ENTREVISTA
“El mundo
no
aprendió” Hirsz Litmanowicz nos cuenta su historia 70 años después de haber sido liberado del campo de concentración más temible de la Segunda Guerra Mundial: Auschwitz. Sus memorias están recopiladas en su libro El mensaje de Hirsz, un minucioso relato de lo que no debe volver a suceder. POR Margite Torres Postigo FOTOS Jorge Sarmiento. AGRADECIMIENTO Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social.
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No fue un prisionero cualquiera, fue designado como mandadero del doctor Josef Mengele.
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e dijeron: ‘Está bien, no estás marcado, pero cuando cumplas 70 años se te va a venir todo’. Y bueno ya pasé los 70 y nada, ahora a los 80 se vino todo. Pero qué vamos a hacer, no lo puedo evitar, así es la vida. Ya pasó”, comenta Hirsz Litmanowicz. Sentimos un corazón golpeado. “Sí, ya pasó”, le respondemos. No sabemos qué más decir. Y es que no todos los días se está frente a un sobreviviente del Holocausto nazi. Más de 84 años pesan sobre él y su pasado, que con cautela y conmoción hurgamos. ¿Cómo ha estado?, le preguntamos. “No muy bien, estos días he recordado mucho, pero no te preocupes, tú pregunta”. Después de esa respuesta, inesperadamente nos invade una sensación de pena y compasión indescriptibles, pero nos sobreponemos y vemos a un hombre de buen semblante, sano por fuera, pero evidentemente marcado interiormente por recuerdos que “por más que quiera nunca desaparecerán”. Este año se conmemoraron 70 años de la liberación de Auschwitz, el campo de concentración nazi más grande de la Segunda Guerra Mundial, donde murió más de un millón de personas. Los testigos de los horrores que se gestaron detrás de sus muros son contados. Litmanowicz, con sorprendente lucidez, recuerda lo que padeció. Se siente con la fortaleza suficiente. “Pero ya me ves, estoy muy bien de salud, yo nunca he sufrido de nada”. Aunque nos confiesa que la pena de perder a su esposa lo ha dejado, últimamente, “sin ganas de nada”. Así vive el día a día. No busca conmover, solo contar lo que vivió para que no olvidemos; es un hombre recio, pero al mismo tiempo dulce y cortés, a quien la vida le dio una segunda oportunidad. “Pasé casi 30 años sin poder hablar de lo que me había pasado; me quebraba, ni a mis hijos les conté, pero ahora ya no tengo miedo”. Sus cuatro hijos y seis nietos le hacen olvidar la pena. Y a nosotros contar su historia nos enfrenta a lo más difícil que hayamos tenido que describir. Hirsz y su hermano, tres años mayor que él, se entregaron a las fuerzas de la S. S. en un pequeño pueblo de su natal Polonia, después de que los separaron de toda su familia. Así fue como en 1942 llegaron a Auschwitz. “Nos hicieron desvestir y duchar, me tatuaron el brazo y me dieron un uniforme a rayas (...) Mi hermano fue trasladado directamente a la cámara de gas. Nun-
ca más lo vi. No pude decirle adiós, ni abrazarlo”. Desde ese momento se halló solo y con una incertidumbre que tuvo que sobrellevar a sus cortos once años. No fue un prisionero cualquiera, fue designado como mandadero del doctor Josef Mengele, tristemente recordado como el “Ángel de la muerte”; el encargado de seleccionar a las víctimas para ser ejecutadas en las cámaras de gas y para sádicos fines experimentales. “Mi trabajo consistía en pequeños mandados para él, y a veces veía mujeres embarazadas, deprimidas y retorciéndose de dolor. No tenía noción de qué se trataba todo eso. Esto se repitió a diario hasta mi salida de Auschwitz”. Casi sin palabras, después de lo que oímos, reflexionamos sobre la muerte, ¿qué significó tener que vivirla tan de cerca? “Cuando llegué al campo y vi lo que pasaba, dentro de lo poco que entendía pensé que era el fin del mundo. A los pocos días lo único que quedó era la obsesión de alimentarnos; el temor a la muerte desapareció. Era algo tan cotidiano, estaba acostumbrado a la miseria, la veía en todas partes. Es difícil de entenderlo, pero es así”. Agitado por la intensidad con la que narra cada detalle, agrega: “es que el hambre duele”. Entonces, ¿qué esperanzas tenía? “Ninguna. Se sabía que no íbamos a sobrevivir. Los días transcurrían tan solo con la idea de cómo matar el hambre y cómo sobrevivir un día más. El miedo ya no existía”. A los tres meses fue liberado de Auschwitz, “me dijeron que podía irme y mientras regresaba a mi barraca vi una montaña de ropa y entre toda ella reconocí la de mi hermano”. Nos preguntamos, en silencio, ¿cómo se sobrevive a eso? Confesamos que por momentos fue difícil seguir la conversación y que perdimos la concentración varias veces; nos tomaba unos minutos asimilar lo que, con naturalidad, él iba narrando. “Nos ordenaron desvestirnos y nos entregaron nuestras propias ropas; hablo de nosotros, porque éramos un grupo de once niños a los que nos trasladaron hasta Berlín a la prisión de Sachsenhausen”. Así, Litmanowicz llega a esta especie de cárcel de máxima seguridad para presos de todo tipo, donde fue víctima de experimentos médicos. Hacia adentro concluimos que la inocencia propia de un niño de su edad lo ayudó a sobrellevar el horror que devenía a su alrededor. Entre tanta incertidumbre y desgracia, ¿hubo algo que recuerde que lo haya conmovido? “En Sachsenhausen tuvimos la suerte de que entre el personal que atendía nuestra barraca había un preso alemán, buenísima per-
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Masha, Hirsz, Golda, Sarah y Nathan junto a su madre.
La primera foto tomada a su llegada a Francia. Con la familia Kuperstein, que lo adopt贸.
Hirz en Reichenstein junto a otros sobrevivientes, en el 50 aniversario de su liberaci贸n.
Con solo 20 a帽os llega al Per煤 en 1950, en busca de una de las hermanas de su madre. 98
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“Lo que viví me incrustó una tristeza permanente. No pude digerir ninguna alegría, siempre pensaba en lo perdido”.
sona, que había sido condenado por comunista. Nos repartía la comida y cuando terminaba, de vez en cuando, nos daba un conchito más. Eso fue como sacarse la lotería”. Ríe, nos deja pensando, y continúa. “A nosotros nos salvó la vida un médico noruego, prisionero opositor, que le dijo al comandante del campo que la guerra había terminado, y que nosotros estábamos sanos y que no representábamos riesgo de contagio; ¡años después lo volvimos a encontrar!”. Los devenires de la guerra, ¿no? ¿Qué fue de usted después del fin de la guerra? “El 20 de abril de 1945 se inició la Marcha de la Muerte. Caminamos mucho y no nos dieron de comer nada en 14 días”. ¿¡Nada!? “Nada. Usted me pregunta cómo hemos sobrevivido y no tengo la menor idea”. La pausa fue larga, ambos compartimos miradas al vacío por unos segundos y seguimos. Bueno, sobrevivió a la guerra, insistimos. ¿Cómo es esa sensación de sentirse… “¿Libre?”, se anticipa. ¡Sí, libre! “Teníamos una pequeña sensación, no era una alegría total, pero nos dieron de comer y no vimos más un uniforme”. ¿Igual estaba solo? “Sí, era un niño, tuve que arreglármelas solo. No tenía a nadie, mis hermanas y mi
madre no sobrevivieron”. Pero usted ubicó a una de sus hermanas, ¿verdad? “Sí, cuando estuve en el orfanato en Francia, al que llegué después de la guerra, comencé a pensar quién habría podido sobrevivir de mi familia; empecé por buscar a la menor de mis hermanas. Tenía una intuición de que estaba viva. La busqué en infinidad de listas; hasta que después de seis años nos volvimos a ver en Italia, donde vivía en un campo de refugiados. ¡Fue la alegría más grande de mi vida!”. Después de varios avatares, comenzó su periplo a nuestras tierras. Con solo 20 años llega al Perú en 1950, en busca de una de las hermanas de su madre que ofreció ayudarlo. En Francia había aprendido ebanistería, así que con el tiempo pudo rehacer su vida con este oficio. 64 años después nos encontramos con él en el país que lo vio nacer de nuevo. ¿Qué le ha dado el Perú? “El Perú me lo ha dado todo. De aquí nadie me mueve”. ¿Cómo se anima a escribir sus memorias? “Yo no pensé escribir, pero tenía la necesidad de hacerlo. No he podido explayarme mucho porque era mucha desgracia, además no tenía fuerzas para más”. Le damos las gracias por ese esfuerzo y su respuesta es demoledora. “Si, pero recordar
me ha dejado adolorido, estoy sufriendo ahora”. ¿Después de tantos años ha podido perdonar? “Mire, los primeros años ni hablar de perdonar. Cuando llegué al Perú, no podía ni hablar con jóvenes porque los veía felices y yo estaba muerto de hambre a esa edad”. Esas son las cicatrices de la guerra, ¿no? “Sí, lo que viví me incrustó una tristeza permanente. No pude digerir ninguna alegría, siempre pensaba en lo perdido. Nunca tuve una felicidad completa”. Nos contenemos, sentimos el sufrimiento y agrega. “¡El mundo no ha aprendido el mensaje del Holocausto! Yo miro atrás y las cosas están peor”. Hirsz Litmanowicz logró sobreponerse al peor rostro del ser humano: la crueldad. Ahora sus días transcurren lejos de sus hijos, quienes viven en Israel, y tomando café, todas las mañanas, con sus amigos en el Haití. “Me compuse y ahora doy algunas conferencias. Hace poco di una charla en un colegio”. ¡Qué bueno! “Sí, y los niños me escribieron en forma de agradecimiento. Para mí es un honor esto”. Esbozos de felicidad en medio de tanta tragedia, a la que se une nuestro más profundo reconocimiento. 99
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