La niña que nació de un huevo de dragón

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DATOS TÉCNICOS: Autores: María Parra y Miguel A. Carroza Revisión: Miguel A. Carroza Edición: Primera


La ni帽a que naci贸 de un huevo de drag贸n


1. La llegada SINTIÓ QUE EL MOMENTO al fin había llegado. Varias

lunas de meticulosas y constantes atenciones habían transcurrido. Cuidó sin descanso de su pequeño y preciado tesoro, asegurándose de que tuviera siempre la temperatura exacta. Un calor excesivo o la ausencia del mismo habrían significado la muerte para la criatura que aguardaba dentro del caparazón moteado. También se había ocupado de construir el más primoroso de los nidos que pudiera verse en el valle de Za Dalon. Era admirado por muchas de las otras


hembras que, del mismo modo, aguardaban la llegada de sus vástagos. Ramas finas conformaban la estructura como si fueran las vigas y paredes de una casa. Sobre ellas se extendía un mullido y cálido colchón de hojarasca, procedente de árboles diversos. Y para rematar, una sábana de brillante musgo y flores le aportaba un delicioso aroma. Lo hizo bien amplio, así la cría, que tras su nacimiento aún pasaría unos meses en él, podría encontrarse completamente a gusto. Los pequeños dragones crecían rápido pero estaba convencida de que su retoño podría vivir allí con comodidad hasta el momento de salir al mundo. Alzó su voluminoso cuerpo cubierto de relucientes escamas. Llevaba varias horas sentada, incubando su huevo, y lo dejó al descubierto cuando este comenzó a agitarse. Aquella criaturita parecía sentir deseos de descubrir cuanto le aguardaba fuera de la grisácea cáscara, la cual había sido todo su universo durante largo tiempo.


Daya, emocionada, dio un delicado empujón al huevo con el morro. Fue un cariñoso gesto de ánimo hacia su hijo. — Vamos, querido, haz un esfuerzo, aquí te aguardan cosas maravillosas. La concepción de una dragona no era cosa fácil. Su ciclo de fertilidad se producía tan solo cada mil lunas y lo máximo que podía poner en cada etapa reproductiva eran dos huevos. Muchos embriones fracasaban durante el periodo de incubación debido a cualquier pequeño fallo en sus cuidados. Incluso superada esa fase, la cría en ocasiones podía perecer, agotada por el esfuerzo que suponía el nacimiento. Daya era ya una hembra mayor y nunca había destacado por su fertilidad. En su longeva vida, únicamente habían llegado a buen puerto tres de sus crías. Por eso, su embarazo la sorprendió tanto como alegró. En esta ocasión, había puesto un solitario huevo en lugar de dos, que era lo usual. Algo extraño, sin duda. Sin embargo, puesto que ya superaba la edad en que


podía engendrar, recibió el hecho como un regalo de la Madre Tierra. El pequeño ser, desde el interior, pugnaba por romper el cascarón. Se agitaba cada vez más inquieto. Producía bultos que parecían moverse por la superficie del moteado huevo. Daya observaba expectante. La dragona, por mucho que lo deseara, no podía intervenir en aquel delicado proceso. Si intentaba abrirlo con sus dientes o garras, podía dañar por accidente a su tierno vástago. Este debía hacerlo por sí mismo, sin embargo, resultaba angustioso para ella no hacer nada. Tras unos instantes, surgió una grieta en la superficie del huevo que poco a poco fue creciendo hasta elevar una especie de placa. La abertura dejó entrar el aire del exterior y permitió la salida de un líquido pegajoso y traslúcido. Entonces, una diminuta manita sonrosada asomó por la rendija. Y tras ella le siguieron otra mano, los brazos, una cabecita, un cuerpecillo y un par de regordetas piernas.


Así, una pequeña niña cubierta por un viscoso líquido, encogida y aún con los ojos cerrados, quedó tendida sobre el aterciopelado manto de musgo del nido. Por un momento, Daya se sintió conmocionada ante aquel extraordinario nacimiento. Su cría era muy extraña. En lugar de las esperadas escamas parecía tener una piel lisa, fina y de un tono pálido rosáceo. Y en su cabeza, en lugar de asomar pequeños cuernos, brotaban unos oscuros hilillos que caían hasta lo que imaginaba sería su lomo. Sin duda no se parecía en nada a sus otros hijos. De todas formas, era su cría. Por ello, fuera cual fuera su apariencia, la amaría sin condiciones. La dragona, reponiéndose de la sorpresa inició sus deberes como madre de idéntico modo que lo había hecho con sus anteriores retoños. Comenzó a lamer con su grande y áspera lengua a su diminuta criatura, eliminando el rastro del líquido gelatinoso. Este representaba una protección y un alimento en el interior del huevo, pero ahora podía provocar que se ahogara.


Después de unos cuantos lametones, la niña comenzó a moverse. También abrió los ojos. Grandes, azules y resplandecientes. Contempló a su enorme progenitora y se sintió segura. Sus células recibían el mensaje de la madre que le decía “te amo”. Daya no habría sido capaz de explicar lo que significaba el amor para ella. Daba igual. Lo que sí hacía a la perfección era demostrárselo a sus hijos pues el amor no necesita palabras.


2. La curiosidad invade el valle EL VALLE DE ZA DALON era un refugio para sus pobladores. Sus límites estaban custodiados por hechizos ancestrales, los cuales les protegían de los peligros externos. Un lugar gobernado por la tranquilidad. Todo allí era calma y sosiego. La vida era sencilla y rutinaria, así pues no es de extrañar que la noticia del nacimiento de aquella sorprendente cría corriera rauda por el paraje como si el viento se hubiera encargado de pregonarla a voz en grito.


Todos los dragones se congregaron llenos de curiosidad con la intención de conocer a la diminuta criatura de Daya. Apretujados en torno al nido, pugnaban para acercarse lo máximo posible. Largas colas escamosas de diversos y vibrantes colores se enredaban las unas con las otras, enormes alas membranosas chocaban o se quedaban encajadas entre las ramas de los árboles y más de uno hubo de disculparse por algún que otro pisotón accidental. Era realmente aparatoso cuando tantas criaturas de semejante envergadura se reunían en un mismo espacio. Y encima, aquella excitación iba acompañada de murmullos, grititos y comentarios de asombro. — ¡Es increíble, nunca había visto nada igual! — exclamó una joven hembra, pasmada. — ¿Dónde tiene la cola? —preguntó desconcertado un imponente macho de brillante piel escamosa azul oscuro. Daya podría haberse disgustado por aquel espectáculo, mas su sentir era totalmente opuesto. Su robusto cuerpo estaba henchido de orgullo y se mostraba firme y majestuosa ante el público allí congregado.


Había traído al mundo a un ser único, estaba convencida. “Es preciosa”, pensó para sí. Sentada en el nido, la niña observaba a los presentes y sonreía con dulzura. Tocaba con sus manitas algún hocico cuando se ponía a su alcance y abrazaba los cuellos de aquellos que arrimaban demasiado la cabeza. Estaba disfrutando de lo lindo siendo la protagonista de semejante jolgorio. Como todos los demás, los hijos mayores de Daya quisieron conocer a su nueva hermanita. Asajar, Met y Liaseth lograron, a base de suaves empellones y un montón de “me disculpa”, “perdone”, y “por favor, ¿me aparta la cola de la cara?”, atravesar la muralla de curiosos hasta llegar a su madre. Al reunirse, los cuatro dragones frotaron sus largos cuellos y sus cabezas como si de un sinuoso baile se tratara. Era la forma habitual de compartir el afecto que se tenían los unos por los otros. — ¿Entonces, esta es nuestra hermana? —interrogó la hija mayor. Contemplaba a la chiquilla fascinada.


Liaseth era una hembra de cuerpo estilizado, cuello muy largo y una piel cubierta de escamas de un precioso tono rojizo. Estas características la hacían sumamente atractiva a ojos de los machos del valle, tanto que en la época de cortejo las atenciones de sus pretendientes llegaban a ser asfixiantes para su gusto. Los dragones machos tenían un papel muy escaso en la vida familiar, por no decir inexistente. Tan solo intervenían en la etapa del cortejo y la crianza de los vástagos recaía siempre sobre ellas, volviendo estos a sus vidas independientes. — ¡Es muy pequeña, pero me gusta! —compartió Met entusiasta. Este jugueteaba con la cría. Había acercado el morro a la niña y ella se agarraba a los orificios de su nariz mientras su hermano agitaba la cabeza. La zarandeaba de un lado a otro, lo que le provocaba una jovial y contagiosa risa. La pequeña volaba entre carcajadas. Para hacer aún más divertido el juego, Asajar, que se unió presuroso a la diversión, expulsaba chorros de aire caliente por la nariz alrededor de su cuerpecito.


De pronto, los murmullos y cuchicheos se extinguieron ante la llegada del Consejo de ancianos. El apretujado grupo les abrió paso como buenamente pudo. Fue complicado. Bastante complicado. Hasta hubo algunos accidentes en el proceso. Varios dragones acabaron unos encima de otros, convertidos en una esperpéntica montaña de escamas, colas, patas y cuernos de diversos colores. Pero, al final, consiguieron hacer suficiente hueco a los ilustres visitantes. Los miembros del Consejo examinaron con meticulosidad a la niña que Daya, rápidamente, volvió a colocar en el nido. Entornaban los ojos, se acercaban, se alejaban, por arriba, por abajo, por los lados. En parte por curiosidad, en parte por asombro y en buena parte por culpa de su avanzada ceguera. ¡Qué viejos eran! ¡Y qué sabios! Entre todos acumulaban todo el conocimiento de toda la historia de su especie. — ¿Sabes qué clase de criatura es tu hija? —indagó el más anciano del grupo, un macho de un blanco radiante.


El paso del tiempo había encorvado su cuerpo, pero todavía quedaba patente que en su juventud había sido un majestuoso ejemplar. — Pues… no —admitió Daya tras un titubeo—. No me importa lo que sea, es mi cría —afirmó. Propinó un tierno lametazo a la niña y la sonrisa reapareció en sus labios. Las rasposas cerdas que conformaban la lengua de su madre le hacían tremendas cosquillas. — Es un ser humano —desveló el venerable dragón albino. De las fauces de los demás dragones surgió al unísono una sonora exclamación, la cual se fue expandiendo como una ola, aunque en realidad ninguno sabía qué cosa era un “humano”. — Mi madre me habló de ellos cuando yo era joven — prosiguió el anciano, una vez se restauró el silencio—. Ella fue uno de los últimos que sirvió a esta diminuta raza antes de que tomáramos el camino de la libertad y nuestros antepasados vinieran a este refugio.


— ¿Y por qué mi cría es un ser humano? —inquirió la madre intrigada. El dragón blanco meditó unos instantes la respuesta y luego sentenció: — He de admitir que desconozco el motivo, sin embargo, nada en este mundo es casual. Madre Tierra todo lo sabe, así pues debemos confiar en ella y aguardar a que sus motivos nos sean revelados. Los presentes le observaban hipnotizados. Aquel curtido dragón poseía grandes dotes de oratoria y tenía la habilidad de cautivar a sus oyentes. — Tal vez, como los héroes de nuestras leyendas, esta criatura tenga en su destino trazada una misión elevada —dijo con solemnidad. Y añadió volviéndose hacia la dragona—. Dime, Daya, ¿qué nombre has elegido para tu vástago? Una criatura tan especial ha de llevar un nombre igualmente excepcional. La dragona contempló amorosa a su benjamina. La elección del nombre era un momento muy importante en la vida de un dragón puesto que este siempre guardaba un significado relevante.


— Mab-liaan —anunció— Rayo de sol, porque su presencia calienta mi corazón como el sol calienta nuestro cuerpo. Un murmullo de aprobación recorrió el lugar. — Así sea. Mab-liaan, sé bienvenida a nuestra comunidad. Te recibimos con alegría y seguiremos con atención tu crecimiento. Una ensordecedora explosión de bramidos celebraba las palabras de su respetado guía. Muchos relatos de milagros habían sobrevivido en su tradición narrados de madres a hijos, pero ahora estaban presenciando uno. Era real. Y estaba vivo. Era muy emocionante. La Naturaleza tenía formas muy curiosas de hacer evolucionar a sus creaciones. Sus ancestros lo sabían y ellos estaban delante de la prueba que lo demostraba. A continuación, el consejo abandonó la reunión. Comenzaba a oscurecer y los visitantes optaron también por ir retirándose. Así terminó aquella jornada que entraría a formar parte, por siempre, de los cuentos de la comunidad de los dragones del valle de Za Dalon.


En una noche estrellada, de un futuro cercano, las dragonas contarían a sus hijos para invitarles a viajar al país de los sueños: “Hace no mucho tiempo, en estas tierras, un ser humano nació de un huevo de dragón…”


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