AïDA ANTONINO CELIA PLA ESTER DÍAZ ESTELA SANCHÍS JORGE EVANGELISTA LAURA MON MANUEL MORENO MARÍA SALGUERO PACO FLORENTINO REGINA CERVERA SALVA ALEMANY SARA MANZANO
ESCRIBIR CON LOS PUÑOS
TALLER IMPARTIDO POR MARÍA BASTARÓS PARA LA ESCUELA FUENTETAJA EN OCTUBRE-DICIEMBRE 2019
AZAR - Aïda Antonino - EL JEFE DE PLANTA - Celia Pla PEGGY SUE - Ester Díaz - DONUT - Estela Sanchís ANNABEL - Jorge Evangelista - LA BALA DEL AZAR Laura Mon - LA TIERRA - Manuel Moreno - LECHE DE TXANGURRO - María Salguero - MARTE - Paco Florentino - LOS ARROLLADOS - Regina Cervera - VIDA AZAROSA - Salva Alemany - SUPERWOMAN - Sara Manzano -
EDITADO Y DISEÑADO POR MARÍA BASTARÓS
TODAS LAS FOTOGRAFÍAS QUE APARECEN EN ESTE FANZINE SON DEL FOTÓGRAFO MARK COHEN
AZAR - Aïda Antonino Aquella noche salí a divertirme con mis amigas. Pablo también. Llevaba tiempo sin poder ser la adolescente que mis catorce años me permitían ser. Era viernes 20 de junio. Solo los albaceteños saben del éxtasis que acarrea el festejo del solsticio de verano en Chinchilla. “Todo es posible por una noche”, es el lema de los que allí se congregan. Por primera vez en mucho tiempo bailaba con Laura y Martu. Éramos mejores amigas. Saltábamos. Cantábamos. Nos abrazábamos. Y, en medio de la plaza Mayor, yo les repetía cuánto las quería. Tras meses aislada en aquella aséptica habitación de hospital pensé que nunca más volvería a verlas. Las había echado de menos, y sé que ellas a mí también. -Tía, a tus 9. Martu iba para agente secreto, o eso pensaba ella. -¡Ay! a tus 3. Siempre me lío con la izquierda y la derecha. ¿Ese no es Pablo? Una especie de embriaguez emocional se apoderó de mí. Por un instante me pareció levitar. Sonaba aquella canción de Meet Me Halfway. Alguna de mis amigas me acercó un vaso y bebí. Que amargo estaba aquello y que feliz era yo. Agarré a Martu por la cintura y juntas gritamos el estribillo de la canción. La llegada de Pablo a la plaza me insufló una energía inusual. Me encantó esa sensación. Tanto que en un momento dado me subí con Martu al escenario. Era verano y yo me sentía jodidamente feliz. -¿Tía, pero que hace Laura con Alberto? -Llevan dos semanas liados. No se separan ni para mear. ¡De hecho, diría que mean juntos! -Que cochina eres, Martu. ¿Entonces los amigos de Alberto salen con vosotras? -Sí. Bueno, él viene al polígono a buscar a la Laura y se piran enseguida. Alguna vez viene Pablo y se fuma un piti con nosotras. Vamos a saludarlos.
Bajamos las escaleras del escenario y a empujones nos abrimos paso entre el gentío. El hedor a alcohol se mezclaba con el del sudor de esos cuerpos en pleno éxtasis hormonal. Olía a verano. Me sorprendió la reacción del tal Alberto, parecía que me conocía entonces. -¿Eso es cerveza?- pregunté por cortesía, aunque ya me había apoderado de su vaso. La cerveza sabía aún peor que la ginebra. Para cuando sentí la presencia de Pablo a mis 6, la cerveza ya había empezado a distender mis rodillas y muñecas. -¿Conoces a la amiga de la Laura? ¿La que estuvo tan chunga? -Gracias, Alberto, por la presentaciónmurmuré. Una fuerza se posó sobre mi hombro derecho obligándome a voltearme. Pablo frunció el ceño y me regaló una media sonrisa. Me ofreció su vaso y yo fui muy feliz. Me contó que trabajaba en la panadería. Que se estaba sacando el carnet del coche. Que su padre aún estaba en quimio. Y que hacía tiempo que no salía de fiesta. Olía a verano. En ese instante me enamoré. Pablo me agarraba por la cintura y me apretaba hacia él. Yo notaba su carne prieta y deslizaba mi mano espalda abajo. Hubo momentos en que nuestros cuerpos se acompasaban instintivamente. Mirarlo me producía una sensación de dicha mezclada con extrañeza. Era la primera vez que me enamoraba, y era de Pablo. -Ven- me agarró de la mano mientras me tiraba hacia fuera del tumulto. Me besó. Y yo sentí palpitar mis genitales. Nos alejamos de la plaza en una dirección que solo Pablo sabía. No le pregunté a dónde íbamos, tampoco me importaba. Alargamos el trayecto con paradas en todas las esquinas. Yo le besaba. Y él me acariciaba. Olía a verano. Llegamos a la calle del horno pero torcimos hacia el viejo portal.
-Estás muy mojada. Sonreí avergonzada. Cogió mi mano y la puso sobre su pene. Un escalofrío recorrió mi espalda. -Eres tan guapa. Me agarró los pechos. Me lamió el cuello. Yo me limité a respirar. -Qué bien sabes. Un zumbido empezó a apoderarse de mi cabeza. -Pablo. -Tranquila. No hagas nada. Noté el frío de la piedra del banco en mi espalda. Pablo fijó su mirada en la mía. Aquella noche apenas había estrellas, la poca luz que reflejaba la luna dotaba de irrealidad aquel momento. Notaba el peso de Pablo sobre mí. La vagina empezó a dolerme. Y también la cadera. Y la espalda. Grité. -Un poco más. Espera. Un poco más- dijo él. Pero no podía esperar y volví a gritar. Con una mano me tapó la boca y la nariz. Sentí que el oxígeno se agotaba demasiado rápido. El traqueteo de mi espalda contra la piedra empezó a rasgarme la piel. Estás muy mojada. Colocó mis piernas sobre sus hombros. Aproveché para inhalar todo lo que pude antes de que una punción intensa se posara en la boca de mi estómago. Era tanto el dolor que sentí como mi mente abandonaba mi cuerpo. Vi como mis piernas revoloteaban al son de las embestidas. Sabía que eran mías porque llevaba las uñas pintadas de los colores del arco iris, pero no las sentía como propias. Todo el dolor se concentraba en mi recto. Y en la manifiesta herida del dorso de mi cadera. Transcurrieron treinta segundos, cinco minutos o tal vez una hora. Nunca lo supe. Busqué los ojos de Pablo. No tenía fuerzas para articular palabra pero sí para hablarle con la mirada. Como antes en el baile. Pero Pablo ya no estaba ahí. En su lugar había un animal ejecutando la coreografía de embestidas que terminarían por partirme en dos. Noté un
riachuelo cálido que empapaba mi vagina. El animal se quitó de encima pero mis piernas seguían flexionadas. -Pareces una mona caída de un árbol -le oí decir. -Eh, ¿seguís en la plaza? Paso por mi casa y voy. Esperadme que os llevo eso. No. He hecho una parada con la Ángela. La que estuvo enferma. Ah, ¿no es Ángela?. Da igual, le he metido un viaje que se ha quedado acurrucá como una monita. ¡Creo que la he estrenado yo! No, llego en tres minutos. Esa fue la última vez que vi a Pablo. Se puso en pie, se encendió un cigarro y ya no se volteó. Yo me quedé tumbada en aquel banco de piedra. De mi vagina y recto seguía emanando flujo. Miré al cielo. Olía a sangre y sudor. Vomité todo mi ser; lo que quedaba de él.
JEFE DE PLANTA - Celia Pla Pere Casana no es invisible. Pero él se siente como una mota de polvo en un traje mil rayas. Trabaja en la librería de la planta baja del Corte Inglés. Y no es mala su vida, no, con todas esas historias que lee y que le gotean el alma. Es solo que tras 20 años de aconsejar a los clientes, hay días que le inquieta que ninguna de esas historias sea la suya. En Pere todo es bastante normal. Su estatura media y esa incipiente calvicie de unos cuarenta y cinco años cursados sin demasiados sobresaltos. Pero da en atractivo, eso sí, aunque él no lo sabe. ¿Su cuerpo? Pues como tantos otros que ocupan bares y calles, ya os imagináis. Los típicos anti-héroes que se obsesionan con un equipo de fútbol para no beber solos y ser parte de algo. Aunque casi es navidad, parece un día bastante tranquilo. Día de novelas negras, sinopsis de novedades que no ha dado tiempo a ojear, y la casualidad de una trilogía de elfos urbanos en todas las cartas a los reyes magos. Como extra navideño, los villancicos de siempre invadiendo el hilo musical y apuñalando vacíos. Vamos, lo de todos los años por estas fechas, para que os hagáis una idea. Y eso que por suerte esa tarde todavía no han escuchado el chiste de turno del jefe de planta para cansarlo todo un poco más. Lo que ocurre a continuación, sin embargo, no tiene precedentes. Una lluvia de rayos choca contra las orejas de Rudolf en la fachada encendida del Corte Inglés y provoca el caos. Bien pensado, para cualquier fragmento de universo que se desvíe de su ruta esa fachada parece el punto de encuentro perfecto ¿no? La cuestión es que el fuego se propaga rápidamente y la gente que aguarda en la puerta se ve envuelta en un humo negro y una lluvia de diminutos cristales que caen sin ningún orden. Entran en la planta en bloque. Se empujan, se chillan, se pisan. Situación de histeria servida.
Pere Casana, acorralado tras el mostrador, se sube sobre sus puntas y busca al jefe de planta. Parece que los empleados tampoco pueden abandonar ningún barco con todos esos eres hundiéndolos. Así que, no queda otra. Hay que toser hasta que la refrigeración los despeje a todos. Pero el caos va de mal en peor. Madres que buscan a sus hijos, gente que se desmaya con la pálidez de un tubo fluorescente y los ladrones de turno celebrando la desgracia. Pere Casana sigue subido a sus puntas sin saber muy bien qué hacer. Los ojos le pican mucho. Le cuesta respirar. ¡Y el jefe de planta que no da señales de vida! Hasta que en medio del caos y el humo, como en un mal sueño, vuelve a ver el cuello inacabable de Elsa Oliva.
¿Otra vez, tú, Elsa Oliva?
Pere Casana hunde la cabeza en el mostrador pesándole como una losa aquel curso de medicina con Elsa Oliva en su epicentro. Su pelo volando y tomando mil formas. Sus uñas de rojo que se mordía entre fonendoscopios, apuntes y muertos en formol. Y esa nuca de diosa como la única explicación de la angustia que se apoderó de su vida. Y Pere, tímido hasta en su juventud, lo único que hizo aquel año fue desear pedirle el teléfono y mirarla. Y quererla. Y suspenderlo todo. Y arrastrar esa inseguridad que le produjo no tenerla hasta un mostrador del Corte Inglés, hace ya muchos años. Se ve que hay vidas que no hacen blanco sobre ningún pronóstico. - ¡Casana! ¡Casana! Venga usted, hombre, y ayude a toda esta gente- por fin, el jefe de planta. Elsa Oliva no tenía que estar de compras esa tarde. Su hijo hace de pastor en el belén del colegio y está muy ilusionado. La profesora le ha dado un par de frases para que rompa su timidez y las ha ensayado a conciencia. Pero el cretino de su ex le ha comunicado que acudirá con su novia de silicona a la función, y eso la deja fuera de juego. Le comprará a su hijo esa trilogía de la que tanto habla y se la dará nada
más llegar. Para compensarlo. Pero esa tarde, mientras se dirige a la sección de librería, un ruido atronador la desplaza dos metros por el aire hasta dar con sus huesos contra el suelo en la planta baja del Corte Inglés. Por fortuna puede incorporarse sin lesiones. Está un poco aturdida. Y le agobia ese tumulto histérico a su alrededor. Sí. Tranquilos que Pere Casana y Elsa Oliva, en cierto modo, se van a reencontrar. El jefe de planta le pide a Pere Casana que atienda a una señora mayor que se encuentra tendida en el suelo. Pero él ya no da pie con bola. No distingue a Elsa Oliva entre la gente. La ha vuelto a perder. Ay Pere, Pere... tú siempre en el lado de los sin suerte ¿Qué esperabas? - Vamos, Casana, ¡siga las instrucciones del cursillo! ¡Haga algo, por Dios! Pere no sabe de qué cursillo le habla, pero pide a la gente que dejen un poco de espacio y busca el pulso en el cuello de la mujer. No siente nada. No sabe si es un síncope o ya está cruzando el túnel. No hay tiempo para idioteces. Al fin y al cabo, él sabe algo de medicina ¿no?.Se dispone a romper la camisa a la mujer cuando una voz se hace paso entre la gente: ¿Puedo ayudar? Soy cirujana. Pere Casana no es capaz de darse la vuelta para mirarla. A esa voz la carga la dueña de todo lo que una vez se atrevió a imaginar. Pero no se ven, no. Porque Elsa Oliva no lo mira. Entrecruza sus manos sobre el pecho de la mujer e inicia la reanimación. Le mete aire en los pulmones, comprime su tórax y vuelve a meterle aire. A Pere nunca lo besó. Tampoco le dio el teléfono. Pere se ha puesto en pie. Está detrás de su nuca diosa que sigue ahí, envasada al vacío. Ve esas manos ágiles y se da cuenta de lo que pudo ser. Pero no. De inmediato descarta el pensamiento de que las cosas podían haber sido de otro modo.
-No te saltes las reglas- se dice. Un niño le tira de la camisa a Pere, que lo carga en brazos. Hay que buscar a su madre. La mujer infartada parece que ya respira. Elsa Oliva ha hecho bien su trabajo. El jefe de planta está yendo hacia ella.
- La ambulancia está de camino -le dice.
Elsa Oliva le presta poca atención. Al levantarse le ha parecido ver de refilón a un compañero de la facultad. Coincidió con él poco tiempo, recuerda. Y además era muy tímido. Ella sabe que entonces el amor iba y venía. No buscaba reciprocidad. Ahora Elsa vería las cosas de otra manera. Ya lo cree. Y medio sonríe. Le ha hecho gracia esa pinta de Pere bajo el destino. Un segundo estruendo trae de nuevo el caos. Los conductos de refrigeración han hecho ceder una parte del techo. No hace falta que os diga que Pere Casana y Elsa Oliva quedan en distintas partes del muro de escombros y polvo. Por megafonía se solicita a los visitantes que con calma abandonen el centro. Ahí ya nadie está seguro. El Jefe de planta ha empezado a llamar en voz alta a Casana. Hace tiempo que no lo ve y hay que desalojar cuanto antes a toda esa gente. Elsa Oliva ya se está yendo, pero lo escucha y duda. No sabe si es lo correcto ¿Qué más da? Saca un papel del bolso, apunta su número de teléfono y se lo entrega. Se ha conseguido. La planta baja ya está desierta. El jefe de planta y Pere Casana respiran juntos en la puerta tras el cordón de seguridad. Los dos están callados y con la vista puesta en el suelo. Los extintores han traído la nieve. -Por cierto, Casana -irrumpe el jefe de planta- la doctora me dio esto para usted. ¿Se conocían? Pere despliega el papel y ve el teléfono, cierra la mano y lo aprieta.
-Sí -contesta.
PEGGY SUE - Ester Díaz Cuando Peggy Sue me enseñó su raja me quedé muda. Su pubis era una suave duna en el desierto. Una colina en medio de un paisaje inmaculado. Me miró fijamente, cómo esperando a que yo le enseñara la mía. Negué con la cabeza. No seas vergonzosa, no podemos ser tan distintas. Y sí lo éramos. Aunque Peggy Sue no lo sabía. Dio media vuelta y se zambulló en el agua. Salía de un salto, tomaba una bocanada de aire y volvía a zambullirse. Nadaba con la ligereza de un pez, como si su cuerpo no pesara nada. Su piel blanca se convertía en plata con el reflejo de la luz del sol. Peggy Sue era distinta al resto de las chicas de mi edad que conocía. No sé si porque era americana, y todas las chicas de américa eran así, o ella era una americana distinta. Y aquí, en mi “small village”, como ella decía, andábamos con más tapujos. Salió del agua y se tumbó a mi lado. Se estiró y en su cuerpo descubrí todos los accidentes geográficos. Sus firmes senos. La llanura de su vientre. El lago de su ombligo. Las pronunciadas rodillas y el arco de su empeine. ¡Qué rica está el agua Helen!- dijo con su español mejicano A mí me gustaba que americanizase mi nombre. Me hacía sentir distinta. La suave brisa de la laguna meció al sauce llorón, y éste emitió un cálido canto. Ffffffffff, dijo Peggy Sue. Y se le erizó la piel. Peggy Sue La suave duna de su pubis Y la melancolía del sauce llorón En mi “small village” no había demasiado que hacer. Los días de verano eran laxos. El calor apretaba por la mañana, la laguna ocupaba nuestras tardes y la plaza del pueblo, que olía a carne a la brasa, era el punto de reunión después de cenar. Una pequeña fuente en el centro de la plaza. Un efebo, con un diminuto pene por el que salía un chorro de agua, en medio de la fuente. Corrillos de sillas de enea en las que posaban su culo los vecinos,
a callar sus miserias y a airear las de los demás. Una heladería con un cartel de tubos fluorescentes, y un bar de carne y chorizo a la brasa. Un mundo muy reducido. Pero ese verano yo me sentía importante. Porque Peggy Sue estaba a mi lado. Supongo que mi fascinación por ella era heredada de la fascinación de mi padre por todo lo americano. Mi padre era el médico del pueblo. Tenía un Dodge dart con ventanillas eléctricas y aire acondicionado. Y asientos de escay rojos. Y una polaroid SX-70 que no dejaba de disparar. Mamá con un pañuelo de seda en la cabeza, gafas de sol y la barbilla alzada. Mamá con pamela, exhalando el humo de un cigarrillo More mentolado. Mamá sentada en su sillón orejero, con sus largas piernas cruzadas y sus zapatos de tacón de aguja, hablando por teléfono. Mamá cocinando. Mamá tumbada en la cama leyendo. Mamá de perfil, ajustándose el vestido, marcando su incipiente barriga. Mamá en la orilla del agua, con un bañador blusón, mirando hacia abajo, riéndose, intentando verse los pies. Nací yo. Y a partir de ese momento no hubo más instantáneas de mamá. Ni ninguna mía de bebé. Mi primera fotografía fue en mi quinto cumpleaños. Yo, con los carrillos hinchados, los labios apretados, una diadema rosa, con un lazo rosa y un vestido rosa, soplando cinco velas. Y a partir de ahí, yo en mi habitación pintada de color rosa. Yo paseando con mi bicicleta de color rosa. Yo, bañándome en el lago con un bañador de color rosa. Yo, con mi uniforme del colegio y una mochila de color rosa. Yo, y mi mundo teñido de color rosa. Olor a carne a la brasa Las instantáneas de mamá Y mi mundo teñido de color rosa Mamá siempre tenía jaqueca. Su mirada andaba perdida y en su rictus había un punto de amargura. A veces entraba en su habitación y la observaba con su antifaz puesto, tumbada en la cama. Si estaba despierta y me oía, me decía que me acercase, acariciaba mi pelo y susurraba:
Elena, Elena, mi niña. Anda, ve con Etelvina y déjame descansar. En rarísimas ocasiones, mamá se levantaba, no me atrevo a decir feliz, se levantaba vital, o en nuestro mundo. Me llevaba y me recogía del colegio en el Dodge dart de papá. Ponía la música muy alta y cantaba. Se inventaba las canciones en inglés. Miraba por el retrovisor y me sonreía. Por la tarde se sentaba a tocar el piano y en la cena, hablaba mucho con papá. A mí me miraba condescendiente y acariciaba mi pelo. Ese estado duraba, tres, cuatro días. Luego volvía a sumirse en su oscuro mundo detrás del antifaz. Se acercó el final del verano. De ese verano distinto en el que yo me sentí importante. El verano en el que Peggy Sue oxigenó mi vida. Las noches de ese verano fueron inusualmente calurosas y recuerdo, que en la noche de nuestra despedida, Peggy Sue me pidió que fuéramos a bañarnos a la laguna. Sabía que papá no nos iba a dar permiso, así que urdimos un plan para escaparnos. Nos despedimos de papá después de cenar y fuimos a mi habitación. Cuando en casa cayó el silencio, nos levantamos con sigilo. Peggy Sue se puso su sombrero de paja con broche de flores y un vestido encima de su desnudez.
Yo, un pantalón corto y una camiseta encima de mi bañador. Cuando nos alejamos de la casa, encendimos las linternas y caminamos los diez minutos que nos separaban de la laguna. Peggy Sue cantaba, corría, y daba vueltas sobre sí misma como una peonza, riéndose. A mí me gustaba su felicidad. Nos detuvimos frente al inmenso espejo de agua mansa. Peggy Sue soltó un “wonderful”, se quitó el vestido y rompió el cristal de un salto. ¡Vamos Helen! Me quité los pantalones, la camiseta, y me zambullí con ella. Nos sumergimos a ver quién aguantaba más. Siempre ganaba ella. El agua estaba fría y nuestros labios comenzaron a ponerse morados. Salimos corriendo y nos tumbamos debajo del sauce llorón. Peggy Sue estiró los brazos hacia atrás y ladeó la cabeza para mirarme. Su cuerpo tenía una pátina plateada y, en la laguna de su ombligo pude ver reflejada la luna. Puso su mano en su pecho, la deslizó por su estómago, por su vientre y la detuvo en su sexo. Noté cómo mi pequeño pene se ponía duro. Separé hacia un lado mi bañador y mi mano se perdió en mi vagina. La libertad de Peggy Sue. Su cuerpo bañado en plata. Y ella.
DONUT
Estela Sanchís
No recibió un nombre hasta pasados los dos años, cuando pronunció sus primeras palabras. Hasta entonces se referían a él como “tu hijo”, y casi siempre para delegar en el otro alguna tarea engorrosa. Aquella noche pronunció “Papá y Mamá” con una determinación amenazante. En lo que al niño respectaba esos eran sus nombres. Así se dirigían el uno al otro, incluso en presencia de aquellos extraños que entraban en la casa a cualquier hora del día. A los cuatro años, cuando aprendió la carga simbólica de aquellos apelativos, comenzó a llamarles Jessica y Rober. El viejo doberman sin embargo recibió un nombre desde que entró en la casa, dos meses después de que él naciera. Rocco tenía su propio lugar en la mesa y parecía estar situado un escalón por encima de él en la jerarquía familiar. Existía entre ellos una rivalidad latente por ganarse los afectos de Jessica y Rober. Los esfuerzos del niño por desplazarlo se saldaban con fuertes reprimendas, al tiempo que doblaban los cariños hacia el animal. La noche que se dirigió a sus padres por primera vez, Jessica y Rober estaban recostados en el sofá frente al televisor con el perro en el regazo. Desde una pequeña butaca raída, el niño miraba absorto el juego de dedos de Jessica sobre las orejas de Rocco. El perro miraba con los ojos entreabiertos al niño, consciente de un privilegio al que no renunciaría. Papá y mamá, dijo el niño con un tono severo y profundo, como una invocación. Lo miraron fijamente durante unos segundos, como si en la butaca se hubiese abierto un agujero negro que fuese a engullir toda su realidad. Luego sus miradas
volvieron al televisor y los dedos continuaron con su movimiento rítmico. La mañana de su quinto cumpleaños jugaba en la bañera con un barco de plástico azul. Jessica fumaba sentada en el borde, sujetando un Donut con la mano que le extendía a cada tanto. El niño tenía la cara manchada de chocolate y se carcajeaba simulando el hundimiento del navío. Cuando sonó el timbre Jessica le embutió el último trozo en la boca y corrió hacia la puerta dejando el cigarrillo en el borde de la bañera. Rocco apareció de inmediato en el baño llamado por su entusiasmo. Hasta entonces jamás había manifestado agresividad alguna, a excepción de la furia criminal que reservaba a las ardillas. Nadie llegó a saber nunca qué desencadenó el ataque. Durante años Jessica repetiría que el perro trató de alcanzar el dulce de la boca del niño, y el resto simplemente fue un accidente. Como si aún después de muerto el animal mereciese una disculpa. Todo estaba en silencio. La sangre resbalaba por su ojo y escocía. Quería frotarlo pero no notaba sus manos y temía levantarlas por si algo se desprendía. No dolía, un hormigueo recorría todo su cuerpo como cuando se le dormía el culo sentado en el suelo helado frente a la tele por las mañanas. Se sentía flotando en un estado similar al que su padre describía cuando hablaba con esos extraños que venían a casa y él escuchaba escondido tras la puerta. Mamá estaba sentada en la esquina sujetando la escopeta que Rober utilizaba para acabar con las ardillas, con la mirada fija en la cabeza desparramada de Rocco. Desde la bañera podía ver la masa de carne sanguinolenta sobre las baldosas blancas, a mamá sujetando la escopeta que papá disparaba contra las ardillas. Pensó en la silla vacía de Rocco en la mesa, se imaginó recostado sobre el regazo de sus padres, mamá acariciándole las orejas. Tuvo el impulso de sonreír, pero no notó su boca.
Su nombre no hace eco porque nada nos rodea; una llanura rojiza, tierra adusta y arbustos anquilosados. En la comuna de Laguna Seca, solo las viejas chimeneas de la cementera, aún en activo, sobresalen del paisaje como fantasmas de hormigón. Cada mañana, nuevas grietas se extienden sobre el terreno deshidratado, como vasos sanguíneos infestados de gangrena.
Hubo un tiempo, no muy lejano del actual, cuando aún se celebraba la Feria Regional Ganadera y Pesquera, cuando había algo de turismo, en que solíamos comprar peces y tirarlos a la laguna. Ganaba aquel cuyo pez tardase más en morir. Los lanzábamos a la de tres y los veíamos agonizar en un agua sin oxígeno. Si el pez conseguía escapar de las aguas, quedaba fuera de su hábitat; era una muerte segura. Al anochecer, el reflejo del cielo en el aceite hacía que la laguna adquiriese tonos naranjas, violetas, turquesas, rojizos, ámbar. Es lo más parecido a un arcoíris que yo jamás haya visto. En Laguna Seca nunca llueve. -¡Annabel!
Camino gritando su nombre. Paso junto a las enormes rocas milenarias que, como lanzadas desde el cielo, adornan un paisaje ya de por sí áspero. De pequeños, jugábamos a ver formas en sus sombras proyectadas. Yo solo veía monstruos de afilados colmillos. A medida que el sol caía al atardecer, las sombras se alargaban y los colmillos crecían hasta alcanzar los chamizos hechos de uralita y tablones donde vivíamos. Soñaba con esos monstruos y me despertaba empapado en mitad de la noche. La habitación adquiría un olor a sudor añejo; millones de partículas de yeso y ceniza eran emitidas las veinticuatro horas del día por las chimeneas. Los poros de la piel de los habitantes de la comuna las absorbían como sanguijuelas famélicas. Hace dos días que no veo a Annabel. Discutimos por un chafalote que encontramos inerte flotando en la laguna. Los viejos del lugar dicen que antaño era un agua limpia y salubre. Hoy en día, no alberga ningún tipo de vida. Las antiguas minas, ahora abandonadas, acumulan bolsas de agua con altas concentraciones de aluminio y otros químicos pesados. De la fauna que habitaba la laguna ya no queda nada. Yo siempre he conocido estas aguas con una fina película de aceite en su superficie que no deja que el dióxido de carbono escape, creando un microclima subacuático anaerobio.
Anteayer, cuando salió corriendo con mi chafalote, le lancé un cráneo de cría de coyote que siempre llevo conmigo a modo de amuleto. Le hizo una brecha en la cabeza que dejó un reguero de sangre sobre el terreno por el que escapaba. Los tábanos y polillas acudieron inmediatamente a beberla. Paso entre los chamizos sin dejar de gritar su nombre. Las persianas están bajadas durante el día, a media asta. La basura se acumula desde hace años tras las viviendas formando una montaña que cada vez nos resguarda más del asfixiante sol de la tarde. Dentro de las tascas los ventiladores giran para nadie. Los borrachos, como basura desperdigada por el viento, se tiran bajo las sombras que proyectan las antiguas vallas publicitarias. Las minas solían utilizarlas para captar trabajadores. Ahora son simples placas de metal oxidado en las que nadie tiene nada que anunciar porque nadie tiene nada que vender. Al pasar frente a ellos, me observan con una mirada ensangrentada y unas pupilas quemadas. Aquí, la mayoría de ancianos padecen algún tipo de enfermedad relacionada con la vista. Cuando llega la noche, el viento terral del desierto trae una calima grisácea arrastrando los humos de la cementera a su paso. La comuna y sus habitantes desaparecen del paisaje hasta el siguiente amanecer. El silencio se escucha como si nunca nadie hubiese
ANNABEL Jorge Evangelista
- ¡Annabel!
pasado por allí. Tan solo se oyen a lo lejos las cámaras de refrigeración de las cementeras. Un zumbido de insecto metálico constante al que uno se acostumbra tanto que acaba necesitándolo para conciliar el sueño. Los fines de semana, en las noches, se oyen gritos aislados de alguna mujer cuyo marido, ebrio, la está golpeando, u otra que llora al cielo la pérdida de su último hijo. Voces que todos fingimos no oír. -¡Annabel! Continúo caminando hasta las chimeneas de la cementera. Veo, tras una pila de neumáticos roídos, las sandalias de Anabel junto a un matojo de sus cabellos adheridos entre sí por la sangre coagulada. Sé que ya no volveré a verla. Me meto los cabellos en el bolsillo. Será mi nuevo amuleto.
LA BALA DEL AZAR - Laura Mon Mi tía no era mi tía, pero de eso me enteré años más tarde. Era la única amiga que tuvo mi madre en su vida. Se llamaba Adela, y tenía unas manos grandes y ásperas, con esa sequedad añadida que produce limpiar muchas horas al día. Ni siquiera ahora, años después, puedo entender cómo Adela fue tan bondadosa, ni por qué se hizo cargo de mí. Su vida no era fácil. Quizá esa fue la razón. Que viera, en la pequeña hija huérfana de su mejor amiga, una cuerda a la que aferrarse para no caer como mi madre. Mi madre… que no pudo con la vida. Que eligió al peor hombre que encontró en su joven camino y que meses después tenía un bebé en brazos al que nunca supo querer. Dice mi tía que lo intentó con todas sus fuerzas, pero que estas la abandonaron el día que el peor hombre que encontró en su joven camino la dejó. A ella y al bebé. A mi madre y a mí. Apenas guardo recuerdos de esos años, solo su imagen tumbada en la cama, durmiendo, llorando o acariciando mi mejilla. Esto lo hizo muy poco, incluso a veces me pregunto si no es más que una realidad inventada. Un deseo de que esa mujer ausente se diera cuenta de que yo estaba allí. Que abriera los ojos y viera que mi ropa estaba sucia, que no llevaba almuerzo al colegio o que mis colores no pintaban. Y pasaban los días. Y la vida cambiaba fuera de esa cama que seguía en pausa. Y Adela me ayudaba, pero no llegaba a todos los rincones de mi alma. Porque era mi madre la que estaba allí tumbada, la que abría los ojos sin mirar y la que olía mal. A la que yo hablaba en silencio para no molestar. A la semana de mi sexto cumpleaños mi madre dejó de estar asustada. Y por fin se atrevió a dar un paso al frente y a tomar una decisión por ella misma. Me contó Adela que siempre soñó con volar. “¿Te imaginas, Adela? Tú y yo en un avión. Nos dejaremos llevar, Adela, el azar nos sonreirá por una vez en la vida”.
Y se fue. Una gran dosis de pastillas la ayudó en el único viaje que hizo desde que nació. Y yo, quieta, solo recuerdo estar a los pies de su cama intentando despertarla hasta que vino mi tía, como cada mañana, para llevarme al colegio. Hasta ahí. Ya no la vi más. -“Bienvenida a Villa Alberto” La sonrisa de ese hombre cuando abrió la puerta no me tranquilizó. La tía Adela me apretaba fuerte la mano. Me serenaba, me invitaba a relajarme, a empezar mi nueva-y huérfana- vida con ella y su marido. Nunca conocí al peor hombre, pero supe con certeza que sería muy parecido a este que sonreía con esa cara de bobo, enseñándome sus dientes amarillos y asquerosos. - “Tranquila, pasa, ven con tío Alberto”. Para el tío Alberto nunca fui una niña. Me hablaba como a una adulta, a mí, que lo único que había visto en la vida era a mi madre en una cama y a mi maestra en la escuela. Me obligaba a sentarme a los pies de su sillón y ver con él todos los programas de sucesos. Le encantaba. Asesinatos, violaciones, atracos… disfrutaba viendo todo aquello y, más aún, comentarlo de manera detallada conmigo. La tía Adela le recriminó su actitud hacia mí. La única respuesta de tío Alberto fue acariciar la bala que llevaba siempre colgada al cuello. Y Adela ya no volvió a decirle nada. Nunca. Porque tío Alberto ya solo hablaba conmigo, aunque yo no le respondiera. Sus pequeños ojos claros y velados por una fina capa de mucosa, su grande y peludo cuerpo, y, sobre todo, su collar de una bala con la palabra “azar” grabada en ella. El primer cigarrillo que me ofreció me hizo vomitar, pensé que me moría. A tío Alberto le entró un ataque de risa, “Venga Jude, ya verás como te gusta, tonta”. Acabé fumando todos los días viendo los sucesos con él. ¿Y la tía Adela? En casa siempre callaba.
Yo miraba sus manos, cada vez más callosas y agrietadas, las acariciaba en silencio y veía cómo le caían las lágrimas mientras me quitaba el cigarrillo de la mano. Las pocas veces que la podía acompañar a algún sitio, cuando el tío Alberto no estaba en casa, me miraba y preguntaba si era feliz, que me acogió pensando en mí, que cuando me vio a los pies de mi madre muerta no pudo dejar que me quedara con servicios sociales. Pensaba que ella me podría mimar y cuidar, que no pensaba que Alberto… Yo le tapaba la boca con la mano y le aseguraba que era feliz, que el tío Alberto me cuidaba a su manera. -¡Venga, Jude! ¡De un trago, de un trago! No me gustaba beber. -¡Vamos, Jude! ¡Enséñanos cómo lo haces! Odiaba la voz de mi tío Alberto. -¡Esa es mi chica! Noté el Jack Daniels bajando de golpe hasta mi estómago. Su sabor amargo hacía que una leve arcada me sacudiera siempre el esternón. Los niños no deben beber, al menos es lo que dicen por la tele. Entonces ya tenía trece años. Creo que perdí mi niñez en el mismo momento que entré por esa puerta. Las risotadas de los amigos del tío Alberto retumbaban en mis oídos con tanta fuerza como un rugido animal. Y me daban el mismo miedo. Recuerdo como seguía oyendo sus voces mientras subía corriendo a mi habitación. -“Otra, otra, ootra…” Ese soniquete de mierda aún me sigue viniendo a la memoria muchos años después. Cuando siento el amargo sabor del whisky bajando por mi garganta, porque aún me sigue sin gustar, pero ya no lo puedo dejar. Desde que pude salir de esa casa de la mano de servicios sociales, porque al final ese fue mi destino. Mi único consuelo es que Adela no lo llegó a ver.
No fue la bala del azar, ya que como me enteré después, esa solo le hizo un pequeño rasguño que no llegó a ningún sitio, ni una mísera denuncia tuvo mi tío Alberto. Esta bala sí le acertó de lleno, en la cabeza. El tío Alberto apuntó mejor esa noche en la que Adela sacó fuerzas de donde pudo para apartarle cuando lo vio encima de mí. Y otra vez volví a estar a los pies de una muerta. Sin poder articular palabra mientras el tío alberto se volaba la tapa de los sesos en la habitación de al lado. Muchas veces me pregunto por qué dije que sí, que quería algo de esa casa en la que durante unos años viví, en la que fumé, bebí y me follaron. Pero necesitaba tener conmigo esa puta bala que tantas veces miraba sin saber por qué la llevaría colgando de su seboso cuello. Porque esa bala solo rozó a la persona que quizá más he querido, y el azar quiso que ella me encontrara a los pies de la cama de mi madre muerta y me llevara con ella.
De muerta a muerta.
LA TIERRA - Manuel Moreno Mustieles El silencio y la brutalidad del paisaje danzan entre piedras y ocres. Sobre los cerros, la mirada se pierde. Dicen que los días claros se alcanza a ver el mar. Dicen. Subir y subir cada día hasta encontrarse dentro del cielo. Nací en un pueblo próximo. Iglesuela, se llama. La culpa la debe tener la iglesia. Casi todo es culpa de la iglesia. Mi madre la Nuri y mi padre el José. Cuatro hermanos éramos, ahora sólo tres. Pepe se fue a la ciudad y desapareció engullido entre sus tripas. No dejó ni rastro. Un frio día de diciembre llamaron a mi padre y le dijeron que tenía que acercarse a Madrid a reconocer un cadáver. Era Pepe, o lo que quedaba de él. Inerte sobre una fría camilla de acero inoxidable arropado en su saco plateado. El deslizar de una cremallera y sus ojos cerrados. Mi padre nunca habló de ello, pero yo lo imagino así.
El tiempo transcurre despacio pero seguro. A paso lento y firme, decía mi madre mientras pelaba las cebollas y las lágrimas se deslizaban hasta sus labios. Madrugar. Siempre me ha gustado madrugar. Las campanas bailando sobre ese torreón de piedra. El sol amenazando salir en breve. Cruzarse con la Lola, el Ramón, el carajillo en el bar y a subir al llano. Subir al llano. Todo aquí tiene cierto punto de certeza oculta tras una contradicción.
La vida en el pueblo siempre fue sencilla. El campo. Las vacas. El pasto. El maíz. Y el bar. Todo empieza y acaba en el bar.
El invierno me gusta pese a que ya no nieva como antes. La tierra está seca. Las lluvias nos abandonaron hace meses. Perdido se llama mi burro. Le cuelgo el arado y nos paseamos. Vamos y venimos dibujando líneas en la tierra. Apareció un día lluvioso. Empapado. Probablemente llorando. Me miró con esos ojos tiernos y tristes. Perdido lo bauticé y desde entonces sus ojos sonríen al verme. - Mira que eres guapo. Guapo y perdido- dije guiñando un ojo.
El trabajo duro. Mis manos resquebrajadas. Sentarse en la era protegido por la sombra del muro de piedra. El pan de hogaza y el chorizo de mi tío Rubén. Gran momento. El silencio. La vida. El águila que pasa. Y el chorizo. - Empieza el fresco- dije.
La vida en el pueblo me gusta. No necesito mucho más. No puedo entender a la gente que decide complicarse: ahora necesito esto y luego lo otro. Me cruzo con alguien y no digo nada. ¿Te imaginas? No dice nada. Ni hola. Trabajo. Más trabajo. Luego voy aquí. Después allá. Y un día apareces muerto con los antebrazos agujereados a pinchazos. La vida en la ciudad es un sacrificio que no es para mí. Un viaje a un lugar ajeno. Una vaca aquí. Otra allí. Piso una boñiga. Ostras, ese es el macho. Su trabajo es follar. Germinar. Descansar. Y volver a follar. Se folla a la que quiere. O casi. La Mati es mía, sólo mía.
LECHE DE TXANGURRO - María Salguero Padre e hija cenan juntos en una marisquería carísima llena de gente elegante. Van por la segunda botella de Albariño y, aún así, nada parece calmarles la sed. - ¿Puedes dejar de mirar el centollo con esa cara, por favor? - ¿Qué cara? - Cara de “oh, pobre centollito, su mamá lo estará buscando en el mar”. - Para tu información era más bien cara de “hostia puta, qué bicho más jodidam - Haz el favor de no decir tacos que estás llamando la atención… - … jodidamente Terrorífico”. Es como una cría entre Alien y Sebastian el cangrejo de la sirenit - Pues nada hija, cuando seas tú la que invites, si es que alguna vez te da la vida para invitar a algo, me llevas a uno de esos comederos de alfalfa llenos de cucarachas veganas que tanto te gustan. - ¡Cucarachas dice!, ¡Pero si este bicho es lo más parecido a una cucaracha que he probado en mi vida, joder! ¿Cuántas patas tiene? ¿Veinticinco? - Schhh, calla. No mires, pero la chica de la mesa de tus siete acaba de sacarse un pecho y… ¡A tus siete, bruta!, estás mirando a tus cuatro, siempre has sido una inútil con las matemáticas. - Pero qué coño tendrá que ver una cosa con la otra, lo que pasa es que ahora los relojes son todos digitales y no visualizo lo que es la disposición de los números en la circunferencia con tanta facilidad como... - ¡Dios bendito! ¡Le está dando el pecho a una niña que debe tener ya el graduado escolar! Pobre mujer. Fíjate qué escuálida está, esa niña la está consumiendo. Es asqueroso. Silencio. Ambos beben, ella coge el caparazón del centollo y juega a hacer playback con las tenazas de la boca del bicho imitando la voz de su padre. - ¡Qué asco, he visto una teta, una teta humana! ¡- No lo digo por eso! Es porque la niña es ya mayor para…. - ¡Dios Bendito, vaya guarra la tía que se saca una teta en medio de la marisquería! - ¡Para, por favor! Toda la vida igual, ¡eres insoportable! - ¡Una teta con pezón y todo, no como las de Instagram! Una teta llena de leche asquerosa, no como la lechita de mi polla que es juguito celestial de Txangurro machirulo a la donostiarra… ¡Oh! pero qué veo aquí, si son más tetas. Dos tetas como dos carretas… - Hija por favor te lo suplico, no lo hagas. Ella se saca una teta por encima del escote de su camiseta y hace como que da de mamar al centollo que ha envuelto en la servilleta para simular ser un improvisado bebé. -¡Ay mi Txangurriño! -juega con una de las patas del bicho- Dile hola al abuelo, venga, dile “hola abuelito”. No tenías tantas ganas de tener un nieteci.. Alguien le parte la cara antes de acabar la frase. Es la madre de la mesa de al lado. Después del bofetón, la mujer vuelve a su mesa y se sienta. La hija y el padre quedan bebiendo en silencio.
- Tienes las tetas muy pequeñas. - ¿Perdón? Pues que tienes las tetas pequeñísimas y tu madre las tenía enormes, eso si que eran dos carretas y no esos minúsculos forúnculos que tienes tú por tetas. - ¡Oye! - Es curioso, si tu madre las tenía descomunales, eso quiere decir que el gen de las tetas pequeñas es mío. No sé por qué, siempre imaginé que de haber sido mujer, hubiera tenido un pecho colosa. - ¿Echas de menos a mamá? - Cada segundo - Ya, yo también. - ¿Nos vamos a tomar una copa a algún antro de los tuyos? - Sí, vámonos de aquí papá. El padre deja un par de billetes de cien en la mesa, la hija coge el caparazón del centollo y antes de salir se lo da a la niña de la mesa de al lado. - Chupa esto bonita, no está más seco que tu madre.
MARTE - Paco Florentino Este verano me he fabricado un patinete con una tabla grande de madera y unos ruedines de bicicleta. Llevo un caso rojo. Juego a que soy un hombre bala y me tiro a toda velocidad por la rampa de la caseta. Como dice mi padre, esto no un chalé, es una caseta de campo. También acabo de pintar en colores dorado y plata una bicicleta antigua y oxidada que he heredado de mis primos. Ha quedado algo extravagante, pero me gusta. Cuando puedo hago un caballito y bajo la rampa con una sola rueda. Esto es el circo y tengo un público anciano y somnoliento. Como cada día ocupan sus mecedoras refugiados del sol y a cierta distancia de seguridad de mi veloz trayectoria. Mientras circulo por la rampa, parecen sumidos en esa indiferencia a los sucesos propia de la edad. Aurelio y yo dormimos en el comedor, todas las noches nos introducimos en unos camastros plegables. Cuando se despierta, suele ponerse la boina antes de vestirse. No utiliza cinturón, una cuerda sujeta sus viejos pantalones. Tiene unas orejas enormes y unas manos grandes con dedos nudosos. Está todavía más sordo que mi abuela Joaquina, pero no quiere ponerse un aparato de esos para oír mejor. Acostumbra a reírse sin razón aparente, y a menudo le chillo al oído preguntándole el motivo de esa carcajada perpetua. Él siempre me contesta lo mismo, -”si te lo digo, lo sabes”, y la conversación se termina. Aurelio es huérfano, toda la vida ha vivido con mis abuelos, que lo acogieron de muy pequeño. Mi abuelo Pepe se levanta muy temprano y camina por el campo encorvado. Para andar se apoya en un palo de madera. Está enfermo de los bronquios y siempre lleva un puro caliqueño en la boca. Es un puro eterno, seco y quebradizo. Se pasa el día
pegando sobre él papeles de fumar que moja con su lengua para restaurarlo. A mi abuelo no le gusta el cemento ni las mecedoras, prefiere sentarse en el campo, en una vieja silla de madera de patas cortas, debajo de la higuera. Mi abuela Carmen tiene la obsesión de cerrar con llave la entrada de la caseta todas las noches y cuando hay tormenta, se encierra en la despensa. Ella siempre dice que el miedo es libre. Por las mañanas la cortina de plástico golpea una y otra vez la puerta metálica. Es la perra que quiere entrar. Mi abuela Joaquina lleva un aparato para la sordera. Es un dispositivo antiguo con una carcasa metálica plateada y un cable trenzado conectado a su oreja izquierda. A menudo se acopla con el altavoz de la televisión y entonces tenemos que hacerle señales para que le baje el volumen. Así desaparece el molesto pitido. Mi abuela olfatea casi todo lo que tiene a su alrededor. La pobre mujer intenta compensar la falta de oído con su nariz. La caseta es la última construcción de las siete edificaciones que hay en la urbanización. Nuestro vecino es mi amigo Guillermo, tiene un chalé muy grande. Nos separa una valla, pero como si no estuviera. Nos pasamos el día saltando de una parcela a la otra. La caseta está edificada en una pequeña hondonada, en su día fue construida alrededor de la piscina aprovechando sus muros de contención, lo que le da un aspecto de refugio antinuclear. Una ocurrencia más de mi padre, según él para ahorrar espacio. Falta algo de luz natural, aunque el problema gordo son las continuas filtraciones de agua que aparecen en las paredes de la piscina. El olor a humedad se mezcla con el aroma a resina de pino y algarroba seca. En la caseta solo hay un cuarto de baño. Si está ocupado no te queda más remedio queda salir al campo. Lo mejor de la caseta es su rampa, casi da vértigo tirarse por
ella con el patín. El desayuno en la caseta está lleno de años, pastillas y pijamas dados de sí. Nada que ver con el chalé de mi amigo Guillermo. Allí las mañanas huelen a cola cao y hay desfiles de primas y hermanas recién levantadas en bragas y camisetas de tirantes. Mi tía Conchín y mi tío Luis son los últimos en salir de la habitación. No son tíos carnales, pero como si lo fuesen. Mi padre y él hicieron la mili juntos y han sido compañeros de trabajo durante muchos años en una gasolinera. Mi tío es comunista y cuando se despereza siempre dice la misma frase -la culpa de todo la tienen las multinacionales y el capitalismo. Luego coge el periódico y se mete en el váter con un ducados en la boca. Todas las mañanas mi madre me manda enterrar la basura en el campo de naranjos. El camión del Ayuntamiento no llega a esta parte del pueblo. Aurelio y yo nos turnamos en ese cometido. Él siempre coge una azada grande con un mango largo de madera, se quita la boina y se escupe en las palmas de las manos antes empezar. Me gusta ver como hace descender la azada desde muy arriba para hundirla con fuerza en la tierra. Hay que hacer un hoyo bien profundo, sino la perra acaba desenterrándolo todo. Después nos ponemos a las órdenes de mi Abuelo Pepe. Desde su silla en la higuera y como si tuviera un mando a distancia, nos señala con una caña larga donde tenemos que arrancar las malas hierbas o quitar piedras para igualar el terreno. Odio los trabajos en el campo y siempre que puedo me escapo. Me gusta Esther, es la hermana de Guillermo. Sé que no le intereso nada, le atraen chicos más mayores. A menudo hay un montón de amigas que vienen a verla y antes de bañarse se suben al tejado del chalé a tomar el sol, yo aprovecho para trepar a un algarrobo, pero no llego a distinguir nada interesante desde arriba del árbol.
Me queda el consuelo del bañarme con ellas en la piscina. Buceo con mis gafas por debajo de sus piernas e imagino que se esconde detrás de esos bañadores de colorines. A Guillermo y a mí nos gusta tirar piedras a los panales de avispas y salir corriendo para lanzarnos de cabeza en la piscina. Aguantamos la respiración todo lo que podemos debajo del agua para estar seguros de que han desaparecido. Cuando salimos a la superficie, estamos solos, no hay ni chicas ni avispas. En la caseta se come pronto y rápido. Si te descuidas y llegas un poco tarde, ya no comes ensalada de tomate. A mí me gusta la gaseosa, pero mi madre se empeña en fabricar agua con gas con unos sobres de polvos blancos que echa en una botella de agua y luego agita. El gas dura lo justo para acabar de comer. Después de comer hace mucho calor y las mecedoras invaden el comedor mientras el aire del ventilador acaricia arrugas y alborota pelos teñidos. Es hora de la siesta, fuera es marte. Una temperatura atroz hace imposible salir al exterior. En esta nave espacial, los tripulantes abandonan sus cuerpos en posición de descanso. Parecen perder la consciencia. Aurelio mira la televisión sin volumen y la perra, tumbada en el suelo, jadea en un rincón. Yo aprovecho para desplazarme lento y silencioso, como si no hubiera gravedad. Paso por el comedor y cojo el Interview de mi tío Luis. Me dirijo a la sala de descompresión. Cierro la puerta del aseo con pestillo y me siento en el suelo fresquito. En el chalé de Guillermo no hay siesta. Allí las chicas ponen discos de Camilo Sesto mientras calientan cera para depilarse. Puedo imaginarme cómo debe ser aquello.
LOS ARROLLADOS Regina Cervera De niña me encantaban los trenes y he cumplido con mi sueño de conducir uno. Los días en que va completo llevo doscientas setenta almas. Los viajeros creen que sus vidas son importantes porque van a algún sitio, como si tener un rumbo fijo diera sentido a todo. Yo ni siquiera conozco las ciudades de destino, solamente les llevo y me vuelvo en otro tren a casa, donde me espera mi marido. Cuando viajo de pasajera leo alguna novela y enseguida me quedo dormida arrullada por el traqueteo. Hace poco soñé con un pájaro dentro de una jaula abierta. Empezó a golpearse contra los barrotes hasta sangrar por la cabeza. Dentro de la jaula se puso a nevar plumas encarnadas y ahí se acabó el sueño. Parecía una de esas bolas de decoración que se agitan y nieva. Prefiero las historias de ficción para no hacerme demasiadas preguntas. Me cuesta tanto distinguir la apariencia de la realidad. Si mi marido está sonriendo y parece feliz, ¿significa eso que es feliz? Si parece que los raíles del tren se juntan en el horizonte, ¿significa eso que se juntan? Si parece que le atraigo a un compañero de trabajo, ¿significa eso que quiere algo conmigo? Cuando conduzco en línea recta a ciento cincuenta kilómetros por hora, los raíles paralelos convergen en un punto de fuga situado en el horizonte. Entonces mis ojos bizquean, y pierdo la perspectiva. Aunque lo intente, no logro acostumbrarme a ese espejismo. Es la consecuencia de circular durante mucho tiempo en una dirección única. Mis compañeros me recomiendan fijar la vista un poco más arriba del horizonte, pero entonces no puedo apreciar si hay un obstáculo en el camino.
La sonrisa de mi marido se asemeja a un tren a punto de descarrilar. Me ha amenazado varias veces con suicidarse. Se pasa el tiempo sentado en el sofá viendo programas de televisión que explican cosas como la diferencia entre adelgazar y perder peso. Antes de la incapacidad era veterinario, pero ahora no podría ocuparse ni de una tortuga. Creo que mi iría mejor si cumpliera con su amenaza, así no tendría que estar siempre vigilante. Los suicidas vocacionales nos hacen creer que han llegado al límite. Los del ferrocarril son los peores. Unos exhibicionistas. Total para qué, no se les da publicidad: los pasajeros ni se enteran porque no les permitimos bajar y tampoco salen en las noticias para evitar a los imitadores. Al final, los arrollados quedan en el anonimato, lo que no impide que sigan tirándose al tren, por desgracia. Me gusta un compañero de trabajo. Con su tren ha arrollado a una suicida y no ha cogido la baja. No ha querido contar su experiencia a nadie, ni siquiera a un psicólogo. Se llevará la imagen del cuerpo reventado a la tumba. De todas formas la Mutua no cubre el psicólogo. Arrollar es inherente al puesto. Tienes que asumirlo si deseas trabajar en esto. Me gusta mi trabajo salvo la parte de arrollar. Tampoco puedo circular demasiado despacio porque nos amonestan por cada retraso. Entonces no me queda otra que conducir en permanente tensión. El miedo me mantiene alerta. He leído que un cuerpo humano con las entrañas por fuera se asemeja bastante al de un ciervo o al de un jabalí. En mis viajes he atropellado a unos cuantos animales que pretendían cruzar las vías. Los he visto saltar por los aires igual que sacos de patatas despidiendo burbujas de sangre. El otro día coincidimos en el momento de fichar. Me sonrió, yo le intenté besar en los labios, pero me retiró la cara. Tal vez creyó que le iba a dar un cabezazo. O quizá no escogí el momento adecuado. Lo intentaría otra vez pero temo los equívocos. Anhelo la claridad, me
gustaría conducir siempre en días despejados, ver venir los peligros, y que las vías se mantengan siempre paralelas a mi vista. Un tren igual al mío ha descarrilado en el norte. Nos lo acaban de comunicar. Catorce heridos, alguno de los graves podría morir. Dicen que el maquinista llevaba demasiada velocidad. Mi marido me recibe en casa con una cena romántica. Se ha despojado del eterno batín, de las zapatillas de ir por casa, y se ha vestido de galán con corbata y todo. Eso sí, ha comprado la comida preparada. Debe de haberse enterado del accidente. Aprecio el gesto y la tregua que me regala. Después de cenar, hacemos el amor en el sofá. Al fin y al cabo entre nosotros dos el sexo es pura fantasía. -¿Por qué no dejas de trabajar? Así podríamos pasar más tiempo juntos- dice. Un segundo basta para que todo salte por los aires. Tiempo suficiente para ver el resumen de la película de tu vida a cámara rápida. Y lo que ves no es nada más que la imagen de un campo mustio en el que ya no se puede cosechar nada ni sacarle ningún provecho. No sirve ni para un picnic de domingo. Fin de la película. Ha traído una botella de champán como si me hubiera pedido matrimonio por segunda vez. Después del descorche y de la voluptuosa erupción de espuma brindamos con las copas buenas. Yo sólo mojo los labios. Él se lo bebe de un trago largo, excitado, dando por sentado que he aceptado su proposición, como si a partir de este instante empezara la luna de miel. Deja la copa vacía en la mesita y se queda muy quieto, absorto en un último pensamiento. Hace un amago de eructar y cae a plomo en el sofá. Sin pararme a pensar, le pongo el pijama y lo cubro con el edredón. Lo dejo allí tapado, y yo me acuesto en la cama.
Espero a dormirme recitando un credo: La tierra parece plana. El mar parece azul. Mis piernas parecen más gordas debajo del agua. Los arrollados son sólo animales incautos. No he oído el despertador, llevo el tiempo justo para llegar al trabajo. Antes de salir echo un vistazo al bulto bajo el edredón. Mis pies aún dormidos recorren como autómatas las tres manzanas que me separan del punto de partida. En la estación se palpa la angustia. Existe la superstición de que después de un accidente ferroviario vienen dos más seguidos. El miedo es un dominó. Antes de subir a mi tren me he cruzado con el hombre de mis sueños. Pulso el silbato. Me he sentido rara esta mañana, por el silencio, el despertar sin los habituales sonidos melodramáticos: las pisadas de las zapatillas arrastrándose por el terrazo, la tila dando vueltas y más vueltas en el microondas, el zumbido de la máquina de afeitar, el “hasta la noche si dios quiere”. Mi banda sonora al comenzar el día. Sólo deseo dejarme mecer por este tracatrá. A los mandos experimento esa insuperable fuerza de varias apisonadoras juntas. El poder de la tormenta eléctrica. Miles de insectos perecen cada segundo reventados contra el parabrisas. Compró champán para pedirme que dejara de trabajar. Olvidó que aborrezco ese escalofriante burbujeo ácido. Burbujas de Pentobarbital sódico. Al fin y al cabo, él lo quería así. El cántaro va tanto a la fuente que al final se rompe. A quién le va a importar. Nadie se preocupa por nadie. Por primera vez he logrado clavar la vista por encima de los raíles, sobre la catenaria, y ahora el cielo es el suelo. Y la tierra, probablemente la tierra sea el agujero del infierno por el que deambulan los arrollados.
Un tren con preferencia viene de frente. Empujo la palanca de velocidad con ímpetu. Me da igual el Reglamento. Cierro los ojos y aprieto los dientes. Mi cuerpo se estremece por las turbulencias de atracción y de rechazo de los dos trenes cruzando a máxima velocidad. Hemos quedado en tablas, zarandeadas pero enteras, dos locomotoras silbantes y enfurecidas avanzando en direcciones opuestas en pos de su destino. En todos los trenes que pasan veo su precioso rostro de maquinista esquivando mi beso. Y esta mañana, él va y me saluda como si tal cosa. Pasando de largo con su cara de cera. Alguien está aporreando la puerta. Los golpes retumban en la cabina. No pienso aminorar. Anoche nos imaginaba follando y por eso pude soportarlo. Pero veo que sólo soy para él un insignificante insecto reventado en su parabrisas. Me gustaría fulminarle también, llevármelo por delante. ¿Qué diferencia hay? El tren nos acabará arrollando a todos.
Mi cabeza se ha estrellado contra el cristal. Oigo a los pasajeros bramar pidiendo auxilio desde el vagón. Alguien debe de haber accionado el freno de emergencia. La conmoción me impulsa a buscar la salida. Mi boca me sabe a metal. Al pisar el suelo, otro tren en sentido contrario me agita y me lanza por los aires. Ahora ya sé lo que se siente cuando te arrollan. La ligereza es increíble. ¿La habrá notado él también? Es como nevar suavemente sobre las vías.
VIDA AZAROSA Salva Alemany Cecilia ya no recuerda el momento en el que dejó que el azar dominara su vida. Al principio fueron pequeñas decisiones, gestos sin importancia, casi un juego. Sí recuerda que un día en la parada del autobús decidió subir al primero que llegara, no importaba el destino. Se encontró así viajando a un lugar de su ciudad que nunca había visitado, por puro placer. Conoció sitios a los que de otro modo jamás hubiera ido. En ocasiones bajaba del autobús cuando subía el primer niño, o el primer anciano, la mujer más alta, el pasajero más gordo. Se acostumbró a perderse por las calles, a vagar sin rumbo. En los restaurantes comenzó a pedir por el número del plato sin siquiera mirar la carta. Probó cosas que jamás había comido. Daba igual que fueran o no de su agrado. Le gustaba pensar que estaba comiendo lo que el azar había decidido. Poco a poco esta costumbre se extendió a multitud de actividades. En el supermercado cerraba los ojos ante las estanterías y se dejaba guiar por el tacto, la forma de los envases, incluso el sonido que hacían al agitarlos. Llenaba así su despensa de cosas que no necesitaba mientras echaba a faltar otras que no había comprado. Le dio igual, le reconfortaba saber que habían sido elecciones caprichosas ajenas a su voluntad. Con la ropa le ocurrió algo parecido. Combinaba colores y estilos imposibles, elecciones aleatorias que le conferían un aspecto ciertamente estrafalario. Para las decisiones más rutinarias, aquellas que consistían en un sí o un no, utilizaba una moneda que lanzaba al aire. Cara, sí. Cruz, no. Darse una ducha, cambiar las sábanas, poner una lavadora, leer o escuchar música, ver la tele o dormir, ir o no
al gimnasio. Todo era sometido al escrutinio de la suerte. Más complicado fue someter sus horarios al azar. Se acostumbró a poner el despertador girando un buen rato la manecilla sin mirar. Así, había veces que se despertaba a las cuatro de la mañana y otras que el despertador sonaba cuando ya hacía rato que estaba despierta. Esto terminó afectando a su trabajo, pues fue incapaz de mantener un horario regular de entrada. No pudo explicar por qué llegaba tantos días tarde y al final fue despedida, pero le produjo un placer especial saber que no había sido una decisión suya. Comenzó a viajar sin conocer de antemano su destino. Compró una bola del mundo y la hacía girar deteniéndola con el dedo. Compraba billetes para el país que su dedo había señalado. No era infrecuente que el punto del globo elegido fuera en mitad del océano. En esos casos anulaba el viaje, se ponía el bañador y se iba a la playa. Y no importaba que fuera verano o invierno, se había impuesto la obligación, si eso sucedía, de darse un baño. Se acostumbró a las aguas frías en invierno. Durante sus viajes no era infrecuente que se encontrara perdida, sin saber muy bien dónde estaba, ciudades pobladas, zonas rurales, playas solitarias, montañas escarpadas. Se acostumbró a viajar con una mochila, sin rumbo fijo. El autoestop le resultaba especialmente placentero; no saber quién la pararía ni dónde terminaría era para ella un motivo de felicidad. Pedía al conductor que la dejara donde le viniera bien, daba igual que fuera cerca o lejos. Le encantaba sentarse en el asiento del copiloto de un desconocido, cerrar los ojos y dejarse llevar. Nunca compraba billete de vuelta ni programaba una duración determinada de sus viajes. Sus amigos poco a poco se fueron cansando de sus plantones y dejaron de llamarla. A ella no le importó. Una vez más, no fue su decisión. Se sentía cómoda en la incertidumbre. Comenzó a salir sola por
las noches. Se subía a un taxi y le decía al conductor que la llevara a un bar de copas. Acabó conociendo casi todos los bares de su ciudad, daba igual que fueran tablaos flamencos o discotecas de música electrónica. Probó drogas que le ofrecieron en algunos locales, sustancias que no había tomado nunca, por pura inercia. Tuvo relaciones sexuales con gente a la que nunca eligió. Se sentaba en la barra y dejaba que se le acercaran, lo que no resultaba infrecuente. Ella conversaba con todos divertida, daba igual que la persona le gustara o no, que fuera guapa o fea, gorda o delgada. Ni siquiera le importaba que fuera un hombre o una mujer. Nunca antes había tenido relaciones homosexuales, pero descubrió que lo que realmente le excitaba era el no saber cómo ni con quién se acostaría aquella noche. Nunca proponía un plan, se dejaba arrastrar. Si la persona que la abordaba le proponía llevarla a su casa y tener relaciones, ella aceptaba encantada. Tuvo así experiencias que jamás hubiera soñado. Hizo tríos con dos hombre, con dos mujeres, con parejas, algunas de ellas casadas que buscaban una tercera persona en sus juegos sexuales. Nunca dijo a nada que no.
Pero todo empezó a pasarle factura. Pasado el tiempo, cada vez le costaba más ilusionarse. El azar no siempre le deparaba experiencias apasionantes. También descubrió que el destino puede ser aburrido, caprichoso y repetitivo. Se notó, deprimida y apática, falta de motivación. Le pedía cosas al destino que el destino no parecía concederle. Emoción, excitación, riesgo. Hasta que alguien le habló un día de esas partidas clandestinas. Ella jamás hubiera imaginado que algo así pudiera existir. Al principio no se lo creyó, le resultaba demasiado bonito para ser cierto. Pero resultó que sí era cierto. Que había gente capaz de apostar su vida jugando a la ruleta rusa.
SUPERWOMAN Sara Manzano O diriges tu destino a la primera, o quedas a su merced. La vida solo ofrece una oportunidad para ser uno mismo. Es una putada, lo sé. Pero lo tengo comprobado, solo es una. Por eso, aquellos que tienen las cosas claras y actúan con determinación son los que le dan mil vueltas al azar, lo sacuden de frente, se lo comen con papas. Todos los demás somos los del montón, unos pelagatos sometidos a los macabros experimentos del destino. Hay que ser más decididos. Hacía meses que se había convertido en mi discurso de cabecera, me lo repetía a diario. Aquel día decidí compartirlo con mi amigo Pablo. Supongo que motivada por el empoderamiento de entrar en la mayoría de edad. Aunque el alcohol también tuvo que ver, de eso no hay duda. Me sentía totalmente desinhibida. Sí, la primera borrachera legal te convierte en una diosa. Me creía en plena posesión de mi libertad, como nunca lo había hecho antes, y la quería disfrutar. Me vi flotar. Y en ese levitar, vi oportuno comenzar a decir lo que me saliera del coño, vivir con el pecho hacia afuera y la cabeza hacia arriba. Y, si hacía falta, a partir de ese momento metería yo el codo primero para evitar las zancadillas de los demás. Y en esas estaba, en pleno discurso autoafirmativo, cuando Pablo comenzó a imitarme con su voz ñoña, esa que odio. “O me tiro de cabeza a la piscina a la de tres, o me muero”. Esa eres tú, decía. Así de decidida eres. ¿Para esa mierda me organizó la fiesta en su casa?, ¿para reírse de mí? Cerré su bochornosa imitación con un buen guantazo y me fui a la cocina a por una cerveza. De ahí al salón, haciéndome la indiferente, pero jodida. Muy jodida.
Pablo siempre había compartido conmigo este tipo de conversaciones vitales y desde que su prima Marta, a la que acaba de dejar el novio, se unió al grupo, es como si solo tuviera oídos para ella. En fin, que sus risas me dieron que pensar. ¿De verdad no me consideraba capaz de actuar con determinación? ¿me veía como una boba? El nivel de cuestionamientos aumentaba al ritmo de mi ingesta de alcohol. Y, por supuesto, mi distancia de Pablo en su propia casa, también lo hacía. Tanto se apoderaron de mí mis propias hipótesis, y tan incómoda estaba en aquella fiesta, que preferí marcharme a tierra hostil, a casa, con la esperanza de no tropezar con el enemigo antes de llegar a un buen refugio, mi cama. Tuve que andar unos veinte minutos, en los que decidí no esquivar los andamios que se interponían a mi paso. Porque para ese momento, a mis dieciocho, y pese al capullo de mi amigo, yo ya me había auto regalado el comenzar a labrar mi propio destino. Y eso nadie me lo iba a quitar. Mientras subía las escaleras del portal escuché la voz de mi padre arremetiendo contra mi madre, para variar. Me dio entre pereza y asco. El miedo lo había perdido hacía tiempo y creo que en esos momentos, con mi nuevo súper poder de los dieciocho, ya se había transformado en venganza. Abrí la puerta con la intención de irme directa a mi cuarto. Pero no hubo suerte. -¿De dónde vienes a estas horas? -me gritó acercándose a mí-. -De donde me da la gana- le dije. Se acercó más y preguntó que si había bebido. A lo que respondí con un sobrado. -No más que tú, eso seguro. Y esa fue la chispa que inició la guerra. Después vino lo de siempre. Que si menuda pinta de guarra llevas, que si no te da vergüenza, que menuda mini falda, que con quien habrás estado y toda la retahíla. Yo callaba, pero no olvidaba mi auto regalo. Él, al no obtener respuesta, se dirigió al blanco fácil,
mi madre. Que si como la dejas salir, que si tú sabías dónde estaba, que si vas a hacer que se convierta en una guarra como tú, que ojalá hubiera sido un hombre. Y no sé muy bien por qué, pero fue en ese instante cuando desplegué mi capa. - ¿Un hombre? ¿Querías un hombre?, grité. Dijo que sí, que un hombre, porque con una guarra en casa ya teníamos bastante. Le escupí. Me golpeó la cabeza. Le pateé el abdomen. Me gritaba zorra. Los llantos y quejidos de mi madre inundaban el pasillo. Las palabras que habían hecho que Pablo se burlara de mí en la fiesta me confundían. Y entre todo ese remolino de estímulos, con la cerveza nublándome la vista, solo uno se hizo nítido: hay que ser decididos. Fui directa al armario donde el indeseable de mi padre guarda las escopetas de caza. Actué y, como una verdadera superwoman que se oculta después su gran acto por la humanidad, hui. Mientras salía de casa no sabía qué había hecho, ni cómo, nunca antes había usado una de esas armas. El no infinito de mi madre cuando el cuerpo de mi padre se desplomó llenaba cada espacio de mi mente y casi estaba pasando a hacer lo propio con mi corazón cuando, al torcer la esquina, me topé con Pablo. A la de tres o me muero, dijo, y lo siguiente que recuerdo oír es un estoy enamorado de ti. Pero de esto no estoy cien por cien segura. Lo empujé y corrí. Con las pulsaciones a mil, en ese momento solo me preguntaba qué acababa de hacer, y por qué no lloraba. Por qué no me caía ni una lágrima. Me quedé resguardada en aquel puente. Sin decisión suficiente para fraguarme un plan. No habían pasado ni tres horas de mi heroico acto familiar cuando ustedes me encontraron. Y ese es todo el relato de los hechos.
Está claro que actué tarde. Compré rota y a destiempo la capa de superwoman. ¿O acaso no es cierto, señor agente, que de haber cometido este crimen tan solo unas horas antes mi condena sería mucho menor? Solo el destino quiso que tuviera que hacerlo hoy.
Este fanzine reúne textos del taller de escritura creativa Escribir con los puños, impartido por María Bastarós para Escuela Fuentetaja en octubre, noviembre y diciembre de 2019.