Cuentos soporíferos

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JESÚS MURUAIS

CUENTOS SOPORÍFEROS

Imprenta de Madrigal Pontevedra, 1874


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El tapa-bocas

Casado después de dos meses, con una joven a quien amaba como se ama a los veinte años, había ido a esconder nuestra felicidad en P…, pueblecillo de Galicia bastante próximo a la frontera de Portugal. Como os he confesado previamente que tenía la debilidad de estar enamorado de mi mujer, me creo desautorizado para hablaros de sus ojos grandes y rasgados, cuya mirada, encantadora mezcla de ingenuidad y de malicia, me producía largos y frecuentes éxtasis; del óvalo puro y ligeramente redondeado de su rostro sombreado por magníficos cabellos dispuestos en pesadas trenzas; de sus labios abultados y de un carmín subido, que mostraban al reírse una adorable hilera de pequeñitos dientes más bellos sin duda de aquellos de que se sirvió nuestra primera madre para morder la tentadora manzana y me limitaré a deciros que el deseo de robar tantas perfecciones a las miradas de los desocupados de las grandes ciudades, había influido poderosamente en el súbito desarrollo de mi pasión al retiro y a la soledad. Por mi parte una regular dosis de fealdad unida a mi perpetuo descontento de mí mismo, si no atenuaba explicaba al menos el madito defecto de los celos hasta entonces vagos y sin objeto, que sentía germinar en un alma y los que hasta entonces había logrado, creía yo, ocultar a las perspicaces miradas de mi mujer. Estábamos en el otoño de 187… época del año en que P… acaso el pueblo más bello de las costas de Galicia, tiene para las almas soñadoras un encanto indefinible y del cual solo Victor Hugo, el poeta de «Las


2 hojas de Otoño» podría daros una idea aproximada. Situado en la desembocadura de un río, cuyo nombre en vano buscaréis en el mapa, pero que hubiese sido divinizado por los Griegos, si estos hubieran podido admirar la limpia severidad de sus aguas, espejo inalterable, en cuyo fondo se retratan las copas de los elevados pinos que crecen sobre las cumbres de las graciosas colinas que dominan su curso, ofrece este pueblo en otoño cien bellezas más, que llegan hasta a conmover el alma apática y poco sensible, estéticamente hablando, de los labradores de las cercanías. Una ligera neblina, que se extiende como un velo de gasa sobre las innumerables aldeas, que se asientan sobre las faldas de los montecillos que las circundan, y que toma todas las gradaciones de la luz, desde el color rosado de la nieve de los Alpes, hasta el lapis–lázuli de las rocas graníticas de los Pirineos, dejando ver por entre las rasgaduras de su manto, ya la humilde cúpula de un campanario, ya un grupo de inmóviles cipreses, contribuye con la diáfana serenidad del cielo y de los gritos de las gaviotas, que se abaten con tumulto sobre las olas del mar que se ve a lo lejos formando el grandioso marco de este bellísimo cuadro, a dar a estos lugares un carácter de agreste melancolía, que realza más todavía el silencio y tranquilidad de la población propiamente dicha, formada por algunos centenares de casas tan cuidadosamente blanqueadas, que parecen una bandada de palomas que han bajado a beber al río, y que contará escasamente unos 5000 habitantes. Desde las ventanas de nuestra casa, edificada a un tiro de fusil de las últimas casas del pueblo y sobre una eminencia del terreno que dominaba un intenso horizonte, podíamos ver con el auxilio de un anteojo, las evoluciones de los infinitas barcos anclados ante un magnífico puerto, obra de la naturaleza, y que distaba una legua de P…


3 En los primeros años permanecimos como embriagados ante este espectáculo de maravillosa belleza, y más de una vez, me dijo mi mujer riendo como una loca, que era verdaderamente lástima el que no pudiésemos vivir como su loro perpetuamente colgados de la ventana, de lo que por otra parte no nos separábamos sin un gran pesar. Más tarde, y como el tiempo era inmejorable, vinieron los paseos matinales por los alrededores; las dulces expansiones de un amor centuplicado a la vista de una naturaleza que prestaba su poesía a la poesía de este sentimiento y los regalos de flores silvestres cogidas por mí con picante peligro, ya del borde de una profunda zanja, ya de la agrietada cima de un muro cubierto de espesa hiedra, flores cargadas todavía de trémulo rocío y que mi mujer pagaba espléndidamente con un beso de su perfumada boca. Mis celos se habían disipado completamente; la reacción saludable que producen siempre en el hombre las tranquilas escenas de la naturaleza sucediendo a las agitadas de la vida social, habían modificado mi ser de tal manera, que a veces al sentirme tan alegre y tan dichoso, se me comprimía involuntariamente el corazón. La gota de cicuta, que por un momento venía a envenenar mi dicha, era el recuerdo de esta máxima de dolorosa verdad en todos los tiempos y países: «El hombre y la felicidad son dos elementos antitéticos y que acaso nunca podrán verse reunidos». Pero a los pocos momentos olvidaba estas enojosas reflexiones riendo y cantando como antes. Sin embargo, era yo tan avaro de mi dicha, que al principio me había contrariado la vista de una casita, que daba frente a la nuestra y construida sobre la carretera, distante unos 30 pasos de nuestra casa; pues para mí, el incógnito morador de ella, iba a ser un testigo importuno de nuestros sencillos placeres. Pero pasaron días y días, y a


4 pesar de que los ardientes rayos del sol jugaban en las persianas de la casita, estas no se abrieron jamás; concluyendo por tranquilizarme esta respuesta que obtuve de mi criado a quién encargué que se informase de la casta de pájaro que era nuestro salvaje vecino. –La casa en cuestión está desalquilada desde hace dos años, en cuya época la habitó una especie de inglés, acaso su último inquilino, pues ya sabéis que en P… abundan muy poco los turistas. En mi preocupación, hubiera querido alquilarla yo mismo; pero pronto deseche ese pensamiento, que juzgué absurdo en demasía, y al fin me acostumbre a la presencia de aquel mudo centinela, a pesar de lo que todas las mañanas dirigía una investigadora mirada a sus persianas que continuaban siempre herméticamente cerradas. Nuestro cielo, pues, no ofrecía ninguna nube a fines del otoño de 187… El solo grano de arena, que embarazaba el carro de mi dicha era la perezosa costumbre que había contraído de dormir la siesta todas las tardes; costumbre que no habían bastado a hacer desaparecer los sarcasmos de mi esposa, que según ella decía, se aburría extremadamente las tres horas largas, que duraba mi vespertino sueño. Cito este detalle doméstico, porque a pesar de su insignificancia está llamado a hacer cierto papel en esta ligerísima narración. II Una tarde en que me había retirado como de costumbre a mi habitación, una golondrina que posada en los hierros de mi ventana dejaba oír su canto de despedida a estos climas, me impidió conciliar el sueño con la prontitud que acostumbraba, hasta que al fin fui quedando insensiblemente sumergido en ese estado en el que el sueño y la realidad se


5 confunden de tal modo en nuestro cerebro, que no nos tomamos el trabajo de deslindar los campos que a uno y otro pertenecen………………………………………. ………………………………………………………… ……………………………. De repente sentí el ruido que producían al abrirse las persianas de la casa desierta que daban frente a mi habitación, y vi aparecer en ella la rubia cabeza de un gentleman inglés, a juzgar por sus enormes patillas de color de lino y la grave imperturbabilidad de su fisonomía. El mal humor que me produjo este descubrimiento fue pronto reemplazado por un sentimiento de punzante curiosidad: el inglés con el cuerpo avanzado sobre la ventana y descansando en la punta de los pies parecía sostener, a juzgar por su animada pantomima, una conversación asaz interesante con una persona invisible para mí. De pronto llegaron a mis oídos estas palabras pronunciadas por la melodiosa voz de mi mujer: –Podéis venir sin cuidado alguno: hoy como siempre, mi esposo está durmiendo la siesta y jamás se levanta sin haber cumplido concienzudamente este deber. Sentí como la impresión de un clavo ardiendo que hubiera atravesado mi cerebro y puedo decir que sufrí, en aquel momento, todos los dolores juntos producidos por los diversos condenados de que nos habla el Dante en su pavoroso infierno. Tan violento fue el choque que recibí con estas palabras, que súbitamente se paralizó tomo mi organismo y quedé con la boca abierta como un imbécil mirando al inglés, que franqueó el dintel de su puerta atravesando en cuatro vigorosas zancadas el espacio que a ambas casas separaba. No sé cuanto tiempo hubiera permanecido de ese modo, si un ruido de risas ahogadas que salía del cuarto de mi mujer


6 no me hubiese despertado de ese letargo. En un salto de león furioso me puse en la puerta de mi habitación y en otros dos dentro del cuarto de mi mujer, cuya puerta traspasé cuidando de no producir ruido alguno que hubiese podido alarmar a los culpables. En el centro de la habitación, mi mujer, recostada en un diván, descansaba muellemente su cabeza sobre las rodillas del inglés, sentado a su lado en una silla y le miraba con una expresión de celeste arrobamiento, que la hacía doblemente hermosa. La hermosura de mi mujer en esta circunstancia, exaltó mi furor hasta el paroxismo: me lancé sobre el inglés rechinando los dientes, pero este, antes de que yo hubiese podido preverlo, huyó por la ventana que estaba abierta y daba sobre una zanja de muy poca profundidad. Entonces salí con la rapidez del rayo a recoger las pistolas que tenía sobre mi mesa de noche; cuando volví, pude alcanzar a ver a mi inglés disponiéndose a traspasar el umbral de su casa. Extendí mis dos manos, en cada una de las cuales brillaba una pistola, e hice fuego. El tiro no salió… las pistolas estaban descargadas. Y un gemido leve, que salía de un ángulo de mi habitación, me distrajo de la rabia que me había producido el haberse frustrado así la mitad de mi venganza; dirigí al punto mis ojos y entonces vi a mi mujer anonadada al pie del diván y sin hacer un movimiento. La vida solo se revelaba en ella por las silenciosas lágrimas que se veían correr a lo largo de sus mejillas, pálidas como la muerte. Me arrojé sobre ella impetuosamente; me arranqué en un segundo mi tapa–bocas y sin que hiciere la menor resistencia, le arrollé en torno de su cuello, oprimiéndole con tal fuerza, que al poco tiempo… cayó sin exhalar un grito con la bella garganta rígida y amoratada por la insensata presión que sobre ella yo había hecho. En seguida, fuera de mí y con una risa estúpida, me volvía poner el


7 tapa–bocas caliente todavía con su contacto y me senté enfrente del cadáver de mi mujer, que me puse a contemplar con secos y abrasados ojos. De pronto, me pareció que el tapa–bocas se iba desplegando como los anillos de una inmensa serpiente y oprimiendo mi cuello en lenta y aterradora progresión; me llevé las manos a él para quitármelo pero su tibio contacto me produjo un invencible escalofrío de espanto, que me impidió llevar a cabo mi propósito. La presión ejercida por el tapa–bocas llegó a ser de tan horrible intensidad, que me arrojé al suelo sollozando. El tapa–bocas continuaba implacable estrechando cada vez más su despiadado círculo; para aumentar el horror de mi inenarrable agonía, llegó hasta mis sentidos moribundos la sensación del perfume favorito de mi mujer, del que se había impregnado el tapa–bocas al estar en contacto con ella. Aquel perfume, recuerdo delicioso del pasado, viniendo a mezclarse con la horrible realidad presente, fue el golpe de gracia para mí… ya cerraba pesadamente mis párpados para no volver a levantarlos jamás, cuando una violenta sacudida me desembarazó del tapa–bocas; los abrí entonces nuevamente y …. vi a mi mujer que me decía medio asustada, medio riendo: ––Pero, hombre; ¿cómo te has arreglado para arrollar el tapa–bocas a tu pescuezo de esa manera? No, pues lo que es si no me llama la atención la duración inusitada de tu sueño y no vengo a ver lo que te sucede, te ahogas sin remedio. Prométeme no volver a dormir tu maldita siesta con el tapa– bocas puesto. –Ni con tapa–bocas ni sin él, le contesté arrojándome en sus brazos, al paso que por última precaución, dirigía una cautelosa mirada a las famosas persianas… Estaban más cerradas que nunca…


8 Ahora, querido lector, no tengo miedo a nada que se perturbe mi felicidad, pues en el horrible sueño que acabo de contarte, he sufrido todas las torturas que puede un hombre experimentar en el transcurso de una larga vida y que puedan soportar el organismo del hombre sin estallar de dolor. He cumplido mi palabra y no he vuelto a dormir la siesta con gran contentamiento de mi mujer, que ha recompensado ampliamente mi sacrificio, comunicándome ruborizada el próximo nacimiento de mi hijo. Por cierto que ya me preocupo de la elección de un nombre que deberá llevar en el mundo. ¿Te parece bien que si es mujer se llame Diana como su madre, y si hombre Julio, con o un servidor de Vdes…? Lector, si quieres contestarme a esta pregunta, hazlo por correo a P…. pero… ten cuidado de franquear la carta. III Una especie de remordimiento póstumo me ha obligado, lector, a deferir hasta el último momento la siguiente confesión. En una bella mañana de octubre, mi mujer y yo hemos hecho, riendo a carcajadas, un auto de fe con el inocente origen de mis soñadas desventuras; con el inofensivo y malaventurado tapa–bocas.

Publicado suelto en Galicia Humorística, 15 de agosto de 1888.


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Historia de un libro in folio contada en muy pocas líneas En 18… me hallaba recorriendo la parte central de Europa. Una recrudescencia de la terrible enfermedad de los viejos, la gota, me obligó a vivir durante tres meses en K… pueblecillo de Alemania de cuyas famosas aguas esperaba el restablecimiento de mi quebrantada salud. Estábamos en pleno invierno; la triste vegetación de aquel país parecía menos triste a mis ojos, pues encontraba en aquella desolación como una muestra de simpatía de parte de la naturaleza hacia mis crueles padecimientos. El invierno de mi vida y el de la naturaleza de aquel país, eran hermanos en el infortunio y se amaban por lo tanto. Por entre los jirones de la matutina niebla que casi siempre envolvía las parduscas casas del pueblo, mi imaginación creía distinguir la pálida fantasma de esa Alemania de la edad media, cuna de la caballería y de la leyenda, que por un milagro del genio ha resucitado Schiller en nuestra época. Mi casa cuya arquitectura tenía nada de notable, estaba aislada del resto de la población por un verde cinturón de álamos gigantes que inclinados sobre un pequeño arroyo parecían meditar sobre alguna balada de Goëthe. Situado en mi reducida habitación, por la escarcha y la nieve, el único placer al que me entregaba, era el de conversar con algunos amigos viejos como yo, que se llamaban Horacio, Tíbulo y Virgilio y que encerrados en una maleta habían sido mis fieles compañeros de viaje. Un librero ambulante de las compañías llegaba algunas veces hasta mi albergue y le compraba por algunos thalers todos los libros que formaban su pacotilla con una sola condición; la que de esos libros, como él, y como yo, fuesen viejos también.


10 Una mañana, había acercado mi sillón de ruedas a la ventana de mi aposento, por cuyos vidrios aún cubiertos de escarcha se delizaba un amarillento rayo de sol que bañaba mis trémulas piernas sobre las que descansaba la perla de mis volúmenes, una edición de Virgilio hecha en Colonia en 1454. Me ocupaba en saborear por la milésima vez las erratas de mi Virgilio, cuando del otro lado de la habitación sentí sonar los fuertes pasos de un hombre que se acercaba con rapidez. Los pasos se detuvieron ante la puerta y la voz, para mí tan conocida, del viejo librero, se dejó oír exclamando: –¿Me dais vuestro permiso? –Adelante, grité a mi vez apresuradamente, porque esperaba al cabo de un mes que no lo había visto, que la cosecha fuera esta vez abundante. La puerta giró sobre sus goznes de disgusto, y hasta casi de indignación. El viejecillo traía las manos, las que se frotaba a guisa de hombre satisfecho, desvergonzadamente libres del más pequeño peso. La enorme cartera en que encerraba sus libros pendía a su costado completamente vacía. Redobló mi extrañeza al notar en la mirada de sus ojillos grises, cierta expresión de dignidad ofendida y de elocuente reconvención por aquel gesto de que he hablado y que pareció no imponerle en lo más mínimo. –Frantz, grité lleno de impaciencia, ¿os atrevéis a presentaros delante de mí sin nada en vuestros bolsillos? ¡Qué! ¿Ni un miserable in–32º tenéis que ofrecerme? El viejo librero se limitó a sacar un gran pañuelo a cuadros con el cual enjugó su arrugada frente, que solo entonces observé que se encontraba bañada por un abundante sudor. Solo después de haberse guardado el pañuelo, fue cuando me respondió con voz conmovida y con algo de sobrealiento:


11 –¡Sois un ingrato! He hecho acaso con más buena voluntad que prudencia, una jornada de tres leguas a través de estos malditos bosques, para daros una noticia que estoy seguro de que ha de halagar vuestro gusto favorito. Mr. Jacob, el bibliófilo más nombrado de todos estos lugares, acaba de morir. Su heredero, un rubio estudiante que no ama los libros, como a tantos estudiantes acontece, quiere realizar estos para comprar, según su expresión, tantos toneles de buena cerveza como volúmenes contiene la biblioteca de su tío, que serán aproximadamente unos dieciocho mil. Ya ve que tendrá con que emborracharse todo el resto del invierno. Así, pues, no tenemos tiempo que perder. Vos no podéis menearos a causa de la gota; pero yo conservo, por fortuna, bastante ágiles las piernas. Dadme, pues, algunos centenares de thalers y antes de la noche tendréis aquí una colección, de la que espero, añadió con la falsa modestia de un académico, que no quedareis del todo descontento. A fe de Frantz os juro…. No le dejé acabar, interrumpile alargándole mi bolsa precipitadamente; con no menos presteza salió de mi cuarto y un segundo después le vi desde mi ventana alejarse a grandes pasos. –¡Más aprisa! Le grité con viveza. Frantz Hermann dobló el paso. ……………….. Decir en medio de que ansiedad trascurrieron para mí las horas desde su partida; los obstáculos fantásticos que creaba mi imaginación para que su empresa tuviera un éxito feliz, es cosa difícil y de lo que solo podrá formarse idea un bibliófilo de mi temple. Mi angustia tuvo término por fin. Vi primeramente su silueta confundida con el plomizo horizonte que se extendía


12 a lo lejos coloreado con las pálidas tintas que le prestaba un sol, que moría de languidez, si es lícito expresarme así. Poca a poco fue tomando cuerpo la visión y apareció el buen hombre literalmente agobiado de libros de todos tamaños y colores. Olvidé mi gota y corrí a la esclarea. Diez minutos después, recogía ávidamente de sus enormes bolsillos, de su cartera y hasta de debajo de su hopalanda aquellos tesoros con tanta impaciencia esperados, los examiné rápidamente; el buhonero de pie y apoyado en la barandilla de la escalera, esperaba con la conciencia orgullosamente tranquila el resultado de mis investigaciones. Al cabo de unos instantes, no pude contenerme y le estreché con efusión la mano depositando en ella un cierto número de monedas de oro. Mi hombre pareció conmoverse, no sé por cual de estos dos hechos, y se retiró haciéndome un respetuoso saludo. Volví en dos saltos a mi habitación, contemplé, palpé y besé con amoroso frenesí los volúmenes dando salvajes gritos de gozo a cada nuevo descubrimiento. De repente, de un volumen en cuarto se desprendió un papel amarillento que recogí con curiosidad. A continuación trascribo el manuscrito redactado en griego del tiempo de las Cruzadas y que se encabezaba así: AL HEREDERO DE ESTE LIBRO

Desciendo de la familia de bibliófilos más ardiente de Alemania, el país de los bibliómanos. No sé si en mis venas se ha inoculado algo del polvo de los libros en medio de los cuales he pasado mi niñez, o si la educación recibida de mi padre, exactamente igual a la que éste recibió de su abuelo, ha sido la causa determinante de la pasión insensata que desde mis más tiernos años abrigo hacia estos objetos más o menos rectangulares y carcomidos que se llaman libros


13 viejos. Para daros un pequeño specimen, voy a citaros algunos de los aforismos de que estaban sembradas las muestras de escritura, fragmentos del libro de memorias de mi padre, y que éste me ponía a la vista cuando apenas yo contaba cinco años y hacía rayas más o menos rectas sobre un papel. «En el fondo de todos los actos del hombre se encuentra siempre un libro. Al nacer, es inscripto su nombre en un libro y hasta entonces no nace civilmente. Al morir lo es en otro libro y hasta entonces tampoco ha muerto para la sociedad. La ambición de una mitad de los hombres se reduce a tener numerosos asientos en el gran libro y la de la otra mitad se cifra en acertar con el resorte del libro… de las cuarenta hojas.» «La mujer es un libro que se aprecia únicamente por la encuadernación, algunas de estas encuadernaciones se pagan muy caras.» «El hombre que se casa, se constituye en el editor de los hijos de su mujer. A veces sucede que el autor y el editor responsable no son la misma persona. En tales casos, la edición pudiera llamarse corregida y aumentada a espensas del editor». «Los números vástagos de una de esas milagrosas mujeres de milagrosa fecundidad, producto de una tirada permanente, constituyen lo que en términos del arte se llaman edición estereotópica» «La famosa alegría del dragón que guardaba las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, se inventó para señalar la aparición del primer librero de viejo. » «Yo conocí a un bibliotecario tan amigo de los libros que custodiaba, que los untaba cotidianamente con tocino para preservarlos, según decía, de los ataques de los ratones.


14 Después he sabido que todos los bibliotecarios del mundo despliegan igual celo en el uso de sus funciones. » «De un solo libro raro no conservo ejemplar alguno. Este libro, que es el libro del destino lo conserva Dios cuidadosamente, de lo cual deduzco que Dios es bibliófilo también. » Fuera, pues, esta singular educación el origen de mi manía o cualquier otra causa, lo cierto es que si los tesoros de dinero y de paciencia que he gastado en satisfacer mi avasalladora pasión, las hubiera empelado en la satisfacción de mis culpas me hubiera presentado a juicio con la frente muy erguida. Pasan de mil en el transcurso de mi existencia mis viajes en exploraciones de algún Elzevir trasconejado. Bien es verdad que poseo veintitrés Elzevir! Si no temiera que mi voluntad fuese desobedecida, mandaría que me sirviese de mortaja la obra magna de Alberto el grande, cuyo manuscrito me ha costado casi una fortuna. Desgraciadamente, absorbido más que ninguno de mis ascendientes por mi exclusiva afición, me he cuidado como ellos de transmitir la vida a un ser que herede mi gusto dominante y que vele por la conservación de mis queridos ejemplares. Hay veces, Dios me perdone, que pienso muy seriamente en quemar mi biblioteca un minuto antes de mi muerte, evitando así que mi estúpido sobrino haga con ella tacos para sus fusiles. Por eso escribo estas revelaciones en una lengua extraña a este, pues quiero que las lea una persona capaz de comprenderme y tengo el presentimiento de que esa persona existe, y no se reirá de mi relato. En una de mis frecuentes excursiones a Colonia, me pasó una cosa singular hasta entonces para mí. Durante los dos meses que llevaba de residencia en esa ciudad ocupado en recorrer los almacenes de libros que allí existen, todas las


15 noches volvía a mi posada con los ojos llenos de lágrimas y los bolsillos, en cambio, completamente vacíos. ¡Nada! Ni un miserable hallazgo había hecho en todo ese tiempo. Un día, ya desalentado, pregunté a uno de mis proveedores la causa de aquella escasez inusitada y me respondió que por el contario, jamás habían estado más surtidos sus depósitos de verdaderas y buenas curiosidades bibliográficas. – Pero, tenéis desgracia, añadió con burlona compasión. Cinco minutos antes que vos, viene siempre un maldito judío de Leipsick que compra sin regatear cuanto hay de bueno en mi tienda y se marcha enseguida, sin duda a repetir igual operación en las demás librerías. Aquella revelación me produjo el efecto de una estocada recibida a traición en una callejuela de manos de un enemigo desconocido. Partí dejando al librero evidentemente asustado de la expresión de odio que debió tomar mi fisonomía porque, en efecto, ese sentimiento desconocido hasta entonces para mí había hecho súbita explosión en mi alma. A partir de aquel día, comenzó entre él y yo una lucha sin combate, lucha de todos instantes; lucha sorda y encarnizada en la que ¡ay de mí! fui yo siempre el vencido. En vano agoté toda mi astucia para poder lograr la revancha sobre mi invisible adversario; aquel hombre que derramaba raudales de oro con tanta indiferencia, debía ser el diablo en persona o estaba evidentemente protegido por él. Sin conocer la fisonomía de mi rival, yo me lo forjaba con los colores más siniestros que podía prestarme mi sobrexcitada imaginación. Para mí aquel hombre debía ser necesariamente un monstruo con una nariz semejante al pico de un ave de rapiña, con los ojos de uno de esos lagartos que se pasean sobre las ruinas de los castillos de Alemania y sobre todo con dos manos terminadas por uñas de inconmensurable longitud. Al cabo


16 de algún tiempo al preguntar por un volumen deseado, yo ya adivinaba temblando la respuesta eternamente la misma, de «Lo ha llevado el otro»; yo sentía sus huellas a cada paso que daba; en la atmósfera que respiraba me parecía sentir su envenenado aliento. Una mañana, uno de los comerciantes que tienen establecido su bazar en los soportales de la plaza de la catedral, me lo mostró a lo lejos doblando una esquina. Caminaba de espaldas hacia mí; de repente se volvió y juro que a pesar de la distancia vi que me señalaba con burlona sonrisa los libros que tenía en sus manos. Hasta me pareció reconocer en uno de estos el Elzevir único que faltaba a mi colección. Desde entonces mi odio no reconoció límites; mi deseo más ardiente era el de encontrarle para aplastarle bajo el peso de mi encono. Mi deseo se realizó por fin, de la manera que vais a ver. Pero antes debo daros una ligera explicación de ciertos hecho que se relaciona con este de tan graves consecuencias para los dos. Mi abuelo Otto poseía un libro único en el mundo. Don Juan de Lerezama, noble caballero español, pasó tres años en Alemania convaleciéndose de una penosa herida recibida en los campos de batalla, pues a pesar de no haber cumplido veinticuatro años, era don Juan el alférez más gallardo y más valiente de los tercios españoles. Más tarde, y de regreso en España se hizo sospechoso a la Inquisición que vigilaba con cuidado exquisito a todos los súbditos españoles que habían tenido trato íntimo con los apestados, como llamaban aquellos buenos dominicos a los luteranos alemanes. Por lo demás, las sospechas de la Inquisición vieron confirmadas al año siguiente en que sorprendieron sus familiares una edición clandestina que hacía el caballero de «Los discursos de Melacthon». La Inquisición quemó en un mismo día la edición y el editor. Pero un caballero alemán, amigo del desgraciado, transportó


17 a su patria el primer ejemplar de dicha obra, que había venido a ser también el ultimo, y que recibiera de sus manos la víspera del fatal suceso. A su muerte, lo legó a mi abuelo el cual lo conservó en su poder cuarenta años, al cabo de los cuales desapareció, robado, sin duda, causando este hecho su muerte. Fue, pues, una sagrada tradición de familia el buscar este libro, pues así lo había dispuesto mi abuelo en su testamento. Mi padre, que era un tanto supersticioso, había consultado a unos gitanos de la Selva Negra sobre si tendría la dicha de recuperarlo y le respondieron que esa fortuna estaba reservada al último de los Lübeck, que es el apellido de nuestra familia. Hasta entonces, mis pesquisas habían sido tan infructuosas como las de mi padre. Pero un día, escudriñando en un rincón de la tienda de Samuel Lipper, iba a marcharme desalentado cuando bajo una triple capa de polvo descubrí un in folio que hizo latir extrañamente mi corazón de bibliófilo. Disponíame a cogerlo cuando una mano descarnada se interpuso y asió el libro vivamente. Me volví como una pantera herida se vuelve hacia el cazador y… ¡Era él! ¿Cómo pude conocer a mi enemigo a quien no había visto más que rápidamente un mes hacía sin haber podido fijarme apenas en sus facciones? Explique quien pueda este misterio; pero en aquel viejo de balandrón amarillo que me miraba con fisga por encima de sus anteojos, reconocí a mi esfinge. En el momento en que tardé en reponerme de la violenta conmoción que su presencia me había producido, le examiné con atención tan intensa que sus facciones jamás se borrarán de mi memoria. Era lo que suele llamarse un viejo bien conservado: sus dientes eran blancos y sus ojos conservaban bajo sus espesas pestañas algo del fuego de su juventud. Por último, su elevada estatura contribuía a darle un aire de majestad, que


18 realzaban más todavía los largos bucles de su cabello blanco como la nieve del Sinaí y que caían sobre sus hombros. Un pintor le hubiera tomado por modelo de Samuel, el último representante de aquella raza de jueces avezados a todas las fatigas del cuerpo y del alma. Al ver que el original difería de una manera tan completa del retrato creado por mi imaginación, fermentó más que nunca la levadura de odio que hacia él guardaba mi corazón. – Ese libro me pertenece, le grité con rabia, le he visto antes que vos. – Pero en cambio yo lo he cogido antes, me respondió con voz cascada, aunque tranquila. Y abriendo con grave calma el volumen, leyó en alta voz: DISCURSOS DE MELANCTHON PUESTO EN CASTELLAN POR UN CABALLERO ESPAÑOL.

Al oír este título, me estremecí poderosamente; era el mismo que llevaba el libro perdido por mi abuelo. Di un paso hacia él y haciendo un esfuerzo supremo, le dije con una voz de extraña dulzura: – Mirad, dadme ese libro y os daré en cambio todos los que poseo. Os aseguro que no perderéis en el cambio, añadí casi suplicando. – No me conviene, me respondió fríamente y dio media vuelta para marcharse. Entonces un vértigo espantoso me hizo ver de color de sangre todos los objetos. Miré a mi alrededor… El dueño de la tienda había salido… Estábamos solos. Debajo de mi manto, acariciaba maquinalmente un largo cuchillo del que me servía para desfoliar los cuadernos. – Por última vez, le dije en voz tan baja que apenas si pudo oírme. Sed generoso conmigo. Os lo pediré de rodillas si es necesario. No me contestó y continuó su marcha sin dignar volverse siquiera.


19 El demonio de las tentaciones de venganza sabe lo que pasó después. Mi cuchillo se bañó en sangre tres veces, arrodillado al pie de su cadáver cogí con mano trémula el libro que había caído de sus manos y en aquella semi– oscuridad, procuré leer la fecha de su portada, única señal de su autenticidad. De repente, di un grito ahogado: una mancha de sangre negra y todavía caliente cubría la mitad de la portada… La fecha no podía leerse. Como a través de un sueño recuerdo que huí como un loco por las calles de Colonia y que un vecino me encontró desmayado a su puerta, ya entrada la noche. …………………………………. Sombra de mi abuelo, perdóname el que no me atreva a asegurarme de haber cumplido tu último y más ardiente deseo, pero aún cuando lo tengo siempre delante de mí, ¡siempre!, aun cuando cierro los ojos, no me atrevo, ¡oh! no me atrevo a tocar ese libro comprado con la sangre de un semejante mío. ____________________ Cuando concluí de leer estas singulares Memorias miré estremecido la portada del infolio, que estaba cabalmente entre los que me había entregado el buhonero. Efectivamente, una gran mancha cárdena se extendía por casi toda la portada. Entonces comprendí todo lo providencial que era este castigo, único capaz de afligir a un bibliófilo pur–sang; el de dudar eternamente de la autenticidad de un libro único en el mundo. El sol había desaparecido del horizonte; el viento gemía tristemente entre los álamos. Y entonces murmuré una plegaria por el alma del anterior dueño del in–folio cuya historia acabo de contar. Réstame decir que tampoco yo he tenido fortaleza de ánimo para borrar la mancha acusadora, pero creo haber


20 completado la obra de la Inquisición, quemando, a dos siglos de distancia, acaso el único ejemplar que esta había dejado de Los Discursos de Melancthon puestos en castellano por un caballero español.


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El beso del muerto (Cuento fantástico) I El viajero, al atravesar en la mañana del 8 de octubre de 1249 la bellísima campiña que como un cinturón de esmeralda rodeaba los muros de la antigua Pontevedra, no podría menos de detenerse ante un viejo castillo que mostraba sus almenas, donde el rayo había dejado devastadoras huellas, con el mismo orgullo con que enseña un veterano las gloriosas cicatrices de sus heridas. Construido en la cima de una pequeña montaña cubierta de rica vegetación y dominando un extenso y amenísimo horizonte, parecía el coloso desdeñar la contemplación de tan risueños paisajes, del mismo modo que un viejo y mutilado guerrero suele fastidiarse en un salón rodeado de hermosuras, prefiriendo acaso acariciar a su viejo corcel de batalla, o departir con su rudo escudero sobre los mandobles dados y recibidos en sus buenos tiempos. El día en que damos principio a esta narración, un observador hubiese advertido que en el castillo descrito pasaba algo extraordinario. El continuo ir y venir de pajes y escuderos, los corrillos formados aquí y allí por los viejos servidores de la feudal mansión y hasta el aire inquieto con que los centinelas alargaban sus pescuezos encogiendo al propio tiempo la espina dorsal, para poder pescar al vuelo algún trozo de diálogo, todo robustecía las apuntadas conjeturas. Pero además notábase en el semblante de todos una expresión de tristeza, real en unos y fingida en otros, que hacía creer que no era una boda ni un torneo lo que daba


22 lugar a estas escenas y sí algún otro acontecimiento de muy diversa índole. Hubo un momento en que un profundo silencio sucedió al rum–rum general, al paso que disolviéndose los grupos, dejaban ancho paso a un anciano revestido con los hábitos sacerdotales, que se dirigía hacia el interior de las habitaciones contestando con un leve movimiento de cabeza a dos respetuosas salutaciones de las gentes del castillo. Coloquémonos al lado del buen capellán y sigámosle sin escrúpulo, pues acaso así descifraremos el misterio que ante nosotros se presenta. Después de atravesar varias habitaciones alhajadas con el seguro gusto de la época y adornadas con mil objetos de procedencia árabe arrancados con la vida a sus antiguos dueños, nuestro guía se detuvo ante la gótica puerta de una estancia que abrió sin hacer ruido después de componer su semblante comunicándole un aire de beata tristeza contra la que protestaban las carnosas mejillas del color carmesí subido del susodicho reverendo. Al ruido de sus pisadas amortiguadas por la espesa alfombra de Córdoba, que tapizaba el recinto, acudió una joven enteramente vestida de blanco, a la que se tomaría por una aparición a no ser por el brillo intenso de sus ojos grandes y aterciopelados, la cual cogiéndole de las manos, le condujo silenciosamente al fondo de la estancia, donde en un riquísimo lecho yacía un anciano de demacrada faz, que al ver al sacerdote tentó en vano incorporarse pronunciando estas palabras con voz enronquecida ya por la agonía: –Gracias a Dios, padre mío, que habéis acudido a mi llamamiento. –Yo siempre estoy dispuesto a acudir a todo el que me llama, respondiole con firmeza el otro viejo, pero estaba prestando los auxilios espirituales a un pobre vasallo vuestro, a quien un caballo desbocado arrojó ayer en un


23 barranco y de aquí el que vuestros criados no me hayan encontrado más pronto. –Está bien, padre mío; yo no os reprendo por ello, continuó el moribundo y lanzando una mirada a la cabecera de su lecho donde en un alto sillón de cuero, permanecía inmóvil como una estatua la joven que hemos visto, añadió con dulzura: –Podéis ir a descansar unos instantes, hija mía, mientras yo hablo con nuestro buen capellán de las faltas y de los tristes cuidados de mi vida. La joven desapareció como una sombrea y solo la oscilación que imprimió su mano al descorrer el pesado tapiz de una de sus puertas, hizo conocer a nuestro personaje de que por fin se encontraban solos. Entonces comenzó entre ambos un diálogo lleno de una parte de fervoroso arrepentimiento y de indulgente severidad por el otro y del cual nuestra conciencia no nos permite transcribir lo más mínimo, hasta que el buen clérigo, transfigurada su prosaica figura por el sentimiento instintivo de la grandeza de la situación, hubo puesto sus trémulas manos sobre la blanca cabeza del señor feudal, pronunciando esta palabras, que tan gratamente resuenan en los oídos de un moribundo: –Yo te absuelvo de toda tu culpa. Después de unos momentos de todo silencio, consagrados a piadosas meditaciones exclamó don Nuño, que así se llamaba el noble enfermo: –Ahora, que gracias a vos, tengo ya mi alma descargada del peso que la oprimía voy a haceros mis últimas recomendaciones para que pueda morir seguro de dejar en la tierra un interprete fiel de mis más queridas voluntades. – Hizo un signo de aquiescencia su interlocutor, con lo cual continuó con voz cada vez más apagada.– Sabéis perfectamente, padre Jaime, que después de la muerte de mi


24 noble y santa esposa (Q.E.P.D.) no me quedaron en el mundo más que tres afecciones; el rey, mi hija y Ferrán, mi hermano de leche: Por el primero he combatido como bueno ante los muros de Sevilla el año pasado, recibiendo en el asalto la terrible herida de cuyas resultas hoy muero con orgullo; en cuanto a mi hija; flor nacida en estas murallas y huérfana en su niñez de las caricias maternales que son lo que el sol y el rocío para las flores del campo, me he hecho esclavo de ella hasta el punto de que por satisfacer el más fútil de sus deseos, derramaría, si necesario fuese, a torrentes la sangre. Ferrán, un viejo escudero o por mejor decir mi compañero, mi hermano, murió hace 13 años en mis brazos a consecuencia de una herida recibida en el asalto de Córdoba, por acaparar mi cuerpo amenazado, con el suyo; (a este recuerdo los músculos de bronce de su fisonomía se contrajeron y una lágrima se deslizó por sus áridas mejillas) y al morir le prometí estrechando por última vez su noble diestra, proteger a su Gonzalo, y hacer de él un buen caballero cuando en edad de guerrear estuviese. Padre mío, hasta hoy he cumplido la promesa empeñada a un moribundo con entera fidelidad y quisiera ahora que llamaseis a mi hija y a él para verlos juntos antes de morir y que me dieseis palabra de inculcar en el ánimo de m hija un afecto sincero hacia su hermano de adopción. –Os lo prometo con toda mi alma, interrumpió conmovido D. Jaime, pues temo que ante el carácter altivo de vuestra hija, serían vanos todos mis esfuerzos. –Llamadles en me presencia, contestó apenas D. Nuño, pues siento que el alma quiere desprenderse del cuerpo y acaso sea tarde si no os dais prisa. ………….. Cinco minutos después, unía por un ultimo esfuerzo de la agonía, el valiente guerrero las manos de Leonor su hija y


25 de un bello mancebo que mostraba en su semblante la expresión del más profundo dolor. Sin embargo, cuando las manos de ambos jóvenes se pusieron en contacto, notóse un estremecimiento de placer, rápido como el relámpago, en el cuerpo del mancebo, a paso que Leonor bajaba los ojos al suelo con una contrariedad manifiesta y una expresión de disgusto marcado pintado en su bellísimo semblante. II ¡Bella es sin disputa, Leonor de Riaño! Los errantes trovadores que van a la puerta de su morada a cantar en sentidas estrofas su hermosura, no mienten en modo alguno al agotar en su honor todas las hipérboles de su fantasía, ni hay mancebo en veinte leguas a la redonda que no suspire en verla pasar en su caballo favorito con el azor empuñado en la diestra, ni devoto romero que al ir a visitar el cuerpo del Apóstol, no dé un rodeao más o menos largo en su camino, por tener la dicha de dormir bajo el mismo techo que la hermosa castellana, ni hay en fin mujer alguna, por grande que sea su belleza, que no confiese para su corpiño, que pierde mucho su hermosura al sufrir la comparación con la ideal figura de la incomparable Leonor de Riaño. Era tan hermosa, que cuando por acaso la veía ante sí un joven pastor, que a la caída de la tarde regresaba de apacentar su rebaño, contaba en su hogar con la convicción sencilla de aquellos tiempos, que había tenido la buenaventura de hablar con la Santa Virgen que había bajado del cielo a ver lo que pasaba en la Tierra. Su elevada estatura, sus ojos negros y rasgados, su tez de un blanco mate cuya intensidad aumentaba los reflejos de una caballera negra como el ébano y que descendía en pesadas trenzas hasta mucho más debajo de su cintura modelada por


26 la de las divinidades griegas, cuyos contornos nos ha transmitido el cincel pagano, todo esto realzado por una expresión de desdeñosa altivez que tenía un encanto imposible de describir, formaba un conjunto tan ideal, que cualquiera que por primera vez la miraba, sentíase tentado a ponerse de rodillas en su presencia. Sin embargo y por grande que fuese en el país la fama de su hermosura, aun lo era mayor la de su insensibilidad. En vano habían agotado sus ternezas los donceles, sus trovas los poetas, sus fiestas los rico–hombres y los botes de lanza los paladines; tales homenajes no hacían más mella en su pecho, que en el de una estatua de alabastro un soplo de viento embalsamado. Grandes enemistades concitose con tal conducta la de Riaño y entre tantos no era la menos terrible la de un rico–hombre vecino de la bella, llamado don Suero Maneses, el cual había jurado «non yantar a manteles» mientras no tomase ruidosa venganza del agravio hecho a su persona por la noble dama, al negarle desdeñosamente su corazón y su mano. En aquellos tiempos en que todo señor feudal aborrecía cordialmente a su vecino, por cuestiones de límites o de poder se había enconado de tal manera el resentimiento del magnate, que Leonor de Riaño, había dispuesto poner sobre las armas la guarnición del castillo y vivir así preparados contra cualquier atrevido proyecto del enemigo. Más tarde y después de la declaración mutua de guerra hecha por los respectivos heraldos de ambos según el ceremonial de aquellos tiempos, Leonor había hecho un llamamiento a todos los campeones de la comarca, para que acudiesen en su defensa. Pero estos que le debían, cual más, cual menos, infinitos desaires, se negaron a acudir a su voz y más de uno fue por el contrario a engrosar las filas del enemigo. Solo un caballero, hermoso como pocos y valiente como


27 ninguno, que volvía por esa época de la expedición a Sevilla en la que había acompañado al Rey Santo, se había prestado con sus gentes de armas, que formarían un total de 250 combatientes, a socorrer a la hermosa desvalida, que le recibió con una sonrisa más expansiva de lo que acostumbraba. – Ocho días hacía apenas que el caballero Lope de Andrade vivía bajo el mismo techo y ya entre ambos reinaba un intimidad seductora, pues juntos se les veía discurrir por el parque en animado y parlero grupo o correr una liebre en la llanura o bien cazar el oso en las inextricables gargantas de las montañas que hacia el Norte cierran el horizonte de la comarca. ¿Cuál pues, puede ser la causa de la transformación súbitamente efectuada en el carácter de Leonor? ¡Ella! a quien los galanes se acercaban trémulos de emoción a mendigar una de sus sonrisas sin conseguir otra cosa que un gesto de desdén o una mirada de piedad, ella repetimos, cruza alegres miradas con el recién llegado y más de una sonora carcajada lanzada por su boca repitió el eco de las montañas… ¿Es gratitud, amistad o amor el sentimiento a cuyo influjo se debía tan extraña metamorfosis? Acaso no lo sabía ella mismo… Quien sí debe adivinarlo todo es una sombra que sigue sus pasos siempre, haciéndose invisible por medio de prodigios de astucia; una sombra que ha contado los involuntarios suspiros de amor de la huérfana y temblando de emoción al ver apretarle furtivamente la mano el bello don Lope… Esa sombra es Gonzalo el hijo del escudero. III El sonido de las trompas de caza resuena dentro de los muros del castillo de Riaño en una fría mañana del mes de noviembre: los patios interiores están llenos de gente que se


28 viste a toda prisa los trajes de montería; el patio de honor ofrece un vistosísimo espectáculo en que se recrea la vista con la multitud de árabes corceles, que esperan a sus jinetes lanzando una espesa columna de vapor por sus fogosas narices, y el ruido con el guirigay indefinible producido por los ladridos de las jaurías que pugnan por romper la traílla, por las voces de mando del montero mayor y los roncos gritos de las aves de cetrería, que baten sus alas con impaciencia y entre las que sobresale la voz de «Esmeralda» el azor favorito de Leonor de Riaño. Entre las gentes que pueblan el recinto, no hay brazo que permanezca ocioso ni pulmón que no ejercite su robustez lanzando gritos que recorren in crescendo todos las notas de la voz humana: todos se mueven en indecible confusión, todos hacen algo o lo simulan al menos; todos parecen animados del vértigo de la pasión favorita de los pueblos guerreros, la caza; todos en fin, añaden algún detalle a aquel cuadro viviente y churriguresco, que no hemos hecho más que bosquejar. Hemos dicho mal al decir todos sin excepción; en un ángulo del patio y recostado en una columna se halla un joven cruzado de brazos, que parece protestar con su inmovilidad o indiferencia contra el desordenado y pintoresco espectáculo que tiene ante sus ojos. Este joven, que viste una ropilla de terciopelo negro, que hace más viva con el contraste la intensa palidez de su semblante hermoso como de de Antinoo, parece no vivir más que para un solo punto del patio, en cual clava con irresistible fijeza sus negrísimos ojos, rodeados de un amoratado círculo, mudo denunciador de sus noches de insomnio; este punto es la puerta que de las habitaciones de la castellana conduce al patio de honor del castillo. Largo espacio de tiempo había transcurrido sin sentir para el mancebo absorto en su misteriosa contemplación, cuando, de pronto un vivo encarnado, tiñó


29 sus mejillas, sustituyéndole inmediatamente una palidez todavía más grande que la que de ordinario resaltaba en sus facciones: la puerta en cuestión acaba de abrirse dando paso a una abigarrada multitud de caballeros, en cuyo frente figuraban la reina de la caza, la Diana de aquellos bosques y el agraciado don Lope, a quien malas lenguas comenzaba n a suponer su Endimión. Nunca más seductora que aquella mañana la hermosa Leonor: el desorden de su matinal tocado, desorden aparente en el que ya las damas de aquellos tiempos sabían encontrar el seguro medio de realzar doblemente sus naturales bellezas, unido al suave resplandor que emanaba de todo su ser, en el que brillaba una dicha contenida, la hacían entonces algo más que una diosa y algo menos que un ángel, es decir, una mujer verdaderamente hermosa y en toda la plenitud de sus encantos. También en el semblante de don Lope resplandece una satisfacción mal disimulada puesto que se trasluce en sus maneras más joviales que nunca; y en la dulzura del acento de sus palabras que dirige a su comitiva de servidores, que nunca ha visto en el noble, tanta indulgencia y tanta familiaridad. Y por cierto que forma con tales semblantes dolorosísimo contraste, el sombrío gesto de Gonzalo, que en vano procura adoptar un continente tranquilo: sus mirada llenas de amor cuando en Leonor se clavan, toman una expresión de odio indescriptible cuando en el hermoso doncel se fijan por casualidad. Pero ninguno de los dos pudo advertir este juego de miradas: embebecidos en una conversación a media voz y más que nada en contemplarse mutuamente con una especie de embriaguez, hubieran sentido caer un rayo a sus planta sin que el temor hubiese alterado en lo más mínimo su dicha. Por fin salieron en revuelto tropel por la ancha puerta del centro, pajes y


30 escuderos, señores y monteros, quedando el patio del castillo tan mudo y tan desierto entonces, como animado y bullidor estaba antes. Solo Gonzalo permaneció algunos minutos sin variar una línea de su inmovilidad, hasta que tomando una resolución súbita se dijo como el que contesta a un diálogo interior: – Vamos – y salió también encaminándose con rápido paso y por senderos solo de él conocidos al punto de cita de la alegre sociedad. Nosotros le seguiremos también, pues poco nos importan las peripecias de la caería del oso, cuya guarida acaban las cornetas de anunciar con sus estridentes sonidos que se ha logrado descubrir. ¿Por qué se habrá detenido súbitamente nuestro doncel, procurando ocultarse entre las malezas del bosque? ¿Qué es lo que miraba con tanta ansiedad a través de la movible cortina que forman las hojas de los árboles de la selva? Una palabra, que se escapa ronca con una imprecación de su garganta, nos revelará acaso completamente la causa del trastorno pintado en sus facciones: –¡Ellos! – Ha murmurado con sombrío laconismo, al paso que su diestra aprieta maquinalmente la cincelada empuñadura de su daga. En un claro del bosque y sentados sobre un tronco derribado, las manos enlazadas y los ojos húmedos de emoción, se encuentran los dos héroes de la fiesta, tan agenos (sic) de la cacería comenzada, que sus caballos pacen libremente a algunos pasos más allá. Hubo un momento en que los cabellos de la joven rozaron las megillas (sic) del mancebo; Gonzalo sacó entonces silenciosamente su daga y la clavó con fuerza en su brazo, para dominar con el dolor físico, el horrible suplicio moral que padecía. Anchas gotas de sudor surcaban su frente; su respiración era anhelante y fatigosa, varias veces tuvo que apoyarse en el arbusto más próximo para no caer al suelo:


31 zumbaban sus oídos con un estruendo comparable al de una catarata: unan nube rojiza cubrió sus ojos y al través de ella vio a Leonor de Riaño, despojarse del medallón que desde su infancia llevaba en la garganta y colocarlo por su propia mano, temblando de emoción, en el cuello de don Lope de Andrade. Entonces un vértigo terrible acometió al desdichado Gonzalo, que ase lanzó, pálido como un muerto, a interponerse entre dos amantes, loco de furor y de celos y con el solo objeto de hacer cesar aquella intimidad tan cruel para su pobre corazón. Antes de que hubiera podido coordinar sus ideas, viose acometido por don Lope, que encontraba muy poco agradable aquella brusca interrupción y se había empeñado un rudo combate cuerpo a cuerpo entre ambos y del cual llevaba Gonzalo la mayor parte centuplicadas sus fuerzas por la rabia de que se hallaba poseído. Pero súbitamente cambió la escena: unos cuantos hombres de armas de don Lope, que le buscaban hacia largo rato por el bosque, se arrojaron impetuosamente en el teatro del combate y derribaron en tierra al desdichado mancebo agoviado (sic) por el número. En cuanto a Leonor alejóse rápidamente seguida por don Lope al que decía con burlón acento: –Decidme, ¿qué mosca le habrá picado al buen villano? Y los ecos de la selva repitieron cien veces las alegres carcajadas de ambos y la de la gente de don Lope que le seguían, creyendo muerto al autor del desacato sufrido por su amo. …………………………………………………. Media hora después, desembocaba en el claro un hombre cantando un romance morisco, el cual hizo un gesto de sorpresa al ver el semblante de Gonzalo que yacía en tierra bañado en su propia sangre. El recién venido miró a


32 todos lados para asegurarse de que no lo espiaban y satisfecho en ese punto, cargó con el cuerpo inerte del doncel y se alejó a su vez pensativo y mudo, retrocediendo el camino recorrido. IV Si el lector se interesa un poco por la suerte del protagonista de nuestra historia, sigamos al fondo del bosque de C… y penetre con nosotros en el interior de una humilde cabaña situada en uno de sus linderos y a poco más de una legua de distancia del castillo de Riaño. Ocho días han pasado desde la escena que hemos bosquejado: el viento barre con ímpetu las escasa hojas que se balancean amarillas en los árboles, que tendiendo al cielo sus ramas descarnadas parecen lúgubres fantasmas e imponen supersticioso pavor al alma del honrado campesino que atraviesa esos lugares tan a deshora, pues son ya más de las diez de la noche. Empujemos pues la puerta de la choza sólidamente cerrada y he aquí el espectáculo que se presentará ante nuestro ojos. En primer término y fuertemente iluminadas sus ásperas facciones por un vivo fuego encendido en un ángulo, se divisa un personaje ya conocido del lector, pues suponemos que este no habrá olvidado al salvador de Gonzalo, el cual yace sobre un lecho de hojas secas a algunas pasos más allá. Iñigo Alonso que tal es el nombre de nuestro nuevo personaje aparece fuertemente preocupado en la contemplación de un líquido rojizo encerrado en un pequeño bote y parece sostener una animada discusión consigo mismo a juzgar por las palabras que de cuando en cuando se escapan de sus labios comprimidos:–¡Oh! ¡no me atrevo! se le oye murmurar, no me atrevo a emplear este líquido


33 porque si bien es verdad que el rabí Simuel es hombre de ciencia y que me ha jurado por las barbas de Moisés que su licor no encierra ningún maleficio, no puedo acostumbrarme a la idea que provenga nada bueno de las manos de los malditos que tienen pacto todos ellos con el enemigo del género humano. Santiguose apresuradamente el buen Iñigo al llegar a este punto de sus reflexiones y continuó largo rato atizando maquinalmente el fuego y luchando con sus supersticiosos terrores, hasta que un un profundo gemido, exhalado por Gonzalo, pareció decidirle pues levantóse súbitamente del escaño y avanzó con trémulo paso hacia el lecho del herido teniendo en una mano el misterioso bote, y en la otra una pequeña lámpara, que reflejaba su mortecina luz en las desfiguradas facciones del hijo del escudero, a quien se puso a contemplar con melancólico interés. La muerte ya parecía haber tomado posesión de su rígido cuerpo: solo en sus pálidos labios, dotados de movimiento febril y de los que se escapaban sonidos apenas articulados, se había refugiado un soplo de vida. Una palabra había sido sin embargo pronunciaba el herido con estraña (sic) claridad: esta palabra era un nombre y este nombre, ya lo habrán observado nuestros lectores era el de Leonor. El anciano vertió algunas gotas del liquido de la entreabierta boca del doncel y esperó con ansiedad visible el resultado de la operación. Cinco minutos transcurrieron, cinco minutos durante los cueles se oyó el bramido del viento, y la respiración agitada del anciano que se había puesto de rodillas para poder observar mejor el rostro de Gonzalo; al fin el manto de plomo que cubría las facciones de este, pareció desprenderse y un tinte de púrpura tiñó lijeramente (sic), al paso que su respiración se hizo menos


34 entrecortada. Iñigo lanzó un grito de gozo y se apresuró a verter el resto del pomo en los secos labios del herido; el efecto fue entonces rápido. Gonzalo hizo algunos movimientos convulsivos y por fin entreabrió sus párpados que volvió a encerrar en seguida, deslumbrado sin duda por la luz de la lámpara que apagó ante el anciano. Pasaron otros cinco minutos de mortal ansiedad, hasta que el herido volvió a abrir nuevamente sus ojos, que paseó vagamente sobre los objetos que lo rodeaban y pronunció estas palabras débiles como el primer suspiro de una virgen: –¿Dónde estoy? – En la cabaña de Iñigo Alonso – contestó este sollozando de alegría; – en casa del mejor amigo de tu padre, del que ha arrullado tu cuna cantándote los romances de la guerra… ¿No me conoces Gonzalo? Pero este no contestó, ageno(sic) a cuanto le rodeaba, parecía absorto en una penosa meditación; sus facciones fueron tomando un tinte cada vez más sombrío; de repente lanzó un grito salvaje, incorporose bruscamente en su lecho y exclamó con voz ronca: –Dejadme, miserables, dejadme acabar con mi enemigo – y después, por una inesperada transición, dijo lanzando una carcajada espantosa: – Ella se ríe, ¿no oís como se ríe? Pues yo también quiero reírme.. y dejó oír una nueva carcajada, que heló la sangre en las venas del buen Iñigo Alonso. Dichosamente las fuerzas del herido parecieron agotarse al influjo de tan fuertes emociones: su cabeza cayó pesadamente sobre la humilde almohada: un copioso sudor inundó sus pálida frente y de allí a poco rato su respiración regular y acompasada indicaba que de él se había apoderado un profundo sueño.


35 Entonces Iñigo cayó de rodillas y elevó las manos al cielo… El sol doraba ya las altas copas de los árboles de la selva, cuando Gonzalo despertó de su letargo. Iñigo se encontraba a sus plantas en la misma posición en que las víspera se hallaba: cojió (sic) las enflaquecidas manos del enfermo entre las suyas y le dijo con voz, cuya cariñosa inflexión templaba su natural rudeza: –¿Qué tal os sentís, Gonzalo? ¿os molestan aún vuestras heridas? Respondiolo este con un signo negativo: hubo un largo intervalo de silencio entre ambos, el que rompió primeramente el herido con estas palabras: –Contadme como es que me encuentro en esta cabaña, que desde mi niñez no había vuelto a visitar: decídmelo todo, ¿lo oís? todo; no omitáis ningún detalle por doloroso que sea, pues me encuentro con fuerzas para oírlo. Pareció vacilar el anciano; miró dos o tres veces a Gonzalo y tranquilizado al fin por la resignada expresión de su semblante, repuso: –El día en que os he encontrado moribundo, iba yo al castillo de Riaño a visitar a mi hija Berta, que como sabéis, es camarera de la señora, os traje a mi cabaña desesperanzado de salvaros, pero sin duda Dios quiso hacer un milagro o es muy fuerte vuestra juvenil naturaleza, pues he logrado curar vuestras numerosas heridas con las yerbas que en mis campañas he aprendido a mi costa a conocer y solo me fue imposible vencer a la tenaz calentura que os asediaba. Un judío de la ciudad vecina, famoso no solamente en Pontevedra, sino en 20 leguas a la redonda, me suministró para este objeto cierto licor que ayer os he hecho beber y con el cual habéis recobrado la salud completamente. No quise traer conmigo al mencionado


36 judío, porque en vuestro delirio pronunciabais estrañas (sic) palabras, que no quiera llegasen a oídos de ningún sirviente. Las megillas (sic) de Gonzalo se cubrieron de vivísimo rubor al oír estas frases, lo cual observado por Iñigo, continuó acentuándose cada vez más la cariñosa entonación de sus palabras: –No temas nada, hijo mío, de quién amó a vuestro padre como a un hermano y os ama a vos como a un hijo; guardaré vuestro secreto tan religiosamente en el fondo de mi pecho, que los tormentos más atroces no lograrían arrancar una sílaba a mis labios. Si mi brazo, viejo sí, pero aún robusto, puede serviros de algo; si mi larga experiencia puede seros útil, disponed a vuestro antojo del uno y de la otra, que ni sus fuerzas, ni sus consejos, ha de regatearos el mejor amigo de vuestro padre. –Oídme entonces, Iñigo; si queréis saber mis desdichas no confiadas hasta ahora a ningún mortal. Recogido después de la muerte de mi padre por el Señor de Riaño, casi fueron para mi desconocidos los dolores de la orfandad, pues encontré en mi noble protector un cariño casi equivalente al de mi padre, tanto que hoy confundo a ambos en mis recuerdos y dirigo (sic) al cielo iguales plegarias, por la salvación del alma de mis dos padres. ¡Ojala no me hubiera amada tanto don Nuño! añadió enjugándose un lágrima. El buen anciano gustaba de asociarme a los juegos de su hija, que contaba entonces once años, tres menos que yo, que la complacía, acompañándola siempre, ignorándola siempre, ignorando ¡ay de mí! cuan peligrosa tenía que ser tal intimidad para un joven de catorce años, de corazón ardiente y apasionado. Sucedió lo que era de esperar: el cariño fraternal que le consagraba, fue poco a poco cambiando de naturaleza, sin que yo mismo me apercibiera de ello. Su presencia me causaba una turbación desconocida,


37 encontraba un misterioso placer en estrecharle a hurtadillas la mano, la mirada de sus incomparables ojos me producía un vértigo de inexplicable dicha, sus palabras más indiferentes sonaban en mis oídos cual deliciosa música, finalmente había hecho en mi habitación una especie de altar con los objetos de su uso, que le había robado y pasaba largas horas embebecido contemplando un pedazo de su velo o una cinta de su traje, con el mismo éxtasis con que miraría una devota las preciosas reliquias de algún santo mártir traídas de Roma con el objeto de sanarle de terrible enfermedad. Pasaron de esta manera muchos meses y los síntomas de mi mal crecieron con el transcurso del tiempo de una manera alarmante: pero lo que más me inquietaba era el cambio efectuado en el carácter de Leonor. De niña alegre y bulliciosa que era, habíase convertido en una joven pensativa y altanera: desaparecieron para no volver nuestros deliciosos juegos y en los coloquios que manteníamos, mostraba Leonor una displicencia marcada, que me hacía sufrir como un condenado. Algunas veces la sorprendía mirándome a hurtadillas y con el recuerdo de aquellas miradas en que se traslucía una oculta ternura, tenía yo provisión de felicidad para algunas semanas. Pero pronto una frase altiva o un gesto desdeñoso de la joven, venían a abrir una nueva herida en mi corazón y a hacer más crueles mis largas noches de insomnio. Un día en que me disponía a correr el tapiz que daba paso a la habitación del padre de Leonor, oí a esta que le decía que ya era tiempo de impedir que un villano como yo, tutease a una rica–hembra como ella, a lo cual contestó don Nuño con una agria reprensión de la que no pude oír el fin, porque caí desmayado a la puerta de donde me recogió un paje, un cuarto de hora después ¡Desgraciado destino el mío¡ Al oír las palabras de Leonor, que cayeron sobre mí como plomo derretido, fue


38 cuando comprendí toda la dolorosa extensión de mi infortunio. ¡Amaba a Leonor! Sí, la amaba como un insensato: la amaba tanto, que a su voz, añadió estremecido, hubiese corrido a profanar la sepultura de mi padre. ¡Y en que momento sentía esa fatal revelación! Me pasaba lo mismo que aquel que hubiese visto entreabrirse las puertas del Paraíso, para cerrarse después eternamente ante sus ojos. Desde entonces mi vida fue un suplico espantoso y sin fin, continuó con voz apagada; obligado a ocultar mis dolores bajo una apariencia de serenidad y de calma, cien veces he traspasado los umbrales del castillo dispuesto a huir de ella para siempre, pero una fuerza superior a mi voluntad, me condujo otra vez al pie de sus muros. Decidme ahora que sabéis mi triste historia, concluyó Gonzalo con tristísima ironía ¿vuestra larga experiencia os suministra algún remido a mis dolores? –Sí; respondió con firmeza el anciano, tened valor por esta vez y huid lejos, muy lejos de aquí a combatir los infieles en España, o a rescatar el santo sepulcro en Palestina. –Dispuesto estoy a seguir vuestro consejo, pero no sin que antes tome cumplida venganza de mi enemigo don Lope. ¿Sabéis vos donde se encuentra? ¿Permanece aún en el castillo? –No; he sabido por Berta, que ayer ha marchado con toda su gente a asaltar el castillo de don Suero Meneses, pues ha dicho que ya que el lobo no salía, le iría él a buscar en su madriguera. Pero, hijo mío, si algún peso tienen para vos las palabras de el (sic) anciano Iñigo, renunciad a esas funestas venganzas y olvidad los agravios de don Lope, perdonándoselos como cristiano para que Dios os perdone los vuestros.


39 La religión tenía un fuerza incontrastable en los feroces espíritus de aquella época; así Gonzalo escuchó con la cabeza baja las graves y cristianas palabras de su interlocutor, despejándose al oírlas las sombrías nubes que oscurecían su noble frente digna por su belleza de ostentar una regia diadema: el acento de su respuesta, estaba impregnado de melancólica ternura: traslucíase en él la incurable desesperación del hombre, que ha visto desvanecerse el sueño de su vida, como la columna de azulado humo que se pierde en las esferas o como el contacto de una mano ruda bórranse y disípanse las huellas que a su paso ha dejado el rocío sobre el silvestre tallo de una flor. – Si Ella quiere, le perdono de buen grado, respondió; y animándose de repente sus ojos, añadió clavándoselos en el rostro de Iñigo: –¿Vuestra hija Berta no podría hacer llegar una carta mía a manos de Leonor? –Sin duda, puesto que es su camarera de confianza, pero ¿qué pretendéis con ese insensato proyecto? –Despedirme para siempre de ella: suplicarle que me conceda el inapreciable don de una mirada suya entes de dejarle para siempre, y asegurarle que en gracia a esta concesión, perdonaría a don Lope el mucho mal que ha hecho… ¿Consentís Iñigo? ¿Verdad que consetís? añadió abrazando sus rodillas. No me neguéis este último favor. –En buena hora, respondió conmovido: pero no sin que primero me hayáis jurado abandonar mañana para siempre estos lugares. –Os lo juro, murmuró Gonzalo cayendo abatido sobre su miserable lecho………………………………………………………… ……………………………


40 Aquella misma noche, al trémulo fulgor de una lámpara, lee Leonor en su estancia una larga carta de la cual vamos a trascribir las últimas líneas. «Ya lo sabéis, Leonor, voy a dejar para siempre estos lugares: como compensación a los infinitos dolores que en ellos he amargado mi vida, os pido de hinojos no me neguéis el supremo consuelo de una mirada vuestra. Mañana al rayar el alba, estaré al pie de vuestra ventana y fortalecido con el precioso talismán de que vos solicito, iré a combatir a vuestro enemigo, consiguiendo así la dicha de morir por vos, como por vos he vivido. Si caigo en el campo de batalla y no logro mañana una mirada vuestra, cuyo recuerdo bastaría para hacerme feliz por toda la eternidad, pediré a Dios que me permita venir después de muerto a alcanzar lo que vivo no he podido conseguir. Y Dios, Leonor, no podrá menos de acceder a mi súplica; los que mueren combatiendo, tiene un lugar en el Paraíso y Dios no querrá negándose a mi ruego, que se oigan a la par que los coros celestiales, las horribles blasfemias de su alma desesperada, en el recinto de paz y de ventura que llamaos cielo los cristianos.» Al concluir de leer esta carta, una sonrisa desdeñosa contrajo la hechicera boca de Leonor que pasó en menudas piezas el pergamino después de lo cual desnudose lentamente y se acostó en su altísimo lecho, quedando profundamente dormida a los pocos instantes. Su sueño duró hasta muy entrado el día siguiente: si al despertar se hubiera asomado a la ventana; hubiera alcanzado todavía a ver a Gonzalo, que se alejaba lentamente, mostrando en sus miradas todo la desesperación que puede contener el corazón humano. V


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¿Se acuerda el lector de la descripción que hacíamos al comenzar este relato del aspecto que presentaba el castillo de Riaño? Pues ocho días después de la marcha de Gonzalo, se notaba en él, el mismo ir y venir de pajes y escuderos con la tristeza pintada en su semblante y para completar la semejanza entre ambos cuadros, he allí nuestro buen capellán que atraviesa el patio con la misma faz compungida, que tan bien sabe aparentar en las grandes ocasiones. Penetramos con él en el oratorio del castillo, donde apoyada en un reclinatorio le espera Leonor de Riaño con la palidez de una muerte pintada en sus facciones. –Padre mío, dijo con voz expirante: os he mandado llamar para que prestéis los consuelos de la Religión a mi pobre alma terriblemente combatida por sobrenaturales apariciones. Acercaos más, padre mío, añadió viendo que el sacerdote había quedado inmóvil de sorpresa al oír tan extraño exordio: venid aquí a mi lado a alentar mi espíritu con vuestras santas palabras y a fortalecer mi ánimo con piadosas oraciones. –Visiones son esas, respondió sentándose a su lado, hijas sin duda de las sugestiones del espíritu maligno, y creo que más necesitareis de los exorcismos que de las oraciones de Nuestra Santa Madre Iglesia. –¡Oh no, padre mío! Decid más bien que son castigos del cielo que abate así mi loco orgullo: esas que vos llamáis visiones son realidades espantosas que Dios permite para castigar mi insensata soberbia. Oídme, padre mío: ya sabéis, porque a vos os lo confío todo, que Gonzalo me amó desde sus más tiernos años y que si al principio compartí su pasión, pronto murió ahogada por otra que abrigo gigante en mi seno, de pasión de la soberbia. Irritada conmigo misma


42 por la indigna debilidad de amar a un villano como él, me propuse sofocar ese malhadado amor y lo conseguí completamente. Más aún, un vivo sentimiento de odio reemplazó en mi corazón el amor que a Gonzalo profesaba. Sabéis como fue herido por mi causa, pero lo que no sabéis es que antes de partir a la guerra, me escribió una carta en la que me demandaba suplicante una mirada y en la que me decía que si moría sin conseguirla de mí, vendría después de muerto a reclamarla. Yo me reía despiadadamente de estas frases e insulté el dolor que en ellas se traslucían: al día siguiente partió Gonzalo, y ni un solo momento me he acordado de él hasta el punto de olvidarme completamente de su existencia. Mi vida seguí su tranquilo y dichoso curso, cuando ayer noche me asaltó en la mitad de mi sueño una horrorosa pesadilla… Sentí que se posaban en mis labios, unos labios fríos como el hielo y que sin embargo abrasaban como un hiero candente: desperté sobresaltada y encontré fijo en mis ojos la vidriosa mirada de otros ojos… Mi corazón dejó de latir, pues la sangre se paralizó en mis arterias. La cabeza de Gonzalo era lo que me miraba con sus pupilas apagada, pero que despedían un siniestro resplandor: quise cerrar los ojos para huir de la aterradora visión y no pude conseguirlo… probé a rezar y mis labios se negaban a articular ningún sonido. Así permanecí loca de terror, mirándolo siempre hasta que la luz del alba se reflejó en las ventanas de mi aposento. Padre mío, concluyó cayendo a sus plantas, si supierais que terrible es la mirada de un muerto! ¡Si supierais…! Su voz murió en un sollozo y permaneció a los pies del sacerdote, muda y lívida como una estatua de dolor.


43 –Tranquilizaos, dijo al fin el Padre Jaime; esas visiones, pasarán con unas cuatro aspersiones de agua bendita y con rezar algunos salmos del real profeta. Ya podéis comprender la causa de mi incredulidad; no se han tenido todavía noticias de vuestra gente, siendo por lo tanto muy probable el que no se haya empeñado combate alguno. Apenas había acabado el reverendo de pronunciar esta palabras, cuando se oyó un gran ruido en el vestíbulo; la puerta del Santuario se abrió violentamente y en su dintel apareció un rudo hombre de armas, abollada la cimera y enteramente manchado de sangre y de polvo, el cual gritó adelantando algunos pasos: –Señora, ayer hemos dado la batalla contras los parciales de don Suero. Dios no quiso ayudarnos, pues soy acaso el único que ha podido escapar de la matanza para traeros tan tristes nuevas. Calló dicho esto el mensajero: en la mirada que dirigió Leonor al capellán, podía leerse todo un poema de dolor y de remordimientos. –Dime, exclamó dirigiéndose al hombre de armas y pronunciando una a una, con espantosa lentitud las sílabas de la fatal pregunta: ¿sabéis si ha muerto en la acción mi paje Gonzalo? –Señora, murió combatiendo como bueno. –¿Y don Lope? volvió a decir con voz más débil. ––Don Lope no murió en el campo de batalla, su cadáver apareció en un barranco antes de haber comenzado la lucha. Después de esta respuesta hubo unos momentos de terrible silencio. –Señora, concluyó el mensajero sacando un envoltorio de su escarcela, os entregamos este objeto de valor, que


44 hemos encontrado sobre el cadáver de Gonzalo, puesto que los amos heredan a sus servidores sin parientes. Desenvolviólo maquinalmente Leonor y de repente lanzó un grito terrible, cayendo desmayada sobre el pavimento. Entre sus manos convulsas se veía el medallón que en inmemorable día había puesta ella misma en el cuello del gentil don Lope. A la mañana siguiente, una fúnebre comitiva conducía un ataúd a las criptas del castillo: en él reposaba para siempre la desdichada, cuanta soberbia Leonor de Riaño. Una hora después, una avanzada de las gentes de armas de don Suero llegaba hasta las puertas mismas del castillo. Después de una corta resistencia, el implacable magnate lo destruyó hasta sus cimientos. Sentados sobre un informe montón de ruinas, hemos escuchado nosotros de boca de un pastor la relación que antecede y a la que sentimos no haber podido conservar el aire de sencillez candorosa con que nos ha sido referida.


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Blas el poeta (Aventuras prosaicas) A mi amigo Eugenio Sequeiro Tus consejos y tu amistad han contribuido poderosamente a que este cuento brotara de mi inexperta y perezosa pluma. Te lo dedico sin remordimientos ni piedad porque estoy seguro de que, en cuanto a ti, desmentirá su titulo de SOPORÍFERO, no logrando hacer cerrar tus párpados el sueño ni el natural cansancio que producen tales libros. ¡Ojalá pudiera decir otra tanto de los demás lectores!

I El viernes dos de diciembre a las ocho y veinticinco minutos de la noche, venía al mundo nuestro héroe saliendo del claustro materno de una manera vulgar, tan vulgar, que según la comadre que presidió el acto, fue este el parto más feliz que de los 89 a que había asistido. Como la fidelidad es la más precisa cualidad de todo cronista, debo añadir que no fue de este parecer don Serapio Astrolabio, testigo de puertas afuera de este acontecimiento memorable. Don Serapio había gastado la mitad de su fortuna en construir un instrumento que sirviese para conocer, no solo las variaciones atmosféricas presentes y futuras, sino también si había llovido o no el día en que vino al mundo la bienaventurada Santa Rita o si hacía mucho calor cuando César se aventuró a pasar con sus tropas el fatal Rubicón. Astrolabio era un hombre muy religioso, pero a pesar de su catolicismo, en su fuero interno tenía por muy superior al Papa, en cuanto a la infalibilidad, al legítimo Zaragozano. Era además y sobre todo nuestro hombre muy aficionado a


46 formar horóscopos: el recién nacido le fue entregado para dicho fin y después de un escrupuloso examen pronunció con voz fatídica estas palabras: El chico será poeta Todos admiraron la sagacidad con que a un mismo tiempo había adivinado don Serapio el sexo y el destino de la criatura. A pesar de las dudas que hizo nacer tan singular horóscopo en los ánimos de los presentes encerrose don Serapio en una altiva reserva y salió con aire inesperado sin añadir nada a sus sibilíticas palabras. Solo más tarde confesó al autor de los días de nuestro héroe, que habría notado en los ojos del niño una vaga semejanza con su amigo don Justo Otero que era un tan gran poeta, que había disparado a la luna más de cien odas en el curso de su vida. Explicación que pareció tanto más satisfactoria a don Leandro Dueñas, cuanto que precisamente solo haría algo menos de nueve meses que el aludido don Justo, muy su amigo también, había marchado a Madrid para evacuar ciertos asuntos. –Por cierto, añadió el buen hombre conmovido, que mi mujer Fausta lloraba como una Magdalena al despedirse de mi amigo. ¡Es tan buena y tan blanda de entrañas la pobre Fausta! Le tuvo abrazado al menos media hora, y de mí sé decir que también se me saltaban las lágrimas. Lo más extraño es que al principio la era muy antipático. Decía que para hombre era demasiado buen mozo, defecto del cual me hallaba a mi completamente limpio. Después hicieron las paces gracias a mis exhortaciones, tanto es así, que al cabo de poco tiempo no se marchaba nunca mi amigo Justo sin decirme, dándome una palmadita en la frente: –¡Es una perla tu mujer, amigo mío! Cada día descubro en ella muchas perfecciones.


47 –Lo cual me envanecía bastante, porque la verdad es, que mi mujer es muy guapa. Demasiado guapa, continuó ahogando un suspiro. – Lo único que faltaba a nuestra felicidad era un hijo y yo ya casi había renunciado a la dulce esperanza de tener un heredero, pero siempre que tratábamos de estas materia, me alentaba Justo diciéndome que no era obra de romanos el asunto y que el día menos pensado me aparecería él con un chiquillo en los brazos pues quería ser portador de tan fausta nueva. ¡Pobre Justo! Ahora estará a cuarenta leguas de aquí sin sospechar siquiera que acaban hoy mismo de realizarse sus pronósticos. El astrólogo puso fin a esta conferencia levantándose del asiento que ocupaba y saliendo de la sala ligero como una exhalación sin despedirse siquiera de don Leandro. Acababa de tener la inspiración feliz de una nueva y ventajosa modificación en su aparato histórico–atmosférico y quería ponerle en planta cuanto antes. En cuanto a su interlocutor retiróse a su habitación enjugando una lágrima, resultado de la evocación de los tiernísimos recuerdos evocados. Dos días después tratóse en consejo de familia la grave cuestión del nombre que llevaría en el mundo el vástago de los Dueñas. La madre insinuó en él con voz doliente su predilección por el nombre de Justo que tanto había ilustrado el famoso amigo de la casa. Pero su cónyuge fue inexorable en este punto: el tío que los había legado el dinero necesario para poder retirarse del comercio de guantería que antes ejercían, se llamaba Blas y no más que Blas debía llamarse el chico. Así dispuso el hado, que el primer tropiezo de nuestro héroe en su carrera poética fuese el nombre ultra–prosaico de Blas Dueñas.


48 II De los primeros años de la vida del protagonista de esta verídica narración, será muy poco lo que diremos, porque desgraciadamente en ese periodo descuella en todos sus hecho la más grosera realidad y mi objeto, es analizar únicamente sus actos como poeta. La medicina solamente podrá enriquecerse con una nueva verdad científica; la de que la escarlatina debe ser considerada como una enfermedad altamente poética, pues seis nada menos fueron los ataques de dicho mal que tuvo que sufrir antes de llegar a la pubertad. Su madre murió cuando aún era niño; don Justo fue avisado por telégrafo del accidente, y acudió a Valladolid, patria del futuro poeta, a tiempo de recibir el último suspiro que entre sus brazos lanzó Fausta dando con esto motivo a que su esposo derramara abundantísimas lágrimas, demostrando así que era por lo menos tan bueno y tan blando de entrañas como su compañera. Apenas cumplido este deber de amistad y no sin recomendar a su amigo calurosamente que atendiese al muchacho único apoyo de su vejez, partió don Justo nuevamente a Madrid, satisfecho con la esplícita (sic) promesa del desconsolado padre, de que la cuidaría con la misma solicitud que si le hubiese parido. Otra pérdida sensible para todos y para la ciencia armosferológica enteramente irreparable al decir de sus amigos, fue la de don Serapio Astrolabio, que murió precisamente en un día de eclipse total de sol, cuya circunstancia aumentó las dolores de su agonía. Consolábase, sin embargo, con la halagüeña esperanza de que llegaría al cielo a tiempo para ver más de cerca el fenómeno astronómico.


49 Dejó por toda riqueza su famoso aparato al que se disponía a darle la última mano cuando le sobrevino la muerte. Una pariente lejana y su heredera, se incautó del fruto de las vigilias del sabio y colocóle debajo de su cama, haciéndole así servir para indicar lluvias de muy distinto género de las estudiadas por el difunto, cuya irritada sombra vaga en las altas horas de la noche en torno de su querido aparato, sin que la vieja que lo utiliza se haya apercibido jamás de su fantástica presencia. De otra manera se hubieran opuesto a que continuara tal estado de cosas, no solo el terror que siempre infunde en todo buen católico una aparición, sino una especie de pudor de ultratumba que se despertaría en doña Dominga Minguez, nombre de la vieja, que considerado en su origen latino, ofrece admirables cronologías con las aficiones de su propietaria. Coincidió con tales catástrofes el paso a la pubertad de Blas Dueñas cuya descripción vamos a hacer a nuestros lectores en muy pocas palabras. Su retrato lo encontraréis en todas las litografías, en todas las obras de Historia natural, en el mozo que habitualmente os sirve café, en el buñolero de la esquina, en el hijo de vuestro portero, en una palabra, Blas Dueñas tenía la inmensa desgracia, para un poeta, de ser parecido a todo el mundo. Poseía uno de esos rostros sin espresión (sic) alguna y que en medio de la mayor movilidad no ofrecen ningún rasgo saliente y característico, era uno de esos individuos, que llevan su fotografía en la cédula de vecindad y que pueden tratar una mujer durante muchos años, sin que sepa, al cabo de ellos, responder a la pregunta de si es hermoso o feo el hombre que ha visto tantas veces. Otra decepción no menos horrible le aguardaba: a los dieciséis años comenzó a echar vientre de una manera alarmante y coincidió con la llegada de este prosaico huésped, la desaparición casi completa de sus


50 cabellos. Este hecho decidió de su vocación literaria: un poeta calvo no podía ser admitido en el gremio romántico y así tuvo que resignarse Blas a ser poeta clásico, cosa que no estaba muy en moda entre la juventud contemporánea, pues esto pasaba a mediados de este siglo. Conocedor de su horóscopo no hizo nada sin embargo para justificarle, hasta una memorable ocasión en que lanzó el siguiente exabrupto poético en las narices del anfitrión de un banquete con el que celebraba los días de su santo: Rauda dicha mi vea inflama mi denso corazón que tanto te ama. El aludido, honrado comerciante de fideos, sonrió de una manera forzada al oír aquella algarabía poética: pero al ver el gesto sombrío de Blas y sus ojos que brillaban como los de un gato montés, echó mano al rewolver (sic) que disimulado tenía bajo el gabán murmurando entre dientes: –Es menester vivir prevenidos, porque el vino de Toro de mil bodegas es capaz de hacer salir de sus casillas a un guardia municipal. ¡Y creo que me ha llamado raudo! El mozo no se muerde la lengua y sin embargo, bien sabe Dios que en todo lo que yo vendo a mis parroquianos, solo siso la mitad y a veces aunque pocas, mucho menos que la mitad. En los demás circunstantes produjo esta estrofa universales murmullos que consideró, sin duda hijo de la admiración, el padre del nuevo poeta que según fama, lloró muchísimo aquel día acordándose tal vez de algún verso parecido de su inolvidable Justo. ……………………………………


51 Y salió Blas de aquella casa con la frente muy erguida sintiéndose trasfigurado: la larva había roto el capullo, el aguilucho había remontado su vuelo despreciando el maternal apoyo; en una palabra el genio se había revelado a si mismo. La predicción del pobre don Serapio se había realizado en todas sus partes… El chico era poeta. Aquella noche dirigió una oda a su almohadón: rezó sus plegarias nocturnas en versos sáficos y se hizo respetar de ciertos incómodos huéspedes que albergaba su lecho, lanzándoles una verdadera lluvia de epigramas que hicieron morir de risa a la mayor parte. Durmió ocho horas seguidas y al despertar saludó al sol que ya bañaba con sus rayos los cortinas de la alcoba con la improvisación siguiente: ¡Yo te saludo, fehaciente esfera, que a darme vienes el calor ignoto! El fragor de tus luces no me altera puesto que al verlas de entusiasmo broto. Escribió aprisa los mencionados versos y llevólos a un amigo suyo que le indicó con gravedad que debía sustituir la palabra broto del último verso por la de bruto, mucho más expresiva y sobre todo más exacta. El consejo de Arturo Fuentes. que así se llamaba el amigo, le enagenó (sic) por completo las simpatías de Blas, que juró no volver a enseñar composición alguna, para no arrojar margaritas a puercos según exclamó modestamente al trasponer para siempre los umbrales de su casa. Consolóse con el pensamiento de que era hijo de la envidia del juicio, pues Arturo Fuentes acababa de publicar por aquella época un tomo de poesías.


52 El rubio Febo no tardó por su parte mucho en vengarse del atentado poético de que había sido víctima; pues en el mismo día regaló a Blas una insolación de padre y muy señor mío que le hizo guardar cama durante más de ocho días. Mientras sufría la convalecencia hizo Blas un gran sacrificio en pro de su poético arte; dedicóse a leer con heróica constancia el «Polifemo» y «Las Soledades» que cubiertos de venerable polvo yacían en un rincón del desván. Los manes de Góngora debieron tener una gran satisfacción aquel día, pues solo Blas dueñas era capaz de llevar a cabo la empresa jamás realizado por ningún mortal de leer de un tirón sin atrapar un terrible dolor de cabeza las dos obras mencionadas del ingenio cordobés. Se llevaría solmene chasco el que creyese ver en este rasgo una gran afición a la lectura; siempre la tuvo horror por el contario, y después del « Fleury » era aquel el primer libro con que alimentaba su espíritu poético. Después de este hecho no nos puede ser lícito dudar de que la fatalidad existe: Blas Dueñas estaba predestinado indudablemente a ser el último representante del culteranismo. Sin el gran talento de Góngora y sin pizca de instrucción de ningún genero, debía forzosamente nuestro poeta dar a luz los mayores disparates que se hayan oído en la tierra de los Estradas y de los Pascual y Torres. Alguno creerá a juzgar por las citadas muestras de su ingenio poético, que Blas Dueñas era pura y simplemente un loco. No: por más que la lectura del « Polifemo » y «Las soledades» sea de naturaleza capaz de hacer mella en el cerebro mejor organizado, el de Blas sufrió victoriosamente la prueba. Lo más que podía llamársele era lunático, pues resentido con Apolo por la jugarreta que en su lugar hemos


53 referido, dedicóse a lanzar sobre la casta Diana tan prodigiosa cantidad de versos que puestos unos sobre otros acaso llegasen hasta los pies de la diosa noche. Un Océano sin peces, una plaza fuerte sin arsenal, un cura carlista sin un miserable trabuco con que predicar el evangelio a los liberales, todo esto y mucho más es un poeta clásico que carezca del indispensable Rengifo. Blas Dueñas tuvo el suyo que le acompañó a todas partes y que llegó a aprender de memoria. He ahí un libro que todo gobierno amante del arte debía prohibir con rigor esquisito (sic): muchas composiciones poéticas de que hemos sido victimas los españoles, no se hubieran consumado sin la funesta complicidad de «La selva de consonantes de Juan Díaz de Rengifo» III La vida de nuestro héroe seguía su apacible curso. En la región ideal en que se mecía, los hombres y las cosas no tenían más valor a sus ojos que el ser buenos o malos consonantes. Napoleón era para él un grande hombre por la sola circunstancia de prestarse su nombre tan dócilmente a suministrar la conclusión de un cuarteto rebelde. En cambio Metternich era para él una nulidad completa, ¿de qué podía servir un hombre que no daba pie ni para una miserable aleluya con las letras de su apellido? Por aquel tiempo dio un paso más en la senda de la ilustración leyendo « El Bértolo » y «Los Doce Pares de Francia.» Unos de esos mil periódicos de provincia, infusorios del mundo de la prensa, que nacen y mueren sin que nadie más que los redactores y cajistas lleguen a sospechar su


54 existencia, se encargó por entonces de producir en Blas Dueñas una de las emociones más fuertes de su vida de poeta: la de ver por primera vez su nombre estampado al pie de una composición de su cosecha. Era esta la oda número dos mil trescientos veinte de sus odas a la luna y el periódico en que apareció se llamaba «El Cornetín de pistón» dedicado especialmente, como lo indica su título, a tratar las graves cuestiones, que ofrece dicho instrumento musical. Fue admitido sin oposición la citada oda, pero obligando a su autor a someterse a estas dos condiciones: lo de que su parte literaria solo tuviera doce versos, por lo reducido del periódico en que veía la luz y sobre todo la de que en él se celebrarían dignamente la excelencias del cornetín. Cumplioló con ambas religiosamente nuestro héroe, que tuvo el séptimo ataque de escarlatina a consecuencia de la vivísima conmoción que experimentó al ver en letras de molde, la dos mil ciento veinte de sus odas a la luna, que a continuación reproducimos: ODA A LA LUNA

Astro de las montañas, que sonoro Te derrumbas en piélago azul… Tú ves de noche un insondable lloro …Y ves correr mis lágrimas de tull. En giro incandescente va Favonio Aromas compilando por doquier… Y en mis noches púdicas de insónio Palpito de la fuente al rosieler Mi inspiración fallece, ¡oh casta Diana! Y no se ve ya en su hórrido confín… Y por no cansar más ¡oh, mi tirana!


55 Dejo la lira y tomo el cornetín. Apenas enjugada la última lágrima que produjo su lectura con el padre de Blas, sintióse un fuerte campanillazo que hizo brincar de su asiento a la robusta Maritornes, que al calor del fogón hacía un viage (sic) gastronómico alrededor de un barreño lleno hasta la boca de las clásicas alubias vallisoletanas. Dejóse oír un segundo y más fuerte campanillazo y solo entonces se decidió a interrumpir su faena la muchacha y a abrirle la puerta al importuno, el cual debía tener mucha prisa, pues le atropelló sin cuidarse de sus reclamaciones y penetró en la estancia de don Leandro gritando como un energúmeno. –¿Dónde está ese indecente? –Aquí no hay otro indecente que V., señor mío, respondió con una gran dignidad nuestro don Leandro. El desconocido se detuvo un momento como desconcertado y ambos contendientes aprovecharon este momento para examinarse mutuamente. El recién llegado era un militar retirado en toda la pureza del tipo. Difícil era no reconocer en él a primera vista el influjo que su antigua profesión había ejercido en todo su ser: su bigote en forma de cepillo, su cabeza rasa como una bala de cañón, y sus manos marciales sobre todo, denunciaban a una al terrible ex Marte mal disfrazado bajo el traje semi–civil que revestía. –¿No es Blas Dueñas, a quien tengo el honor de saludar? dijo por fin el veterano, tratando en balde de suavizar su rudo acento. –No, señor; pero tengo la honra de ser su padre y quisiera saber si a él iba encaminado el epíteto de indecente, que pronunció V. hace un momento.


56 –Precisamente a vuestro hijo, no; pero si al autor de una poesía, que ha aparecido hoy en las columna de «El Cornetín de pistón.» –Mi Blas es, para gloria suya y mía, la persona a quien V. alude – La reprobación de un zafio como V. solo puede contribuir a aquilatar cada vez más el mérito de mi hijo. – Caballero, concluyó en tono agrio, no tengo el honor de conocer a V. y… –Me llamo Romulado Linares y pertenecí como capitán, a la sexta compañía de lijeros (sic) del batallón… –Acabemos, señor mío. –Pues bien; mis compañeros me llamaban Cureña, porque tengo toda la resistencia de dicha pieza. Esta mañana, sin embargo, se agotó mi paciencia. Tuve la debilidad de leer a mi hija los versos de «El Cornetín» y mi Susana se ruborizó muchísimo al oír este pasaje, que salió de las profundidades de su bolsillo: «Y en mis noches púdicas de insónio palpito de la fuente el roselier» –¿Qué quiere decir esto? añadió con indignación –Mi hija me exigió que viniera a pedir una satisfacción al autor y a que me explique de una manera categórica a que clase de fuente hace alusión ese caballerito. Con él solamente quiero entenderme. ¿Dónde está?, voto a… –No levante V. el gallo, o nos oirán los sordos. V. quiere por lo visto ser el verdugo de mi pobre Blas. Yo sé que él es casto como un angelito y que su intención debió ser honesta en grado sumo. –¿Pero dónde está, ¡centellas de Lucifer¡ ¿Dónde está ese tunante? Quiero conocer a esa perla poética y si acaso pulirla un poco con estas manos pecadoras.


57 Y mostró unos puños de Hércules tebano: –Concluyamos de una vez. Mi hijo está enfermo y pueden hacerle mucho daño los gritos de V. conténgase por piedad y… salga V. de esta casa. –¡Hola! ¿Con que está malo la criatura? Ganas me vienen de irle a ofrecer la esencia de un pañuelo, que es un gran específico para estos casos… –Aprecio el favor en lo que vale, pero tengo en mi casa todas las aguas conocidas y… –Pero lo que yo pongo en mi pañuelo para confortarme en las grandes ocasiones, es… pólvora. Y apenas dicho esto, salió de la estancia marcando el paso, dejando desmayado a don Leandro cuya energía moral agotó la última explosión del veterano. Para colmo de males, don Romualdo Linares, único suscritor de «El Cornetín de pistón», después de una escena borrascosa que provocó en la redacción, declaró que desde aquel instante pedía ser borrado de la lista de suscriptores. Cesó por lo tanto la publicación y con tal motivo reclamó el propietario una fuerte indemnización, que el bueno de don Leandro Dueñas, pagó sin murmurar. IV Los botones de las flores comenzaban a entreabrirse al recibir los primeros besos del sol de abril, el almendro ostentaba con orgullo sus tempranas guirnaldas; el mirlo y el zorzal alegraban con sus cantos la espesura, y la Naturaleza entera, como la esposa de los cantares, se adornaba con sus galas de fiesta para acoger dignamente al deseado esposo, el poético mes de las flores y de las auras. El cervatillo ensayaba vencer en ligereza a la embalsamada brisa de primavera; el ruiseñor saludaba a la


58 noche, su poética amante, con sus primeras melodías, y el monótono rumor de la fuente era el ritmo de las notas perdidas que se escuchan en la soledad, sensibles al corazón, sino al oído de los que saben comprender la pasión del silencio. La gota de rocío y la violeta celebraban sus nupcias en el misterio; la onda transparente palpitaba al rayo de luna; veíase circular la savia en torno del envejecido tronco rejuveneciéndolo con su dulce calor y los silfos plegaban sus alas para poder penetrar en la flor de loto, que crece en los pantanos como para indicar que el cieno y la pureza se tocan, pero no se confunden. Pero observo con espanto que las líneas que anteceden parecen arrancadas de la cartera de un héroe y así diré a mis lectores que todo eso quiere decir en buena prosa, que había venido la primavera, que la alfalfa prosperaba visiblemente en los tristes campos de Valladolid y que había llegado la hora de pagar el segundo trimestre de contribución con lo cual habrán formado VV. una idea menos poética pero más exacta del tiempo en que sucedían los hechos que vamos a narrar. Después de maduras y prolongadas meditaciones, don Leandro había creído necesario ocultar a su hijo la reyerta ocurrida con el ex capitán de la sexta compañía de lijeros (sic) por no amargar su convalecencia pues a principios del mes de abril ya se hallaba nuestro Blas Dueñas en disposición de salir a la calle. Encerrad a un canario en la máquina pneumática y perecerá por falta de aire con que alimentar sus pulmones; privad a un poeta de auditorio para sus elucubraciones y la inspiración morirá comprimida como el pájaro sin aire. Blas conocía la profunda verdad de este pensamiento: escarmentado con el recuerdo de Arturo Fuentes, se decidió


59 a leer sus dos mil trescientas veinte odas a Tiburcia, que así se llamaba la criada del poeta. «Solo las mujeres, se dijo a sí mismo una bella mañana, son capaces de comprender y de amar la poesía» Todo fue bien los ocho primeros días, pero al noveno, declaró la Tiburcia que ella era una chica honrada por más que tenía un novio sargento de caballería y que no quería oír más tiempo aquello de: «Ven a mis brazos pastora» y otras porquerías por el estilo. El vate se retiró a su cuarto a componer una égloga sobre el inocente candor de las criadas en general y de las novias de los sargentos de caballería en particular. Encontrábase en al mitad de su sexagésima estrofa, cuando de los puntos de su pluma brotó un maldito verso para el que no encontró consonante en los tres reinos de la Naturaleza a que sucesivamente pasó revista Acudió al Rengifo como a su última esperanza, pero la palabra era moderna y no se encontraba en la colección. El oráculo había enmudecido; la desesperación de Blas no conoció límites; su fe en el Rengifo se debilitó notablemente y sufrió lo que sufriría un Brahman que encontrase un absurdo evidente en los libros sagrados de la India. Posó el libro casi irrespetuosamente sobre una silla y se dirigió al balcón a ver si la luna perfumada le llevaba envuelto entre sus alas el ansiado consonante. De pronto las últimas palabras de la criada vinieron a su memoria y cambiaron el curso de sus pensamientos. «¿Qué es el amor? se preguntó con desaliento. Yo he amado a muchas Galateas y Amarilis pero no me he enamorado jamás de una mujer de carne y hueso quisiera saber por la


60 práctica si hay alguna verdad en mi teoría de que el amor es un beso cambiado entre dos suspiros que se encuentran.» Permaneció algunos instantes abstraído y después continuó su monólogo o mejor dicho su diálogo con los hierros del balcón, pues Blas Dueñas tenía la costumbre de expresar en alta voz sus más íntimos pensamientos, «Petrarca fue un gran poeta, según tengo oído e iba a beber la inspiración en los trémulos labios de una tal Laura. «¿Por qué yo, Blas Dueñas, no he de tener también una Laura en cuyas rodillas descanse mi cabeza cargada de pensamientos? Desde aquí estoy mirando dos palomas que se arrullan en el tejado vecino. Yo sé que haría un palomo muy decente… pero ¿dónde está la paloma de mis sueños?» A este punto llegaba de su monólogo cuando un rumor de pasos se dejó oír en la desierta calle; el poeta volvió maquinalmente la cabeza y vio algo que le hizo agarrarse a los hierros del balcón, sofocando a duras penas un grito de estética admiración. Este algo era una joven hermosa como los primeros sueños de un adolescente que se destacaba en el fondo de la calle luminosa como una de esas creaciones de Murillo, que despiertan en el corazón del hombre como un vago recuerdo del cielo, su patria primitiva. La joven se adelantaba con loa gracia de una ondina, que juega con un rizado copo de espuma y entonces Blas pudo abarcar con la mirada la detalles de aquella ideal aparición. Parecíase a las imágenes de la Virgen de los primeros pintores cristianos en que a vueltas de la incorrección de la figura se descubre una expresión de celeste pureza, producto más bien que del arte del sentimiento del artista, para el cual María era la madre de Dios y no la hermosa virgen de los valles de Nazareth.


61 La mirada no se detenía en analizar la tez nacarada de la joven, ni sus ojos azules como el cielo de la Grecia, ni el arco de coral que forman sus labios al abrirse dejando ver como límpidas gotas de rocío en la flor del granado posadas, dos hileras de dientes admirables. No se paraba tampoco en sus cabellos que descendían sobre sus espalda como en flotante cascada de oro, ni en sus formas de estatua antigua, graciosas como una tentación y puras como una plegaria, ni por último en su pie breve como la primera ilusión de amor que asomaba travieso por entre los pliegues de su flotante traje blanco con cintas azules. Al verla se sentía una admiración parecida al culto, pero plácida como una noche serena del Mediodía, mas si la joven detenía sus ojos en el imprudente que la contemplaba de cerca, el culto convertíase en adoración ciega; la noche serena en tropical borrasca. Esto fue cabalmente la desgracia que acaeció a Blas Dueñas; la joven le miró con curiosidad manifiesta y una leve sonrisa de burla plegó sus labios de carmín. Menos inofensiva fue la mirada que le lanzó su acompañante, un viejo de mostachos grises que tosió de una manera amenazadora al propio tiempo. El hombre observó la maniobra y varias veces trató de detenerse y aguardar en actitud hostil la aproximación de Blas; pero una dulce presión del brazo de su compañero le forzaba a seguir refunfuñando su camino. Detuviéronse ambos por fin a la puerta de un caserón, que al comedio de la calle de la Torrecilla existía: el viejo dejó pasar a su compañera y enseguida giró sobre sus talones aguardando a Blas en la actitud de un mastín, que se propone dar una fuerte lección a un importuno gozquecillo. Pocos segundos después tropezó el poeta con nuestro hombre, que aguantó el choque firme como una columna de


62 granito y que esclamó (sic) agarrando a Blas por un brazo con una mano parecida a una tenaza. –¿Se llama V. Blas Dueñas, no es verdad? –Ese es mi nombre, respondió sorprendido el joven. –Ya sé de que viene V. a hablarme de cierto asunto , el cual evacuaremos allá arriba sin hacer ruido para que no vengan a estorbarnos mi hija Susana, que es la joven que acabo de conducir hace un momento. Tres alegrías simultáneas inundaron al oír esto el corazón de Blas: la de saber que aquel ogro era el padre de su adorada, que esta se llamaba Susana, nombre que tanto se presta al consonante y por último que por una complacencia inaudita del azar había el padre adivinado sus honestas miras con respecto a la hija y trataba de conferenciar con él sobre el asunto. Si hubiera sido romántico nuestro poeta se hubiera alejado de una aventura que de tan prosaico modo se iniciaba; pero nuestro Blas era clásico hasta la médula de los huesos y así aceptó con gozoso apresuramiento la invitación del anciano. Atravesaron un gran número de habitaciones hasta que llegaron a una espaciosa sala donde apenas penetraban los rayos del sol. Así que se acostumbraron los ojos de Blas a la semi– oscuridad que allí reinaba notó, no sin cierto terror, el extraño aspecto de la habitación a que fuera conducido. Desde el tomawah del salvaje de Canadá, hasta el microscópico rewolver (sic) del elegante de los bulevares de París todas las armas del Globo se hallaban allí hacinadas en espantosa confusión. A la escasa luz del recinto, veíanse brillar en la penumbra el acero de las armaduras y allá en los últimos límites del aposento, envueltas en la sombra simulaban perfiles de fantásticos guerreros donde añadían cierto tinte


63 siniestro a aquel cuadro amenazador ya en grado sumo por si solo. –Supongo, señor de Dueñas, principió el desconocido con tono colérico viendo que el joven había quedado inmóvil de sorpresa y de temor, que vendrá V. a darme la satisfacción que… –Sí señor, interrumpió calurosamente el joven, vengo a daros la satisfacción de deciros que tenéis una hija muy guapa. Muy guapa, repitió animándose cada vez más: ni Cleopatra, ni Venus, ni la misma Safo en fin, habrán podido competir jamás en hermosura con vuestra hija. Yo… –¡Voto a las pezuñas de todos los diablos juntos! mugió más bien que dijo el anciano. Esto ya pasa de castaño oscuro. No ha habido hombre en el mundo que se haya atrevido a llamar Sapo a mi hija en mis propias barbas. –He dicho Safo, caballero. Safo fue según mis noticias una reina del Oriente muy célebre por su belleza y no veo en la comparación nada que pueda ofender a vuestra hija. Yo… Yo. – Yo… Yo… remedó el viejo haciendo un horrible gesto que pretendía pasar plaza de sonrisa. Yo soy un animal, si era eso lo que iba V. a decir puede pasar a otra cosa porque eso lo tengo yo olvidado de puro sabio. El joven pareció tomar aliento y de pronto. –Caballero, dijo con precipitación, yo amo a vuestra hija con vértigos, con palpitaciones, con…. Detúvose aquí su voz paralizada por el terror: el viejo le alargaba un sable con una mano mientras con la otra probaba el temple de la hoja del suyo. –¿Qué significa esto? barbotó el pobre muchacho. –Esto significa que Romualdo Linares, alias Cureña, no se anda con chanzas nunca ni las tolera de nadie. Vive, en guardia o le traspaso a V. como una cogujada.


64 –Esto es una emboscada traidora que me prueba que tenía yo razón al dar entera fe de las historias de jigantes (sic), celosos guardadores de encantadas y hermosísimas doncellas. –Que me emplumen si no es V. un loco o un estúpido. Aquí no vienen al caso cuentos de chiquillos que esta es ocasión de estocados y no de necias consejas de lugar. Dudando estoy, voto a Belcebú, de si no se habría V. excedido esta mañana en el almuerzo y estará borracho como una cuba en este momento. –¡Error grosero! ¡Aberración inicua! Yo solo gusto del agua de las fuentes do moran las náyades tranquilas y no del licor de Baco donde se albergan los espíritus de la locura disfrazaos de pastosos y fétidos mosquitos. –No vuelva V. a mentar la palabra fuente o… A propósito de náyades, ¿sabe V. si en el árnica hay algunas? –Tengo entendido que no, pero no adivino… –Pues quiero con eso darle a entender a V., que el árnica va a serle muy necesaria para curar las contusiones que va a producir en todo su cuerpo la empuñadura de mi sable, si V. sigue negándose a batirse conmigo. –¡Maldición sobre mi si a cruzar el acero me atreviese con el padre de mi amada! –Entonces quiero decir, murmuró el veterano, mascando con rabia sus bigotes, que me veré obligado, por mucha repugnancia que me cueste, a administraros pura y simplemente una paliza que me río yo de todas las que he propinando cuando era sargento primera de mi compañía. –Matadme si ese es vuestro placer, suspiró Blas cayendo de rodillas. En los cardenales de mi cuerpo leeré la triste historia de mi malogrado amor. –Reflexiónelo V. bien porque van a ser tanto que por aprisa que V. lea aun van a quedarle cardenales que rascar y


65 que leer al llegar al término de su existencia por dilatada que sea. Gruesas gotas de sudor surcaron la incolora frente de Blas al oir tan poco tranquilizado exordio. –Pero caballero, balbuceó en un postrer esfuerzo de energía, aun no habéis dicho la causa de vuestro enojo que creo no haber merecido en manera alguna. –Eso se lo diré a V. más tarde ya que afecta ignorarlo, respondió lacónicamente Cureña. Y con la impasibilidad de un centinela ruso comenzó a descargar terribles cintarazos en el abdomen prominente del poeta el cual los recibió todos religiosamente sin esquivar ni un solo golpe pues todos sus movimientos había paralizado el loco terror de que se hallaba poseído. Pero para el veterano que no sobresalía por la penetración fue este hecho considerado como una gran muestra de valor, pensamiento que calmó por completo su furiosa ira. Arrojó el sable como avergonzado de su arrebato y levantando al poeta le dijo de una manera brusca pero cordial. –Vamos arriba amiguito ¿sabe V. que tiene la firmeza de una roca y que parece V. tener tantos derechos como yo al honroso sobrenombre de Cureña? Y viendo que no obtenía respuesta continuó alargando su diestra que estrechó maquinalmente Blas entre las suyas: –¡Voto al chápiro! pelillos a la mar, esto solo ha sido una nube de verano. Sin embargo si V. se ha enfadado, Romualdo Linares, alias Cureñas, está dispuesto a romper lanzas nuevamente. (Signo negativo elocuentísimo de parte de Blas). –Y ahora que me ha pasado el primer hervor reconozco que la cosa en realidad no vale la pena. Verdad es que mi Susana se puso colorada al leerla yo cierto pasaje de su oda


66 de V. a la luna. Como yo soy así como Dios me ha hecho no necesité más para salir disparado como un cohete a pedir una satisfacción al autor de dicha obra. V. estaba enfermo según me dijo su señor padre, hoy estaba usted sano y sano aunque un poco molido le ha dejado. Por consiguiente el honor está satisfecho, voto a las barbas del padre eterno. Hablemos de otra cosa. Recuerdo confusamente que V. me ha hablado de mi hija con elogio y hasta creo haber entendido que V. la ama como merece. ¿Me equivoco acaso señor de Dueñas? (Nuevo signo afirmativo esta vez del aludido). –Me alegro canastos, me alegro muchísimo de que la Providencia me proporcione así la mejor de las venganzas, la de hacerle a V. feliz. Mi hija no es pobre, gracias a los bienes que heredará de su madre mi buena y llorada Estefanía. (El bigote del veterano tembló de emoción al evocar este recuerdo). V. según tengo entendido, tiene también alguna cosa por su casa. La boda es, pues, igual por ambas parte. Sí, señor, se de muy buena tienta que V. no es ningún pelele como verbigracia Arturo Fuentes que no tiene sobre que caerse muerto y a quien eché con cajas destempladas de mi casa porque un día se atrevió a decirme en este mismo sitio que el cornetín de pistón era… ¿cómo dijo? ¡ah!... ¡sí!... que el cornetín de pistón era un instrumento muy… muy grande y elocuente. Yo apreciaba mucho a Arturo pero al oír esta blasfemia le puse en la puerta de la calle sin querer oír sus escusas (sic) y mentiras. Lo de locuente no sé lo que significa pero lo de grande es una calumnia manifiesta aplicada al cornetín de pistón. Yo he tocado ocho años ese instrumento como primer cornetín de la banda del regimiento y jamás me ha parecido grande. Además Arturo Fuentes tiene el defecto gravísimo a mis ojos de ser poeta que es lo mismo que decir holgazán


67 incurable y de por vida. V. está en distinto caso, aprecia el cornetín en lo que vale como lo prueba la conclusión de aquellos versos que he leído después que me pasó el arrebato que me causaron los del principio. Pero si no amo a los holgazanes me gustan mucho menos los cobardes. Yo quiero creer que a pesar de la escena pasada es V. digno por su valor de ser el yerno de Romualdo Linares alias Cureña de la primera compañía de ligeros del batallón... –Yo soy un tigre de Hircania, respondió por fin el poeta haciendo de tripas corazón. Si no respetase en vos al padre de Susana ya os hubiera comido el corazón con todas las vísceras adyacentes. Y por una súbita transición temiendo irritar al veterano con sus bravatas añadió mansamente: –Pero no vaya V. a creer por eso que yo soy un perdona–vidas. Yo jamás pego a nadie... a no ser... vamos... así en confianza... Detúvose atascado y temeroso. –¡Bravo! ¡Muerte de Cristo! Esa modestia le enaltece más a mis ojos que todos los discursos del mundo. Ahora solo falta para ponernos de acuerdo que V. se comprometa solemnemente a cumplir la última parte de su poesía. –¿Como? interrogó el poeta con un presentimiento vago de la catástrofe que le amenazaba. –Ha de renunciar V. por completo a la manía de hacer garabatos en el papel y en cambio me distraerá V. tocando el cornetín todas las tardes. Si V. no lo sabe todavía, yo me encargo de aprendérselo. Blas Dueñas contó después a sus amigos que en el minuto que tardó en responder a la proposición del veterano, pasó por su cabeza tal torbellino de pensamientos que creyó que le iba a estallar el cráneo en mil pedazos.


68 Él, poeta por instinto y por educación, tendría que renunciar para siempre al divino arte de Virgilio y de Calderón; la polilla destruiría las páginas inmortales que había escrito; la inspiración comprimida sería para él un tormento de todos los días y todos los instantes; abandonaría las octavas por los sostenidos, las quintillas por las corcheas; la cítara, en una palabra, por el cornetín de pistón. Las nuevas musas pasaron ante sus ojos en fantástica ronda envueltas en vaporosos velos y ofreciendole con la mirada y la sonrisa tesoros de amor y de ventura como jamás ha gozado ni en sueños ningún mortal. Blas extendió sus brazos para asir aquellos contornos impalpables: de pronto otra visión cien veces más seductora sustituyó a la primera. La visión tenía los cabellos de oro y los brazos alabastrinos de Susana y le miraba sonriendo. El poeta continuó con el brazo extendido pero fue para jurar en la siguiente forma el cumplir lo que el implacable veterano le exigía. –Juro por la laguna Estigia abandonar el trato ilícito que he tenido con las musas hasta ahora, y dedicarme desde hoy a ser un buen yerno, un buen esposo y más que nada un buen tocador de cornetín. –Perfectamente jurado. Ahora ¡voto a barrabás! Vamos a lo más importante. Yo quiero que mi hija ignore que es V. el marido que la destino; a V. le corresponde hacerse querer de ella, porque mi hija no ama a nadie y le amará a V. de fijo si sabe conducirse como hombre digno de aspirar a su mano. La voluntad de mi hija es ley, y ley sagrada para mí; si V. no logra ser correspondido, es lo mismo que si no hubiera dicho nada. Voy a presentarlo a V. y como en estos casos, siempre estorba un tercero, me marcharé enseguida a jugar en el café de «El Norte» mi acostumbrada partida de dominó.


69 Yo tengo en V. completa confianza en todo caso, si fuera V. capaz de abusar de la que le otorgo, todo se reduciría a volver a empezar más seriamente la obra de no dejarle a V. hueso sano en todo el cuerpo. Con que, ¡andando! Concluyó empujando al absorto Blas que se dejó guiar maquinalmente hasta el cuarto de Susana, donde esta se entretenía en bordar con su doncella unos pañuelos destinados para el día del santo de su padre. –Susana, dijo este cogiendo de la mano al atortolado joven; aquí tienes al autor de los versos a la Luna, de los cuales te habrás olvidado probablemente. Es un joven de muy buenas prendas, aunque algo corto de genio, voto a... Una mirada de su hija advirtió a Cureña su distracción y salió por temor de incurrir en otras nuevas, dejando solos a los demás personajes de esta escena. Susana indicó con un gesto al poeta, que tomase asiento y continuó con la vista baja su bordado, temiendo reírse si tropezaba con los espantados ojos de Blas, el cual se dejó caer sobre una silla enjugando los chorros de sudor que corrían de su estrecha frente. En cambio la doncella que no carecía de cierta hermosura picaresca gozaba con la malicia peculiar a todas las hijas de Eva en general y de las doncellas... de labor en particular, viendo la acongojada figura de nuestro héroe que hacía esfuerzos inauditos por encontrar una palabra con que entrar en materia. La péndola dejó oír su monótono tic tac durante 15 minutos que parecieron 15 siglos al desventurado. Por fin salieron de su seca garganta estas palabras que más bien se asemejaban a un gruñido: –Señorita, observo que borda V. como una alondra. La joven respondió a tan extraña galantería con un ligero movimiento de cabeza, pero su doncella dejó oír la


70 más sonora carcajada que haya jamás salido de unos lindos labios. –¡Rosa! Reprendió la joven más bien que con la voz con la mirada. –Dejadla señorita. Esa joven no tiene obligación de saber que son las alondras “las que bordan los campos de verdura” como dice cierto ex–poeta que yo conozco. Y suspiró melancólicamente al concluir la única frase que pronunció en la primera entrevista con el dulce objeto de sus ansias. El resultado era fácil de preveer: aquella misma noche quebrantando su clásico juramento se desquitó Blas Dueñas del silencio de la tarde, dedicando verdaderas montañas de versos a la señora de sus pensamientos. En casa del veterano no trajo más consecuencias la visita del joven que el siguiente diálogo habido entre ama y criada al tiempo de recogerse. –Pero, señorita, ¿se ha fijado V. en la cara de estornino que tenía el caballero hoy presentado por vuestro padre? ¡Qué diferencia, por ejemplo, con Arturo Fuentes! –¡Aduladora! –Vamos señorita, ya sé que V. no se enfada con que la diga eso. –Pero me enfadaré si sigues hablándome de Arturo. Es un monstruo, Rosa, un monstruo de ligereza y perfidia. Hace ya tres días que no me escribe!! V ¡Astro de la noche, casta hermana de Apolo, nacarada Luna de las noches de estío, tú sola guardas el secreto de lo que pasó en el corazón de Blas durante el largo período en


71 que fuiste callada confidente de sus pesares amorosos! Si a veces te ocultaba entre sus pliegues vaporosa nube, bien sabía el poeta que era para esconderle las lágrimas que sus tristes cuitas te arrancaban ¡oh piadosa consoladora de los poetas, de los desgraciados y de los perros en ayunas! No entra en nuestros planes el enumerar el largo catálogo de alfilerazos así físicos como morales que sufrió el poeta; bástanos a nuestro propósito consignar que en el curso de sus visitas a la casa de la calle de la Torrecilla, no hubo un solo día que no llevase en la piel la huella de un alfiler colocado con refinado arte por la traviesa mano de Rosa, y en el alma la cicatriz de una nueva herida abierta por la indiferencia, que la hermosa Susana, cruel en su ignorancia, desplegaba en todos sus actos. Por otra parte, las lecciones musicales del veterano no le indemnizaban de sus dolores, antes bien los agravaban considerablemente. Blas Dueñas no lograba adelantar un paso en el manejo del instrumento de tan gratos recuerdos para su maestro: sus labios gruesos y sin color no se prestaban a lo que en términos del arte se llama embocadura. A cada nueva pifia del joven correspondía invariablemente una nueva corrección de Cureña que le trataba exactamente como a un recluta torpe, en los buenos tiempos de la disciplina del ejercito. ¡Ay! El implacable destino se cebaba de una manera horrible en nuestro amigo. Mientras las lágrimas dejaban profundos surcos en su semblante enflaquecido por el dolor, mientras sus escasos cabellos se balanceaban sobre su cabeza, agitados por el viento del infortunio, su vientre se pronunciaba cada vez más, hasta el punto de mirarlo con envida más de un matemático que veía realizar a Blas inconscientemente el problema arduo por excelencia de la cuadratura del círculo.


72 Blas atribuía este hecho a una amarga burla de la Providencia: nosotros hubiéramos hecho lo mismo, sin el gran dato fisiológico que encierra este cantar de Manuel del Palacio que abre a las ciencias naturales nuevos y vastísimos horizontes: “Te burlas porque estoy gordo y es que no sabes la causa, tanto he llorado hacia dentro que me han hinchado las lágrimas.” Sea como quiera, la verdad es que bajo aquella redundante corteza corporal, el alma del poeta debía estar delgada como un hilo si es que la Naturaleza seguía con Dueñas la eterna ley de las compensaciones. Hasta el día 10 de julio, en sus entrevistas con Susana no había hecho otra cosa Blas Dueñas que escupir muchísimo por desahogar sin duda la hiel de su corazón, cosa que debía inspirar muy poco interés a Susana pues bostezaba de lo lindo cuando se encontraba al lado del poeta. Pero ese día había decidido Blas que sería irrevocablemente el último de su prolongado mutismo. El veterano había salido a continuar en el café de «El Norte» sus acostumbradas partidas de dominó: la doncella, a ver a su primo el décimo noveno en la larga serie de los primos que le habían salido a Rosa desde que estaba al servicio de Susana. Esta se hallaba, pues, sola cuando recibió la visita de nuestro héroe. A fuerza de pensar la joven en la causa que habría movido al veterano a presentarle aquel singular individuo, había concluido por creer que había sido con el único objeto de distraerla, como lo hubiera hecho un tití o un guacamayo.


73 No se ruborizó por lo tanto lo más mínimo al encontrarse sola en presencia de Blas; este fue por el contrario quien se puso colorado como una guinda al saludarla con voz cavernosa, que revelaba a las claras la tempestad que se iba formando en el alma del poeta. Alzó Blas dos o tres veces los ojos sobre Susana a fin de inspirarse en su hermosura, pero otros tantos los volvió a bajar desconcertado. Y no ciertamente porque en aquella ocasión la joven le pareciese a Blas menos bella que otras veces: el hondo suspiro que se escapó de su comprimido pecho expresaba por el contrario que su timidez nacía de una causa completamente opuesta. El sencillo peinador blanco de la joven hacía efectivamente resaltar sus gracias de un modo admirable difiriendo en esto Susana de esas bellezas artificiales que solo pueden ostentarse a la luz del gas ayudadas de todos los accesorios inventados por la ciencia moderna del tocador. Después de algunos momentos de silencio, Blas tomó una resolución heroica y clavando sus ojos en un inofensivo plumero que en un ángulo de la habitación yacía, lanzó al viento el mundo de pensamientos que germinaban en su cerebro hacía tanto tiempo. –Señorita, dijo con voz apagada, he ahí un plumero bello como la aurora o como la sonrisa del ángel de los últimos consuelos. Yo no sé, continuó siempre con los ojos bajos, que misterioso encanto posees ¡oh alma mía! Que no solo tú eres bella como el canto de una cebra en el desierto sino que también sabes comunicar a cuantos objetos te circundan, no sé que mágico reflejo de hermosura: los átomos que vagan en el aire, toman, heridos por tu mirada la apariencia de partículas de oro, flotando en un mar... en un mar... de éter titánico e insípido. Las vibraciones de tu voz


74 opaca, cual un rumor de música lejana: tu boca de tórtola salvaje, nido de miel y de azúcar y de dulcísima jalea: tus ojos esbeltos cual la africana palma que se balancea a impulsos de la brisa, todos esos encantos que sola tú reúnes hacen que te proclame el plumero, digo, la mujer más preciosa y más divina de la tierra. Mi honesta pasión abrasaba mi pecho; para colmo de infortunios me veía preñado, pero completamente preñado de las más terribles dudas. Tú sola puedes disiparlas con una palabra y si es mucho pedir una palabra de tu boca, me contentaré con un suspiro, con menos que un suspiro con un simple... No le dejó acabar un formidable eructo. Alzó entonces Blas los ojos en los que se pintaba un marcado descontento; aquella forma de respuesta parecíale además de enigmática un sí es no es indecorosa. El aguador de la casa era el personaje que había juzgado conveniente anunciar su entrada de aquel modo primitivo que si no olía a tomillo, en cambio trascendía a ajos a una legua de distancia. –Usted perdone, señorito, dijo el buen hombre al poeta, pero no viendo a nadie en la casa después de haber abierto la puerta con la llave que me ha dado don Romualdo, venía a ver si había en la sala alguno que me dijeses si mañana he de traer una o dos cubas de agua. ¿Cuántas cubas traigo, señorito? Y viendo que no obtenía respuesta salió medio asustado del aspecto que presentaba Blas Dueñas en aquel momento. El joven se irritó mucho, efectivamente, al notar la desaparición de Susana que se había escabullido silenciosamente a la mitad de su peregrino discurso creyéndole loco de remate. Y en verdad que no estuvo de serlo muy distante a fuerza de meditar sobre las causas de tan misteriosa fuga.


75 Salió a la calle cabizbajo y ceñudo: de pronto se enderezó como movido por un resorte y una sonrisa de bienaventurado sustituyó en su semblante al ya borrado ceño. –No hay duda, se dijo con el aire de convicción del que descubre la única solución posible de un intrincado problema, el móvil de Susana en esta ocasión no ha sido otro que el miedo. Temería acaso, añadió malignamente, sufrir de mi parte un ataque parecido al que recibió su tocaya, de aquellos dos viejos israelitas, de cuyas maldades habló tan elocuentemente el Padre Puig en el sermón de ayer. Estaba ya en el umbral de su casa cuando acababa de encontrar esa ingeniosa explicación; la honrada Tiburcia que le abrió la puerta entrególe al propio tiempo una carta que había traído durante su ausencia un mozo del café de «El Norte». Cogióla casi maquinalmente y la fue leyendo a medida que ascendía las escaleras. Su lectura le produjo una vivísima impresión puesto que vaciló dos veces su pie al posarse en los escalones y fue rodando hasta el último con grave detrimento de su espina dorsal. La carta se escapó de sus manos y nosotros aprovechamos la ocasión para leerla en nuestro turno. «Querido discípulo, decía, hoy he tenido en el café una explicación con Arturo Fuentes. Grandilocuente quiere decir precisamente lo contrario de lo que yo imaginaba: el cornetín de pistón ha quedado limpio de la mancha que sobre él había caído. Arturo me pidió la mano de mi hija y accedí a su demanda por varias razones. La primera es de que V no muestra aptitud ninguna para el uso de mi instrumento favorito; la segunda, que a Susana le es Arturo tan simpático como antipático le es V., y la tercera que Arturo marcha a Madrid con un buen destino y me ha jurado


76 no volver a coger la pluma sin mi permiso. Así pues; rompan filas!!! – Romualdo Linares.– Post Scriptum– Envío el cornetín por el portador de la presente.» El poeta subió a su cuarto pasándose la mano por la frente para desechar de sí lo que llegó a creer una horrible pesadilla, mas lo primero con que tropezaron sus ojos fue con el regalo del veterano, el famoso cornetín de pistón, que Tiburcia había colocado sobre su mesa de noche. –¡Si todo esto no será más que una broma! dijo asiéndose a esta remota y ultima esperanza como un náufrago que se agarra a una tabla, a menos que a una tabla, a una planta marina por flotar un momento más sobre el abismo que se abre a sus pies. En tres minutos se plantó en la casa de la calle de Torrecilla a cuya puerta llamó tímidamente, tan tímidamente que mas que los golpes de la aldaba resonaron los latidos de su angustiado corazón. El veterano en persona abrió la puerta y un gesto inequívoco de disgusto contrajo su semblante al percibir a su ex–discípulo. –Señor de Linares, dijo este con voz alterada, vuestra conducta conmigo, o es una broma de mal género o es una miserable villanía. ¿qué razón ni que derecho podéis presentar en descargo de vuestro proceder? Ninguno. ¿No os he respetado y complacido en todo lo que de mi habéis querido exigir? ¿No he cumplido estrictamente con el contrato firmado por ambos? –Pues velay, respondió vallisoletanamente Cureña dándole con la puerta en las narices. Regresó a su habitación el poeta y asomóse al balcón para que el aire fresco templara con sus emanaciones el ardor de su sangre y apenas se había asomado, cuando por una indiscreta juntura de las cortinillas de la ventana de


77 enfrente, vio a un bello joven que besaba amorosamente una mano abandonada por su propietaria, joven y bella como él. –¡Indecentes! Gruño el poeta cerrando bruscamente las maderas de su ventana. Buscó desesperado por todos los rincones una pistola, una navaja de afeitar, un veneno, cualquier cosa, en fin, con que poner término a una vida de tantas amarguras. Solo encontró en el fondo de un cajón una gran cantidad de alpiste. ……………………………………………………….. Entonces se decidió a poner en planta un proyecto que acariciaba ya hacía tiempo en su imaginación. El de marcharse a la entonces villa y corte. –La gloria, se dijo nuestro poeta, me consolará de las pesares del amor. VI Un escritor de allende los Pirineos, creemos que Teófilo Gautier, demostró hace algunos años con asombro de los alumnos de primer año de Geografía, que Paris no existía al presente, a no ser en las cartas y descripciones científicas. Nosotros, si con menos ingenio, con razones de tanto peso como las suyas, intentaremos probar que Madrid se halla en el mismo caso que la capital de la República vecina; y para que nuestros lectores comprendan todo el alcance de nuestra teoría, la formularemos a continuación de una manera precisa y categórica. “O hay muchos Madrid en España, o no hay ninguno.”


78 Supongamos, en efecto, que nacen hoy dos individuos a la misma hora en los dos puntos opuestos de Madrid; el uno, en la calle de Alcalá y en la de Segovia el otro. Entre las condiciones de existencia de ambos seres, habrá desde el primer momento un abismo infranqueable. Los dos nacieron en el rigor del invierno; pero las crudezas de la estación solo ejercerán su influjo en el niño nacido en el barrio plebeyo. En cuanto al otro, solo podrá conocer que ha tenido la imprevisión de nacer en invierno, por el aumento de temperatura que experimentará respecto del verano, gracias a los caloríferos ingeniosamente colocados en torno de su dichosa cuna. Supone últimamente que esos dos hombres se encuentras pasados diez, veinte o treinta años. El hijo de la calle de Segovia conducirá desde el pescante los caballos del coche, en cuyo interior dormirá tranquilamente el habitante de la calle de Alcalá. Sus trajes, sus costumbres hasta su idioma, no serán los mismos. El uno expresará sus pensamiento en la moderna jerga francesa de la aristocracia madrileña, el otro hablará en toda su pureza el clásico español de Peñuelas y Maravillas. El uso quiere que ambos se denominen madrileños, pero penetrando en el fondo de las cosas ¿habrá quien se atreva a llamarlos paisanos? Eso sería profanar ese nombre al que van unidos los recuerdos del modesto campanario, que divisarían al anochecer como una esperanza o como un refugio, después de ir a robar nidos juntos, los mismos dos niños de Madrid, si aunque colocados en los dos extremos opuestos de la escala social, hubieran visto la luz primera en un pequeño centro de población. Tenemos por consiguiente dos Madrid dentro de Madrid mismo; el Madrid patricio y el Madrid plebeyo. Añádase a esto la incesante afluencia de forasteros, que le hacen cambiar diariamente de fisonomía y tendremos como


79 verdad inconcusa que Madrid solamente es patria de los que no tienen ninguna. De aquí también el que hallemos de una gran exactitud la frase de que «La puerta del Sol es un templo levantado al cosmopolitismo en la patria de Daoiz y Velarde.» Esta digresión, por la que pedimos perdón humildemente, nos servirá para explicar la razón que nos asiste para decir, que después de un año de su fuga de Valladolid, vivía Blas Dueñas no precisamente en Madrid, sino en la calle de Santa Isabel; lo cual ya no parecerá a Vdes. lo mismo, si es que han seguido atentamente mi anterior razonamiento. La calle mencionada que nace en la plazuela de Anton Martín, el Aventino madrileño, es una de las mas democráticas de la villa del oso y del madroño. Con muy contadas excepciones, he aquí debidamente clasificados los moradores de dicha calle. En el `piso bajo, barberos a lo Fígaro, que no han abandonado aun la bacía, inmutable enseña de su honrosa profesión; en el principal estudiantes de medicina de los que equivocan el camino de “San Carlos” con el del café de la vecina calle del León; en el segundo, actores sin ajuste, médicos sin enfermos, y diputados de acta sumamente dudosa; en el tercero, libreros de viejo que con la polilla constituyen los dos más terribles enemigos del arte de Guttemberg; en el cuarto, vírgenes de teatro–café insaciables consumidoras del producto conocido con el nombre de café con media tostada, y por último, allá arriba, muy arriba, a unos dos mil pies sobre el nivel del mar, anidan los poetas, pájaros de las alturas que reciben los primeros en sus ardorosas frentes el rocío de las noches de verano, y en sus pechos el terrible huésped de los inviernos madrileños que se llama pulmonía.


80 El poeta estaba por lo tanto en su derecho al habitar en compañía de don Justo, una de las más miserables buhardillas de la calle de Santa Isabel. Alfonso Karr pretende que nada hay más fastidioso en el mundo que la descripción de un tirano de tragedia: el lector encontrará seguramente mucho más empalagosas las infinitas que se encuentran en toda novela romántico– sensible de las buhardillas, estrechas en verdad, pero no tanto que no quepan en ellas la virtud oprimida y la belleza desgraciada. Si hay alguno entre vosotros que no haya visto nunca una buhardilla de la capital y quiere formarse una idea de sus condiciones, guárdese de recurrir al Diccionario de la Academia y conténtese por ahora con esta definición de un amigo mío, que vivió diez y seis años en una de ella: – La guardilla es después del árbol de Robinson la guarida en que el hombre vive y muere del modo mas opuesto a su naturaleza inteligente y libre, como la apellidan invariablemente todos los libros de texto de Metafísica.– En uno de estos recintos y en una fría mañana del mes de diciembre, departía amistosamente al ilusorio calor de un brasero sin brasas, nuestro inolvidable Blas y un individuo como de unos cuarenta años, que no es otro que el Pilades tan incesantemente recordado por el bueno de don Leandro; el amigo–modelo, en una palabra don Justo Otero. Las leyes de la narración ineludibles para los pequeños, porque los grandes escritores son como los grandes hombres de Estado no reconocen ni catan ley alguna, me fuerzan a describir ahora el nuevo personaje y a fe que es tarea superior a mis alcances y a mi confesada inexperiencia. Balzac mismo que ha pintado tantos tipos extraños aunque abusando del colorido y que ha inventado un número tan grande de personajes imposibles en la


81 naturaleza, en la sociedad y el arte; el mismo Balzac, repetimos hubiera vacilado antes de tomar a la pluma para sacar a plaza a don Justo Otero. Digamos de paso que Vautrin, la creación más desgraciada y por lo tanto la favorita del autor de La Comedia humana ofrece algunas analogías con Don Justo en algunos puntos, si bien en otros muchos media un verdadero abismo entre ambos. Don Justo era otro Proteo moderno y sabia como Vautrin revestir todas las formas imaginables, apareciendo con el exterior ora humilde, ora altivo; ya modesto, ya pedante y pudiente también con ocasiones confundirse entre la descolorida turba como un hombre virtuoso, lo cual constituye en verdad el último limite del difícil arte de las transformaciones provechosas. Pero, y aquí comienzan a marcarse las diferencias que los separan, don Justo Otero si bien tenía una moral para su uso particular establecida y que nada tenía de rígida y severa, no había jamás descendido, o subido si se quiere mejor hasta los crímenes espantosos del héroe de Balzac. La palabra crimen le repugnaba altamente: un hombre honrado, decía, puede hacer perfectamente su camino en el mundo, sin necesidad de pasar para ello, por entre las mallas del Código penal. Para concluir, Vautrin es el chacal que goza en la carnicería y cuya sed de sangre jamás se sacia. Don Justo Otero, el gato que juega con el ratón hasta despedazarle, no por crueldad de instintos, si más bien por refinamiento de gastrónomo satisfecho. En cuanto a lo físico hay además entre ambos un verdadero contraste. Vautrin era feo como la encarnación del mal, mientras que don Justo era pasadero, hermoso casi pues la naturaleza no distingue con sus dones de belleza exclusivamente a los hombres honrados, sino que también los pícaros suelen tener en ellos larga parte. Es más: don


82 Justo era precisamente uno de esos hombres para los que las mujeres de cierta edad guardan el significativo epíteto de buen mozo. Sus mostachos negros y retorcidos, su elevada estatura, el gracioso corte de sus caderas, y sus ojos llenos de fuego y de malicia habían hecho víctimas sin cuento entre las filas del sexo débil y la malograda esposa de don Leandro fue, según malas lenguas, una de las primeras inscritas en la lista de aquella bastarda y millonésima copia del don Juan Tenorio. El primer deber de un escritor de conciencia, es justificar el título con que bautiza sus producciones: estas y otras análogas reflexiones hacen ya bastante honor al que llevan estos cuentos, y así seguiremos el interrumpido relato trascribiendo sencillamente el diálogo que en la buhardilla del poeta tenía lugar. VII En el momento en que nos prestamos a ser testigos invisibles de la conversación, languidecía esta de una manera notable y solo algunos monosílabos se cambiaban entre ambos interlocutores. El poeta que cuidaba de animar el único carbón de su brasero con la amorosa solicitud que emplearía una madre con sus postrer hijo moribundo, lanzó de pronto un suspiro de desaliento, casi de angustia, que hizo levantar a don Justo los ojos que fijaba en un naipe recortado con este éxtasis peculiar a los inspirados y a los tahúres. –He aquí el símbolo de mis destino, murmuró melancólicamente Blas. Vanse apagando en mi corazón las ilusiones, una a una como las brasas de este receptáculo. Ahora acaba de tornarse en ceniza la última brasa... ¿quién


83 sabe si mañana no sucederá lo propio con mi ilusión postrera? –¡Ah! remedó filosóficamente don Justo: los carbones encendidos y la virtud de las mujeres se extinguen siempre a poco que sople el viento, eterno enemigo de los braseros y de las faldas. Y acompañó sus palabras con una carcajada a guisa de epilogo o de comentario. –No veo, replico Blas acentuando su descontento, cual pueda ser la causa de vuestra hilaridad intempestiva, cuando menos, en esta ocasión. Vuestro buen humor en las circunstancias presentes, más parecen un insulto que otra cosa. –Psch... hizo don Justo. –Voto al demonio, si no me van ya pareciendo de muy mal gusto vuestras respuestas. Me fastidiáis, pero me fastidiáis alta y soberanamente, ¡voto a las narices de Júpiter Capitolino! Después de muchos meses que duraban sus íntimas relaciones, era aquella la primera vez que el tímido poeta se subía a las barbas del que llamaremos hombre de negocios, por darle un nombre que le clasifiqué con toda la exactitud posible tratándose de un Proteo social como don Justo. Así es que este dio tregua a su hilaridad para decir mirando con sorpresa el vulgar semblante de Blas, amoratado por la ira. –Paréceme, amiguito, que las lecciones de cornetín del padre de Susana han servido al menos para enseñarte a jurar de un modo horrible. En ese punto haces honor a tu maestro. Chiquillo, añadió cambiando de tono, a mi no se me intimida con palabras de cuartel, ni soy de esos hombres que se estremecen oyendo un juramento.


84 El poeta bajó la cabeza ante estas imperiosas palabras; a aquel pasajero acceso de energía sucedió la reacción natural a todo espíritu débil. –Os suplico por la milésima vez, gruñó humildemente, que no volváis a mentar a ese miserable Cureña en mi presencia. Le aborrezco con todas las fuerzas de mi alma. –En lo cual eres un ingrato. Los que se precian de bien nacidos no pagan en esa moneda lecciones de solfa de tanto peso como son las que debes al buen afecto del veterano. Y a propósito ¿no has ido aún a ver a los recién casados? Yo puedo darte sus señas; viven solitos como dos tórtolos en una casa de la calle de la Luna: el veterano tiene una colocación en el Ministerio de la Guerra y los deberes de su empleo le retienen día y noche al lado del ministro. Blas Dueñas se levantó para poner término a la desagradable charla de su amigo, que le obligó a volver a sentarse de nuevo, deteniéndose por un faldón de la levita. –Hablemos de otra cosa ya que no te agrada este tema de conversación. Gracias a mis buenas relaciones con la doncella de la prima de la mujer de uno de nuestros literatos de más fama, he conseguido un billete personal para la velada gastronómico–literaria que tendrá lugar pasado mañana en los salones de la condesa de Roon, esa extranjera que ama con tanta pasión nuestra literatura. –¿Qué decis? preguntó ansiosamente el joven. –Nada, repuso don Justo con frialdad: ahora recuerdo que mi conversación te fastidia alta y soberanamente. Mi retirada pondrá fin a tu fastidio del cual empiezo a compadecerme. Y levantóse a su vez disponiéndose a poner por obra sus palabras. –Ya sabéis que mis frases han sido hijas de un momento de obcecación y que os respeto y que os amo


85 como a un padre. Sed bueno para conmigo y entregadme esa esquela que deseo ardientemente. –Abusas de mi bondad ¡oh joven! Con tus palabras de miel sabes manejarme a tu antojo y no hallo el modo de negarte cosa alguna. A pesar de ser del oficio, llevo mi abnegación hasta el extremo de cederte una gloria segura, pues la tarjeta que tengo en el bolsillo te abrirá de par en par las puertas del palacio de la Fama. Asistirán a la reunión nuestros primeros literatos y así te rozarás con las eminencias del ramo desde tu primer paso en la carrera. La invitación previene que no asistirán mujeres a la cita: las nueve Musas en persona, serían rechazadas sin piedad por los lacayos de la condesa, que se cree bastante hermosa para inspirar por si sola a todos los poetas que puedan albergar sus salones. Blas Dueñas pareció respirar más a sus anchas al escuchar este último detalle: desde su aventura con la hija del terrible ex–capitán, había concebido un odio sin límites a la más bella mitad del género humano. –Mi vida entera señor don Justo, no bastará a pagaros el supremo favor que me concedéis esta noche, dijo alargando la mano para apoderarse del codiciado pedazo de cartulina. –Calma, querido. ¿Qué tal os encontráis de fondos? ¿Ha aflojado el papá los cordones de la bolsa? –Sabéis mejor que nadie que de mi pasada opulencia solo me queda muy poco; lo necesario para comer y no todos los días. El hombre de negocios volvió a meterse la tarjeta en el bolsillo, lo cual forzó al poeta a añadir apresuradamente: –Sin embargo, aún guardo en el fondo del cajón una moneda de cuatro duros, que será vuestra si me entregáis previamente la esquela.


86 –Toma y daca, repuso don Justo. Y partió precipitadamente no sin haber examinado con detenimiento la moneda que le entregó suspirando el poeta. Dos horas después agitábase Blas en su solitario lecho; sus ojos brillaban como carbúnclos y sus dedos estaban en continuo movimiento. Escribía mucho y borraba más. –Una, dos, tres, murmuraba; ¡me faltan tres sílabas! Y volvía a borrar lo escrito con calenturiento afán. Por último lanzó el supremo grito de satisfacción de todo autor que ha puesto la palabra fin al pie de su obra. En aquel momento, como hasta media docena de burras de leche se detenían ante la puerta de Blas, saludando al sol que aparecía sobre el horizonte con un concierto de voces capaces de hacer saltar de su lecho al aguador menos filarmónico de cuantos aguadores encierra Madrid. Un romano hubiera rasgado su obra al oír aquellos atipados y poco honoríficos aplausos; a Blas Dueñas sirviéronle de tema para la siguiente reflexión bucólico–filosófica: –A las gentes del campo despiértalas el suave canto de la alondra; en Madrid cumple con este oficio el herbívoro menos armonioso de la creación, dicho sea sin ofender a nadie. La puerta del cuarto abriose sin hacer ruido y don Justo penetró hasta el cuarto de Blas, gritando como un energúmeno. –¡Victoria en toda la línea! ¡Sesenta ceros han salido esta noche! Un inglés tonto se empeñó en jugar cincuenta duros de cada vez a pares y ¡se han dado los nones catorce veces seguidas! –Entonces confío en que me serán devueltos mis cuatro duros. –Vuelvo en seguida, respondió con cierta sorna el hombre de negocios.


87 Excusamos decir que Blas no le volvió a ver en todo el día. Como para algunos serán griego las palabras empleadas por don Justo, bueno será advertir que el misterioso asunto que le trajera a Madrid era el de fundar una ruleta clandestina, cebo con que pescó infinitos incautos a cuyo número pertenecía el poeta, que consumió sobre el tapete verde la mayor parte de la fortuna de su padre a quien escribía el bueno de don Justo, que la gloria solo se alcanza hoy día gastando un dineral en almuerzos a los periodistas; que entre el que envía un soneto malo acompañado de un pavo con trufas y el que remite un magnifico soneto a secas, todo crítico de buen gusto preferirá sin vacilar el primero y que para subir al Parnaso moderno, es mucho mejor llevar a la espalda un par de jamones gallegos, que todas las liras habidas y por haber. …........................... –¡Joven vate! Le decía a Blas su protector con cierta gravedad cómica la noche del siguiente día: hoy se va a decidir para siempre tu destino. Yo he leído tus versos y todos ellos me han parecido tan buenos como los mejores míos. Pero graba en tu memoria esta máxima profunda; en el mundo no basta el mérito para encumbrarse, sino que además es menester una cualidad preciosa y que suple por todas: esta cualidad se llama audacia. Lee tus versos con desembarazo, como hombre que conoce su propio valer; no te dejes intimidar por la sonrisa desdeñosa de las notabilidades que te escuchen. Los mastines que comen su pitanza, se ponen de muy mal humor al ver a un perro forastero que trata de meter su hocico en el caldero común... Los viejos mastines de la literatura te enseñarán los dientes así que noten que tratas de conquistar un puesto en el banquete de la inmortalidad que ellos solo disfrutan.


88 Procura en primer término hablar mucho y hablar de todo. Haz acopio de palabras huecas, que pronunciarás así como al descuido. Sibila, augur, hierofanta y otras palabras por el estilo, te conquistarán una reputación de erudito, si sabes emplearlas oportunamente. ¡Adiós! doncluyó melodramáticamente. La gloria te llama... Ve a recoger la corona con que ceñirán tu frente de poeta! –Es el caso que me siento desfallecer de hambre. Si tuvieseis la bondad de encargar una comida, ya que os halláis en fondos, os lo agradecería eternamente. –Mis fondos han durado lo que una flor en el seno de una coqueta. El estómago es por otra parte el enemigo jurado de la poesía. ¡Si Cervantes hubiera cenado dos chuletas cuando compuso el Quijote, careceríamos aún de la primera obra maestra de nuestra literatura! VIII La excéntrica cuanto hermosa condesa viuda de Roon había conseguido excitar en alto grado la curiosidad pública con la extraña idea de disponer un banquete de artistas presidido por ella, sola representante del bello sexo entre aquella turba de individuos pertenecientes en su totalidad al sexo barbudo. La novedad del espectáculo, la alta fama culinaria de su repostero y la nota que al pie llevaban las invitaciones, en la que se hacía saber que el autor de la mejor poesía leída aquella noche, sería coronado de rosas por las blanquísimas manos de la condesa, todos estos alicientes contribuyeron a que la nata y flor de nuestros literatos y artistas, se hallasen reunidos fraternalmente en un bellísimo salón octógono profundamente iluminado por mil bujías que se reflejaban


89 en los claros espejos de Venecia, descomponiendo la luz en múltiples y caprichosos cambiantes. Hemos dicho fraternalmente, porque en efecto, la glacial etiqueta de los salones, que comprime el pensamiento como a un arroyo una barrera de endurecido hielo, había sido desterrada aquella noche reemplazándola una alegre franqueza que si no llegaba hasta el descarado SANS FAÇON francés era al menos prima hermana de la graciosa y buena cordialidad española. Al mismo tiempo que de sus capas y gabanes, los asistentes habíanse despojado al entrar de sus pasiones de partido y de sus preocupaciones de escuela. Exaltados y retrógrados, clásicos y románticos se confundían cariñosamente en un mismo grupo y departían sobre las novedades en literatura y política respetando lodos las opiniones de todos y derribando momentáneamente cada cual sus propios ídolos para adorar solamente a la reina de la fiesta, la hermosísima condesa, que hacía los honores de la casa con desembarazo sumo, a pesar de lo anómalo de la situación en que se encontraba. Solo una clase de literatos brillaba por su ausencia en el salón: la condesa no había querido invitar a ningún revistero por temor de que al día siguiente refiriesen hasta el número exacto de helados que se habían consumido. A las once de la noche, penetraba Blas Dueñas en el salón por una puerta lateral, al propio tiempo que por la opuesta hacia su entrada un joven rubio dotado de exquisita elegancia en sus movimientos y a quien devolvió el saludo la condesa con cierta familiaridad, que indicaba que el recién venido no le era totalmente desconocido. Blas Dueñas, por su parte, limitóse a hacer a la condesa una grotesca reverencia retirándose después a un apartado rincón del departamento, a distraer su hambre


90 leyendo por la milésima vez la última producción de su ingenio. Su presencia en el salón pasó completamente desapercibida. No así la del joven rubio a quien se acercó riendo un grupo de jóvenes que le gritaron alegremente: –¿Quién ha realizado en pleno siglo XIX el asombroso milagro de resucitarte? Nos debes a todos una indemnización por las abundantísimas lágrimas que hemos derramado por ti, a quién ya creíamos muerto. ¿Sabes, Arturo, que tu luna de miel se prolonga ya demasiado? Sepamos la causa que ha movido hoy a Pablo a separarse de su Virginia. –Sois unos atolondrados pues habéis olvidado tan pronto las condiciones que mi inflexible suegro puso a su consentimiento cuando se decidió a acceder a mis amorosas súplicas. –¡Calle! ¡Pues es verdad! respondió separándose del grupo un joven moreno y de bigote artísticamente retorcido. Ahora recuerdo que me has dicho que tu suegro te había obligado a hacer el extraño juramente de renunciar a las Musas para siempre. ¡Atrás, perjuro! Añadió con trágica expresión. Tu presencia en estos lugares, indica claramente que has faltado a la fe jurada, como diría un académico que yo conozco. –Estas equivocado de medio a medio porque mi suegro me ha relevado de mi promesa, desarmado por unos versos míos dirigidos a su primer nieto, sobre cuya rubia cabeza lloró enternecido diciendo que con el tiempo se prometía hacer de él el mejor capitán de Lanceros que se haya conocido desde los tiempos del Gran Capitán. Un confuso rumor puso fin a al conversación. Había llegado el momento de leer cada cual sus poesías. Con los títulos solamente de las que se leyeron aquella noche,


91 hubiéramos podido formar un abultado volumen, cosa que no haremos por la sencilla razón de que no escribimos una novela por entregas. Por fin llególe el turno al joven rubio, que no era otro que Arturo Fuentes, el cual leyó con voz sentida la siguiente poesía: FELICIDAD PÓSTUMA En sus ojos brilló el rayo y un puñal sacó del seno; en mitad del corazón me clavó el cobarde acero. Al verme rodar inerte una lágrima de fuego resbaló por sus mejillas y mis labios la bebieron. De rodillas a mi lado puso la mano en mi pecho sin que latiera al sentir aquel contacto magnético. Entonces cerro piadosa los ojos del pobre muerto y beso su faz marmórea, llena de remordimientos. …........ …....... Al despertar agitado me incorporé sobre el lecho y lloré al saber que todo lo sucedido era un sueño... Si es necesario que muera para conseguir tu afecto y he de merecer cadáver lo que vivo no merezco: ¡ay! Ya que tanto he sufrido


92 con ese amor del infierno, mátame y haz que al morir halle en tus labios el cielo!

Este romance, incorrecto en la forma, pero en armonía en su fondo con el gusto de aquella época, que llevaba hasta la exageración su pasión por el sentimentalismo, le valió al marido de Susana algunas corteses palmadas de los asistentes y una sonrisa encantadora del ama de la casa. Reemplazóle un individuo a quien ninguno de los presentes conocía y que extendió sus manos calzadas con enormes guantes de color rojo subido, como para imponer silencio al auditorio. –Caballeros y señora, gritó el desconocido con voz estentórea que dominó los murmullos que había producido su inesperada presencia, mi posición en este momento es sumamente difícil. Estoy seguro de que a la mayor parte de las ilustraciones que me escuchan, mi nombre de Blas de las Dueñas les será perfectamente desconocido. En e lcielo del arte español, yo no soy más que un meteoro pobre, pero honrado. Mi vida ha sido oscura como una catarata, pero también ha sido laboriosa como una avalancha. He tenido la desgracia de nacer poeta y he luchado cara a cara con el destino, como el simoun de la Patagonia con las monstruosas estalactitas de aquel suelo cósmico y exabrupto. El género de poesía que he cultivado con más asiduidad ha sido la oda, ese canto perenne y libidinoso que refresca el corazón y dulcifica los malos instintos del hombre. No creáis por eso que ignoro los demás mecanismos del arte: a pesar de mi predilección por la oda, me siento capaz de hacer dos sibilas tres augures y un hierofanta en menos de un cuarto de hora. Hoy no traigo más que un soneto, sobre el cual llamo vuestra atención al par que reclamo vuestra indulgencia.


93 Y el desdichado Blas Dueñas o de las Dueñas leyó lo siguiente agitando un par de rojizas palas, que tal parecían sus manos protegidas por los monstruosos guantes de que hicimos mención: SONETO ERÓTICO. DEDICADO A LA EXCMA. SRA. CONDESA DE ROON.

Pacía canoro espumoso elefante, y fértil conejo, de lánguido brillo, de mirar felpudo y asaz picarillo palpitó incólume, ático y radiante. Con estrépito el bicho curruscante crispo vertiginoso su comillo y mordióle al conejo el colodrillo la opaca trompa alzando fulgurante. El esbelto suspiro de la muerte undísono vagaba por la esfera titilando a impulsos de la suerte. La maciza y alícuota pradera tiño con sangre rítmica e inerte... Que la vida es fugaz como la cera que a posteriori blanca abeja vierte.

Los últimos versos de Blas no pudieron oirse; tan grande fue la explosión de carcajadas e irónicos aplausos con que fueron saludados los primeros. El poeta perdió la cabeza viendo la sensación que había producido: juzgó el pobre un triunfo todo aquello y la alegría más frenética irradiaba de todo su ser. Confundióse entre los grupos, cambiando fuertes apretones de manos con todos los circunstantes.


94 –¿Qué le ha parecido a V. Patricio? dijo cogiendo familiarmente el brazo a cierto escritor que honra el sitial de académico que ocupa. –¡Hombre! Respondió el aludido gravemente. Creo que ha hecho V. mal en bautizar su soneto con el nombre de erótico; el de zoológico le sentaría mucho mejor. –Tiene V. razón, amigo mío. ¡Qué talento el de este Patricio! Hasta más ver. –¿Y a V. Manuel, que tal le ha parecido? El interpelado era esta vez uno de nuestros poetas satíricos, que le respondió con ironía: –Es el vuestro, el mejor soneto con estrambote que tengo oído. –Oiga V. señor mío, contestó Blas con arrogancia; el estrambote y el estrambótico lo será V. y toda su familia. El incidente no tuvo consecuencias, pues el agraviado contentóse con encogerse de hombros compasivamente. –Adiós cofrade. ¿Cómo te ha ido por Méjico, querido Pepe? Continuó Blas dirigiéndose al mejor de nuestros poetas líricos contemporáneos. ¿Habrás visto par allá muchas alimañas? –No tantas como por aquí, señor don Blas. No terminaríamos nunca si fuésemos a contar todos los despropósitos de nuestro héroe en aquella noche. El banquete con que la condesa obsequió a sus convidados fue verdaderamente regio. Blas Dueñas comió de una manera fabulosa para restaurar su desfallecido estómago, rociando los manjares con libaciones sin fin de los espumosos y añejos vinos de la bodega de la condesa. A los postres y cuando ya se habían pronunciado algunos brindis, alzóse con sus escasos cabellos en desorden y con voz enronquecida exclamó agitando una tallada copa: –¡Brindo por que el rayo nos dévida....


95 (Movimiento de terror en los circunstantes.) de la luna que en los témpanos anida!!

Aquella salida inopinada llevó hasta el delirio el general entusiasmo. La condesa anunció que siendo Blas de las Dueñas el poeta único que había tenido la galantería de dedicarla una composición, parecíala muy justo que él fuese el agraciado con la corona. Recibióla Blas de sus manos, medio atolondrado por los vapores del vino y tomando un aire lánguido y gachón capaz de hacer desternillar de risa a las estatuas de yeso que adornaban las rinconeras. Fue a colocarse ante uno de los espejos del vestíbulo con la corona puesta y apostrofó así a su grotesca imagen: –¿Qué dices de esto, Blas? ¿No pareces ahora un emperador... salva la parte, que es este maldito vientre? Sorprendido en tan inocente distracción por los comensales de la condesa, que se retiraban ya de la fiesta, fue conducido por ellos casi triunfalmente a su morada. Al despedirse, acercósele un joven que le dijo llevándole aparte: –Desearía que me dieseis las señas de vuestro guantero, porque, francamente, no he visto nunca un par de guantes tan hermosos como los vuestros. –No sé... sí... no... creo que he olvidado las señas, murmuró Blas que se avergonzaba estúpidamente de confesar que aquellos guantes incomparables procedían del almacén de su padre, donde se guardaron veinte y tantos años. IX Al día siguiente todos los periódicos de Madrid insertaban la siguiente gacetilla, inspirada por el despecho a


96 los desairados revisteros, cronistas y gacetilleros de la prensa madrileña: «Un astro nuevo.– No crean nuestros lectores que estas líneas se refieren a algún descubrimiento astronómico realizado por cualquiera de los infinitos sabios que pululan por las cinco partes del mundo, ocupados en la fastidiosa tarea de mirar lo que pasa encima de sus narices. El astrónomo a quien debemos el hallazgo, lleva en el mundo el nombre de Condesa de Roon y es por lo tanto un astrónomo con faldas; el observatorio ha sido su salón de la calle del Lobo y finalmente el nuevo astro se llama don Blas de las Dueñas, lo cual indica que es un astro de carne y hueso. En efecto: de todos cuantos asistieron el sábado a la reunión de que hemos hablado y a pesar de que en ella figuraban nuestros primeros literatos, resultó agraciado con la ofrecida corona el susodicho don Blas, cuya composición trascribimos íntegra como una muestra del acrisolado buen gusto de la mencionada dama.» Y a renglón seguido insertaban el famoso soneto de marras. Don Justo recortó con una tijera el susodicho párrafo y enviólo dentro de una carta al padre del poeta, suplicándole al propio tiempo que enviase a su hijo el dinero necesario para dar a luz todas sus poesías, que no podrían menos de tener un éxito inmenso después de lo sucedido. A vuelta de correo recibióse la contestación de don Leandro en que decía que iba a poner en venta la casa en que naciera, último resto de su fortuna, para poder así enviar los fondos pedidos que confiaba le serían devueltos triplicados apenas se agotasen las doce primeras ediciones del libro de Blas. Este ya había hecho anteriormente algunas tentativas para encontrar un editor que se decidiese a hacer la


97 impresión por su cuenta y riesgo, pero todos los editores habían rechazado muy formalmente la pretensión del joven. Habrá editores que no sepan leer siquiera, pero no hay ninguno que no tenga, como dice el vulgo, mucha letra menuda. –No hay mal que por bien no venga, pensó entonces Blas. Un editor me saquearía sin piedad y mejor es que haga las cosas por mi solo con lo cual conseguiré igual honra y mayor provecho. Por fin llegó la ansiada remesa; en el acto decidió don Justo que se llevase a cabo una edición de gran lujo, de muchísimo lujo. Lejos de nosotros el pretender manchar la inmaculada honra de don Justo; pero confesamos desde luego que en los tratos hechos con los impresores y libreros si su probidad permaneció inalterable, non os atreveríamos a desmentir lo contrario poniendo nuestras manos en el fuego. Lo único que podemos hacer es aducir este dato en favor suyo: don Justo era un admirador sincero de las extravagantes poesías de Blas, tanto que se brindó a escribir él mismo el prólogo del nuevo libro. Y esto que a primera vista parece inverosímil en un hombre de tanto ingenio como Otero, no lo es para el que haya meditado alguna vez sobre las contradicciones en que incurre el espíritu humano más levantado. Federico de Prusia era un gran guerrero y un gran monarca, pero era también un mal tocador de flauta. El despótico amigo de Voltaire podía sufrir alguna vez que pusiesen en duda sus buenas cualidades como rey y como caudillo; pero...¡Guay del que pretendiese demostrarle que no tocaba la flauta mejor que el mismo dios Pan en persona! El regio flautista le hubiera hecho fusilar en el acto.


98 Ahora bien; don Justo tenía como todos los grandes hombres un punto vulnerable; el suyo era una deplorable afición a los acrósticos, charadas y enigmas en verso, sin que por eso dejara de cuando en cuando de subirse al Parnaso montando en una oda esdrújula o en un soneto bilingüe. El día 6 de Diciembre ostentábase en los escaparates de todas las librerías de Madrid un magnífico tomo en cuarto, sobre cuya primera plana se leía en letras muy gordas:

ENSAYOS FEBRÍFUGOS por BLAS DE LAS DUEÑAS CON UN PROLOGO ACRÓSTICO DE JUSTO OTERO.

Y en la cuarta plana se veía la siguiente lista: OBRAS COMPLETAS DEL AUTOR.

El granizo, poema metereológico. (En prensa) Historia de un esturión, poema marítimo. (En prensa) La alfalfa generosa, poema campestre. (En prensa). Los cuernos homicidas, poema tauromáquico. (En prensa) La herencia pro indiviso, poema jurídico (En prensa) Recuerdos de un polinomio, poema algebraico. (En prensa) Y seguía un aluvión de poemas culinarios, acróbatas, pedicuros, etc. etc.


99 En aquellos días desplegó Blas una actividad increíble. Todas las mañanas alentado por un ¡macte ánimo! que le lanzaba don Justo desde la ventana, iba según expresión del mismo don Justo a ver si algún pez mordía en el anzuelo. Pero pasaron quince y veinte días sin que esto se realizase: aquello era un cábala monstruosa de los literatos que habían visto ajado su amor propio con el primer triunfo de Blas y que procuraban a toda costa que no obtuviese el segundo. Todas estas y otras ingeniosísimas explicaciones que encontraba la fecunda imaginación del hombre de negocios para no descorazonar al poeta, no impedían el que se fuesen acabando sus recursos paulaatinamente hasta que llegó un día, infausto por todos conceptos en que el poeta no encontró ni un real en su bolsa, ni un mendrugo en su armario. Para hacer mas completa su desdicha, aquel mismo día se eclipsó su consejero áulico, el apreciable don Justo, que se despidió diciendo que iba a seguir la pista a un negocio que si salía bien los haría ricos como dos nabab en menos de ocho días. Salíó Blas de las dueñas de su casa decidido a tirarse al canal, sino había aparecido todavía el primer comprador de su obra. Por fortuna, para la moralidad pública, un librero de la Puerta del sol le anunció que la noche anterior había vendido un ejemplar a un caballero. –Se ha roto el hielo por fin, pensó Blas frotándose las manos. Mañana vendo veinte ejemplares, pasado mañana cuarenta, al día siguiente cien y al cabo de dos semanas ya se habrán despachado los treinta mil ejemplares de la tirada. Regresó a su buhardilla forjándose un mundo de ilusiones: la portera le entregó en el umbral una carta que le hizo palidecer a impulsos de un inexplicable presentimiento.


100 La carta era bastante lacónica: he aquí lo que leyó Blas de las Dueñas escrito en letras gordas y desiguales. “Señor mío: Dios o el diablo se empeñan en poner a V. en mi camino; hoy he visto el escaparate de un librero una obra titulada “Ensayos febrífugos” y como padezco unas tercianas atroces, compré el libro creyendo hallar en él un remedio a mis males. El libro era de V. y su lectura agravó mis dolencia de un modo terrible. En buena estrategia, el título que V. puso a sus poesías, no merece otro nombre que el de emboscada, pero me prometo tomar la revancha si lo encuentro a usted en la calle, pues le pongo el vientre a bastonazos como el parche de un tambor. Según parece, tiene V. en prensa otras muchas obras... En prensa lo voy yo a poner si realiza sus propósitos. Romualdo Linares, alias Cureña. Post. Scriptum. ¿No sería mejor que V. se dedicase al cornetín?” Al concluir la lectura de estas líneas , Blas Dueñas dejó caer la cabeza entre las manos y lloró sobre sus esperanzas perdidas, castillo de naipes que un soplo del terrible Cureña había bastado a derribar. …...... X Una mañana de Marzo, llegaba en el tren del Norte a Valladolid el héroe de nuestra historia a tiempo para alcanzar a ver el ataúd de su padre, que conducían sin pompa alguna al cementerio del Carmen. Había producido repentina muerte una carta que recibió de su amigo don Justo, fechada en el presidio de Cartagena.


101 Desengañado de los hombres hízose misántropo el poeta y solicitó una plaza de sereno, que ejerce hoy en la ciudad del Pisuerga de una manera dignísima. Vendió al peso todas sus obras manuscritas e impresas con lo cual consiguió labrarse una pequeña fortuna. La luna se pasea impunemente por la esfera. Blas saluda con alegría su aparición en el horizonte pero su contento proviene de una causa muy poco poética: es accionista de la compañía que tiene a su cargo el alumbrado de la capital de Castilla la Vieja. En suma, Blas Dueñas es hoy un hombre prosaico y complaciente con todos, menos con los vecinos aficionados a tocar el cornetín de pistón en las altas horas de la noche. FIN DEL CUENTO


102

¿Quién sabe...? ¿Quién sabe si un día un instrumento más perfecto descubrirá lo que se pasa en el aire, como hoy se ve lo que pasa en el agua? Alfonso Karr1.– difunto Bressier.

El

¡El difunto Bressier! ¿Es la creación gigante de un poeta, o el miserable engendro de un fabricante de paradojas a razón de cinco francos la línea? No lo sé. Ello es que el sol se ocultaba tras la movible cortina que forman los pinos de la selva sobre uno de los cuales ensayaba un ruiseñor en sus primeras notas. ¡Un ruiseñor sobre un pino! Es decir, la melodía del amor y de la vida confundiéndose con el quejido del arpa de las tormentas y de las sombras, como le apellidan los

1

Jean–Baptiste Alphonse Karr (1808–1890) fue un crítico, periodista y novelista francés. La obra referida se trata de Feu Bressier de 1848. (Nota de J. M. Ramos)


103 hijos de Escocia, esa tierra de lagos y cascadas, de bardos y de pinos. Y el libro del autor de “Bajo los tilos” acabó de escaparse de mis manos sobre las cuales apoyé mi pensativa frente. Llegaron a mi oído las vibraciones de una campana que dominó el hondo silencio de la campiña con sus sones profundos y metálicos, que parecían decirme: “Despierta y ora.” Dos gorriones se columpiaban en una rama, y los prolongados trinos y los repetidos besos de aquellos pilluelos de la selva, parecían cantarme: “Regocíjate y ama.” Del vecino enjambre partía un rumor confuso, gozoso, no interrumpido; incesante voz de aquella multitud alada que parecía gritarme: “Vive y trabaja.” Pero yo seguía absorto en los pensamientos provocados por la lectura de “El difunto Bressier.” Aquella teoría vieja como el mundo y siempre nueva sin embargo, de la transmigración de las almas, flotaba ante mis ojos como el velo de una desposada a quien le roba la forma de todos los objetos, menos la de su adorado que camina más lejos de ella que ninguno de la comitiva... En cuanto a mí, el solo objeto que distinguía a través del velo, era aquel pino casi fantástico y aquel ruiseñor que se lamentaba sobre su trémula copa.


104 Del interior del abandonado libro salió una voz que me dijo quedo, muy quedo; tan quedo que apenas si el viento de la montaña pudo oírla: –“¿Sabes quién fue este pájaro?” –”La doncella más hermosa del país.” –”¿Y ese pino?” –”El asesino de su amante.” Me estremecí y me levante arrojando el libro a la ventura, seguro de encontrarle al día siguiente. Los paisanos de Galicia podrán robar un reloj, un anillo, una petaca...¿Pero un libro? Hagámosle al aldeano gallego toda la justicia que merece por su buen sentido: para él un libro es pura y sencillamente la leña más mala y menos económica para encender el fuego de sus hogares. A la vuelta de un sendero, tropecé con un individuo obeso, que con las manos en los bolsillos, aspiraba el aire fresco del campo, sin que lograsen distraerlo un solo momento de tan higiénico ejercicio, ninguna de las maravillas de vegetación que a su paso encontraba. Era un confitero de la ciudad vecina; nos conocíamos un poco y me detuvo. –¿Qué hace V. tan distraído por estos andurriales? Me dijo con mal disimulada ironía. Apuesto dos libras de mermelada a que sé perfectamente lo que anda V. buscando por estos sitios con tan espantados ojos: debe ser algo parecido a un consonante para una poesía... –¿Sabe V. lo que es poesía? Le respondí un tanto picado.


105 –Poesía... me respondió con despreciativo tono... Poesía es una cosa con que envuelvo yo muchas veces los caramelos, porque así suelen comprármelos con mas gusto las señoritas de la ciudad, sobre todo si hablan de amores. Le dejé sin replicarle una palabra. De pronto, las ideas del maldito libro vinieron a mi mente y murmuré: –”¿Cuántos poemas de delicada ternura, cuántos cantos llenos de fuego y de viril entusiasmo, habrá firmado este buen hombe en el curso de su anterior existencia? Un labrador descansaba de las fatigas del arado echado de pechos sobre un seto vivo. Al verme, con la cortesía socarrona peculiar de nuestros aldeanos, se quitó su sombrero de anchas alas dejando al descubierto una frente morena y despejada, unos ojos grandes y negros, y una cabellera negra a trechos y blanqueada a otros por el polvo de los surcos. Mi manía era incorregible. Al ver a aquel aldeano, de origen morisco tan pronunciado, pensé: “He aquí tal vez un compañero de Almanzor que riega con su sudor los campos regados en otros siglos con la sangre de los suyos”. Un andrajoso mendigo cortó el hilo de mis meditaciones, diciéndome con acento gangoso: –¡Una limosniña! –Tome usted, buen hombre. La esfinge volvió a clavar sus uñas en mi cerebro.


106 “¿Habré socorrido con una insignificante limosna el alma de Creso o la de Lúculo encerrada hoy en el cuerpo de ese miserable?” Entré en mi posada y me acosté decidido a llamar al sueño en auxilio de mi voluntad empeñada en ahogar aquella tensa preocupación que me asediaba. Pero no pude evitar el seguir pensando: “Ayer he visto de espaldas a una desconocida; hoy estoy ya enamorado de ella como un loco. No puede haber en el mundo una mujer ni más hermosa, ni más buena que ella... Hace un año, en una romería, me pidió fuego para su cigarro un desconocido y charlamos largo rato sobre el cansado tema de las romerías y de los cigarros con fruición y deleite incomparables... Hoy es mi mejor amigo. ¿Qué significa esta palabra amor y esta otra simpatía, si no significan recuerdos de dichas o de amistades pasadas?” Por fin vencí la tenaz resistencia que ofrecian mis párpados a cerrarse. Pero no sin que a mis soñolientos oídos llegara el siguiente diálogo habido entre don Tadeo Malayerba, mi respetable patrón, y doña Angustias del Ayuno, su no menos respetable esposa. –¡Pícaro! ¡Abrazar a la criada! ¡Como se entiende! ¿Para que me casaría yo con este libertino? –Calla, mujer. Mira que aún tengo la estaca en buen uso y acaso vayan a dar fe de ello tus costillas dentro de poco.


107 –¡¡Pillo! ¡Infame!! ¡Ladrón!!! –¡Toma, grandísima borracha! Sentí un ruido sordo, como el de un cuerpo que cae. Luego, sollozos ahogados. Y después, nada. “¿Sabes como se llamaron en la edad media esos dos tórtolos? gimió una voz burlona detrás de las cortinas de mi alcoba. Pues bien; ella se llamaba Isabel de Segura... Y él, él, don Diego de Marcilla2. …................... Ahora, lector, ¿qué te parece de “El difunto Bressier?” ¿Es la obra inspirada de un poeta, o la de un fabricante de paradojas a razón de cinco francos cada una? Yo solo sé decirte que su lectura es peligrosa cuando se oculta el sol, y gimen los pinos, y cantan los ruiseñores. Y que el presente artículo, no me cabe duda alguna de que lo escribí en griego, cenando con Sócrates en cierta villa del Ática, de cuyo nombre no quiero acordarme. Tal vez por esto mismo, les parecerá griego a muchos de mis lectores.

2

Los protagonistas de la célebre leyenda de Los amantes de Teruel. (Nota de J.M. Ramos)


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