Merodeo junto a dos lagartos punkis entre los edificios de un barrio bajo construido en las alturas de una ciudad ignorada. Enormes colmenas de cemento pintadas de un color crema desvanecido por los años alojan a los cuerpos sudorosos de la vecindad que yacen fatigados de producir miel, miel que apenas y prueban. Nadie nos ve –aparentemente– y estacionamos nuestro aliento en un callejón cualquiera para fumar mariguana y tabaco. Platicamos un poco ebrios y entre balbuceos de borracho alguien lo nombra: “Ele Ese De” y el truco de magia es realizado. De una cartera negra brotan envueltos en una tela plástica un cuadrito y medio de papel delgado mojados con la saliva sintética de algún dios hindú, fabricada en un laboratorio clandestino de Guadalajara. –Nunca los he probado- dice uno de nosotros y bastan esas sencillas palabras para que la dosis se reparta en tres… y veo a los peces multiplicarse una vez más frente a mis ojos: ¡MILAGRO, MILAGRO! Recuerdo cuando iba a la iglesia. Nunca vi uno de eso malditos milagros. Pero sí recuerdo los cantos monótonos del coro, los susurros miserables de esas frases incomprendidas por sus oradores y aprendidas a base de repeticiones acompañadas de ademanes similarmente huérfanos de significado para sus ejecutantes. Recuerdo esas caras empapadas de arrepentimiento hipócrita frente al placer de la vida, los golpes de pecho, los arrodillamientos y todas esas cosas sin sentido ni explicación lógica que uno hace cuando forma parte de una religión. Después de esos rituales deprimentes de introducción a la misa que el catolicismo presume de cristianos se formaba con los congregados que estuvieran libres de pecado –obviamente la mayoría– el cuerpo de una víbora gigante sin corazón ni nombre cuya boca era alimentada una y otra vez con hostias depositadas en las lenguas de los creyentes de manos de un hombrecillo llamado “padre”, al cual, irónicamente, le es prohibido coger mujeres, fornicar, tener hijos de su propio semen.
Cada cabeza, después de ser alimentada con aquel pedazo de harina, se desprendía del cuerpo de la serpiente e iba a posarse silenciosa de rodillas sobre alguna banca de madera, a absorber la santidad del cuerpo de su rey ungido. Al morir la serpiente el fúnebre sacerdote de aquel rito, simbólicamente caníbal, bebía de una copa de oro puro un trago inmenso de vino-sangre, para regresar después a narrar los mitos sagrados que había aprendido de sus maestros en el seminario, su escuela para representantes de dios en la tierra, esa escuela para fervientes adoradores de la culpa y el abstencionismo. La intención de todo aquello, según recuerdo me dijeron en las clases de catecismo, era lograr una comunión con dios, el dios judío-cristiano, supuesto creador de la tierra. La verdad para mí es que nunca llegué a una comunión con ese dios en una misa oyendo sermones y comiendo hostias; lo más cerca que he estado de una experiencia religiosa, de percibir una “comunión con dios” o digamos mejor “de percibir lo sagrado del mundo”, lo mágico, no ha sido en una misa sino que ha sido, damas y señores, gracias al LSD. Pienso ahora lo maravilloso que sería ir a la iglesia todos los días si en lugar de esa hostia insípida, aburrida,
químicamente pobre, dieran hostias bañadas en ácidos lisérgicos dielitaminosos; y me imagino el performance tan educativo que daría el sacerdote si en lugar de una copita nada más bebiera una botella entera de vino o dos. Las canciones del coro serían distintas cada día con letras y ritmos nuevos absorbidos de la imaginación y transmutadas ante los oídos de todo mundo las ondas sonoras en música cada vez más psicodélica, más hipnótica, más aterradoramente bella, repleta de escalas fractales, armónicas y disonantes. Las palabras brotarían seductoras para la mente igual que las imágenes, rasgados los paradigmas descubrirían cada tarde los templos su inutilidad para el espíritu y callarían las sonatas para dejar hablar a los huevos cubiertos de vello, las vaginas y los penes erectos serían adorados por todo el mundo como adoran ahora a sus santos de porcelana. Esas cruces de madera girarían sus puntas derretidas hasta convertirse en esvásticas y las nubes arriba darían señal del mismo movimiento. Las paredes, las yemas de los dedos, la sangre, las galaxias, los remolinos de viento, la espuma del mar, los ríos de nubes, todos girando en una eterna espiral de sensaciones. Los cantos que la naturaleza guarda tan finamente para los humanos, detrás de los anillos de árboles, empezarían a ser revelados uno por uno, de pelo en pelo, uña tras uña, en los ojos de los gatos y de los perros, en el solo de los grillos por la noche y en el vuelo de las estrellas sobre nuestras cabezas. Los pulmones saborearían el oxígeno con placer tremendo y el agua del pozo más sucio quedaría bendita. No faltarían sonrisas en las calles, y los rosarios se quedarían chicos para pensar en todos los misterios del mundo. Sin duda más de uno se colgaría una corona de espinas en la frente, sólo para sentir su cuerpo, y otros caminarían sobre el agua; las miradas de aquellos seres alienados, grises, evangelizados, volverían a ser como las de los niños que se sorprenden de todo porque no saben nada del mundo. Las pupilas hambrientas de más luz tendrían que dilatarse hasta el límite físico posible para seguir devorando colores. El pecado sería derogado, las verdades desterradas.
Eva y Adán y Lilith haciendo trío con ellos correrían desnudos de nuevo sobre la tierra para ponerle nombre a cuanta cosa se les atravesara. Cada hormiga, cada piedra sería una buena aventura. Vivir sería un juego demasiado divertido. ¿Qué necesidad habría de leer ese viejo libro por el que tantos se matan?, ¿qué necesidad de aprender sus absurdos cuentos, de postergar el paraíso? ¡Fuego sobre la Biblia! La luz verdadera brotaría de aquella combustión para iluminar la noche. No quedaría nadie en el mismo sitio. No quedaría ni Cristo sobre la cruz. Antes estrenaría un bodypaint para cubrir sus cicatrices y se besaría con la más joven de las vírgenes para entrar en ella. Eso para mí es común unión con el mundo que nos rodea. Eso para mí es religión, el disfrute de la vida misma en cada detalle y presentación, dolor, amor, placer, odio, angustia, Alb er t Hof f man p or Alex Gre y asombro, rush intenso. Para entonces no habría necesidad de Papa, y si la hubiera sería un artista o un filósofo existencialista. Pienso en un sustituto para Cristo que abandonaría su cruz para irse a viajar por el mundo en una combi y tengo como candidato a Jim Morrison, el nuevo gurú de la nueva religión hipotética, que por cierto creía que el rock podía convertirse en una experiencia que sirviera de conexión con el mundo interior y el mundo exterior de los seres humanos, en una experiencia de vida que le diera sentido al mundo quitándoselo y poniéndoselo sin descanso a través de la poesía y la música. Volver a nacer sería tocar el mundo con los sentidos del cuerpo engrandecidos por el espíritu santo que se aloja en la composición química de algunas drogas y oír esos sonidos, ver eso movimientos, esos colores, esas formas que nuestro cerebro constantemente censura. Si la música, la diversión, el goce de las sensaciones carnales, la apertura de todas las puertas de la percepción, a través de substancias químicamente psicoactivas fuera la base de los rituales de cualquier religión, seguramente los secretos de cualquier dios quedarían más a nuestro alcance; no habría necesidad de pastores
ni de rebaños, habría sólo buscadores, viajeros, coleccionistas de sensaciones y experiencias reunidos frente al mar o sobre los cerros, dentro de las cuevas o los bares; cualquier lugar sería posible para intercambiar mitos y canciones. No sé qué tipo de sociedad tendríamos de ser así las cosas, pero apuesto que sería más estimulante que la sociedad en que vivimos ahora. Hagamos un viaje en el tiempo y echemos un vistazo a los griegos, esa gente que sí que sabía divertirse con sus dioses, en especial con Dionisio, dios del vino, de las libaciones y los líquidos del mundo entero, el cual era ofrendado con cantos (saliva), bailes (sudor), banquetes (vino) y orgías (semen). Tendríamos la ventaja sobre los griegos, claro está, pues en nuestra época, además del vino y la cerveza, tenemos los ya tan mencionados ácidos, también las anfetas, el peyote, acceso a hongos que pueden ser pedidos por internet, mariguana, coca en las calles, opio, vodka, whisky, y todas esas bellas herramientas que masturban la conciencia, que agasajan la mente, que besan los puntos más sensibles del cerebro humano para sublimar luego a quienes las consumen en seres etéreos y salvajes, al mismo tiempo permitiéndoles ver con otros ojos la realidad, o mejor dicho, ver la realidad aparte, todos locos como los niños. Es posible conocer el reino de los cielos y el infierno más allá de las metáforas de profetas arcaicos para desentrañar esta cosa que llamamos vida y saborearla durante todo el camino hacia la muerte, el fin de todos y de todo, the end, sencillamente the end. Éste es el fin, digo yo, después de la última calada dada a un pobre cigarrillo, después de ese papel intoxicado en nuestras lenguas, después de esa última cerveza, después de ese último gargajo tirado al suelo y nos vamos cada quién como gatos a bucear en un mar de luz lunar esperando ver ángeles y demonios en cada esquina.
Érase una vez en la taza del escusado… Quién no quisiera salir con esos bichos repugnantes y tan tiernos, pedro el zángano y María la sanguijuela. Quién desearía cambiar esas epopeyas modernas tatuadas en los transistores de un Camarena y los cristales fenicios por un bote de chemo marca Sonrisitas o, mejor aun, coleccionar muñequitas de plástico azul en bragas, con un sabor exquisito a hoy te quiero y mañana te olvido. Como decía mi prima Felipa: sacar del clóset esa masa amorfa, la cual droga a los más cuerdos, y pasearla por ahí, por un callejón sin salida con tres animales preciosos: un camello, un león y un perro alvino, con cadenas de eslabones de una tonelada; no más, no menos. Salir, si la calentura me lo permite, a comprar ilusiones en rebajas, en los aparadores de la esquina; confesar las perversiones más ruines y vestirme de santo para cortejar a la vecina; comprar este cielo con
con los impuestos de la tía Carlota; ser más humano cuando jugamos a los bolos o ser tan ético con los como unimpuestos tal Marx. de la tía Carlota; ser más humano cuando jugamos a los bolos o ser tan ético como un tal Marx. Qué importa si calzas grande o pequeño, mis uñas siempre están rebajadas. En la noche, cuando truena algo en la mente, le pido consejos a las cucarachas. No son de fiar, eso sí, pero al menos ellas son muy lindas cuando son cuerdas. Las ratas de corbata son muy petulantes para mí, y son de McDonald’s, siempre les hace falta una pata, por eso aman los días de rebajas en Sears. Hoy no diré más, callaré sin sentido, el silencio será mi mejor argumento, no comenzaré con un querido diario, sólo me sentaré a leer El Quijote y tendré un par de erecciones mentales si me apetece, reciclaré mis pudores de antaño, los cuales guardo en mis pantalones. “No me chifles en el oído, aun estoy sordo”, así profetizaba la chicharra. Siempre al creer en un tal Baco, un triste gerente del averno y chamán titulado en una universidad barata. Creí en la inocencia de los pitufos. Llegaría a conquistar el mundo a lado de Papá Pitufo, así como que era una expansión alotrópica de una espiral en expansión o un gas etéreo.
Sólo es una estrella negra que pedía raite después de salir de un expendio, en el cual se vende champagne adulterado. Nunca supe las entradas ni las salidas, por ende sólo me quedé con la ropa vieja y roída por los gusanos. Quién no espera morir virgen a los cuarenta, así como lo hacían en estos lugares. ¿Qué será, ¡oh, vieja patria profana!, si un fulano con cara de Nietzsche fuera psicólogo?, ¿seríamos más cuerdos que los de antaño? Me dan pavor las huinas que se juntan con las garrapatas a dialogar con terminologías y etimologías recicladamente rebuscadas. Tengo envidia del alumno de mi salón –el cual nunca tuvo vida sexual–, tiene dos carreras y un título de todología. ¡Confiésalo, sólo eres intelectual cuando usas gafas! Pero conoció a Juan Pérez, el cual tiene un título en el que él es él mismo y vive su vida. “Prohibido tener máscaras”, versaba el título. ¡Por mi culpa, por mi gran culpa! Por eso lo confieso: los domingos me embriago con una anciana, dejé latín I para tomar zapoteco III. ¡Mañana me voy, pero hoy regreso!
Dos copas de vino, ¡dos copas!, para terminar en La Purísima con una mujer curtida de la calle Rotten. Después de esto ya me puedo considerar un bebedor problemático. Dos copas y a la cama del hotelito, con una Silvia que olía a perfume de dos aromas. No me quejo del hotel al que llegué, ni de la Silvia ambigua, ni del hecho de recordar casi nada, sino de las dos míseras copas que fueron suficientes para alargar la noche. Me he emborrachado como todos los hombres, y como muchísimos otros me he vuelto materia deplorable en la embriaguez, ¿pero dos copas de vino antes de quemarme con el sabor de un bar subterráneo y vomitar en su baño lleno de vellos y humores? A decir verdad, no sólo con dos copas de vino me empedé y me hice mierda en los rincones del mundo. Lo que pasó es que esas dos copitas, esas dos insignificantes e insustanciales copitas me provocaron una comezón tan intensa en el estómago, la lengua y el tercer ojo que tengo abierto en mi frente, que sólo pude aliviarla continuando. No me bastaron las dos copitas de la galería de arte, tuve que seguir con mi viaje terminada la exposición, y lo primero que hice saliendo de allí fue ir por una cerveza tamaño familiar al depósito que tenía a la mano, para bebérmela en la calle sintiéndome un buitre entre las ratas domésticas. La exposición de mi amigo había sido un éxito, los bocadillos relucían en medio de sus cuadros sombríos de sueños y neurosis, y los más copetudos y perfumados conocedores del color se acercaron para hacerle comentarios y sonreírle, de una manera muy parecida a la actuación o al cortejo forzado por la lujuria. Yo lo veía todo recargado en la pared, junto al cuadro de El escarabajo de Lucila Rota, que mi amigo desdeñaba un poco pero que para mí era uno de sus
Escalante_octavio@hotmail.
La Paz, México
más honestos logros. Me llevaba la copa hasta los labios e imaginaba que el vino me pintaba la boca, y que un aspecto de vampiro, fantasma o viejo recuerdo, era lo que transmitía entre tanta luz y diplomacia. Fue bastante gente a la exposición. Los panecillos rápidamente se terminaron y el vino… el vino era parte de las obras, conectando como un puente las pinturas con los cerebros de los hombres. Dos horas después yo veía arte en las faldas del bar Misión, porque los tragos amontonados construyen un puente aun más ancho, que los menos idóneos objetos de arte pasan por genuinos descubrimientos. En la galería había buenas faldas también. Mucho hombre bello. Hubo uno que parecía un diamante pensativo o una lechuza pequeña que no se da cuenta que está dentro de la jaula. Me acerqué a él. Mi idea era invitarlo a recorrer los mares de la noche, en la barca inestable del alcohol y sus promesas.
Pero apenas lo tuve enfrente y nos soltamos unas cuantas palabras, mi prejuicio de mal crítico lo juzgó insuficiente para el recorrido nocturno. Era un pelmazo disfrazado de Rimbaud. Después de hablar con él y darle la espalda, pasé mi mirada por toda la galería y comencé a descubrir Baudelaires, Poes, Daríos, y hasta algún Dante Alighieri de frágil esqueleto y mirada opaca. Cuando vi a un Nietzsche estacionado junto a los pedacitos de queso y la crema, decidí irme, también yo con la panza satisfecha de panecillos, pero pidiendo todavía tragos de uva.
De mi amigo pintor me despedí con sólo una mirada (somos verdaderos amigos) y salí decidido, con mis dos copitas de vino en la panza y la cabeza, a estrellarme esa noche y una vez más con lo de siempre que no es lo mismo nunca, como dijo el filósofo, y han repetido los lectores y también aquellos que nunca han abierto un libro. Se me cruzan los cables y hacen chispas en este relato briago, pero de alguna manera tengo que curarme esta cruda terrible que me llena el cuerpo de restos de comida y pestes. De alguna manera, aunque me duela la cabeza como duele la vida cuando no existen sueños realizables, tengo que descargar estos pocos recuerdos. Pienso que así, tal vez, por este hechizo defectuoso, me tranquilizaré un poco hasta el regreso del lunes: Estuve en el bar Misión platicando con Martina, la cantinera: cosas tan sencillas y entendibles que por un momento pensé en declarar lenguaje universal al lenguaje que se habla en las cantinas. Mi nombre es Blue. Y esa noche Blue y Martina no estuvieron de acuerdo en casi nada de lo que se dijeron una al otro pegados en la barra, pero no se dieron cuenta de ello y charlaron contentos y creyeron estar comunicados y no hay mejor comunicación, ni más útil, que el contagio involuntario de la alegría. Así, sin saber quién contagiaba a quién o si la enfermedad de la alegría los embarró a los dos a un mismo tiempo, Martina y Blue platicaron un buen pedazo de reloj, hasta que Silvia llegó a la barra y le mandó una mirada a Blue que era la seña y contraseña para una posible aventura olorosa a loción de bazar.
Si te pasa por la cabeza que Martina se pudo haber puesto celosa a la llegada de Silvia, estás equivocado. Martina es mi amante fiel e incondicional. Martina, entre sus dos tetas gordas, me guarda serenamente y sin recelo, y yo la guardo en mi pecho huesudo y sin color. Martina es la versión noctámbula, decadente y etílica de mi madre. Silvia, en cambio, no me ha dado más que la alegría seguida de una efímera frustración. Al principio comenzamos hablando en ese tono del borracho que quiere darle un matiz sensual a las palabras, después una carcajada suya tronó de tal manera que rompió la delgada sábana de hielo que nos separaba. Sentada muy cerca de mí, se acercó aún más con su media cerveza en la mano y revolvió un beso suyo en mi boca, y luego sonrió antes de beber otro trago ancho y eructar levemente. Si pudieras imaginarte de manera fiel el bar en el que estábamos, verías a la noche encerrada en cuatro paredes y a los espectros que la habitan derramando su muerte. Si pudieras imaginarte de manera fiel el bar en el que estábamos, verías la podredumbre más sincera recargada en un muro, o jugando billar con los borrachos más fieles al arquetipo. Pero no puedes imaginarte de manera fiel el bar en el que estábamos, ni masticar los vidrios que mastican las horas de quienes no quieren escapar de allí para tomarse un café y un pastelito en la plaza de plástico. La oscuridad del bar no depende de un foco colgado del techo, sino de las sombras de sombras agrupadas en bancos de madera.
–Blue me va a invitar una cerveza, Martina– dijo Silvia. El sonido fresco de una cerveza que se destapa es un oasis reducido. –Y otra para mí- le dije a Martina, que nos las alcanzó para luego ir con el tipo del otro extremo de la barra. –¿Me vas a llevar contigo? tengo noches buscando a alguien que me quite el sueño. Bebimos, y bebimos, y bebimos, y el estómago se me infló como una embarazada y tuve que ir a parir al baño litro y medio de cerveza y panecitos con atún de la galería de arte, y cuando vi en el escusado toda esa mierda revuelta con mi vómito, el recuerdo de los cuadros de mi amigo pintor fue claro y, según yo, acababa de descubrir la secreta fuente de su inspiración. El estómago, la cabeza, y esa parte entre los testículos y el culo duelen cuando estás vomitando y ya no pareces tener nada dentro, pero el cuerpo sigue pujando por dar a luz lo último que te queda de cerveza tibia y bilis. A los diecinueve años vomitar en un bar era divertido, ahora, a mi edad, es tan sólo otro óleo pintando el mismo tema. Saliendo del baño, un regordete con la cabeza rapada, al estilo guacho estaba, en el banco junto a Silvia. Me acerqué con el mejor rostro que pude esbozar después de la vomitada y, aunque siempre le he dicho no a la violencia, esa fue una de tantas veces en que la violencia me dijo sí a mí, y se enamoró con amor tormentoso y me tumbó de un putazo justo en los incisivos, que por fortuna sólo se aflojaron levemente. El golpe fue como un tomatazo en la boca, la sangre me cayó encima de la camisa y la barbilla, Martina se acercó rápidamente para
limpiarme con un pañuelo. No sé qué tan fuerte fue el golpe porque era la una de la madrugada y yo comencé a beber desde las nueve menos quince, o sea que tenía más de tres horas y media mareado. El tipo del corte de guacho esperó que reaccionara, pero al ver que no tenía ánimos de seguirle el juego, se dio la vuelta después de escupir las palabras puta hija de puta en linajes de putas concebida. Los de las mesas a la orilla del bar rieron un poco y después un golpe fuerte de taco iniciaba un nuevo juego de billar, esparciendo las bolas por toda la mesa. Algunas cayeron en las troneras y muchas otras, la mayoría, quedaron amontonadas mirándose las caras sobre la tela verde. Después del golpe, Silvia y yo nos fuimos del bar, recargándonos de vez en vez en agujeros negros donde nos besamos como para hacernos daño, de tal manera que una tierna niña inexperta hubiese percibido las caricias humanas como cosa de reptiles. Llegamos a ese hotel La Purísima. Puedes imaginarme subiendo las escaleras, recargado de mi Silvia, con su boca de pulpa y su falda rayándole los muslos, y sus tacones de tarántula revueltos con mis pasos torpes tratando de no caernos hasta llegar a la habitación y oler la cama. Esta mujer tenía más brillo de diamante o plumas de lechuza que cualquier Rimbaud de juguete que yo pudiera haberme encontrado horas antes en la galería. A pesar de que me tambaleaba como un beodo sin remedio, no me sentía tan borracho, y lo más importante, no me sentía un imbécil. Justo antes de entrar a la habitación le apreté las nalgas como si quisiera destruir dos uvas gigantes con mis manos. Entramos a la habitación, profundamente lúgubre, con esa cortina gastada movida por el viento que se metía entre la pequeña ventana de estrellas. La cama arrugada siempre, a pesar del servicio de limpieza, y el aparador marcado por cigarros de desvelo. Le veía la carita a Silvia y entre su boca apestosa a licor y sus lociones, lo que más me inquietaba y excitaba era su tenue olor viril. Ella parecía divertirse con mi aspecto. Me recordó aquella muchacha que en mi muy temprana juventud (vellos finos en mi vientre) solía apapacharme
prana juventud (vellos finos en mi vientre) solía apapacharme metiendo mi cara entre sus pechos con aire inocente y descuidado. Vi que Silvia era más bella de lo que parecía en el bar, incluso más que el muchacho pelmazo de la galería. Cuando me quité el pantalón dijo –increíblemente– que no quería sexo, y que yo no querría tener sexo con ella en realidad. Que yo no sabía todo lo que debía saber de ella y que se conformaba con besarnos y
que yo no sabía todo lo que debía saber de ella y que se conformaba con besarnos y tocarnos, y que yo debía conformarme con lo mismo. Dijo que mejor no insistiera y aceptara sus besos, para no acabar en situaciones incómodas. Yo, ya sin ropa, aguardando, y ella, convencida, como una actuación repetida muchas veces, esperando mi respuesta. Se notaba en su actitud que con una leve insistencia de mi parte aceptaría gustosa que nos enredáramos en esa cama fea. Cuando insistí, después de varios minutos, Silvia comenzó a desvestirse casi metódicamente: tenía la mejor figura que yo he visto en una putilla de cantina. Cuando me di cuenta que sobre su vulva había un pene que muchos hombres y mujeres quisieran tener, una sorpresa me achispó en el rostro y después la alegría de haber encontrado al ser primordial que todo lo contiene. El hermafrodita cósmico escondido tras una minifalda y lociones francesas hechas en china. Yo estaba hechizado por su cuerpo de mito y se lo hice saber con mi sonrisa. ¡Hombre y mujer a un tiempo en una misma forma, la criatura del banquete platónico en un hotel de putas! Cuando Silvia estuvo segura de mi alegría comenzó a vestirse con una visible molestia. Ahora ni siquiera vamos a besarnos, fue lo último que dijo, con un gesto parecido al que provoca la decepción o el desencanto. Salió del cuarto y me quedé solo. *** Este día he esbozado una explicación para aclararme la reacción de Silvia, que en un principio quise incluir en mi relato. Pero ahora prefiero callar mi boca ante lo sucedido anoche, de la misma manera en que mi amigo pintor prefiere que observen sus cuadros.