MARIANO FLORES CASTRO
Arte y Artistas del EXILIO ESPAÑOL EN MÉXICO
Cristóbal Ruiz, retrato de Antonio Machado, 1939.
Josep BartolĂ
“Que no a todos haya sido posible una amplia comprensión de nuestra vida y hayan expresado más bien la suya y su drama, no es razón para que no se les considere como artistas de casa, por lo que a la postre, su valor ha de cifrarse en la calidad de sus obras.” Justino Fernández
Introducción La presente reflexión sobre los aportes artísticos del exilio español en México parte de tres premisas. Primera: el fervor de entonces, la pasión que dividía a los bandos y los humanos rencores han perdido parte de su explosividad original, dando paso a una visión más ecuánime —aunque de ninguna manera neutra o indiferente— sobre ese desgarrador fragmento de la historia iberoamericana moderna. Segunda: a México llegaron comunistas, socialistas y anarquistas, pero también monárquicos y liberales sin filiación a las tendencias políticas internacionales de la época (el estalinismo, por ejemplo). Y tercera: este no es un ensayo histórico que busque una total precisión académica —por cierto, inalcanzable—, sino un texto que aspira a acompañar el juicio crítico del lector esquivo o de alcances culturales medios. Por lo demás, admito que mi texto pasa revista sólo a algunas figuras destacadas de entre los muchos artistas españoles que se refugiaron en México a raíz de la contienda. A los anónimos y a los vagamente mencionados aquí se debe también un reconocimiento que llegará tarde o temprano. La escasa atención otorgada a las artes plásticas en la extensa bibliografía sobre la Guerra Civil Española ha impedido establecer todos los parámetros necesarios para su cabal y verdadera historia. Recuérdese que no fue sino hasta la Bienal de Venecia de 1976 cuando se reunió por primera vez, bajo una propuesta curatorial inteligente y comprensiva, el arte de la guerra en la exposición España. Vanguardia Artística y Realidad Social. 1936-1976, la cual constituyó un intenso y extenso ejercicio de evaluación retrospectiva, antológica (y por tanto, crítica) del devenir de las artes plásticas y la arquitectura españolas a partir de la guerra y hasta la muerte del llamado “caudillo de España por la gracia de Dios”.
El allá del aquí En 1948, tras su temporada holliwoodense, Salvador Dalí regresa a España y se instala en Port Lligat, donde se proclama católico ferviente y adicto al régimen espurio de Francisco Franco. Convenientemente, el pintor surrealista había olvidado el asesinato de quien fuera su amigo íntimo, el poeta García Lorca, y fungía como compañero de ruta de la ultraderecha cobijada bajo el ala del clero y el gran capital. El ´48 es importante, ya que prácticamente divide en dos etapas al exilio español: aquella primera en que se mantenía la esperanza de un eventual retorno a la patria en un plazo razonable, y la que se impuso poco después como destino inexorable tras la consolidación del franquismo. En 1939 había dado inicio la llegada masiva de refugiados políticos españoles a México, entre los que se encontraban algunas de las luminarias intelectuales de la vanguardia liberal, académicos y artistas que darían un perfil singular a su exilio, marcado por sólidas convicciones democráticas y republicanas, por su solidaridad y cohesión colectivas Arturo Souto
A. Rodríguez Luna
y por una cierta afinidad con la orientación progresista de algunos prominentes pintores mexicanos. Éstos, sin embargo, si bien simpatizaban con los exiliados en el terreno de las ideas políticas, veían con algo de recelo su participación en el medio, aduciendo que los transterrados no eran de allá ni de acá y dado que el antihispanismo ya había adquirido para entonces visos radicales bajo la bandera de un renacimiento indigenista de cuño antropológico. El nacionalismo mexicano fue, pues, un tanto refractario a la presencia mortificada de estos artistas venidos de una contienda civil tan diferente a la Revolución Mexicana y que, para colmo, preferían la pintura de caballete a la pintura mural socializante. Ello les obligó a buscar un segundo refugio en la construcción de una identidad estética más personal, más íntima y contrita, donde lo nacional o regional pesaba menos que lo universal del género humano, si bien fueron asimilando aspectos del paisaje natural e intelectual de México. Las convicciones seguían ahí, pero ya no eran proclamadas a voz en
grito, sino casi susurradas en los cafetines, en las corridas de toros, en las imprentas y en los talleres de los artistas, la mayoría de los cuales se desentendió de la política mexicana, como no fuera la cultural en el terreno de las artes gráficas. Es imposible hablar de un estilo común al referirse a estos creadores, como bien podría identificarse una clara afinidad entre los impresionistas o los cubistas. Entre la obra de Enrique Climent y la de Miguel Prieto hay grandes diferencias; no se diga ya entre la de Remedios Varo y la de Vicente Rojo. Con todo, hay algunas claves que permiten abordar el tema de los artistas plásticos del exilio español como una unidad reconocible, así sea de una manera un tanto esquemática. Para su mejor comprensión hay que dejar claro que se trata de dos vertientes en cuanto a la aproximación a sus medios expresivos y de dos tiempos en que se producen sus obras: por un lado, identificamos a quienes dedicaron su talento y destreza a expresar los horrores de la violencia bélica y a hacer propaganda en favor de su bando; por el otro, a quienes, siendo antifascistas, siguieron un camino personal afiliado a las rupturas vanguardistas de Europa y, posteriormente, a las de Estados Unidos. Algunos críticos e historiadores del arte señalan, no sin razón, las diferencias entre las obras realizadas en España y las que surgieron en México. Entre los mejores dibujos de Arturo Souto y Josep Bartolí, Enrique Climent y Ramón Gaya, varios fueron realizados en la península, en tanto que las obras más logradas de Remedios Varo fueron ejecutadas en México. Por su parte, Vicente Rojo ha trabajado la totalidad de sus obras esenciales entre nosotros. Estos matices y diferenciaciones serían propios de un tratado extenso sobre el tema. Aquí sólo pueden aparecer como mínimas referencias orientadoras.
Miguel Prieto
Como sabemos, la pintura debe a España algunas de las obras más importantes de la historia del arte occidental. Baste recordar aquí las de Velázquez (1559-1660), Goya (1746-1828) y Picasso (1881-1973) para dar cuenta de su vigor y originalidad extraordinarios. Estos son sólo tres de los portentosos antecesores con que debía confrontarse y medirse el talento de todo artista plástico nacido en la España de finales del siglo XIX y principios del XX si aspiraba a algo más que repetir y arar en el vacío. Las vanguardias artísticas españolas llegaron tarde al llamado “Siglo de Picasso”; en efecto, fueron producto de rupturas con los cánones clásicos y con el realismo inveterado de las academias; naturalmente, se inscriben en la historia del arte moderno europeo, pero con su propio ritmo de pasos acompasados. Conviene aquí recordar que el proceso disruptivo iniciado por Cézanne (1839-1906) tiene sus correspondencias tanto en El Puente y El Jinete Azul como en todo el expresionismo alemán de varia raíz. París y Weimar dictaban las tendencias más heterodoxas, mientras en Barcelona, Madrid y Valencia se gestaba lentamente un arte de vanguardia impregnado de crítica sociopolítica, la cual se agudizó y perfeccionó a partir del primer alzamiento del bando franquista. No es difícil coincidir con Manuel García García (1983) cuando afirma que “la actividad artística más importante desplegada en el sector republicano durante la Guerra Civil española fue la propaganda gráfica”. Pero ese abultado número de carteles, pasquines, tarjetas postales, ilustraciones de prensa, escenografías improvisadas en espacios públicos, graffitti, caricaturas y timbres postales, no bastan para definir el carácter de los artistas que llegaron a México con el exilio español. En su momento, Arturo Souto, Josep Bartolí, Miguel Prieto, Enrique Climent y Antonio Rodríguez Luna, entre otros, produjeron dibujos y carteles de contenido político y propagandístico, pero asimismo se distinguieron por conquistar espacios de renovación plástica muy personales, obras que han tardado en obtener el reconocimiento que merecerían y que aún hoy esperan a ser ubicadas en el contexto del gran arte hispanoamericano. Ahí está el ejemplo de Miguel Prieto (uno más de los “huéspedes” de los campos de concentración en Francia), quien desarrolló un admirable trabajo en el campo del diseño, la escenografía, el muralismo y las artes gráficas, y que dejó discípulos tan importantes como Vicente Rojo. La diversidad de individualidades ha sido siempre condición necesaria para el surgimiento del gran arte de todos los tiempos. La polémica sostenida entre el cartelista y fotomontajista Josep Renau y el pintor Ramón Gaya —ambos republicanos exiliados en México— da una idea de las diferentes concepciones
del arte comprometido que se ventilaban a partir del estallido de la Guerra Civil española. La Carta de un pintor a un cartelista, publicada por Gaya en la revista Hora de España, aborda asuntos del mayor interés sobre la función del cartel de guerra. Argumentaba Gaya, con cierta pedantería: “El cartel de la guerra y en la guerra no puede estar hecho con fórmula y cálculo; por eso yo me atrevería a defender —y hasta aconsejar— un cartel que, necesitando aquí definirlo de algún modo para poder nombrarlo, tendré que definir cartel-pintura.” [ ...] “ aquí lo que ha de lograrse es expresar, decir, levantar, encender aquello que habita ya de antemano en las gentes. Y esto sólo lo puede conseguir —o intentar— el arte libre, auténtico y espontáneo, sin trabas ni exigencias, sin preocupación de resultar práctico y eficaz ...”. El comunista Josep Renau, a la sazón Director General de Bellas Artes del Ministerio de Instrucción Pública del Gobierno de Largo Caballero, responde a Gaya en estos términos, más que precisos, ardientes: “El cartel de propaganda, considerado como tal, existirá y subsistirá mientras existan hechos que justifiquen su necesidad y eficacia. “Por eso, en el artista que hace carteles, la simple cuestión del desahogo de la propia sensibilidad y emoción, no es lícita ni prácticamente realizable si no es a través de esa servidumbre objetiva, de ese movimiento continuamente renovado de la ósmosis emocional entre el individuo creador y las masas, motivo de su relación inmediata.” Entre las obras más desgarradas de la época destacan las series Los Campos de concentración de Bartolí, Víctimas de la aviación fascista de Rodríguez Luna, y los dibujos de la guerra ejecutados por Souto y Prieto. Climent también realizó algunos trazos magistrales y conmovedores sobre los campos de concentración en Francia (una parte importante del exilio español), sin alcanzar el patetismo expresionista de los antes mencionados. Ramón Gaya, Cristóbal Ruiz, Remedios Varo y Vicente Rojo —guardadas todas las proporciones y las distancias cronológicas entre ellos— tienen en común el haber asimilado lo mejor de la tradición pictórica de España y, simultáneamente, el haber transitado por territorios de la plástica nunca antes explorados, o bien, recorridos desde una perspectiva más universal por ser más mexicana. ¿Contradicción? No la hay. Ellos no han sido participantes “con credencial”, sino observadores críticos de las vanguardias —inclusive las
norteamericanas aparecidas en los años cincuenta— y, con la excepción de Remedios Varo, que adoptó el surrealismo en todos sus términos, han de considerarse en su individualidad específica. (Por cierto, de Cristóbal Ruiz destacan los dos retratos que le hizo a Antonio Machado, uno de los cuales puede admirarse en el Ateneo Español de México, realizado en 1939.) Ahora bien, en 1937, a iniciativa del incansable Josep Renau, la República combatiente lleva a cabo el montaje del Pabellón Español en la Exposición Internacional de Artes y Técnicas de París. Algunas de las obras ahí expuestas y más recordadas son el Guernica de Picasso, el Campesino catalán con una hoz de Joan Miró y El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, de Alberto Sánchez. La ciudad luz seguía siendo imán de las vanguardias y ni los del bando nacional (franquistas) ni los republicanos podían soslayar ese hecho. Como quedó dicho, el fin de la Guerra Civil, en 1939, es el comienzo del exilio español a gran escala, pero éste no se llevaría a tantos artistas como algunos pudieran calcular. En España se quedaron algunos que sortearon con dispareja fortuna los bombazos e incertidumbres de la contienda civil. Juan Manuel Bonet describe ese pasaje histórico en Un siglo de arte español dentro y fuera de España: “En la España de la inmediata posguerra, en aquella España de la represión y de las cartillas de racionamiento, […] el arte moderno sobrevivió en condiciones difíciles. Ocupaban mucho espacio los partidarios del arte pompier [oficial]. Representó entonces un papel renovador Eugenio dʼOrs, intelectual del régimen, pero cuya Academia Breve Josep Bartolí y cuyos Salones de los Once se constituyeron, por contraste con el academicismo imperante, en un espacio donde encontraron acogida algunos nombres de la preguerra, los paisajistas emergentes y algunos de los partidarios del resurgir de las vanguardias.” Dejo a otros observadores y críticos más calificados que yo la discusión sobre el papel que desempeñó Eugenio d’Ors en ese laberinto del arte español durante y
poco después de la guerra civil. Lo cierto es que algunos se quedaron en la madre patria por falta de opciones para marcharse (como José Caballero) o por decisión de mantenerse en pie de lucha contra el caudillo (como los que se firmaban simplemente como Oliver, Augusto, Fernández y J. Huertas). Otros retardaron su exilio librando toda clase de asechanzas para proteger a sus familias. Los más cínicos simplemente adhirieron al régimen por conveniencia metalizada o por un instinto de supervivencia egoísta, dejándose cooptar y realizando arte oficial muy al gusto del Estado totalitario impuesto por Franco: un arte de mal cromo y peor intención propagandística, como lo prueban las cosas de Carlos Sáenz de Tejada, y las de Teodoro y Álvaro Delgado —de la revista falangista Vértice—, entre otros de no muy grata memoria. * Para avanzar en esta reflexión es preciso entrar en el terreno de las pasiones, de los caminos recorridos una sola vez en el trasiego de la obra artística considerada como una propuesta alternativa dentro de la vida misma. Esta vertiente del quehacer humano puede contemplar asuntos sociales, políticos o religiosos, pero escapa a las estrecheces de la comunicación utilitaria. Sin ser artificial, plantea una versión ficticia de la subjetividad. Aquí la necesidad de comunicar es minimizada —diríase desplazada— por el impulso de la expresión. En la publicidad y la propaganda la forma es fondo; en el arte ambos elementos deben constituir una asociación perfecta: el uno sin el otro no enciende la yezca de la obra artística. Puesto que el artista creador tiene la intención de añadir al mundo algo que no estaba ahí, echa mano de recursos espirituales y recursos formales, donde los segundos suelen prevalecer. Un tercer elemento que acrisola o funde a los dos anteriores es el sentimiento del artista plástico ante la materia, el color, la forma, la luz. (Todo esto ha cambiado enormemente con las tendencias actuales que buscan destruir la imagen en sí y el objeto de arte consumible, pero los principios generales siguen siendo los mismos.) Entre los artistas del exilio español en México se advierte la conciencia de esa linde que separa la intención meramente comunicativa de la vocación expresiva, espiritual. La exaltación de sus afanes y logros propagandísticos no debe monopolizar la atención ni desviarnos del valor de sus realizaciones posteriores.
Enrique Climent (1897-1980) llegó a México en 1939. Aunque había militado en la Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza y en el Sindicato de Pintores y Escultores de la Unión General de Trabajadores, en el fondo fue siempre un escéptico del poder y de la política; me refiero a un artista retraído sin fácil clasificación, como no sea ubicándolo entre los espíritus más independientes de su tiempo. Exploró las tendencias del arte moderno y asimiló sus influencias sin demasiada reverencia frente a la innovación desbocada del futurismo y el cubismo. En 1940, junto a José Renau y Ramón Gaya, exhibió su obra en la Primera Exposición de Artistas Españoles en el Exilio, montada en la Casa de la Cultura Española de México. Otras exposiciones menores seguirían, hasta la presentación —en el Museo del Palacio de Bellas Artes de México— de su primera gran retrospectiva, en 1984. La otra esperada reivindicación llegaría 14 años más tarde, en 1998, con la exposición retrospectiva montada en Valencia, ciudad en cuya Escuela de San Carlos había estudiado cuando era un joven diletante. Rechazando de tajo las propuestas grandilocuentes del muralismo mexicano, conformó lentamente una obra admirable y variada que algunos han llamado “intimista”. La luz y la materia son los elementos fundamentales con los que este gran solitario produciría cuadros en pequeño y mediano formato con temas tan diversos como paisajes naturales y urbanos, retratos, naturalezas muertas y abstracciones geometrizantes, todos ellos dotados de una finísima factura enamorada de la materialidad, las texturas y las más delicadas modulaciones del color y la luz. Su dominio de la técnica pictórica lo emparenta de algún modo con Vermeer y con el italiano Giorgio Morandi. Fue también un excelente dibujante y un artesano desenvuelto y productivo. Autores como José Hierro, Juan García Ponce, Arturo Souto, Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana han destacado el refinamiento de la obra de Climent y han llamado la atención sobre su continuidad y sobre la actitud antiliteraria de su visión de la obra pictórica. En cuanto a su exilio, Orellana rescata para los admiradores del pintor de origen valenciano estas palabras entresacadas de una conversación publicada por Carol Cook en el periódico Excélsior: “La verdad, yo ya no sé si soy mexicano o español. Cuando después de 24 años regresé a España, era porque me sentía un poco extranjero aquí, y cuando llegué allá, me sucedió lo mismo. Por lo que he decidido que soy un mamífero terrestre.”
Casada con el poeta Benjamin Péret, Remedios Varo (1908-1963) llega exiliada a México en 1941. Viene de experimentar dos de las guerras más feroces del siglo XX. Aquí trabaja en publicidad, en la restauración de antigüedades y en el diseño de vestuarios para la escena. En 1947 se traslada, ya sin Péret, a Venezuela, donde permanece hasta 1949 empleada como dibujante técnica por el Ministerio de Salud Pública de aquel país sudamericano. Tras su regreso a México en 1953 reinicia con ímpetu su actividad pictórica y se abre camino hasta establecer el estilo que le daría reconocimiento internacional. Octavio Paz escribió en 1974: “El surrealismo ha sido la lepra del Occidente cristiano y el látigo de nueve cuerdas que dibuja el camino de salida hacia otras tierras y otras lenguas y otras almas sobre las espaldas del nacionalismo embrutecido y embrutecedor.” Y con Remedios parace confirmarse el contenido de esa aproximación poética a lo que hoy reconocemos como la sensibilidad surrealista, un movimiento de caracteres legendarios e inventiva que le daba buenos chascos a la locura. Remedios Varo encarna una de las aventuras más valientes de la imaginación contemporánea y, flotando a la deriva en una stultifera navis, desarrolla su estilo a la sombra de sueños y mitos, ficciones, utopías, santones e iluminados de todas las tradiciones esotéricas del mundo. México —sin duda una elección acertada como refugio— le abre los cofres de su imaginería sincrética y la confirma como una artista de éste y otros mundos menos solemnes y compartimentados. Aquí pinta: Cazadora de Astros (1956), Las hojas muertas (1956), La Ascensión al Monte Análogo y Naturaleza muerta resucitando (1963), entre otros cuadros celebrados por la crítica. Al igual que su gran amiga Leonora Carrington, Remedios Varo abrazó el surrealismo con pasión y humor, liberó su pintura de toda lógica decorativa, abominó de los convencionalismos de su tiempo y creó un universo imaginario de gran riqueza bajo la inspiración de El Bosco y otros precursores de la fantasía sin rienda. La lectura de libros sobre alquimia y esoterismo también contribuyó a la construcción de esos mundos fantásticos que la artista fue poblando con personajes tan excéntricos como sus Vampiros vegetarianos o la Mujer dejando al psicoanalista. Murió en México a los 55 años de su tierna edad creativa.
Remedios Varo
Antonio Rodríguez Luna (1910-1985) acusa en sus primeros trabajos la influencia del expresionismo alemán, lo que es evidente en su serie Víctimas de la aviación fascista (Valencia. Ediciones Nueva Cultura, 1937) y sus carteles propagandísticos en favor del bando republicano. Desde 1927 participa en los círculos de la vanguardia madrileña y, con tan sólo 22 años de edad, presenta una exposición de su obra en el Museo de Arte Moderno de Madrid. Al año siguiente es incluido en una exposición itinerante organizada por la Sociedad de Artistas Ibéricos, que se presenta en Copenague y en Berlín. Formó parte del Grupo de Arte Constructivo, fundado por el uruguayo Joaquín Torres García. A partir de 1934 inicia su etapa contestataria y de apoyo al arte comprometido con las causas sociales y políticas de su tiempo. Participó como dibujante en la revista El Mono Azul. En 1937 publica el libro Dieciseis dibujos de guerra y participa en el Pabellón Español de la Exposición Internacional de París. Se queda un tiempo en España para dar la batalla contra el franquismo y, al finalizar la Guerra Civil, advirtiendo peligros inminentes, se refugia en México, donde prosigue su trabajo creativo y participa como colaborador de Siqueiros y de Josep Renau. Recibe una beca de la Casa de España (actualmente El Colegio de México). La obra de Rodríguez Luna realizada entre nosotros fue bien acogida y se ha exhibido en museos y galerías de México y Estados Unidos. Especial atención merece su última época, ya abstracta y despojada de referencias literarias. Fue maestro de la Academia de San Carlos. Tras la muerte de Franco en 1975, el artista regresa a España. Muere una década después. El arte alucinante de Josep Bartolí (1910-1995) es uno de los paradigmas extremos del exilio español. Sus peripecias nos recuerdan las de Fray Servando Teresa de Mier. Algunas pinceladas de su agitada biografía dan cuenta de ello. En febrero de 1939, en calidad de soldado del ejército republicano, llega a Francia con la falsa idea de cambiar las miserias de la guerra por una vida más tranquila y productiva. Es apresado y enviado a varios campos de concentración: el del río Tec y los de Menera, Ribesaltes, Sant Sebrià, y Adge. Logra evadirse de un hospital en Permiñán y llega a París, donde diseña, en colaboración con su hermano, el vestuario de una obra teatral. El estallido de la Segunda Guerra Mundial le impide permanecer en la ciudad luz. Se marcha a Chartres por un tiempo y luego se dirige a Orléans, La-Ferté y Burdeos, con los sabuesos pisándole los talones y la imposibilidad de regresar a España por obvias razones. La policía lo arresta en un pueblito cerca de
Burdeos, donde es confinado en un nuevo campo de concentración, del que logra escapar audazmente. Poco después, vuelve a ser detenido y llevado al campo de castigo de Bram y vuelve a escapar. De nuevo es aprehendido y otra vez se evade gracias a la ayuda de unos estudiantes. Tiempo después, en Vichy, es arrestado por la Gestapo, que lo remite al campo de exterminio de Dachau, en Alemania. Un nuevo milagro se produce: Bartolí salta del tren y escapa; intenta sin fortuna embarcarse en Seta. Finalmente, se refugia en el consulado de México y se instala en Marsella, desde donde logra embarcarse en el Liauthey. Tras un periplo complicadísimo que lo lleva a Túnez y Marruecos, embarca en el Niasa, de bandera portuguesa, del que transborda a otro navío que lo conduce a Trinidad, Santo Domingo y al puerto de Veracruz. El breve repaso de esta etapa en la vida de Bartolí no debe hacernos olvidar su trabajo como interesante artista plástico. Estando preso, realizó su famosa serie de dibujos Los Campos de concentración (franceses). En México influyó sobre la obra de Alberto Gironella y otros (entonces) jóvenes artistas plásticos mexicanos. La gran maestría de Bartolí como dibujante ha impedido de alguna manera situarlo como un artista integral, dueño de fuertes convicciones estéticas personales y una obra dispersa que merecería una retrospectiva como las que se han realizado para revalorar la obra de Climent en España y en México. Sobre Bartolí escribió Arturo Souto: “Sus dibujos y sus óleos, los primeros de hecho magistrales por su ritmo y sus texturas, están en la mayor parte cargados de una intención satírica que no es sino afán de justicia, de fe en el hombre y en su capacidad para elevarse sobre sus orígenes bestiales”. El pintor gallego Arturo Souto (1902-1964) realizó estudios en la Real Academia de Artes de San Fernando, donde adquirió la firmeza de trazo que le caracteriza y también cierto virtuosismo compositivo. Vanguardista excéntrico y exiliado tardío, Souto llega a México en 1942 tras haber colaborado en revistas republicanas como el Mono Azul y Nova Galizia, en cuyas páginas se dan a conocer sus célebres Debuxos de Guerra, que posteriormente serían recogidos en un libro inconseguible hoy en día. Habiendo adherido al ideario republicano, pasó a formar parte de la Sociedad de Artistas Ibéricos. Expuso en varios países de Europa: Inglaterra, España, Dinamarca, Alemania e Italia, donde fijo residencia durante dos años. Tras el estallido de la Guerra Civil ingresa en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, adhiriendo a la causa de la República, para la que lleva a cabo una
intensa labor como ilustrador en revistas como Nueva Cultura. Como Gaya, recibió la influencia de los pintores italianos, pero su arte estuvo marcado mayormente por la admiración profesada a Picasso y por el énfasis proveniente del expresionismo y la Nueva Objetividad alemanas. Fue también un sensible y consumado paisajista. Dejó influencia en María Izquierdo y el primer Tamayo. Al final de la Guerra Civil expuso, con notable éxito, en La Habana, Filadelfia, Nueva York y Los Ángeles. En 1962 decidió regresar a España. La obra de Souto es muy apreciada, sobre todo en Galicia, Madrid y Bilbao. También tiene un pequeño pero entusiasta grupo de admiradores en México, donde murió sorpresivamente en 1964, cuando se disponía a regresar a Galicia con la intención de quedarse allá el resto de su vida. Llegado a México en 1952, el longevo pintor y escritor murciano Ramón Gaya (1910- ), activo desde las primeras décadas del siglo XX, permaneció en suelo mexicano hasta 1956, cuando regresó a Europa para instalarse a pintar paisajes italianos. Fue colaborador de García Lorca, interlocutor intelectual de Octavio Paz y Xavier Villaurrutia, y entabló rojizas polémicas con Diego Rivera. La vasta cultura de Gaya y su amor por el arte pictórico de cánones imperecederos lo acercaron a Jorge Guillén y a otros distinguidos poetas de la generación del 27. Se trata de un artista conservador en el mejor sentido de la palabra; tuvo una época poscubista, pero defendió la tradición inmemorial de la pintura española y disertó, en textos críticos muy atendibles y correctos, sobre la importancia de la pintura de Velázquez. También escribió poesía honda y afinada. Tal vez debido a su desdén
por las corrientes vanguardistas y las modas, su obra fue incomprendida durante algún tiempo bajo el influjo de los “neólogos” y su adicción al emplasto gestual y caótico. Gaya ha tenido la paciencia de un sabio chino y ha contado con la virtud de mantenerse al margen de los ismos de todo signo para plantarse en el centro de sus convicciones neoclasicistas. En rigor no puede considerárselo como un refugiado político, puesto que fue y vino de España a placer durante el franquismo, si bien su filiación republicana siempre ha estado al margen de toda duda. Ha recibido altas (y tardías) distinciones en España, entre las que destacan la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1985), el Premio Nacional de Artes Plásticas (1997) y el primer Premio Velázquez de las Artes Plásticas (2002). Su obra realizada en México ha sido escasamente atendida por la crítica, pero cuenta con admiradores y, sobre todo, con coleccionistas de clase mundial. En mi opinión Gaya está sobrevaluado como artista; algo en los reconocimientos oficiales huele a saldo de cuentas atrasadas. Empero, habría que aceptar que un gran segmento de su obra pictórica mantiene su gracia y vigencia, no sólo por su honestidad un poco ingenua, sino, antes bien, por la límpida luminosidad que despliega en sus óleos, acuarelas y gouaches. El más joven o el menos viejo de los artistas transterrados es Vicente Rojo (1932). También el más famoso, después de la muy popular Remedios Varo. Sobre su trabajo como pintor, escultor y diseñador gráfico se han escrito muchos libros, artículos y críticas laudatorias. No parece haber moros en la costa dispuestos a negar sus aptitudes y logros; ni podría haberlos, salvo si la posmodernidad y el excesivo intelectualismo presente en el arte actual lo juzgan con un rigor a modo de saqueo iconoclasta. Por la edad a la que llegó a México, en 1949, uno podría pensar que es de los exiliados políticamente menos meritorios, pero basta una conversación con él sobre la Guerra Civil para advertir que es un republicano de cepa. Sobre (y a partir de) su pintura, el gran polígrafo mexicano Juan García Ponce ha escrito un ensayo luminoso y puntual. Ofrezco aquí sólo unos ejemplos de su apreciación de algunas etapas del trabajo de Rojo y el contexto internacional de su obra: “Desde Picasso hasta De Kooning, desde Kandinsky hasta Dubuffet, toda la configuración de la pintura contemporánea es producto de esa
necesidad de violencia contra la imagen que debe hacer que la pintura cree sus propios valores y se coloque como el punto de referencia en el que éstos deben aparecer en vez de tomarlos de una realidad exterior a la que ella misma provoca.” “ Sólo a partir de este reconocimiento de la realidad de la pintura podemos entrar a la de Vicente Rojo. En ella hay también una evolución que en un sentido profundo ejemplifica y resume, desde el momento en que el artista empieza a manifestarse como tal, a hacer visible en la obra la única verdad a su alcance, que es la de su propia subjetividad, la evolución de la pintura en sí.” Juan García Ponce (al igual que el museógrafo Fernando Gamboa) veía en Rojo al representante idóneo en México de la escuela —¿secuela?— de Nueva York, pero también advertía en él una rica propuesta alternativa frente al abstraccionismo matérico de Tàpies, artista que da una pauta simultánea a la de aquella tendencia hija de la “tradición de la ruptura” promovida por Harold Rosenberg. Rojo es el pintor y escultor más evolucionado y revolucionado de los artistas plásticos que llegaron de España después de la Guerra Civil. Su abstraccionismo geométrico es laborioso, inquieto, propositivo, explorador, innovador y engañosamente modesto; a ratos puede ser obsesivamente repetitivo, serial o secuencial, como si buscara un arcaico efecto sonoro en su propuesta creativa. Se trata de un artista cuya poética visual está en constante movimiento y autoexamen, pero siempre en pos de la quietud dinámica de la pintura, que nunca termina por llegar. Se trata asimismo del mejor diseñador gráfico que ha tenido México en toda su historia, como lo comprueban los testimonios de Fernando
Benítez, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, escritores cercanísimos a la evolución de la industria editorial mexicana. Rojo representa ese ideal de fusión cultural iberoamericano en el contexto de la globalización homogeneizadora que arrasa identidades y estilos. Su obra es ya un referente obligado y luminoso en ambos lados del Atlántico. Los pendientes Finalmente, habría que mencionar al menos los nombres del cartelista Germán Horacio, del escultor José María Giménez Botey, y de los pintores Ceferino Palencia, Aurelio Arteta, Jordi Camps Ribera, Aurelio García Lesmes, Gabriel García Maroto y su hijo José García Narezo, Manuela Ballester, José Moreno Villa, Soledad Martínez, Ricardo Sierra, Lucinda Urrusti, Roberto Fernández Balbuena y Elvira Gascón, entre otros muchos artistas un tanto olvidados por las nuevas generaciones de críticos e historiadores del arte pese a que han hecho contribuciones importantes a la conformación del rico panorama del arte desarrollado en México por el exilio español. (En 1979 el Museo de San Carlos presentó en la ciudad de México una colectiva que incluía a más de 50 artistas españoles transterrados). Conclusión La mano franca y cordial tendida por el Presidente Lázaro Cárdenas a los republicanos españoles está ahora llena de dones culturales valiosos y perdurables. Nadie puede negar ya que hemos sido beneficiarios de ese proceso mutuamente enriquecedor. Es cierto que su plena inserción en la sociedad mexicana fue difícil, en la medida en que la época misma lo era. Al igual que la inmigración judía o la libanesa, el exilio español puede medirse por el éxito alcanzado en casi todos los planos de la vida social, económica y cultural, pero sobre todo por las obras artísticas realizadas en suelo mexicano, entre las que sobresalen las de los artistas mencionados en estas breves páginas. Una de las grandes lecciones que nos ha dado la historia del siglo XX es la que se desprende de la obstinada continuidad del arte español, que no malbarató ni su “duende” ni su admirable técnica ante las embestidas de la adversidad. Y los mexicanos hemos sido testigos privilegiados de esa entereza poblada de signos de admiración. Mariano Flores Castro