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Allá en el cielo, como en la tierra (Ramón Nuñez
from One stop enero
Ramón Nuñez
Escritor desde hace veinte años, aunque al principio se decantó por la música, la escritura venció y actualmete escribe en varios diarios y revistas culturales internacionales. En 2010 publicó su primer libro La verdad , obteniendo gran reconocimiento en su país, Uruguay.
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Allá en el cielo, como en la tierra
Fue Bertiaga quien me pidió que lo enterraran con el celular. No fue cosa mía como muchos comentan por ahí. Me mandó a buscar con un sobrino, y yo qué otra cosa podía hacer. —Dice el tío que vaya —me comentó el muchacho, al cual pregunté—: ¿Para qué? —No sé. Sólo dijo que fuera. Bajé la olla del fuego y salí para la casa de mi amigo. El perro detrás, como siempre, alborotando al vecindario. Con Bertiaga nos conocíamos desde gurises y habíamos construido una linda amistad y, aunque no éramos parientes, yo lo quería como a un hermano. Lo encontré mal. Hacía tiempo que venía luchando, pero ahora
ya era algo irremediable. Quiso pararse de su asiento y se volvió a sentar. Me acerqué, pasé mi brazo por su hombro y lo abracé. Entonces, Bertiaga se acomodó en el sillón y me comentó que no quería seguir así. Que ya demasiado había sufrido y que no tenía sentido seguir viviendo de esa manera. No supe qué responder, pero lo que el hombre decía era la pura verdad. Me hizo varias recomendaciones, entre ellas, que no fuera a descuidar a su sobrino, ya que el pobrecito no era del todo muy despierto. —Lo sé —respondí, agregando que contara conmigo. Me pidió que no le descuidara la quinta y por último que lo enterraran con el teléfono celular. —¿Me estás tomando el pelo, Bertiaga? Se puso serio. Llevó la mano al bolsillo y me alcanzó un billete de mil pesos. —Tú haces lo que te pido, si no veo a otro. No dije nada. Tomé el dinero, el teléfono celular y me fui. Bertiaga se murió el domingo, como me lo había dicho. Los domingos son los mejores días para morirse. No sé. Como que la gente anda en otras cosas y uno pasa desapercibido y justamente se viene a morir un día como el de hoy. Lo velamos unos pocos. Su sobrino lloraba y se le caía una baba que cada tanto secaba pasándose la manga de su abrigo. Entonces, cuando llegaron los funcionarios para cerrar el cajón, me acerqué lentamente, pasé mi mano por su frente y dejé el teléfono al costado de su oreja. Ahora a Bertiaga se le da por llamarme. A veces me llama por la noche y nos pasamos ratos largos conversando. Siempre me pregunta por el sobrino y me hace comentarios de la quinta y qué lindo que se ve todo desde allá arriba.
Hoy domingo me volvió a llamar para preguntarme algo de fútbol y yo no supe responder, pues el partido es a las cuatro. Yo le dije que cuidara los mil pesos, que se van volando, que en todo caso yo lo llamaba a él y después arreglábamos. —No te preocupes, Reynaldo —respondió matándose de risa— aquí tenemos wi fi. Entonces dejé de preocuparme y nos pasamos tardes enteras proseando. Él me cuenta lo bien que está pasando y siempre con eso de ¿por qué no te venís?