DIOS, EL CORONAVIRUS Y NOSOTROS REFLEXIONES DESDE LA FE Incluye textos del Papa Francisco Matilde Eugenia Pérez Tamayo
A todas las vĂctimas de esta pandemia creyentes y no creyentes, y a todos los que desde diferentes frentes luchan contra ella.
El Señor es mi Pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan. Salmo 22(23)
CONTENIDO 1. Una situación que nos agobia 2. Buscando una respuesta coherente y satisfactoria 3. Un castigo de Dios… ¡De ninguna manera! 4. ¿Dónde está Dios en esta pandemia? 5. Un signo de los tiempos 6. … Y después del covid… ¿Qué?... 7. Homilía del Papa Francisco en la Bendición Urbi et Orbi extraordinaria, concedida con motivo de la pandemia (27 de marzo de 2020) 8. Oración del Papa Francisco a la Virgen María por la pandemia 9. Un Plan para resucitar. Una meditación esperanzada del Papa Francisco
1. UNA SITUACIÓN QUE NOS AGOBIA Estamos viviendo tiempos difíciles. Tiempos de incertidumbre, de inseguridad, de temor y angustia, en todos los órdenes de la vida. Tenemos miedo porque no sabemos por qué pasa lo que pasa, y tampoco lo que nos espera en el futuro cercano y en el futuro lejano. Nos sentimos verdaderamente vacilantes y confundidos. El coronavirus, un organismo pequeñísimo, visible solo con microscopios de alta precisión y potencia, ha puesto “en jaque” nuestra salud física, y también nuestras costumbres personales, familiares, sociales y religiosas, el trabajo que realizamos, nuestros planes y proyectos, y nuestra misma existencia. Y no somos solo nosotros los que estamos en esta situación, sino la humanidad entera, porque el coronavirus ha llegado ya a todos los rincones de la tierra, incluyendo los más apartados.
Hay – por supuesto -, muchas preguntas en nuestra mente y en nuestro corazón. Preguntas que sin duda deben ser expresadas y respondidas satisfactoriamente para conseguir un poco de tranquilidad, y poder afrontar con valentía y esperanza el momento que atravesamos..
Preguntas a la ciencia, que desde hace ya tiempo conoce los virus, lo que son y lo que hacen en nuestro organismo, cómo afectan nuestra salud y amenazan nuestra vida biológica.
Preguntas
a nuestros líderes y gobernantes, que tienen la responsabilidad de enfrentar los problemas que este virus causa en nuestra sociedad, y sus consecuencias a corto, largo y mediano plazo, y además, tomar las decisiones y aplicar las medidas necesarias para que su presencia y su acción entre nosotros, causen los menos daños posibles, en los diferentes órdenes de la vida social.
Y también – por qué no -, preguntas a Dios Creador y Señor del mundo, principio de todo cuanto en él existe, Dueño de nuestro ser y nuestra vida, . Dejemos las preguntas a la ciencia para los especialistas, y las preguntas a los líderes y gobernantes, para aquellos que sientan que es su deber hacerlas. Y enfoquémonos nosotros, con madurez y honestidad, en las preguntas a Dios y a nuestra fe cristiana católica, que son las que nos competen más directamente a cada uno, porque en ellas está implícitamente comprometido el sentido de nuestra vida. Tanto el uno – Dios - como la otra – la fe -, tienen mucho qué decirnos, y con seguridad sus respuestas serán valiosas y profundamente significativas para nosotros.
2. BUSCANDO UNA RESPUESTA COHERENTE Y SATISFACTORIA Todos hemos oído decir a alguna persona, o hemos leído o escuchado en algún mensaje de whatsapp, en un video de youtube, o en una página de facebook, que esta pandemia que aflige al mundo entero y lo mantiene en vilo, es un castigo de Dios por los pecados del mundo. Otros aseguran que se trata más bien de una prueba que Dios nos manda para purificarnos por el sufrimiento, tal como lo anunció la Virgen en esta o aquella aparición. Y no faltan quienes sostienen que este es el comienzo del fin del mundo, que ya está a las puertas, tal como lo anunció hace tantos años, este o aquel “vidente”, según dejó consignado en sus escritos. Frente a lo que no entendemos a primera vista, estas son las respuestas que muchas personas suelen dar sin mayores argumentos, pero con gran insistencia. Incluso serían
capaces de poner las manos en el fuego para confirmar lo que dicen. Por eso es importante que nos detengamos un momento para reflexionar seriamente y a profundidad, aprovechando que ahora disponemos de más tiempo para hacerlo. No podemos dejar que otros nos impongan sus respuestas precipitadas, que pueden, por otra parte, causarnos un gran daño mental y espiritual, por todo lo que ellas implican. No pretendo – de ningún modo – que creas a pie juntillas lo que aquí afirmo como mi convicción personal. Lo único que busco es que no dejes pasar esta oportunidad que Dios nos ha dado, y que ella te sirva - nos sirva a todos -, para liberarte de conceptos erróneos ya superados. De este modo, este gran paréntesis que hemos tenido que hacer en nuestra cotidianidad, será útil y beneficioso.
3. ¿UN CASTIGO DE DIOS?… ¡DE NINGUNA MANERA! Tenemos que tenerlo claro: digan lo que digan “los profetas de desventuras” que abundan en nuestro tiempo - también en la Iglesia -, la pandemia que hoy estamos padeciendo, igual que las otras pandemias que registra la historia en tiempos pasados, no es de ninguna manera un castigo de Dios. Y tampoco son castigo de Dios ninguna de las catástrofes naturales; terremotos, inundaciones, huracanes, tsunamis, derrumbes, enfermedades, accidentes, y otras cosas por el estilo, que de tiempo en tiempo afectan a uno o varios lugares de la tierra, y en ellos a cientos, miles, de hombres y mujeres, cada año, a lo largo y ancho del mundo. La razón es muy sencilla pero muy fuerte: Dios es nuestro Padre y nos ama con locura, y el amor siempre quiere y busca el bien del ser amado, ¿por qué entonces va a castigarnos y a castigar a la humanidad entera con un sufrimiento tan grande y tan destructivo?.
Dios nos ama infinitamente y su amor por nosotros lo supera todo, incluyendo nuestros pecados, por graves que ellos sean. Los pecados personales de cada uno, y los pecados de la humanidad entera. “Dios es amor”, nos dice san Juan en su Primera Carta (1 Juan 4,8). Y agrega: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Juan 4, 9). ¡Para que vivamos!, no para que muramos. Dios es amor, el Amor, y lo único que sabe hacer es amar... Amarnos a nosotros… a todos los hombres y mujeres del mundo, sin distinción ni preferencias. O mejor, Dios es Dios, amando, amándonos. En eso consiste su ser. Jesús – Dios encarnado –, Dios-con-nosotros, Dios-entre-nosotros, Dios-para-nosotros, nos lo dijo con claridad, y nos lo mostró con lujo de detalles a lo largo de su vida en el mundo.
Toda su vida, desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en el Calvario; todas sus palabras y todas sus acciones; su manera de ser y su manera de actuar, son una manifestación concreta, directa y clara, del infinito amor que Dios siente por todos y cada uno de los hombres y mujeres del mundo, de todos los tiempos y todos los lugares. Y hay más: la muerte de Jesús en la cruz, es una muerte salvadora, fruto de una entrega de amor. Si leemos con atención los evangelios, podemos darnos cuenta fácilmente, de que Jesús nunca hizo un milagro, ni ninguna acción específica, ni pronunció ninguna palabra, ni se refirió a ninguna persona, con sentido de regaño o de castigo. Todo lo contrario: la gente lo buscaba y lo seguía, porque era una persona cariñosa y amable, y porque miraba a los pecadores, a los enfermos, a las mujeres, a los niños, y a los pobres, que eran las personas de más bajo rango en la sociedad de su época, con gran ternura y profunda compasión, y trataba de
ayudarlos en todo lo que podía. Su sufrimiento, sus carencias, su marginación, conmovían sus entrañas (cf. Marcos 6, 34; 8,2; Lucas 7, 13) Hasta sus discusiones con los fariseos eran pacíficas, y sobre todo bien argumentadas. Le bastaban las palabras para mostrar lo que pensaba en su interior. No tenía que imponerse con gritos ni gestos amenazadores. Todos conocemos la hermosa Parábola del Hijo pródigo que nos refiere san Lucas en su Evangelio (15, 11 y siguientes); en ella Jesús nos muestra con un ejemplo claro y contundente, la grandeza, la profundidad y la infinita delicadeza del amor que Dios siente por cada persona, sea quien sea y haya hecho lo que haya hecho. Con su vida, sus palabras, y particularmente con esta parábola, Jesús nos dijo que Dios es: Un padre lleno de amor y generosidad como aquel que le entregó a su hijo menor la parte de la herencia que le correspondía, sin hacerle ningún reclamo
ni reproche por su petición extemporánea y atrevida. Un padre que prodiga en gestos concretos su amor a sus dos hijos, aunque cada uno a su manera desconozca su inmensa generosidad y rechace sus cuidados paternales. Un padre que cree más en el poder de los gestos y las palabras de cariño que en los regaños y castigos, aunque según nuestro parecer humano tenga suficientes razones para darlos. Un padre que no reclama, ni “ajusta cuentas” con quien se olvida del respeto que le debe, sino que abraza y besa con cariño desmedido, y hace una fiesta sin precedentes para agasajar a sus hijos – el menor que acaba de regresar a la casa paterna, y el mayor que se muestra envidioso de su hermano -, aunque ninguno de los dos se lo merezca. No. De ninguna manera. El Dios que envió al mundo a su Hijo Único para salvarnos; el Padre que nos ama con un amor tan tierno y delicado, tan profundo y tan generoso como el amor con el que Jesús dio su vida en la cruz
para salvarnos, no puede ser el que envía al mundo de tiempo en tiempo, una catástrofe, como este covid-19 que ahora nos amenaza, con la intención de hacer valer su poder y castigarnos. Ni siquiera se le pasa por el pensamiento. Su corazón de Padre-Madre se lo impide.
4. ¿DÓNDE ESTÁ DIOS EN ESTA PANDEMIA? Nos lo dice la fe y tenemos que estar perfectamente seguros, absolutamente convencidos de ello: en este tiempo que vivimos, en medio de esta pandemia que causa temor a la humanidad entera, Dios está con nosotros, a nuestro lado, haciéndonos compañía, dándonos fuerza, iluminando nuestro camino, así como estuvo con Jesús en el Calvario, y como está siempre con todas las personas que sufren por alguna causa. Nuestro sufrimiento llega a su corazón de Padre amoroso, y “genera” su infinita compasión, su misericordia sin límites, Dios está con nosotros y nos manifiesta su amor y su presencia de múltiples maneras, pero tenemos que hacernos sensibles para descubrirlo, y para recibir su ternura de PadreMadre. No podemos dudarlo ni un segundo.
Dios está en las clínicas y hospitales, al lado de cada persona enferma, y también de cada médico y cada enfermera que la atienden con dedicación, aún con el temor de ser contagiados o de llevar el contagio a sus hogares y familias. Dios está al lado de cada gobernante, que busca con responsabilidad, atender de la mejor manera y causando el menor perjuicio posible, todos los aspectos de la vida civil que esta pandemia ha puesto “patas arriba”. Dios está al lado de cada empresario que trabaja con creatividad y buena voluntad, para que las personas que laboran en su empresa puedan mantener su puesto y su salario el mayor tiempo posible. Dios está al lado de cada sacerdote y cada diácono, que aún con el peligro de ser contagiados, visitan los hospitales y llevan a los enfermos el
consuelo de los sacramentos, cuando ello es posible. Dios está al lado de todas y cada una de las personas que por la labor que desempeñan deben mantenerse en su lugar de trabajo, prestando sus servicios. Dios está al lado de cada papá y cada mamá, que se esfuerzan para que la vida familiar se desarrolle lo mejor posible, para que todos los miembros de la familia tengan lo que necesitan para sobrellevar las dificultades que trae cada día. Dios está al lado de cada anciano que no entiende muy bien lo que está sucediendo, y se siente solo, triste, abandonado. Dios está al lado de cada niño y de cada joven que recluido en su casa trata de seguir estudiando como corresponde, aunque hacerlo se le haga más difícil.
Dios está con cada profesor y cada profesora que a pesar de no poder compartir directamente con sus alumnos, se acuerdan de cada uno de ellos, y se preocupan de que puedan continuar su proceso educativo con éxito. Dios está con cada hombre y cada mujer que sufre la pérdida de su empleo y se angustia pensando en el presente y en el futuro de su familia. Dios está con todas y cada una de las personas que se preocupan por hacer llegar a los más pobres la ayuda material que requieren para soportar estos días difíciles. Dios está con los científicos e investigadores que con afán buscan un tratamiento y una vacuna eficaces contra el virus.
Dios está con todos y cada uno de nosotros, en nuestras circunstancias particulares. Sabe que lo necesitamos para seguir adelante en medio de la oscuridad que nos rodea. Invoquémoslo con fe. Confiémonos a Él y a su amor compasivo y misericordioso. Entreguémosle nuestra vida y nuestras dificultades particulares. Él nos escucha. Él sabe sacar siempre bienes de los males. Recordemos lo que dice san Pablo en su Carta a los Romanos: “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman” (Romanos 8, 28). Y como grita alguien por ahí: “Todo está cerrado, menos el cielo. ¡Ora!” La oración es siempre fuente de paz, de esperanza, de felicidad verdadera y profunda; un oasis en medio del desierto; una lámpara en la noche más oscura y tenebrosa; una fuente de agua viva para quien desfallece de sed.
5. UN SIGNO DE LOS TIEMPOS El evangelista san Mateo en el capítulo 16 de su Evangelio, nos cuenta que en una ocasión, se acercó a Jesús un grupo de fariseos y saduceos, para pedirle una señal que les pudiera confirmar plenamente, quién era él, y por qué decía lo que decía y hacía lo que hacía: “Se acercaron los fariseos y saduceos y, para ponerlo a prueba, le pidieron que les mostrara una señal del cielo. Pero él les respondió: “Al atardecer ustedes dicen: “Va a hacer buen tiempo, porque el cielo tiene un rojo de fuego”; y a la mañana: “Hoy habrá tormenta, porque el cielo tiene un rojo sombrío.” ¡Conque saben discernir el aspecto del cielo y no pueden discernir las señales de los tiempos! ¡Generación malvada y adúltera! Una señal pide y no se le dará otra señal que la señal de Jonás”. Y dejándolos, se fue.” (Mateo 16, 1-4) Un signo o una señal es un objeto, una acción, o un acontecimiento, que nos dice algo más
de lo que él mismo es. Una bandera, por ejemplo, es simplemente, un pedazo de tela de colores, pero cuando la vemos pensamos en el país que ella representa, y si es la bandera de nuestro país sentimos una alegría especial, sobre todo si estamos en el exterior. Los sacramentos de la Iglesia son signos. Emplean elementos materiales específicos para cada uno de ellos, y tienen también algunas palabras propias que indican lo que ese sacramento realiza en nosotros cuando lo recibimos. El bautismo emplea el signo del agua que nos habla de vida, y también de limpieza, y esta agua derramada sobre la cabeza de quien es bautizado, unida a las palabras que dice el ministro del sacramento: “...Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, “limpia” de todo pecado el alma de quien la recibe, y le comunica una nueva vida, la vida de Dios. El pasaje de Mateo nos habla de las “señales de los tiempos”, los signos que todos podemos ver en el cielo y que nos indican el tiempo que
está haciendo en el mismo momento en el que los vemos, y el tiempo que va a hacer más adelante: va a llover, habrá tormenta con rayos y truenos, o el sol va a brillar durante todo el día y la temperatura del termómetro va a subir más de lo acostumbrado. Las “señales de los tiempos” nos hablan primero del presente: lo que está sucediendo en el momento, y también del futuro: lo que va a ocurrir a partir de ese presente, es decir, lo que será el futuro si las cosas siguen por donde van ahora. El covid-19 es para nosotros hoy, un signo de los tiempos, una señal que tenemos que mirar con atención. Mirarla, y descubrir su mensaje: qué nos dice del presente, y qué advertencia nos hace para el futuro. A primera vista, el covid nos dice sobre el presente:
Que los seres humanos somos muy frágiles; más de lo que generalmente pensamos;
Que la enfermedad y la muerte son para todos; nadie puede creer que está excluido de ellas; Que nadie, aunque sea millonario o poderoso puede estar seguro de que tiene todo en su vida bajo control; Que la vida, la de cualquiera, puede cambiar en un segundo, para bien o para mal. Que todos somos iguales, más allá de las apariencias; Que se mueren igual los ricos que los pobres, los jóvenes que los viejos, los hombres que las mujeres; Que la naturaleza tiene sus propias leyes y principios, y que por mucho que sepamos sobre ellas, siempre tendremos sorpresas. Que tener dinero no sirve siempre; Que el puesto que ocupamos en la sociedad no nos libra de nada; Que todos nuestros planes y proyectos se pueden derrumbar en cualquier momento;
Que son más las cosas que no podemos manejar que las que sí; Que nuestro sistema de vida tiene muchas grietas. Que los países más desarrollados también tienen problemas; Que las armas no sirven sino para hacer guerras inútiles. Que la familia es nuestra mayor riqueza; Que tenemos que aprender a cuidar nuestra salud y la de nuestros seres queridos. Que la vida es lo más valioso que tenemos; Que las cosas simples de la cotidianidad tienen su encanto; Que podemos vivir sin tener que estar en un centro comercial comprando lo que no necesitamos; Que con los hijos, la esposa, el esposo, los hermanos, los padres también podemos pasar ratos agradables.
Que sí hay tiempo para orar cuando queremos hacerlo; Que cambiar la rutina trae aire fresco a nuestra vida; Que compartir con los otros lo que tenemos, mucho o poco, siempre produce alegría; Que en los momentos de gran dificultad acudir a Dios llena nuestra alma de paz y de esperanza.
Para el futuro el covid nos indica:
Que el mundo no será después de esta pandemia, lo que era antes; Que nuestras costumbres sociales tendrán que cambiar; Que nuestros hábitos de consumo están desfasados y deben ordenarse; Que debemos estar preparados para enfrentar nuevas situaciones similares a la que ahora estamos viviendo.
Que no podemos desentendernos de la política porque tener buenos líderes es más importante de lo que pensamos; Que los dineros destinados a la guerra son dineros perdidos, y más valdría emplearlos en bienestar para las personas; Que debemos exigir a los gobernantes ser muy activos en la atención de los derechos fundamentales de los ciudadanos: salud, alimentación, vivienda, trabajo, educación; Que cuando la humanidad entera está en problemas, los caminos a seguir deben ser concertados, porque la unión hace la fuerza. Que la disciplina social es muy importante en situaciones de peligro; Que la fraternidad y la solidaridad no son un cuento sino una necesidad urgente; Que tenemos que escuchar a quienes hablan de la necesidad de cuidar nuestro planeta, y poner manos a la obra;
Que el agua es un elemento vital y hay que protegerla, y también hacer lo necesario para que todas las personas puedan disponer en sus viviendas de agua limpia; Que nunca podemos olvidarnos de los pobres.
El covid-19 es un signo de los tiempos, una señal que Dios y la naturaleza creada por Él, nos están dando; una llamada de atención que no podemos dejar de escuchar para obrar luego en consecuencia. Tenemos que tomárnoslo en serio, porque no sabemos qué vendrá después, y no puede encontrarnos otra vez desprevenidos.
6. … Y DESPUÉS DEL COVID... ¿QUÉ?… Hay en el Evangelio según san Lucas, un pasaje muy poco conocido, pero que nos puede dar una luz en las circunstancias que vivimos. “En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron (a Jesús) lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: “¿Piensan ustedes que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, se los aseguro; y si ustedes no se convierten, todos perecerán del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿piensan que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, se los aseguro; y si ustedes no se convierten, todos perecerán del mismo modo”. (Lucas 13, 1-5).
No. No es una amenaza de Jesús. Es una advertencia, una llamada, una invitación a aquellos discípulos suyos en aquel tiempo, y a nosotros ahora. Vamos mal. Todos lo sabemos perfectamente. La tierra, nuestra “casa común” - como dice el Papa Francisco en su Encíclica “Laudato Sii”- , está enferma, y nosotros con ella. Nuestra sociedad va mal. Las diferencias entre nosotros son inmensas y eso no se puede tolerar. La pobreza de millones de personas no puede coexistir con la inmensa riqueza de unos pocos; cada vez más pocos. La injusticia establecida en tantas partes y de tantas maneras, se tiene que acabar. Las guerras son inútiles para todos, incluso para aquellos que las promueven.
Esta vida ya no es verdadera vida porque muchos, muchísimos, no pueden disfrutarla. No viven, apenas sobreviven. Necesitábamos un jalón de orejas y Dios nos ha dado esta señal. Tenemos que convertirnos, cambiar de mentalidad, cambiar de manera de pensar, cambiar nuestro modo de vivir. Es urgente. A eso nos llama el Padre, como dijo Jesús a aquellos que se le acercaron para comentarle la noticia del momento: la muerte de los galileos a manos de Pilatos. Cuando haya pasado la emergencia que ahora vivimos, nada podrá ser igual. Nada puede volver a ser como antes. La economía tiene que cambiar. Nuestras relaciones sociales tienen que cambiar. Nuestras actitudes personales tienen que cambiar. Nosotros tenemos que cambiar.
El egoísmo, la soberbia, el individualismo, el consumismo exagerado, la apatía social, la indiferencia frente al sufrimiento, la búsqueda indiscriminada del propio bienestar… tienen que ser desechados de una vez y para siempre. Tenemos que aprender a ser más generosos, más solidarios, más justos. Tenemos que aprender a compartir con sencillez de corazón, lo que somos y lo que tenemos. Tenemos que aprender a vivir con austeridad; a preocuparnos por las necesidades de los demás; a actuar con humildad; a ser cariñosos con las personas que comparten su vida con nosotros; a servir con prontitud a quien nos necesita; a cuidar la tierra y todos los bienes que ella nos da. Tenemos que construir juntos la paz en la justicia social. Tenemos que hacer que este mundo que compartimos sea un verdadero hogar para
todos. Que todos podamos crecer y desarrollarnos como personas. Que tengamos las mismas oportunidades. Que la educación, el trabajo, la vivienda digna, la atención en salud, la recreación, sean para todos. Tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro alcance, para que la violencia, la injusticia, la exclusión, el odio y el rencor, y todos los sentimientos y actitudes negativas que ahora nos dominan, den paso al respeto, la fraternidad, la solidaridad, la acogida amorosa, la justicia social, los derechos humanos. Puede que no volvamos oportunidad. No lo sabemos
a
tener
otra
7. HOMILIA DEL PAPA FRANCISCO EN LA BENDICION URBI ET ORBI EXTRAORDINARIA, CON MOTIVO DE LA INDULGENCIA PLENARIA CONCEDIDA POR LA PANDEMIA (27 DE MARZO DE 2020)
“Este día, al atardecer, les dice Jesús: “Pasemos a la otra orilla”. Despiden a la gente y le llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba.
Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: “¡Calla, enmudece!” El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: “¿Por qué están con tanto miedo? ¿Cómo, aún no tienen fe?” Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: “Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4, 35-41) "Al atardecer" (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos
sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios; todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos. Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara
el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: “¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?” (v. 40). Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” (v. 38). "No te importa": pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados. La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos
muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. “¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”. Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela y se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces
de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. “¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?. Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Conviértanse”, “vuelvan a mí de todo corazón”(Joel 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el
tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes — corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo.
Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: “Que todos sean uno” (Juan 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. “¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la
barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad a nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaces de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor.
En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Isaías 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a abrir espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad.
En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles, que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. “¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”. Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre ustedes, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta.
Repites de nuevo: “No tengan miedo (Mateo 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1 Pedro 5,7).
8. ORACIÓN DEL PAPA FRANCISCO A LA VIRGEN MARÍA, POR LA PANDEMIA
“Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios”. En la dramática situación actual, llena de sufrimientos y angustias que oprimen al mundo entero, acudimos a ti, Madre de Dios y Madre nuestra, y buscamos refugio bajo tu protección.
Oh Virgen María, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos en esta pandemia de coronavirus, y consuela a los que se encuentran confundidos y lloran por la pérdida de sus seres queridos, a veces sepultados de un modo que hiere el alma. Sostiene a aquellos que están angustiados porque, para evitar el contagio, no pueden estar cerca de las personas enfermas. Infunde confianza a quienes viven en el temor de un futuro incierto y de las consecuencias en la economía y en el trabajo. Madre de Dios y Madre nuestra, implora al Padre de misericordia que esta dura prueba termine y que volvamos a encontrar un horizonte de esperanza y de paz. Como en Caná, intercede ante tu Divino Hijo, pidiéndole que consuele a las familias de los enfermos y de las víctimas, y que abra sus corazones a la esperanza. Protege a los médicos, a los enfermeros, al
personal sanitario, a los voluntarios que en este periodo de emergencia combaten en primera línea y arriesgan sus vidas para salvar otras vidas. Acompaña su heroico esfuerzo y concédeles fuerza, bondad y salud. Permanece junto a quienes asisten, noche y día, a los enfermos, y a los sacerdotes que, con solicitud pastoral y compromiso evangélico, tratan de ayudar y sostener a todos. Virgen Santa, ilumina las mentes de los hombres y mujeres de ciencia, para que encuentren las soluciones adecuadas y se venza este virus. Asiste a los líderes de las naciones, para que actúen con sabiduría, diligencia y generosidad, socorriendo a los que carecen de lo necesario para vivir, planificando soluciones sociales y económicas de largo alcance y con un espíritu de solidaridad. Santa María, toca las conciencias para que las grandes sumas de dinero utilizadas en la incrementación y en el perfeccionamiento de
armamentos sean destinadas a promover estudios adecuados para la prevención de futuras catástrofes similares. Madre amantísima, acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria. Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio y la constancia en la oración. Oh María, Consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, haz que Dios nos libere con su mano poderosa de esta terrible epidemia y que la vida pueda reanudar su curso normal con serenidad. Nos encomendamos a Ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María! Amén.
9. UN PLAN PARA RESUCITAR Una meditación esperanzada del Papa Francisco
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro
para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cf. Jeremías 31, 10). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera. Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cf. Lucas 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó completamente?
El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las familias que no saben ya como arrimar un plato de comida a sus mesas. Es la pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra. Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron
capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cf. Juan 18,25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cf. Marcos 16, 1), nosotros hemos podido, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, hemos sido testigos de cómo vecinos y familiares se han puesto en marcha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión.
Hemos podido descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación sea menos dolorosa. Hemos visto la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores, transportadores, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entregar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situación. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Marcos 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar. Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, donde las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la muerte,
sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la muerte. Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan.
Esta buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstolesy a los discípulos que permanecían escondidos, para contarles: “La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz, ha despertado y vuelve a latir de nuevo”. Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes han entregado en este tiempo, volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere regalar, se expanda con una fuerza imparable y nos permita contemplar la realidad doliente con una mirada renovadora. Y como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez avolver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad. En esta tierra desolada el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Isaías 43, 18b).
Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente. Si algo hemos aprendido en este tiempo es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora, capaz de no romper la caña quebrada, ni apagar la mecha que arde débilmente (cf. Isaías 42, 23), para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en la fraternidad para decir presente, aquí estoy, ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a los otros, las dinámicasque puedan testimoniar y canalizar
la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos, y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21, 5). En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral”. Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el
confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”. Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y nos permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de hermanos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Génesis, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado. Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan,
podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del
amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos”. En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mateo 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.
AMDG