia. Cada vez se exigía más y esperaba con emoción y miedo el momento
de realizar su faena; lo hacía con tal precisión, marcando las distancias de forma tan milimétrica, que el hilo de la vida estaba siempre a punto de romperse y enredarse en el ovillo de la muerte. Silenció muchas tardes la plaza, dejó en el viento sonidos colectivos anteriores a las palabras, y era rara la tarde que no triunfaba. Pero poco a poco, sin darse cuenta, se fue acercando a las instantáneas que los fotógrafos le enseñaban; empezó a verse desde fuera y a estar más pendiente de su figura que de los astados. Una tarde de sevillanas y jazmines, con un sol reventón en lo alto de la Maestranza, el segundo que era primero bailó con el toro, se encerró en las tablas y asomándose al balcón de la muerte, dejó dos banderas cortas en lo alto del morrillo. El arte fugaz se hizo presente con tanta intensidad que las gradas enmudecieron y el tiempo dilató su marcha. Narciso, el banderillero bilbaíno que se crió entre palabras de encina y jara se enamoró de sí mismo, se vio en una instantánea con tanta perfección, que un sentimiento profundo de belleza estremeció su alma. Olvidó los pitones y ni siquiera sintió la sangre en cascada, ni el grito oscuro de las gradas. Cayó con el corazón partido en las sombras de la plaza.