ESA FE QUE MUEVE MONTAÑAS

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ESA FE QUE MUEVE MONTAÑAS Matilde Eugenia Pérez Tamayo

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Yo les aseguro: si tienen fe como un grano de mostaza, dirán a este monte: “Desplázate de aquí allá”, y se desplazará, y nada les será imposible. Jesús (Mateo 17, 20)

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CONTENIDO PRESENTACIÓN 1. ¿Qué es la fe? Tener fe… creer… La duda que fortalece la fe Páginas del Evangelio: La tempestad calmada 2. Características de la verdadera fe Oscuridad de la fe Creer con alegría Páginas del Evangelio: La mujer cananea 3. El contenido de la fe La superstición, una trampa para la fe Creer siempre Páginas del Evangelio: El hombre que quería salvarse 4. La fe y la razón La fe “ciega Creer, cuestión del corazón Páginas del Evangelio: Jesús y los vecinos de Nazaret 3


5. La fe y las obras María, modelo de creyente Páginas del Evangelio: Confesión de fe de Pedro 6. Yo creo… Nosotros creemos Testigos de Jesús y de su Evangelio Paginas del Evangelio: Jesús envía a sus discípulos a dar testimonio de él 7. La oración, alimento de la fe La fe de Jesús Paginas del Evangelio: Jesús cura al hijo del funcionario real 8. Pecados contra la fe Incompatibilidades Páginas del Evangelio: Jesús cura dos ciegos 9. Celebrar la fe El Bautismo, sacramento de fe Páginas del Evangelio: Los discípulos de Emaús 10. Dar la vida por la fe El regalo inmenso de la fe 4


Pรกginas del Evangelio: Bienaventurados los que creen A MODO DE CONCLUSIร N Creer, amar, y esperar Oraciรณn para pedir el don de la fe

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La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego libremente a un Dios que es Padre y que me ama. Es adhesión a un “Tú” que me da esperanza y confianza. La fe es un consentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su “sí” a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este “sí” transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza fiable. Benedicto XVI 6


PRESENTACIÓN Nuestra vida cristiana tiene como supuesto básico,, absolutamente insustituíble, la virtud de la fe. Nos proclamamos cristianos, precisamente porque tenemos fe, porque creemos en Dios, Uno y Trino, porque creemos en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, que se encarnó y se hizo hombre como nosotros, vivió en nuestro mundo, padeció, murió crucificado por amor, y Dios Padre lo resucitó al tercer día. Ahora vive en el cielo, a la derecha de Dios, por toda la eternidad; nos envía al Espíritu Santo para que nos guíe y acompañe; y nos espera en su gloria para que seamos eternamente felices con él. Creemos en Dios Padre, Creador del universo, Dueño y Señor de todo cuanto existe. Creemos en Jesús – Dios verdadero como su Padre y hombre verdadero como nosotros -, en su persona, en su vida en el mundo, en lo que hizo, en lo que nos enseñó y en lo que nos prometió, y esa fe nos impulsa a vivir nuestra propia vida, nuestra cotidianidad, guiados por el amor que Dios Espíritu Santo – enviado a nosotros por el Padre y por el Hijo, infunde en nuestros corazones. 7


Creemos en Jesús, tenemos fe en él y en todo lo que de él proviene, y nos sentimos felices por ello, pero sabemos que no podemos limitarnos a afirmar esa fe con nuestras palabras, sino que debemos manifestarla, hacerla viva, concreta y real, en nuestras acciones de cada día. Porque la fe cristiana, para ser verdadera tiene que ser explícita, clara, contundente, concreta, testimonial. En este orden de ideas, es bueno para nosotros creyentes, hacer cada cierto tiempo, un alto en camino, y reflexionar sobre esa fe que decimos profesar: ¿Cómo es nuestra fe? ¿Cómo la estamos viviendo? ¿Hasta dónde llega su profundidad? ¿Cuál es su alcance real? ¿A qué nos mueve? ¿Hasta dónde nos impulsa a llegar? ¿Qué tan comprometidos estamos con ella?  ¿Qué implica para nosotros creer?  ¿Qué hacemos para que la fe crezca en nuestro corazón y se plasme cada día mejor en nuestras acciones?       

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Todo esto, para corregir lo que haya que corregir, rechazar lo que haya que rechazar porque no es compatible con ella, y para reforzar lo que estamos haciendo bien. Que el Espíritu Santo – don de Jesús resucitado a sus discípulos -, que inspira nuestra vida cristiana, nos comunique sus gracias y nos ayude en este propósito. La autora

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1. ¿QUÉ ES LA FE? Constantemente oímos decir y tal vez también nosotros hemos dicho, frases como las siguientes: - Lo realmente importante es tener fe… Eso de ir a Misa y rezar el Rosario, es otra cosa… - Yo creo en Dios, pero ni me hablen de la Iglesia, y mucho menos de los curas y las monjas… - Yo tengo mucha fe en María Auxiliadora y en san Judas… - La fe es la que salva… eso dicen… - Yo creo en Dios pero no voy a la iglesia ni me confieso. No creo que esto sea tan importante… - Póngale fe a eso y verá que lo consigue… - Tiene mucha fe… Por eso le salen bien las cosas… - Yo rezo mucho y voy a Misa todos los domingos… Es lo que me enseñaron… Lo demás es lo de menos… Estas expresiones – y otras semejantes muestran con claridad que generalmente estamos confundidos, y no sabemos a ciencia cierta qué es la fe, qué exige de nosotros, qué significa realmente creer. Por esto es importante detenernos a reflexionar sobre el tema como vamos a hacerlo ahora mismo. 10


La Sagrada Escritura nos habla de la fe refiriéndose a ella con el término “obediencia de la fe”, y nos muestra con ejemplos concretos que la fe es una “adhesión total” del ser humano a Dios. Dios se nos revela, se nos manifiesta, se nos da a conocer de múltiples maneras, y nosotros respondemos a esta revelación de Dios adhiriéndonos totalmente a Él, a su persona, acogiendo en nuestro corazón su Palabra, entregándonos confiadamente, poniéndonos en sus manos. La fe no es cosa de la inteligencia, porque no se trata simplemente de saber, de conocer una serie de verdades sobre Dios. La fe es sobre todo cuestión del corazón, e implica la vida entera, lo cual significa vivir y actuar conforme con lo que se cree. Quien tiene fe, obra en todas las circunstancias de su vida, con su mirada puesta en Dios, a quien le ha entregado plenamente su ser entero. La fe es un don de Dios, un regalo de Dios que recibimos en el Bautismo. Pero también es una 11


acción nuestra, una respuesta a ese regalo que Dios nos hace. Dios nos da la fe como una pequeña semilla, y nosotros respondemos a esta gracia de Dios, libre y voluntariamente, haciendo crecer esa fe mediante la oración, la recepción de los sacramentos, la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, y las buenas obras de todos los días. La fe es un don que hay que pedir, y que hay que luchar por conservar, porque se puede perder, como se pierde todo lo que uno descuida. La fe es un don que hay que agradecer, ya que millones de personas en el mundo no tienen la dicha de creer como nosotros creemos, porque no conocen a Jesús, y es preciso que todos los que creermos nos comprometamos a dar testimonio de nuestra fe en el, para que otros se unan a ella, y el amor de Dios llene su corazón de esperanza..

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TENER FE… CREER… Decir que tenemos fe es muy fácil. Sobre todo entre nosotros, en donde ser cristiano católico, es casi una cuestión social, una herencia familiar. Recibimos el Bautismo cuando estamos muy pequeños; luego, cuando tenemos uso de razón hacemos la Primera Comunión, y, finalmente, ya adultos, nos casamos “por la Iglesia”, porque es la costumbre, el deseo de nuestros padres y demás familiares. Sin embargo, la verdadera fe no puede confundirse con una que otra práctica religiosa, por importante que ésta sea. Ni puede considerarse como un simple modo de pensar, o un conjunto de costumbres que nos hacen “buenas personas”, y nos permiten vivir en armonía con los demás. Tener fe, creer de verdad, es, sobre todo:  Estar seguros de Dios y de su amor por nosotros, y confiarnos a Él, dándole el primer lugar en nuestra vida.

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Aceptar a Jesús como Hijo de Dios, nuestro único Salvador y Maestro, y hacernos sus discípulos y seguidores. Dejar a un lado el miedo y arriesgarnos a decir siempre “SÍ” a Dios, como María; y amarlo y servirlo con todo nuestro ser – lo que somos y lo que tenemos -, en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida. Amar a nuestros hermanos con un amor semejante al que Dios siente por ellos; un amor claro y concreto que se hace presente en sus vidas por nuestro servicio constante y nuestra atención a sus necesidades.

Porque tenemos fe, porque creemos, los seres humanos renunciamos a apoyarnos en nosotros mismos, en nuestras propias capacidades, y nos abandonamos a la Palabra y el Amor de Dios. Porque tenemos fe, porque creemos, los seres humanos nos entregamos a Dios y a su Voluntad con una confianza absoluta, con humildad y generosidad, totalmente abiertos y disponibles.

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LA DUDA QUE FORTALECE LA FE Hay momentos, circunstancias, acontecimientos de la vida, que nos llevan a plantearnos muy seriamente el tema de la fe, y todo lo que a ella le compete. Frente a un accidente inesperado, una tragedia natural que se lleva la vida de muchas personas, la muerte repentina o especialmente dolorosa de alguien a quien amamos, y otros acontecimientos por el estilo, solemos hacernos muchas preguntas que, en el fondo, son un cuestionamiento claro a Dios y a nuestra relación con Él, que tiene como elemento fundante la fe. No es malo dudar. La duda es, en cierto sentido, un elemento integrante de la fe, mientras no nos empeùemos en ella, y en la medida en que pongamos los medios para superarla. Lo malo de la duda es el desaliento que puede producir en nosotros, si no nos damos prisa en buscar una ayuda que nos permita retomar el camino perdido.

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¿Qué podemos hacer cuando la duda llegue a nuestra mente y a nuestro corazón de creyentes?

La respuesta es clara. Cuando la duda llegue a nuestra mente y a nuestro corazón, lo primero que debemos hacer es aferrarnos al poquito, a la gota de fe que todavía subsista en nosotros, elevar nuestro corazón a Dios, y pedirle con toda humildad su gracia para recuperarla. Dios que nos da la fe como un regalo, que puede llevarnos con seguridad nuestras vacilaciones. La oración constante es un elemento fundamental contra la incredulidad.

es el único a derrotar humilde y en la lucha

Y en segundo lugar, busquemos la ayuda de otras personas, que, por su vivencia cristiana y sus conocimientos, puedan darnos las explicaciones que buscamos. Personas que oren con nosotros y por nosotros, y que a la vez iluminen nuestra mente y nuestro corazón con ideas y razones claras que nos permitan volver a creer a pesar de las circunstancias difíciles y en ellas. Aunque la fe es un conocimiento superior al que nos proporciona la razón, por nuestra condición 16


humana tambiĂŠn necesitamos, muchas veces, razones para creer. Lo importante no es no dudar nunca, sino no permitir que la duda o las dudas crezcan de tal manera, que hagan que la fe se extinga, sin hacer nada para recuperarla, para profundizarla, para hacerla crecer, avanzar, renovarse.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: LA TEMPESTAD CALMADA Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y Jesús permanecía solo en tierra. Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo. Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero Jesús les habló en seguida y les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó. (Marcos 6, 47-51) Muchas veces sentimos que nuestra vida es como una barca en medio de la tempestad, sometida una y otra vez al embate del viento y de las olas, que amenazan con destruirla, en la oscuridad de la noche. Nos llegan de todos lados problemas y dificultades que ponen en grave peligro nuestra estabilidad física y emocional, familiar y social. No sabemos 18


qué debemos hacer, ni cómo hacerlo. Sentimos miedo y perdemos la paz del alma. A todos nos ha pasado o nos pasará. Es algo que no podemos evitar, porque vivimos en el mundo y estamos sometidos al vaivén de los acontecimientos y las circunstancias, que no podemos controlar totalmente, porque hay en ellos muchas personas implicadas. Cuando esto sucede, la única salida es sin duda, la fe. Si tenemos fe - verdadera fe - podemos escuchar en nuestro corazón, las palabras que Jesús dijo a sus discípulos, aquella noche en el mar de Galilea: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Si Jesús está con nosotros, ¡y está!, aunque no lo veamos con nuestros ojos, ni podamos tocarlo con nuestras manos, nada que sea realmente malo, podrá sucedernos. Si Jesús está con nosotros, ¡y está!, aunque no lo veamos con nuestros ojos, ni podamos tocarlo con nuestras manos, toda situación, por dolorosa que sea, contribuirá positivamente a nuestro bien. 19


Parece raro, pero es verdad. Recordemos lo que aprendimos cuando éramos pequeños: "Dios no puede engañarse ni engañarnos", y ¡Jesús es Dios! Además, podemos comprobarlo fácilmente. La resurrección de Jesús de entre los muertos, es una prueba absolutamente irrefutable: Dios puede sacar bienes de los males. La entrega generosa de Jesús en la cruz, es nuestra salvación. Su resurrección de entre los muertos, confirmó de una vez y para siempre sus palabras y sus obras de vida y esperanza. Siempre que estemos en una situación difícil, sea la que sea, pensemos en estas palabras de Jesús: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Repitámoslas una y otra vez, en nuestra mente y llevémoslas al corazón. Pongamos en él toda nuestra fe, toda nuestra confianza. ¡No nos defraudará! No importa que las situaciones negativas se prolonguen en el tiempo, o que ocurran nuevos sucesos desestabilizantes. Mientras mayor sea nuestro sufrimiento, más cerca estará Jesús de nosotros, más nos cuidará, porque su corazón es 20


infinitamente compasivo y misiericordioso. Con él a nuestro lado, nada ni nadie podrá dañarnos. ¡Pero hay que tener fe!... Y la fe es un don que se puede y se debe pedir con insistencia. Dios es infinitamente generoso con sus dones y con aquellos que se los piden con confianza..

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Dios uno y trino no es un Dios indefinido disperso en el aire como un spray‌ Dios es una Persona concreta, un Padre. Por tanto, la fe en Él nace de un encuentro vivo del que tenemos una experiencia tangible. Papa Francisco

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2. CARACTERÍSTICAS DE LA VERDADERA FE Para que nuestra fe sea verdadera debe tener una serie de cualidades o características que hacen de ella lo que tiene que ser. He aquí las más sobresalientes: 1. La verdadera fe tiene que ser TOTAL. Se cree o no se cree. En esto de la fe no valen medias tintas. Tampoco se puede escoger lo que se quiere o se “puede” creer, y rechazar lo demás. La verdadera fe es una confianza sin límites en Dios y en su bondad y su amor por nosotros, y una entrega absoluta a su Voluntad. 2. La verdadera fe tiene que ser PROFUNDA. No puede quedarse en lo superficial. Ni puede ser un simple asentimiento a un conjunto de verdades o principios. La verdadera fe siempre busca ir más allá, saber más, comprender mejor lo que se cree. 3. La fe tiene que ser VIVA, VITAL. 23


Tiene que comprometer todo la persona, toda la vida, la mente y el corazón, la manera de ser y la manera de actuar. No puede hablarse de una fe “teórica”, que se queda en el mero conocimiento de las verdades y principios. La verdadera fe tiene que ser mucho más, tiene que ir mucho más allá. La verdadera fe debe manifestarse en acciones concretas, en hechos concretos, en actitudes concretas de vida. 4. La verdadera fe tiene que ser PERSEVERANTE. La fe que es verdadera, real, no puede depender de las circunstancias ni de los estados de ánimo: hoy creo porque estoy de buen humor, mañana quien sabe. La verdadera fe tiene que permanecer en el tiempo y superar los simples acontecimientos y circunstancias. 5. La verdadera fe tiene que ser ACTIVA y CREATIVA. La verdadera fe no puede ser nunca una actitud pasiva. Al contrario, tiene que llevarnos a pensar y a actuar de una manera siempre nueva, teniendo en 24


cuenta la Palabra de Dios y sus exigencias y recomendaciones. La verdadera fe tiene que llevarnos a buscar y crear las condiciones para que ella misma crezca, se desarrolle, y se haga cada vez más profunda. 6. La verdadera fe tiene que ser COMUNICATIVA. Un verdadero creyente no se contenta con creer solo, sino que busca siempre comunicar su fe a otros, con el testimonio de su vida: las palabras que dice y las obras que hace. Además, colabora de diferentes maneras para que la fe cristiana que profesa, llegue cada vez a más personas, en todos los rincones de la tierra. Somos discípulos de Jesús y también sus misioneros. No podemos olvidarlo. 7. La verdadera fe tiene que ser MADURA. No puede depender de milagros o de hechos extraordinarios. Tampoco puede quedarse en estampas, imágenes u objetos religiosos, rezos que se repiten una y otra vez, y pare de contar. 25


La verdadera fe tiene que conducirnos a una relación íntima y profunda con Dios, que transforme nuestra vida entera. 8. La verdadera fe tiene que ser ALEGRE y GOZOSA. Un santo triste es un triste santo – dice el refrán popular. Nuestro Dios es un Dios bondadoso y amable, jubiloso y alegre, porque es el Dios de la Vida, el Dios de hoy, de mañana y de siempre, el Dios del amor y de la esperanza. Cuando creemos con una fe alegre se nos nota en la mirada, en las palabras que decimos, en los gestos que realizamos. 9. La verdadera fe tiene que ser HUMILDE y SENCILLA. Sin vanidades de ninguna clase, porque no se consigue por mérito propio, sino que es básicamente y en primer lugar, un don de Dios. 10. La verdadera fe tiene que ser CONTAGIOSA. El verdadero creyente no se contenta con creer personalmente, sino que busca por 26


todos los medios a su alcance, trabajar para ayudar a otros a creer, a conocer la fe cristiana y a vivirla con intensidad. Una pregunta suelta:  ¿Puedes seguir afirmando que tu fe es verdadera porque tiene todas estas notas características?  ¿Qué tienes que corregir, cambiar o profundizar?

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OSCURIDAD DE LA FE La fe es luz que ilumina el alma, la vida entera, de quien cree. Pero también muchas veces, y por diversas circunstancias, puede experimentarse como oscuridad, silencio, soledad, humildad… Así fue la fe de María, y también la fe de José. Entrega total, absoluta, generosidad sin límites, amor a prueba de todo, en circunstancias complejas, por decir lo menos. Sea lo que sea y pase lo que pase, la certeza es una: Dios actúa a su tiempo, con su ritmo, que está marcado por la eternidad, y llena cada momento de nuestra vida y de nuestra historia con su amor y su fidelidad. Dios es bueno y todo lo hace bien y para nuestro bien. Dios obra sin dar explicaciones. No tiene por qué hacerlo. Él todo lo hace bien y para el bien de aquellos a quienes ama. A nosotros solo nos toca cerrar los ojos y creer con todo el corazón. Creer, confiar en su amor y en su bondad, estar seguros de su salvación. La verdadera fe es ante todo confianza absoluta, seguridad total. 28


Dios actúa misteriosamente, porque Él mismo es misterio. Misterio que no podemos comprender. Misterio para contemplar. Misterio para adorar… Y frente al misterio lo único que podemos hacer es creer y esperar siempre. Creer y esperar creyendo. Creer y esperar amando. La fe y la esperanza van siempre de la mano, unidas entre sí. Donde está la una está también la otra. Donde falta una falta también la otra. Y lo mismo ocurre con el amor. La fe sustenta el amor a Dios y al prójimo; y el amor para ser verdadero y profundo exige la fe, exige creer. Dios sabe cómo hace sus cosas, cuándo las hace, por qué las hace, para qué las hace, y también por qué no las hace. Nosotros solo tenemos que estar ahí, mantenernos atentos a su acción, dejarlo actuar, dejarnos llevar por su amor que todo lo ordena, que todo lo conduce para nuestro bien, para nuestra salvación. Frente al misterio de Dios nosotros solo tenemos que mantener la confianza y estar firmes y seguros de que aunque no lo veamos con nuestros ojos, ni lo podamos tocar con nuestras manos, ni lo 29


“sintamos” físicamente, Él está permanentemente obrando en nosotros y en los otros, y su acción es siempre salvadora. Que tu fe no dependa de señales, de sucesos extraordinarios, de milagros. Que tu fe se mantenga a pesar de la rutina de la vida, a pesar de los sufrimientos, a pesar de los problemas y las dificultades. Que tu fe crezca y produzca frutos aunque a veces sientas que Dios no te escucha, que no te da lo que le pides, que no hace lo que tú crees que debe hacer. ¡Él está ahí! A tu lado. Respondiendo a tu fe con el amor. ¡Amándote!, aunque tú no puedas percibirlo, porque Él no puede hacer nada distinto a amar, ¡Es Amor!

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CREER CON ALEGRÍA Hay una frase que se repite una y otra vez cuando se habla de la fe y de la vida cristiana auténticas: “Un santo triste es un triste santo”; porque es un hecho: la fe cristiana y católica - nuestra fe - para que sea verdadera, sana, limpia y profunda, tiene que ser siempre una fe gozosa, una fe alegre, una fe viva, una fe dinámica, una fe entusiasta y activa. Parece extraño tener que decirlo, pero es necesario porque muchas veces y por diferentes circunstancias, tendemos a pensar que el acto de creer y la práctica de la religión, para que tengan la autenticidad y la profundidad que les corresponde, deben ser algo muy formal, muy juicioso, muy parco, muy prudente y sensato, muy sobrio, muy circunspecto. ¡Pero no! Nuestro Dios es un Dios bondadoso y amable; un Dios que, tiene buen humor y es alegre; un Dios que sabe reír; un Dios que goza; un Dios que se complace; un Dios jubiloso; un Dios que se entusiasma y muchas veces nos sorprende, porque es el Dios de la Vida. Y si así es Dios, así tiene que ser también nuestra relación con Él. Lo dice la Sagrada Escritura en diversos pasajes, y lo proclama Jesús con su vida y su mensaje. 31


Recordemos las palabras del apóstol san Pablo en su Carta a los fieles de la ciudad de Filipos: “Estén siempre alegres en el Señor. Se los repito: estén alegres” (Filipenses 4, 4) Jesús resucitado, garante de nuestra fe, es un Dios triunfante y gozoso, que nos invita a creer en él, con gusto y regocijo, y a celebrar constantemente, con entusiasmo y buena disposición, su victoria sobre el pecado y la muerte. Creer con una fe alegre significa:  Saber y sentir que la fe es un don que Dios nos regala para unirnos a Él y para darle sentido y valor a nuestra vida humana;  Estar plenamente convencidos, de que Dios nos ama con un amor incondicional y que es para nosotros una enorme alegría poder disfrutar de este amor;  Reconocer que con su amor Dios llena nuestro corazón y nuestra vida de paz, de armonía, de felicidad, de esperanza. Creer con una fe alegre significa:  Que aunque en muchas ocasiones y por diversas circunstancias, no es fácil mantener la fe, nosotros nos sentimos 32


felices y agradecidos de saber que Dios vive en nuestro corazón, y que desde allí nos ama, nos acompaña y nos guía;  Tener la certeza de que desde la intimidad de nuestro corazón Dios nos invita a caminar por caminos nuevos, por caminos que nos conducen más allá de nosotros mismos, y que finalmente nos llevarán a la plenitud de nuestro ser en Él y con Él;  Estar absolutamente seguros de que cuando damos a Dios el lugar que se merece en nuestra vida, todo cambia, se enriquece, mejora infinitamente. Creer con una fe alegre significa:  Que estamos plenamente convencidos de que aunque atravesemos por momentos de dificultad, momentos de duda y oscuridad, Dios permanece con nosotros y nos protege del mal;  Permitir que Dios sea Dios en nosotros, y entregarle confiados nuestro ser y nuestro quehacer, nuestras penas y nuestras alegrías, lo que somos y lo que tenemos, y también lo que sufrimos y aquello de lo cual carecemos;  Dejar a un lado y para siempre, el miedo, la tristeza, la angustia, la desesperación, 33


porque sabemos que si Dios está con nosotros, nadie podrá hacernos daño. Creer con una fe alegre es:  Sentirnos bendecidos por Dios, aún en medio de nuestro dolor, y muchas veces por este mismo dolor que nos purifica;  Creer con esperanza y en la esperanza, seguros de que Dios es lo mejor que nos puede pasar, y las penas y dificultades que ahora vivimos serán superadas algún día, definitivamente. Cuando creemos con una fe alegre se nos nota en el rostro, en la mirada, en las palabras que decimos, en las actitudes que tenemos, en la paciencia con la que recibimos los sufrimientos y adversidades de la vida, en la forma como tratamos a las personas que nos rodean, en la compasión que sentimos por quienes sufren, en las obras de misericordia que realizamos con frecuencia.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: LA MUJER CANANEA Jesús se fue en dirección a las tierras de Tiro y Sidón. Un mujer cananea que llegaba de este territorio, empezó a gritar: "¡Señor, hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija está atormentada por un demonio". Pero Jesús no le contestó ni una palabra. Entonces sus discípulos se acercaron y le dijeron: - Atiéndela. Mira cómo grita detrás de nosotros. Jesús contestó: - No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero la mujer se acercó a Jesús y, puesta de rodillas, le decía: - ¡Señor, ayúdame! Jesús le dijo: - No se debe echar a los perros el pan de los hijos. La mujer contestó: - Es verdad, Señor, pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces Jesús le dijo: - Mujer, ¡Que se cumpla tu deseo! Y en aquel momento quedó curada su hija. (Mateo 15, 21-28) La fe, cuando es verdadera, es sencilla y humilde, como la fe de esta mujer cananea, que pedía a Jesús un milagro para su hija.

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La fe, cuando es verdadera, no tiene límites ni fronteras, no se cansa, es capaz de afrontar todos los riesgos, vencer todos los miedos y superar todos los obstáculos, como vemos que hizo la mujer de quien nos habla Mateo. No es fácil creer, pero cuando creemos, paradójicamente, la vida se nos hace más fácil y todo lo que nos sucede, bueno o malo, tiene sentido y valor. No es fácil creer, pero cuando creemos, podemos alcanzar lo que buscamos con afán, y muchas veces algo mucho mejor. Quien cree de verdad no se angustia por nada ni por nadie, porque la fe es confianza en la verdad de Dios, que sabe lo que hace y por qué lo hace; confianza en el amor de Dios que todo lo puede; confianza en la bondad de Dios que siempre quiere nuestro bien. Quien cree de verdad sabe que después de la oscuridad viene la luz; después de la tempestad, llega la calma; después de la noche, el amanecer. Quien cree de verdad sabe que Dios cumple todas sus promesas, al pie de la letra, porque es sabio y 36


justo, y tiene un corazón de padre y madre que ante todo ama a sus hijos. La fe profunda y confiada es alimentada y fortalecida por la oración fervorosa y valiente, como la de esta mujer cananea, que – como vemos -, no escatima esfuerzos para lograr lo que busca: que Jesús se detenga, escuche su petición, y sane a su hija enferma. La fe profunda y confiada es reconocida y atendida siempre por Dios, que penetra los corazones de quienes se acercan a Él; unas veces, como en este caso que nos narra el Evangelio, responde de manera positiva; en otras ocasiones Dios se queda en silencio, como si no oyera ni viera nada, pero el silencio de Dios es tan fecundo, como su Palabra. Dios nos pide creer con una fe firme y profunda, generosa y valiente. Una fe que sea capaz de dejar atrás todos los prejuicios y todas las dudas. Una fe que no pare de crecer. Una fe cada vez más madura y más honda. Una fe que conmueva su corazón La mujer cananea nos da una gran lección que tenemos que aprender con prontitud: 37


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Tenemos que buscar a Jesús con insistencia para poder llegar a él; Tenemos dejar a un lado nuestros temores y nuestras dudas, para poder descubrir su bondad y su amor por nosotros;, Tenemos que quitarnos la venda que cubre nuestros ojos y abrir nuestros oídos para mirar su rostro y escuchar su palabra de vida y esperanza; Tenemos que abrir la mente y el corazón para recibir su amor que se nos da a manos llenas, de múltiples maneras; su amor que purifica nuestro pasado, llena de sentido nuestro presente, e ilumina nuestro futuro para siempre.

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Estamos invitados a vivir una fe auténtica, capaz de iluminar las muchas “noches” de la vida. Papa Francisco

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3. EL CONTENIDO DE LA FE Toda fe religiosa tiene como elemento básico fundamental, una serie de verdades, principios y mandatos que el creyente de dicha religión debe conocer, aceptar y acoger en su mente y en su corazón, y profesar públicamente sin restricciones. Estas verdades religiosas que el creyente conoce, acepta, acoge y profesa reciben el nombre de dogmas o verdades de fe. Un dogma es una verdad perteneciente al campo de la fe o al campo de la moral, que ha sido revelada por Dios a lo largo de la historia de la salvación, y nosotros la conocemos por la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica; o también, una verdad que ha sido “definida” o “proclamada” por la Iglesia con la autoridad del Papa o de un Concilio convocado por él para este fin, y que es claramente compatible con la revelación. Los dogmas son verdades absolutas definitivas, inmutables, infalibles, irrevocables, incuestionables y absolutamente seguras, sobre las cuales no puede haber ninguna duda. De esta manera, cuando un dogma ha sido proclamado 40


solemnemente no puede ser luego derogado o negado por nadie, incluyendo el Papa. Cuando un dogma es proclamado por el Papa, esto no quiere decir que la verdad de fe que anuncia ha “empezado” a ser verdadera a partir de ese momento, sino que aunque es una verdad que “siempre ha existido” como tal, sólo es obligatorio creer en ella a partir del momento en el que es definida. El contenido de los dogmas es inmutable, es decir, permanente en el tiempo, pero su explicación y presentación puede sufrir cambios, para que sea más accesible y comprensible a las personas, en los distintos tiempos y circunstancias de la historia humana y de la historia de la Iglesia. Las revelaciones privadas a personas concretas como las que tienen lugar en las “apariciones” de la Virgen o del Señor, a personas elegidas, no son dogmas de fe y por lo tanto no es obligatorio creer en ellas ni en lo que dicen o anuncian. 

¿Cuántos y cuáles son los dogmas de la Iglesia Católica, las verdades que quienes pertenecemos a ella debemos creer? 41


Los dogmas o verdades que los católicos debemos creer, y que han sido proclamados por la Iglesia a lo largo de estos 2.000 años de historia, a partir de la resurrección de Jesús, son muchos y muy variados, pero podemos dividirlos en 8 categorías, a saber: 1. Dogmas sobre Dios 2. Dogmas sobre Jesucristo 3. Dogmas sobre la creación del mundo 4. Dogmas sobre el ser humano 5. Dogmas sobre la Virgen María 6. Dogmas sobre la Iglesia y el Papa 7. Dogmas sobre los sacramentos 8. Dogmas sobre las últimas cosas Los principales son los siguientes: 1. DOGMAS SOBRE DIOS: 1. Dios existe y los seres humanos podemos llegar a conocerlo a partir del universo creado por Él. 2. A Dios no sólo lo podemos conocer por la razón, sino también por la fe, que es un modo de conocimiento sobrenatural. 3. Dios es uno y único, es decir, no existe más que un Dios. 42


4. Dios es eterno, es decir, no tiene principio ni tendrá fin. Existe desde siempre y para siempre. 5. Dios es uno, único, en tres personas distintas, iguales en dignidad: Dios Padre, Dios Hijo – Jesús -, y Dios Espíritu Santo. Este es el dogma que denominamos “de la Santísima Trinidad”. 2. DOGMAS SOBRE JESÚS, HIJO DE DIOS: 1. Jesús es verdadero Dios como su Padre. 2. Jesús tiene dos naturalezas perfectamente unidas entre sí: la naturaleza divina y la naturaleza humana. Es Dios verdadero y hombre verdadero. 3. Jesús murió en la cruz por nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos y todos los lugares. 4. Por su muerte en la cruz, Jesús nos reconcilió con Dios. Gracias a este sacrificio de Jesús, nuestros pecados son perdonados. 5. Después de su muerte, Jesús resucitó glorioso del sepulcro. 6. Ahora, Jesús vive resucitado – como Dios y como hombre – a la derecha del Padre, y participa de su gloria. 3. DOGMAS MUNDO:

SOBRE

LA

CREACIÓN

DEL

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1. El universo y todo cuanto en él existe fue creado por Dios, de la nada. 2. El mundo es temporal, tuvo un principio en el tiempo. 3. Todo cuanto existe es sostenido en su existencia por Dios. 4. DOGMAS SOBRE EL SER HUMANO: 1. El ser humano tiene – o mejor “es” - un cuerpo material y un alma espiritual. 2. El pecado de “Adán y Eva”, los primeros seres humanos, se propaga a todos sus descendientes; este es el dogma del pecado original. 3. El ser humano, herido por el pecado, no puede redimirse a sí mismo. 5. DOGMAS SOBRE LA VIRGEN MARÍA: 1. La Santísima Virgen María fue concebida libre del pecado original, por singular gracia de Dios, y en previsión de los méritos de su hijo Jesús. 2. María concibió en su seno a Jesús, por obra y gracia del Espíritu Santo, es decir, sin ninguna intervención humana, y permaneció virgen a lo largo de toda su vida. Este dogma es el más antiguo de la Iglesia y es compartido también por la Iglesia Ortodoxa. 44


3. María es Madre de Dios, porque es Madre de Jesús y Jesús es verdadero Dios como su Padre 4. María vive en el cielo en cuerpo y alma, como Jesús. 6. DOGMAS SOBRE LA IGLESIA Y EL PAPA: 1. La Iglesia – comunidad de salvación - fue fundada por Jesús. 2. Jesús mismo eligió a Pedro como el primero entre los apóstoles, y lo constituyó como “cabeza visible” de toda la Iglesia. El Papa, obispo de Roma, es sucesor de san Pedro y por lo tanto tiene el primado sobre todos los miembros de la Iglesia. 3. El Papa tiene poder sobre toda la Iglesia en cuestiones de fe y de moral, y también en la disciplina y el gobierno. 4. El Papa es infalible siempre que se pronuncia “ex cathedra” en cuestiones de fe y de moral. El Espíritu Santo lo asiste de manera sobrenatural y lo preserva de todo error en lo relativo a la fe y a las costumbres. 5. También los Concilios – reunión de todos los obispos del mundo convocados por el Papa – son infalibles en temas de fe y de moral. 7. DOGMAS SOBRE LOS SACRAMENTOS: 45


1. El Bautismo es un sacramento instituido por Jesús, y su finalidad es hacer - a quienes lo recibimos - discípulos y seguidores de Jesús, integrados en la Iglesia. 2. La Confirmación es un sacramento que con la fuerza del Espíritu Santo, consolida en el bautizado su vida sobrenatural, y le da fuerzas para confesar y seguir con valentía a Jesús, en su vida cotidiana. 3. La Iglesia tiene el poder de perdonar los pecados cometidos después del Bautismo. 4. El Sacramento de la Confesión, por el cual se nos perdonan los pecados, es un verdadero sacramento, necesario para la salvación. 5. La Eucaristía es un sacramento instituido por Jesús. 6. Jesús está realmente presente con su cuerpo, su alma, su sangre y su divinidad, en el pan y el vino consagrados por el sacerdote. 7. La Unción de los enfermos es verdadero sacramento, instituido por Jesús. 8. El Orden Sacerdotal es verdadero sacramento instituido por Jesús. 9. El matrimonio – como unión de un hombre y una mujer, para constituir una familia -, es verdadero sacramento instituido por Jesús. 8. DOGMAS SOBRE LAS ÚLTIMAS COSAS: 46


1. La muerte es consecuencia del pecado. 2. Las almas de los justos que en el instante de la muerte se encuentran libres de toda culpa, entran en el cielo. 3. El infierno es una posibilidad contraria al cielo. Dios nos hizo libres y nosotros con nuestras acciones decidimos nuestro futuro glorioso y feliz o triste y doloroso. Dios quiere siempre nuestra salvación, pero nosotros con nuestros actos decidimos nuestro futuro; no es Dios quien condena, es cada uno de nosotros el que elige esta opción. 4. Quienes al final de su vida tienen pecados o culpas que “pagar”, necesitan ser purificados y esta purificación se alcanza en el purgatorio. 5. Al final de los tiempos – que no sabemos cuándo ni cómo tendrá lugar Jesús volverá para juzgarnos a todos. 6. La humanidad entera será juzgada por Jesús en su Segunda Venida, y dará a cada uno lo que le corresponda. 7. Jesús prometió a quienes creemos en él, una resurrección como la suya. Esto es lo que creemos. Estas son las verdades que orientan nuestra vida en el presente y nos invitan a mirar el futuro que vendrá, con esperanza. 47


Porque – como ya hemos dicho -, la fe y la esperanza caminan juntas, tomadas de la mano. Un día más o menos cercano o lejano – sólo Dios lo sabe – todo esto que hoy miramos desde lejos y deseamos con ansias conocer de una manera más clara, será para nosotros comprensible, y podremos saborearlo gustosos por toda la eternidad. EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE Para que tengamos presente cada día, de una manera directa, clara y contundente, el contenido de nuestra fe cristiana católica, y hagamos profesión de ella con frecuencia, desde tiempos muy antiguos, la Iglesia elaboró unos resúmenes orgánicos y articulados, destinados desde el comienzo, principalmente, a ayudar a preparar a los catecúmenos para la recepción del Sacramento del Bautismo.

Uno de estos resúmenes es el llamado “Credo de los apóstoles”, que rezamos cada domingo en la Misa, y que expone fielmente la fe de los apóstoles y de la Iglesia primitiva: Creo en Dios Padre, Todopoderoso, 48


Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y allí está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso; desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén. Cuando rezamos el Credo – y debemos hacerlo con frecuencia -, entramos en comunión con Dios y con la Iglesia de todos los tiempos y todos los lugares, y manifestamos con claridad la belleza y hondura de la fe, que da sentido a nuestra vida humana.

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LA SUPERSTICIÓN, UNA TRAMPA PARA LA FE La gran enemiga de la fe es la superstición, que nace – como la cizaña en medio del trigo – a su lado -, porque se fundamenta en el mismo acto de creer. Cuando la superstición toca la fe, la socaba, la desvirtúa, y la conduce por caminos equivocados en los que la fe deja de ser lo que tiene que ser, para convertirse en su opuesto. Entendemos como superstición – en términos generales – todo aquello que significa, de alguna manera, una desviación de la fe en el Dios único, Dueño y Señor del mundo y de la historia, y la pretensión de conocer y manipular las “fuerzas” que actúan en el universo, según la propia conveniencia, incluyendo todo aquello que implica el conocimiento y manipulación de los poderes demoníacos. Son superstición, la hechicería, la brujería, la magia, la adivinación la astrología, el espiritismo, y todo lo que se relacione con ellos; el ocultismo, lo esotérico, para hablar en un lenguaje más actual. 50


La Sagrada Escritura rechaza abiertamente la superstición y todo lo que tiene que ver con ella, como algo totalmente contrario a lo que Dios quiere de nosotros y de nuestra relación con Él. En el Deuteronomio, o libro de la “segunda ley”, leemos: “No ha de haber en ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que practique adivinación, astrología, hechicería o magia, ningún encantador ni consultor de espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una abominación para Yahveh tu Dios y por causa de estas abominaciones desaloja Yahveh tu Dios a esas naciones delante de ti. Has de ser íntegro con Yahveh tu Dios. Porque esas naciones que vas a desalojar escuchan a astrólogos y adivinos, pero a ti Yahveh tu Dios no te permite semejante cosa”. (Deuteronomio 18, 1014) Y en el Levítico: “No practiquen encantamiento (Levítico 19, 26b)

ni

astrología”.

“Si alguien consulta a los nigromantes, y a los adivinos, prostituyéndose en pos de ellos, yo 51


volveré mi rostro contra él y lo exterminaré de en medio de su pueblo”. (Levítico 20, 6)

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¿Qué es la fe y qué es la superstición en comparación con ella? ¿Qué diferencia esencialmente la una de la otra? ¿Por qué la superstición es enemiga de la fe?

Como lo vimos en el apartado correspondiente, podemos decir que la fe es, en definitiva, una adhesión libre y voluntaria a Dios, y un asentimiento a todo lo que nos ha dado a conocer de sí mismo. Una respuesta al amor maravilloso que Dios siente por nosotros. Un compromiso de vida. La fe tiene como objeto único a Dios, nuestro Dueño y Señor, un ser personal, un Tú con quien los seres humanos podemos establecer una relación, un diálogo de amor. Quien tiene fe, quien cree de verdad, pone en Dios toda su confianza, toda su seguridad, todo su amor, y le entrega la vida, basado en la certeza de que Dios es bueno y sólo puede querer y hacer el 52


bien a los seres humanos a quienes ama como hijos. Al contrario de la fe, la superstición no tiene un concepto claro y definido de Dios, de su poder, de su bondad, de su amor, de su verdad, porque, en último término no es Dios quien le interesa. La preocupación fundamental de la superstición, su objeto propio, son “las fuerzas invisibles y desconocidas” que dan lugar a los acontecimientos – buenos y malos – que suceden en el mundo y que nos afectan a todos los seres humanos de una u otra manera, y la búsqueda del mejor modo de manipular dichas fuerzas para conseguir lo que se desea. La superstición nace del miedo a lo que se desconoce y se percibe como superior, y absolutamente irracional; no explica nada y tampoco puede explicarse a sí misma. Quien es supersticioso busca manipular, manejar, en provecho propio, esas fuerzas poderosas y enigmáticas, y para hacerlo emplea ciertos objetos y ciertos ritos, a lo cuales – equivocadamente concede a su vez un poder y un valor especiales, 53


poder y valor que con excesivos, y que ellos no poseen ni pueden poseer. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice sobre la superstición: “La superstición es la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede afectar también el culto que demos al verdadero Dios, por ejemplo cuando se atribuye una importancia, de algún modo mágica, a ciertas prácticas, por otra parte legítimas o necesarias. Atribuir su eficacia a la sola materialidad de las oraciones o de los signos sacramentales, prescindiendo de las disposiciones interiores que exigen, es caer en la superstición” (Catecismo de la Iglesia Católica N. 2111) Y sobre las diversas formas específicas de la superstición que mencionamos al comienzo, añade: “Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocaión de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de 54


suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “mediums”, encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia, y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios” (Idem N. 2116). “Todas las prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende domesticar potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo – aunque sea para procurar la salud - , son gravemente contrarias a la virtud de la religión. Estas prácticas son más condenables aún cuando van acompañadas de una intención de dañar a otro, recurran o no a la intervención de los demonios. Llevar amuletos es también reprensible. El espiritismo implica con frecuencia prácticas adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a los fieles que se guarden de él. El recurso a las medicinas llamadas tradicionales no legitima la invocación de las potencias malignas, ni la explotación de la credulidad del prójimo” (Idem N. 21.17) 

¿Se pueden confundir de alguna manera la fe y la supersitición? 55


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¿Por qué? ¿Cómo?

Aunque la diferencia entre fe y superstición es clara, y a primera vista no admite dudas ni confusiones, el hecho cierto es que en la práctica, muchas veces – seguramente más de las que quisiéramos -, confundimos la una con la otra, y en esta confusión es la fe la que lleva la peor parte: se desvirtúa, pierde su sentido propio y su valor único, se debilita y puede llegar a morir. Contribuye a ello, sin lugar a dudas, el hecho de que tener fe, creer, no es fácil; en primera instancia es un don, una gracia, y necesita y exige un cuidado especial por parte nuestra. Cuando la fe se descuida, cuando no se alimenta mediante la oración, cuando no se protege, cuando no se profundiza, se pierde irremediablemente, se muere, deja de ser fe para ser cualquier otra cosa. ¿Ejemplos de fe que se confunden con la superstición? Muchos. Uno sencillo y muy frecuente: el empleo que algunas personas dan a las imágenes y medallas de la Virgen y también de los santos, a las velas que se encienden en su honor y a las mismas novenas que se rezan, buscando con todo ello algún favor material o 56


espiritual. Cada uno de estos objetos o de estas prácticas llega a ser más importante que lo que representan, más importante que lo que significan; les dan un valor que en sí mismas no tienen, un poder mágico que no les pertenece. En este sentido, deja de importar María como tal para ser esta imagen concreta, esta advocación concreta, la que debe ser honrada, porque es la “milagrosa”, y debe honrarse durante estos días específicos y no en otros, en este lugar y no en aquel, en fin. Todos tenemos experiencias en este sentido. Generalmente la superstición nace, crece y se desarrolla en medio de una fe superficial, mal informada, mal fundamentada; una fe que no tiene raíces, una fe que no se alimenta de la Palabra de Dios, que no se nutre de la oración y de los sacramentos; una fe que no profundiza, que no busca, que no se renueva, una fe que no tiene de dónde asirse; una fe rutinaria, seca, que no da sentido a la vida; en una palabra, una fe que no es verdadera fe. Cuando no tenemos ideas claras sobre Dios, su ser, su bondad, su santidad, su poder, su amor infinito por nosotros, la historia de nuestra salvación. Cuando no tenemos verdades que iluminen nuestra vida y los acontecimientos que 57


sucedeb a nuestro alrededor, es difícil creer de verdad, y muy fácil caer en la superstición, que en cierto sentido “nos hace más sencillas” las cosas porque “nos permite obtener respuestas rápidas y concretas” para nuestra ansiedad, respuestas “efectivas” para nuestras inseguridades, a diferencia de la verdadera fe que es luz y oscuridad a la vez, y que la mayor parte de las veces nos exige cerrar los ojos y confiar, bajar la cabeza y esperar, sin poder ver, sin poder tocar, sin poder oír. 

Cómo podemos purificar nuestra fe de toda superstición?

Purificar nuestra fe de toda clase de superstición, es una tarea urgente, y para lograrlo necesitamos realizar simultáneamente tres cosas: 1. ORAR. La oración no solo alimenta la fe y la hace crecer, fortalecerse y profundizarse, sino que también la purifica de toda impureza, de todo lo que no es verdadera fe. Cuando oramos con fe y para pedir la fe, Dios escucha nuestra oración y acude en nuestro auxilio con todas sus gracias. Lo dijo Jesús muy claramente: “Pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al 58


que llama se le abre. ¿O acaso alguno de ustedes que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le da una culebra? Si, pues, ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos, dará cosas buenas a los que se las pidan” (Mateo 7, 711) 2. ILUSTRAR LA FE. Enriquecer la fe mediante el estudio de la Palabra de Dios y la Doctrina de la Iglesia. Quien conoce a fondo su fe, quien sabe lo que cree y en Quién cree, en Quién ha puesto su confianza, su seguridad, su amor, no se dejará llevar nunca por el espejismo de la superstición que no tiene ningún fundamento real, ningún fundamento serio, y que solo es un intento de explicar lo que es inexplicable y una ilusión de controlar lo incontrolable. Siempre hay algo nuevo que aprender sobre Dios, siempre hay algo en lo que es necesario profundizar, siempre hay un concepto que es preciso revisar. Esto no es una vergüenza, es una realidad. 3. VIVIR LA FE DENTRO DE LA IGLESIA. Creemos “en” la Iglesia y “con” la Iglesia, y esto es muy importante, porque nos da plena seguridad de que lo que creemos es verdadero, legítimo. Ninguna “verdad” o “práctica religiosa” que 59


provenga de alguien distinto de la Iglesia, nada que sea distinto de lo que la Iglesia enseña y promueve, de lo que la Iglesia practica, es verdadero, y por tanto tenemos que rechazarlo con decisión y claridad. Es en la Iglesia y con la Iglesia que nuestro amor a Dios, nuestra fe en Él, nuestra vinculación a Él, nuestras prácticas de culto, nuestra religiosidad, tienen su verdadero sentido. Todo lo demás es absurdo, por decir lo menos. Orar con insistencia pidiendo el don de la fe, de la verdadera fe; ilustrar la fe, profundizar los conocimientos que tenemos de la doctrina cristiana católica, y profundizar y mantener nuestra relación con la Iglesia, familia de Dios, comunidad de salvación, son tres necesidades urgentes, inaplazables, y también permanentes, constantes, si queremos creer con una fe verdadera, legítima, purificada. Una fe que nos conduzca a penetrar cada vez más hondo en el Misterio inagotable de Dios; misterio que nos atrae, que nos llama, que nos invita a introducirnos en él, a llenarnos de él.

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CREER SIEMPRE Creer, tener fe, no puede ser cuestión de momentos, de circunstancias, de oportunidades, de estados de ánimo. La fe, si es verdadera, tiene que ser cosa de todos los días, de todos los momentos, de todas las situaciones; tiene que ser cosa de siempre, de toda la vida. Tenemos que creer cuando reímos y el corazón nos salta de alegría, y también cuando las lágrimas brotan de nuestros ojos, y el alma se siente atravesada por un dolor que la desgarra. Cuando todo nos sale bien, y cuando perdemos, cuando fracasamos. Tenemos que creer cuando nos sentimos optimistas, y también cuando estamos tristes, angustiados; cuando estamos rodeados de amigos que nos quieren y nos apoyan, y también cuando nos sentimos solos, abandonados, perseguidos. Tenemos que creer hoy, mañana y pasado mañana, aquí y allá, ahora y siempre.

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Creer en la rutina de la vida diaria, en medio de los quehaceres sencillos de todos los días. Creer donde estemos, haciendo lo que hacemos. Creer con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas. Creer que, sea como sea y pase lo que pase, Dios está ahí, a nuestro lado, acompañándonos, guiándonos, amándonos, alegrándose con nuestras alegrías, sufriendo con nuestro dolor. Creer que Dios puede convertir el mal en bien, la oscuridad en luz, la tristeza en alegría, los fracasos en victorias, el dolor en fuente de vida y esperanza. Creer que cuando el Espíritu de Dios habita en nuestra alma por la gracia, todo lo que pensemos, digamos y hagamos en su nombre y por amor, hará que el mundo sea mejor para todos. Integrar la fe y la vida es el único modo de creer de verdad; un don que hay que pedir, un regalo que hay que cuidar.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: EL HOMBRE QUE QUERÍA SALVARSE Jesús se puso en camino. Un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: - Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna? Jesús le dijo: - ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre. El hombre le respondió: - Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud. Jesús lo miró con amor y le dijo: - Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme. Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes. Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: - ¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios! Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: - Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo 63


de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios. Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: - Entonces, ¿quién podrá salvarse? Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: - Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Él todo es posible. (Marcos 10, 17-27) Era un hombre bueno. Conocía los mandamientos y los practicaba. No robaba, no mataba, no mentía, no se aprovechaba de nadie, no le faltaba a su esposa, honraba a su padre y a su madre. Pero no estaba satisfecho. En lo profundo de su corazón sentía que le faltaba algo, aunque no lograba identificar qué era ese algo. Era un hombre bueno, sí, pero seguro que podía ser mejor... Seguro que podía llegar más lejos, aunque no sabia cómo. ¿Qué más podía hacer para crecer en el bien?... Jesús se lo dijo claramente: - Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme. 64


Sin embargo, él, al oír estas palabras... se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes... Era un hombre bueno y tenía buenas intenciones. Pero no fue capaz de llegar a realizarlas, porque su corazón estaba apegado a sus posesiones. Sus riquezas materiales limitaban sus anhelos espirituales. Era un hombre bueno. Cumplía los mandamientos con exactitud, pero no era capaz de dar un paso más. Cuando escuchó las palabras de Jesús, su corazón se estremeció y volvió sobre sus pasos. ¡No podía dejar todo aquello que había conseguido con tanto esfuerzo! ¡Era su trabajo de toda la vida, la seguridad de su familia y la suya propia! ¡Cualquier cosa menos eso! Era un hombre bueno, pero no era un hombre libre. Los bienes que poseía lo tenían atado. No era un simple tener; su corazón estaba realmente aferrado a lo que tenía. Por eso no tuvo la fuerza necesaria para responder positivamente a la propuesta de Jesús. 65


Sus bienes pesaron más que sus anhelos espirituales. La comodidad con la que vivía se vio amenazada y se rebeló internamente. Había puesto su confianza en lo que poseía y le dio miedo quedarse a la deriva. El dinero le daba seguridad y no se atrevió a prescindir de él y entregarse plenamente, confiadamente, en las manos de Dios. Sus buenas intenciones quedaron truncadas para siempre. Ser cristiano, creer en Jesús y en sus palabras, seguirlo, es mucho más que saber unas verdades y cumplir unos mandamientos. Ser cristiano, creer en Jesús y en sus palabras, seguirlo, es darle a él, siempre y en todo, el primer lugar. Y es también, ser capaces de desprendernos de nosotros mismos, de nuestros propios deseos y ambiciones, de nuestras posesiones, de nuestra vida tranquila y cómoda, para compartir con los otros lo que creemos, lo que anhelamos, lo que somos y lo que tenemos.

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Jesús nos invita hoy a pensar muy seriamente, en lo que significa para nosotros tener fe en Dios, creer en él, su Hijo encarnado, y hacernos sus discípulos.

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¿Hasta dónde somos capaces de llegar movidos por el amor que sentimos por Dios? ¿Qué somos capaces de dejar de lado si él – Jesús - nos lo pide? ¿Qué tan fuerte, tan grande y tan profundo es nuestro amor? ¿Qué tan fiel? ¿Seremos capaces de superar en nuestra vida cotidiana el mero cumplimiento de los mandamientos?… ¿Lograremos vencer nuestra inclinación a vivir cómodamente y a acumular bienestar y riquezas, para arriesgarnos a ir más allá de nuestra tibieza?...

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La fe verdadera abre el corazรณn al prรณjimo e impulsa hacia la comuniรณn concreta con los hermanos, sobre todo con los mรกs necesitados. Papa Francisco 68


4. LA FE vs. LA RAZÓN Desde hace mucho tiempo – específicamente desde el surgimiento del Racionalismo que acentuó el poder de la razón como elemento fundamental en el conocimiento humano, y del Empirismo que destacó el poder de los sentidos también como parte fundamental del mismo – se ha querido ver a la fe como enfrentada al conocimiento racional y al conocimiento sensorial, dándole a la razón y a los sentidos el lugar más importante en tal enfrentamiento, y calificando la fe como simple cuestión de “opinión”, como un modo de mirar la vida humana y el mundo desde una óptica un tanto ingenua. Muchas y muy complejas ideas se han debatido en este empeño, pero no es este el lugar adecuado para presentarlas ni dirimirlas. Bástenos saber que el tema ha sido puesto sobre el tapete por muchas personalidades, en diferentes momentos de la historia, con diferentes matices y diferentes explicaciones. El Concilio Vaticano II, reunido entre 1962 y 1965, convocado por San Juan XXIII e integrado por obispos representantes de todas las Iglesias del mundo, tuvo en cuenta también esta cuestión, por 69


considerarla de vital importancia para el hombre moderno, y sin detenerse en intrincadas discusiones que no aportan nada a la gente común, y por el contrario, más bien la confunden, afirmó con sencillez pero también con determinación: “El santo Concilio, repitiendo lo que enseñó el Primer Concilio Vaticano, declara que “existen dos órdenes de conocimiento” distintos, el de la fe y el de la razón, y que la Iglesia no prohíbe que “las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y su propio método, cada uno en su propio campo; por lo cual, “reconociendo esta justa Verdad”, la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente de la ciencia” (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes, N. 59).   

¿Qué significa esta afirmación del Concilio? ¿Qué implica para nosotros creyentes? ¿A qué nos lleva?

El Concilio nos muestra con claridad, que, definitivamente no podemos entender la fe y la razón como dos modos o formas de conocimiento contrarios, contrapuestos, mutuamente 70


excluyentes, sino que hemos de mirarlos como dos modos o formas de conocimiento distintos, cada uno con sus propias características y condiciones, pero en cierto sentido y hasta cierto punto complementarios entre sí. La fe y la razón son dos modos de conocimiento, dos maneras de llegar a la Verdad, cada una de ellas con un objeto y un método propios. La fe nos permite el conocimiento de Dios y de toda la realidad sobrenatural, mientras la razón - unida con los sentidos -, nos conduce al conocimiento del mundo y de toda la realidad natural. Pero hay algo más: la fe bien entendida no es ni irracional ni antirracional; del mismo modo que la razón, por sí misma, no niega la fe ni lo que la fe busca conocer. Además, la fe puede ser también, en cierta medida, explicada y comprendida. Bien entendidas, es decir, teniendo en cuenta su origen y el contexto en el que fueron enunciadas, “las pruebas de la existencia de Dios” de las que hablan la Filosofía y la Teología cristianas – para dar un ejemplo - no sustituyen la fe en Él por un saber semejante al saber de las ciencias, sino que, por el contrario, nos invitan a ir más allá de los razonamientos, más allá de las explicaciones; nos 71


invitan a creer, y por lo tanto, fortalecen nuestra fe y nos ayudan a dar razón de ella a quienes no creen o a quienes quieren ser más conscientes de la fe que profesan, y buscan profundizar en su conocimiento. De esta manera hacemos realidad lo que el apóstol san Pedro nos dice en su Primera Carta: “Den culto al Señor Jesucristo en sus corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza” (1 Pedro 3, 15). El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 1992 por San Juan Pablo II, como orientación fundamental para la Iglesia Universal, citando a Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia y al Concilio Vaticano I, afirma respecto a este mismo tema: “En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto del entendimiento, que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad, movida por Dios mediante la gracia” (Catecismo de la Iglesia Católica N. 55). Y agrega: 72


“La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero “la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz natural de la razón” (Santo Tomás de Aquino). “Diez mil dificultades no hacen una sola duda” (John Henry Newman) (Idem N. 157). “… Es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante sucitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor… Ahora bien… “para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum N.5)...” (Ibidem N. 158) Y concluye: “… “A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas, puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe, ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón. Dios no podría negarse 73


a sí mismo, ni lo verdadero contradecir jamás lo verdadero” (Concilio Vaticano I). “Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de la fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aún sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes N. 36)….” (Ibidem N. 159). No es necesario agregar más explicaciones. Queda perfectamente claro para nosotros que somos creyentes: 1. Que aunque muchos pretendan seguir considerando la fe como un modo de conocimiento inferior, ingenuo, vago e inseguro, que busca dar por verdaderos unos cuantos enunciados que no se pueden demostrar, la verdad es que la fe y la razón no son de ninguna manera incompatibles entre sí, ni la una excluye la otra.

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2. Que tanto la fe como la razĂłn representan para nosotros una forma especial de conocimiento, una manera especĂ­fica de aproximarnos a un aspecto determinado de la realidad. 3. Que juntas - fe y razĂłn - nos permiten abordar con competencia los diferentes planos de la realidad que nos circunda y en la que estamos inmersos: la realidad material y la realidad espiritual.

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LA FE “CIEGA” En muchas ocasiones, hablando de temas religiosos con personas adultas, incluyendo algunas de cierto nivel cultural, he escuchado frases como estas:  

“Yo creo con una fe ciega… Creo y punto… No me interesa nada más” “No me gusta pensar sobre estas cosas de la fe, porque me enredo. Prefiero creer con fe ciega… como la fe de las personas de antes” “A mi me parece que no es necesario ponerle tanta atención a las cosas de la religión, ni tratar de entender nada… Hay que creer y ya… Creer con los ojos cerrados, como decía mi mamá” “Como la fe no se puede explicar ni entender, prefiero no hablar de eso. Después lo que pasa es que uno pierde la fe… Le ha ocurrido a mucha gente” “Yo creo en Dios, voy a Misa, rezo el Rosario… Eso es la fe… No es necesario estudiar mucho para creer ni para ser bueno” “¿Sabes que le pasó a Fulanito?…. Que se puso a estudiar la Biblia y perdió la fe; ya 76


no cree en nada ni en nadie... Es mejor como nosotros… creer con una fe ciega… creer lo que nos enseñaron y nada más… Para evitar problemas, ¡claro está!” Todas estas afirmaciones y otras que se les parecen, nos llevan a pensar que hay muchas personas, tal vez más de las que imaginamos, que le tienen a Dios una especie de miedo que los hace alejarse de Él y de todo lo que se relaciona con Él, en lugar de acercársele. Prefieren mirarlo de reojo y desde lejos, en vez de mirarlo de frente y conocerlo cada vez mejor para amarlo más. No lo niegan, pero actúan casi como si lo negaran. La fe “ciega”, la que permanece siempre igual, la fe que no se pregunta, la fe que no busca, la fe que no está interesada en crecer y profundizarse; la fe que no tiene necesidad de informarse, de hacerse conocimiento, de saber cada vez más y mejor, no es verdadera fe, y corre serio peligro de extinguirse, de perderse, de morir por “inanición”. Creer de verdad implica, en gran medida, hacer todo lo que está a nuestro alcance para que esta fe que decimos tener no sea, simplemente la afirmación de una verdad o de un conjunto de verdades que no se “conocen” ni se “comprenden”, 77


un conjunto de verdades que no se sabe “de dónde salen” ni qué significan, y que por lo tanto tienen muy poco qué decir a nuestro corazón y a nuestra vida. Creer de verdad implica – entre otras cosas -, hacer todo lo que está a nuestro alcance para que la fe que decimos tener, deje de ser una actitud pasiva y se convierta en activa, dinámica. Para que busque ser - cada vez con más fuerza y decisión -, un “conocimiento” profundo de Dios, de su Ser, de su Verdad, de su Bondad, de su Belleza, de su Amor por nosotros, de su acción en favor nuestro. Todo esto – claro está -, en la medida en que nos es posible a los seres humanos penetrar en el Misterio infinito de Dios, que Él mismo nos revela según lo juzga conveniente. Creer de verdad implica abrir la mente y el corazón de par en par, para acoger con decisión todo lo que Dios tiene qué decirnos en cada momento de nuestra vida; mantenernos atentos a su Palabra, y atentos también a su acción, a su amor y a su presencia que se nos manifiesta de muy diversas maneras. Dios no deja nunca de hablarnos, no deja nunca de llamarnos, no deja nunca de invitarnos a creer en 78


Él, a entrar en su intimidad, a conocerlo profundamente, y a amarlo con toda la intensidad de nuestro amor humano. La verdadera fe no es, no puede ser, “cerrar los ojos” y decir “sí”, sin saber a qué y por qué. Todo lo contrario. La verdadera fe exige mantener los ojos muy bien abiertos para mirar, para buscar, para descubrir, para ver, para encontrar. Exige abrir los oídos para escuchar y tratar de “entender” con la mente y con el corazón, en actitud de disponibilidad y acogida, como lo hizo María, modelo de fe. 

¿Qué tenemos que hacer para que nuestra fe deje de ser una fe ciega que no conoce lo que tiene que conocer, ni entiende lo que tiene que entender; para que no sea ya más una fe estática, quieta, silenciosa, y se convierta en contínua búsqueda de Dios?

La respuesta es sencilla y clara, casi evidente. Lo primero es, sin duda, tomar conciencia de nuestras carencias en este sentido, y también, de la necesidad que tenemos de que las cosas no sigan siendo así; tomar conciencia de la necesidad que tenemos de no quedarnos más tiempo con lo que aprendimos una vez, hace ya muchos años, 79


cuando nos preparábamos para la Primera Comunión. Este solo hecho nos abre ya un sinfín de posibilidades y de tareas. Tomar conciencia y actuar en consecuencia. Buscar los medios para superar nuestras deficiencias y salir de la situación en la que nos encontramos. Hay muchas personas que pueden ayudarnos a profundizar nuestra fe: sacerdotes, religiosas y religiosos, laicos capacitados, comunidades apostólicas parroquiales, grupos de oración, en fin. Y hay también buenos libros al alcance de todos, que podemos adquirir por precios módicos y compartir con otras personas. Lo importante es que nos pongamos en el empeño de buscarlos y leerlos. Además, está la Palabra de Dios, la Biblia, el mejor libro de que podemos disponer cuando queremos profundizar en nuestro conocimiento de Dios, de su amor por nosotros, y establecer una relación íntima con Él. Y en la Biblia, de manera muy especial, los cuatro Evangelios que nos hablan de Jesús, y las Cartas de los apóstoles – de san Pablo, san Pedro, san Juan, san Judas, Santiago - que nos dan 80


directrices concretas sobre lo que tiene que ser nuestra vida de cristianos, seguidores de Jesús, creyentes y practicantes. Finalmente, la participación en la celebración de los sacramentos, particularmente en el Sacramento de la Eucaristía, y la escucha atenta de la Homilía del sacerdote, son también una buena oportunidad para profundizar nuestra fe y nuestro conocimiento de Dios. Aunque muchos piensen y digan lo contrario, y en cierta forma se gloríen de su forma de proceder, la fe ciega no puede ser de ninguna manera nuestro objetivo. Parafraseando al Papa Francisco, es mucho mejor equivocarnos tratando de profundizar nuestra fe, que no cometer ningún error por el simple hecho de no arriesgarnos a creer de una manera más dinámica, con más inteligencia y decisión, con más fuerza y con mayor claridad.

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CREER, CUESTIÓN DEL CORAZÓN Aunque en la fe está involucrado el entendimiento, la inteligencia, porque lo que se cree, en cierto modo se puede también comprender, tener fe no es mera cuestión de inteligencia o de estudios, ni depende de ellos, y creer no significa – simplemente -, tener muchos conocimientos sobre temas religiosos, ni saber mucha doctrina. Hay grandes científicos, personas con enormes capacidades intelectuales, que no tienen fe, no creen o “no pueden” creer; y hay también personas ignorantes, que apenas sí saben leer y conocen sólo las verdades fundamentales de la doctrina católica, y sin embargo, tienen una fe profunda y firme que los hace capaces de muchas cosas que nosotros ni siquiera imaginamos. La fe, la verdadera fe, va mucho más allá de la razón, mucho más allá del entendimiento, de la inteligencia, e implica un tipo de conocimiento superior, más sublime, más delicado, más hondo. La fe, la verdadera fe, es eminentemente y de un modo muy especial, “cuestión del corazón”.

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Es desde el corazón, entendido como el centro mismo de la persona, nuestro yo íntimo y profundo, donde cada uno es el que es, desde donde los seres humanos nos elevamos por encima de nosotros mismos y establecemos nuestra relación con Dios, y creemos, confiamos, esperamos. Creer con el corazón es creer con el alma y con el cuerpo, con la carne y con la sangre, creer con la vida misma, con cada obra, con cada palabra, con cada pensamiento; de día y de noche, en la alegría y en el dolor, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y la enfermedad, pase lo que pase. Creer con el corazón es creer con una fe firme y esforzada, una fe capaz de soportarlo todo con tal de mantenerse en lo que es, en lo que debe ser siempre: una confianza absoluta, total, en Dios. Así lo recomendaba san Pablo a sus oyentes, y esta recomendación sigue siendo válida para nosotros hoy: “Velen, manténganse firmes en la fe, sean hombres, sean fuertes. Hagan todo con amor” (1 Corintios 16, 13). Creer con el corazón es creer con una fe capaz de enfrentar problemas y dificultades de todo tipo; una 83


fe que es don de Dios; una fe que nos mantiene íntimamente unidos a Él, confiando en sus palabras, en sus promesas: “Llevamos este tesoro (la fe en Jesús resucitado) en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo más no aplastados; perplejos más no desesperados; perseguidos más no abandonados; derribados, más no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal… Pero teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: Creí y por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante Él juntamente con ustedes. Y todo esto para su bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios. Por eso no desfallecemos… “ (2 Corintios 4, 7-11.13-16) Creer con el corazón es creer con una fe que es luz y nos ilumina y protege de la oscuridad del mal 84


y del pecado, que nos acechan continuamente; una fe que se hace coraza y escudo: “Nosotros, que somos del día, seamos sobrios; revistamos la coraza de la fe y la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Tesalonicenses 5, 8) Creer con el corazón es no tener miedo a nada ni a nadie. Enfrentar con valor todas las dificultades, todos los sufrimientos, todas las angustias, como lo hizo Job, el personaje modelo de las Escrituras: “Dijo Job: - Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo volveré a él; Yahvé dio, Yahvé quitó: sea bendito el nombre de Yahvé” (Job 1, 21) Creer con el corazón es creer con una fe que supera la aparente frustración que proporcionan las dificultades de la vida diaria, la rutina de cada día, y se convierte en esperanza de un mañana feliz, seguros y confiados en el amor y la bondad de Dios, como lo hizo Abraham – nuestro padre en la fe -, y como lo hicieron muchos otros personajes de la historia de la salvación: “Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había 85


recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: “Por Isaac tendrás descendencia”. Pensaba que poderoso era Dios aún para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró, para que Isaac fuera también figura” (Hebreos 11, 17-19) Creer con el corazón es creer con una fe que es capaz de enfrentar trabajos, humillaciones de todo tipo, persecuciones, sin sucumbir, sin claudicar, como lo hizo Moisés, porque sabemos de quién nos fiamos: “Por la fe Moisés, ya adulto, rehusó ser llamado hijo de una hija del faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios a disfrutar el efímero goce del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto, el oprobio de Cristo, porque tenía los ojos puestos en la recompensa. Por la fe, salió de Egipto sin temer la ira del rey; se mantuvo firme como si viera al invisible...” (Hebreos 111, 24-27) Creer con el corazón es superar el sentido común y hacer que los imposibles se hagan posibles, como lo dijo Jesús a sus discípulos, y en ellos a nosotros:

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“Si tuvieran fe como un granito de mostaza, habrían dicho a este sicomoro: - Arráncate y plántate en el mar- , y les habría obedecido” (Lucas 17, 6) La fe, la verdadera fe, la que nace en el corazón – en nuestro corazón, en el corazón de cada uno – nos sacia, nos llena, nos lleva a la plenitud de la vida; lo dijo Jesús a la samaritana, en el pozo de Jacob, y lo repitió muchas veces para que todos lo escuchemos: “El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé, se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna” (Juan 4, 14) “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed” (Juan 6, 35)

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: JESÚS Y LOS VECINOS DE NAZARET Salió Jesús de allí y se fue a su pueblo, y sus discípulos lo acompañaron. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: - ¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros? Y se escandalizaban a causa de él. Jesús les dijo: - Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio. Y no pudo hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y estaba asombrado por su falta de fe. (Marcos 6, 1-6) Hay en este pasaje del Evangelio según san Marcos, una contradicción que podemos descubrir fácilmente: los vecinos de Nazaret, que en un primer momento se admiraron de la profundidad y la belleza de las palabras de Jesús, y de la 88


sabiduría con la que lo oían hablar, y también de los milagros que realizaba, luego, casi que inmediatamente, dudaron de él, porque – según afirmaban -, conocían a todos sus parientes, y en ninguno de ellos veían nada extraordinario, nada que se saliera de lo que ellos mismos eran; nada que realmente valiera la pena. Veían, tocaban, escuchaban, experimentaban personalmente, pero se negaban a creer. Porque su vista estaba nublada, sus oídos tapados, su corazón endurecido, y su mente cerrada. No podían entender ni apreciar aquello que estaba presenciando como testigos privilegiados de la historia. Jesús lo comprendió todo al momento. Con gran dolor de su corazón percibió y aceptó la incapacidad de sus paisanos y parientes para creer con humildad y con fe, que Dios estaba con él y obraba a través de él. Por eso tomó rápidamente la determinación de no obrar milagros en aquella ocasión y abandonar el lugar donde no parecía ser bien recibido. Sabía perfectamente que cuando el corazón y la mente se endurecen y se cierran, no hay mucho que 89


hacer. Sólo esperar y confiar que un día las cosas cambien. También nosotros podemos – y debemos preguntarnos hoy, por la calidad de nuestra fe en Jesús, que se nos manifiesta tantas veces y de tan diversas maneras a lo largo de nuestra vida y de nuestra historia. Preguntarnos por la verdadera disposición de nuestro corazón frente a sus enseñanzas de amor y su ejemplo de servicio. Preguntarnos por nuestra práctica del Evangelio que creemos saber ya de memoria, aunque muchas veces nuestras obras y nuestras palabras no lo demuestran. Aprovechemos la oportunidad que Dios nos da hoy para tomar conciencia de la calidad de nuestra fe. No tengamos miedo de enfrentar el tema directamente; es la única manera de conocer nuestra propia verdad para cambiar lo que haya que cambiar, para profundizar lo que haya que profundizar. Pensemos detenidamente hoy: 90


- ¿Cómo es mi fe en Jesús?... ¿Cómo y cuánto creo en él?... - ¿Mi fe es acaso una fe tímida, una fe miedosa, una fe que no es capaz de asumir ningún riesgo; una fe cómoda, tranquila, que todo lo acepta sin más?... ¿O es una fe inquieta, que quiere crecer; una fe que se hace preguntas; una fe capaz de apostarlo todo por Jesús y sus enseñanzas?... - ¿Mi fe es una fe alegre, dinámica, decidida, activa; una fe que busca ir cada vez más allá?... ¿O es una fe triste, pasiva, que se contenta con lo que “sabe”, con lo que es, y no aspira a nada más?... - ¿Mi fe en Jesús es una fe silenciosa, callada, encerrada en sí misma?... ¿O es una fe que desea comunicarse, una fe que hace todo lo posible para salir al encuentro de los otros, para crecer con su aporte y para aportarles también a ellos algo de la propia experiencia de fe?...

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- ¿Creo porque me tocó creer, porque mi familia también cree, porque mis padres me impusieron su fe?... ¿O creo porque he decidido creer, porque yo mismo he sentido la necesidad de hacerlo, porque habiendo recibido las enseñanzas de mis padres he visto que la fe es un aporte esencial para mi vida?... - ¿Oculto mi fe delante de los demás, para que no se rían de mí?... ¿O soy capaz de dar testimonio de lo que creo sin temores, sin respetos humanos, sin complejos?... - ¿Hago algo especial para que quienes viven a mi alrededor sientan en su corazón la necesidad de conocer a Jesús y creer en él?... ¿O acaso pienso que cada cual con lo suyo, y los que creen que crean y los que no creen que no crean?... Cuando tratamos el tema de la fe en Jesús, Hijo de Dios y Salvador nuestro, hay mucho que pensar, muchas determinaciones que tomar, mucho que aprender, mucho que purificar. 92


La fe nos regala la mayor de las provocaciones. Esa que, lejos de encerrarte o aislarte, hace brotar lo mejor de cada uno. El SeĂąor es el primero en provocarnos. Papa Francisco

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5. LA FE Y LAS OBRAS Aunque la fe hace referencia directa a unas verdades que todos debemos aceptar, defender y proclamar, no podemos pensar, que la fe sea simplemente algo abstracto, teórico, alejado de la realidad de nuestra vida; una mera doctrina y nada más. Al contrario. La fe, para que sea verdadera, tiene que expresarse, tiene que mostrarse en la vida concreta que vivimos, en lo que somos, en lo que pensamos, en lo que decimos, en lo que hacemos. Porque tener fe, creer, es, de una manera muy especial, cuestión de vida. Nos lo dice claramente Jesús en el Evangelio: “No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la Voluntad de mi Padre celestial” (Mateo 7, 21) Ser cristiano y católico, es pues, mucho más que aceptar pasivamente, unas verdades. Ser cristiano, católico, ceer en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, es: 94


 Asumir un estilo de vida particular: el estilo de vida de Jesús de Nazaret, en quien Dios se acerca a los seres humanos, a la humanidad de todos los tiempos y todos los lugares, y se nos da a conocer.  Proponerse vivir como Jesús vivió, pensar como Jesús pensó, sentir como Jesús sintió, mirar el mundo y a las personas como él las miró cuando estaba en nuestra tierra, y como las sigue mirando desde la gloria del Padre. Ser cristiano, católico, creer en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, es:  Hacerse “imagen viva de Jesús”, “transparencia de Jesús”, “retrato de Jesús”, en el lugar y en el tiempo en los que nos correspondió vivir, en medio de quienes se desenvuelve nuestra vida, en lo que somos, en nuestra cotidianidad.  Amar a Dios Padre como él lo amó, servir a la gente como él la sirvió, perdonar como él perdonó, ser humilde, sincero, misericordioso, sencillo, honesto, justo, generoso… como él lo fue siempre. Ser cristiano, católico, ceer en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, es, en una palabra, hacer del amor 95


la norma de vida, porque donde está el amor está todo. La fe y el amor – las obras concretas que nacen del amor y lo manifiestan -, están íntimamente unidos. No pueden vivir el uno sin el otro. El apóstol Santiago nos lo dice con gran sencillez y total claridad: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de ustedes les dice: “Váyanse en paz, caliéntense y hártense”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también, la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (Carta de Santiago 2, 14-17)

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MARÍA, MODELO DE CREYENTE María es, eminentemente, una creyente, una mujer de fe. Lo que conocemos de ella por los evangelios y por la tradición, así nos lo demuestra. María firmó a Dios un cheque en blanco, le entregó su vida de una vez y para siempre. Se confió totalmente a Él, se fió de su palabra y de su amor. Puso en sus manos sus deseos y proyectos, sus anhelos y sus esperanzas, su presente, su pasado y su futuro, y nunca cambió de parecer. Estaba segura de que creer era lo mejor que podía hacer. La fe de María es una fe profunda, firme, segura, confiada. No vacila, no se deja llevar por el miedo, enfrenta las dificultades, llega hasta las raíces, empapa su vida, cada una de sus acciones y palabras, cada una de sus actitudes. “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38). La fe de María es una fe humilde, sencilla, generosa. 97


No pide explicaciones, no pone condiciones, no levanta barreras, no reclama privilegios para sí misma. “¡Feliz porque has creído las cosas que te fueron dichas de parte del Señor!” (Lucas 1, 45). La fe de María es una fe absoluta, total. No busca pruebas, no solicita milagros en su favor, no espera recompensas. “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava” (Lucas 1, 40- 48) La fe de María es aceptación plena de la Voluntad de Dios, confianza absoluta en su amor y en su bondad; entrega total a su proyecto de salvación de toda la humanidad. Aunque muchas veces no entiende lo que sucede, aunque tiene que renunciar a deseos que son legítimos, aunque en ocasiones le causa dolor, aunque implica para ella múltiples sacrificios.

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“María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lucas 2, 19). La fe de María es una fe que no hace ruido, una fe que no tiene manifestaciones espectaculares, una fe sencilla y humilde. Sólo quien la observa con cuidado puede descubrirla. Orienta todos y cada uno de sus pensamientos, de sus palabras y de sus acciones. Es una fe silenciosa pero intensa y profunda. “¡Y a ti, una espada te atravesará el alma!” (Lucas 2, 35). La fe de María es una fe del corazón y de la vida, una fe de la carne y de la sangre. No es mera teoría, cuestión de ideas, de verdades que se aceptan sin más. No es una fe fría, estática, sin fondo. “Pero ellos (María y José) no comprendieron la respuesta que (Jesús) les dio” (Lucas 2, 50)

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La fe de María es una fe que se alimenta, crece y se fortalece en el trato íntimo con Dios, en la oración humilde y constante. “¡No tienen vino!... Hagan lo que Él les diga” (Juan 2, 3.5.) La fe de María es una fe que se hace realidad palpable en actos de amor, de servicio, de entrega generosa a Dios y a los hombres. “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre...” (Juan 19, 19). La fe de María es modelo de fe para ti, para mí, para todos los que decimos creer, hoy y siempre.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: CONFESIÓN DE FE DE PEDRO Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: - ¿Quién dice la gente que soy Yo? Ellos le respondieron: - Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas. - Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo? Pedro respondió: - Tú eres el Mesías. (Marcos 8, 27-29) Estas dos preguntas de Jesús a sus discípulos, siguen resonando hoy a lo largo y ancho del mundo. Él mismo continúa haciéndolas a todos los que en los distintos lugares de la tierra nos llamamos cristianos. Hoy, concretamente, las repite para ti y para mí, y espera de nosotros una respuesta clara y valiente. La primera pregunta es general: abarca a la gran masa de los seres humanos – la gente del común. En nuestro caso podemos referirla a nuestros 101


familiares, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, parientes cercanos y lejanos, y en general a todas las personas que en el mundo se reconocen como cristianas, sean de la denominación que sean: - ¿Quién dice la gente con la que vives y compartes, la gente con quien tienes algo en común, que soy Yo, Jesús de Nazaret?... Entonces la respuesta es simplemente un sondeo de opinión, semejante a tantos que se hacen a diario sobre diferentes personas y diversos temas: - Unos dicen que eres el Enviado de Dios, otros que eres un hombre santo, otros que eres un gran revolucionario, otros que eres nuestro Salvador, en fin. La segunda pregunta, en cambio, va más allá; es una pregunta personal, una pregunta dirigida claramente a cada cristiano con nombre propio, a ti concretamente, para que enfrentes el tema y des tu propia respuesta: - Y tú... ¿quién dices que soy Yo?...

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Ya no es lo que los otros piensan y dicen de Jesús, sino lo que cada uno de nosotros, individualmente, piensa y siente en su corazón, sobre él; lo que cada uno de nosotros cree respecto a él; lo que cada uno de nosotros anuncia con sus palabras sobre él; lo que cada uno de nosotros proclama acerca de él, con su manera de ser y de vivir. Lo que crees tú, lo que piensas tú, lo que sientes tú, lo que haces tú... De esta manera Jesús nos invita a tomar conciencia clara de nuestra condición de creyentes, y de lo que esta condición significa, de lo que implica para nosotros, de lo que nos exige. Sí, creemos en Jesús, lo conocemos, sabemos quién es, lo que hizo y lo que dijo... ¿Y entonces?... ¿A qué nos conduce esto?... De lo que nuestra fe personal en Jesús sea, de la profundidad que nuestra fe personal tenga, del lugar que le demos en nuestra vida de cada día, depende lo que lleguemos a ser como discípulos suyos y miembros de la Iglesia, su familia. De lo que nuestra fe personal en Jesús sea, de la profundidad que nuestra fe personal tenga, del 103


lugar que le demos en nuestra vida de cada día, depende el cumplimiento de la tarea que el Padre nos ha confiado como misioneros de su amor por todos y cada uno de los hombres y mujeres del mundo. De lo que nuestra fe personal en Jesús sea, de la profundidad que nuestra fe personal tenga, del lugar que le demos en nuestra vida de cada día, depende el anuncio que hagamos de su mensaje de salvación y de vida eterna. En aquel tiempo fue Pedro el único que se atrevió a responder personalmente la pregunta del Maestro, y lo hizo con vehemencia: - Tú eres el Mesías, dijo sin vacilar. Hoy somos nosotros, cada uno, tú y yo en concreto, quienes debemos tomar su lugar, y confesarlo ante el mundo, decididos a enfrentar con valentía todo lo que de ello se derive, bueno o malo, agradable o desagradable. Absolutamente seguros y confiados en sus palabras: - Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará. 104


Creer en JesĂşs, en su persona y en su mensaje, en su condiciĂłn de Hijo de Dios y en su misiĂłn salvadora, es exigente y tiene sus riesgos, pero su promesa es superior a cualquier peligro que debamos enfrentar. El amor de Dios y la Vida eterna y feliz a su lado merecen todos los riesgos y todos los esfuerzos. Tenemos que estar plenamente convencidos de ello.

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El Evangelio debe ser anunciado y testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe?... Adorar al Señor quiere decir afirmar creer - pero no simplemente de palabra – que únicamente él guía en verdad nuestra vida. Adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia Papa Francisco 106


6. YO CREO… NOSOTROS CREEMOS… Aunque creer es un acto personal, un acto libre y consciente del ser humano, porque cada cual decide si quiere creer o no creer, nunca es un acto aislado, independiente, un acto que tenga que ver solo con el individuo que cree o deja de creer. Porque nadie puede creer solo, alejado de los demás, así como nadie puede vivir su vida a plenitud, en absoluta soledad. Es realmente un absurdo pensar que se puede ser cristiano católico de verdad, sin tener nada qué ver con los demás creyentes, con los demás cristianos católicos; con el alma y el corazón cerrados a lo que los demás nos dan y a lo que nosotros podemos darles a ellos. Todo cristiano ha recibido su fe, la fe que profesa en Jesús y en lo que él nos enseñó, de otra o de otras personas – sus padres y padrinos, sus familiares, sus maestros, la comunidad eclesial -, y debe a su vez, transmitirla, comunicarla, proclamarla a otros en el transcurso de su vida, haciendo lo que hace y viviendo su vida con responsabilidad y con amor. 107


Cuando nos bautizaron, nuestros padres y padrinos pidieron para nosotros el don de la fe, y se comprometieron solemnemente a ayudarnos a creer, educándonos en ella, unidos a la Iglesia, que es la familia de Dios, la comunidad de quienes creemos en Jesús y su mensaje de salvación. Más adelante, cuando recibimos el Sacramento de la Confirmación – un poco más mayores y por lo tanto más conscientes de lo que significa creer -, nosotros mismos, libre y voluntariamente dimos testimonio de nuestra fe y de lo que ella significa para nosotros, renovando las promesas bautismales y nuestra creencia firme y decidida en un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. A lo largo de toda nuestra vida hemos vivido creyendo, primero en el ámbito de nuestra familia Iglesia doméstica -, con nuestros padres y hermanos, y unidos a ellos, y también como miembros de la Iglesia Universal, extendida por todo el mundo, como miembros activos de la comunidad eclesial. En la Iglesia, en comunión con el Papa, los Obispos y los Sacerdotes, que nos instruyen y orientan, los creyentes crecemos y profundizamos nuestra fe cuando participamos en la catequesis, la 108


celebramos en los Sacramentos que nos comunican los dones y gracias que Dios mismo nos da, y nos sentimos impulsados y apoyados para confesarla en nuestra vida diaria. La fe, cuando se vive con otros, crece y se fortalece, y se hace cada vez más viva y más verdadera. La fe, cuando se proclama a otros, cuando se enseña a otros, cuando se comparte con otros, se enriquece, se profundiza y madura. “Nadie se salva solo. La dimensión comunitaria de la fe es esencial en la vida cristiana”, nos dice el Papa Francisco. Y agrega: “El buen cristiano, sale, está siempre en salida: está en salida de sí mismo, está en salida hacia Dios, en la oración, en la adoración; está en salida hacia los otros, para llevarles el mensaje de salvación”.

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TESTIGOS DE JESÚS Y DE SU EVANGELIO Los autores de los evangelios nos cuentan en varios pasajes, que cuando Jesús hablaba a la gente, las personas que lo escuchaban se sentían admiradas de la sabiduría de sus palabras, y aseguraban que Jesús hablaba “con autoridad”, o “como quien tiene autoridad” (cf. Lucas 7,1; Marcos 1, 22; Mateo7,28; Lucas 4, 32). Y los estudiosos de los textos sagrados nos explican, que esta expresión se refiere a la calidad y a la profundidad de lo que Jesús decía, y sobre todo a la fuerza que imprimía a sus palabras, y a la confianza que generaba en cuantos lo escuchaban, simple y llanamente, porque todo iba respaldado por sus actitudes frente a las personas y a las circunstancias, y por cada una de sus acciones. Jesús fue un Rabí, es decir, un Maestro; enseñaba. Pero fue también y de una manera muy especial, un Profeta; anunciaba el Reino de Dios, el reinar de Dios, la soberanía de Dios y de su bondad y su amor, sobre todo y sobre todos. Y más radicalmente aún, Jesús fue un Testigo; hacía presente para quienes se acercaban a él con 110


corazón abierto, el amor infinito de Dios, su bondad, su misericordia, su compasión. Como discípulos de Jesús que somos, los cristianos estamos llamados precisamente a hacer lo mismo que Jesús hacía, es decir, tenemos que ser sus testigos, lo cual implica por una parte, creer en él con una fe firme, acoger en nuestro corazón sus enseñanzas, y empeñarnos en imitarlo en su modo de actuar, en nuestras propias circunstancias, claro está. Por eso, nuestra vida tiene que implicar siempre una total coherencia entre lo que decimos creer y lo que hacemos, lo que proclamamos con las palabras y lo que los demás pueden ver en nuestras actitudes y en nuestras acciones. De nada vale que digamos que lo más grande que tenemos es nuestra fe en Dios, si nuestras acciones de cada día, en todos los ámbitos de nuestra vida, no lo demuestran de manera concreta. De nada vale que afirmemos una y otra vez que conocemos y amamos a Jesús, que creemos que él es nuestro Salvador, si nuestro corazón permanece frío y distante frente a las necesidades 111


de los más pobres y necesitados de nuestra sociedad. De nada vale que sepamos mucha doctrina y que hayamos memorizado los milagros y las enseñanzas de Jesús, si en nuestras relaciones con las demás personas somos egoístas, o si nos dejamos llevar por el odio y el rencor. De nada vale que nos preocupemos por ser muy considerados en nuestras relaciones familiares, si por fuera de nuestra familia hacemos distinciones y discriminaciones. O lo contrario, que en el trabajo, en el estudio, y en general en la vida social que llevamos, seamos amables y respetuosos, con todos, pero al llegar a la casa nos ganen el egoísmo, el mal genio, los rencores, y nos volvamos insoportables y dañinos para los demás. De nada vale que cada domingo vayamos a la iglesia para celebrar la Eucaristía, si luego en la semana, nuestro trato con los compañeros de trabajo, con las personas que están a nuestro cargo, y con quienes nos sirven, es injusto y dominante. De nada vale que admiremos profundamente a Jesús por su bondad para con los enfermos, y en 112


general para todas las personas que sufrían por cualquier causa, si no estamos dispuestos a hacer lo mismo, y a compadecernos de verdad de las innumerables miserias humanas, buscando siempre la manera de ayudar, en la medida de nuestras posibilidades, pero con generosidad y buen ánimo. De nada vale que recemos muchos rosarios, pertenezcamos a diversos grupos parroquiales, y vayamos a muchas misas, si nuestra vida cotidiana se desarrolla en medio de la opulencia, el derroche, y el olvido total de los marginados, oprimidos y rechazados de nuestra sociedad, con la disculpa de que “yo no le he robado nada a nadie y todo lo he conseguido con mi esfuerzo; además, para eso trabajo, para darme gusto”. De nada vale que digamos que nunca hemos fallado a ninguno de los Diez Mandamientos, si nuestro servicio a los demás es ocasional, y depende más de las circunstancias que de nuestra voluntad de amar como Jesús amó. De nada vale que proclamemos a los cuatro vientos, que somos incansables defensores de la paz, si no hacemos continuamente acciones de paz, si no buscamos con insistencia la justicia 113


social, si no eliminamos de nuestro vocabulario todas las palabras agresivas, si en nuestra familia nos comportamos como verdaderos promotores de la guerra, si nuestros conocidos sienten miedo a nuestras reacciones en los momentos de dificultad. De nada vale que en la Eucaristía demos la paz a nuestro vecino de al lado, con mucha efusión, si en la calle nos cambiamos de acera para no encontrarnos frente a frente con alguien contra quien tenemos un resentimiento. De nada vale que ayudemos con mucho dinero a las entidades de beneficencia, si no nos preocupamos por conocer y atender las necesidades, tal vez más urgentes, de las personas que nos sirven en el hogar, en la oficina, en la finca, en fin. De nada vale que las imágenes de Jesús y de la Virgen estén presentes en nuestra casa o en nuestro cuarto, si despreciamos a los indigentes que encontramos en nuestras calles, y que son la verdadera imagen de Jesús, rechazado y ofendido en el momento cumbre de su pasión y de su muerte.

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De nada vale que hablemos muy bonito de Jesús y de Dios, o que oremos con palabras inspiradas, si quienes nos ven y nos escuchan no sienten que cuando estamos a su lado, Dios está más cerca de ellos, y experimentan su amor compasivo y misericordioso. Lo decía con claridad el Papa san Pablo VI: “El mundo no necesita maestros que traigan doctrinas nuevas. Lo que necesita son verdaderos testigos. Testigos del amor que Dios nos da en Jesús, su Hijo”. Porque, “Obras son amores y no buenas razones”.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: JESÚS ENVÍA A SUS DISCÍPULOS A DAR TESTIMONIO DE ÉL Jesús recorría las aldeas cercanas, enseñando. Entonces llamó a los Doce discípulos y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que no tomaran nada para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja. Sino calzados con sandalias y no vistan dos túnicas. Y les dijo: - Cuando entren en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de allí. Si en algún lugar no los reciben y no los escuchan, váyanse de allí sacudiendo el polvo de la planta de sus pies, en testimonio contra ellos. Ellos hicieron lo que Jesús les decía y predicaban a la gente para que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. (Marcos 6, 7-13) No de uno en uno, sino de dos en dos. Cada uno con otro, para que ninguno estuviera solo.

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Para que ninguno se sintiera desamparado o incapaz de enfrentar la misión que le había sido confiada. Para que pudieran ayudarse mutuamente. Para que pudieran apoyarse, compartir, complementarse. Para que sumaran las capacidades y cualidades de cada uno. Así lo quiso Jesús al principio para los apóstoles. Y así lo quiere para nosotros hoy, en la Iglesia, su familia. La fe cristiana – nuestra fe – no se puede vivir individualmente, en soledad, sino siempre en comunidad, con los otros. De esta manera podemos ayudarnos a creer y a vivir con sinceridad y decisión lo que creemos. De esta manera podemos apoyarnos en nuestras debilidades y falencias. De esta manera podemos complementamos. Pero hay más. La fe cristiana – nuestra fe -, se vive siempre, no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose a los demás. "En salida", como dice el Papa Francisco. 117


Saliendo de uno mismo, de su intimidad, de su mismidad, de sus anhelos y deseos, de sus necesidades, para comunicarse con los otros, para compartir con los otros lo que somos y lo que tenemos. La fe cristiana es verdadera cuando se vive con quienes viven a nuestro lado, compartiendo con ellos las riquezas que poseemos, no sólo en el aspecto material, sino también y muy especialmente en el espiritual. Dando y recibiendo. Entregando cada uno lo que es, lo que tiene en su corazón, y acogiendo lo que los demás son, lo que los demás le pueden aportar. La fe cristiana – nuestra fe -, tiene que ser compartida con otros, vivida con otros, y también anunciada a otros. Quienes creemos en Jesús y tratamos de seguir sus enseñanzas, nos sentimos hermanos de todos los hombres y mujeres del mundo, porque todos pertenecemos a la gran familia humana que tiene un solo Padre: Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Y consideramos que nuestra gran responsabilidad es mostrar a quienes no conocen a Jesús, o lo 118


conocen superficialmente, el camino que los conducirá a él. Una fe egoísta, una fe que permanece encerrada en sí misma, una fe que se oculta en la conciencia individual de quien dice creer. Una fe que no se manifiesta exteriormente, una fe que no se comunica, una fe que no busca a los demás creyentes para compartir la alegría que significa creer. Una fe que no hace todo lo posible por conquistar otros corazones, no es verdadera fe. Sólo cuando compartimos con otros lo que creemos de Dios, lo que sabemos de Dios. Cuando nos ayudamos unos a otros a creer. Cuando nos apoyamos espiritualmente. Nuestra fe madura y se perfecciona. Sólo cuando compartimos con otros, de diversas maneras, la riqueza enorme que significa para nosotros las enseñanzas de Jesús, nuestra fe crece y se desarrolla adecuadamente. Sólo cuando vivimos nuestra fe cristiana proclamando con nuestras palabras y con nuestras acciones de cada día, el mensaje de amor de Jesús, podemos llamarnos verdaderamente 119


cristianos y derrotar el mal con la fuerza del bien, "vencer a los espíritus inmundos", "expulsar los demonios", y "curar a los enfermos" del alma, como Jesús quiere que hagamos todos los que confesamos que somos sus discípulos.

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La fe es una relaciรณn, un encuentro; y mediante el impulso del amor de Dios podemos comunicar, acoger, comprender y corresponder al don del otro. Papa Francisco

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7. LA ORACIÓN, ALIMENTO DE LA FE La oración es la expresión esencial de la fe en Dios, y también su alimento. Los creyentes que sentimos en nuestro corazón la realidad de Dios y su presencia amorosa que nos llama, le respondemos con nuestra oración. En la oración y con ella, nuestra fe y nuestra vida espiritual crecen, maduran y se fortalecen. Santo Tomás de Aquino define la oración como “la expresión de los deseos del hombre delante de Dios”. Santa Teresa afirma que “la oración es una conversación con Dios, un diálogo de amistad con Él”. Y santa Teresita del Niño Jesús dice: “Para mí la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”. En la oración tomamos conciencia de nuestra condición de criaturas delante de Dios, nuestro 122


Creador y Padre, y experimentamos la necesidad de su ayuda, porque somos incapaces de alcanzar por nosotros mismos la plenitud de nuestra existencia y de nuestra esperanza. Cuando oramos de verdad, abrimos nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo en nosotros, y nos hacemos disponibles para realizar en nuestra vida la Voluntad de Dios. Cuando oramos nos entregamos totalmente a Dios como María, que se proclamó a sí misma “esclava del Señor” (cf. Lucas 1,38), porque estaba dispuesta a realizar en su vida todo lo que Dios le pidiera realizar. En muchas circunstancias de nuestra vida, la oración es lo único que puede salvarnos de la desesperación, de la soledad, de la tristeza, del abandono; enriquecer nuestros sufrimientos y dolores físicos y espirituales y llevarlos a Dios; permitirnos colaborar con el mundo y sus necesidades de todo orden; contribuir a nuestra salvación personal y a la salvación de nuestros hermanos. La realidad es que Dios siempre nos escucha, y aunque no obtengamos exactamente lo que le 123


pedimos, podemos estar seguros de que nuestra oración ha sido oída y nuestra petición ha sido correspondida con infinidad de dones y de gracias que Dios nos va dando a lo largo de nuestra vida, aún sin que nos demos cuenta de ello. Cuando oramos lo hacemos porque creemos que Dios nos escucha, y esa misma oración que realizamos confiadamente, aumenta nuestra fe, nuestra confianza en Dios y en su amor por nosotros. La oración es un camino de doble vía, con un bello paisaje de fondo: el amor de Dios por nosotros y el futuro que nos aguarda a su lado, para ser eternamente felices con Él.

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LA FE DE JESÚS Hay un tema que no solemos tocar cuando hablamos de Jesús, tal vez porque pensamos que siendo el Hijo de Dios, su relación con su Padre es totalmente distinta a la nuestra, y no involucra los elementos que en nosotros son absolutamente necesarios. Este tema es: LA FE. Sin embargo, la realidad es otra bien distinta. Como Jesús fue (es), un ser humano pleno y total, un ser humano con todo lo que ello implica y significa, es perfectamente claro, que su conocimiento de Dios, su relación con Dios, fue, en este mundo, totalmente semejante a la nuestra; y esto quiere decir, que tuvo que “creer sin ver”, creer y esperar sin que en su vida sucedieran acontecimientos extraordinarios que le facilitaran el camino, tal y como sucede con nosotros y con el común de los seres humanos. En este sentido podemos decir, que la fe fue para Jesús, como lo es para nosotros, un camino, algunas veces amplio, bien trazado e iluminado, y otras, las más, un camino tortuoso y estrecho, sumido en la penumbra, donde no todo es claro, ni perfectamente comprensible; un 125


camino que tenemos que recorrer confiados en que sea como sea, Dios es quien nos guía y acompaña y su presencia es garantía de que dicho camino nos conduce a la verdad. Los evangelios nos muestran con lujo de detalles que Jesús no tuvo una vida hecha, como a veces imaginamos; una vida decidida hasta en los más mínimos detalles, sino que tuvo que luchar y esforzarse como tenemos que hacer nosotros, primero por conocer la Voluntad de Dios y luego por realizarla como corresponde. Jesús no vino a nuestro mundo con todo sabido. Jesús no vino a nuestro mundo con un conocimiento mayor del que puede tener cualquiera de nosotros. De haber sido así, es casi seguro que no le hubiera sucedido lo que le sucedió, en su búsqueda y realización de la Voluntad del Padre. No hubiera encontrado la oposición que encontró, ni el rechazo de que fue objeto, por parte de los jefes religiosos de su pueblo. No hubiera padecido lo que padeció, tan injustamente, ni hubiera muerto como murió, porque todo lo habría previsto y solucionado de 126


antemano, de acuerdo con el propósito de su venida. Sí. Aunque nos parezca extraño, Jesús tuvo que creer; Jesús tuvo que abrir su corazón a Dios para encontrarlo; para sentirlo como un Padre amoroso y tierno; para escuchar su voz. Tuvo que cerrar los ojos y los oídos a muchas cosas que veía y oía, para confiar en Él, para ponerse en sus manos totalmente, para dedicar su vida entera a la búsqueda y realización de su Voluntad salvadora. Como hombre perfecto, como ser humano a carta cabal, Jesús fue “artífice” de su vida y de su historia – en la medida en que lo somos también nosotros -, y en este sentido podemos decir que ésta fue producto, no de la simple conjugación de sucesos, determinados de antemano, sino, de un modo muy especial, el resultado de sus acciones y decisiones, libres y voluntarias. Nos lo indica él mismo en el Evangelio de Juan, cuando afirma: “Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de 127


recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre” (Juan 10, 18). Jesús creyó con una fe firme y profunda, una fe que fue creciendo y desarrollándose poco a poco, como crece y se desarrolla nuestra fe, a partir de las enseñanzas y el ejemplo de nuestros padres, cuando somos niños, y más adelante, por decisión propia, en la relación íntima y constante con Dios, que nos da su gracia. Jesús creyó con una fe humilde y perseverante, que lo hizo capaz de descubrir la Voluntad de Dios para con él, en los acontecimientos que iban sucediéndose alrededor suyo, y que poco a poco iban configurando su misión, y mostrándole el camino por el que debía transitar. Jesús creyó con una fe profunda y valiente, que lo capacitó para enfrentar las circunstancias más difíciles, con la certeza de que Dios Padre estaba con él, fortaleciéndolo y acompañándolo. Jesús creyó con una fe sencilla y generosa, que le permitió entregarse totalmente a Dios Padre y a su plan de salvación de la humanidad entera, y 128


realizarlo con lujo de competencia. Sólo la claridad de pensamiento que da la fe, puede explicar que Jesús haya sido capaz de penetrar en el conocimiento de Dios y de su amor por nosotros, como lo hizo, y también que haya podido expresarlo con tanta contundencia, belleza, y claridad. Sólo la luz de la fe que ilumina el alma con la Verdad que procede de Dios, pudo haber dado a Jesús la certeza que requería tener, para resistir las tentaciones del demonio, que desde el comienzo de su vida pública quiso desviarlo del camino trazado por el Padre, según nos lo refieren los evangelios (cf. Mateo 4, 1 ss y paralelos). Sólo la fortaleza de espíritu que comunica la fe, puede explicar que Jesús haya sido capaz de enfrentar con tanta dignidad, las falsas acusaciones que le hicieron en los juicios del Sanedrín y de Pilatos, y que siendo inocente haya aceptado hacerse o parecer culpable, en perfecta obediencia y absoluta coherencia (cf. Relatos de la Pasión en los cuatro evangelios).

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Sólo la seguridad que da la fe, puede explicar que Jesús haya sido capaz de entregar su vida en la cruz, por nosotros, con tanta serenidad, con tanta paz, con tanta mansedumbre, y a la vez, con tanta decisión, en medio de intensos y profundos dolores físicos y espirituales, como se deduce de las narraciones evangélicas.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: JESÚS CURA AL HIJO DEL FUNCIONARIO REAL Volvió Jesús a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Cuando se enteró de que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue donde él y le rogaba que bajase a curar a su hijo, porque se iba a morir. Entonces Jesús le dijo: - Si no ven señales y prodigios, no creen. Le dice el funcionario: - Señor, baja antes que se muera mi hijo. Jesús le dice: - Vete, que tu hijo vive. Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Cuando bajaba, le salieron al encuentro sus siervos, y le dijeron que su hijo vivía. Él les preguntó entonces la hora en que se había sentido mejor. Ellos le dijeron: - Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre. El padre comprobó que era la misma hora en que le había dicho Jesús: “Tu hijo vive”, y creyó él y toda su familia. (Juan 4, 47-53) Era un funcionario real. 131


No pertenecía al grupo de los que seguían a Jesús, pero había oído hablar de él muchas veces y en muy buenos términos. La gente lo admiraba y lo seguía por sus gestos de bondad, por sus palabras de verdad, y también, por supuesto, por los milagros que realizaba en favor de muchos, con relativa frecuencia. Era un funcionario real, un miembro activo de la corte del rey Herodes. Por razones obvias no pertenecía al grupo de seguidores de Jesús. Sin embargo, lo que había oído sobre él lo impulsaba a buscarlo, a acercársele y a pedirle su ayuda. Estaba seguro de que si le decía personalmente, y con humildad, lo que necesitaba con urgencia para su hijo, Jesús lo curaría de la grave enfermedad que padecía y que lo tenía ya muy cerca de la muerte. Era tanto su dolor de padre que sin pensarlo mucho salió en su busca hasta que lo encontró en Cafarnaúm, donde Jesús vivía. Estaba rodeado de gente, como era la costumbre, pero él no podía esperar a que estuviera solo para hablarle. 132


Así que sin rodeos y con gran sencillez le contó lo que le pasaba a hijo. Era la luz de sus ojos y la fuerza de su corazón, pero estaba en casa muy enfermo, tanto que todos temían su muerte. Por eso, precisamente, había venido desde tan lejos para pedirle que lo sanara, como había sanado ya a tantas personas que lo proclamaban por todas partes. Jesús lo escuchó con atención, como hacía siempre que alguien se dirigía a él. Pero pareció vacilar… Estaba cansado de que muchos acudieran a él sólo para pedirle milagros. Por eso sus palabras fueron en un primer momento un poco fuertes y desconsideradas: “Si no ven señales y prodigios, no creen”. Pero luego, casi inmediatamente, agregó: “Vete, que tu hijo vive”, Aquel hombre había ido a buscarlo porque en su interior había algo que lo impulsaba a hacerlo, algo que él – Jesús -, no podía desdeñar. Aquel hombre tenía fe, y la fe debía ser atendida siempre. 133


“Vete, que tu hijo vive”… Tan pronto escuchó las palabras de Jesús, la fe del hombre se hizo más fuerte, e inmediatamente, casi sin dar las gracias, volvió sobre sus pasos para regresar a su casa, lleno de alegría. Y en el camino recibió la gran noticia: su hijo había sido curado, precisamente a la misma hora en que Jesús se lo había anunciado. La fe no es cosa de milagros, de hechos extraordinarios y sorprendentes, como muchos piensan y dicen. Pero los milagros requieren siempre la fe, exigen que haya fe en nuestro corazón. No siempre que le pedimos a Dios que intervenga con su sabiduría y su poder Él tiene que obrar un milagro en nuestro favor. Pero nosotros debemos estar siempre atentos a descubrir su presencia y su amor en todos los acontecimientos de nuestra vida. Sorprendentemente, hay muchos más milagros de lo que imaginamos. Dios está continuamente obrándolos para nosotros. Dios hace cada día más milagos de los que nosotros podemos ver o imaginar siquiera. La vida es un milagro toda entera. 134


El mundo y todo cuanto en él existe es un milagro. Nosotros mismos, nuestro ser y nuestra vida, es un verdadero milagro del amor de Dios. La presencia de Jesús en nuestro mundo, como el Hijo encarnado de Dios, es un maravilloso milagro de amor que no alcanzamos a comprender plenamente, pero que es una realidad fehaciente. La fe en la verdad de Dios, en su bondad y en su amor infinito por nosotros, no es un imposible. La fe en que Dios quiere siempre lo mejor para nosotros y lo busca, no es una quimera. Las sorpresas de Dios son muchas y constantes. Pero tenemos que abrir los ojos para verlas, para descubrirlas. Tenemos que abrir el corazón para dejar que Dios actúe con su amor que no pone condiciones, como lo hace siempre: en nuestro favor.

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La fe no cotiza en bolsa, no vende, puede parecer que no sirve para nada. Pero es un regalo que mantiene viva una certeza honda y hermosa: nuestra pertenencia de hijos e hijas amados de Dios.

Papa Francisco

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8. PECADOS CONTRA LA FE Cuando decimos “pecado” estamos hablando de “la transgresión voluntaria a una ley o a un precepto religioso”. El pecado, los pecados, no son otra cosa que el “abandono de lo que es bueno, de lo que es verdadero, de lo que es recto, de lo que es justo, de lo que está mandado”. Hay pecados contra el amor, pecados contra la verdad, pecados contra la justicia, pecados contra el honor y el respeto que debemos al prójimo, pecados contra la vida… y también, por supuesto, pecados contra la fe.  

¿Cuáles son los pecados contra la fe? ¿En qué consisten estos pecados?

Aunque no es fácil hacer definiciones, particularmente en cuestiones religiosas, pero afrontando los peligros que ello conlleva, podemos decir que los pecados contra la fe “son aquellos pecados que significan una ruptura con Dios y con la Iglesia, motivados concretamente por el rechazo, por la negación total o parcial de la doctrina revelada, que constituye el fundamento de la fe de 137


los creyentes, lo cual se constituye en un rechazo a Dios mismo y a su amor por nosotros”. Quien peca contra la fe, niega creer, es decir, aceptar, admitir, confesar, una o varias verdades esenciales, que fundamentan, que dan piso, al Credo de la Iglesia, es decir, al conjunto total de verdades que la Iglesia Católica acepta, respeta, proclama y anuncia, y vive por lo tanto, conforme a esta opción que ha hecho, a esta negación. Los pecados contra la fe pueden clasificarse en dos grupos principales: El primer grupo comprende los pecados que en cierto sentido podríamos llamar “teóricos”, y que son una negación directa y clara de una verdad revelada o del conjunto de las verdades que la Iglesia anuncia. El segundo grupo comprende los pecados que implican más bien una actitud, una manera de actuar frente a Dios, que son manifestación de una fe vacilante, débil, mal entendida. Los pecados contra la fe, pertenecientes al primer grupo son: 138


1. LA INDIFERENCIA: que es el rechazo o el menosprecio de las verdades reveladas por Dios y que la Iglesia, con la autoridad que le dio Jesús, proclama y anuncia. 2. LA HEREJÍA: que se entiende como la negación pertinaz, consciente e insistente, después de haber recibido el Bautismo, de una verdad que como católicos debemos creer. 3. LA APOSTASÍA: que es el rechazo total y absoluto de las verdades de la fe cristiana católica, después de haber recibido el Bautismo y de haber vivido como bautizado. 4. EL CISMA: que es el rechazo del respeto y la comunión con el Papa, como cabeza visible de la Iglesia, o de la comunión con los demás miembros de la Iglesia, sea cual sea el objetivo que se busca o la razón que se da de ello. 5. EL ATEÍSMO: que se entiende – en general – como el empeño en negar la existencia de Dios y de la realidad espiritual, y reducirlo todo a la mera materia, a lo material. Hay muy diversas formas de ateísmo. Al respecto, el Concilio Vaticano II nos dice: 139


“La palabra “ateísmo” designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputan como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites de las ciencias positivas, pretenden explicarlo todo sobre esta base puramente científica, o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna, y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religioso. Además, el ateísmo nace a veces, como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo, o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso a Dios” (Concilio Vaticano II. Constitución Dogmática sobre la Iglesia en el mundo actual “Gaudium et spes” N. 19) 140


6. EL AGNOSTICISMO: emparentado con el ateísmo, tiene como éste, diversos tipos y manifestaciones. En términos generales podemos decir que el agnosticismo equivale a un ateísmo práctico, porque aunque admite que Dios existe, asegura que es imposible a los seres humanos conocerlo y relacionarse con Él. Los pecados contra la fe, correspondientes al segundo grupo son: 1. LA DESESPERACIÓN: que se entiende como la actitud de quien deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio divino para llegar a ella, o el perdón de sus pecados. 2. LA PRESUNCIÓN: que puede ser de dos clases:  La primera, que se da cuando el creyente “presume” de sus capacidades, esperando poder salvarse sin la ayuda de Dios, por sus propias fuerzas y su propio mérito.  La segunda, cuando el creyente “presume” de la omnipotencia de Dios y de su misericordia, y espera obtener el perdón de sus pecados sin arrepentimiento ni conversión de su parte. 141


3. LA TIBIEZA: que implica una cierta negligencia para recibir y acoger el amor de Dios, y responderlo con un amor personal profundo y con una vida conforme a su Voluntad. 4. EL ODIO A DIOS: que tiene su origen en el orgullo, niega la bondad de Dios y lo rechaza porque condena y castiga el pecado de los seres humanos. 5. LA IDOLATRÍA: que es una perversión del sentimiento religioso y consiste en divinizar – darle culto, rendirle homenaje – a lo que no es Dios. El Satanismo es una idolatría, lo mismo que la divinización del poder, del placer, del dinero, de la raza, del estado, etc., tan comunes en nuestro tiempo. 6. LA SUPERSTICIÓN: que también constituye una desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que se derivan de este sentimiento. En general, el hombre y la mujer supersticiosos, dan más importancia a sus prácticas, a sus acciones de culto, a las que confieren un poder “mágico”, que a su disposición interior, al amor que tienen a Dios, a su confianza en Él, a su entrega a Él en la vivencia de los mandamientos. 142


7. LA ADIVINACIÓN, LA MAGIA Y EL ESPIRITISMO: cualquiera sea su forma de expresión. Nosotros que creemos, que tenemos fe, debemos vivir muy atentos para no dejarnos llevar por ningún acontecimiento y ninguna circunstancia, a cometer alguno de estos pecados mencionados. Porque aunque nos parezca extraño, puede ser más fácil de lo que imaginamos. Nuestra fe cristiana católica, es un don, una gracia de Dios, y tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para permanecer en ella sin desviarnos ni debilitarnos; atentos a las múltiples propuestas que en nuestro tiempo no dejan de invitarnos a vivir lejos de Dios, deslumbrados por el espejismo de otros dioses. Nota: Todo este capítulo puede confrontarse con los numerales 1846 a 1876 (El pecado) y 2110 a 2141 (Pecados contra el Primer mandamiento de la ley de Dios), del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa san Juan Pablo II en 1992.

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INCOMPATIBILIDADES La verdadera fe, la fe que es apertura a Dios y a su amor maravilloso por nosotros, a su misericordia infinita, a su perdón generoso, sin límites, es incompatible con:

 La idea de Dios como una “energía positiva” que lo llena todo; idea que promueve el movimiento de la Nueva Era y que se ha “posicionado” entre nosotros como si fuera una verdad clara y limpia.  La imagen de Jesús como un “Maestro de luz”; un hombre iluminado, lleno de sabiduría y de bondad, pero solamente hombre. También esta idea ha sido propagada por el movimiento de la Nueva Era y desfigura totalmente nuestra fe cristiana, católica.  La costumbre que se está imponiendo con gran fuerza, de rendir un culto especial a infinidad de ángeles, con nombres extraños, que se presentan como “salvadores” de la humanidad. La Sagrada Escritura nos habla de los ángeles como mensajeros de Dios, que nos cuidan y protegen, pero sólo menciona a tres de ellos con su nombre propio: Miguel, Gabriel 144


y Rafael. La Iglesia nos enseña que cada uno de nosotros tiene su “ángel guardián”, pero muy claramente nos dice que su poder no puede equipararse con el poder de Dios, porque son – como nosotros - sus criaturas.  La creencia en la reencarnación, cualquiera que sea su explicación. Los cristianos sólo podemos creer en la resurrección, al estilo de la resurrección de Jesús. La verdadera fe, la fe que es confianza total, seguridad, entrega a Dios y apertura a su Voluntad para con nosotros, es incompatible con:  La costumbre de colocar la imagen de María, o la de cualquier santo o santa, de espaldas y frente a la pared, boca-abajo, quitándole el niño Jesús que está en sus brazos o tapándolo, con el fin de “presionarlos” para que nos concedan un favor especial.  La costumbre de llevar el escapulario de la Virgen del Carmen o cualquier otra medalla de María, la cruz o cualquier otro objeto religioso, como si fuera un amuleto para la buena suerte o una “contra” para detener los males que otros puedan hacernos. Ni el escapulario, ni el crucifijo, ni ninguna otra medalla tienen poder en sí mismos; son 145


sólo símbolos de nuestra fe en una realidad superior que representan y que nos recuerdan.  La creencia de que las velas que encendemos para honrar a Dios, a la Virgen, o a los santos, “tienen más fuerza”, “son más poderosas”, según sea su color, y además que determinado color corresponde a tal o cual petición, a tal o cual ángel, a tal o cual sentimiento o situación personal, etc. La verdadera fe, la fe que llena nuestra vida de entusiasmo, la fe que es esperanza de un futuro radicalmente mejor, es incompatible con:  La creencia de que para que Dios nos conceda el favor que le pedimos, tenemos que sacar un aviso en un periódico, u organizar una “cadena de oración” que se multiplique infinitamente por los diferentes medios de comunicación, y que no se puede “romper” por ningún motivo, porque hacerlo acarrea males de todo tipo.  La costumbre de lavar la casa con agua bendita para alejar toda clase de “malas energías” que, según dicen, “hacen daño a quienes viven en ella”. El agua bendita es un sacramental y como tal debe respetarse, 146


empleándola sólo para lo que la Iglesia indica. La verdadera fe, la fe profunda, la que tiene raíces, la que va más allá de las apariencias, la fe que mueve montañas, es incompatible con:  La penca sábila empleada para alejar los males y sufrimientos; los Budas para mantener la abundancia de bienes materiales; los elefantes, las pirámides y los cuarzos para la prosperidad en todos los aspectos; y cualquier otra “idea” o “creencia” que se parezca a estas.  Los horóscopos, las cartas astrales, la lectura del cigarrillo, de la taza de café o de té, el Tarot, el I Ching, y demás.  Los baños y riegos aromáticos, los sahumerios, las velas de colores; ellos sólo darán a quien los usa, algún bienestar físico, pero nunca el bienestar espiritual que muchos pretenden.  Toda clase de agüeros, por sencillos que sean y por inofensivos que parezcan. La verdadera fe, la fe que busca crecer, profundizarse, hacerse más viva, más fuerte, es incompatible con: 147


 La magia, la adivinación, la brujería, aunque se diga que son cosas inofensivas.

 Los mediums y las prácticas espiritistas.  El satanismo ¡por supuesto!  Todo lo que se conoce como esoterismo, ocultismo o Nueva Era (New Age). Todas estas cosas son tergiversaciones de la fe, cuentos que se inventan “los vivos” para envolver a “los bobos”. Dios no es, ni mucho menos, un personaje a quien podemos manipular a nuestro antojo o “doblegar” con nuestros obsequios. Su amor por nosotros no necesita “presiones” ni “ayudas”. Su Voluntad para con nosotros no es un mero capricho, ni depende de las cartas, de las estrellas, de la posición de los planetas en el universo, del color de las velas que encendamos, o de los cuarzos que nos colguemos al cuello. Nuestra relación con Dios es mucho más que todo eso. Dios es un Padre que nos ama con infinito amor. Su poder creador supera todo. Su bondad no tiene límites. Siempre quiere y busca lo mejor para nosotros, aunque algunas veces no lo veamos tan claro y tan directo como quisiéramos. 148


PÁGINAS DEL EVANGELIO: JESÚS CURA DOS CIEGOS Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: - ¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David! Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: - ¿Creen que puedo hacer eso? Ellos le responden: - Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos diciendo: - Hágase en ustedes según su fe. Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: - ¡Miren que nadie lo sepa! Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca. (Mateo 9, 2731) Llevaban una vida miserable a causa de su ceguera. Estaban condenados a caminar por la ciudad, sin rumbo fijo, pidiendo limosna para su sustento. Otras veces se sentaban cerca del mercado o de otro lugar con alta concurrencia de gente, implorando la caridad pública. No podían hacer nada más. Era su destino y así lo aceptaban y vivían. 149


Llevaban una vida miserable a causa de su ceguera. Una enfermedad que igual que otras muchas, excluía a quienes la padecían, de la comunidad a la que pertenecían. En aquel tiempo se pensaba que toda enfermedad era de alguna manera un castigo merecido por los pecados cometidos personalmente, o “heredados” de los padres. Llevaban una vida miserable, pero su encuentro con Jesús los cambió para siempre, porque cambió su vida. Y lo mismo le sucedió a muchas otras personas, hombres y mujeres de todas las edades, en aquel entonces. Aunque no podían verlo a causa de su ceguera, la presencia cercana del Señor llenó su vida de luz y de esperanza, en medio de la oscuridad que los rodeaba. Jesús escuchó sus gritos y tuvo piedad de ellos. Les hizo una pregunta simple: ¿Creen que puedo hacer eso que piden? ¿Creen que puedo curarlos? Ellos la respondieron con prontitud: Sí. Lo creemos. Estamos seguros de ello. Y todo sucedió como esperaban. 150


Jesús tocó sus ojos – los de ambos -, y les devolvió la vista, y con ella, renovó su alegría de vivir y su vida misma. Todo sucedió por la fe que demostraron tener. La fe es luz que ilumina nuestra vida y todos los acontecimientos y circunstancias de nuestra historia personal. Creyeron en Jesús y en lo que él podía hacer en su favor, y su necesidad fue satisfecha. La fe es condición clara para acoger en nuestra vida los dones que Dios nos regala, movido por su amor generoso, por su amor sin condiciones. Creyeron en Jesús y él les devolvió la vista que habían perdido, para siempre. La fe es luz que abre los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón y nos permite ver muchas cosas que de otra manera no podemos ver. La fe nos permite mirar a Dios cara a cara, y establecer con Él una relación amorosa. Creyeron en Jesús y él respondió a su fe con el don luminoso de la esperanza. 151


La fe, cuando es verdadera llena nuestro corazรณn de esperanza, y la esperanza proyecta nuestra vida a la eternidad sin fin. Cuando nuestra fe es sincera y profunda, podemos esperar de Dios grandes y maravillosas sorpresas.

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La fe no se transmite sĂłlo con palabras sino tambiĂŠn con gestos, miradas, caricias como las de nuestras madres y abuelas; con el sabor de las cosas que aprendimos en el hogar, de manera simple y autĂŠntica. Papa Francisco

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9. CELEBRAR LA FE Del mimsmo modo que en nuestra vida corriente celebramos los acontecimientos que son significativos, individual y colectivamente, por una u otra razón, los cristianos católicos celebramos con profunda alegría, en ambiente de fiesta y regocijo, con esperanza y amor, nuestra fe en Dios – Padre, Hijo y Espíritu Santo -, y los acontecimientos más importantes que han tenido lugar en la historia de nuestra salvación, desde la creación del mundo hasta hoy. Realizamos esta celebración alegre y festiva de la fe, reunidos en comunidad, por medio de la Liturgia, que es, en palabras sencillas, una fiesta comunitaria en la que, unidos a la Iglesia Universal, nos encontramos con Dios, que se hace presente en medio de nosotros, y actualiza, renueva, y prolonga los dones y las gracias de su amor salvador. Pero las celebraciones litúrgicas de la fe tienen una característica que las hace absolutamente distintas de cualquier otra celebración: no son un mero recuerdo de acontecimientos o de acciones del pasado, sino la actualización, la renovación en el 154


presente de dichos acontecimientos y acciones, y de todo lo que ellos significan. Las celebraciones litúrgicas renuevan, reviven, hacen de nuevo presentes en medio de nosotros, los acontecimientos que celebramos, que son los acontecimientos y acciones salvadores, y con ellos, recibimos de nuevo el amor que Dios nos manifiesta en dichos acontecimientos. En su desarrollo, la Liturgia emplea gestos y acciones simbólicas, signos y palabras especiales, que evocan la presencia y la acción de Dios en nuestro favor, por la encarnación de Jesús, su vida en el mundo, su ignominiosa muerte en la cruz, y su gloriosa resurrección de entre los muertos. Es como si estos acontecimientos maravillosos “volvieran a suceder” en nuestro presente, y así, por medio del Espíritu Santo, recibimos los dones las gracias espirituales que ellos alcanzaron para nosotros, en el momento en el que ocurrieron. Esto quiere decir que en la celebración alegre y gozosa de los tiempos litúrgicos – Adviento, Navidad, Cuaresma, Semana Santa, Pascua, Pentecostés y Tiempo Ordinario -, y de los distintos sacramentos - Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Confesión, Unción de los enfermos, Orden 155


Sacerdotal y Matrimonio -, movidos por nuestra fe firme y profunda, Dios nos comunica de nuevo a quienes participamos en ellos y a la Iglesia entera, todos los dones de su amor que Jesús trajo a nuestro mundo. Cada año, en los distintos tiempos litúrgicos, hacemos el recorrido completo por la vida de Jesús, profundizando en su misterio salvador: 

En Adviento revivimos con fe y alegría, la preparación de Israel para la llegada del Mesías, anunciado por los profetas durante siglos.

En la Navidad acogemos felices a Jesús, Dios-con-nosotros, que viene a nuestro mundo para realizar la promesa del Padre.

En Cuaresma escuchamos en nuestro corazón la llamada de Jesús a la conversión y nos preparamos con la oración, el ayuno y la limosna para celebrar dignamente los acontecimientos centrales de nuestra salvación.

En Semana Santa revivimos con devoción los útimos días de la vida de Jesús en el 156


mundo, y lo acompañamos en su entrega defiinitiva, por amor, en la cruz. 

En el Tiempo Pascual revivimos con gozo y esperanza la resurrección de Jesús de entre los muertos, su despedida definitiva de sus discípulos y seguidores, sus últimas recomendaciones, y su ascensión gloriosa a los cielos, donde vive a la derecha del Padre.

En Pentecostés recibimos de nuevo el gran don del Espíritu Santo que Jesús resucitado entregó a su Iglesia. El Espíritu Santo fortalece nuestra fe, y es luz, guía y fuerza que nos ayuda a poner en práctica las enseñanzas de Jesús y su ejemplo.

En el Tiempo Ordinario del año – que abarca 34 semanas -, nos dejamos conducir por el Evangelio que nos narra las enseñanzas y los milagros de Jesús. Ellos son para nosotros una verdadera lección de vida y un llamado insistente a purificar nuestras obras de tal modo que lleguemos a ser verdaderos discípulos suyos, hijos fieles y conscientes de Dios Padre, templos vivos del Espíritu Santo. 157


Por otra arte, a lo largo de nuestra vida, y mediante la recepción fervorosa y consciente de los sacramentos, nuestra vida de fe va creciendo, desarrollándose, y haciéndose cada vez más profunda y más firme como corresponde. 

En el Bautismo, que nos une a la Iglesia, comunidad de quienes creemos en Jesús, nuestra vida se abre a Dios y a la salvación que él nos da.

En la Confirmación, por el don del Espíritu Santo, Dios nos llena de su amor que nos comunica la fuerza y el ánimo necesario para caminar cada día por el camino que conduce a Él, venciendo el pecado.

En la Eucaristía, Jesús mismo viene a nuestro corazón y a nuestra vida, y nos alimenta con su cuerpo y su sangre. Recibirlo con frecuencia nos permite mantenernos firmes en la fe que profesamos.

En la Confesión Dios Padre acude a nuestro encuentro, con todo su amor, para perdonarnos nuestros pecados, y 158


comunicarnos los dones que necesitamos para ser cada día mejores hijos suyos y mejores seguidores de Jesús. 

En la Unción de los enfermos, Jesús – que curó tantos enfermos mientras vivía en el mundo -, fortalece nuestra debilidad física y espiritual, y con su amor nos ayuda a vivir esta circunstancia de nuestra vida con fe y con paz interior.

En el Orden Sacerdotal, Jesús bendice y consagra a quienes ha escogido, para que sean verdaderos representantes suyos en medio de la comunidad de los creyentes, y renueva para todos el don de su presencia en medio de nosotros.

En el Matrimonio, Dios bendice al hombre y la mujer que se aman y que desean vivir unidos para siempre, constituyendo una familia, donde los hijos serán acogidos con amor y educados como creyentes.

La celebración consciente, entusiasta y alegre de nuestra fe en unión con la Iglesia, nos conduce a creer cada día con más fuerza y profundidad, valentía y decisión, en medio de un mundo hostil. 159


En cambio, una fe que no se celebra, una fe que no se hace fiesta, se debilita fรกcilmente, y puede llegar a hasta la extinciรณn total. Y perder la fe es perder el verdadero sentido de la vida, su fuerza dinamizadora, su motor.

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EL BAUTISMO, SACRAMENTO DE FE El Sacramento del Bautismo es el primer sacramento que recibimos. Por él entramos a formar parte de la Iglesia, familia de Dios, comunidad de salvación, en la cual vivimos nuestra fe en Jesús, no solo individualmente sino también en grupo, unidos a los demás creyentes. Por el Bautismo adquirimos el derecho de recibir los demás sacramentos, que nos animan y fortalecen en la búsqueda constante de Dios, y nos impulsan a hacer realidad en la cotidianidad de nuestro ser y de nuestro quehacer, el mensaje cristiano. La palabra BAUTISMO viene del griego y significa "sumergir". Bautizar es "sumergir", es decir, "introducir dentro del agua". Antiguamente se bautizaba sumergiendo en el agua a quien recibía el sacramento; la Pila Bautismal que ahora es pequeña, por motivos prácticos, era entonces como una especie de piscina, en la que se introducía, por su propio pie y desnudo, el catecúmeno, y de la que salía totalmente renovado.

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Este “sumergir en el agua” o “derramar agua sobre la cabeza”, como se hace entre nosotros, significa – según nos lo enseña san Pablo -, “sepultar” a quien recibe el Bautismo en la misma muerte de Cristo, para que también resucite con él a una nueva vida, y se haga así, una criatura totalmente renovada: "¿O es que ignoran que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Romanos 6, 3-4). El Bautismo se llama también "baño de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo", porque significa y realiza el nacimiento del agua y del Espíritu Santo, del que hablaba Jesús en su conversación con Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: tienen que nacer de lo alto” (Juan 3, 5-7). 162


El Bautismo es un baño en el cual, el agua – que es el signo sacramental -, unida a las palabras de quien bautiza, pronunciadas en nombre de Dios y en unidad con la Iglesia, produce un efecto vivificador. El Bautismo es un baño que comunica vida, salud, fuerza; un baño que purifica, santifica y justifica, por la acción del Espíritu Santo. Y es también "iluminación", porque quienes lo recibimos somos "iluminados" por Jesús, que es "la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Juan 1, 9), y él mismo nos llama a comunicar su luz, a “ser luz" para los demás, de un modo especial, para cuantos viven cerca de nosotros (cf. Mateo 5, 14-16). San Pablo nos dice: "Porque en otro tiempo fueron tinieblas; mas ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz, pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad" (Efesios 5, 8-9). La Iglesia ha celebrado el Sacramento del Bautismo, desde el día de Pentecostés. Movido por el Espíritu Santo que acababan de recibir mientras estaban reunidos en oración, san Pedro dijo a la multitud que lo escuchaba conmovida: 163


"Conviértanse, y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de sus pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo" (Hechos de los Apóstoles 2, 38). El único requisito, la única condición que se exige para ser bautizado, es tener fe en Jesús, creer en él como Hijo de Dios y Salvador de los hombres. San Pablo lo declara así a su carcelero en Filipos: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa. Y le anunciaron la Palabra del Señor a él y a todos los de su casa... inmediatamente recibió el Bautismo él y todos los suyos" (Hechos de los Apóstoles 16, 32. 33b.) El Bautismo exige tener fe, personalmente, o ser llevado a bautizar por alguien que la tiene – los padres y padrinos en el caso de los niños –, y que se compromete a educar en la fe a quien presenta a la Iglesia para que sea bautizado. En los orígenes de la Iglesia, al comienzo del anuncio del Evangelio, la práctica más común era el Bautismo de adultos, que iba acompañado por la Confirmación y la Eucaristía. La preparación para recibir el sacramento se llamaba catecumenado y tenía una gran importancia. 164


El catecumenado consistía en un período prolongado de formación en la vida cristiana. Los catecúmenos eran instruidos en el misterio de la salvación, en la práctica de las virtudes evangélicas, y en los ritos sagrados que la Iglesia celebra. En nuestro tiempo, lo más común es el Bautismo de niños. Esta costumbre viene ya desde el siglo II, pero seguramente se practicaba también en los orígenes de la Iglesia, cuando por la predicación de los apóstoles, familias enteras se convertían y recibían el Bautismo. La Iglesia nos enseña que es importante no privar a los niños de recibir el Bautismo, aunque sean muy pequeños y “no se den cuenta”, porque la gracia que el sacramento nos comunica, es un don inestimable de riqueza infinita, y propiciarla es parte de la misión que tienen los padres cristianos de alimentar material y espiritualmente la vida que Dios les ha confiado. Como el Bautismo exige la fe en Jesús, cuando se bautiza a un niño, este Bautismo se realiza en virtud de la fe de sus padres y de sus padrinos, encargados de dar a ese niño una buena educación y una adecuada formación cristiana, y 165


en virtud de la fe de toda la Iglesia, que respalda y apoya la tarea de los padres y de los padrinos. La misión de los padrinos consiste fundamentalmente en apoyar a los padres en la educación cristiana del niño o de la niña, y ser para él o para ella un modelo de fe y de seguimiento fiel de Jesús. Por estas razones es necesario que los padres se esmeren en la elección de los padrinos para sus hijos, y no los escojan pensando en cuestiones sociales o en compromisos contraídos por alguna circunstancia particular. En todos los sacramentos que los requieren, los padrinos deben ser católicos coherentes, es decir, creyentes y practicantes, que puedan mostrar que su vida es reflejo de lo que dicen profesar, para que en caso de faltar los padres por alguna razón, o de que éstos incumplan su misión de primeros educadores en la fe, ellos puedan asumir con competencia la misión de maestros y guías de su ahijado.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS Ese día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús... Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: - ¿Qué comentaban por el camino? Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: - ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!... Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel... Jesús les dijo: - ¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?. Y comenzando por Moisés y continuando 167


con todos los Profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. (Lucas 24, 13-27) La muerte de Jesús en la cruz fue una sorpresa para sus discípulos. Esperaban otra cosa de él. Deseaban que fuera el Mesías político que necesitaban, y que cumpliera su sueño de liberar a Israel del poder de los romanos, que los sometía y humillaba. Algo parecido nos ocurre hoy a nosotros, aunque no estemos dispuestos a reconocerlo. Nos hemos hecho un Dios a nuestra medida; un Dios conforme a nuestros deseos y necesidades, a nuestros anhelos y proyectos, y por esta razón no tenemos ojos para descubrir su presencia permanente a nuestro lado, viviendo con nosotros, compartiendo nuestros sufrimientos y nuestras alegrías, nuestros triunfos y nuestras derrotas, amándonos y actuando en nuestro favor, de manera silenciosa pero siempre eficaz. Nuestra fe, como la fe de los discípulos de Emaús, es demasiado pequeña y no nos atrevemos a creer de verdad; a creer sin exigir pruebas, sin pedir manifestaciones extraordinarias de poder y de fuerza, sin buscar milagros que atraigan nuestra atención y motiven nuestra admiración. 168


La resurrección de Jesús es un llamado urgente que nos hace Dios, para que nos arriesguemos a confiar en Él y en su amor salvador, de una vez por todas. Un llamado, una invitación, a dejar a un lado nuestros razonamientos y nuestros prejuicios, y a poner nuestro ser y nuestra vida en sus manos, seguros de su bondad y de su misericordia. "Dios escribe derecho, en renglones torcidos", dice un refrán popular. "Dios sabe sacar bienes de los males", afirma otro. Por eso tenemos que estar absolutamente convencidos de que, pase lo que pase, Jesús nunca nos defraudará. Su amor es más fuerte que la muerte; su gracia lo puede todo, cuando somos sensibles a ella y nos entregamos de corazón. Con él presente y actuante en nuestro corazón y en nuestra vida, somos capaces de superar todos los obstáculos, de saltar todas las barreras, de desterrar de una vez por todas, la duda y el miedo que nos impiden mirar adelante y avanzar en nuestro camino, con la certeza de que su amor providente nos acompaña y nos sostiene. Jesús resucitado es la manifestación más clara y contundente de que Dios puede realizar en nosotros, con nosotros, por nosotros y para nosotros, cosas maravillosas, inusitadas, 169


absolutamente sorprendentes. Lo único que nos pide es que nos entreguemos a Él con verdadera confianza, que pongamos en sus manos todo lo que somos y lo que tenemos, que creamos de verdad, como tiene que ser. La muerte de Jesús no fue un fracaso, y su resurrección lo confirma; así lo entendieron los discípulos de Emaús cuando abrieron su corazón y descubrieron quién era realmente el caminante que se había unido a ellos; y así tenemos que entenderlo nosotros, 2.000 años después, cuando nos encontramos con él, vivo y presente en la Eucaristía, en la que se hace Pan para ser partido y comido en comunidad; Pan de Vida eterna y Bebida de salvación; compañero de camino, guía y maestro, amigo y hermano que está siempre con nosotros para protegernos del mal y conducirnos al Padre con infinito amor. La resurrección de Jesús de entre los muertos es la prueba de las pruebas, la garantía de que nuestra fe cristiana católica no es un invento de nadie y sus bases son absolutamente sólidas. La resurrección de Jesús de entre los muertos es la manifestación clara y contundente de que la verdad de Dios que creemos y proclamamos es tan 170


segura y cierta como el aire que respiramos, la luz que nos ilumina, la vida que palpita en el mundo.

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Creer en JesĂşs nos hace corresponsables los unos de los otros. No podemos ser indiferentes ante los problemas de los demĂĄs, debemos orar y ayudarlos, esto es ser cristianos. Papa Francisco

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10. DAR LA VIDA POR LA FE Jesús lo previó y así lo anunció a sus discípulos, en diversas ocasiones: creer en él y seguir sus enseñanzas les iba a traer complicaciones, y complicaciones graves. Serían perseguidos y acusados por las autoridades de su pueblo, como había sucedido a los antiguos profetas de Israel. Sin embargo - les dijo -, cuando esto ocurriera, no debían tener miedo, porque él estaría con ellos, a su lado, fortaleciéndolos espiritualmente, para que fueran capaces de soportar con entereza y dignidad, las pruebas a las que serían sometidos: “Si el mundo los odia, sepan que a mí me ha odiado antes que a ustedes. Si fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero, como no son del mundo, porque yo al elegirlos los he sacado del mundo, por eso el mundo los odia” (Juan 15, 18-19) Seguramente, los apóstoles y discípulos de Jesús no entendieron estas palabras del Maestro, hasta que fueron testigos de la pasión y muerte del Señor - aunque desde lejos -, porque cuando comenzaron los acontecimientos definitivos, ellos lo abandonaron llenos de miedo, para salvar su propia vida. 173


“Miren que yo los envío como ovejas en medio de lobos. Sean, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guárdense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en sus sinagogas; y por mi causa serán llevados ante gobernadores y reyes, para que den testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando los entreguen, no se preocupen de cómo o qué van a hablar. Lo que tengan que hablar se les comunicará en aquel momento. Porque no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu de su Padre el que hablará en ustedes. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y serán odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará... Y no teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; teman más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. (Mateo 10, 16-22.28) Las primeras comunidades cristianas, constituidas alrededor de los apóstoles, después de la resurrección de Jesús y del acontecimiento de Pentecostés, fueron perseguidas por los judíos y 174


sus autoridades religiosas y civiles, y muy pronto tuvieron que dispersarse, huyendo a otros países, para no ser exterminadas. El libro de los Hechos de los apóstoles nos refiere algunos momentos claves de esta persecución, cuando narra los sufrimientos de los apóstoles, especialmente de Pedro y Juan, que fueron azotados y encarcelados en varias ocasiones (cf. Hechos 4 y 5), la historia de Esteban, el primer mártir (cf. Hechos 6, 8 – 7, 60), la muerte de Santiago, hermano de Juan, asesinado por mandato de Herodes (cf. Hechos 12, 2), y la historia de Pablo, que pasó de ser perseguidor de los apóstoles y los primeros cristianos (cf. Hechos 9, 1-2), a ser el “apóstol de los gentiles”, después de su conversión (cf. Hechos 9, 3 ss) y hasta su muerte en Roma, decapitado, bajo el gobierno de Vespasiano, hacia el año 67, luego de haber sufrido grandes persecuciones, castigos y penas de cárcel y destierro, según nos relata él mismo en sus cartas. “Bienaventurados serán cuando los hombres los odien, cuando los expulsen, los injurien y proscriban su nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre” (Lucas 6, 22) 175


Mas adelante, en los años siguientes, los cristianos fueron perseguidos en todo el Imperio Romano, y muchos creyentes sufrieron el martirio. Las catacumbas de Roma y las cuevas de Capadocia en Turquía, son solo dos testigos de estas persecuciones. Ocurrió en aquel tiempo y sigue ocurriendo hoy, 2.000 años después. Creer en Jesús, reconocerlo como el Hijo encarnado de Dios, nuestro Señor y Salvador, acoger sus enseñanzas y proclamar su victoria definitiva sobre la muerte, resulta hoy tan peligroso como ayer, a lo largo y ancho del mundo. En muchos países los cristianos – no sólo católicos, sino también ortodoxos, coptos, luteranos, anglicanos, etc -, son perseguidos de manera directa, y a muchos les ha correspondido enfrentar la muerte violenta por no renunciar a su fe en Jesús y su Evangelio. Hemos sido testigos en los últimos años, de estos martirios de hombres y mujeres, niños, jóvenes, adultos y ancianos, que con gran fuerza y notable decisión, han preferido la muerte a renegar de la fe que heredaron de sus mayores y que se ha 176


constituido para ellos en su gran riqueza, porque da sentido a su vida. También en diversos lugares del mundo han sido asesinados sacerdotes, religiosas, seminaristas, y catequistas laicos, acusándolos simplemente de creer y seguir a Jesús con fidelidad, y ayudar a otros a hacer lo mismo. No ha faltado tampoco la persecución disimulada - “con guante blanco”, como dice el Papa Francisco -, en muchos países que se consideran grandes defensores de los derechos humanos; una persecución callada pero incisiva y constante, efectiva y muy dañina, porque se trata de destruir los principios que sostienen la fe y la moral de la Iglesia fundada por Jesús mismo, y encargada por él mismo de llevar su mensaje a todos los rincones de la tierra. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mateo 16, 24-25). Sea como sea, pase lo que pase, y digan lo que digan, estamos plenamente convencidos de que vale la pena creer en Jesús en este siglo XXI y 177


tratar de vivir siguiendo sus enseñanzas y su ejemplo. Vale la pena ser cristianos católicos con todas las consecuencias que ello implica, y aunque signifique en determinadas circunstancias, sufrir física y espiritualmente. Vale la pena arriesgarlo todo por quien “nos amó hasta el extremo” (cf. Juan 13, 1) y entregó su vida en la cruz, para rescatarnos de la muerte eterna.

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EL REGALO INMENSO DE LA FE ¿Haz pensado alguna vez qué sería tu vida sin la fe?… ¿Qué sería de tu vida sin poder creer en Alguien más allá de ti mismo y de este mundo caduco en el que vivimos?... Yo sí lo pienso con cierta frecuencia, y te cuento que cuando lo hago se me arruga el corazón y una oscuridad de muerte se cierne sobre mí, de tal manera que todo lo que me rodea pierde su sentido y su valor, y ya no me queda nada por qué seguir luchando, esforzándome; entonces miro al cielo y la luz de Dios me ilumina de nuevo, deshace las tinieblas que me envuelven, y doy gracias por este don maravilloso que Él me ha regalado y que yo he recibido con gozo y disponibilidad; un don, un regalo que llena mi corazón con su fuerza y su ternura. Y es que la fe, cuando es verdadera, enriquece infinitamente nuestro ser. Da sentido a nuestras penas y a nuestras alegrías, a nuestros anhelos y a nuestros proyectos, a nuestros triunfos y a nuestros fracasos, a nuestro caminar de cada día. La fe, cuando es verdadera, es luz que ilumina todos los acontecimientos de nuestra historia 179


personal, y fuerza que nos anima a luchar y a seguir adelante, aunque las circunstancias que nos rodean sean difíciles. La vida se vive con más entusiasmo, con más interés, con más ganas, con más decisión, cuando se tiene fe, cuando Dios mismo es nuestro mayor anhelo; cuando sabemos, cuando estamos perfectamente seguros de que Él está a nuestro lado y nos guía y acompaña siempre, porque nos ama con un amor infinito. Mejor aún, cuando “entendemos” que “en Él vivimos, nos movemos y existimos”, como dice san Pablo (Hechos de los apóstoles 17, 28). La fe da a nuestra vida débil y limitada, dimensiones de eternidad. Hoy, ahora, estamos aquí en el mundo, pero un día más o menos cercano o lejano, esta vida que tenemos se convertirá en una vida nueva, una vida totalmente renovada y fortalecida, una vida eterna y feliz con Dios, y nos sumergiremos en su bondad y en su amor. Cuando se tiene esto presente, es mucho más fácil afrontar las dificultades que a diario se nos presentan, superar los obstáculos, dar sentido a lo 180


que aparentemente no lo tiene, a lo que en sí mismo es una contradicción de la vida. Hazte consciente de tu fe. Cree no por inercia sino con determinación; que la fe ilumine cada acto de tu vida, cada palabra, cada pensamiento, cada decisión. Siente la presencia constante y amorosa de Dios en ti, a tu lado, en tu corazón. Verás cómo tu vida adquiere una dimensión nueva y más profunda; cómo todo es muchísimo mejor para ti y para quienes viven a tu alrededor. Dile constantemente a Jesús: ¡Creo, Señor, pero ayuda a mi poca fe!” (Marcos 9, 24)

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PÁGINAS DEL EVANGELIO: BIENAVENTURADOS LOS QUE CREEN Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: - Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas y dijo: - La paz con ustedes. Luego dice a Tomás: - Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Tomás le contestó: - Señor mío y Dios mío. Le dice Jesús: - Porque has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído” (Juan 20, 24-29) Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, es muchísimo más grande, muchísimo más bueno, muchísimo más poderoso, muchísimo más amoroso que lo que 182


nosotros podemos pensar, decir, sentir, entender… y que también es un Dios humilde, sencillo y paciente, aunque a simple vista esto parezca contradictorio. Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer que Dios, nuestro Dios, el único Dios, es un Dios amable, sonriente, alegre… un Dios tierno, delicado, dulce, sensible… Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer que Dios, nuestro Dios, hace cosas maravillosas, inimaginables, siempre para nuestro bien; una de estas cosas: encarnarse, hacerse hombre como nosotros, y nacer como un niño pequeño de una madre virgen, en la pobreza de un pesebre. Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, los ama - nos ama a todos - con un amor infinito y profundo, tierno y delicado, amor de padre y madre a la vez; y tienen la sensibilidad necesaria para percibir este amor en su corazón y en todos los acontecimientos de su vida. 183


Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, el único Dios, es el padre del hijo pródigo, que conoce todas nuestras flaquezas y nuestras debilidades, y que perdona todas nuestras culpas y nuestros pecados, con un perdón sin límites ni condiciones de ninguna clase. Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, es un Dios que nos ama tanto que su amor hace que a pesar de ser Dios, “sufra” con nuestro dolor, con nuestros sufrimientos materiales y espirituales. Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, sabe sacar bienes de los males, porque todo lo transforma con su amor y su bondad. Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, el único Dios, es el Dios de los imposibles, que realiza lo irrealizable, que hace creíble lo increíble, que da sentido a lo que aparentemente es absurdo; un Dios que devuelve la vista a los ciegos, que hace oír a los 184


sordos, que hace hablar a los mudos, que resucita a los muertos… Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, es el Dios de los pequeños, de los humildes, de los pobres, de los débiles, de los pecadores… Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, es el Dios de la vida, el Dios de la alegría, el Dios de la libertad, el Dios de la esperanza. Dichosos, felices, bienaventurados, los que no necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para saber, que Dios, nuestro Dios, el único Dios, es un Dios vivo y personal, con quien podemos establecer un diálogo de amor; un Dios a quien podemos llamar con toda confianza: “Abbá”, “papá”, “papito”.

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La lámpara de la fe necesita ser alimentada contínuamente, con el encuentro de corazón a corazón con Jesús en la oración y en la escucha de su Palabra. Papa Francisco

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A MODO DE CONCLUSIÓN: CREER, AMAR Y ESPERAR 1. CREER La fe es el marco de referencia y también el fundamento de nuestro ser y de nuestro obrar como cristianos y católicos. Nuestra fe cristiana nos enseña que somos hijos amados de Dios Padre, discípulos y seguidores de Jesús y de su mensaje de salvación, templos vivos del Espíritu Santo. Cuando somos dóciles a la acción que Dios realiza en nuestro corazón, por el don de la fe que Él mismo nos regala en el Bautismo, somos capaces de encontrarlo, de verlo y de sentirlo, en todas las situaciones de nuestra vida y de la vida del mundo, y también, referir a Él todas nuestras acciones. La fe, cuando es verdadera, cuando nace en lo más profundo de nuestro corazón, nos permite percibir y acoger el amor infinito de Dios por nosotros, aún en las situaciones más difíciles, y vivir esos acontecimientos, esas circunstancias 187


negativas, de una manera distinta a como las viven las personas que no tienen fe, o que sienten a Dios muy lejos de su corazón. 2. AMAR El amor es, para nosotros los creyentes, el motor que nos mueve, la fuerza que nos impulsa, la luz que nos guía en cada actividad que emprendemos, y también en el trato constante con Dios, a quien reconocemos como nuestro Padre y Señor, y con las personas que comparten su vida con nosotros. Benedicto XVI, en su Encíclica “Dios es Amor”, nos dice: “Lo que nos va a salvar no son las “teologías”, sino el amor”. No se trata de saber mucho de Dios, de tener muchas ideas en la cabeza, de conocer muchas verdades y poder explicarlas, sino de amar a la manera de Dios; de parecernos a Dios en su amor. Y... ¿cómo ama Dios?… Como ama Jesús que es su Hijo, su imagen, su Palabra. ¿Y cómo ama Jesús?… El Evangelio nos lo muestra en hechos concretos, y nos recuerda sus palabras: “Nadie tiene mayor 188


amor que aquel que da la vida por sus amigos; ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando” (Juan 15, 13-14). El amor de Jesús es un amor sin límites; un amor hasta el extremo. ¿Amar a quién?… A las personas con quienes convivimos, pero de una manera especial, amar a las personas más desprotegidas, a las más necesitadas de la sociedad, con quienes Jesús se identifica siempre. Amar con amor activo y efectivo. De palabras y de obra. Con iniciativa, con creatividad. Siempre hay alguien cerca de nosotros que necesita que lo amemos. “El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto sino que goza en la verdad. Perdura a pesar de todo; lo cree todo, lo espera todo, lo soporta todo. El amor nunca pasará.” (1 Corintios 13, 4-8) 3. ESPERAR

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La esperanza es la certeza que tenemos de que nuestro ser y nuestra vida están proyectados a la eternidad, donde alcanzarán su plenitud. Todo lo que anhelamos y buscamos aquí y ahora, lo encontraremos un día, más o menos cercano o lejano, en la Vida eterna con Dios, nuestro principio y también nuestro fin. La verdadera fe nos conduce a la esperanza; o mejor, la fe y la esperanza van unidas, se soportan mutuamente. Porque creemos, esperamos; y viceversa: porque esperamos podemos afirmar que también tenemos fe. La esperanza, podríamos decir, comunica a nuestra fe dimensión de eternidad. Para los seres humanos, es absolutamente imposible vivir sin esperanza. Y también lo es, morir sin esperanza. La esperanza da sentido a la vida presente y también a la muerte… y más allá de la muerte, a la vida futura.. Dejar de esperar, dejar de tener una esperanza viva y palpitante, es señal de muerte inminente, de batalla perdida, de fracaso total.

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Perder la esperanza es dejarse vencer por el pesimismo, mientras que mantenerla, aún en las circunstancias más difíciles, es caminar hacia un fin claro y determinado, que se puede ver desde lejos. Jesús resucitado es el fundamento de nuestra fe y también de nuestra esperanza. Su resurrección nos muestra con toda claridad, que nuestra vida humana, no termina, sino que se transforma, y que esa transformación de la vida nos llevará a la plenitud de nuestro ser en Dios. Por eso, cree, ama y espera con todas las fuerzas de tu corazón.

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ORACIÓN PARA PEDIR EL DON DE LA FE Señor Jesús, Hijo de Dios y Salvador de los hombres, ilumina mi vida con tu luz y dame la gracia de creer en ti, con una fe siempre alegre y gozosa. Dame, Señor, una fe tan grande y tan profunda, que me ayude a superar hoy y siempre, los momentos difíciles que todos tenemos que pasar a lo largo de nuestra vida en el mundo. Una fe que me permita vencer los temores que invaden mi alma. Una fe que destruya para siempre los miedos que me acosan. Una fe que dé sentido y valor a todas y cada una de las cosas que hago, a todas mis alegrías y todos mis sufrimientos. Dame, Señor, una fe llena de esperanza; una fe profunda y fuerte, una fe valiente; una fe siempre joven, 192


una fe que me ayude a ir adelante, a pesar de mis debilidades y mis limitaciones. Dame, Señor, una fe que sepa reír y cantar, en medio del dolor y a pesar de él; una fe capaz de hacer frente a las adversidades y los fracasos, con tranquilidad y buen humor. Dame, Señor, una fe que atraiga; una fe que motive; una fe que entusiasme a otros a creer; una fe viva, alegre y contagiosa. Dame, Señor, una fe activa y creativa, que no sea sólo de palabras, de rezos y promesas, sino también, y muy especialmente, una fe de obras de amor y de justicia. Dame, Señor, una fe perseverante, que no retroceda ante las dificultades, sino que, por el contrario, crezca y se desarrolle en medio de ellas. Dame, Señor, una fe comunicativa, que se haga testimonio claro, de que creer en Ti y en tu Verdad, 193


en tu Amor y tu Palabra, es lo más grande que puede pasarnos en la vida. Señor, yo creo, pero quiero pedirte hoy, y todos los días de mi vida, desde lo más profundo de mi corazón, que aumentes mi fe y me ayudes a creer con una fe semejante a la fe de María Madre y modelo de todos los que creen, por haber creído siempre con un corazón humilde y generoso. Dame, Señor, una fe que te busque cada día, una fe que te encuentre, una fe que crezca en el amor y se realice en la entrega para siempre. Amén.

A.M.D.G

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