PHILIPPE MADRAL
GUY DE MAUPASSANT NOVELA
Traducci贸n de J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
La presente traducción no es académica ni profesional, por lo que contiene más errores de los que fueran deseables. Se ha hecho sin ánimo de lucro y con la única intención de divulgar la obra y vida de Guy de Maupassant.
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A Nadia Taleb
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ADVERTENCIA El lector no deberá buscar aquí una nueva biografía del escritor, sino una novela, es decir una visión personal, parcial y filtrada, a través de mis propios deseos y mis inquietudes, de los seis meses que precedieron al internamiento psiquiátrico de Guy de Maupassant, el 7 de enero de 1892. Gracias a Michel Drach y a Émile Copfermann, merced a los cuales y a su amistad este libro se ha hecho realidad.
Ph. M.
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DIVONNE
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Inclinó un poco la cabeza hacia delante, encima de la palangana y François le derramó lentamente el contenido de la jarra en los cabellos, masajeándole la coronilla y las sienes para disolver el jabón. Maupassant levantó la mirada y advirtió su reflejo en el pequeño espejo colgado en la pared ante él. Sus cabellos estaban empapados y su bigote goteaba sobre su mentón. – ¿No te parece que he adelgazado? – No, Señor. Le han salido mejillas. – ¿Mejillas? ¿Dónde? Se bajó y miró al suelo, como para buscarlas. ¿François tal vez fuese a reir? ¡No! Permanecía muy serio. Le indicó: – Allí, Señor. A usted le han salido mejillas. – Eso no son mejillas, François. Son carrillos. – No, no, son mejillas. – ¡Ah! ¿Cómo hacerse a la idea de que uno no recupera nunca lo que ha perdido? Es sin embargo una idea sencilla, pero nade se somete a ello. Inclinándose hacia la palangana, Maupassant podía percibir claramente un principio de calvicie tras su cráneo. – Estoy perdiendo pelo, François. – ¿Dónde, Señor?
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– ¡Ahí, mira! ¡Y ahí! Se distingue mi cráneo, al través. ¿No lo ves? – ¿A través de sus cabellos? – Evidentemente. – Eso es porque están mojados. – Acércame el espejito. Mantenlo encima de mi cabeza. ¿Lo ves ahora? – Eso es porque sus cabellos están mojados. François depositó el espejo sobre la consola y tomó una toalla. Se dedicó a frotar suavemente la cabeza de Maupassant, muy suavemente, como si hubiese querido redondearla más todavía. Maupassant le había contado varias veces que el médico que lo había traído al mundo había procedido de ese modo, desde su nacimiento. Se trataba de una antigua leyenda, que decía que los recién nacidos a los que se redondea el cráneo, con el extremo de los dedos, se vuelven más inteligentes que los demás. En cualquier caso no costaba gran cosa intentarlo. A petición de su madre, el médico lo había tomado sobre sus rodillas y le había manoseado la cabeza, como lo hace un alfarero, con el barro. Era por lo que ahora tenía la cabeza tan redonda, tan redonda como una manzana. – ¿Y mis ojos? ¿No los encuentras cambiados? – ¿Sus ojos? – Ya no brillan tanto. Ambos hombres intercambiaron una rápida mirada en el espejo, pero François no respondía nada. Había reanudado sus frotamientos. Todavía eran unos bellos cabellos castaños, robustos y espesos y apenas se podían distinguir en ellos algunos hilillos plateados, cerca de las sienes. – ¡François! Hay días en los que me pregunto a que nos lleva toda esta historia.
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– ¿Qué historia, Señor? – Tengo cuarenta años. – ¡Es tan joven! – ¿Cuarenta años? – ¡Es usted joven! – ¿Ah, sí? Maupassant trataba de buscar la mirada de François en el espejo, no la encontraba. François mantenía obstinadamente los ojos fijos en su toalla. Hoy era el confidente de Maupassant. – Tengo necesidad de morir, sin embargo. François no había respondido nada. – Tengo necesidad de morir, reitera Maupassant. Las manos de François temblaron ligeramente. ¿Tal vez tuviese simplemente ganas de llorar? Últimamente, Maupassant tenía la impresión de que todo el mundo a su alrededor tenía a menudo cada vez más ganas de llorar.
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La casa que había alquilado con François en Divonneles-Bains, para seguir allí un tratamiento en la estación termal, estaba situada a algunos kilómetros de la ciudad, en pleno campo. Fue él mismo quién había deseado ese alejamiento. Prefería evitar esa artificialidad de hoteles imponentes que se alineaban uno tras otro sin conseguir crear la ilusión de una calle auténtica. Hacía quince años que la fiebre de asistir a las estaciones termales se había apoderado del mundo de la medicina, surgiendo éstas en las cuatro esquinas de Francia, como champiñones. Y además, los pacientes le aburrían. Conocía de primera mano esa mezcla heterogénea de mundanas y putas, de príncipes caídos y soberanos hipotéticos, burgueses pudientes y estafadores recién salidos de prisión. Había descrito toda esa fauna ávida de jaleos, conspiradora y canallesca, en su novela Mont-Oriol. Ya no tenía que documentarse más sobre ella. ¿A cuento de qué abandonar la capital, si era para volver a encontrarla, condensada como una caricatura, en pleno campo? Sabía que allí encontraría a las mismas personas que en Châtelguyon o en Aix-les-Bains, como en Plombières o en Luchan, por todas partes donde había querido cuidar el mal que lo dominaba y que todavía nada lo había aliviado. Dolores de cabeza, vértigos, trastornos
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visuales, dolores súbitos e insomnio. El insomnio sobre todo. A partir de entonces prefería la soledad. El mundo entero lo agobiaba. Cada día, iría caminando a través de los campos a tomar las duchas heladas que el doctor Cazalis, su médico de París, le había prescrito. Luego regresaría a almorzar y se pondría a trabajar. Eso era al menos lo que había decidido, si todo iba bien. La casa era agradable, más bien confortable. Pertenecía a la viuda de un médico que había aceptado alquilarla durante los meses de julio y agosto. Era una casa bastante grande, de un piso, llena de muebles y objetos inútiles, pero cómoda. Maupassant se había instalado en una habitación del primer piso, de la que había hecho su despacho. Era la más pequeña, pero tenía la ventaja de estar expuesta al sur. Dormiría en una cama de una plaza. François ocuparía la habitación contigua, más grande, pero más fría. En el cuarto que servía de aseo, los dos hombres enseguida habían acondicionado una ducha, gracias a un procedimiento que Maupassant había inventado para su uso personal y que había hecho patentar: una bomba aspirante y succionadora, equipada con un depósito de goma y que llevaba a partir de ahora con él, por todas partes a donde iba. A menudo le había permitido obtener una presión superior a la que dispensaban en algunos establecimientos termales. La noche de su llegada, Maupassant no pensaba más que en morir. Estaba demasiado descontento consigo mismo. Durante el almuerzo, había bebido una botella entera de vino y su jornada se había echado a perder. Las hojas manuscritas de El Angelus – la última novela que
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había emprendido – permanecían esparcidas sobre su escritorio, intactas, siempre detenidas en la misma última frase. Tenía sin embargo toda la historia en la cabeza, pero sobre el papel ninguna palabra, ninguna frase acudía, tanto ese día como los otros días, y de eso hacía seis meses. Cuando se había levantado de la mesa, a primera hora de la tarde, había subido directamente a su habitación, sin siquiera dar un paseo. Había pedido a François que no le molestase, pero algunos minutos después de haberse instalado ante sus folios, se dio cuenta que lo que había tomado por ardor creativo no era en realidad más que una ligera borrachera. Entonces había dispersado con rabia a su alrededor las páginas ya escritas – una cincuentena, apenas un juego de naipes – luego se levantó y caminó en medio de ellas, teniendo precaución de no pisarlas. Esto había durado una media hora, el tiempo de acabar muy aburrido. Entonces se sentó sin pensar en nada. Cuando comenzó a caer la noche, se levantó, se aproximó a la ventada y miró el día que se iba al fondo del valle. Allá abajo, en el pequeño jardín que descendía hasta el sendero, vio a François vaciaba un cubo de agua sucia tras el seto. Un perro ladró. Era un perro pastor que conducía un rebaño al establo de los granjeros vecinos. François había vuelto la cabeza en esa dirección. Temía a los perros y a otros animales. Incluso temía a las gallinas, a las que reprochaba el que se arrojasen a sus piernas sin ton ni son, sin dirección ni lógica. Eso es al menos lo que consideraba, ya que tal vez existía una lógica en las gallinas que él no atinaba a ver. Maupassant le creía. El animal dejó de ladrar y François entró en la casa. Maupassant no lograba distinguir los contornos del sendero
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que serpenteaba a través del campo. El interior de su cabeza también estaba sombrío y confuso como el límite del jardín, cerca del seto. Apenas habría podido hacer surgir una o dos ideas, aunque había intentado buscarlas, pero de todos modos no era con ideas como se escribía una novela. Sencillamente se había equivocado al beber esa botella al mediodía. Esa noche, en la cena, no tomó más que huevos y té.
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Al día siguiente, mientras François partía a comprar algunas provisiones en las granjas de los alrededores, Maupassant se dirigió temprano a Divonne. El camino que siguió serpenteaba a través de los campos de avena y de trigo. No había muchos árboles. Únicamente algunos raros nogales ocupaban espaciados el horizonte. A pesar de la hora matinal, el cielo ya era de un azul violento, sin una nube. El aire era fresca, casi frío. Maupassant se dijo que eso provenía de la proximidad de los grandes glaciares. Durante más de la mitad del camino, tuvo al Mont Blanc ante él, luego lo dejó a su izquierda y atravesó varios prados de trébol verde, bajándose de vez en cuando a recoger uno al azar. Cada vez, los tomaba con un número par de hojas, cuatro, seis u ocho. Un feliz presagio, pensó. Se sentía tranquilo, casi feliz. Respiraba ampliamente y su cabeza era ligera. El doctor Cazalis había tenido razón al enviarlo aquí. «El campo es un poco monótono, pero eso me conviene.» Tras el horno de Luchon, que no había podido soportar más de tres días, tenía la impresión de nadar a brazadas en el agua de un lago. Una agua límpida, pura y benefactora. «¿Y si me dedicase a ir mejor?»… Tal vez François tuviese razón. Esa noche había dormido cerca de cinco horas. Tocó sus mejillas para verificar que eran unas buenas mejillas, no carrillos. Desconfianza, ¡siempre igual!
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¿Cuántas veces no había dejado arrastrar por uno de esos ingenuos accesos de optimismo? ¡Cada vez que llegaba a un nuevo lugar! Pasó bajo la estatua del Cristo que dominaba el cementerio, luego bordeó las primeras casas de Divonne y vio el establecimiento termal, a lo lejos. Todavía era bastante temprano para que la calle estuviese cubierta con la fauna de la estación. Caminó bajo los arcos, cruzándose con algunas personas de edad, que regresaban a su hotel después de los primeros cuidados. Unas criadas instalaban las terrazas, delante de los restaurantes. La mayoría eran jóvenes, hermosas y bien formadas. Sin duda habían sido elegidas por eso. Formaban un contraste penetrante con los paseantes hepáticos o reumáticos con los que Maupassant se cruzaba. De pronto se sintió muy joven, él también. Se puso a caminar con paso más rápido y trató de encontrar la mirada de una de ellas, pero las muchachas pasaban y repasaban, entrando y saliendo de los hoteles sin prestarle la menor atención. Era visible que él se confundía, para ellas, con las sombras enfermizas de los viejos que estaban acostumbradas a ver beber a sorbitos largamente sus vasos de agua mineral en los sillones de mimbre. Su humor se nubló. Pasando ante un espejo, no pudo impedir detenerse y arrojar una mirada. El rostro que percibió le desagradó. Colocó en su lugar un mechón de cabellos, se ajustó su chaleco y metiéndose un poco el vientre se sintió viejo de nuevo. Viejo y cansado. Miró a una hermosa rubia que, ante él, sacaba una mesa a la calle, pero pudo constatar con inquietud que no tenía ganas de ella.
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–Lo encuentro mucho mejor de lo que me temía, le dijo Maubier, el médico que dirigía el establecimiento, tras haberlo examinado. Es una cuestión de régimen y de higiene de vida. Sus ojos y su cabeza han sido afectados por el invierno que hemos tenido. Usted necesita sobre todo aire puro y tranquilidad. Divonne le va a aportar todo eso. Una alimentación sana, aislamiento, sol y duchas. Unas buenas duchas muy heladas. – Para las duchas, quiero la presión de Charcot. Las demás no me hacen ningún efecto. – ¡La presión de Charcot! ¡Depende como usted progrese! ¡Es demasiado en su estado! Maupassant ajustó la camisa en el pantalón. – Le aseguro que no hay nada como ellas para hacerme dormir. ¿No le ha escrito el doctor Cazalis? Maubier consultaba una ficha, sin mostrársela. Maupassant tuvo ganas de leerla, pero no se atrevió a preguntarle. Un año antes no lo habría dudado, pero ya se había acostumbrado. Uno pasa de un médico a otro. Vuestro expediente os sigue, aumentando. Os convertís en un caso. Se os resume en una ficha, cada vez más indescifrable, se os condensa y al final, no sois más que un epitafio.
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– Le recetaré un poco de laudano. Padece usted de agotamiento intelectual. ¿Está escribiendo algo en este momento? – No. No he escrito nada desde hace seis meses. – Bien. Muy bien. La mitad de los hombres de letras están como usted. Son los nervios los que afectan todo, pero la constitución física es excelente. La réplica de Maubier le provocó de entrada ganas de reír, pero esa hilaridad enseguida se convirtió en cólera: – ¡Le digo que me hace falta la presión de Charcot! ¡Puedo soportarla! ¡El doctor Cazalis me la aplica sin problemas! Maubier frunció las cejas. Esa violencia repentina lo había sorprendido. – ¡Déjeme hacer, señor de Maupassant! ¡Está usted todavía débil! – ¡Usted acaba de decirme que me encontraba bien! – Yo he dicho: mejor de lo que me temía, sí… De repente se sintió muy cansado. Incluso ni tenía ganas de pedir una explicación. ¡Al diablo con todas esas fichas, todos esos misterios! ¡Al diablo con los aires de suficiencia de ese cretino de Maubier! Se sentó sobre la cama para ponerse sus botines. Aislamiento, sol y duchas. Golpearon a la puerta. Maubier solicitó entrar. Levantando la cabeza, Maupassant observó un enfermero completamente vestido de blanco en el resquicio. El hombre lo miraba con curiosidad. Lo saludó con un movimiento de cabeza sin atreverse a entrar en el cuarto. Maupassant respondió a su saludo. Maubier había desplegado su sonrisa profesional: – Le presento al señor Cluzel, quién se ocupará de usted.
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Y como Maupassant no reaccionaba: – Verá usted, querido amigo, como todo irá bien. Yo no me preocuparía… Maupassant había acabado de vestirse. Se levantó y salió detrás del enfermero, sin parecer observar la mano que el médico le tendía. La ducha era naturalmente demasiado floja, como había pensado, pero lo relajó. El enfermero era un buen masajista y las instalaciones excelentes. Cuando una hora más tarde abandonó el establecimiento, se sentía de mejor humor. Era como si su cuerpo le hubiese pertenecido de nuevo. Había mucha gente en la calle. Las terrazas estaban repletas. Subió lentamente los soportales, dudando en regresar directamente a su casa a almorzar o sentarse un rato en una mesa para tomar un vaso. ¿Una copa de champán, quizás? La bonita rubia que no le había hecho ningún efecto hacía una hora, estaba apuntando el pedido de dos parejas. Maupassant la miró inclinándose hacia ellos, sonriéndoles. Ella tenía unos pechos espléndidos. Cuando regresó, advirtió que él la observaba fijamente algunos segundos antes de girarse para entrar en el restaurante. Ella tenía unos andares indolentes, que realzaban más su busto. Maupassant tuvo tiempo de mirar su rostro, que encontró bonito, aunque un poco de más edad de la que había creído anteriormente. De todos modos él no se sentía atraído por las jovencitas. Esta vez sintió mucha atracción por ella. Esa sensación lo tranquilizó. Habría podido tomarla inmediatamente, allí, sobre una mesa, ante todo el mundo. Le habría gustado hacerlo, sí. Allí, ante toda la gente. «Me siento mejor», pensó con satisfacción. Este pensamiento disipó su
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vacilación y decidió regresar a su casa sin demora. Por hoy era suficiente. En el regreso, el camino le pareció largo. El Mont Blanc quedaba a su espalda y la ausencia de árboles lo remitía únicamente a sí mismo. «Morir, por supuesto, pero más tarde… Cuando todo se convierta en historia antigua: el placer, el dolor, el amor, la esperanza… ¡Sobre todo la esperanza! Cuando la esperanza haya desaparecido finalmente, incluso de mi memoria, o casi.» Vio algunos aldeanos que trabajaban en los campos, pero estaban demasiado lejos y no tenía ganas de hablar con nadie. Se levantó viento. El cielo estaba cubierto desde la mañana. Sintió algunas gotas sobre su nuca. «Será mejor que alquile un triciclo para pasear.»
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«MAU-PAS-SANT… MAU-PAS-SANT… MAUPAS-SANT…» Repetía incansablemente esas tres sílabas ante el espejo del salón. Sus labios se abrían, se adelantaban, se encontraban. Gesticulaba ligeramente para articular mejor. Pronunció así su apellido en voz alta varias veces seguidas y comprobó que no lo comprendía. ¡Su propio apellido! «Mau-pas-sant… Mau-pas-sant… Mau-pas-sant…» Al final, deletreó cada letra, una tras otra, y tampoco comprendió. No sabía nada. Había perdido la memoria de su cuerpo y de su rostro. « Mau-pas-sant… Mau-pas-sant…» Cuchicheó, asustado por esas palabras que no eran otra cosa que ruidos vacíos de sentido. Se adelantó, se pegó a su reflejo hasta tocarlo y todo se nubló todavía más en su espíritu. Era un extraño el que lo observaba. Su cerebro estaba a punto de vaciarse poco a poco de su pensamiento. Un minuto más y se volvería completamente loco. – ¿El Señor querrá pollo? Un reflejo lo hizo echarse atrás para escapar al vértigo. François estaba allí, en el umbral de la puerta. ¿Desde cuanto tiempo? Pasó la mano ante sus ojos, para disipar la pesadilla. Sentía gotas de sudor helado sobre su frente. La
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consciencia de sí mismo regresó. Se tambaleó ligeramente hasta la mesa y se sentó: – François… Se vio obligado a aclararse la garganta para hacerse entender: –… ¿Llegas a encontrar raro tu nombre en tu propia boca? – ¿Mi nombre, Señor? – Sí… Pronúncialo, por favor. – Tassart… François Tassart. – Una vez más. – François Tassart. – Continúa, continúa…¡no te detengas! François repitió su nombre varias veces. – ¿… Acaso no lo encuentras raro? – No lo sé, Señor. Es mi nombre. Y como Maupassant no respondía nada: – Nunca he pensado en ello. François no se había movido. Maupassant comprendió que tenía miedo. Volvió la cabeza y comprobó que los cubiertos estaban puestos en la mesa. –¿Qué era lo que querías cuando has entrado? – Preguntaba al Señor si tomaría un poco de pollo. Lo he comprado esta mañana, en la granja. Un hermoso pollo de grano. He hecho también… – ¡Lo que quieras! Atajó Maupassant. Tráeme una copa de champán. Y como François frunciese las cejas: – ¡No te preocupes, no beberé más que una copa! François todavía dudaba. – Guarda la botella en la cocina, si quieres… ¡podrás controlarla!
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François se volvió. Maupassant le llamó: – ¿Cuánto tiempo hacía que me observabas? – No, Señor. Acababa de entrar. – ¿François? – ¿Sí? – Repite aún una vez tu nombre, por favor. – Tassart. – ¿Tassart? – François Tassart. – ¿Y el mío? – Maupassant. Guy de Maupassant. – Sí. Eso es. Esta vez, los dos hombres no pudieron impedir sonreír. – ¡Ve entonces a buscarme esa copa!... ¿A qué esperas? Giró la cabeza y miró por la ventana. Llovía sin parar, pero el viento había cesado. El mundo entero parecía en calma. Sintió la vida penetrar en él. Hizo mover los músculos de sus hombros, de sus brazos. ¡Había estado siempre tan orgulloso de la fuerza de sus brazos! Tamborileó con la punta de los dedos sobre su plato, tomó un cuchillo y lo hizo girar en la palma de su mano. François estaba allí, observándolo. ¿Cuántas veces lo había sorprendido de ese modo, en ese estado próximo al sonambulismo? Le plantearía la cuestión cuando regresara de la cocina con el champán. Para bromear, él le diría: «Entonces, ¿me espías…?» y François enrojecería hasta las patillas… Pero de hecho, ¿acaso François no lo espiaba un poco? Maupassant se había cruzado más de una vez con su mirada fija en él, intrigado o perplejo. Ayer, por ejemplo, cuando estaba sentado en el sofá del salón. Y no solamente
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ayer, sino anteayer y otros días. ¿Todos los días, quizás? ¿Desde cuanto tiempo hacía que François lo espiaba? De pronto estaba convencido de esta evidencia: François lo espiaba, François tomaba notas a escondidas sobre su vida común. No podía haber más que una razón para eso: François quería escribir un libro sobre él. Un libro de testimonios, de recuerdos, tal vez… ¿Unas memorias? ¡Pero para eso habría necesitado que haya muerto! Sí, seguramente era eso: ¡François esperaba su muerte para convertirse en su biógrafo! Cuando regreso al cuarto, trayendo sobre una bandeja el pollo, la ensalada y una copa de champán, Maupassant lo tomó del brazo: – Tengo una idea. Deberías escribir un libro. – ¿Un libro? – Sí. Un libro sobre mí. Tu serías mi biógrafo. – Pero yo no sé escribir. – Eso no es problema. Seré yo quién lo escriba. Tú lo firmarás en mi lugar. – ¡En su lugar, Señor! – ¿Por qué no? ¿Preferirías escribirlo tú mismo? ¿Crees que quizás no sé escribir? – Oh, Señor… – Lo publicarás después de mi muerte. Se venderá mejor. ¡Sí, sí, te lo aseguro! Y nada más que la verdad, ¡eh! Se titularía así «Algunas anécdotas sobre la vida de…», ¡no!...«Recuerdos sobre Guy de Maupassant por su fiel mayordomo, François Tassart»… ¿Qué te parece? ¿«Fiel» es quizás demasiado? En el título, al menos… François no respondió. Todavía tenía ganas de llorar, ¡el muy imbécil!
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– Tranquilízate. Todavía no estoy muerto. Tenemos mucho tiempo… Maupassant soñó un poco comiendo un bocado de pollo. – Debería ser un gran éxito en las librerías… ¡Le has echado demasiado sal a este pollo! – Lo he hecho como de costumbre. – ¡Es demasiado! Se encogió de hombros y dejó su plato. – De todos modos, no tengo hambre. Se levantó de la mesa y fue hacia la ventana. – Esta mañana, he visto a una mujercita. Una rubia. Senos espléndidos. Me ha mirado. Es una camarera en uno de esos hoteles, bajo los soportales. ¡Éxito asegurado! Ya veré mañana. Hoy me sentía todavía un poco… Ya lo verás, en tu libro, te contaré todo. ¡Tráeme una copa de champán! Se giró. – ¡No niegues con la cabeza!... Y piensa en alquilarme un triciclo, esta tarde. Lo necesito absolutamente. ¡Mis piernas, entiendes, mis piernas! No me hace falta que me entumezca. François había salido sin una palabra. Maupassant se sentía mejor. El champán le había sentado bien. No, todavía no estaba muerto, no había prisa. Ese pollo estaba demasiado salado. Iba a pedir a François que le preparase unos huevos. Huevos y té. Esa pequeña camarera no estaba muy entrada en carnes, aparte esa garganta… ¡Era curioso como su gusto por las mujeres un poco delgadas se incrementaba, envejeciendo! Seguramente era la edad. La opulencia de las formas contaba menos. Los sentidos tenían
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necesidad de una excitación mayor. Allí no había más que delgadas, con sus caderas estrechas, sus muslos largos… Se volvió a sentar a la mesa, probó todavía un bocado de pollo y lo escupió. ¡Cómo le hubiese gustado volver a ser el hombre que fue hacía diez años, cuando no se planteaba ninguna cuestión en su relación con las cosas, con las mujeres o con él mismo! En esa época, todavía tenía la suerte de ser un animal inferior, enamorado del agua, de la tierra y del viento. Todo era sencillo y no importaba que carne deseable. Pero se acaba por evolucionar. La vida se desdobla. Está la de los sentidos y la otra, y uno se agota cada día un poco más queriendo hacerlas compatibles y cada día se consigue un poco menos. Así es como el cerebro se ha puesto a tomar conciencia de sí mismo, ¡el animal!. Eso se denomina volverse más humano… Maupassant miró su pollo frío y sintió unas ligeras ganas de vomitar.
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Al tercer día, desde las seis de la mañana, quiso probar el triciclo que François le había conseguido en Divonne la víspera por la noche. Por el sendero, ganó la carretera que llevaba a Ginebra y rodó algunos kilómetros sin exagerar su esfuerzo, alcanzando puntas de velocidad por momentos, luego dejándose deslizar sin pedalear en los descensos. Todavía no había nadie en los campos. El sol acaba de salir y se cruzó solamente con dos carretas vacías que partían hacia la siega. Experimentaba placer sintiendo los músculos de sus pantorrillas y sus muslos y el calor doloroso y bienhechor que se extendía a lo largo de sus piernas y en sus riñones. Hacía mucho tiempo que no había sentido todo su cuerpo vibrar así bajo el esfuerzo físico. En la cima de una cuesta, observó frente a él un cupé, tirado por cuatro caballos. Se divirtió aumentando la velocidad, para alcanzarlo. En el momento el que llegaba a su altura, el cochero volvió la cabeza. El hombre no tenía visiblemente ganas de echar una carrera. Había viajado de noche, sus caballos estaban cansados. Probablemente acabarían sus relevos llegando a Ginebra. Maupassant circuló un momento detrás del vehículo. No había ningún mal en permanecer en su estela. Pensó que cada vez menos se veían esos coches en las carreteras. El ferrocarril les había propinado un golpe mortal. En diez
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años, habrían desaparecido completamente. Eso era tal vez lo que explicaba la indiferencia del cochero, más aún que su cansancio. «Soy el único elemento moderno del paisaje», pensó Maupassant. El hombre se volvió hacia él y le hizo señas para que lo adelantase. Maupassant dudó: tendría que acelerar y estaba resoplando. Prefirió mantenerse a la altura del coche, para evitar el viento y rodó a su lado. Las cortinas flotaban sobre la portezuela entreabierta. En el interior del vehículo, una pareja de pasajeros lo miraba con curiosidad. El hombre tenía unos cincuenta años. Sus cabellos eran grises. No llevaba sombrero. Debió ser bastante guapo, pero la edad había endurecido su mirada y dos grandes arrugas de amargura marcaban su boca. «Debería cortar sus patillas», pensó Maupassant. La mujer era mucho más joven. Veinte años, tal vez. Morena, los cabellos en bucles, un rostro de una extrema palidez. Podía verse allí la tristeza en sus ojos claros, como descoloridos, pero no era más que una impresión… ¡Esas mujercitas de ojos tristes tienen a veces, en la cama, esos golpes de riñones! Maupassant encontró de pronto repugnante la idea de que ella pudiese dejarse acariciar pro ese compañero. ¡No era muy apetecible, un hombre con semejantes patillas y una arruga tan fea junto a los labios! Trató de imaginarla desnuda, ofrecida ante el otro. A los cincuenta años se debe comenzar a tener el culo triste y el vientre blando. ¡Pensar que ella acepte que ese hombre proyecte en su bajo vientre su esperma ridículo! A fin de cuentas, más risible que repugnante. Circulando así, siempre al lado, atravesaron un campo que desprendía un olor violento de abono. Maupassant sintió de pronto endurecerse a su miembro, mientras que la mujer
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continuaba mirándolo. El hombre se había cansado. Había echado la cabeza hacia atrás y desparecido en la sombra del vehículo. «Ella pronto va a hacer otro tanto y se tomarán las manos mirándose con ojos húmedos y se besarán indolentemente…» Pero la mujer no se movía de la ventana. Tomado de un impulso súbito, Maupassant le tendió la mano derecha. Ella tuvo un instante de vacilación, luejo dejo colgar la suya fuera, sin decisión. Él la tomó, aproximó sus labios y depositó un beso sin dejar de mirarla. Ella retiró su mano enrojeciendo y la cabeza del hombre volvió a aparecer en la portezuela. ¿Había visto algo? Parecía enfadado. Miró a Maupassant, como si hubiese querido hablarle, pero los baches y el estrépito de las ruedas y de los cascos le hicieron renunciar. Cerró la cortina sobre ellos con un gesto rabioso. Maupassant ralentizó su velocidad y se dejó distanciar. El cupé ganó rápidamente terreno y despareció en la siguiente curva, detrás de un bosque de árboles. «Una más, si yo hubiese querido…» Estaba feliz como un niño con su gesto. Se detuvo, descendió del triciclo y orinó copiosamente contra un árbol. Volviendo a montar en la máquina, comprobó que continuaba experimentando una sensación dulce y beneficiosa en su miembro. Tuvo una oleada de agradecimiento hacia esa mujer. No la volvería a ver nunca y era mejor así. Pedaleó todavía un poco más, luego se decidió a dar media vuelta y regresar. Pronto debía ser la hora de su terapia.
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– ¿A cuánto está? – ¡A 35, Señor! – ¡Pero aumente, caramba! ¡Aumente! Estaba desnudo bajo el chorro de la ducha y el ruido del agua le obligaba a gritar para hacerse oir. El enfermero gritaba, también: – ¡Mi jefe ha dicho a 32! – ¡Le digo que aumente! ¡Es una orden! – ¡No recibo órdenes de los clientes! – ¡La presión de Charcot es 45! ¡45! – ¡El doctor Maubier ha dicho 32! No había nada que hacer. Una oleada de cólera le invadió. Se arrojó sobre el enfermero y lo agarró por el cuello de su blusa. El hombre aflojó el tubo para defenderse y el agua se dispersó por todas partes. Cayeron al suelo alicatado y rodaron uno sobre otro, sin que ninguno consiguiese tener al otro debajo. El enfermero era tan fuerte que consiguió inmovilizarlo, pero no podía mantenerlo aferrado contra él. Sus rostros casi se tocaban. El agua continuaba esparciéndose por la sala. El tubo se retorcía en todos los sentidos. Los regaba por intervalos, luego se alejaba de ellos y se dirigía hacia otros objetivos, guiado únicamente por el azar de sus rebotes. « ¡Voy a
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matarlo! ¡Voy a matarlo!... pensaba Maupassant… Si abre la boca, le hundo el cráneo!» Pero el hombre tenía demasiado que hacer para pensar en hablar. Estaba totalmente concentrado en su abrazo. Sus ojos estaban tan exorbitados y tan rojos, que Maupassant cerró los parpados. Giró la cabeza de lado y ese movimiento bastó para tomar conciencia de la situación. ¡Estaba allí, desnudo como un gusano, entre borbotones de agua, prisionero en los brazos de un hombre que lo apretaba! Podía oírlo jadear, sentir el olor de su transpiración y todo eso comenzaba a asquearlo un poco. Y luego, tenía ese extraño gusto dulzón en la boca. «He debido morderme la lengua al caer y sangro…¡Eso es suficiente, ahora!», pensó. Dejó distender su cuerpo, no oponiendo ninguna resistencia al otro, pero el enfermero todavía dudaba en liberarlo. – ¡Estoy sangrando! ¿No lo ve?, le dijo Maupassant. – Echó la lengua fuera, para mostrársela. El rostro del hombre estaba tan próximo que le lamió la nariz. El hombre se echo hacia atrás, sorprendido. Miró a Maupassant algunos segundos, luego le dejó, se levantó y corrió hacia un grifo para cortar el chorro de agua. Maupassant se sentó sobre el embaldosado. El agua se colaba por las cuatro esquinas de la sala, mediante dos desagües enrejillados. El enfermero se había vuelto y lo miraba con aire perplejo. Tenía un poco de sangre en la punta de la nariz. Maupassant sacó de nuevo la lengua y gesticuló al tantear la parte dolorida. – ¡No ha sido mi intención, Señor! ¡No he hecho más que defenderme! Maupassant iba a responderle para disculparse a su vez, cuando de pronto tuvo conciencia – oyéndose llamar «Señor» – de que no recordaba su propio nombre. El otro se
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llamaba Clauzel, ¿pero él? Cerró los ojos con una fuerza terrible. «Eso vuelve a comenzar», pensó. Le habría gustado que todo estallase en su interior. Que todo se esparciese fuera de su piel, por su boca, sus ojos, sus orejas, por todos los orificios de su cuerpo. De hecho, simplemente se había puesto a llorar. Cuando salió de las instalaciones termales, todo se había arreglado. Le dio dinero al enfermero, que de entrada lo rechazó, pero luego aceptó «para sus hijos» y se habían arrojado en los brazos el uno del otro, pero esta vez de pie. El hombre le había jurado que no quiso dañarlo en absoluto, que incluso nunca había experimentado tanta simpatía por un cliente… Habían acordado no poner al doctor Maubier al corriente del incidente. – Trataré de aumentar hasta los 37, le dijo el hombre bajando la voz, pero será necesario que quede entre nosotros, ¿eh? Más allá no puedo… Si ocurriese algo, ¿comprende? Maupassant comprendía. La lluvia caía tan fuerte que debió atravesar la calle corriendo hasta los soportales. Estaban entrando precipitadamente las mesas, los parasoles y las sillas de mimbre en los hoteles y los restaurantes y todo el mundo se refugiaba en el interior. Dudó en tomar un coche para que lo condujese a casa, pero no era demasiado tarde y no tenía hambre. Decidió tentar a la suerte con la camarera rubia, si la encontraba. Entró en el café donde la había visto trabajar, la busco con la mirada y creyó verla al fondo de la sala, despareciendo en las cocinas.
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En el instante en el que se sentaba en una mesa libre, reconoció a algunos metros de él al pintor Fournier, su viejo amigo de Étretat, que se levantaba para salir. No lo había visto desde hacía al menos dos años. La última vez debió ser en su yate Bel-Ami, cuando había dado aquella fiesta con motivo de la aparición de su novela Fuerte como la muerte. ¡Todavía le gustaba la gente en esa época! Regresaba precisamente con François de un largo viaje por el norte de África donde habían llegado hasta el Sahara, y estaba tan negro como un indígena. ¡Un aspecto soberbio! Había estado brillante ese día. Se decía que era su mejor novela. A los periodistas que le preguntaban les había respondido que jamás aceptaría la Legión de honor. Circulaba por Paris el rumor de que querían proponérsela y él prefirió tomar la delantera. Ninguna condecoración, ninguna Academia, ninguna institución de ninguna clase. Ningún lazo, sobre todo el matrimonio. Y como se sorprendiesen a su alrededor: – ¡Es una situación absurda, anormal! Nosotros somos polígamos, pero el matrimonio es la ley y cada uno se somete… ¡Yo no! ¡Conformarme con una sola mujer toda mi vida! Hace falta abnegación, virtud, meritos que yo jamás tendré. ¡Eso sería para mí también poco natural, como si no viviese más que de ensalada! Ni matrimonio, ni hijos, lo había claramente subrayado. Evidentemente. Pero la mujer no estaba más que para engendrar. Ella también tenía necesidad en su vida de una multiplicidad de parejas. La pareja, ¡qué horror! No se protegía además más que a los maridos. La ley, la opinión pública hacía otro tanto. ¡Era una vergüenza! ¡Y se consideraba normal que un hombre matase a su compañera si la sorprendía en los brazos de su amante! E incluso se le
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consideraba un héroe! ¿Pero quién era pues el verdadero monstruo? ¿La mujer que sucumbía o el marido que asesinaba? En realidad, vivimos en una sociedad horriblemente burguesa, timorata y mediocre. Quizás nunca se haya tenido el espíritu más estrecho. Él tenía intención de retirarse pronto de la literatura y de no dedicar su tiempo más que a escribir sobre la evolución de las costumbres y de las clases sociales que presentaba para el próximo siglo. ¡Bastantes novelas! Se habían reído en su círculo de amistades, como si no hubiese hablado en serio. François pasaba en medio de los invitados sirviendo champán. Hoy, estaba feliz de volver a encontrar un rostro amigo en medio de extraños. Fournier estaba acompañado de una pareja que él no conocía. «Ha adelgazado», pensó Maupassant, interrumpiéndole el paso, tendiéndole la mano: – ¿Qué haces aquí? ¿Riñones, hígado, reumatismo o simple melancolía? Fournier miró esa mano sin tomarla. Interpelado, fijó la vista en Maupassant algunos segundos antes de reaccionar: – ¡Oh! ¡Maupassant! Le tomó entonces la mano calurosamente, pero era demasiado tarde. – No me reconoces. – ¡Claro que sí! Fournier no le soltaba la mano. El se desprendió. – ¡No, no! ¡No me reconocías! ¡Nadie me reconoce ya! Fournier se echó a reír. Le presentó a la pareja que lo acompañaba. Maupassant los saludó maquinalmente, sin oir sus nombres. La mujer enseguida se puso a hablar de literatura. Desfilaron títulos de novelas. Ella le manifestaba
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su admiración, pero él no llegaba a escuchar. Miraba una mancha de vino que el hombre tenía sobre el rostro, bajo el mentón y que buscaba en vano camuflar mediante un cuello demasiado alto. Fournier, felizmente, llamó su atención. No estaba más que por dos dias en Divonne. Con sus amigos, se alojaba en el Gran Hotel. Había que organizar una cena, antes de su partida. ¿Mañana, tal vez? Acaba de someterse a una terapia espléndida. El doctor Maubier era excelente. La estación no estaba tan viciada como la de Plombières o Aixles-Bains. Esa situación no duraría mucho, pero de momento se cuidaban todavía a los enfermos. Que pena que el tiempo se hubiese estropeado desde hacía algunos días…«El aire es un poco fresco, como verás, pero ideal para los nervios.» Había hecho bien, él también, en elegir Divonne. ¡Reposo absoluto! – ¿Estás preparando una nueva novela? – No escribo nada. Mi memoria me falla. – ¡Tú! Fournier se volvió hacia sus amigos: – ¡Es capaz de recitaros un artículo que haya escrito hace dos años! ¡Sin olvidar una sola palabra! ¿Recuerdas la noche en la que nos dijiste de memoria la crónica que acababas de entregar al Figaro sobre tu ascensión en globo? ¡Una buena docena de páginas… y de memoria! ¡Increíble!. – ¡Ya no, Fournier! ¡Ya no! Es la antipirina. Estoy obligado a tomarla por mis migrañas. Hasta dos gramos diarios. Mi pensamiento se diluye. Es como el agua en una cisterna. – «¡El agua en una cisterna!» ¡Incluso hablando, continúa escribiendo! – ¡No, Fournier, no! Las palabras más simples… Si tengo necesidad de «cielo» por ejemplo, o de «casa»… ¡no
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están allí! ¡Desaparecidas! Las busco y no encuentro nada. ¡Estoy acabado!. Fournier sonrío: – No te creo. Y a sus amigos: – ¡Tenéis ante vosotros al más grande bromista que hayáis conocido nunca! Un día, en un tren que nos conducía a Étretat, tenía sobre las rodillas una cajita de madera, cuidadosamente atada. La manipulaba con infinitas precauciones. Había simulado acento ruso y me hablaba en voz baja con los ojos extraviados. Atentado, dinamita, explosión, incendio… En el compartimiento, los viajeros estaban aterrorizados. Yo no sabía como conservar mi seriedad…Finalmente, alguien debió denunciarnos al revisor. ¡Apenas pusimos el pie en el andén de la estación de Étretat cuando tres policías nos detuvieron! Nos condujeron a una dependencia y le obligaron a abrir la cajita. ¡En el interior no había más que unas prendas íntimas femeninas! Fournier y la pareja estallaron en carcajadas. – ¡Imítanos el acento ruso, Guy! ¡Imítalo para que se den cuenta! Maupassant masculló algo, y Fournier le pidió que lo repitiese. – ¡Estoy al límite, Fournier! No he dormido desde hace cinco meses. Hay días en los que tengo ganas de pegarme un tiro. La pareja de amigos desapareció con una excusa. La mujer quería cambiarse antes de almorzar. Estrecharon la mano de Maupassant y Fournier les dijo que se uniría a ellos en el hotel. Quedó con Maupassant, le tomó del brazo y le
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obligó a sentarse con él. ¿Es que acaso estaba hablando en serio? Vinieron a preguntarles que deseaban beber. No era la camarera rubia quién los atendía. La vio a los lejos llevando una bandeja de vasos sucios. Ésta no estaba mal pero era la otra a quién él deseaba. Pidió champán, luego quedó silencioso, escuchando a Fournier que le hablaba de los beneficios que iba a obtener de su estancia en Divonne. Todos los artistas atravesaban esos momentos de impotencia. El exceso de trabajo, la fiebre de la agitación parisina, los horarios que se alteraban cada vez más, las noches que comenzaban cuando despuntaba el día… ¡Se tensaba la cuerda y ésta rompía de un solo golpe! Él mismo, hacía un año que no había conseguido pintar una sola tela válida. Eso se llamaba neurastenia. Hace diez años, con Charcot, se le denominaba «histeria», pero la medicina había progresado. – Deberías ver a Déjerine en París. Es el médico de moda. Se le tiene mucha fe. Está muy bien. Treinta y cinco años apenas y ya es profesor. Les trajeron el champán y brindaron. Maupassant permanecía obstinadamente silencioso, la mirada perdida por la sala repleta de gente. Y como Fournier parecía esperar una respuesta que no llegaba, se decidió a hablar: – No hace falta más que fije demasiado tiempo mis ojos sobre un solo punto, para tener la impresión de que la realidad se disuelve, que se idiotiza, se vuelve alucinante. Una mesa, una silla, el menor objeto, nada de eso tiene sentido… ¡incluso yo, si miro demasiado tiempo mi imagen en un espejo! Pierdo poco a poco consciencia de mi identidad… – ¡Neurastenia! Déjerine te lo dirá. Te escribiré su dirección. Irás a verlo de mi parte.
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Fournier extrajo un papel de su bolsillo y escribió. Ahora tenía ganas de irse. Sus amigos lo esperaban para almorzar en el Gran Hotel. Extendiendo la hoja a Maupassant, añadió: – ¿Por qué la realidad ha de tener razón? Con nuestros cuadros y nuestros libros, no hacemos más que luchar contra ella, cada día… ¡Es muy normal que se vengue! Había encontrado una salida satisfactoria. Abrazó a Maupassant y se levantó disculpándose. Acordaron una cita para el día siguiente. Maupassant pasaría por su hotel, después de la terapia, y almorzarían juntos. Justo antes de empujar la puerta del café, Fournier se volvió sonriéndole. Maupassant le dirigió un pequeño saludo con la mano, como para excusarse, luego le vio alejarse y desaparecer bajo los soportales. ¿Excusarse de qué? ¿De que las cosas pierden sus sentidos? Un día llegaría sin duda en que unos artistas lucharían conscientemente contra esta «caída de los sentidos» de su obra. Tal vez incluso estarían orgullosos de ello. Y si la realidad siempre había conseguido ganar hasta el presente, ¿qué ocurriría dentro de diez años, treinta años? Con el champán ayudando, Maupassant imaginó de repente cosas increíbles en un futuro próximo. Decididamente debería dejar de escribir novelas, como lo había anunciado en esa fiesta, en el Bel-Ami… Todo su mal procedía de ahí: ¡más novelas! Allá, cerca de la barra, la camarera rubia había sacado su delantal. Se echaba una capa sobre sus hombros. Maupassant supuso que acababa de finalizar su turno y se disponía a irse. Buscó rápidamente un billete y lo dejó sobre la mesa para pagar las consumiciones. Se precipitó sin esperar el cambio. La mujer había observado esta operación
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echándole una mirada divertida mientras atravesaba la sala. Llegaron a la puerta al unísono. – Parecería que hubiésemos convenido una cita, le hizo observar ella saliendo delante de él. – ¿A dónde va? Le preguntó él, mientras caminaban codo con codo, atravesando la calle de los soportales y dirigiéndose a una avenida menos transitada. – A donde quieras. – ¿A tu casa? – ¿Primero me invitas a una copa? – Por supuesto. ¿Qué quieres beber? – Me gusta el vino. – ¿Conoces algún lugar? – Hay un café, cerca de mi casa. Estaremos tranquilos. Ella le tomó el brazo y le sonrió. Tenía unos bonitos dientes y lo sabía. Sin duda era por eso por lo que le sonreía. – ¿Qué edad tienes? preguntó ella. – Cuarenta años. – ¿Estás enfermo, para estar aquí? – Sí. – ¿De qué? – De aburrimiento. – No hay como los imbéciles para aburrirse. Se río, luego añadió: – Era mi madre quién decía eso. – Yo soy un imbécil, entonces. Ella continuó riendo estrechándole el brazo. – Te he visto mirarme ayer. Mirabas mis pechos. – Es cierto. Arrojó una mirada sobre ella, pero la capa no le permitía vérselos. – Habrás visto que tengo unos bonitos pechos.
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– Lo sé. Continuaron caminando, estrechados el uno contra el otro. – ¿Te parezco demasiado delgada? – No. – A menudo, los demás me encuentras demasiado delgada. – ¡Chiquilla!, le dijo él. Dejaron la avenida y entraron en una calle más estrecha. Ella se acurrucó junto a él y le pasó un brazo alrededor de la cintura. – He acabado mi servicio hasta mañana por la noche. Acabo de hacer quince días seguidos sin parar. Es un desagradable trabajo servir en plena estación… ¡Todos esos viejos! – Yo también soy viejo. – ¡Oh! No es lo mismo. Ella se detuvo ante una puerta de un garaje. Lo miró como si quisiera que él la besase. Adelantó una mano y le tocó ligeramente entre las piernas. Él la rechazó: – Ahora no. – ¿Por qué? Se puede… Detrás de la puerta, allí. No hay nadie. Él dudó: – No. Continuaron caminando en silencio. – ¿Cómo te llamas? – Maupassant. Guy de Maupassant. – ¿Entonces eres noble? – Si tú quieres. – ¡Cómo es eso: si yo quiero! ¿Me estás dando un nombre falso?
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– No. Y como él no añadiese nada: – Yo soy Solange pero hay que llamarme Jenny. – ¿Por qué Jenny? – No me gusta mi nombre. Llegaron ante un café y ella le hizo una indicación de que era allí. Entraron. Le dijo que se sentara en una mesa, mientras ella iba hasta la barra donde la conocían. Estrechó manos, besó a una mujer de más edad, le mostró la mesa donde Maupassant se había sentado y pidió alguna cosa. La mujer echó un vistazo al hombre e hizo un signo de aprobación. Era una mujer todavía seductora, con grandes mechas rosas que le caían sobre los ojos. Había poca gente en el café. En una mesa, tres obreros estaban a punto de comer. En la barra, dos hombres discutían ante unos vasos. Se volvieron todos hacia Maupassant, lo estudiaron un momento para luego regresar a sus conversaciones. No era un café de clientes del establecimiento termal, sino el tugurio que él esperaba. Jenny regresó y se sentó a su lado. Quitó su capa y la arrojó hacia atrás con un movimiento de hombros que dejaba adivinar sus pechos. Sabía que él los miraba. Abrió un bolso, extrayendo un pequeño espejo y un pintalabios rojo. Rectificó el dibujo de sus labios, luego le mostró el espejo antes de guardarlo: – Esto vale dinero. – Es bonito. El espejo desapareció en el bolso: – ¡Ya está! Y como él no decía nada: – Está claro, los dos.
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– Sí. – ¿Te apetece, aquí? – Sí. – No es un sitio muy elegante, pero es conveniente. Soy conocida. Él hizo una señal de asentimiento. Ella le tomó la mano: – ¿Por qué no has querido que te tocase hace un rato? – No lo sé. – ¿No será que estás enfermo? – No. Ella pareció tranquilizarse. La patrona les trajo una botella de vino, un vino del país. La botella había sido conservada al fresco, en hielo. Había un vaho encima y unas gotas perlaban el gollete. Era una botella cara, rara. Los demás clientes volvieron la cabeza hacia ella y la miraban con respeto. La patrona depositó dos vasos ante ellos y les sirvió con precaución. – ¿Os la dejo? – Maupassant asintió. Ella secó el gollete con un paño. – Esto va a estar de aupa, dijo Jenny brindando. Él brindó con ella: – Estará de aupa. La patrona les sonrió y regresó tras su barra. Degustaron el vino lentamente, sin dejar de mirarse a los ojos. – No deberías beber si estás enfermo, se preocupó ella. – ¿Y tú? – ¡Oh! Yo. No tiene importancia. Después del trabajo, eso no tiene importancia.
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Acabaron sus vasos y los dejaron sobre la mesa. Él los volvió a llenar. Ella le miraba hacer, emitiendo un pequeño suspiro de placer. – Es bueno beber, dijo ella. ¿A qué te dedicas en la vida? – En este momento a nada. – ¿Entonces tienes rentas? – Si tú quieres. – ¡Eso no es justo! ¿No tienes? – Sí. Luego añadió: – Eso se paga de otro modo. Ella trató durante un instante de comprender lo que él había querido decir, luego le tomó la mano: – Pareces un buen tipo. Ella le sonrió: – Está bien tener dinero. – Claro, dijo él. Se pusieron a beber, tranquilamente. En la cama, fue otra cosa. Ella era mucho más complicada. Mientras se desvestía le explicó que no podía dejar de acariciarse con la mano durante la penetración. Él no tendría más que tomarla por detrás, arrodillado, y mantenerle firmemente la cintura con su brazo, para evitar ser expulsado por los sobresaltos que ella le haría hacer. Si quería, podría también pellizcarle un poco los pezones con la otra mano, pero no demasiado fuerte, ¡eh!. Lo suficiente para que el dolor se confundiese con el placer. Ella se encargaría del resto. Apoyando su cabeza contra la pared, tenía las dos manos libres. Como una sola le bastaba, le
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propuso utilizar la otra para acariciarle si él quería. Él encontró eso inútil y prefirió conformarse con lo que había. Duró un buen cuarto de hora. Él la miraba mojarse los dedos de vez en cuando y llevar la mano a su sexo con regularidad. Mantuvo los ojos abiertos todo el tiempo. Se sentía extrañamente desplazado de la acción, como si su miembro no le hubiese pertenecido. Algo flotaba en alguna parte encima de él, mirándose hacer sin pasión. Eso parecía más bien una especie de masturbación a dos, pero no era desagradable. Él la encontraba excitante, con sus ojos cerrados y su boca ligeramente entreabierta. Ella emitía pequeños suspiros y pasaba continuamente su lengua sobre sus dientes, como cuando había saboreado el vino, un poco antes. Luego ella emitió un largo grito de placer, seguido de una cascada de curiosas risitas. Él gozó enseguida en ella y se dejó caer como una masa inerte sobre la cama. Los esfuerzos musculares que su posición había provocado lo agotaron. Ambos tuvieron necesidad de varios minutos antes de encontrar resuello. Cuando se hubieron calmado, se divirtieron todavía un momento. Ella tenía verdadero talento, pero ya no tenía más ganas. Se disculpó amablemente: ¡había trabajado tanto, esos últimos quince días! Solamente deseaba una cosa: ¡dormir! – Dentro de algunas horas, estaré mejor…¿Esta noche si quieres? ¿O mañana, a la misma hora? No entro de servicio hasta el final del día. Él le prometió que regresaría al día siguiente, se levantó y comenzó a vestirse. Ella había cerrado los ojos y respiraba ya como si estuviese dormida. Él deslizó el dinero bajo las sábanas. Ella tocó los billetes sin abrir los ojos,
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murmurando simplemente: «Eres muy amable.» Cuando abrió la puerta, ella no se movía. Tenía la cabeza bajo su brazo. Él subió la calle regocijándose interiormente de que la naturaleza femenina fuese tan variada y que entre parejas de buena voluntad, hubiese siempre un medio de entenderse.
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François estaba de mal humor, cuando él regresó. Eran las cuatro de la tarde y la mesa estaba puesta hacía mucho tiempo. Ni le preguntó si había almorzado fuera, le dio la esplada y partió sin decir una palabra hacia la cocina. Maupassant no tenía hambre, pero prefirió sentarse ante su cubierto, para no provocarlo más. Había allí dos cartas y un telegrama en su plato. Echó un vistazo rápido al telegrama: era su abogado de París, el señor Jacob, que le mantenía informado de la buna marcha de su proceso con L’Émile de Nueva Cork, que acababa de publicar en folletín la traducción de una de sus novelas sin su consentimiento. ¡Simplemente se habían olvidado de pedirle su autorización y de indicar que él era el autor! «Realmente es la época de los golfos y de los sinvergüenzas», pensó haciendo una bola con el despacho. Pasó a las cartas. La primera le comunicaba que no podía encontrar un solo ejemplar en las librerías de su antología de relatos: La Maison Tellier, incluso ni en la propia editorial Havard. ¡Definitivamente! ¡Unos ladrones, todos unos ladrones! ¡Pero él los demandaría! La otra carta era de su madre. Le decía que lo echaba de menos, en Niza, en la villa en la que se había retirado definitivamente. Los vecinos eran agradables, pero los intercambios intelectuales muy raros. Casi todos eran
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comerciantes retirados. Por fortuna podía hablar con su cuñada, a la que había acogido con ella después de la muerte de Hervé: Ambas mujeres seguían con mimo los progresos de la pequeña Simone que ya tenía cuatro años. Iba aprendiendo cada día palabras nuevas. Pronto habría que encontrarle un preceptor. Tenían una foto de la niña vestida de jardinera de la que le enviarían pronto un duplicado, ¡un verdadero amor! ¡Con su pequeño sombrero, su cestilla, su carretilla y su rastrillo de juguete en la mano! Preguntaba a menudo por su tío… A propósito, ¿estaba él contento de su estancia en Divonne? ¿Cuándo pensaba ir a verlas a Niza?...La carta continuaba en esos términos, en cuatro páginas. Su madre releía a Shakespeare y se mantenía informada de las novedades de la capital y del mundo cada día, gracias al Figaro y al Gaulois, pero cada vez le costaba más leer a causa de sus ojos. Ella acababa dándole algunas informaciones sobre el estado de salud de su padre, que vivía no lejos de ella, en Sainte-Maxime, y cuya parálisis – desgraciadamente – se acentuaba. Lo sabía por su médico común, Darember, pues hacía ahora veintiocho años que no se hablaban… François entró de pronto en el comedor, con una bandeja humeante. – ¿Qué es eso?, preguntó Maupassant sorprendido. – Una trucha a las almendras, respondió François, con aspecto de no soportar ninguna contradicción. Y como Maupassant mirase la cosa sin responder: – Es fresca de esta mañana. ¡No puedo servir al Señor todos los días huevos y té! Maupassant le observó cortar el pescado en filetes.
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– Además, añadió, usted tendrá huevos al postre. Flan de huevo. – Flan de huevo… ¡Ah, muy bien! François permanecía rígido. Maupassant sentía que, de todos modos, no valía la pena discutir. Suspiró: – Esta tarde, deberemos despachar el correo. Hay que ordenar a Havard que disponga desde la semana próxima de quinientos ejemplares de La Maison Tellier en stock. No tiene ni uno solo e incluso no nos han advertido de ello, ¡los muy sinvergüenzas! – ¡Quinientos ejemplares para la semana próxima!, se sorprendió François. ¡Eso no les dejará tiempo para otra cosa! – ¡Ya lo encontrarán! Después de todo, él también tenía perfecto derecho de estar de mal humor. Luego, como François acababa, sin responder, de cubrir los filetes con una salsa espesa, que se enfriaba ya bajo las almendras, murmuró: – ¡Los perros! – Le deseo buen provecho, Señor Maupassant lo vio darse la vuelta y dirigirse hacia la cocina, llevando su bandeja vacía. ¡Tendría que comerse esa trucha! ¡Y por supuesto, no tenía más que agua en la mesa! «El colmo» pensó, pero no se habría atrevido a pedir vino. Comenzó lentamente a mordisquear las almendras. Inexorablemente, la salsa se enfriaba en su plato.
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Volvió a ver a Jenny al día siguiente, al mediodía, e hicieron el amor del mismo modo que la víspera. Ella continuaba queriendo que él la tomase en esa posición. Y aunque él intentó otras variantes, ella no conseguía gozar sin acariciarse a sí misma. Él no insistió. Tenían una buena armonía física, un poco indiferente y eso le convenía a la perfección. Cuando bajaron juntos para comer algo en el café donde ella lo había llevado la primera vez, él se dio cuenta que ya eran las dos de la tarde y que había olvidado acudir a su cita con Fournier. Dudó en dejarla para pasar a disculparse al Gran Hotel, pero la idea de una nueva discusión lo molestaba. Prefería la compañía de esa chica, que tenía la ventaja de no poder comparar al hombre en que se había convertido con ninguna imagen de él más antigua. Fue consciente de que no tenía en absoluto ningunas ganas de ver a Fournier. Éste partiría para París pasado mañana. Maupasant decidió desaparecer en los días venideros. Si se encontraban, siempre habría tiempo de inventar una excusa. Él ya le había hablado de sus pérdidas de memoria… Además… ¿tenía Fournier realmente ganas de verlo? Pensó que no. – ¿Te aburres conmigo? – ¿Por qué me lo preguntas? – Pareces aburrido. – No. Pensaba en una cita a la que he faltado. – ¿Por mi culpa? – Si tú quieres. – ¿Otra mujer? – No.
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Ella frunció las cejas con aire incrédulo y él la encontró encantadora. – ¿No estás un poquito celosa? – ¿Celosa, yo? Ella se rió. Él pensó lo extraño que era que las mujeres estuviesen siempre celosas, incluso de los hombres que no les importaban nada. Él se lo comentó. – No es eso, respondió ella encogiéndose de hombros. Y como se hubiese vuelto seria, pero él continuaba mirándola con irónica mirada: – Yo también pensaba en otra cosa. La patrona les trajo un guiso de cordero y la misma botella que la víspera. Brindaron con la mirada, como dos luchadores que han subido su guardia, pero él no tenia ganas de jugar a ese juego con ella. Prefirió dar cuenta del plato que acababan de servirles. ¡Si François viese lo que comía, cuando estaba fuera! ¡Afortunadamente esta vez había sido advertido de que no regresaría para almorzar! Jenny comía con evidente apetito. Mojaba el pan en la salsa de su plato, después de haber pinchado dos bocados en su tenedor y le dirigía la mirada cada vez que engullía uno, como para que él confirmase que ese modo de proceder era correcto entre personas educadas. Él pensó que era una chica audaz, agradable y bonita y que hacía realmente todo lo posible en este mundo. Ella le preguntó de pronto si no le aburría que le hablase de su hijita, en quién estaba pensando en ese momento. Él le respondió que no, aunque de hecho no tenía ningunas ganas de saber de ella. Los instantes que habían compartido juntos no habrían tenido precio sino porque ellos no conociesen nada el uno del otro. Él lo sabía por experiencia, como sabía que no tendría ganas de hacer el
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amor cuando ella le hubiese contado su vida, pero parecía tan impaciente que él renunció a privarla de ese placer. Era una historia que oyera ya mil veces. La de la muchacha que sucumbe, el hombre que desaparece y el hijo que crece y que no llega a educar… La pequeña tenía cuatro años y se llamaba Sophie. Jenny la había dejado en casa de un matrimonio de granjeros a unos diez kilómetros de Divonne. ¡Oh, no era desgraciada! Todo el día en media de los animales y además comía bien…Los que la mantenían se portaban bien con ella, y Jenny iba a verla cada vez que tenía un día libre. La tomaba en sus brazos, la cubría de besos, la mimaba tanto que ella le podía… – ¿No tendrías que haber ido hoy?, se inquietó él. – Estaba contigo. Ella le estrechó la mano gentilmente y acabó de sopetear en su plato. De pronto parecía confusa por haber hablado de eso. Había un velo de tristeza en su mirada. Maupassant pensó que los días de vacaciones debían ser excepcionales en plena estación. Encontró insoportable la idea de ser responsable de la espera de una niña. – ¿Sabe ella al menos que tú no irás? Y como Jenny hiciese un gesto de que no, manteniendo la cabeza baja: - ¿Por qué no me has dicho nada? - No te vería a ti. - Él echó un vistazo a su reloj: - ¡Hay que ir! Todavía tienes tiempo. Aún no son las tres. - Ya no puedo. Es un vecino quién me lleva en su carreta, por la mañana y hoy ya lo he despachado. - Tomemos un coche y vayamos juntos. Ella lo miró:
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- ¿Harías eso? Él ya se había arrepentido de haberle propuesto ir con ella. - Ve tú sola mejor. Yo pagaré el coche. Ella le tomó el brazo: - ¡Oh no! Vienes conmigo. Diré que eres un primo que has querido verla. Tiene tan pocas visitas. Será bonito para ella. No podía negarse. Pagó lo que debía y ambos partieron hacia la calle de los soportales, donde se encontraban los coches. De camino, él compró bombones y un tambor de juguete. - ¿Un tambor? ¿Es para un chiquillo?, preguntó el vendedor. Maupassant miró a Jenny, que no decía nada y, como si fuese presa de una duda, compró también una gran muñeca. Un Pierrot con un vestido de satén blanco, con grandes botones de tafetán negro. Cuando salieron de la tienda, Jenny prorrumpió a llorar. Él la estrechó contra sí, mientras ella repetía: «Esto es idiota, esto es idiota... », enjuagando sus lágrimas. Él llevaba el tambor bajo el brazo sin responder. Ella no se calmó hasta que subieron al coche. - No estoy acostumbrada, murmuró ella. Ella había puesto el Pierrot sobre sus rodillas y acariciaba el satén echándole miradas intimidadas. Como él no sabía que decir, se dedicó a golpear el tambor sin quitarle los ojos de encima, primero lentamente, luego más rápido, cada vez más rápido. Muchos años antes, él había tocado así un tambor ante su hermano Hervé, que reía hasta saltársele las lágrimas.
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Tenía por aquel entonces unos doce años y Hervé seis o siete. Era en el desván de una casa que sus padres alquilaron durante el verano, cerca de Étretat, en el interior. Los dos hermanos subían allí a menudo a encerrarse, por las tardes, parar holgazanear durante horas en medio de los objetos y muebles ya inservibles. Había un viejo baúl, en el que se introducían por turno, todo tipo de rincones donde ocultarse. A veces se dice que es imposible recordar los olores, que únicamente se les puede rememorar si una ocasión los hace resurgir. Él estaba seguro sin embargo de sentir todavía – incluso en ese coche que circulaba en plena campiña – el perfume de su madre, mezclado con el olor acre del sudor de la criada con la que ella iba a tender la colada en ese desván los días en los que llovía. Ese día, Hervé estaba subido a una escalerilla y reía. Luego, pegando de repente su nariz a la claraboya miró hacia fuera: - ¡Detén tu tambor, Guy! Ellos han vuelto. Dejó el instrumento y subió detrás de Hervé. Al fondo del parque, su padre y su madre caminaban por el camino discutiendo. Desde su puesto de guardia, no podían oír nada, pero Maupassant comprendía, a cada brutal detención y a cada uno de sus gestos desordenados, la violencia que impregnaba sus relaciones. Hervé, no pensaba más que en jugar: - ¿Y si los asustáramos? Maupassant no tenía ningunas ganas. Hubiese querido encontrar un pretexto para retener a su hermano, pero Hervé ya se había embutido en un trapo agujereado que lo transformaba en fantasma y agitaba cómicamente sus pequeñas manos.
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Bajaron al parque como dos ladrones. Avanzando en medio de los bosquecillos, llegaron a la altura de sus padres, que no los habían visto venir, demasiado ocupados en su disputa. La tarde caía y se había levantado viento. Los árboles eran sacudidos por ráfagas, arrancando hojas que volaban alrededor de ellos en torbellinos. Esta agitación excitaba todavía más a Hervé, que se disponía ya a saltar. Guy le retuvo por el brazo. - ¡No, no y no!, gritaba su madre. ¡No tendrás nada! ¡Ni para tus putas! Temblando de ira, su padre la había agarrado por el cuello, como para estrangularla y quedaron así, detenidos en esa ridícula posición. Luego el golpe partió bruscamente, imprevisible. Fue él quién la golpeó en pleno rostro, con toda su fuerza y ella había trastabillado. Tenía sangre en los labios, su sombrero había volado a algunos metros y sus cabellos estaban revueltos. Él continuaba golpeándola con el pie y ella no hacía más que tratar de detener los golpes sin conseguirlo. Ocultaba su rostro entre sus manos y él la golpeaba con saña. Maupassant todavía oía hoy esos golpes sordos como explosiones lejanas. Hervé había comprendido de pronto. Se había puesto a gritar. Maupassant lo tomó por los hombros y lo abrazó para que no los vieran, pero Hervé se había desprendido y huía por la pradera. Su padre, sorprendido por sus gritos, había parecido recobrar su cordura. Había seguido con ojos de asombro ese trapo blanco, empujado por el viento, luego echó una ojeada a su esposa que trataba de levantarse. También había cruzado la mirada con Maupassant, que estaba inmóvil detrás del bosquecillo. Tras una vacilación, se encogió de hombros y se alejó rápidamente hacia la casa. Allá abajo, en medio del prado, asustado, inconsciente, el pequeño fantasma blanco
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había tropezado en su trapo y había caído a lo largo. Su madre corrió a tomarlo en sus brazos y Maupassant la siguió lentamente, como un autómata. Había quedado de pie ante ellos, mirándolos sin saber que hacer. Ella repetía: «¡Hervé! ¡Hervé!» tratando de retirarle el capirote que lo aprisionaba. - ¡Mamá! ¡Mamá! gritaba Hervé... ¡Quiero irme de aquí!¡Irme de aquí! Un año más tarde, sus padres se habían divorciado y Maupassant ingresó como alumno interno del colegio religioso de Yvetot. No habían transcurrido cuatro horas, cuando el coche los dejó no lejos de una granja aislada. No habrían podido avanzar más lejos sin riesgo de volcar. El camino era impracticable para los carruajes debido a la lluvia caída la noche anterior. Maupassant ayudó a Jenny a descender, pagó al cochero y le pidió que viniese a recogerlos dentro de dos horas. El hombre aceptó y partió. No estaban más que a unos cientos de metros de la granja y avanzaron como pudieron en medio de los charcos, buscando en vano un terreno más estable donde poner los pies. Ella se apoyaba en él levantando su falda: - Mis botines se estropearán. Luego, como ella había sonreído dando a entender que eso no tenía importancia, él la tomó en sus brazos, la levantó del suelo y salió del camino llevándola. Más valía tratar de caminar sobre la hierba que bordeaba el embarrado sendero. No estaban más que a unos cincuenta metros de la granja, cuando un perro salió de un granero y se puso a ladrar en su dirección. Corrió hacia ellos mostrando los colmillos, giró a su alrededor gruñendo, olfateando sus ropas, luego juzgándolos sin interés, marchó como había venido. Todavía
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hizo algunas idas y venidas en el patio sin mirarlos y acabó por acostarse a lo largo en una actitud indiferente. En el momento en que Maupassant depositaba a Jenny sobre un terreno más seguro, la puerta de la granja se abrió y una corpulenta mujer apareció en el umbral. Los miró un largo instante sin manifestar ningún sentimiento. Su rostro estaba marcado por la vida al aire libre y la ausencia de cuidados. Era difícil precisar su edad. - ¡Es usted!, acabó por decir a Jenny. Le estrechó la mano e inspeccionó a Maupassant con una mirada desconfiada. - Ya no la esperábamos, añadió. La pequeña lloraba... La he enviado a jugar al prado, con los demás... Luego, más amable: - ¡Todavía tiene rojas las mejillas, como verá! Miraba el Pierrot y el tambor con una mezcla de curiosidad y de envidia. - Hay que ir a buscarlos allá abajo. Van a mancharse. La hierba no está seca. Jenny no respondió. Le preguntó por donde ir al prado en el que jugaba su hija. La mujer farfulló unas explicaciones caóticas, luego propuso conducirlos ella misma, pero Jenny rehusó. Se alejaron por un camino que el abrigo de los árboles había dejado más seco y escalaron una pequeña cota. Volviéndose, vieron que la mujer aun los observaba. Jenny le hizo una seña con la mano. La mujer se volvió de espaldas y entró en la granja sin responder. - Es una buena mujer, dijo Jenny. Ella es así, pero es una buena mujer. De entrada no encontraron el cruce de la pista de tierra que ella les había indicado, luego retomaron su
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camino por un atajo y desembocaron en un espacio verde, cubierto de troncos de árboles que rodeaban un pequeño estanque. Oyeron ruidos de zambullidas y quedaron un momento codo con codo fijandose en los remolinos del agua sin atreverse a moverse. Una rana sacó la cabeza, los miró y desapareció. Detrás de un seto de castaños, unos niños jugaban. Se aproximaron. Maupassant apartó las ramas para permitir a Jenny pasar sin rasgar su vestido. Ella avanzó un poco y se detuvo: - Es la más pequeña. Aquella que corre tras el muchacho, allá abajo. ¿La ves? Sus ojos brillaban de emoción. Estaba feliz al poder observar a su hija sin ser vista por ella. Por un poco, ella no se habría movido de allí. Maupasant se sintió de repente de más. Miró a la pequeña y pensó que se parecía a su sobrina Simone. Se concentró con fuerza, tan violentamente sobre esa feliz imagen que corría, que tuvo la impresión de que iba a perder de nuevo consciencia de su propia realidad. Era la misma sensación que ya había experimentado, como si el mundo entero hubiese cesado brutalmente de pertenecerle, o como si fuese él mismo quién se hubiese convertido en un extraño al mundo. Tuvo ganas de llorar. Cerró los ojos y murmuró suavemente: - Pronto voy a estar muerto. Pero «estar muerto» le parecía una contradicción y volvió a murmurar: - Quiero decir: morir. - ¿Qué dices? Ella no había oido. Eso lo alivió. No habría tenido fuerza para explicárselo. Se conformó con responder: - Vamos a verla. Habrá que regresar pronto.
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Atravesaron el seto y desembocaron en el prado. Jenny lo detuvo de nuevo tomándole del brazo: - ¿No es una monada? Los niños detuvieron sus juegos y los miraron. La sensación había desaparecido. Él no tenía consciencia más que del carácter insólito en sus costumbres de ciudadano, en medio del paisaje, un Pierrot y un tambor bajo el bazo. La chiquilla salió del grupo y corrió hacia su madre gritando de alegría. Jenny entregó el Pierrot a Maupassant, abrió los brazos a su hija, la levanto del suelo y la cubrió de besos. La pequeña lo miraba con aire intrigado. Ella miraba también los dos juguetes sin atreverse a preguntar si eran para ella. Los demás niños se quedaron apartados y los observaban. Jenny la dejó en el suelo: - Dale un beso a tu primo, querida. Maupassant se agachó. La pequeña se aproximó y le depositó un sonoro beso en la mejilla, luego se echó hacia atrás vivamente y se le quedó mirando fijamente balanceando un pie sobre el otro. - ¿Cuántos años tienes?, le preguntó ella de repente. - Cien años. - Te pareces a un elefante. Él rió y le entregó los dos juguetes. Y como ella mirase a su madre dudando en tomarlos: - Son para ti. Ella todavía vacilaba. Él repitió: - Son para ti. Los demás niños se habían aproximado algunos pasos y esperaban. La pequeña se volvió hacia ellos, como para interrogarlos. - Esto es para ti, dijo él todavía.
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Ella tomó los dos juguetes y huyó corriendo hacia el grupo. Maupassant se levantó y sacó la bolsa de bombones de su bolsillo. La agitó en lo alto para que los niños comprendiesen de que se trataba. No se atrevían a adelantarse. Él se la arrojó. La bolsa cayó a sus pies. Un chiquillo se inclinó, la tomó y la abrió. Los demás se apresuraron a su alrededor para compartir los bombones. La pequeña Sophie había quedado apartada y continuaba abrazando sus juguetes. Cuando vaciaron la bolsa, el niño que la había abierto miró a Maupassant y a Jenny, para verificar que no había nada más. Como ellos no reaccionaban, bajó los ojos sobre los bombones que había reservado y tendió dos a Sophie. Miró de nuevo en la dirección de Maupassant, para solicitar su aprobación. Maupassant ni se movió. El muchacho ofreció un tercer bombón a Sophie, luego considerando sin duda la cuenta suficiente, introdujo los otros en su bolsillo y abrió uno para sí. Sophie se sentó en el suelo acariciando sus juguetes y los niños hicieron un círculo a su alrededor masticando. Más tarde, cuando Maupassant y Jenny regresaron a Divonne, ella descansó su cabeza sobre su hombro y le preguntó si tenía hijos. - No, respondió él. Y como ella le preguntase la razón: - Te lo ruego… Déjame. Ella se apartó: - ¿Qué te ocurre? - No lo sé. El coche rodó un largo rato sin que se dirigiesen la palabra. Él miraba fijamente ante sí y luchaba contra la horrible sensación que había vuelto, tratando en vano de no fijarse en ningún punto concreto del espacio. Ni el
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horizonte, ni los árboles que desfilaban, ni la espalda del cochero ni sus manos, pero tenía de nuevo la impresión de que estaba a punto de salir de su cuerpo. Se puso a castañear los dientes. - ¿Qué ocurre? Él giró los ojos hacia ella y Jenny hizo un pequeño movimientos hacia atrás: - ¡Oh, querido! ¿Te encuentras más? Él no respondió. - Tienes los ojos enrojecidos. ¿Has cogido frío? Él miró al frente y advirtió con nitidez una forma que se le parecía, sentada de espaldas cerca del cochero, sobre el asiento delantero del coche. - ¡Háblame! ¡Háblame!, gritaba él a Jenny. Y ella: - ¿Qué hay ahí? ¿Qué es lo que hay? La forma desapareció. No había nadie más que el cochero, era ridículo, y Maupassant estaba sentado en ese coche, con esa mujer. La calma regresó poco a poco. Sin embargo no se atrevía aún a aflojar los dientes, por temor a oírlos chasquear. Ella le había tomado de las manos para calentarlo. - Eso es de la fiebre, dijo ella. Él logró sonreír: - Es bueno que estés aquí. Luego, como ella no respondiese: - ¿Un hijo? Primero tendría que amar a una mujer… Ella lo besó: - Eres realmente amable, sin embargo. Cuando llegó a su casa, eran más de las ocho y ya era noche cerrada. François no le preguntó que había hecho. Los
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cubiertos estaban puestos y él se instaló. François le sirvió huevos y té.
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10 Esa noche, pese a la antipirina que había ingerido, fue presa de violentos dolores de cabeza. Daba vueltas en la cama sin lograr que el sueño lo invadiese, repasando la jornada que había pasado fuera y no consiguiendo desprenderse de su tristeza. Era la imagen de esos niños la que continuaba perturbándolo. Habría que poder pasar por el mundo con los ojos cerrados, pensó. O saber conformarse con mirar, sencillamente. Mirar y describir como un observador quedando al margen, ¿pero para qué la emoción, puesto que destruye el estilo? ¿Para qué incluso los momentos felices, si no fuesen para destacar más los desesperados? Se levantó, encendió una lámpara cerca de su cama y buscó el frasco de éter que tenía por costumbre mantener al alcance de la mano. François lo había guardado. Lo encontró finalmente en el cajón de la cómoda, lo abrió y respiró profundamente. Se sentó en el sillón cerca de su escritorio, miró las hojas de El Angelus y volvió a leer la última página mientras seguía inhalando el éter. Su migraña disminuía bajo los efectos de la droga. Siempre comenzaba por una sensación de vacío en el pecho, luego los miembros se volvían ligeros, ligeros, como si la piel y los huesos se hubiesen fundido y el dolor desaparecía. Cerró el frasco, se levantó y se dirigió hacia un espejo para echarse una mirada. Tenía el aspecto de los malos días, o más bien de las malas noches. Sus ojos estaban enrojecidos, inyectados en sangre,
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y sus pupilas, sobre todo la del ojo derecho, curiosamente dilatadas. Regresó a su escritorio y se dijo que tal vez pudiese tratar de escribir un poco. Releyó una vez más la última página de El Angelus. El éter le había insuflado confianza en si mismo; era una buena página. Sería una buena novela, la mejor de las que había escrito hasta el momento. Con ella, daría a demostrar por fin todo el poder de expresión del que era capaz. Crearía otra realidad, ritmos nuevos, mas reales que lo real. Esta novela eclipsaría todo lo que había escrito hasta el presente. Más buena que Bel-Ami, con más fuerza que Une Vie, mejor incluso que Pierre et Jean. Se dispuso a escribir, permaneció un largo momento indeciso y dejó su pluma. Tenía la mente vacía. La jaqueca había desaparecido, pero había sido reemplazada por una mezcla confusa de sonidos y voces, que le producían el efecto de un canto. Era una sensación agradable y se abandono a ello por completo. Cuando salió de su ensoñación, comprobó que eran las tres de la madrugada. Todavía no tenía sueño y decidió despertar a François para que le aplicase unas cataplasmas. ¿En realidad tal vez hubiese cogido un frío esa tarde? Sentía que tenía un poco de fiebre y su rostro estaba congestionado nuevamente. François se puso una bata y fue a desempeñar el papel de doctor. Los emplastos hicieron rápidamente su efecto y quedó aliviado, sintiendo como su espalda quemaba. Tenía la impresión de que toda la sangre que se había acumulado en sus ojos y en su cabeza descendía en ese momento por su cuerpo, allí donde siempre habría debido estar. Acostado sobre el vientre, charlaba alegremente con François, contándole su jornada con Jenny, pero evitó cuidadosamente hablarle del guiso de cordero que había comido en el almuerzo y del vino que había bebido.
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También evitó hablarle del terror que había experimentado en el coche cuando regresaban, cuando había creído observarse a sí mismo de espaldas, al lado del cochero. Se lamentó por un momento de las costumbres sexuales de Jenny y aconsejó con vehemencia a François que intentase esa posición cuando tuviera ocasión. Un poco penosa para los músculos de las nalgas, pero no demasiada incómoda con un poco de entrenamiento. François sonrío un poco forzado. Le gustaba poco ese tipo de conversaciones y tenía sueño. Desde que le retiró las cataplasmas y aplicado talco en la espalda, Maupassant se lo agradecía disculpándose y diciéndole que podía ir a acostarse. - ¿En qué soñabas?, le preguntó en el momento en que salía. - En nada, Señor. Luego, como Maupassant hiciese una mueca de extrañeza: - Nunca sueño. - ¿Cómo, en nada? Todo el mundo sueña. - Es que no lo recuerdo después, respondió François. ¿Desea que apague la lámpara? - No, no. Yo podré hacerlo… Ve a acostarte. Y la próxima vez, trata de recordar tu sueño. François sonrió. Muapassant se volvió sobre la espalda. Le escocía un poco, pero era soportable e incluso agradable. Tenía la impresión de haberse convertido en un niño. Se sintió aliviado y emitió un suspiro: «Creo que ahora podré dormir» . Apagó la lámpara y esperó. Pasaron algunos minutos, luego unos curiosos ruidos se dejaron oír en la habitación. Crujidos sordos, pequeños gemidos, como el rozamiento de una sombra contra las paredes. «No voy a volver a tomar éter», se dijo enderezándose en la oscuridad
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y agudizando el oído. Los ruidos desparecieron, luego regresaron. Era como si la casa entera se hubiese puesto a mover. Se levantó de un salto, corrió a la ventana, abrió las cortinas y miró el paisaje iluminado por la luna. Todo parecía normal e inmóvil. ¡El bosque de Birnam no se había puesto todavía en marcha! Se volvió y miró la habitación. Allí no había nada y sin embargo los crujidos continuaban. Permaneció quieto cerca de la ventana. No había duda: algo o alguien se desplazaba por el cuarto, ¿o sobre el rellano quizás? Fácil, durante el día, hacer como si las cosas fuesen normales, pero en la noche era otra historia! De pronto tenía tanto miedo que no se atrevía incluso a dirigirse hacia la puerta. Esperó para decidirse, luego tomando un impulso, se precipitó fuera y llamó: -¡François! ¡François! François salió casi enseguida: - ¿Qué sucede, Señor? ¿Qué ocurre? Ambos estaban en la oscuridad. - ¿No lo has oído?, preguntó Maupassant asiéndole el brazo. - ¿Lo qué, Señor? - ¡Ahí! ¡Chhhss! ¡Calla! ¡Escucha! Se estrechó contra él, temblando. François agudizó el oído. Era cierto, algo se desplazaba en alguna parte. ¿Pero dónde? - He de encender una lámpara, dijo François. - No, no te muevas. Hay alguien aquí. - Hay que encender una lámpara para ver. -¿Dónde está el revólver?, murmuró entre dientes Maupassant. - Encendamos primero una lámpara, Señor.
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Sin dejar de permanecer uno al lado del otro, regresaron a la habitación de François. Maupassant había conseguido transmitirle su miedo y ambos titubeaban. François iluminó su lámpara de cabecera y examinaron el entorno. La habitación estaba vacía. Permanecerían inmóviles. Los crujidos continuaban. Maupassant murmuró de nuevo: - ¿El revólver? - En su cómoda. Salieron al rellano que estaba desierto. No había nada en el descanso de la escalera. Nada tampoco en la habitación de Maupassant. Y sin embargo el ruido continuaba. Ahora parecía proceder de la planta baja. Siempre ese mismo rozamiento monótono y que se interrumpía por instantes, como si la cosa hubiese querido escucharlo ella también. Se miraron. Maupassant tomó el revólver en la cómoda y lo armó. Indicó la escalera a François. Lentamente, esforzándose por no hacer ruido, bajaron los escalones uno tras otro. La lámpara proyectaba temblando sus sombras inmensas sobre las paredes. Se detuvieron en la planta baja y miraron a su alrededor. Allí no había nada. De repente, François mostró a Maupassant la puerta que daba al antiguo despacho del médico. Estaba cerrada, pero una raya de luz se filtraba por debajo. Maupassant interrogó a François con la mirada. - Estoy seguro de haberla apagado, balbuceó François. Maupassant apuntó su revólver a la puerta. François lo detuvo: - No, Señor, no. ¡Voy a entrar yo! - Es él, es él, murmuró Maupassant, quién se ha puesto a castañear los dientes. - ¿Quién, Señor?
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- ¡El otro! ¡Es él! ¡El otro! Se precipitó hacia la puerta, la abrió violentamente y blandió su revólver. Algo se movía en el suelo.. Lo divisó y disparó. - ¡Le he dado! ¡Le he dado! Se acercaron y miraron. En el ángulo del cuarto, clavada por la bala contra el zócalo, una rata de ojos rojos estaba a punto de morir. Todavía tuvo algunos espasmos, luego se acabó. Un ruido de correteos le hizo girarse y disparó una segunda vez, al azar. Un grupo de ratones huía por la puerta entreabierta. Al día siguiente por la mañana, con una red provisional y algunos otros ingenios inventados para la circunstancia, François y Maupassant capturaron treinta y dos. Maupassant no quedó más que a medias satisfecho del resultado, pues no habían conseguido cazar ninguna rata, y eran las ratas, dijo él a François, las que hacían esos ruidos que no había podido explicar. Pero las ratas no volvieron y las noches fueron más plácidas. Todo el grupo sin duda había decidido emigrar a la granja vecina, después de esta expedición punitiva, y Maupassant tuvo el sentimiento de una calma súbita en la degradación de su estado. Por primera vez desde hacía tiempo, consiguió dormir varias noches seguidas y apenas llamó a François en su ayuda una o dos veces, para que le aplicase unas cataplasmas o simplemente le hiciese compañía. Sentía que volvía a encontrar un poco de sus pasadas fuerzas. Iba consiguiendo peso claramente, bajo el efecto combinado de las duchas heladas, del aire que respiraba en las cumbres y de la equilibrada alimentación que le preparaba François. Regresaba cada día a almorzar a
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su casa y todas las tardes, cuando el tiempo lo permitía, paseaba en triciclo, llegando incluso a veces hasta Suiza. Iba en peregrinaje hasta la casa de Voltaire, en Ferney – veintiocho kilómetros entre ida y vuelta – y hacía algunas visitas a amigos que sabía que veraneaban en la región. La mejoría de su estado había distendido sus relaciones con el doctor Maubier. Un día, éste último vino a almorzar a su casa y tuvieron juntos una muy alegre conversación. Después de su marcha, Maupassant reconoció que era un hombre de calidad que, más allá de sus aptitudes profesionales, tenía mucho sentido del humor y era un buen conversador. Un único punto negro en la bonanza: había renunciado provisionalmente a escribir El Angelus. Más valía acabar primero esta cura y estabilizar su estado. Había ordenado las hojas en su carpeta, luego la había guardado en el fondo de un cajón, para no tener remordimientos. Durante todo este tiempo continuó viendo a Jenny, pero ella no estaba libre más que por las noches y sus relaciones se espaciaron. Siempre tenía mucho placer en hacer el amor con ella, a pesar de esa invariable posición. Era una muchacha sin cultura, pero de una inteligencia natural que hacía su compañía ligera. Con ella, se sentía diferente, como siempre habría querido ser. Menos serio, sin voluntad de profundizar. ¿Tal vera eso era vivir? Permanecer en la superficie y mantenerse allí, contra todas las tentaciones. Sus silencios eran no solamente soportables, sino beneficiosos. Cuando la tenía en sus brazos, todavía conseguía ser trasportado por impulsos de tristeza imprevisibles, pero sabía que tenía una propensión natural a la melancolía y que ella no era en absoluto responsable. Como él, además, ella parecía dotada de una cierta inaptitud
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para la alegría. Le contó otras cosas de su vida. El hombre que le había hecho su hija era un joven pintor, que había conocido cuando estaba sirviendo en un hotel de Evian. Algunos meses después de que la hubiese abandonada, ella había sabido que se había suicidado sobre el cuerpo del hombre que era amante. Ahora ella reía: «No sé por qué te ríes.» Maupassant le dijo: «Eres la primera persona con la que no tengo la sensación de estropearla cuando la toco». Y es cierto que ella era indestructible. Y ese día cuando se vistió, se sentó al pie de la cama y, como cada vez que dudaba en dirigirse a su casa, se miraron en silencio. Cuando por fin él hubo encontrado el valor de levantarse, ella le dijo: - Guy… Repitió en voz muy baja: - Guy… Él ya estaba cerca de la puerta. Se volvió. Ella había subido la sábana de la cama hasta bajo sus ojos y no se atrevía a continuar. Luego de repente: - Dime que me amas. Él giró el picaporte de la puerta: - Te amo. Salió, atravesó Divonne con la cabeza vacía, renunció a tomar un coche y regresó a pie a través de los campos. El cielo estaba claro. Era una de esas noches de verano azules en las que la luna iluminaba demasiado violentamente el paisaje. Decidió no volver a verla.
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Cuando se despertó al día siguiente, sintió que algo no marchaba bien. Se encontró de pie de un solo golpe, sin poder recordar como se había levantado. Palpó cuidadosamente sus muslos, sus brazos, sus hombros y no encontró nada anormal. Luego tuvo ganas de bostezar, y fue en ese momento precisamente cuando comprendió que era su mandíbula lo que le dolía. El dolor no era muy intenso, pero sí lo suficiente para que todo a su alrededor le pareciese diferente. Se incorporó en la cama y miró su reloj. Comprobó que debía estar en su sesión de hidroterapia dentro de una hora. Descendió la escalera descalzo, sin ponerse la bata, y buscó a François por la casa. Lo encontró dormido en un sillón del salón y entonces comprendió porque no lo había despertado antes. - Lo siento muchísimo, Señor. Dormía usted tan plácidamente. He querido esperar un poco… Me he sentado… Dejó disculpándose a François y subió rápidamente a vestirse. Incluso ni se tomó un tiempo para afeitarse. Apresurarse era una de las cosas que más lo irritaban en este mundo. Mirar la hora, tomar un breve desayuno a toda prisa, contar sus pasos comparándolos con la marcha de las agujas del reloj, todo eso era odioso y perturbaba las excelentes
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costumbres adquiridas desde los primeros días, gracias a las cuales había conseguido no pensar en nada. Tras haberse peinado, inspeccionó su boca en el espejo del cuarto de baño. El dolor se acentuaba de minuto en minuto. ¡Lo que le hacía falta ahora era un dolor de muelas! Su encía superior estaba roja e inflamada. Pasó la punta de la lengua sobre sus molares y gesticuló. No temía nada tanto como el sillón del dentista y no tenía ningunas ganas de hacerse operar aquí, en Divonne, por un desconocido. Por el camino, el dolor se hizo más intenso. Sentía una punzada cada vez que daba un paso. Trató de caminar más rápido, pero no lograba concentrarse sobre ninguna otra cosa. La naturaleza a su alrededor le parecía confusa, impenetrable. ¡Árboles, piedras, campos, hierba, demasiadas cosas! Y él, en medio de todo eso, con ese dolor en el rostro, en su boca… Decididamente el no tenía ninguna razón en nada. La naturaleza estaba a un lado, el hombre al otro. ¡No había ninguna oportunidad de que existiese jamás la menor armonía entre ambos! ¡Demasiados animales, demasiados pájaros, demasiados colores! Un Dios estúpido y prolífico había creado millares de mundos, en una total inconsciencia de combinaciones que resultarían de ello. ¡Y él, Maupassant, debía penar en uno de esos mundos con sus pensamientos, sus emociones, sus dolores inútiles! Llevó la mano al mentón. Sufría cada vez más. Se puso a dar saltitos, luego a correr. Cuando entró en Divonne, consciente del espectáculo que estaba dando, ralentizó su paso. Estaba furioso consigo. Subió la calle de los soportales sin decidirse a retirar la mano de su mandíbula. Entrando en el establecimiento termal, río sarcásticamente pensando que lo que se llamaba de ordinario placer no era en el fondo más que la ausencia de dolor.
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Maubier lo examinó y le hizo tomar un calmante. Descartó la hipótesis de un absceso y le aconsejó esperar. Siempre habría tiempo para adoptar medidas más drásticas. Maupassant se dirigió a la sala de duchas y allí permaneció un poco más tiempo del habitual. Cuando salió, el dolor había disminuido bajo los efectos del calmante. El mundo le parecía menos absurdo. Regresó en coche diciéndose que un dolor de muelas después de todo quizás no era más que una señal más a descifrar. ¿Castigo o presagio? Llegando ante la casa, observó otro coche estacionado. François estaba a punto de descargar un equipaje. Le echó una larga mirada afligida y trasladó dos maletas a la casa. Maupassant miró completamente a su alrededor, luego levantó los ojos. Entonces la vio. Lo miraba fijamente desde la ventana de su habitación, en el primer piso. Ella le hizo una señal con la mano. Maupassant descendió del coche y pagó al cochero: - ¡Era un presagio! -¿Cómo dice, Señor?, preguntó el hombre sin comprender. Pero Maupassant corría ya hacia la casa. Su dolor había desaparecido. Ella le dijo, mientras François les servía en la mesa: - Me parece que has cambiado mucho desde hace tres meses. Pero no es que hayas engordado o adelgazado, que hayas perdido o no cabello, que tus rasgos sean más atractivos o tu rostro más distendido. Lo que más ha cambiado en ti, es que tienes aspecto de no aceptar ya lo que el futuro te depare de diferente cada día que pasa. Y haces tal esfuerzo para permanecer idéntico a ti mismo que eso te crispa los labios y pliega tus ojos. Para ser franca, me he asustado mucho cuando te he visto bajar del coche antes y
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como me has mirado en la ventana. He sentido el esfuerzo que hacías para poner otro rostro, el rostro de la última vez en las que nos hemos visto. Y eso era insoportable. Se detuvo, esperó a que François hubiese acabado de servirla, y luego prosiguió: -No, además, no solo es eso. Lo que me da miedo, es que no controlabas del todo tu rostro. Ni el que tienes ahora escuchándome, ni el de antes. Era como si no hubieses sido de repente más que un lugar de tránsito entre dos rostros. También habrías podido haber desaparecido. Lo que yo veía no eras tú. Comieron en silencio. François permanecía de pie detrás de Maupassant. Había acabado de servir, pero no parecía decidido a salir de la habitación. Ella le miró penosamente, luego continuó: -Cuando François hubo retirado tu plato, al instante te he visto alisar el mantel como para eliminar un rastro. No me sorprendida que, levantándote de la mesa cuando hubiéramos acabado, pasaras también la mano por encima de tu silla. Fíjate, en este momento, con que precaución tomas tu vaso, con la punta de los dedos. Parece que tengas miedo de dejar en él tus huellas. Si yo te diese la espalda o si cerrase los ojos, tratarías de limpiar el pie con tu servilleta. Ella continuó de ese modo durante toda la comida y Maupassant la escuchaba sin responderle. Pensó que ella, al menos, era tal como siempre la había conocido. Indiscutible. Y como le lanzase una mirada divertida: - No creo, dijo ella, que me vista siempre de gris para sentir que cambio. Es exactamente lo contrario.
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François les había traído el café. Ella se calló bruscamente mientras él le depositaba una taza delante, bajó los ojos y dijo sin mirarlo - Sé que no le gusto a François, pero eso no tiene para mi ninguna importancia. He acabado por asumir que no gusto a algunas personas. Antes, me producía dolor, o cólera. Ahora, nada. Ni incluso sorpresa. Imagino que tendrán sus motivos. Se ha convertido para mi en otro modo de aceptarme. Maupassant se sirvió un vaso de vino y lo levantó en su dirección: - ¡Esto riega!, dijo riendo. Lo vació de un trago. Luego, como él echase una mirada hacia François que volvía a la cocina sin manifestar ninguna reacción, ella añadió: - De momento, ya tengo bastante. No tengo la intención de decir ni una palabra más. Vamos a subir a tu habitación y hacer lo que ambos siempre tenemos ganas de hacer. Y tu también te callarás. Bebieron el café y abandonaron la estancia como ella había dicho. Permanecieron toda la tarde en la habitación e hicieron el amor cumpliendo su palabra. Ella incluso se abstuvo de gritar, como si eso también le hubiese parecido demasiado. Él pensó una vez más que ella era esa mujer con la que jamás habría sabido vivir: todas las mujeres. Sentía que nunca la conocería, y por eso no dejaba de desearla. Durante algunas horas, no tuvo que esforzarse en hacer lo posible por ser el mismo.
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Esa noche, él le dejó su habitación y se acostó en el sofá del salón. No conseguía dormir y comenzó a escribir una carta a su madre: «Querida mamá, «¿Cómo podría decirte que ya no sé lo que inventar para que se me crea? Es tan difícil no ser sincero. Un segundo de despiste y los demás descubren todo. El sufrimiento no es nada, pero ¿cómo ocultarlo? Me siento como un niño que se obstinase en no querer confesar una falta que ha cometido y que nada quisiera creer…» Se detuvo, leyó lo escrito, y se sintió incapaz de continuar. Incluso no comprendía lo que había querido decir. Rompió la carta y arrojó los fragmentos al suelo. Los miró un momento, luego los recogió y los quemó en la chimenea, dispersando a continuación las cenizas minuciosamente para que nada quedase. Al día siguiente, por la mañana, a pesar de su cansancio, se dirigió al establecimiento termal. Ella no quiso acompañarlo. Regresó a almorzar con ella y, como permanecía obstinadamente silenciosa, fue él quién habló:
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- En el fondo, tu actitud no ha variado nunca, aunque pretendas lo contrario. No hablo del hecho de que siempre hagas gala de una suprema elegancia, con esos trajes a medida, gris perla o gris ceniza, ceñidos a la cintura mediante esos cinturones trenzados de oro. O esos sombreros, tan bien conjuntados con tus vestidos, o esos pequeños cuellos de piel sobre tu brazo, cuando el clima es dudoso… Sigues siendo para mí la misma mujer desconocida. Entras y sales de las habitaciones del mismo modo, con tu rostro marmóreo, y nunca sé quién eres. Aunque estés demasiado perfumada, no eres una profesional, pero tampoco perteneces a esa sociedad «distinguida», cuya mujeres han sido educadas en los Oiseaux o en el Sagrado-Corazón. E incluso, aunque nuestras relaciones han cambiado mucho, siempre recuerdo la primera vez en la que aceptaste venir a mi casa y te hice el amor tan torpemente, como un principiante, a pesar del deseo que tenía. Creí que jamás lograría hacerte gozar… Ella sonreía, sin responderle. El continuó: - ¿Sabes que entonces me pregunté si no hacía falta que quedásemos allí? Seguramente recuerdas los días en los que pasamos juntos a continuación, sin tocarnos? No sé lo que me ató a ti. Sin duda el confuso sentimiento de que algo nuevo iba a surgir entre nosotros, algo violento e imprevisible y que todas nuestras relaciones se modificarían. Eso duró hasta el momento en el que tuve bruscamente el valor de decirte que no teníamos nada mejor que hacer que irnos a la cama e intentarlo todavía una vez más. ¿Lo recuerdas? Ella se conformó con afirmar con la cabeza. François entró a retirar la mesa, pero Maupassant continuó hablando, sin prestarle atención:
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- Emitiste un grito terrible cuando te penetré. Creí que te había hecho daño. Quise retirarme enseguida, pero fuiste tú quién me retuvo y me presionó contra tu cuerpo abriéndote más ampliamente. Sentía mi sexo en tu interior, enorme, y recuerdo haber pensado que no podría quizás hacerlo disminuir nunca más de volumen. Temblabas, temblabas y yo también me puse a temblar. ¿Lo recuerdas? François dejó caer de sus manos una pila de platos que se hicieron añicos. Volvieron los ojos hacia él y lo miraron hasta que hubo acabado de recoger los trozos y se decidiese a salir. A continuación ella le tendió su vaso. Él se lo lleno de vino y ella lo vació de un trago. Continuaba sin decir nada. Él prosiguió: - Jamás he sido un melifluo, tú lo sabes. No lo seré nunca. La idea de tener que seducir a una mujer mediante sonrisas, tocamientos distraídos, gestos a medias tintas, me produce horror. Tú eres sin duda la única mujer con la que debería casarme, pero temo que ya sea demasiado tarde. Reflexionó un momento: - Por supuesto, tenías razón ayer, cuando me has hablado de lo absurdo de los esfuerzos que hago para no cambiar. De su inutilidad. De la voluntad que hay en mi de desaparecer. Creo que incluso comienzo a conseguirlo de vez en cuando. No dura más que algunos segundos, pero siento que no me falta mucho para que sea definitivo. No hablo de morir o de no ser, ¿entiendes? Simplemente hablo de desaparecer. Él también vació su vaso de vino y se lo volvió a servir a continuación: - Creo que te he dicho casi todo. Esta noche no he dormido. He intentado escribir una carta a mi madre y no he comprendido lo que quería expresarle hasta después de
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haberla quemado en la chimenea. En el fondo era muy sencillo. Le explicaba que había decidido dejarme llevar por la corriente de las circunstancias, como tú has querido hacérmelo comprender ayer. Que aceptaría a partir de ahora el lento proceso de demolición de mi vida, dado que ya no soy incluso el objeto, que no hay ni consciencia ni motivo para oponerse a ello, y que todos estamos en un mundo en el que todo nos ignora y donde no somos nada. Luego, como François regresase trayendo el café: - Yo también he hablado demasiado. No quiero decir ni una palabra más. Se levantó de la mesa indicando a François que no les sirviera, luego salieron ambos y subieron a finalizar su jornada en el dormitorio.
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Cuando ella llegó dijo que no se quedaría más que un día o dos. Seis días más tarde, todavía estaba allí y nada dejaba prever su partida. El no le preguntaba nada. François continuaba sirviéndoles silenciosamente, sin manifestar ningún sentimiento. Ellos mismos casi ni se dirigían la palabra. Pasaban todo su tiempo en la cama y se hacían el amor como si fuese la última vez. Él estaba tan cansado por la mañana que abandonó sus visitas al establecimiento termal. En seis días, había perdido todo el peso que ganara después de su llegada. La noche del sexto día, no logró penetrarla. Ella recurrió a todos los medios para reactivar su vigor, pero se había vaciado de si mismo. Ella le acarició los cabellos cariñosamente y le dijo que marcharía al día siguiente.
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Cuando François hubo acabado de cargar el equipaje en el coche que ella había solicitado, mostró por primera vez una amplia sonrisa de alegría que no trató de ocultar. Luego se volvió de espaldas y regresó a la casa. Ellos quedaron cara a cara mientras el cochero esperaba que la mujer subiese. - Desde que has venido, te he tomado cuarenta y ocho veces. - Cuarenta y siete, corrigió ella. - ¿Cuarenta y siete? Ella afirmó con la cabeza y subió acomodándose en el coche. Él permaneció cerca de la portezuela y ambos se miraron sin decidirse a dejarse. - ¿Cuándo volverás?, acabó él por preguntarle. Ella hizo un mohín incierto. Él esperó algunos segundos. - No, después de todo, no respondas. Ya que de todos modos, volverás… Tú siempre vuelves. Le tocó la mano y regresó a la casa. Oculto detrás de una ventana del salón, François observaba el coche, que no partía. Maupassant llegó a su lado y le pasó el brazo alrededor de los hombros:
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- Sé lo que piensas. Pero convéncete de que gracias a ella todavía estoy orgulloso de vivir, y eso me basta. François suspiró. El cochero hizo restallar su fusta. En el momento en el que el coche se ponía en movimiento, uno de los caballos se tambaleó de repente y cayó sobre las rodillas. Se desplomó como una masa inerte, con el hocico en el polvo, desequilibrando los arreos. - ¡Oh, no!... murmuró François. El caballo no se levantaba. ¿Tal vez se había roto una pata? Asustado, al lado de él, su compañero relinchaba y daba brincos, tratando de conservar su equilibrio. El cochero había descendido, pero no conseguía levantar al animal. - ¡Ve a ayudarlo!, dijo Maupassant a François. François se precipitó fuera. Los dos hombres se pusieron manos a la obra alrededor del animal y consiguieron ponerlo sobre sus cascos. El cochero verificó el arreo y tranquilizó a los caballos. Subió a su banco y dio un nuevo golpe de fusta. Esta vez, el coche partió. Durante todo el tiempo que había durado la operación, ella había permanecido impasible, tras la portezuela, sin dejar de mirar nunca el horizonte. Maupassant vio desparecer el coche en un recodo del camino. François había regresado al salón. Los esfuerzos que acababa de hacer para ayudar al cochero y el temor que había tenido de no verla partir lo habían dejado exhausto. Sus manos temblaban. Respiraba ruidosamente y tenía el rostro cubierto de sudor. - Siéntate, le dijo Maupassant. Voy a servirte un vaso de algo fuerte. François se desplomó en un sillón. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y se secó la frente: - No, Señor. Nada de alcohol. - Sí, sí, insistió Maupassant. Nos hará bien a los dos.
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Y se dirigió a un mueble bar, lo abrió y llenó dos vasos de licor de frambuesa. Llevó uno a François, mantuvo el otro en la mano y también se dejó caer en el sillón. Bebieron lentamente, sin mirarse. - La cabeza me da vueltas, murmuró François. Cerró los ojos algunos instantes, luego los volvió a abrir y miró a Maupassant. Parecía desesperado. - ¿Qué te ocurre? François no respondió. Afuera, comenzó a caer una violenta lluvia, golpeando contra los marcos de las ventanas. Uno de los batientes había quedado abierto, y Maupassant se levantó para cerrarlo. Como le diese la espalada a François, éste le dijo: - ¡Ha perdido usted sus mejillas! La violencia del tono de François le sorprendió. Se volvió divertido y llevó la mano a sus mejillas, para verificarlo. -Tienes razón, constató. Luego, mostrándole sus cabellos: - Mis cabellos también. Los descubro todas las mañanas sobre mi edredón. Y como François se levantaba titubeando ligeramente: - ¿Has notado lo canosos que se vuelven? Ayer me pregunté si no tendría que darme un tinte. ¿Qué piensas de ello? Pero François le había dado la espalda y ya se dirigía hacia la cocina. Maupassant creyó verle encogerse de hombros. Se río sarcásticamente y le gritó: - ¡Al mediodía, me prepararás unos huevos! ¡Huevos y té!
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Los días pasaron y el tiempo continuó empeorando. Caía chaparrón tras chaparrón. En los excepcionales días claros, un viento glacial soplaba desde las montañas de los alrededores. Era un frío noviembre en pleno mes de agosto. Maupassant había tenido que abandonar sus paseos en triciclo. Incluso no iba caminando al establecimiento termal. Un coche iba a buscarlo cada mañana a las nueve y lo recogía para llevarlo a casa a almorzar. Su dolor de muelas no se había reproducido, pero sufría de nuevo terribles jaquecas y no se dormía nunca hasta las cuatro de la madrugada. Hasta François no parecía esperar que recuperase el peso que había perdido. Aproximadamente una semana después de la partida de la Dama de Gris, se encontró tan mal una mañana que pensó que pronto iba a morir. Comenzó a redactar su testamento, luego renunció a terminarlo y lo archivó con las hojas manuscritas de El Angelus. Entonces escribió una llamada de socorro al doctor Cazalis: «Siento que con este clima, he hecho una tontería irreparable, peor que en
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Plombières, el año pasado.. No puedo leer, cualquier carta que escribo me produce daño… ¡Dios, ya tengo bastante de la vida!» Cazalis le respondió mediante un despacho, aconsejándole cambiar de lugar y continuar su terapia en el establecimiento rival de Divonne: Champel, a diez minutos de Ginebra. Taine había curado allí, el año pasado en cuarenta días, de una enfermedad semejante a la suya: imposibilidad de leer, de escribir, de cualquier tipo de trabajo memorístico. En el mismo momento en el que leía el despacho de Cazalis, dudando en seguir su consejo, se produjo una fuga de agua en el sistema de duchas que había instalado con François. El depósito se vació y sus habitaciones se anegaron. Pasaron dos horas reparando los desperfectos. Este incidente los decidió definitivamente a abandonar el lugar. Al día siguiente, Maupassant hizo una última visita al doctor Maubier y le comunicó su partida. - ¿A causa de mi negativa a aplicarle la presión de Charcot? Maupassant sonrió: - Por eso también, por supuesto. - Imagino que va usted a Champel. - Es lo que me ha aconsejado el doctor Cazalis. Maubier asentó con la cabeza: - Qué lástima. Había acabado por acostumbrarme a usted. Pero no puedo retenerlo. Todo el mundo huye de Divonne a causa del mal tiempo, este año. Hará usted como los demás. Permanecerá en Champel quince días. Y luego el sol volverá, y con usted. No había vuelto a ver a Jenny, desde el día que le pidió que le dijera que la amaba. No había vuelto a entrar en
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el café donde servía, en la calle de los Soportales. Incluso había evitado pasar por delante, para no tener que encontrarse con su mirada. Pero ese día, saliendo del establecimiento termal, decidió ir a decirle adiós. El café estaba casi vacío. Se sentó en una mesa y la vio sirviendo a un cliente solitario. Ella se volvió hacía él y él le hizo una señal. Acabó de servir al hombre y se acercó a su mesa. Permanecieron un instante silenciosos, luego ella murmuró: - ¡Cómo has cambiado! - Lo sé. - ¿Otra mujer? - Si tú quieres. - ¡Siempre dices «Si tú quieres»! - Es verdad. Ella se enfurruñó, él le sonrió: - No pongas esa cara. - No pongo ninguna cara. ¿Qué quieres beber? - No sé. Quizás champán…Sí, champán… ¿Brindarás conmigo? - No puedo beber con los clientes. - Es verdad. Ella echo un vistazo rápido en la dirección del mostrador, para comprobar que no la vigilaban, luego volviéndose hacia él: - ¿Al menos te curas? - Marcho mañana. - ¿A dónde? - A Champel. - ¡Ah! Bueno. Después de una breve reflexión, ella añadió:
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- ¿Al hotel Beauséjour? Trabajé allí una temporada, hace dos años. Es un bonito hotel. ¿Qué quieres beber? - Ya te lo he dicho. Champán… Ella salió hacia el mostrador. Cuando regresó, aprovechó que se inclinaba hacía él depositando la copa sobre la mesa para cuchichear: - Sé muy bien por qué no has vuelto. Es idiota. Cuando te pedí que me dijeras eso, no lo pensaba en serio. Era únicamente por el placer de oírlo. - Lo sé. Él levantó la copa en su dirección y tomó un trago. Luego, como ella no se movia, dijo: - ¡Querida mía! Le tomó la mano y la acarició. Ella echó una ojeada a su alrededor, preocupada de que se les viese así, pero nadie se ocupaba de ellos. Lo miró: - ¿Quieres venir esta noche? - No. - ¿Por qué? - No sería igual que antes. Ella retiró su mano: - Nos entendíamos bien los dos. ¿Crees que ya no funcionaría? - Sí. - ¿Entonces? Y como él no respondiese: - Eres realmente un tipo raro. Le dio la espalda, atravesó la sala y desapareció en la cocina. Él acabo su copa, dejó un billete sobre la mesa y se fue.
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Al día siguiente temprano, después de otra noche de insomnio, partió con François para Champel. Había guardado las hojas manuscritas de El Angelus en una carpeta de cuero negro, junto con el borrador de su testamento. La mantuvo estrechamente aferrada sobre sus rodillas durante todo el trayecto. La lluvia no dejaba de caer hasta que llegaron a los arrabales de Ginebra.
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CHAMPEL
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Glatz acabó de leer la carta, la dejó sobre su escritorio y miró a Maupassant: - Estoy de acuerdo con el doctor Maubier. Para usted, todo es cuestión de clima – clima seco y sol. Unas buenas duchas también, indispensables. Las que le han administrado en Divonne estoy seguro de que ya lo han metamorfoseado. Maupassant comenzó a vestirse de nuevo: - No hay más que un tipo de ducha que me haga bien: la de Charcot. - ¿La ducha de Charcot? Tras sus anteojos, el doctor Glatz había alzado las cejas. Se sentó, mientras Maupassant acababa de vestirse y lo consideró un momento sin responder, acariciando su afeitada barba con esmero. Era un hombre todavía joven, con un rostro de niño envejecido prematuramente. Tenía unos ojos negros penetrantes, con una mirada difícil de mantener y eso era sin duda la razón de que él dudase en mantenerlos demasiado tiempo sobre los de aquél a quién hablaba. Maupassant esperó el veredicto. De repente tuvo confianza en aquél hombre, del cual Cazalis había hecho un retrato tan favorecedor: uno de los mejores especialistas
europeos, el primero de Suiza… Y además, ¿no había salvado a Taine de la misma enfermedad, el años pasado? Maupassant lo miró manosear un pelo de su bigote blanco y arrancarlo bruscamente. - Eso es imposible, querido Señor, dijo Glatz. - ¡Cómo imposible! - No se puede aplicar esa presión más que a los temperamentos más fuertes, los más sólidos. Usted no está en condiciones de soportarla. Al menos, aún no. - Puesto que soy yo quién se lo pide. Los ojos negros de Glatz se fijaron en Maupassant, luego miro el pelo que se había arrancado y lo hizo rodar entre sus dedos. Maupassant observó que la mejilla derecha de Glatz estaba agitada con un leve movimiento nervioso. Se preguntó si Glatz era consciente de ese temblor. - El médico soy yo. Yo soy el responsable del tratamiento de los enfermos. Maupassant se levantó y se encogió de hombros: - ¡Le firmaré una exención de responsabilidad! Glatz también se levantó. Ambos hombres se callaron un momento. El temblor de Glatz se había acentuado: - ¡Imposible! Tal vez más adelante… Pero soy yo quién decidirá eso. Y como Maupassant se callase: - O lo toma o lo deja. Le tendió la mano. Maupassant luchaba contra su cólera. Habría deseado estallar, romper algo, voltear ese escritorio tan bien ordenado, darse la vuelta, salir… Pero el hombre que tenía delante era de un templo distinto al de Maubier. Miró esa mano tendida y la estrechó. -Tiene usted suerte, dijo Glatz sonriendo. Tenemos en el hotel el mejor fisioterapeuta de la región, el Señor
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Maillard. No sufrirĂĄ con la terapia que yo le dirĂŠ que le aplique.
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La velada era espléndida. Maupassant y François se paseaban por el parque del hotel. En su carta, Cazalis le había comentado que Dorchain, el poeta, también estaría en Champel, para tratar de curarse de una enfermedad de tipo nervioso. Maupassant estaba feliz con la idea de verlo. Era un hombre al que estimaba, y se regocijaba sorprendiéndole en un rincón de un paseo, o quizás esa noche, en el comedor. Para aumentar el efecto sorpresa, había dado órdenes expresas de no advertirle de su llegada y esperaba que Cazalis no le hubiese dicho nada. La noche comenzaba a caer sobre el paseo de viejos castaños. Las farolas eléctricas se iluminaron. Contra sus porcelanas, pequeños insectos se pusieron a revolotear. Maupassant y François se cruzaron con grupos de paseantes, que parecían haber adoptado, todos, el mismo ritmo, lento y gracioso, sin haberse puesto de acuerdo previamente. Aquí, la vida discurría al ralentí. Sobre el césped, en unos sillones de mimbre, unos hombres y mujeres discutían. Un grupo rompió a reír aparte y Maupassant reconoció el acento ruso. Continuando su andadura hasta el extremo del paseo, se cruzaron también con unos italianos y unos alemanes, luego llegaron a orillas del Arve, cuyo eco cubría toda conversación. Permanecieron un momento contemplando los remolinos de esas glaciales aguas, en las que se reflejaba
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la luz eléctrica de las farolas. Maupassant estrechaba contra su cuerpo la cartera de cuero, en la que había guardado el manuscrito de El Angelus y el borrador de su testamento. La dejó sobre el parapeto, la abrió, y extrajo el testamento, leyó algunas líneas, miró brevemente a François y luego lo rompió en trozos, arrojándolos al Arve. Les llegó el sonido de una música ligera. Se volvieron y observaron una pequeña orquesta que se había instalado bajo los balcones floridos, en el extremo del paseo, cerca del hotel. Maupassant cerró su cartera e hizo una señal a François para deshacer el camino. Se alejaron del paseo de los castaños y bordearon unas balaustradas blancas, en voladizo, que limitaban unas terrazas. Todos los paseantes convergían en ese momento en el hotel. Aproximándose a la orquesta, Maupassant reconoció una melodía de Schubert. Se detuvo bruscamente y miró el lindero de un bosque que comenzaba a desaparecer en las sombras. Muy cerca de ellos, un Neptuno de mármol blandía su tridente sobre una centro decorativo. Se estremeció y toco el brazo de François: - ¡Qué lugar tan maravilloso! Cazalis ha hecho bien enviándome aquí. Prosiguieron su marcha hacia la orquesta y pasaron ante dos frágiles mujeres jóvenes acostadas en unas tumbonas, envueltas en unas mantas gruesas bajo las que se adivinaban los tules y las muselinas de sus vestidos. Cerca de ellas, tres hombres mayores paseaban arriba y abajo. La arena del paseo crujía bajo sus lustrosas botas. Cuando llegaron cerca de los músicos, éstos finalizaban su tema. Añadieron sus aplausos a los de los demás clientes del hotel. La orquesta volvió a tocar y Maupassant dijo a François:
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- ¡Quién podría imaginar la cantidad de sufrimientos y angustias que se esconden en esta multitud de paseantes! ¡Parecen todos tan apacibles! Y como François no respondiese nada: - Este es exactamente el lugar que necesito. Buscaron a Dorchain y no lo vieron. - Vamos a cenar, propuso Maupassant. Y tendió su cartera a François. Subieron la escalera que conducía al comedor. Como llegaban ante las grandes puertas de cristal que un botones les abría a su paso, Maupassant tomó el brazo de François: - Quédate conmigo. Diré que eres mi secretario. En el hotel Beausejour se cenaba tarde. Aunque eran más de las ocho, la mayoría de las mesas aún estaban desocupadas. Un maître del hotel los condujo a una, cerca de una ventana, desde donde podían percibir el césped que descendía en suave pendiente hasta el pequeño bosque ante el qué habían pasado antes. Se sentaron y esperaron a que les trajeran la carta. François parecía intimidado. - Deja mi cartera sobre la silla, entre nosotros dos. No quiero perderla de vista. François así lo hizo. Maupassant echó una rápida ojeada a su alrededor, Lugo se inclinó hacia delante y sonrió: - Es muy conveniente, como precaución. En una mesa vecina, una pareja hablaba sin parar. No se podía entender lo que decían, pero tenían un modo de abrir y cerrar la boca que hizo pensar a Maupassant que debían estar resfriados. Cada vez que uno de ellos había acabado de hablar, se producía un corto silencio, luego el otro reanudaba la conversación y sus miradas eran siempre las mismas, como si no hubiesen parado de decirse: «Te
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amo». Maupassant pensó que esta impresión provenía probablemente de sus resfriados y del placer que experimentaban oyéndose hablar con una voz demasiado grave. - ¿Y si curase de pronto?, dijo a François. Rompió bruscamente a reír con la idea, se volvió hacia el maître del hotel, al otro extremo de la sala y gritó: - ¡Faisán! ¡Faisán, con confitura de arándanos! La voz resonó en la sala medio vacía. Las conversaciones se detuvieron y todos los comensales se volvieron hacia él. - ¡Y también champán! ¡Bien frío! Luego, dirigiéndose a François: -¿Qué tomarás tú? El maître del hotel volvió hacia ellos con la carta. Caminaba sin ruido sobre la mullida alfombra. Maupassant comentó: - ¡He aquí a uno, por lo menos, cuyos botines no crujen! - No tenemos faisán, Señor, dijo el maître del hotel tendiéndole la carta. - ¡No hay faisán! ¡entonces, un koulibiac1! ¡Y mucha nata! Me gusta la nata. - No nos queda koulibiac, Señor. - ¡No hay koulibiac! ¡Por el amor de Dios! ¿No querrá usted que coma tostadas con mantequilla? Y, volviéndose de repente hacia la pareja vecina: - Me llamo Guy de Maupassant. El hombre y la mujer intercambiaron una mirada sorprendida y le respondieron con un gesto de cabeza, luego apartaron la mirada y reanudaron su conversación en voz 1
Paté ruso a base de pescado, de carne, de col, etc. (N. del T.)
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baja. Maupassant continuó observándoles un momento, luego miró a François y murmuró: - Maupassant… ¡Sí! ¡Ese soy yo! - Se lo ruego, Señor, dijo el maître del hotel. El hombre esperaba que Maupassant estudiase la carta. Maupassant suspiró y la abrió. Tenía una bruma ante los ojos y no conseguía distinguir ninguna letra. Cerró los párpados y los volvió a abrir. La bruma persistía. - Ni faisán… ni koulibiak… repitió para sí. - El doctor Glatz me ha aconsejado que le sirva una parrillada. Tenemos una chuleta de buey… Maupassant lo detuvo: - ¡Ese querido Glatz! Lo invadió una risa incontrolada. Tendió la carta a François: - Elige tú. Tengo los ojos irritados. Luego, volviéndose hacia el maître del hotel y observándole de pies a cabeza: - Me gusta que sus botines no crujan. Y como el otro se callase: - Tiene usted estilo. Me gusta el estilo. Eso me tranquiliza. No cuenta más que el estilo. ¡Viva el estilo! - La chuleta de buey estará bien, murmuró François entregando la carta al maître del hotel. - ¡Y champán!, añadió Maupassant. ¿Glatz tiene algo contra el champán? - No he recibido ninguna orden para las bebidas, Señor. - ¡Ese querido Glatz! ¡Champán, entonces! ¡Beberemos a su salud! El maître del hotel dio media vuelta y se alejó.
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- ¡No pongas esa cara, François! Solamente tengo un poco de bruma delante de los ojos. ¡Vigila mi cartera, que no la roben! - Está siempre ahí, sobre la silla. - Muy bien, pues. Era necesario que eso cesase, pensaba, o se sentía capaz de emitir un grito de animal. Se tomó la cabeza en las manos y trató de relacionar dos pensamientos coherentes. ¿Cómo hacen todos? Se preguntó. Caminan. Hablan entre ellos. Están sentados los unos frente a los otros y comen. Todos los músculos de su rostro se estaban endureciendo bruscamente y sentía la estructura de su cráneo, bajo sus dedos, dispuesto a estallar. Trató de recordar sensaciones simples: el miedo, por ejemplo. ¿Tal vez conseguiría experimentarlo, si imitaba los síntomas? Pero por más que buscaba, no venía. Se acabó, pensó, ya no soy nadie. Un estremecimiento le corrió de pies a cabeza y acabó su trayectoria en el fondo de su garganta. Deglutió lentamente y sintió todos los músculos de su rostro distenderse, uno tras otro. Espero todavía algunos instantes, luego volvió a abrir los ojos. La bruma había desaparecido. François estaba allí, frente a él, rígido como una estatua. Maupassant intentó reír: - ¡Muévete un poco! Da la impresión de que te has tragado un paraguas. François se movió un poco sobre su silla, bajando los ojos para evitar la mirada de Maupassant. - ¿Cómo he podido imaginar que podría curar, en un lugar tan conveniente? Es una locura. Tanto la calma de la soledad me conviene, tanto la de los demás me irrita. Cuanto más los miro, menos tengo la sensación de existir. Hablar en voz baja, caminar sin hacer ruido, observar las
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reglas de urbanidad… ¡pero eso es peor que estar muerto! No hay más lugares donde pueda estar a la vez en el mundo y fuera del mundo, con los demás y yo mismo. En el estado en el que estoy, no ofrezco ninguna garantía para la sociedad. Un camarero se dispuso a servirles el champán. En el momento que descorchaba la botella, Dorchain entró en el comedor y Maupassant lo vio. Se levantó enseguida y atravesó la sala para ir a su encuentro. Dorchain no pareció sorprendido al verle: - Cazalis me advirtió de tu llegada. - ¡El traidor! Yo quería sorprenderte… ¿Estás solo? - Sí. - Ven a nuestra mesa, entonces. Estoy con François. - Has hecho bien viniendo aquí, dijo Dorchain sentándose. Glatz ha logrado que recuperase el sueño. - ¡El sueño! ¡Pero eso lo es todo! Mira mi rostro: tienes ante ti a un hombre que no duerme desde hace seis meses. - Precisamente te encuentro un poco delgado. - No logro asentarme en ninguna parte. Cuando apenas estaba habituado a Divonne, el lago Léman se desbordó. Se produjo una terrible inundación, hasta llegó a mi habitación. Con François hemos estado toda la noche achicando. -¿El lago Léman? - Sí. Hace dos días. Desbordado. Agua por todas partes. Y como Dorchain arrojase una mirada preocupada a François: - ¿No me crees? - No he oído hablar de ello. - Naturalmente.
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E, inclinándose sobre Dorchain, dijo en voz baja: - Se ponen de acuerdo entre ellos. - ¿Quiénes? - Los médicos. Nos ocultan todo. De hecho, son unos imbéciles. No saben nada. - Glatz ha conseguido que recuperase el sueño, repitió Dorchain. - ¡Ese querido Glatz! El maître del hotel se había acercado a su mesa para tomar el pedido de Dorchain, mientras un camarero servía a Maupassant y a François las chuletas de buey. - Lo mismo que ellos, dijo Dorchain. El maître del hotel se alejó. El camarero puso un cubierto suplementario. Maupassant, sirvió la bebida. - ¡A la salud de la poesía! Los tres hombres brindaron. - No hay nada más que poesía, dijo Maupassant después de haber bebido. Yo tengo bastantes novelas. Esa será la última. Se volvió hacia la cartera a su lado y acariciándola la tomó sin abrirla. - El Angelus… Tengo ya cincuenta páginas. Ni una más desde hace semanas… Me concedo todavía tres meses. Si no la acabo en ese plazo, me mato. - Demasiado romántico, comentó Dorchain. Y además, tú eres demasiado viejo para matarte. Sería ridículo. Apenas se harían eco en la prensa. - Tienes razón, sonrió Maupassant. Eso es siempre demasiado pronto o demasiado tarde. Escribiré poesía entonces. Como tú. O un ensayo. Tengo la impresión de que todavía no he comenzado a pensar. Camino siempre a cuatro
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patas, con los ojos cerrados, en una niebla. ¿Para que hacer una novela más? Luego, golpeándose el cráneo: - Pero la tengo entera, aquí! Es preciso que me la quite. Después de cenar, te la contaré de principio a final. - No esta noche, si no te importa. Debo acostarme pronto. - ¿Pronto?, repitió Maupassant, incrédulo… ¿Pronto? Dorchain sonrió moviendo la cabeza afirmativamente. Le trajeron su comida. Los tres hombres se pusieron a comer en silencio. Maupassant suspiró: - En la época de La Grenouillère, uno no se acostaba pronto. - Eso fue hace diez años, observó Dorchain. Maupassant permaneció en silencio. - A propósito, ¿sabes que Gisèle d’Estoc está aquí? - ¿Gisèle? ¿En este hotel? - No. En Ginebra. Me he topado con ella por casualidad hace ocho días. Pasa sus tardes en la cervecería Alba. - ¿Sola? - La he visto exhibirse con dos mujeres. Encantadoras. Una condesa suiza y una italiana, según lo que me han dicho. - La cervecería Alba. Anota ese nombre, François. Mañana lo habré olvidado. Y a Dorchain: - No la he visto desde hace dos años. ¿Me reconocerá? - Tú la reconocerás, tú. - Quieres decir… quieres decir que todavía se viste… - De colegial, sí. Por lo menos el día que yo la vi. Maupassant se puso a mirar fijamente su cartera:
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- Si ella ya está con dos mujeres… En fin… Ya veré… ¿Cuál es el nombre de la cervecería, François? - La cervecería Alba, Señor. - Sobre todo, memoriza bien ese nombre. - Sí, Señor. Maupassant volvió a servir champán. Se pusieron a comer en silencio. - He cambiado en un aspecto que no puedes sospechar, dijo Maupassant. No es en el exterior. Después de todo, por el exterior, uno acaba por aprender a acomodarse al mundo. Uno se habitúa a la imagen que se le da. Uno puede estar en el mundo sin ser del mundo. Eso no es nada. Basta parecerlo. Uno puede mostrarse educado, amable, previsor, generoso, caluroso, lleno de atención para con los demás, incluso curioso… ¿Por qué no? Pero el interior… ¡el interior! ¡El precio pagado por haber escrito desde hace diez años! ¡Únicamente por educar mi voz, hacer oír mi respiración! He matado todo lo que había en mí de natural y verdadero. Qué error haber querido levantarme sobre dos piernas en lugar de quedar a cuatro patas, como un animal… - Sin embargo, antes decías que caminabas siempre a cuatro patas. - Es cierto. A diferencia de que yo soy consciente de ello en el presente, y eso cambia todo. La literatura ha destruido mi vida. Mi mirada se ha convertido en un veneno. Es un milagro que no pulverice todos los objetos que me rodean, sin más que fijándome en ellos. El cielo, las estrellas, las flores, los árboles, los hombres, incluso las mujeres, todo se me ha convertido extraño. He destruido el equilibrio que había en mí. No veo más que monstruos sobre mi camino, pero es mi alma lo que se ha convertido en algo monstruoso. Mi consciencia de mi mismo desborda. Quiere
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escaparse de mi cuerpo. Es la naturaleza que se venga. Toda mi enfermedad proviene de ahí. Y eso, ningún médico es capaz de curarlo. Luego, como Dorchain no respondiese nada: - He hablado demasiado. Bebamos pues champán y escribamos libros! Brindaron de nuevo, pero no tenían ganas de evocar su presente y todavía menos el futuro. Dorchain prefirió brindar por el pasado de los domingos de verano en La Grenouillère, esa chalana amarrada cerca del puente de Chatou, sobre un brazo muerto del Sena, frente a la isla de Croissy, donde una bulliciosa multitud de parisinos iba a bañarse, remar, almorzar en la hierba y bailar valses, galops o cuadriles… Maupassant no era por aquel entones más que un modesto empleado en el ministerio de la Marina, y tenía por costumbre escribir sus versos a escondidas, bajo la mirada recriminadora de su jefe de oficina. Era allí, sin embargo, disimuladamente, bajo las notas del servicio, como había logrado escribir Bola de sebo, su primer cuento que lo había hecho célebre de un día a otro. ¡ Entonces se acabaron el ministerio, el papeleo, los chupatintas y los jefes de negociado! Había dejado todo para dedicarse a la literatura. ¡La literatura, el remo y las mujeres! ¡Sobre todo las mujeres! ¡Con qué ardor las coleccionaba, pasando de una a otra sin detenerse jamás en ninguna! Las había amado a todas y de todas las maneras. Carnalmente, por supuesto. Pero también tiernamente, amistosamente, fraternalmente. Había amado la compañía de las mujeres, sencillamente por su compañía. ¡Qué triste resultaba la conversación en una reunión de hombres solos! Se pretendía a veces que su obra era una requisitoria contra las mujeres, pero era todo lo contrario. Creía haberlas observado y descrito sin prejuicios
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ni pasión. Se había limitado a constatar su estado. Había plasmado el proceso verbal de las costumbres de su época, de su clase, de todas las clases, nada más. - Nadie piensa en cuestionarte el hecho de que hayas amado a las mujeres, dijo Dorchain riendo. Pero ¿estás seguro al menos de que ellas te hayan correspondido? - Sin duda, respondió Maupassant. Una prueba más es que yo no era lo suficientemente misógino para ellas. Se echo a reír tras haber dicho eso, de inmediato se avergonzó. El comedor se había vaciado poco a poco. No quedaban más que cinco o seis mesas ocupadas. Dorchain echo una mirada a su reloj: - Pronto serán las once… Los tres hombres se levantaron y abandonaron el comedor. Salieron a la terraza, se aproximaron a la balaustrada y quedaron un momento contemplando el parque. La orquesta hacía cesado de tocar y los músicos guardaban sus instrumentos. Ya no había allí nadie sobre los sillones que rodeaban la tarima. Un fino mantel de niebla flotaba al fondo del césped, cerca del Arve. Algunas parejas, daban sus últimos paseos antes de regresar a sus habitaciones. Maupassant, que llevaba siempre bajo su brazo su cartera de cuero, la levantó a la altura de los ojos de Dorchain: - Mañana, te contaré todo. ¡Serás despiadado! - ¡Será un placer! Buenas noches. Dorchain los saludó y se alejó. Maupassant y François lo siguieron con la mirada hasta que hubo desaparecido en el hotel, luego como François se estremeciese: - Ve a acostarte tú también. Yo me quedaré todavía un poco. - Hay niebla, Señor. ¿Quiere que le traiga su manta?
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- No. Toma mi cartera y déjala sobre mi escritorio. François se alejó a su vez. Maupassant descendió la escalera y eligió una avenida que no estaba iluminada más que por las farolas eléctricas. Camino unos cincuenta metros hasta que se sintió protegido por la sombra de los castaños, luego se detuvo y se arrimó a un estanque, contemplando el hotel detrás de él. La mayoría de las ventanas estaban iluminadas. Unas sombras se perfilaban detrás de las cortinas. Algunas luces se apagaron. Hombres y mujeres se hacían el amor o se abandonaban simplemente al sueño dándose la espalda. Otros quedarían leyendo durante unas horas o esperarían en vano, en la oscuridad, el momento en el que escaparían al insomnio. El parque, con las siluetas de los últimos paseantes, había tomado un aspecto fantasmagórico. Maupassant recordó lo que le había dicho Dorchain, durante la cena: Gisèle estaba aquí, en Ginebra. De repente la volvió a ver, tal como la había conocido: una jovencita, con cuerpo andrógino, que no ocultaba su inclinación por las mujeres y que le encantaba mantener equívocos vistiéndose de colegial. De todas las mujeres que había conocido, ella era la que más lo había impresionado por su independencia de espíritu. Dorchain lo había llevado un día al taller donde ella esculpía para presentárselo a ella. Maupassant había quedado impresionado por ese rostro enérgico que parecía desafiar a olvidarlo. Habían estado juntos algunas horas y como él se sorprendiese de que ella coleccionase sobre sus paredes espadas, dagas y floretes, ella le había respondido: - Sobre todo colecciono a mis víctimas. Había participado ya en cuadro duelos y pasaba por ser una temible espadachina. Dos de ellos habían sido debidos a
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su relación con la trapecista del circo Médrano, Emma Roüer. Maupassant había reído: - ¿El amor vale pues para usted un golpe de espada? - ¿El amor? No creo en eso, respondió ella. Los sentimientos jamás me han interesado, pero me gustan las aventuras complicadas y me bato por mi placer. Ese día no se habían tocado. Una semana más tarde, ella había aparecido en casa de él de improviso, vestida de mujer esa vez. A pesar de las protestas de François, había conseguido introducirse hasta el despacho y lo había sorprendido escribiendo. Esa insolencia le había gustado. Pidió a François que los dejase solos. Desde el mismo instante en que la puerta se cerró, ella se dirigió hacia él, y, sin emitir una sola palabra, lo besó. Recordó la turbación que había experimentado acariciando ese ligero y nervioso cuerpo, esos senos de muchachita, ese torso y esas estrechas caderas de adolescente. Ella tenía cualidades de amante increíbles, dictándole las poses que quería que él le hacía tomar, exigiendo siempre más, reactivando su deseo mediante sus tocamientos y caricias, no cesando al mismo tiempo de contemplar en el espejo el reflejo de los gestos que ambos hacían… Luego, cuando habían sucumbido al agotamiento, ella se dormía sobre la alfombra, repentinamente. Se volvieron a ver casi todos los días durante los primeros meses de su relación. Él sabía que ella continuaba frecuentando otras mujeres, y él no le ocultaba hacer otro tanto. Era la primera vez que aceptaba que se le engañase abiertamente y no experimentaba ningún despecho. Llegaba a evocar con ella sus compañías y pasaban horas detallando sus respectivas maneras de hacer el amor, las ventajas e
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inconvenientes que veían en ellas. En plenas relaciones físicas, ella conservaba siempre una distancia y un perfecto control de si misma, no es que fuese frígida, sino porque – como él – no quería ver en sus abrazos más que la ocasión de perfeccionar todas las posibilidades de refinamiento sexual. En eso, eran totalmente parecidos el uno al otro. Pero también coincidían en algunos detalles de sus vidas: como él, a ella le gustaban los ejercicios violentos, detestaba obedecer a cualquiera y las palabras que decía con más frecuencia eran: «Yo quiero.» Cuando se cruzaba en la calle con dos amantes mirándose, con la estupidez un poco ingenua que se siente en ese estado, la vulgaridad de su error la irritaba. «Te amo, te adoro, mi corazón, mi alma, mi vida…», ¡todo eso únicamente porque eran de un sexo diferente! No era más acorde a la verdad decir: «Tengo ganas de ti» Resumiendo, él tenía la sensación de haber encontrado a su igual. Una mujer libre, desprendida de las emociones que todo lo confundían, una amiga con quién disfrutaba intercambiando ideas sin preocuparse de seducir, una amante para quién no existía ninguna prohibición corporal. Sabían que eran dos seres demasiado independientes para poder llegar a fundirse juntos, pero era precisamente eso lo que los volvía tan atentos el uno con el otro. En el intervalo que los separaba, habían sabido crearse un espacio que no pertenecía más que a ellos y habían vivido momentos felices. Una de sus características más destacadas era su perfecto desdén por las convenciones al uso. Él la veía tumbarse al fondo de una barca en la que él la había llevado un domingo por el Sena, ponerse desnuda y exponer su cuerpo al sol, contra los prejuicios que pretendían que una mujer debe abrigarse para mantener la piel blanca. Ella no
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había tenido ninguna preocupación por los paseantes que podían verla desde las orillas. Además lo último que quería era provocarlos. Simplemente, era así: natural, como él. Él recordó que le había dicho, murmurando: - Me gusta el Sena, `porque se te parece… A ti… A la mujer… Es lento, caprichoso, impenetrable… y a veces tan claro, benevolente… Ella se había burlado de su declaración que juzgó propia de una poesía sosa y pasada de moda. ¿Además, muchos hombres, no eran más mujeres que ella? Ella no tenía de mujer más que la garganta, algunas curvas más redondeadas y manos más delicadas, pero la falda no tapaba más que sus caderas, no su espíritu. Ese mismo día habían hecho el amor en la hierba, en la orilla, y como habían sido sorprendidos por un mirón, ella lo había estrechado violentamente contra sí obligándolo a hacerla gozar bajos los ojos del indiscreto. Una hora más tarde, vestida de colegial, se había divertido – para excitarlo más – seduciendo a una muchachita en La Grenouillère. El asunto, esta vez, había tomado un mal cariz. Se habían instalado en una mesa, en compañía de Dorchain, para mirar bailar a las parejas sobre la pista, cuando un hombre y una muchacha se sentaron en la mesa de al lado. El hombre tenía una treintena de años. Era de complexión atlética. Su mirada era dura. Se adivinaba que llevaba una navaja y estaba dispuesto a buscar camorra. Presumía de su condición de matón y, en su modo de ser, parecía destinado a provocar el enfrentamiento. La muchacha que lo acompañaba era rubia, con grandes ojos azules, todavía una niña. Gisèle enseguida quedó impresionada por la belleza casi maliciosa que se desprendía de ella. No le había quitado la vista de encima.
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Intrigada por el vestido masculino de Gisèle, la muchacha mantuvo la mirada. - Me llamo Ernest, había dicho Gisèle. ¿Y tú? El hombre intervino de inmediato: - Ni respondas. Es un gilipollas. Pero la chica había alzado los hombros: - Marie-Louise. - ¡Cállate, había ordenado el hombre. ¡No le hables! - Le hablaré si me da la gana, había dicho la chica. Y Gisèle: - Ven a nuestra mesa, María-Louise. Me gustan tus ojos. La muchacha se levantó para obedecer, pero el facineroso saltó sobre ella, la obligó a sentarse y se aproximó al trío con una sonrisa desafiante. Sin parecer preocuparse de la presencia de los dos hombres, no se dirigió más que a Gisèle: - ¡Déjala, has entendido! No es para ti. Le mostró el Sena por la ventana: - ¡O te arrojaré ahí dentro, con una piedra en el cuello! Dorchain y Maupassant se levantaron. El hombre sacó enseguida su navaja, pero Dorchain extrajo de su bolsillo un revólver. Los tres se quedaron de pie, indecisos, luego el hombre – juzgando sin duda el enfrentamiento desigual – retrocedió. Agarrando brutalmente a su compañera por el brazo, la arrastró detrás de él, hacia la salida, a pesar de sus protestas y los golpes que ésta le daba para resistirse. Atravesaron la pista de baile, tropezando con los bailarines y obligándoles a detenerse y Gisèle les había gritado: - ¡Buena suerte, a los enamorados! Viéndolos desaparecer.
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Satisfecha, se inclinó sobre Maupassant y lo besó ampliamente. La orquesta finalizó su tema y los bailarines aplaudieron. Más tarde, cuando se acostaron en la hierba, cerca de un bosquecillo y Dorchain se durmió a su lado, se vieron invadidos por la belleza de un adolescente que salía del agua y se había tumbado a algunos metros para secarse. Su camiseta se pegaba a su piel dejando apreciar su cuerpo bien formado. Sintiéndose observado, el muchacho no había apartado los ojos. Al contrario, los fijó en ellos con insolencia y Maupassant sintió una excitación extrema ante esa invitación muda que parecía dirigirse tanto a él como a ella. Pero no tenía ganas de un hombre. La idea misma le repugnaba, y Gisèle lo sabía, habían hablado a menudo de ello. Ella lo había mirado con aire cómplice, sin decir una palabra, luego levantándose, se aproximó al adolescente, se arrodilló ante de él y le acarició los hombros pasando la mano bajo las asas de su camiseta. El muchacho le sonrió sin resistirse. Ella se volvió entonces hacia Maupassant que los observaba, como para comprobar que estaba bien lo que él esperaba de ella. Comprendiendo que un acuerdo tácito los relacionaba a los tres, el adolescente llevó la mano al pecho de Gisèle y le acarició los senos. Ella desabotonó su camisa, luego desabrochó su pantalón para permitirle ir más lejos, y, como Maupassant no reaccionase, ella se levantó, tomó al muchacho de la mano y despareció con él en el bosquecillo. Las luces del parque se habían apagado. No quedaban más que algunas ventanas iluminadas en la fachada del hotel. Los ventanales del comedor eran negros. Solamente el recibidor de entrada y el salón parecían estar todavía
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frecuentados. Maupassant se dirigió lentamente hacia la luz de los últimos faroles en lo alto de la escalera, extrajo su reloj de bolsillo y comprobó que era medianoche. De pronto tenía ganas de hacer el amor a una mujer. Eso no debía faltar, en esos lugares. Una mujer que estaría sola, como él, y que no hubiese estado con un hombre desde hacía tiempo. Seguramente sabría reconocerla si la encontraba. Ella tendría, por ejemplo, una mirada que no conseguiría fijarse, o una cierta brusquedad en sus gestos, o un aspecto a la vez frágil y desolado. Entró en el recibidor y miró a su alrededor. A esa hora, no había allí mucho donde elegir. Se aproximó a la recepción, pidió su llave, luego dio unos pasos hacia las puertas ampliamente abiertas del salón para echar una ojeada al interior. Cerca de una chimenea, dos parejas de edad discutían juntas. Aparte, algunos hombres fumaban alrededor de una mesa jugando a las cartas. Iba a renunciar, cuando vio lo que estaba buscando. Ella estaba sentada bajo una tulipa leyendo un libro, medio camuflada por un sillón de espaldera alta. Debió sentir la mirada posada sobre ella, pues volvió la cabeza y lo miró un instante. Él le sonrío, pero ella no respondió. Bajó los ojos sobre su libro, pasando algunas páginas con tedio, luego ahogó un bostezo y se levantó bruscamente. Las parejas mayores se volvieron hacia ella y la saludaron de lejos. Ella permaneció algunos instantes de pie, alisando las arrugas de su vestido, luego atravesó el salón. En el momento en el que pasaba cerca de él, éste le tocó el brazo ligeramente. Ella se detuvo y lo miró: - ¿Nos conocemos?, preguntó ella. - No. Luego, como ella pareciese esperar una explicación:
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- ¿Y si nos fuésemos a acostar juntos, enseguida? Él pensó que iba a abofetearlo o a alejarse alzando los hombros, pero se conformó con mirarlo fijamente a los ojos. - ¿Por qué? - Por placer, respondió él tomándole el codo. Ella se desprendió: - Estoy casada. - ¿Qué importancia tiene eso? Sonrió divertida. - Amo a mi marido. - ¿Cuántas veces al día? Ella sofocó una pequeña risa, luego como él no añadiese nada: - ¿Qué es lo que le hace pensar que yo tengo ganas de usted? - Todo, respondió él. Absolutamente todo. - No es así, dijo ella tras haber reflexionado. Le dio la espalda y se dirigió hacia el ascensor, extrayendo una llave de su bolso. Él la siguió. Atravesaron el recibidor codo con codo sin mirarse. El ascensorista les abrió la puerta y subieron juntos en la cabina. - ¿Señora? Se inclinó el ascensorista. - Al segundo piso, por favor. - Yo también, dijo Maupassant. Ella le echó una mirada glacial, se pegó a la pared del ascensor y se quedó mirando fijamente sus pies. El ascensorista debió manejar varias veces una manija y verificar la cerradura de las puertas. Se elevaron lentamente, tan lentamente que Maupassant se preguntó ni no se irían a encontrar bloqueados en el trayecto. Llegaron finalmente al piso y él salió detrás de ella. Codo con codo, recorrieron un pasillo, sin hablarse.
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- No sea grosero, acabó ella por murmurar. Nos están mirando. Él se volvió y observó al ascensorista que les seguía con la mirada. Se detuvo. El hombre retrocedió y cerró sobre él la puerta del ascensor. Maupassant esperó que la máquina hubiese desparecido. Ella aprovechó esta interrupción para ganar algunos metros y estaba ya a punto de abrir la puerta de su habitación. La alcanzó en el momento en el que ella entraba. La tomó por la cintura. - ¡Déjeme!, dijo ella, furiosa. Trató de desprenderse, pero la estrechaba contra él con tanta fuerza que no se podía mover. - ¡No! ¡Y no!, repitió ella. Quiso besarla. Ella lo mordió y aprovechó que la aflojaba para darle un puñetazo en el rostro y cerrar la puerta. Él tocó sus labios y comprobó que sangraba. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y lo presionó contra su boca. Se apoyó en la puerta. Ella debía haber hecho otro tanto, en el interior de la habitación. Podía oír su respiración a algunos pasos de él. - Ábrame, murmuró. Ella no respondió nada. - La deseo. Usted me desea. Estoy solo. Usted también. Nadie nos conoce en este hotel. Detrás de la puerta, tuvo la impresión de que ella lloraba. - Dígame al menos algo, pidió él. Luego como ella continuase sin hablar: - Por el placer… La amistad… La ternura… ¡Por todo! Miró su pañuelo. - Estoy sangrando. Ábrame.
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La oyó apartarse de la puerta y alejarse en su habitación. El retrocedió en el pasillo, dio algunos pasos, luego volvió a adelantarse y miró la puerta. ¡Pero ábreme ya!, pensó. Las luces del pasillo le parecían siniestras. Permaneció inmóvil, con su sangre ridícula en la boca. Sacudió su pañuelo con disgusto y una gota cayó en la alfombra. La pisó. Sufría con el pensamiento de que esta mujer se fuese a dormir y que él saldría de su vida. No estaría en ninguna parte, para ella. Ya no sería nada. Habría debido hablarle más tiempo. Se aproximó muy cerca de la puerta y extendió la oreja, pero ella no hacía ningún ruido. La imaginó caminando de puntillas. Retrocedió y tuvo ganas de arrojarse con todo su peso contra esa puerta. ¡Destruir todo! Pensó. Pero sentía que el golpe no habría hecho más que enviarlo hacia atrás, pues ahora todo él estaba definitivamente cerrado. Ella lo había eliminado de su pensamiento y él normalmente habría debido desparecer. - ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí ¡ ¡Estoy aquí!, gritó y se puso a dar violentas patadas en la puerta. Sabía que se había puesto a gritar y sin embargo no oía su voz. Se abrieron otras puertas en el pasillo. Unos hombres salieron y procedieron a tomarlo por los hombres y los brazos. En un momento, se encontró tumbado en el suelo sobre la alfombra, placado en el suelo por unas manos desconocidas. Más tarde, fue sentado en una silla en el recibidor del hotel, sin recordar de que modo había llegado hasta allí. François estaba de pie ante él y tenía un vaso de agua en su mano. Más tarde, se encontró tumbado en su habitación, y un enfermero le ponía una inyección. Por primera vez desde la mañana, se sentía tranquilo y lúcido. Miró sus pies descalzos al borde de la cama y movió los dedos. Pensó que tenía un poco de hambre y de durmió bruscamente.
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- Usted no está aquí para hacer perder el sueño a mis clientes, sino para recuperar el suyo, dijo Glatz fijándo en él sus penetrantes ojos. - Lo siento mucho, dijo Maupassant. Glatz apartó su mirada y ojeó algunas fichas. - He recibido su expediente esta mañana. - ¿Mi expediente? - Médico. El doctor Maubier y su amigo, el doctor Cazalis, han tenido la amabilidad de enviarme una copia de las pruebas que a usted conciernen. ¿Es usted consciente de lo que ha ocurrido ayer por la noche? - No. No sé lo que he gritado. Me pusieron una inyección. - Fue una crisis epileptiforme. ¿Imagino que no es la primera? Maupassant se levantó de la camilla en la que Glatz acababa de examinarlo. Trató de recordar. Surgieron una imágenes ante él y enseguida se dispersaron. - No lo sé, respondió. Luego, como Glatz contiaba a ojear las fichas que tenía en la mano, río sarcásticamente: - Usted añadirá una ficha más a las suyas, ¡eso es todo! Comenzó a vestirse.
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- No soy partidario de ocultar su estado a mis pacientes, dijo Glatz. Su expediente está perfectamente claro y lamento que ninguno de sus médicos le haya hablado francamente. Tiene usted una afección sifilítica del sistema nervioso. Los dos hombres se miraban y Maupassant se volvió a sentar sobre la camilla. - ¿La sífilis? ¿Desde cuando, según usted? - Unos quince años, juzgando los informes de sus exámenes oculares. Ella explicaría sus migrañas e insomnios. He notado que usted llegó a perder el cabello en 1877. Podría datar del año anterior. - ¿1876? Una rana, entonces. - ¿Una rana? - ¿No conoce usted La Grenouillère?2 - No, dijo Glatz. ¿Una casa de citas? - Si usted quiere. Maupassant calzó sus botines. - ¿Estoy fastidiado, entonces? Glatz dejó ver una mímica incierta. - Probablemente está localizada sobre el tracto nervioso-ocular izquierdo de su sistema de visión. Nada hace apuntar que no se distribuya por su sistema nervioso central. ¿Ha tenido alucinaciones? ¿Auditivas? ¿O visuales? Maupassant reflexionó. ¿La casa que se movía durante la noche, en Divonne? Pero eso no erán más que las ratas. 2
La palabra “rana” en francés es “grenouille”. La Grenouillère era una especie de restaurante-baile a orillas del Sena, frecuentado por una multitud heterogénea de personas, sobre todo aventureros de fin de semana y donde se ejercía la prostitución. De hecho, en algunas traducciones de cuentos de Maupassant, La Grenouillère se traduce por “El estanque de las ranas”. (N. del T.)
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¿La forma aparecida súbitamente ante él, en el coche, con Jenny? Eso era fiebre. - No, respondió. Glatz asintió con la cabeza. - Es posible que esté en regresión. Usted sin embargo no hace nada para ayudar. Maupassant acabó de vestirse. - Usted también, Doctor. Continúa negándome la ducha de Charcot. Los dos hombres se levantaron y enfrentaron sus miradas un momento. - ¿Cuál es el pronóstico?, preguntó Maupassant. - No lo sé. - ¿Soy contagioso? - Más en su estado. - ¿Voy a morir? - Como todo el mundo. El problema es determinar como. - ¿Qué pasará si se extiende al sistema nervioso? - Alucinaciones. Disminución de las facultades mentales. Parálisis general, respondió Glatz secamente. - Entonces, ya he elegido. Luego como Glatz no respondía nada y continuaba mirándolo: - Es usted un monstruo. Glatz le sonrió: - No. No soy más que un reflejo.
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En Ginebra, la cervecería Alba, estaba abierta seis días a la semana. Era el único lugar de la ciudad en la que se podían encontrar todos los estratos de la sociedad. Ante vasos y cubiertos de aquí para allá, hombres y mujeres de la burguesía iban allí a retozar por las tardes o a tener la ocasión de concertar una cita. También se veían por el local personajes insólitos, refugiados de Prusia o de Europa central, chaperos y prostitutas en búsqueda de clientes, estafadores de todo tipo abrigaban bajo sus manteles asuntos turbios que no verían nunca el día. Había amplias banquetas de madera a lo largo de las paredes y de las mesitas separadas por tabiques o diseminadas en la primera parte de la sala. Al fondo se encontraban una pista de parqué para bailar y una tarima sobre la qué una orquesta tocaba sin descanso los bailes de moda. La ambiente era ruidoso, la atmósfera estaba saturada de humo, y las ventanas con vidrios opacos no dejaban pasar más que una luz mortecina. Cuando Maupassant empujó la puerta, sus ojos sintieron un molesto picor y lo invadió un acceso de tos. Dos muchachas lo desequilibraron y se alejaron riendo. Un camarero lo invitó a sentarse indicándole una plaza libre en una mesa, un poco más lejos, pero le hizo una señal para indicarle que prefería permanecer de pie todavía un momento. Recorrió con la mirada las manos, los rostros y
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los cabellos de los clientes, en la procura de Gisèle. Hacía calor, la música era estridente y tuvo ganas de marcharse de allí. Un grupo de jóvenes entró detrás de él, gesticulando. Atravesaron la sala y comenzaron a estrechar manos. Maupassant resoplaba. Desabotonó su abrigo, desanudó su bufanda y dio algunos pasos para cambiar su ángulo de visión. Fue en ese momento cuando la vio, sentada con otras personas, en una mesa en un rincón. Ella no miraba en su dirección. La veía hablar con vehemencia, luego prorrumpió a reír y ocultó el rostro entre sus manos. Cuando levantó la cabeza, su mirada se cruzó con la de él. Su expresión divertida se heló. Volvió los ojos hacia su vecina de mesa, le dijo algunas palabras y se levantó. Atravesó toda la sala para ir a su encuentro. Llevaba una larga falda negra, una blusa roja muy ligera que dejaba realzar sus senos y sus cabellos estaban recogidos hacia atrás, en un moño. Él no dejó de mirarla durante todo el tiempo en el que ella venía hacia él, y la encontró tan deseable como siempre. Tenía esa compostura indiferente que tanto le gustaba, ese movimiento del cuerpo seguro y frágil como un acuerdo secreto entre el espacio y ella, y todo el mundo se apartaba instintivamente para dejarla pasar, sin que tuviese necesidad de hacer ningún gesto para ello. Pensó que se debía al hecho de que casi no movía los hombros al caminar. Una vez estuvo a su altura, lo miró un momento. - Tus cabellos han blanqueado, le dijo ella sonriente. Él echo una ojeada rápida hacia la mesa de donde ella venía. - No estás sola. - No es nada. Una amiga. Los demás no tienen importancia. Ven a sentarte con nosotros.
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Miró a su alrededor y llevó la mano a su cuello: - Estoy agobiado. Demasiado ruido para mí. Ella vaciló algunos segundos. - Espérame fuera. Voy enseguida. Regresó hacia su mesa y él la siguió con la mirada con el mismo placer. Cuando llegó junto a sus amigos, él desvió su mirada de ella y trato penosamente de hacerse camino hacia la salida. Se sentía torpe y pesado. Un hombre lo empujó sin disculparse. Era un muchacho rubio, con cabellos engominados y caderas fuertes. Maupassant pensó que debería matarlo allí mismo. Que no volviese, se dijo, o lo noquearé de un puñetazo aplastándole la cara bajo mi zapato. Pero el hombre continuó hacia la pista de baile y Maupassant salió a la acera. Dios algunos pasos y percibió su reflejo en un cristal de la cervecería. Tenía los labios tan crispados que no se reconoció: era un rostro imaginario. Rápidamente, trató de adoptar otro. Movió sus labios, distendió su frente, hizo algunas muecas, pero no logró encontrar el que buscaba. Irritado, apartó la vista y esperó. Ella salió de la cervecería, con una chaqueta sobre sus hombros, buscándole los ojos, fue hacia él y lo tomó del brazo. - Vamos, dijo apretándose contra él. Se alejaron. - Solamente quería volver a verte. ¿Una idea idiota, tal vez? Espero que no te importe. - ¿Quién te ha dicho que estaba aquí? - Dorchain. - ¿Dorchain? ¿Está también en Ginebra? - En Champel. Ambos estamos a tratamiento. Te vio un día en esa cervecería. - No me saludó.
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Caminaron un momento en silencio, luego como un coche vacío pasaba ante ellos, Maupassant le dedicó una mirada interrogativa. - Prefiero ir caminando, dijo ella. Continuaron. La calle estaba casi vacía. Dos niños saltaban ante una puerta y unas palomas evolucionaron de pronto a su lado, perdiendo algunas plumas. Una de ellas vino a posarse en la frente de Maupassant. Él debió hacer un esfuerzo inmenso para, con su mano libre, espantarla. Ella lo miró sonriendo. -¿De qué estás enfermo? El dudó. - Los nervios… tal vez los nervios. No se sabe. Se introdujeron en una calle que descendía hacia un río y se detuvieron cerca del parapeto. El agua era sucia y gris. Contrastaba con la limpieza de las calles y las casas. Discurría así, insoportablemente sucia, sin que se pudiese hacer nada por evitarlo. - No me gusta esta ciudad, murmuró él. ¿Qué haces aquí? - Estoy dando una serie de conferencias. - ¿Conferencias tú? ¿Sobre qué? - Sobre las mujeres. Emitió una risa involuntaria, que sonó como una matraca. - ¡Te lo ruego!, dijo ella. No te rías. Eso suena realmente falso. Además, tú nunca te has enterado. - Las mujeres, repitió él cuando se hubo tranquilizado… ¿Las mujeres de hoy? ¿Las mujeres sin hombres? Ella le hizo una señal afirmativa y él fue presa de una nueva carcajada, más clara esta vez. Ella levantó los
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hombros y de desprendió de él. Dio algunos pasos a lo largo del parapeto, y él creyó que iba a alejarse definitivamente, pero regresó, lo miró a los ojos y le acarició levemente la mejilla con la punta de los dedos. Él le tomó la mano y la llevó a sus labios. Besó sus dedos, sucesivamente, sin dejar de mirarla. Tenía las uñas muy cortas y él pensó que no podía ser de otro modo. - Conoces mis opiniones, dijo ella retirando la mano. - ¿Sobre qué? Él ya había olvidado. - Sobre las mujeres. - No. - Bien, por ejemplo… Mantengo la tesis de que una mujer que no trabaja es una prostituta. - ¿Ah, sí? Luego como ella volviese la cabeza fijándose en el agua, ante ella: - Sabes bien que nunca me he interesado por la ideas. - Es cierto. Tú no tenías opinión sobre nada. - ¡Oh!, sí. Eso acabó por llegar, como a todo el mundo. Y después de un silencio: - Pero siempre era para reír. El se puso de nuevo a reír. - ¡Oh, Guy!, dijo ella de pronto, tomándole del brazo. ¿Por qué la vida es así? - ¿Quieres decir para las mujeres? - ¡Para todos! Él no tenía nada que responderle. Continuaron caminando estrechándose el uno contra el otro. Él tenía la sensación que el tiempo pasaba demasiado aprisa, que se había convertido en hostil. Podía intuir en la atmósfera que se desprendía de esas casas tan limpias, tan bien ordenadas
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las unas al lado de las otras, que no serían más que unos extranjeros. Levantó los ojos y pensó que eso provenía también de que la bóveda del cielo era demasiada alta y el agua demasiado negra. - Hemos tenido buenos momentos juntos, murmuró él. Después de todo, nos entendíamos mejor que los demás. - Nos entendíamos mejor, es cierto. Ella sonrío y reanudaron su camino. - Nada nos impide volver a comenzar, dijo él. Ella se detuvo y lo miró: - Bésame. La tomó por la cintura y experimentó el placer que siempre había tenido probando sus labios, sintiendo sus lenguas tocarse. Abrió los ojos para mirarla. Se dio cuenta de que ella había hecho otro tanto. Se separaron un poco, luego se inclinó de nuevo sobre ella y le mordió el labio inferior. Ella se dejó hacer sonriendo, luego bajó la cabeza: - Déjame, murmuró. Sabes bien que de nada sirve volver a comenzar. - ¿Por qué? - No es necesario, eso es todo. Hasta el momento todo va bien, pero lo demás me resulta insoportable. Debo decírtelo. Lo demás se me ha vuelto insoportable. - ¡Gisèle! - Se acabó para mí. Debes saberlo. Eso me produce el efecto de un farol de gas en el vientre. Siguieron caminando silenciosamente. Cuando llegaron a un cruce de calles, él se detuvo y la obligó a mirarlo. - ¿No me amas? Insistió: - ¿Ya no me amas?
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- ¡Amarte!. Tú ves que me derrito cuando me tocas. - ¿Entonces? - Ya no quiero más. Esto siempre acaba de la misma manera para mí. Ya no puedo más. Ella se apartó, le pasó un brazo alrededor de la cintura y lo arrastró. Atravesaron una calle y continuaron hasta llegar a la avenida. Marcharon así hasta un puente, luego se detuvieron y regresaron sobre sus pasos. - Yo también estoy escribiendo una novela, dijo ella. - ¿Una novela? Su voz salió cascada y debió aclararse la garganta. - Sí. Me columpio sin cesar entre la insignificancia y el estilo . A veces, cuando me leo, me invade la desesperación. Todo lo que escribo me parece una sarta de sandeces. - Yo no he escrito nada desde hace seis meses. - ¿Por qué? - Ya no encuentro inspiración. - Sin embargo tienes cosas que decir. - ¡Oh, desde luego! La estrechó contra él. Ella apoyó la cabeza en su hombro: - Para ti, eso no es grave. Tú ya has demostrado que eres un escritor. Es normal que seas presa de la duda. Pero yo… - Muéstramelo, si quieres. Ella se detuvo y lo miró: - ¡Oh, no! no me atrevería jamás. No me gustaría mostrarte algo mío de lo que no estés orgulloso. Luego, como continuasen su marcha: - Tengo la impresión de no haberte dado nada, de no haber sido generosa. He dado mucho a personas que no
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tenían ninguna importancia para mí y nada a ti que eres la única persona que comprendo. - Eso no es cierto. Ella elevó los ojos para que se explicase, pero él no añadió nada. No tenía ganas de hablar. Hubiese querido sentirla siempre junto a él, como estaba en ese momento, tan confiada. ¡Siempre! ¿Cómo era posible pensar en el futuro, cuando nada era posible con ella? Recordó un día en el que él le había propuesto vivir juntos. Ella estaba sentada frente a él en una mesa de un restaurante. Había esperado mucho tiempo antes de responder: - Es cierto que no me molestarías. Luego había sonreído: - Sobre todo no tomes a mal lo que te digo. Jamás se lo he dicho a nadie. Él no se lo había tomado a mal. Ella tenía diez años menos que él y no aspiraba más que a vivir sola. Sería necesario además hacerse a esas nuevas declaraciones de amor. En otra ocasión, se decían «Yo no te odio», luego «Me gustas». Ahora, eso sería «Tú no me molestas». Lo malo es que no servía de nada vivir juntos si no se molestasen. Él también había decidido vivir solo. Había tomado a su servicio un empleado del hogar, y no estaba molesto. Ella se detuvo bruscamente y le estrechó el brazo: -¿Qué es lo que te he dado? Tenía una expresión dolorosa y, aunque él no tuviese ningunas ganas de hablar, se sintió obligado a responder: - Todo. Ella alzó los hombros, descontenta: - Respóndeme en serio. Él dudó:
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- Mi mirada. Insistió: - Una mirada. Y como ella pareciese incrédula: - Yo no había escrito nada importante antes de conocerte. Ella permaneció un largo momento observándolo, como para estar segura de que era sincero diciendo eso. - Es bueno haberte vuelto a ver, dijo ella. - No lo sé. - ¿No lo ves así? - No habría podido ser de otro modo. Él la tomo por los hombros y volvieron a caminar. - Esta noche habrá una fiesta en casa de una amiga. ¿Quieres venir? Puedes ir y llevar a Dorchain. - Se lo diré. - A menos que no tenga ganas de volverme a ver, añadió ella… ¡Pero tú, ven! Y como él no respondiese nada: - Te lo ruego. - Iré. Volvieron a subir la calle por la que habían bajado anteriormente. Cuando advirtieron la cervecería Alba, ella se detuvo: - Bésame una vez más. Él sonrió, divertido: - Te besaré esta noche. - Esta noche, seré otra. Se inclinó sobre ella y la besó. En el momento en que se separaban el uno del otro, él oyó un coche que se detenía a algunos metros. Volvió la cabeza. En su interior, una
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mujer los miraba con insistencia. Estaba vestida de gris. Gisèle la vio también. Lo tomó por el brazo: - Pero si es la señora… - ¡Cállate! ¡No digas su nombre! - ¿La conoces? Él no respondió nada. La mujer de gris hizo una señal al cochero y el coche se puso en marcha. Pasó ante ellos. Maupassant lo siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido al final de la calle. - ¿La conoces?, repitió Gisèle. - Hace un año. - Bella mujer. ¿Está contigo en Champel? - No. Se ha reunido con su marido en Ginebra durante algunos días. - Y él sabe que ella y tú… - Le da igual. Le basta que ella esté cuando la necesita. Gisèle sonrió: - ¿Con frecuencia? - Para sus cenas de negocios, sus recepciones. Es su mujer para los demás. El resto del tiempo, la deja libre. Hace alguna escapada y aparece en mi casa de vez en cuando. - Entonces, no estás tan solo. - Los hay peor. - Sí, yo. -Oh, tú no estás nunca sola. De pronto ella se estremeció. Él pasó un brazo alrededor de sus hombros. - No estás suficientemente abrigada. - Tengo que irme, dijo ella mirando la cervecería. ¿Por qué no has querido que pronunciara su nombre?
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- No lo sé. He decidido no llamarla. O más bien sí. La llamo la Dama de Gris. Ella volvió a mirar la cervecería. - ¿Tienes con que escribir? Voy a darte la dirección de mi amiga, para esta noche. Él extrajo una tarjeta y un lápiz de su bolsillo y se los tendió. Ella anotó rápidamente. - ¿Vendrás? - Sí. Metió la tarjeta en su bolillo sin mirar la dirección. Ella deposito un ligero beso en su mejilla y le volvió la espalda. La miró alejarse y entrar en la cervecería. Ella no se había vuelto. Él la imagino regresando a su mesa, sentándose con sus amigos, retirando su chaqueta de sus hombros y retomando el rostro que le había visto antes. Subió por la calla en la procura de un coche y cuanto más caminaba, más se sentía invadido por una espantosa tristeza.
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A las siete ya estaba de regreso en el hotel Beauséjour. Había deambulado toda la tarde por las calles de Ginebra sin decidirse a tomar un coche. También había bebido, casi una botella, en la terraza de un café, parar intentar luchar contra esa desesperación que surgía en los momentos más imprevistos y que cada vez le parecía más intensa. Sin embargo los médicos le habían prohibido terminantemente esos estados de tristeza. ¡Prohibir la tristeza, bonito consejo! Los médicos eran unos imbéciles, pero ¿cómo prescindir de ellos? Se encerró en su habitación con Dorchain y pidió a François que quedase con ellos. Durante dos horas, les leyó las cincuenta páginas de El Angelus que ya tenía escritas, luego les contó toda la historia, hasta el final. Surgían las palabras con facilidad, las frases se encadenaban con lógica y sin embargo, se detenía bruscamente cuando quería escribirlas, sabía que nada conseguiría plasmar en el papel. Pero en ese momento de gracia que le procuraba la palabra, se encontraba en toda su plenitud: brillante, irresistible. Se sentía lúcido, lógico, con una elocuencia insuperable. Cuando acabó, ordenó su manuscrito en su cartera y la cerró cuidadosamente: - Solo me queda escribirla, murmuró.
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Dorchain y François lloraban. Los miró divertido, y fue entonces cuando comprendió que algo se había debido quebrar en él para siempre. - Démonos prisa para ir a esa velada, dijo a Dorchain. Es tarde ya.
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Ella se había vestido de colegial y el resto de los invitados llevaban disfraces. Solamente Dorchain y él vestían con frac. - No me advertiste que sería un baile de disfraces, reprochó a Gisèle, cuando ella le presentó a la dueña de la casa. - No se preocupe, querido señor, no llamará la atención, le dijo la condesa, que llevaba un traje de aldeano muy desabrochado. Oyó detrás de él: - Señor Malpassant, estoy muy honrado en conocerlo. - Se dice: Maupassant, respondió volviéndose, pero usted no tiene por que... - Lo siento mucho, se inclinó un mosquetero. - No tiene ninguna importancia. Además, es cierto, soy un mal paseante. Nadie río. Dorchain y él entraron en el salón. Algunas parejas se revolcaban en unos sofás, medio desnudos. Algunos estaban tumbados en el suelo adosados a unos cojines contra las paredes. Todo el mundo bebía y fumaba. Un camarero, al estilo francés, pasó con una bandeja. Tomaron cada uno una copa de champán. - No me acostaré más que con la dueña de la casa, dijo Maupassant a Dorchain, cuando estuvieron aparte.
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- Entonces yo lo intentaré con la gitana, respondió Dorchain mostrándole una mujer morena tumbada en un sillón bajo los embates de un marqués con la ropa desabotonada. Maupassant los consideró un momento. - Es asombroso… como se excitan esas personas, simplemente porque transmiten un poco de saliva de una boca a otra con la punta de sus lenguas… Dejó su copa y tomó otra de la bandeja del camarero que permanecía ante ellos, impasible. - ¡Que falta de gusto! Exclamó Dorchain. Maupassant, ¡qué falta de gusto! Bebieron brindando y el camarero se alejó. - ¿De gusto? Dijo Maupassant. No anhelo más que una cosa: ¡no tenerlo! Además, los grandes hombres no lo tienen… inventan uno nuevo. Luego como mirasen a un gondolero veneciano conducir a la condesa hacia un diván y besarla: - Esto es de un monótono… Tener que desvestirse para hacer ese pequeño movimiento ridículo, ¡ yo bostezo de aburrimiento! - ¡Qué humareda!, gritó una mujer disfrazada de monja. ¡Qué alguien abra una ventana, rápido! ¡Me voy a encontrar fatal! El mosquetero se precipitó hacia ella: - ¡Permítame, querida amiga! ¡Déjame a mí! Comenzó a desnudarla, mientras ella simulaba un desvanecimiento. - ¿Te diviertes?, preguntó Gisèle detrás de ellos. - Mucho, respondió Maupassant. Además, como puedes comprobar, todo el mundo hace otro tanto. Y mostró a los presentes que reían por los esfuerzos que el mosquetero desplegaba. Giséle alzó los hombros y se
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dio la vuelta. Un Pierrot mofletudo se sentó ante un piano y comenzó a tocar una pieza de Mozart. Gisèle se aproximó a escucharlo. - ¡Lo que faltaba!, musitó Dorchain suspirando. - Se suele decir que eso suaviza las costumbres, dijo Maupassant. Pero nunca lo he verificado… - ¿En qué piensa ese camarero?, le interrumpió Dorchain. Mira como pasa entre nosotros sin hacerse ver. - No se ve más que a sí mismo. Es normal. Piensa que es un camarero y eso lo ocupa completamente. Quiere ser visto como un camarero y a eso se aplica. Habrás observado que también forma parte del baile de disfraces. Su uniforme a la francesa es un disfraz. Si Gisèle me hubiese advertido, me habría disfrazado de camarero. - ¡Demasiado notable, querido! Eso no habría servido más que para singularizarse más. - ¡No del todo! Serviría a los invitados, como él. Pondría una cara ni insolente ni servil. Caminaría a pequeños pasos, con una cadencia lenta y segura. Comprobaría el estado de los vasos de cada uno. Pondría esa mirada neutra, ni interesada ni indiferente. Me habría aplicado, como él, a no ver nada y no habría sonreído excepto que hubiese sido invitado expresamente a hacerlo. - Jamás se invita a un camarero a sonreír. - Apostemos, si quieres. Va a acercarse a nosotros: mi vaso está casi vacío. En efecto, el camarero se aproximó. En el momento que ofrecía su bandeja Maupassant, éste depositó en ella su copa: - ¿Sabe usted sonreír? El camarero volvió la cabeza, creyendo que Maupassant se había dirigido a otra persona.
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- No, es a usted a quién hablo, insistió Maupassant. - Si es una orden…, dijo el camarero. - Todo lo más una sugerencia. El camarero reflexionó: - Entonces, no. Pero no pudo impedir sonreír diciendo eso. - Es usted ejemplar, dijo Maupassant. Tomó una copa para Dorchain y otra para él. - Ese es mi rol, dijo el camarero. Dejó bruscamente de reír y se alejó. - He ganado mi apuesta, dijo Maupassant a Dorchain. - Yo no había apostado, dijo Dorchain. Los dos bebieron. - ¿No habrá nada más divertido en esta velada?, suspiró Maupassant. - Probablemente no, dijo Dorchain. ¿Quieres que te traiga una tostada de algo, para distraerte? - No se mezclan el champán con los sentimientos. - Tienes razón, Dijo Dorchain. El sentimentalismo me asquea. - No eres el único, constató Maupassant paseando su mirada por la asamblea cada vez más desvestida. - Pronto comenzaremos a desentonar con nuestros trajes. - Los quitaremos como todo el mundo. Acabaron sus copas y el camarero regresó cerca de ellos. - También sé escupir y hacer horribles muecas, dijo, pero nunca me lo han solicitado. - ¡Cáspita!, dijo Maupassant. Es una palabra que no empleo nunca en mis novelas, pero me gusta su sonoridad: ¡cáspita!
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Y como el camarero no sonriese: - ¿Puede usted escupir, por ejemplo? - En una copa. - ¿Llena o vacía? - Como usted quiera. - Entonces, llena, sugirió Dorchain. El camarero echo una rápida ojeada a su alrededor para comprobar que nadie lo observaba, luego escupió. - ¿A quién dará la copa?, preguntó Maupassant. - A quién usted quiera. - Realmente es usted magnífico, dijo Dorchain. - No me gusta mucho el mosquetero. Ha pronunciado mal mi nombre, antes, dijo Maupassant. - De acuerdo, dijo el camarero. Dorchain y Maupassant volvieron a tomar sendas copas y el camarero se alejó. Miraron como se acercaba al mosquetero, esperando a que acabase con la monja con la que porfiaba. Pero eso duraba. Un vagabundo pasó al alcance de la bandeja y tomó la copa. - ¡Qué fracaso!, dijo Dorchain. El camarero se volvió hacia ellos. - Eso no mengua en nada su talento, dijo Maupassant. Brindaron levantando juntos sus copas, en su dirección. El camarero inclinó la cabeza, con aire afligido. - Se diría que te estás divirtiendo, dijo Gisèle a su espalda. Se volvieron. - Al menos he escrito dos páginas, desde que estoy aquí, dijo Maupassant. - Magnífico, exclamó Dorchain. - Sí. Siempre es magnífico, en mi cabeza. - ¿Con quién te acostarás esta noche?, preguntó Gisèle.
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- Me gustaría intentarlo con tu amiga, pero temo que el gondolero la use un poco, de aquí a allá. - ¡Oh! Todo lo contrario, dijo Gisèle. Ella tiene la costumbre de las largas distancias. Y mantiene sus promesas. - Dejémoslo correr un momento, entonces. Todavía me apetece beber. Acabaron su champán y el camarero se aproximó. No tenía más que dos copas llenas sobre la bandeja. - ¿En cuál de ellas ha escupido?, preguntó Dorchain. - Adivínelo, dijo el criado. Maupassant y Dorchain se miraron dudando, luego cada uno tomo una. - ¡A su salud!, dijo el camarero alejándose. - ¿Qué es lo que estáis maquinando vosotros dos? - Bebe un trago, dijo Maupassant ofreciéndole su copa. Gisèle bebió. - Tengo sed, dijo la gitana cerca de Dorchain. - Se lo ruego, dijo Dorchain. Y le ofreció su copa también, ella se la bebió de un solo trago. - ¡Bravo!, exclamó Maupassant y los tres se volvieron hacia él. - ¿No hay nada más fuerte?, preguntó Dorchain. - Sí, dijo la gitana. - ¿Qué? - Sígueme. Le tomó la mano y lo condujo fuera de la sala. - ¿A dónde van?, preguntó Maupassant a Gisèle. - Al primer piso. Allí hay dormitorios. - ¡Tiene suerte de haber sido elegido! Heme aquí solo… ¿Y tu amiga está siempre tan ocupada?
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- Hay otras mujeres, si quieres. - No me apetece más que ella. O tú. Pero tú… Gisèle sonrió: - ¿Estaré en tu próxima novela? - Por supuesto. - ¿Un personaje femenino? - Todas las mujeres. - Preferiría uno solo. - Estarás en uno solo también. Se callaron y miraron las copas. Algunas lámparas se habían apagado. El Pierrot mofletudo continuaba interpretando a Mozart. - Me gustaría hacerte el amor una vez más, dijo Maupassant. Ya no recuerdo tu cuerpo. Te vuelvo a ver en mis brazos y es como si tuviese bajo los ojos una foto antigua. La sensación se ha volatilizado. ¿Por qué te has ido? Ella reflexionó: - Creo que ya tenía bastante con tus silencios. Había demasiada tristeza en tu mirada. Y como él no respondiese nada: - No creas que no he sufrido. La última vez más que las anteriores. Pero eso no podía continuar. Cada vez que te dejaba, tenía nostalgia de ti. Durante horas no conseguía pensar más que en tu rostro y en todo lo que te habría dicho si hubieses estado allí. Y desde que te volvía a ver, no podía ya acordarme de nada. Y aún así, te ausentabas espantosamente. Incluso ahora, te ausentas espantosamente. No quiero volver a vivir ese infierno. El camarero se acercó a ellos. Gisèle depositó su copa en la bandeja y Maupassant tomó una. - Antes no había escupido, dijo el camarero.
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- Tranquilícese, dijo Maupassant. La intención basta. El camarero dio media vuelta y se alejó. - ¿Qué dijo?, preguntó Gisèle. - Un pequeño juego entre nosotros. Él bebió un trago y ella ahogó un bostezo. - En lugar de aburrirte, vente conmigo. Será la última vez que te lo pida. - Ya te he contestado esta tarde. Se apagó otra lámpara. En ese momento el salón estaba sumido en la penumbra. Siguieron con la mirada al camarero que estaba circulando en medio de cuerpos acostados sin parecer verlos. Lo vieron pasar por encima de una pareja, evitar a un hombre que tomaba a una mujer por la cintura, pasar de lado para encontrar su equilibrio y detenerse cerca de un velador, con su bandeja intacta en la mano. El piano cesó de sonar y el Pierrot pasó ante ellos sin mirarlos. Salió del salón, al igual que Dorchain había hecho un instante antes. - Voy a tener que decidirme, o me moriré de tedio, dijo Maupassant. - Sube al primer piso y elige una habitación vacía. No esperarás mucho, te lo prometo. - Si eres tú quién lo dice. Le ofreció la copa sin acabar y se volvió. Antes de salir del salón, echó un vistazo al camarero. El hombre permanecía siempre de pie, inmóvil en su rincón, como una estatua. Parecía sumido en sus pensamientos, pero Maupassant sabía que no era más que vacío y se alegró por él. En la entrada, se cruzó con una mujer vestida de árabe que salía de una habitación de la planta baja. Ella lo rozó y
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él se volvió hacia ella. Su velo le ocultaba la parte inferior del rostro. Tuvo ganas de detenerla y pedirle que se descubriera, pero pensó que eso no tenía ningún interés y que más valdría que subiese a una habitación y se acostase un momento. El champán que había bebido comenzaba a hacer su efecto. Se sentía ligeramente ebrio y debió agarrarse al pasamanos de la escalera cuando puso el pie sobre el primer escalón. Tenía calor en el rostro y sus manos estaban heladas. Era como si toda su sangre se hubiese bruscamente retirado hacia sus mejillas, abandonando sus piernas y sus brazos. «Debo estar rojo como un cangrejo», pensó mientras subía, y la comparación con ese animal le pareció un tanto estúpida. ¿Una frase hecha, eso es todo lo que seré capaz de escribir? Tan lejos como podía recordar, no había nunca escrito más que para dar miedo. Se sentó sobre el último escalón de la escalera y esperó que el calor que había invadido su rostro se volviese a distribuir por resto de su cuerpo. Allí había flores cortadas, esparcidas por todas partes, en el paseo del parque, mientras esperaba que Flaubert acabase de leer el poema que él le había presentado. Las hojas de los árboles susurraban como si lloviese, pero no había más que una nube en el cielo y la criada acababa de coger una gallina detrás de la casa para matarla. El cielo era de un azul más intenso incluso que el del mediodía, y él se sentía ridículo, con sus brazos demasiados delgados de adolescente, a lo largo de sus pantalones de colegial. Hubiese querido gritar algo a alguien, pero allí no estaba nadie más que Flaubert y su madre, sentados en el banco, y ella también esperaba un veredicto. Estaba avergonzado.
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Gritaba de terror en el fondo de su alma. Hubiese querido darse la vuelta y huir por la pradera. - No está mal… no está mal, había dicho Flaubert. Lo único a objetar es que ¡tus versos tienen al menos diez años de retraso, mi querido muchacho! Bajó la cabeza, incapaz de mantener esa mirada divertida y tierna. La ternura sobre todo era insoportable. Y debió escuchar sus propios versos en boca de otro: Voyez partir l’hirondelle Elle fuit à tire d’aile Mais revient toujours fidèle A son nid…
Ved partir a la gonlondrina Huye a golpes de ala Pero siempre regresa fiel A su nido…
Había levantado la cabeza para ver como Flaubert Le sonreía, y añadía: - Lamartine ya ha escrito cosas como estas. En ese instante, experimentó un sentimiento de odio hacia todo el mundo. ¿Tendría que eliminar a todos para convertirse en sí mismo? Era una evidencia insoportable, y no podría a partir de ahora negarla nunca. Lamartine estaba allí antes que él, para impedirle vivir, y antes de Lamartine otros aún. ¿Y tal vez incluso debería en el presente desconfiar de su madre, de su padre, de todos los que lo rodeaban y que le robaban – sin que ellos lo supieran – cada día un poco de su vida? Y ese hombre frente a él, de rostro tan bonachón, sabía todo eso y trataba de hacerle comprender. Entonces paseó su mirada por las flores cortadas del paseo. Algunas ya estaban secas. Había visto a la criada regresar con la gallina muerta en sus manos y el miedo lo invadió, al igual que aquello que había sentido años antes, cuando su madre cambió su cama de lugar sin advertírselo y él había creído por la noche entrar en otra 139
habitación. Y mientras Flaubert continuaba mirándolo, sonriendo, él supo con certeza que todo lo que había hecho o dicho hasta el presente no había sido más que un simulacro de existencia y pensó: «¡Desde mañana, seré yo mismo!» - ¡No me hagas reír, Flaubert! ¿A su edad, qué escribías tú? ¿Lo recuerdas? Era su madre quién había hablado para defenderlo. - ¡A Chénier, querida!, respondió Flaubert estallando en carcajadas. ¡Yo, era un Chénier! Él había comprendido que jamás se desprendería de sus miedos y que no se trataba más para él que de una cosa, ¡escribir! - ¡Fíjate bien! ¡Cada uno en su época! ¡Todavía no tiene edad de ser original! - La edad y el trabajo, respondió Flaubert. Y volviéndose hacia él: - Es necesario empezar por el trabajo… trabajar… trabajar. Para escribir no hay más que un solo medio, ¡escribir! Su madre se había levantado del banco y había tomado el brazo de Flaubert. Remontaron el paseo y él los siguió con la sensación de ser un objeto inútil. - ¿Crees que tiene talento?, preguntó Laure. Flaubert estaba serio: - El talento… el talento… Hay inteligencia en esos versos… Luego, tomándole de la mano: - Fíjate. Debes mirar con atención todo lo que tienes ante ti. Es necesario que observes las cosas hasta que descubras en ellas un aspecto que nunca haya sido visto por nadie. Si quieres describir una mariposa que viene a posarse
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sobre una flor, es preciso que permanezcas ante esa mariposa y esa flor hasta que no se parezcan a ninguna otra mariposa ni a otra flor. Es así como encontrarás tu originalidad, ¿entiendes? Había comprendido. Más tarde, después de haber comido la gallina que la criada había matado, se había tumbado en la hierba de la pradera, ante una mariposa posada sobre una flor, y la observó ampliamente, sin percibir nada que le pareciese diferente de lo que había conocido hasta el presente. - ¿Duerme usted, señor escritor? Estaba tan absorto que no la había visto venir hacia él. Por fin había acabado con el gondolero y Gisèle había cumplido su promesa. - ¡Discúlpeme!, dijo él levantándose. Tenía los senos desnudos. Traía dos vasos de vino. Le ofreció uno y brindaron. - No vamos a quedar aquí, dijo ella tomándole de la mano y arrastrándolo por un pasillo. Entraron en una habitación vacía y ella se tumbó en la cama. Él permaneció cerca de la puerta y ella lo miraba con aire divertido. - ¿No le gusto?, preguntó. Él cerró la puerta y fue a sentarse a su lado. Se miraron un momento, luego él dejó su vaso y le acarició suavemente los pechos. Ella se dejó hacer sin reaccionar. Tenía los senos hinchados y pesados. Él los tomó en las palmas de las manos y los apretó, primero suavemente, Luego cada vez con mayor fuerza. - Me está haciendo daño, dijo ella.
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Disminuyó su presión y pasó sus pulgares sobre los pezones, que se endurecieron. - Debe ser agradable acariciar los senos de una mujer, dijo ella. - Seguramente usted lo sabe tanto como yo. - Gisèle no tiene senos. - Tiene usted una marca ahí, dijo él mostrando su hombro. - Fue ese hombre. No sabía que hacer. - Hábleme de sus senos, preguntó continuando con sus caricias. Ella echó la cabeza hacia atrás sobre un cojín y se distendió completamente. Parecía reflexionar, mientras tanto él paseaba sus manos sobre sus hombros y sobre su cuerpo, hasta sus caderas. Ella cerró los ojos, cuando él comenzó a desabrochar su falda. Solo tenía ganas de acariciarla. Como pasase suavemente sus dedos por el vello de su sexo, ella se dedicó a hablarle de sus senos. «A menudo tengo consciencia de ellos caminando, o a veces simplemente cuando estoy sentada», dijo. - ¿Lleva o no un corsé?, preguntó él penetrándola con su pulgar. Ella dejó escapar un pequeño grito y tuvo un sobresalto: - Por supuesto. Él hizo girar su pulgar contra las paredes de la vagina, hundiéndolo a cada movimiento más profundamente, hasta que sintió el cuello del útero. Lo mantuvo así, en esa posición, y, con su mano libre, le tomó una nalga y la apretó contra sí. Ella empujaba con pequeños estertores adelantando su vientre. Él extrajo bruscamente su pulgar, luego lo metió de nuevo, varias veces seguidas, primero
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lentamente, luego cada vez más rápido, continuando mirándola. Ella balanceaba su cabeza de izquierda a derecha, con los ojos cerrados, jadeando. A él le hubiera gustado preguntarle que describiera lo que sentía, e iba a decidirse a hacerlo, cuando ella tuvo un espasmo más fuerte que los demás. Apretó violentamente sus muslos, aprisionando el pulgar en su interior, arqueándose contra él. Él la mantuvo algunos instantes así, luego ella cayó suspirando. No había emitido ni un grito. Él se levantó, se desnudo completamente y se tumbo a su lado. Ella giró la cabeza hacia él y lo miró. Como él no se movía, ella se inclinó sobre su vientre, tomó su sexo en la boca e hizo girar su lengua alrededor, al mismo tiempo que acariciaba la base con la punta de los dedos. Él experimento gratitud por lo que ella le hacía. Su sexo estaba hinchado y duro, pero no tenía ganas de acabar tan rápido. La tomó por los cabellos y le levantó suavemente la cabeza. - ¿No me vas a tomar?, preguntó ella. Él no respondió nada, la obligó a subir hasta su rostro y a besarlo. Ella tenía los labios muy delgados, y a él no le gustó unir su boca a la suya. Estaba acostada sobre él y el sentía que estaba dispuesta a todo para serle agradable. Él acarició su espalda y sus riñones, busco la raya del culo y comenzó a hundir su dedo corazón en el ano. Ella hizo un pequeño moviendo de rechazo, pero él la mantuvo apretada contra él y ella se dejó hacer. Hundió su dedo lentamente, cada vez más adentro. Ella se apartó: - ¡Me está haciendo daño! - Lo sé. Sin retirar su dedo, la obligó a pivotar sobre si misma, le abrió los muslos y la penetró. Ella emitió un grito. Él cerró su boca con la suya. Había mantenido los ojos abiertos
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y la veía llorar de dolor. Ella le mordió los labios para escaparse, pero él no retiró su boca de la suya. Cuando hubo acabado, él se aparto y se tumbó a su lado. Ella lo golpeó, dándole puñetazos en el pecho y se echó sobre él llorando. Permanecieron así un largo rato, tomando aliento, luego se volvió hacia ella: - Tu maquillaje… Hay que componerlo. No tuvo consciencia de la interpretación que ella iba a dar a su frase hasta el momento preciso en que la pronunciaba, pero ya era demasiado tarde. - ¡Cabrón!, dijo ella. ¿Yo me entrego a ti y eso es todo lo que tienes que decir? Habría podido explicarle fácilmente que él no trataba de ser ofensivo, que le gustaba mirarla tal como estaba, su rostro deshecho, el rimel azul mezclándose con el naranja de sus mejillas, sus cabellos húmedos por el sudor, pero su reacción tan vehemente lo irritó. Se encogió de hombros: - Todas las mujeres están dispuestas a entregarse. - ¡Cabrón!, repitió y lo golpeó una vez más. Él tuvo ganas de matarla allí mismo. Su corazón se había puesto a latir demasiado aprisa. Cerró los ojos sintiéndose mal, apretó los puños para mitigar con ello la violencia que sentía cada vez mayor, golpeó la pared y emitió un gemido. Ella tuvo miedo y se apartó. Él se sentó en la cama y respiró profundamente varias veces seguidas. Ella estaba acurrucada sobre si misma, dispuesta a saltar si él la tocaba. Él inclinó la cabeza: - ¡Vamos, condesa, déjese de escenas! ¡Nosotros no somos viejos amantes! Se levantó y se vistió lentamente. Le dolía la mano. Las uniones de sus falanges habían hinchado bajo el efecto del puñetazo. Hubiese querido decirle algo más, pero no
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sabía qué. Prefirió salir. Algunas puertas más lejos, encontró un cuarto de baño y se encerró para lavarse. Cuando hubo acabado de poner en orden su traje, se sentó en el borde de la bañera y pensó. Más que nunca experimentaba el tedio de su soledad. Miró su mano, cuyo estado no había empeorado. Era un poco ridículo sentirse tan solo, pero no tenía ganas de ninguna compañía y sobre todo de si mismo. Movió un poco los brazos y el rozamiento de su camisa contra su piel lo enervó. «No puedes irte», se reprochó. Se levantó, se aproximó al espejo e hizo una mueca. Pero siempre era él. En un instante repentino, tuvo ganas de acabar el trabajo comenzado con sus falanges y romperse definitivamente el puño de un golpe seco contra la bañera. Era una idea agradable, pero luego bajando por la escalera tendría que cruzarse con personas que habrían comenzado a dar gritos, dejarse cuidar, y eso le parecía muy pesado. Salió del cuarto de baño y regresó al salón. En la entrada, se cruzó con una mujer de rostro groseramente maquillado en negro, que le tomó del brazo. - ¿Has comido alguna vez hombre?, le preguntó ella estallando de risa. Parecía muy excitada. La insistencia con la que fijaba en él su mirada lo irritó. - No, dijo él. Pero he comido mujer… Repetiría si quieres… Y como ella continuase mirándolo, con ojos brillantes: - ¿Quieres probar un hombre?, le preguntó él. De pronto tuvo ganas de hacerle daño. La tomó por los cabellos y la obligó a arrodillarse. La mujer se puso a gritar. La soltó. Ella quedo sentada en el suelo lloriqueando. Tenía ganas de desabrochar su pantalón, de sacar su sexo y metérselo en la boca, pero tuvo miedo de que ella lo
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mordiese o se pusiese a gritar más fuerte Más que la idea de que ella pudiera arrancarle el sexo de un mordisco, lo retuvo el hecho de que habría tenido un agujero en medio del vientre, la sangre se habría esparcido por toda la alfombra, todo el mundo se habría precipitado hacia él, ¡qué horror! Como ella permanecía aún sentada, con las piernas abiertas, compadeciéndose de si misma, él se encogió de hombros, dio media vuelta y entró en el salón. Cerca del piano, la mujer disfrazada de árabe y la gitana, medio desnudas, revoloteaban alrededor de Gisèle, impecable en su uniforme. Él se acercó y escuchó. - Apuesto a que todavía eres virgen, dijo la mujer árabe. - Adivínalo, respondió Gisèle. La gitana llevó la mano entre las piernas de Gisèle e hizo un mohín de disgusto: - No noto nada. Gisèle tomó una copa de champán y le arrojó su contenido al rostro. La gitana se secó, tomó a Gisèle por los hombros y la besó con fuerza. Gisèle se debatía, pero la mujer árabe había ido a ayudar a la gitana para dominarla. Los demás invitados se levantaron y se acercaron. Se hizo el silencio cuando la gitana retiró el gorro de colegial. La melena de Gisèle cayó sobre sus hombros. Una marquesa se aproximó y comenzó a desabotonar su vestido, luego su camisa. Surgieron los pechos de Gisèle. La gitana se arrodilló y desabotonó su pantalón. Gisèle – en todo momento inmovilizada por la mujer árabe – ya no se debatía. Cerró los ojos y echó su cabeza hacia atrás, cuando la gitana pegó la boca a su sexo. La mujer árabe la besó en los labios, mientras que la marquesa le acariciaba los senos.
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Maupassant advirtió a Dorchain, a su lado. Él se inclinó y murmuró: - En el fondo, es bien pequeña la diferencia que separa al hombre de la mujer… - ¡Hurra por la pequeña diferencia! Exclamó Dorchain, rompiendo a reír. Todo el mundo se volvió hacia ellos. Dorchain parecía ebrio. - Ha pasado la hora de poder discutir contigo, constató Maupassant. - ¡Bebe un poco más, acompáñame!, dijo Dorchain haciendo una señal al camarero. El hombre se acercó con su bandeja, pero Maupassant no quiso tomar una nueva copa: -¡Demasiado tarde para mi! Las miradas se habían dirigido de nuevo hacia el grupo de mujeres. Gisèle ya estaba completamente desnuda. La llevaron hasta un diván y continuó dejándose acariciar por las tres mujeres. Se formó un círculo alrededor de ellas. Dorchain dejó a Maupassant para unirse a los espectadores. Maupassant ya no veía a Gisèle, pero podía oírla emitir gemidos. - ¡Qué aburrimiento!, murmuró para sí. - No se reprima, dijo una voz detrás de él. Se volvió y vio a la condesa, que había puesto su disfraz de aldeano y se había maquillado. - Gracias por esta velada, dijo él inclinándose. Pasó delante de él sin responder y se unió al grupo alrededor de Gisèle. El dudó en despedirse de Dorchain, luego renunció y se dirigió hacia el camarero, que permanecía apartado, con su bandeja en la mano.
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- ¡Oye!, le llamó llevando un dedo a la boca y guiñándole el ojo. Escupió en una copa, dio media vuelta y salió. Cuando pasó por la entrada, la negra, que se había levantado, le dio una violenta patada en la espinilla. El trastabilló y debió apoyarse contra una pared para no caerse. La negra rompió a reír y despareció en el salón. Se sentó un momento, esperando que el dolor se atenuase. Una criada vino a traerle su sombrero, su abrigo y su bastón, luego le abrió la puerta sin decir una palabra. Se levantó y salió cojeando. En la calle, se arregló y dio algunos pasos, esperando encontrar un coche, pero el barrio estaba desierto y debió caminar mucho tiempo.
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A las diez de la mañana del día siguiente, se dirigió a la sala de terapia y solicitó la ducha de Charcot. Como el enfermero se negaba obstinadamente, lo injurió y amenazó con montar un escándalo. Fue necesario llamar a Glatz, que pasaba consulta en un cuarto contiguo. Glatz acudió y lo miró pensativamente. - ¿Cuántas horas ha dormido esta noche?, le preguntó. - ¿Esta noche? ¿Qué noche? Hace tiempo que no distingo la noche del día. Glatz se acercó: - ¿Me permite? Y levantándole los párpados, le examinó el blanco de los ojos. - Rojos, dijo. Pupilas dilatadas. Luego, apartándose ligeramente, lo observó de pies a cabeza y le propinó unos golpecitos en el pecho con su índice. - ¡Imposible! Está usted muy débil. - Si hay algo que no me gusta, dijo Maupassant agarrándole la mano, es que se me golpee el pecho con la punta del dedo. Apretó la mano de Glatz para hacerle daño, pero Glatz sonreía sin reaccionar.
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- ¡Demasiado débil, querido amigo! ¡Demasiado débil! Si alguien lo empujase, así… Y lo empujó tan violentamente que Maupassant retrocedió tres pasos. - … sería usted capaz de caer. Los dos hombres se miraron un momento sin moverse. Glatz continuaba sonriendo acariciándose la barba. El enfermero, en un rincón de la sala, permanecía inquieto moviendo un pie sobre el otro, dudando en intervenir. - ¡Así que piensa usted en la ducha de Charcot!, exclamó Glatz. Maupassant se vio obligado a respirar profundamente varias veces seguidas. - Podría matarlo de un solo puñetazo, murmuró cuando fue capaz de hablar. Y volviéndose hacia el enfermero: - ¡Mi albornoz! El hombre le trajo el albornoz. Maupassant se lo puso, sin dejar de mirar a Glatz. Éste, de un tirón, se arrancó un pelo de la barba, lo hizo rodar entre sus dedos como lo había hecho la primera vez que Maupassant lo había visto, luego lo tiró al suelo pinzándolo entre los dedos. - Nada de duchas de Charcot, repitió. Maupassant se acercó hasta tocarle, pero Glatz no retrocedió. - Usted está enfermo, dijo Maupassant. - ¡Vaya! ¿Y de qué? - Usted se arranca los pelos de su barba, cada vez que lo veo. Es desagradable. Glatz dejó de sonreír.
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- Además no me gusta su barba. No me gustan sus gafas, ni su rostro, ni su autosuficiencia creyendo saber más que nadie. Eso también es desagradable. - ¿Hay alguna otra cosa que no le guste en mí?, preguntó Glatz. Maupassant reflexionó algunos segundos, sin dejar de mirarlo: - Sí, dijo. ¡Su aspecto tan sincero! Y de un brusco empellón, empujó a Glatz que fue a empotrarse contra una pared. El enfermero dio un paso hacia Maupassant, pero Glatz gritó «¡No!» levantando una mano, y el enfermero se detuvo. Maupassant miró a Glatz levantarse y se encogió de hombros. - A él también podría matarlo de un puñetazo, dijo señalando al enfermero. - ¡Bien!, dijo Glatz, ¡muy bien! El médico comenzó a aplaudir. El enfermero se echó a reír. Maupassant miró a los dos hombres que se burlaban de él. Sintió que la cólera lo invadía. Se puso a gritar: - ¡Mi cura se ha acabado! ¡Se acabó! ¡De todos modos, estoy curado! - ¡Bravo, pues! Dijo Glatz continuando con sus aplausos, ¡Bravo! El enfermero unió sus aplausos a los del médico, pero Maupassant ya no los oía. Había salido por el pasillo y caminaba a pasos rápidos, desnudo bajo su albornoz. Se detuvo de pronto y se puso a gritar, llevando las manos a la cabeza: - ¡Todos igual! ¡Siempre son los mismos! Se volvió hacia Glatz y al enfermero que habían salido detrás. El enfermero quiso correr tras él, pero Glatz lo detuvo. Se abrieron unas puertas y unos rostros asombrados
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aparecieron. Maupassant se encogió de hombros y despareció gritando: - ¡Tengo la sífilis! ¡La auténtica!, no la miserable gonorrea, ni la eclesiástica cristalina, ni las burguesas crestas de gallo, las leguminosos coliflores no, no, la gran “verole”, esa de la que murió Francisco I y estoy orgulloso de ello. ¡Aleluya! ¡Tengo la sífilis! ¡La sífilis! ¡La sífilis! A mediodía, François cargó el equipaje en un coche que les condujo a Ginebra. Allí tomaron el tren para regresar a París. Cuando ambos estuvieron instalados en su vagóncama, como François tenía aspecto preocupado, Maupassant le dijo sonriendo: - ¡No te preocupes, hombre! ¡Ya estoy curado!
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- ¡No te abandonaré, puedes estar tranquila!, le dijo acariciándola. La gata ronroneaba de placer sobre sus rodillas. Apenas recién llegado, fue a buscarla a casa de la portera que la había cuidado durante su ausencia. La tomó en sus brazos y la dejó sobre la alfombra. El animal rodó varias veces sobre el lomo, frotándose contra sus piernas y se alejó de pronto hacia una alfombra más mullida, bajo el escritorio, donde fijó sus garras. Después de lo cual salió del cuarto y desapareció con indiferencia. Él experimentaba tal placer en haber regresado a su apartamento de la calle Boccador que se preguntó por qué razón lo había abandonado tanto tiempo. Todos esos viajes, todos esos climas, todos esos lugares para seguir el mismo tratamiento, ¡qué ineptitud! A partir de ahora, no haría caso a los médicos. Sería aquí, en Paris, donde se cuidaría y acabaría El Angelus. Hablaría con Cazalis cuando lo viese. Se levantó, dio algunos pasos por su estudio y fijó la mirada en dos o tres objetos. Los tomó en sus manos, uno tras otro, para cambiarlos de lugar, luego finalmente los volvió a dejar donde estaban. No había una mejor disposición que la que les había encontrado antes de su 155
marcha. Todo estaba bien. Sacó sus zapatos para experimentar el contacto de la planta de sus pies con las alfombras. Dio media vuelta, se adelantó, retrocedió, salió a la entrada y abrió todas las puertas alineadas. Veintidós metros para caminar, ¡era la primera vez que había encontrado en París un espacio parecido! Este apartamento le convenía a la perfección. Estaba decidido a no cambiar durante mucho tiempo. En el fondo, detestaba viajar, ya que perturbaba sus costumbres. No aspiraba más que a la soledad y a la monótona repetición de las jornadas. Recorrió varias veces seguidas la alineación de cuartos en toda su longitud, regresó a su estudio y se detuvo ante el retrato de Flaubert colgado encima de su escritorio. Bruscamente, unas lágrimas acudieron a sus ojos y se sentó. No sabía porque lloraba. ¿Porque el hombre al que más había querido estaba muerto? ¿Porque no podía compartir con nadie la sensación de alegría que experimentaba encontrándose en su hogar? Se calzó y trató de analizar sus sensaciones, pero sus pensamientos se enredaron. ¿Para qué analizar? Se dijo. No trató más que de describir, extirpar de sí los sentimientos y centrarse en lo exterior, mediante el comportamiento. Enjuagó sus lágrimas y se instaló en su escritorio para trabajar. Hasta el momento, había juzgado demasiado, analizado demasiado. Sentía lo relativo que para la escritura era el valor de las ideas o de la inteligencia, incluso la más poderosa. Era curioso como con el tiempo era capaz de desprenderse de si mismo y de sus sentimientos. Ni un gusto del que hoy no hubiese podido desprenderse sin esfuerzo, ni un deseo o una esperanza que no hubiese podido abandonar riéndose. Se preguntó una vez más porque se había tomado la molestia de viajar, de ir de aquí para allá. Siempre era lo mismo, por todas partes y durante tanto tiempo. Todos los
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esfuerzos que había podido desplegar para cambiar ciertos aspectos de su carácter no había hecho más que reforzarlos. Apenas unas modificaciones sin importancia, en cualquier caso ninguna reforma profunda. Su natural tendencia al aislamiento y a la indiferencia se había acentuado con el tiempo. Se había convertido lentamente en lo que hubiesen deseado para él Flaubert y su madre: un escritor, es decir un extraño. Era singular, en esas condiciones, que continuase sufriendo del vacío o de la nada de su vida, resignado a que él estaba en ese vacío y en esa nada. Aunque no le resultaba fácil abandonar toda forma de esperanza, no podía impedir experimentar la añoranza de esos abandonos. Sentía que ya nada podría contra esta contradicción y que ésta habitaría hasta el fin. El arte había hecho de él un fracasado de la vida, consumiendo sus sentimientos en el único deseo de expresarse. Era eso de lo que sufría. He aquí al autentico mal que se había aferrado progresivamente a su cerebro y a sus percepciones, el cáncer que había roído sus ojos y provocado dolores, migrañas e insomnios. Una lenta desposesión de sí que ningún Glatz sabría nunca tratar ni curar. Tal vez habría sido suficiente que yo hubiese amado verdaderamente a una mujer, pensó. Habría escalado los peldaños del ministerio de la Marina, hoy sería director de un servicio o quizás mejor que eso, tendría dos o tres hijos que se arrojarían en mis brazos por la tarde, cuando regresase… Una vida como otra, hermosa precisamente por parecerse a la de los demás. ¡Ah, la bella vida! Estalló a reír y se dijo, con extrema satisfacción, que estaba decididamente perdido para todo eso. ¡Alabado sea Dios, si solamente existía! Continuó riendo un momento, luego llamó a François y le pidió que le sirviera una copa de champán. François estaba tan contento por haberse
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encontrado con sus quehaceres parisinos que fue ganado por esa hilaridad sin conocer sus motivos, y ambos bebieron juntos toda la botella divirtiéndose como niños. Esa noche, Maupassant consiguió escribir media página.
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Todo fue bien durante algunos días. Tomó la precaución de no advertir a nadie de su regreso a París, exceptuada su madre a quién escribía con regularidad. Todas las mañanas, daba un corto paseo, remontando la avenida del Alma hasta los campos Elíseos, o recorriendo al contrario los andenes hacia el puente Mirabeau. Hizo ambos itinerarios inmutables, y raramente pasaba más de una hora caminado, no por que se cansara, sino porque tenía prisa por regresar a casa para intentar escribir y también porque temía encontrarse con alguien conocido. Recibió varias invitaciones para cenar. Sus amigos se aventuraban a enviárselas a París, sin saber si había regresado o no. Consideró lo más cauto no responder y éstas se amontonaban en un velador de la entrada. Muchas de ellas tenían por objeto una reunión de escritores y en este sentido había decidido seguir la estricta regla de evitarlas, tanto es así que en caso contrario nunca habría podido terminar El Angelus. Los escritores eran la raza más asombrosa del mundo. Con ellos siempre se estaba seguro de aburrirse horrorosamente o de no tener más que problemas. La literatura era un cementerio y aquellos que la practicaban unos vampiros o unos pedantes. En cuanto a las cenas de sociedad, había brillado bastante en ellas. Conocía en primera persona esas reuniones donde nadie quería a nadie y
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donde las reflexiones no se encadenaban más que para despedazar, uno tras otro, los cadáveres de los ausentes. Cuanto uno más creía que iban a ser divertidas, más se salía de allí con mal sabor de boca. Cada tarde, después de almorzar frugalmente, se volcaba en el trabajo. Avanzaba lentamente, muy lentamente, más lentamente de lo que jamás había hecho hasta el presente, pero – por primera vez después de seis meses- avanzaba. Desgraciadamente no consiguió permanecer ante su mesa más de dos horas seguidas. Ese era el máximo de concentración que podía imponer a sus ojos, que ya comenzaban a nublarse. Como temía el retorno de sus migrañas, tomaba la precaución de detenerse y quedarse tumbado una hora sobre su cama, descansando, con las pupilas cerradas, sin pensar en nada. Ocupaba el fin de su jornada ojeando rápidamente los periódicos que iba a buscarle François o, si sentía demasiado cansado, le pedía a éste que le leyese en voz alta los titulares. Los hechos diversos no le interesaban, los ecos mundanos acababan por irritarlo y encontraba los avatares de la actualidad política de cualquier índole incomprensibles para el común de los mortales. Después de cenar, si tenía fuerzas, releía lo que había escrito durante la tarde, escribía algunas notas para el trabajo del día siguiente, y salía con François para dar un último paseo. Así transcurrieron ocho días en el más riguroso de los incógnitos. Había ganado un poco de peso y lograba dormir hasta las cuatro de un tirón. No se sentía ni feliz ni desgraciado. No tenía ganas de nada, ni incluso de una mujer y, por primera vez en su vida, ese estado no suscitaba en él ni asombro ni preocupación. Cuando quedaba por las tardes con los ojos cerrados sobre su cama, casi siempre
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tenía el mismo sueño: tumbado sobre la espalda, en la arena caliente, a orillas del mar, se sentía deslizar, y una ola lo cubría, luego otras y él continuaba deslizándose suavemente hacia ese tibio abismo que lo aspiraba, mientras tanto, encima de él, la luz se volvía azul, siempre más azul. «¡Las tinieblas!, pensaba con placer. ¡Tinieblas!» Así es como le hubiese gustado morir. Una mañana todo se degradó de nuevo bruscamente. Comenzó al despertar mediante una sensación de vacío doloroso, en el centro del cuerpo. Se dijo a si mismo que sin duda no se trataba de otra cosa que una irritación de su aparato digestivo, pero sus mandíbulas también le fallaban, y, cuando leyó la docena de páginas que había escrito desde su regreso, se dio cuenta que no eran más que frases arrojadas como al azar sobre el papel y de las que tenía la impresión de no comprender ni la continuidad ni el sentido. Había sido el juguete de una ilusión. No era más que un inválido, despojado de si mismo, y su escritura se le escapaba. Destrozó todo lo que había escrito, salió de su estudio y atravesó varias veces su apartamento de un extremo a otro. Eso no le produjo ningún empuje. Le faltaban las palabras, la lengua, que él dominaba antaño sin esfuerzo, se resistía ahora contra sus ideas. Permaneció de pie en su entrada, un largo momento, en la búsqueda de una expresión precisa, ¡una sola! No encontró nada. Y como François se sorprendía de que no saliese a dar su paseo habitual, se encerró en su despacho cerrando la puerta, sin responder. Se negó a almorzar y quedó postrado, toda la jornada, presa de este sufrimiento nervioso que lo invadía. Por la tarde, la horrible neuralgia había resurgido, siguiendo su proceso habitual: una sensación doloroso en el fondo del
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ojo derecho, que se iba extendiendo lentamente a todo el rostro, como si le hubiesen ceñido la frente a un torno y se hubiese vuelto estúpido. Sabía que no tenía más que un único recurso para ese insoportable sufrimiento: el éter. Abrió un frasco, Lugo otro. A las siete de la tarde, cuando François golpeó la puerta para anunciarle que la cena estaba servida, la atmósfera del cuarto era apestosa. El olor de la droga se había impregnado en las alfombras, en los objetos, sobre las pareces y en sus ropas. - ¡Hazle salir! ¡François! ¡Hazle salir!, gritó Maupassant. Estaba de pie, aterrado en una esquina del cuarto y extendía el brazo hacia su escritorio. - ¿A quién, Señor?, preguntó François mirando el escritorio vacío. - ¡A él, al otro! ¡A ese que escribe en mi lugar! Tenía tanto miedo que temió que sus ojos le saliesen de sus órbitas. - ¿El revólver? ¿Dónde está el revólver? François se acercó, con la mano adelantada, para calmarlo: - ¡No me toques! ¡Hazle salir primero a él! François se volvió: - Pero, ¡ahí no hay nadie, Señor! Maupassant se precipitó hacia la puerta y salió. Se dedicó a registrar los cajones, a volcar muebles. François le siguió por el apartamento, sin atreverse a intervenir. - ¡El revólver! ¡Me has escondido el revólver!, gritó Maupassant, arrojando los objetos a su alrededor. - Pero Señor, ¡siempre está en el mismo lugar! ¡En el cajón de su escritorio! Maupassant se detuvo:
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- ¡En el cajón de mi escritorio! ¡Él está sentado allí! ¡Impídele que lo coja, rápido! François permaneció inmóvil. - ¡Apresúrate!, insistió Maupassant. ¡Apresúrate, pues! - ¡Pero si no hay nadie, Señor! ¡Yo le digo que allí no hay nadie! François había roto a llorar de nerviosismo. - ¡Valor, por el amor de Dios! ¡Valor!, le dijo Maupassant. ¡Puesto que no soy yo! ¡Mátalo, por el amor de Dios! ¡Mátalo! Luego cambió de actitud y se puso a temblar: - ¡No, no te muevas! ¡No te muevas! ¡Es él quién te va a matar! De repente se dejó caer en el sofá del salón: - Sabía que vendría, un día u otro. Glatz me había advertido. ¡Cerdos suizos! Lo saben todo. Había echado su cabeza hacia atrás. Sus párpados estaban medio cerrados. Sentía que temblaba cada vez más y que el sudor perlaba su frente. De súbito, dos manos lo agarraron y lo obligaron a ponerse de pie. Lo golpearon varias veces. Maupassant titubeó y miró sin comprender: era François quién lo estaba abofeteando. - ¿Qué es lo que te ocurre? ¡Es él, el otro! Quedó inmóvil un instante, luego llevó la mano a su frente y repitió: - ¡Ese no soy yo! ¡Ese no soy yo! François lo abofeteó de nuevo. Maupassant acusó los golpes sin reaccionar: una vez, dos veces, tres veces… Sintió entonces como una remisión de sus temblores. Fue a plantarse ante un espejo y miró ampliamente su imagen. François, agotado, se había dejado caer en un canapé.
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Maupassant esperó que se calmase él también. Se acercó a él, se sentó y le tomó la mano. - ¡Estoy enfermo! ¡Eso es todo! La gata merodeaba alrededor de ellos. La miraron evolucionar por el salón. Ella no se atrevía a acercarse. Se detuvo de pronto, levantó una de sus patas y se puso a lamerla con un cuidado extremo. Cuando hubo acabado, se estiró, los miró, fue hacia ellos y saltó sobre las rodillas de Maupassant. Él sonrió: - ¡Me reconoce! ¡No está todo perdido! La acarició y se puso a hablar en voz baja: - Ve a buscar a Cazalis. Explícale todo. Pide a la portera que suba a hacerme compañía durante tu ausencia. Voy a acostarme un poco. François se levantó. - Comprueba al menos, antes de salir. - ¿Comprobar qué, Señor? Hizo un gesto vago, señalando el escritorio. - ¡Comprueba! ¡Comprueba! Se sentía agotado. Se estiró sobre el canapé, tomando la gata en brazos, y cerró los ojos. François salió un momento para regresar luego al salón con la manta bajo el brazo: - Lo he comprobado, Señor. No hay nadie en ninguna parte. Maupassant abrió los ojos y sonrió. Había vuelto a tener una respiración más regular. - Está bien, murmuró. Haz lo que te he dicho. François dudó: - ¿No necesita nada? Maupassant hizo señas de que no. - Dormir. Solamente dormir, dijo en voz baja.
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Continuó acariciando a la gata sobre su pecho. El animal se había puesto a ronronear. François le pasó la manta por encima y salió. La portera subió algunos instantes más tarde a hacerle compañía. Se sentó en un silla, en frente de él. Maupassant cerró los ojos y sintió que se dormía. Cazalis llegó por la noche y quedó encerrado una hora con él. Maupassant le explicó que se había visto a si mismo sentado en su escritorio, escribiendo. Cazalis atribuyó la alucinación al abuso de éter y le reprochó haberse puesto demasiado pronto a trabajar. «Usted no ha hecho más que soñar con su deseo», le dijo sonriendo. Dormir, sobre todo, no necesitaba más que eso. Se marchó prescribiéndole magnesio y calcio.
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Al día siguiente, Maupassant recibió una carta de Gisèle. Había regresado a París y se había sorprendido de que él se hubiese ido de la velada de Ginebra sin dar señales de vida. ¿Había vuelto a París o continuaba viajando? Ella esperaba que su carta le siguiera y que él le respondiese. ¿Por qué no retomar al menos su correspondencia, si nada de lo demás entre ellos ya no era posible?, preguntaba. Ella no avanzaba con su novela, pero consideraba eso sin importancia. Sin duda no estaba hecha para ese trabajo regular, día tras día, tan monótono. Le faltaba la concentración y la voluntad requeridas. Necesitaba un contacto más físico con la creación. Iba a dedicarse a pintar, eso le convenía más. ¿Recordaba él los cuadros que había visto en su taller, con motivo de su último encuentro? El Paisaje de las orillas del Sena en primavera había sido comprado por un coleccionista. El Desnudo de mujer, cuyo modelo era Emma Rouër y El Interior del pintor en el crepúsculo, por una galería que se proponía dedicarle una exposición cuando produjese un numero de obras suficiente. Había acabado su gira de conferencias en Suiza y encontrado el medio de batirse en duelo por una mirada que su amiga la condesa había intercambiado una noche con un financiero alemán, en una cervecería de Lausana: un cerdo obeso, henchido de sí, a quién ella había logrado propinar
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una bonita estocada en la mejilla derecha. Esta disputa había puesto fin a sus relaciones con la condesa. El financiero había tomado muy a mal su desfiguración y ella tuvo que plegar velas muy rápidamente, so pena de persecuciones judiciales. En este momento detestaba Suiza y juraba no volver a poner los pies allí, de aquí al final de sus días. Es preferible la prisión o el asilo a unas calles tan limpias, decía. En el tren que la trasladaba a París, había tenido tiempo de reflexionar sobre la pregunta que ella le había planteado, cuando pasearon juntos en Ginebra: «¿Por qué la vida es así?» Una de las respuestas que había encontrado, mecida por el monótono rodar de los ejes, era: «Porque no puede ser de otro modo», pero no dudaba de que él sabría proponer otras mejores y esperaba con impaciencia sus noticias. Maupassant dejó pasar algunos días antes de responderle. No había una respuesta mejor a esa pregunta. François le aplicaba cada noche unas ventosas a lo largo de la columna vertebral, para hacerle dormir. El resto del tiempo se atiborraba de calcio y magnesio. No había vuelto a tocar el manuscrito de El Angelus y no se sentía ni mejor ni peor. Por lo menos no había tenido nuevas alucinaciones. Continuaba dando sus dos paseos cotidianos, por la mañana él solo, al anochecer con François. Acabó por cruzarse con algunos conocidos y se había difundido el rumor por París de que había regresado y vivía recluido en su casa como un hurón. Eso no había hecho más que acelerar el flujo de cartas e invitaciones. Todo el mundo parecía disputarse el privilegio de hacerle salir, por una noche, de su madriguera y él se veía obligado a responder mediante notas lacónicas en las que cada vez le costaba más encontrar una excusa
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diferente. No podía impedir volver a pensar en la visión que había tenido de su doble: ¿y si salía a cenar a la ciudad y el otro reaparecía repentinamente ante él? Sin embargo, en ocasiones conseguía que el terror que experimentaba se transformase en curiosidad. Cuando caminaba por la calle, se volvía de vez en cuando para asegurarse de que no lo seguían. O bien miraba su sombra atentamente y hacía algunos movimientos inconexos para verlos reproducirse a lo largo de los muros o sobre el suelo. Pero eso no era más que su sombra. Recordó cuanto había deseado antaño, siendo niño, poseer un doble de sí mismo. Una imagen exactamente idéntica, a la qué habría podido manejar a su antojo, sin que nadie supiese nunca cual de los dos era el verdadero. Aun hoy, no le habría repugnado esa perspectiva, a condición de saber cual de los dos era él y de poder dominar al otro. Una mañana se encontró harto de estar solo. Hizo llevar una nota a Gisèle, proponiéndole pasar a verla una tarde. La vida es así, le decía él, porque imagino que no deseamos más que lo que no podemos tener. Ella fue a verlo ese mismo día, hacia las tres. François la introdujo en el salón y fue a anunciarla. Maupassant dormía la siesta acostado en su cama, en bata. Renunció a vestirse y la recibió enseguida, sin afeitarse ni comprobar su peinado. Ella se levantó del canapé y permanecieron un momento cara a cara, mirándose en silencio. Ella le sonrió: - Se diría que no esperabas verme. ¿Te importuno? - ¡Claro que no! Fui yo quién te ha pedido que vinieses. Y como ella no se moviese: - ¿Tienes miedo?
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- ¿Miedo, de ti? Ella dio un paso hacia él y él se dio cuenta que estaba ebria. La atrapó en sus brazos, cuando ella dio un traspié. - ¿Estás borracha? - Un poco. - ¿De champán? - No. - ¿De vino? - No. - ¿De qué, entonces? - Mezcla. Ella se echó a reír apoyando su cabeza sobre su hombro. - ¿Se puede saber por qué?, preguntó él. - Imagino que por todo. Ella cerró los ojos. Repitió suavemente: - Por todo… como siempre. Él la tenía abrazada contra él y pesaba cada vez más. - ¿Quieres dormir un poco? - Creo que sí. Intentó tomarla en sus brazos para llevarla, pero no tenía bastante fuerza y estuvieron a punto de caer. - Deja, dijo ella. Todavía soy capaz de caminar hasta tu habitación. Salieron del salón. Ella echó un vistazo a la entrada. - No está nada mal, dijo ella apreciando el apartamento. Lo prefiero al de la calle Montchanin. - Sin embargo, este es más pequeño. - Más pequeño, pero más espacioso. Ella hizo un gesto para indicar las puertas alineadas. Eso la hizo titubear ligeramente y él debió agarrarla. - Más espacio, sí. Eso es lo que cuenta, dijo él.
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Ella se apartó y lo miró seriamente. - Dime, Guy. ¿Crees en Dios? Él reflexionó. - Técnicamente, quizás. - ¿Técnicamente? ¿Qué quieres decir? - No lo sé. Prorrumpieron en carcajadas. - Bueno, dijo ella apoyándose de nuevo contra él. Muéstrame tu dormitorio y déjame dormir, ahora. Él la condujo hasta su cama y la ayudó a acostarse. - Tengo demasiado calor, dijo ella. Le quitó su sombrero, la chaqueta y le desabotonó la blusa. Ella se durmió casi de inmediato, después de haber farfullado algunas palabras sobre un sueño que quisiera tener, pero eran inaudibles y él no las comprendió. Se sentó un momento frente a ella, al pie de la cama, la miró dando vueltas en su sueño, luego se levantó y pasó al cuarto de baño contiguo para afeitarse. Tenía el torso desnudo y jabón sobre el rostro, cuando oyó un alboroto en la entrada. François parecía hablar con alguien. No lograba distinguir lo que se decían, pero advirtió en el tono de las voces que la conversación no estaba siendo agradable. Dejó su navaja de afeitar, tomó una toalla para secarse las manos y regresó al dormitorio. La puerta se abrió violentamente y la Dama de Gris apareció en el umbral. Se detuvo observando a Maupassant con el torso desnudo, luego desvió su mirada hacia la cama sobre la que Gisèle dormía profundamente. Los movimientos que hacía en su sueño habían subido su falda hasta medio muslo. Su blusa abierta sobre su pecho y sus cabellos revueltos no parecían dejar ninguna duda sobre lo que había podido pasar en la habitación algunos instantes antes. Maupassant renunció a explicar fuese lo que fuese. El
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aspecto desolado de François, detrás de la Dama de Gris en el resquicio de la puerta, le produjo ganas de reír. Ella entró sin una palabra, fue hasta el secreter, tomó papel y lápiz, escribió algo y se volvió hacia él, con ademán furioso. Como él no podía impedir sonreír, ella blandió su sombrilla y, con gesto rápido, hizo caer dos jarrones, que se estrellaron. Luego la emprendió con algunos objetos. Ni François, ni Maupassant se movieron. Gisèle, despertada por el ruido, abrió un ojo y miró: - ¡Ah, es usted!, dijo con indiferencia. Bajó un poco su falda y se giró hacia la pared volviéndose a dormir enseguida. La Dama de Gris la miró algunos instantes, luego se encogió de hombros. Regresó hacia el secreter, tomó el papel sobre el que había escrito algo, lo arrugó formando una bola y la arrojó al rostro de Maupassant. Él se bajó para recogerla, pero ella ya había salido, abofeteando a François al pasar. La puerta del apartamento sonó estrepitosamente. Maupassant miró a François, luego desplegó la bola de papel. Solamente había escrito una palabra: «Cerdo.» Se dirigió rápidamente hacia la ventana del salón para verla salir a la calle Boccador. Un coche la esperaba en la esquina con la avenida Alma. Subió. Maupassant se volvió hacia François, que también la había seguido con la mirada. François balbuceó: - ¡Es terrible… es… es indecente! He creído hacer bien… Le he dicho que usted no estaba aquí… No ha querido creerme… Tiene… ¡Esa mujer tiene el diablo en el cuerpo! Maupassant sonrió: - ¡El diablo en el cuerpo, sí!... Un muy bonito cuerpo… y su perfume, François, ¿lo hueles? Y cuando se
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ha evaporado, el olor de su cuerpo… Su ojos en el momento de hacer el amor… tan azules… y sus pupilas… unas pupilas enormes… ¡unas pupilas nerviosas! El coche había desaparecido. Miró la hoja de papel, que todavía tenía en la mano, volvió a hacer una bola con ella y la entregó a François, que parecía todavía afectado. - ¡Me ha… me ha golpeado, Señor! - Eso es exagerado, admitió Maupassant. - Me gusta más la otra, dijo Françóis. - ¿Cuál? François indicó la habitación y bajó la cabeza rompiendo la bola de papel. Maupassant suspiró: - ¡Ah!, Gisèle… Y como François no se moviese: - Tómate libre la velada, por las molestias. Cuando se despierte, saldré a cenar con ella. Le dio unos golpecitos amistosos en la espalda, luego decidió ir a acabar su afeitado. En el momento en el que traspasaba la puerta del salón, oyó la voz de François a su espalda que murmuraba: - ¡Un hombre como usted, Señor!... ¡Un hombre como usted! Se preguntó lo que François habría querido decir con eso y se volvió hacia él para preguntarle, pero François estaba inmóvil, cerca de la ventana y no lo miraba. Maupassant esperó un momento, luego renunció a saber y salió. Por la noche, con Gisèle, fue a cenar a un restaurante poco frecuentado, donde nadie lo conocía. Estuvieron de acuerdo que no detestaban nada tanto, como las personas
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que hacían escenas. Concedieron sin embargo un cierto crédito a aquellas que no lloraban. - ¿Has conseguido al menos soñar lo que querías?, preguntó Maupassant. - ¿Qué sueño?, se sorprendió Gisèle. - Antes de dormirte, hablabas de un sueño que te habría gustado tener. Gisèle se tocó la cabeza reflexionando: - No tengo ni idea. Bebió un trago de vino y sonrió: - ¿Debía estar realmente borracha? Maupassant levantó su vaso: - ¿Acaso soy realmente un conde? Brindaron. - En cualquier caso, seguramente mereces serlo. - ¿Por qué? - Sabes tantas cosas. Has consagrado tanto tiempo a la escritura. A la escritura…. ¡Y a las mujeres! Imagino que mereces ampliamente un título, a otros se lo dan por cosas menos importantes… Acabó su vaso y lo llenó: - Hace falta mucho tiempo también para estar borracho. - ¡Muy divertido!, dijo Gisèle tendiéndole el suyo. ¿Qué es lo que podrías contarme sobre esa Dama de Gris? - La llamo la Dama de Gris, dijo él sirviéndole. - Tiene mucho encanto. - ¿Verdad? Se callaron un momento. - No hay gran cosa que hablar de ella, dijó. Tú la has visto como yo. Es una burguesa. Infernal. De la peor
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especie, la de las celosas… Pero no puedo pasar de ella. Eso es al menos lo que creo… cuando la veo. - ¿Estás enamorado? - Llámalo como quieras. - ¿Te ocurre todavía eso de estar enamorado? - Yo siempre estoy enamorado. - ¿Y lo consideras bueno? - Insoportable. - ¿Insoportable? - Un infierno. Gisèle asintió con la cabeza, divertida: - Decididamente eres demasiado escritor. La acompañó hasta su casa y le preguntó si no quería hacer el amor con él. - En Ginebra me prometiste no hablar más de eso, le recordó ella. - Es más fuerte que yo. - Lo voy a pensar, dijo ella besándole en la mejilla. No cuentes demasiado con ello. La miró abrir el porche. Antes de cerrar ella se volvió: - Ya te he dicho que eso se ha acabado para mí. - Intentémoslo al menos. Ella vaciló un instante, negó con la cabeza y el porche se cerró. Decidió regresar a su domicilio a pie. El aire era suave, y la caminata le resultó beneficiosa. Se dijo que por lo menos existía una mujer en el mundo con la que él se sentía libre de no representar ningún otro personaje que a sí mismo. Después de todo ¿quizás eso bastaba para soportar la vida como era?
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Pero la vida no era divertida. Las migrañas no lo abandonaban. Permaneció tres días sin vestirse, deambulando por el apartamento sin decidirse a salir. Ya no respondía las notas que recibía. El menor esfuerzo al leer le dañaba los ojos. El doctor Cazalis venía a verlo casi todos los días y se quedaba charlando con él una hora o dos. Una tarde le dijo que no había nada de asombroso en su estado. Había llevado una vida de trabajo tan intensa que habría matado a diez hombres ordinarios: veintisiete volúmenes, publicados en diez años, era una tarea de locos, que había corroído su cuerpo. ¿Qué hay de asombroso en que el cuerpo se vengue hoy, inmovilizándolo en su actividad cerebral? Necesitaba un reposo muy largo, un descanso absoluto. No se trataba en ese momento de ponerse a escribir, ni siquiera una línea. El Angelus bien podía esperar un mes o dos. Cazalis trataba por todos los medios de evitar que tomara una mala resolución. En cuanto a las mujeres, más valía evitarlas también de momento. Magnesio y calcio para reconstituir el organismo, laudano para el sueño, antipirina para la cabeza y todo volvería a estar en orden. - ¿Y para la sífilis?, le preguntó un día Maupassant. - ¿Qué sífilis?, se sorprendió Cazalis frunciendo el ceño.
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- ¡La mía, evidentemente! ¡El doctor Glatz acabó confesándomelo! Consultó mi expediente médico en Champel, el que que usted le había enviado. Concluyó que se trataba de una sífilis. - ¿Una sífilis?, repitió Cazalis. Maupassant lo miraba fijamente, esperando una respuesta. - ¿De cuando dataría, según él? - 1876. El año anterior a la caída de mi cabello. - ¡1876!, se río Cazalis. ¡Quince años! Pero mi querido Guy, ¡no sería usted de este mundo! ¡Una sífilis! Maupassant continuó con la vista clavada en Cazalis, que no desvió su mirada. ¿Podía creerse a los médicos, cuando se autoproclamaban nuestros amigos? ¡Cazalis tenía el aire tan sincero, tan seguro de si mismo! Pero Glatz también era sincero y el odio espontáneo que había experimentado de súbito hacia Maupassant quizás fuese una mejor garantía… Maupassant decidió que si no se producía ninguna mejoría en su estado, de aquí a una semana, ignoraría las prescripciones de Cazalis y convocaría una reunión para dirimir opiniones. En Divonne, Fournier le había hablado de una nueva estrella médica, un tal…. Un tal… Buscó el nombre en vano, luego recordó que debía haber guardado la anotación en su portafolios. Cuando Cazalis partiese, lo comprobaría. ¡Y al diablo la amistad! Cazalis marchó y Maupassant encontró el nombre que estaba buscando: Déjerine. Fournier había anotado su dirección. ¿Por qué no Déjerine? ¡También convocaría al doctor Grancher y quizás incluso a otro más! Cazalis, ante ellos, estaría obligado a mostrar sus cartas. Se imaginó por adelantado lo que pasaría. Los médicos se divertían jugando con los enfermos. Por una vez, sería un enfermo quién se
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divertiría con sus médicos. No los prevendría y los reuniría de improviso. Cuando estuviesen unos frente a otros, ya se vería. La noche que siguió fue apacible, como si su decisión de ignorar a Cazalis hubiese exorcizado sus temores de un solo golpe. Cuando se despertó por la mañana, su cabeza estaba ligera. Salió a la antecámara silbando y buscó a François. Lo encontró sentado en la cocina, absorto en la lectura de un libro. Como estaba descalzo, no había hecho ningún ruido y François se sobresaltó: - ¡Oh! Señor… Me ha asustado… - ¡Eso me parece apasionante!, sonrió Maupassant. ¿Qué leías? - ¡A usted, Señor! François le tendió el libro. Era La Inútil Belleza, uno de sus últimas antologías de relatos. - ¿Cuál leías?, preguntó Maupassant. - Mosca, Señor. - ¡Ah! La ranita… La que pide a tres remeros que le hagan un hijo… Pasó las páginas y encontró la que buscaba, marcada con una señal. Sonrió: - ¿Sabes que la conocí en la realidad?... Yo era uno de los tres… A esta hora quizás yo sea padre. François se levantó. Tenía lágrimas en los ojos. - ¿Qué te ocurre?, dijo Maupassant. ¿No irás a romper a llorar? François extrajo un pañuelo para enjuagar sus lágrimas.
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- Realmente eres muy sentimental, mi pobre François. Desde que vives conmigo, deberías saber que uno no mezcla la literatura y los buenos sentimientos. Leyó las primeras líneas de Mosca, dando tiempo suficiente a François para reponerse. No la encontraba nada mal, aunque ahora no habría comenzado por una narración directa, a través del protagonista de la historia. Se quedaría a partir de ahora decididamente en el exterior. ¡Siempre en el exterior! - ¡Eso parece tan real, Señor!, dijo François. ¡Tiene usted una gran memoria! ¡Se necesitan ojos para escribir eso! - Ojos, sí… ojos, ¡tú lo has dicho!, exclamó Maupassant. ¡Se necesitan ojos, y los míos están enfermos! Volvió a leer algunas líneas en voz alta, al azar: «Yo era un empleado sin un céntimo; ahora soy un hombre que ha triunfado, y que puede tirar gruesas sumas por el capricho de un segundo. Llevaba en el corazón mil deseos modestos e irrealizables que me doraban la existencia con todas las esperanzas imaginarias. Hoy, no sé realmente qué fantasía podría levantarme del sillón en el que me adormilo.»… ¡Se diría que he escrito esto ayer!, dijo. - ¡Es una obra maestra!, dijo François, que no había comprendido lo que él había querido decir. ¡Es de una gran perfección! Maupassant cerró el libro y lo miró: - ¡Realmente! ¿Lo encuentras bueno? François parecía sofocado por la pregunta. Buscaba palabras y no encontraba nada. - A mí, a mí no me gusta lo que escribo, dijo Maupassant entregándole el libro. François balbucía:
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- Pero Señor… Señor… Sus relatos, quedarán… quedarán… como obras maestras que habrán mostrado a la humanidad sus aspectos más débiles… - ¡Sus aspectos débiles!, rió Maupassant. Con un gesto obsceno, entreabrió su albornoz: - ¡Por eso, tienes razón, les he debido mostrar no demasiado mal, «aspectos débiles»! Reía de tal modo que tuvo que sentarse en una silla. François no parecía disfrutar con la broma. - Doscientos cincuenta y nueve, dijo de pronto. Maupassant quedó tan sorprendido que paró de reír: - ¿Cómo? ¿Las has contado? ¿Las mujeres que he tenido? - ¿Las mujeres? ¡No, Señor!... ¡Los relatos! ¡Doscientos cincuenta y nueve relatos! Y como Maupassant se echase a reír: - ¡Y siete novelas! ¡Y tres volúmenes de viajes! ¡Tres piezas teatrales! ¡Un volumen de poesía! ¡Eso hace veintinueve gruesos tomos, y bien repletos! Maupassant se puso serio: - Cazalis me dijo ayer veintisiete. - ¡Se equivoca, Señor! ¡se equivoca!. ¡Veintinueve! - ¿Veintinueve, estás seguro? - ¡Absolutamente! Puedo mostrárselo, enseguida. - No, no, te creo. Maupassant reflexionó un momento: - No está mal, entonces… - Es soberbio, Señor. - No está mal. Se levantó: - Pero anota también las mujeres ahora. François bajó la cabeza hacia su libro sin responder.
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- ¿Entiendes? Anota bien a las mujeres. ¡Eso es todo! François se encogió de hombros y Maupassant sonrió. - Me gustaría beber un poco de té. Pero acaba primero una de mis obras maestras, si quieres. ¡El autor bien puede esperar cinco minutos! - Sirvo al señor enseguida, dijo Francios con aspecto descontento, dando media vuelta. Maupassant lo miró desenvolverse en torno a la cocina, poner el agua al fuego y preparar la tetera. Cuando se decidió a salir de la cocina, no pudo impedir volverse y decir todavía: - Piensa bien en las mujeres, sobre todo. ¡Anótalas todas! ¡Es indispensable si quieres ser mi biógrafo! Un poco más tarde, en el comedor, François le sirvió té y unos huevos. Maupassant le tomó del brazo y lo obligó a mirarlo: - Con respecto a las mujeres, nunca hemos hablado de ello… pero ¿cómo haces tú? - ¿Cómo hago? - Sí, quiero decir… en fin… ¡tú me comprendes! Sabes que puedes traerlas aquí si quieres… - ¿Aquí, Señor? - Claro, sí, aquí. Esta es tu casa. Tú tienes una habitación. Lo comprendería perfectamente. - ¡Oh, no, Señor! ¡Aquí no! - Como es eso: ¡aquí no! ¡Para ti es incluso más cómodo! - ¡No, Señor, no! Prefiero ir a la ciudad. - A la ciudad… repitió Maupassant. Y como François diese media vuelta para salir: - ¡Está bien!
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Lo siguió con la mirada pensativamente, luego rompió la cáscara de un huevo: - ¡Y bien, eso es lo que voy a hacer yo también cuanto antes! François había salido. Él continuó hablando para sí: - En cualquier caso, después de haberme afeitado. Hundió su cuchara en la cáscara y comió un bocado. - ¡François!, gritó. - ¿Señor?, respondió la voz de François desde la cocina. - Hoy me siento estupendamente. La silueta de François reapareció en el umbral de la puerta. ¡Esta vez sonreía! - ¡Me alegro mucho, Señor!
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A las once, fue a golpear la puerta de la casa de Gisèle. Fue ella quién le abrió: - No me habías advertido que vendrías hoy. - ¡Eh, no!, dijo. ¿Es grave la omisión? No respondió nada y lo hizo entrar en su taller. Él echó una ojeada sobre un lienzo que ella había esbozado, luego recorrió la estancia con la mirada: - Casi nada ha cambiado aquí, desde que te conozco, constató él. - No me gustan los muebles. Ni los objetos. Ni la decoración. Todo eso es tan inútil… Él se acercó a unas espadas y unos sables colgados a cada una de las paredes, descolgó un puñal con un mango finamente cincelado, lo extrajo de su funda y lo giró en la mano. - ¿Te gusta?, preguntó ella. Es un puñal kabilio. Sus filos no cortan, no te lastimarás. - Sería un bonito abrecartas. - Tómalo, pues. Y como él vacilase: - Dame el gusto. Nunca te he regalado nada. Guardó el arma en el bolsillo de su abrigo y la miró sonriendo. Gisèle le devolvió la sonrisa. Ella llevaba un pantalón de satén negro holgado, cerrado en los tobillos, una
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blusa blanca y un chaleco de hombre bordado. Sus cabellos sueltos caían sobre sus hombros y no estaba maquillada. Se sentó en una silla de jardín y encendió un cigarrillo. - ¿Quieres fumar? Él hizo una señal afirmativa y se aproximó. Ella le tendió un paquete. Se sirvió y se sentó al lado de ella. Fumaron sus cigarrillos en silencio, sin dejar de mirarse. De pronto ella le mostró las sillas sobre las que estaban sentados: - ¿Las reconoces? Dudó. Ella continuó: - La Grenouillère. Fue contigo con quién las robé. La mesa también, allí está. - Lo recuerdo, sí. Reconocía perfectamente las sillas y la mesa, pero no recordaba haberlas robado. - ¿Y si fuésemos a dar un paseo en coche?, propuso él de repente. A continuación, podríamos almorzar. - ¿Y después? - Después, volveríamos a tomar el coche y continuaríamos paseando. - Podríamos ir a cenar más tarde. - Sí. Es una buena idea. - Y volver a tomar el coche. - Sí. Se echaron a reír. - Espero que no sea para todo esto por lo que has venido, dijo ella. - ¿Por qué no? ¿Y si me ofreces otro cigarrillo? Ella le tendió el paquete y él se volvió a servir. Continuaron mirándose en silencio, luego ella se levantó suspirando y fue hasta el lienzo esbozado sobre el caballete.
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- ¿En qué piensas?, preguntó volviéndose hacia él. - En nada. ¿En qué se convertirá eso? - En tú retrato. Se levantó bruscamente. - ¡Bromeas! - Claro que no. - ¡Te lo prohíbo terminantemente! - ¿Por qué?, exclamó ella, sorprendida. - Te lo prohíbo, eso es todo. Prohíbo que se realice mi retrato o que se publique mi fotografía. - ¿Pero, por qué? - ¡Por el amor de Dios! ¡Mi rostro sólo a mí pertenece! Tengo entablado ya un proceso judicial con Charpentier, el editor. Ese bribón ha publicado un aguafuerte que me representa, en una nueva edición de las Veladas de Médan. Esto es tan válido para ti como para los demás. Si haces eso, Gisèle… No terminó su frase y se puso a caminar nerviosamente por el taller. - ¡Cálmate, te lo ruego! No lo sabía. - ¡Los muy canallas!, murmuró. ¡No les basta con lo que escribo! - ¡Cálmate!, repitió ella. Y como él continuase caminando, ella descolgó un sable y rasgó la tela de un solo golpe. - ¿Estás contento, ahora? Se detuvo y la miró. Ella retrocedió un paso, con su sable en la mano, luego lo dejó caer violentamente contra el cuadro que quedó partido en dos. - ¡Listo!, dijo ella. Fue a colgar el sable en la pared y salió de la estancia. Él permaneció inmóvil un largo momento, dividido entre las
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ganas de reír y el sentimiento de su ridícula actitud. Ella regresó con una botella y dos vasos. - Perdóname, dijo él reponiéndose. Ella se encogió de hombros, llenó los dos vasos y le ofreció uno. Brindaron. Pasaron algunos segundos, luego ella fue presa de una risa descontrolada y se sentó sobre sus rodillas. - ¿Qué ocurre? - Estás todavía más enfermo de lo que pensaba. - Exacto, dijo acabando su vaso. Este vino es muy bueno. Ella volvió a servirle. - Perdóname por el cuadro, repitió él. Habrías podido hacer otra cosa. - ¡Oh, está bien! Ahora eso no tiene ninguna importancia. Y además, yo no vuelvo a pintar nunca sobre una tela comenzada. Me horrorizan los arrepentimientos, sean cuales sean. - En cualquier caso, bonita estocada. Apagó su cigarrillo. - ¿Has vuelto a ver a la Dama de Gris?, preguntó ella. - No. Todavía bebieron un vaso en silencio. - ¡Ah, el amor!, exclamó ella. - A veces quisiera no volver a verla nunca más. Ella me agota demasiado. Algunas noches más con ella y acabaré sufriendo como un condenado. - ¿Hasta ese punto? Toma a alguna otra, entonces. O más bien no, no tomes a nadie. - A nadie, tienes razón. Me pregunto quién podría además interesarse aun en un hombre de mi edad. - ¿Una muchachita de dieciséis años, quizás?
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- Muy pronto habría preferido mis novelas. - ¡Probablemente!, dijo Gisèle. Se miraron sonriendo. - ¿No crees que nos estamos convirtiendo en unos sentimentales?, dijo ella. - Oh, es solamente el vino. Siempre me hace ese efecto, antes de emborracharme. - Evitemos lo peor, entonces. - Tienes razón. Volvió a llenar sus vasos. Acabaron la botella y ella abrió otra. Cuando la hubieron bebido, él dijo que tenía hambre. Como ella no tenía ganas de salir a un restaurante, fue a buscar a su cocina salchichón y pan, que comieron sobre la mesa de La Grenouillère evocando momentos que no los divirtieron. Ella abrió una tercera botella, luego una cuarta y acabaron estando demasiado ebrios para continuar hablando. Se tumbaron uno al lado del otro sin tocarse y durmieron hasta media tarde. Hacia las cinco, cuando se despabilaron, salieron a dar el paseo que él había propuesto. Hacía buen tiempo. El cielo estaba despejado. Se habría podido creer que era a comienzos de verano. La calle les parecía extrañamente silenciosa. Ella le hizo observar que daba la impresión de que las personas caminasen de puntillas. Incluso las parejas pasaban cerca de ellos cogidos del brazo y cuchicheando, como para no perturbar un orden secreto establecido a sus espaldas. Él le dijo que había experimentado varias veces esa sensación, precisamente cuando estaba con ella. En Ginebra ya habían caminado por unas calles que daban la impresión de una ciudad muerta desde hacía tiempo. «¡Y lo es!», respondió ella… Subieron la calle de la Paz, y se cruzaron con dos coches. El sonido de los cascos sobre el
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pavimento les produjo el efecto de una estampida ensordecedora. Cuando llegaron a la plaza de la Ópera, él decidió tomar un carruaje y subieron hacia los Campos Eliseos, hacia el Bosque de Bolonia. La circulación se hizo más densa, a medida que se aproximaban al Arco del Triunfo de la Estrella. No habían hablado desde que subieron al coche. Él deslizó de repente su mano en la suya, pero ella lo rechazó vivamente: - ¡Te lo ruego! ¡No quieras que nos parezcamos a dos viejos esposos! Él desvió la cabeza, irritado y encerrándose en su mutismo, mirando sin placer la flota de vehículos que regresaban del Bosque o que allí se dirigían. Pensó que había pasado los dos tercios de su vida aburriéndose profundamente y el tercero escribiendo unas líneas que había tratado de vender lo más caro posible, lamentándose de tener ese abominable oficio. Incluso sus revueltas le parecían irrisorias. La Legión de honor, la Academia, el matrimonio, los hijos… después de todo ¿por qué no? Tendría que haberse vuelto loco, en el instante mismo en que se hubiese decidido. Esa era la única solución conveniente para escapar a las convenciones. Todo lo demás no era más que pose y arrogancia. Una vez más, deseo no tener que experimentar esos sentimientos. Se mordió el labio y trató de retener el mayor tiempo posible su respiración, pero esa también era imposible. Sobre la acera, cuando el coche se detuvo un instante en la esquina de una avenida, un hombre lo miro fijamente como si hubiese sabido algo de su vida que Maupassant no sabía. Tuvo ganas de bajar y de pedirle cuentas, pero el coche ya había partido y el hombre había dado media vuelta. Sintió la mano de Gisela deslizarse sobre su brazo.
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- ¡Vamos!, dijo. No te enfades. Él quiso responderle algo, pero su garganta estaba tan trabada que temía balbucear. Permaneció silencioso sin retirar su brazo, elevó ligeramente los hombros y miró fijamente la espalda del cochero. El coche llegaba a la puerta del Bosque. El hombre se volvió hacia ellos interrogativamente. Maupassant le hizo una señal para que continuase circulando al azar. Se puso a contar los árboles que bordeaban el sendero de su lado. Cuando llegó a cien, sintió que se había calmado. Se volvió hacia Gisèle y le sonrió. En un coche que se cruzó con ellos, una mujer les hizo señales, y, con una mano enguantada, les envió un beso. Maupassant alzó su sombrero para saludarla. - ¿Quién es?, preguntó Gisèle. - La condesa Potocka. - He oído a menudo hablar de ella. No la conozco. Se volvió hacia el coche que desaparecía. La mujer también se había vuelto y la miraba. - ¡Qué belleza!... murmuró Gisèle. El coche desapareció. Gisèle preguntó a Maupassant que se mantenía callado: - ¿Sigues enfadado? Él se sorprendió: - ¿Enfadado, yo? ¿De qué? Tomó la mano de Gisèle y la abrazó. - Seguramente le gustarías mucho. Estoy invitado a su casa el jueves por la noche. ¿Quieres venir? - Creía que ya no salías. - Haré una excepción… para presentaros. Ella reflexionó un momento: - Si quieres.
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- Muy bien. El jueves entonces, dijo él sonriendo. ¡Esa será mi reentrada en sociedad! Gisèle se estrechó contra él. - Seguramente le gustarás mucho, repitió él. - ¿Le gustan las mujeres?, preguntó Gisèle. - Es una cazadora. Luego él añadió: - Como tú. - ¡Oh! Yo no cazo. - Entonces tú serás su presa. - Eso me gusta más. De pronto se sintió aliviado, sin que hubiese podido precisar de que. Era como si hubiese dejado de ser responsable de si mismo. La presencia De Gisèle a su lado se había vuelta más etérea. Algo había modificado el transcurso del tiempo entorno a ellos, haciendo sus relaciones más sencillas. Cuando dio la orden al cochero de regresar hacia la ciudad, comprendió que eso provenía simplemente de que la noche había entrada sin que se hubiese percatado de ello. - ¿Y si fuésemos a un burdel juntos, antes de cenar?, propuso él. Ella se echó a reír: - No empieces. - No te estoy pidiendo que te acuestes conmigo. Ella reflexionó un momento: - Cenemos primero. - Bien. Cenemos si quieres… Ya era noche cerrada cuando el coche volvió a pasar por la plaza de la Estrella. Cenaron juntos en una terraza, en
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la avenida de la Ópera, luego, como él esperaba, ella volvió a rechazar su proposición.
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Todo Paris parecía haberse reunido ante el palacio de la condesa Potocka, en la avenida Friedland. Cuando llegaron Maupassant y Gisèle, hombres y mujeres descendían de sus coches y se dirigían hacia la gran escalera en lo alto de la cual, la dueña de la casa, suntuosamente vestida, los esperaba al lado de su marido. Debían atravesar una doble fila de criados con librea. El oro y las piedras de los botones brillaban sobre las camisas de los hombres, vestidos con frac y con chistera. Las mujeres iban escotadas y enjoyadas. Gisèle era la única que no llevaba ninguna joya, a excepción de una diadema en forma de pasada en sus cabellos. Su largo vestido negro destacaba sobre los más claros de otras invitadas, poniendo de relieve su tez pálida. Maupassant pensó que se parecía a una estatua de marfil. No pudo reprimir un sentimiento de orgullo, por estar con ella, cuando le ofreció su brazo para subir la escalera. « ¡Un sentimiento idiota…uno de tantos!», se dijo de inmediato. - ¡Cuánta gente!, dijo Giséle, eso me agobia por adelantado. Él sonrió: - Al contrario, a mí me interesa mucho… - Realmente me pregunto por qué, dijo ella en voz baja, sin mirarlo.
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- Muy sencillo. Los médicos van a los hospitales a observar enfermos… yo voy a los salones. Casi habían llegado a lo alto de la escalera. La condesa Potocka les sonreía, observando a Gisèle con curiosidad. Maupassant se inclinó: - Mi gran amiga, Gisèle d’Estoc… Luego, se volvió hacia Gisèle y le presentó a la condesa: - ¡La jefa! Las dos mujeres sonrieron, divertidas por el título que Maupassant acababa de encontrar. - Encantada de conocerla, dijo la Potocka. Guy me ha hablado mucho de usted. Algunos hombres la rodeaban. Ella les presentó a Gisèle: - Mi marido… Ha abandonado a Émilenne d’Alençon por esta noche, es un gran honor que nos hace… El señor Émile Zola, pero no tengo necesidad de presentarlo… Edmond de Goncourt… El doctor Blanche, nuestro célebre psiquiatra… su hijo, que es pintor y está enamorado de mí… Uno de sus amigos, el pequeño Proust… Los hombres besaron la mano de Gisèle y saludaron a Maupassant. - Quédense conmigo, les pidió la Potocka cuando se disponían a entrar en el palacio. Sería muy amable de su parte ayudarme a recibir a mis invitados… - Demasiadas manos que besar, querida, dijo Maupassant. Tú nos perdonarás. Además, ya estás muy bien rodeada. Necesitaría tratar de ser el más brillante… ¡No lo conseguiría! - ¡Guasón!, le dijo la Potocka, divertida ¡Pero ya te encontraré!
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Entraron en el salón. Unas sesenta personas se apresuraban ya alrededor de largas mesas, tras las cuales un ejército de criados servían un refrigerio. Gisèle prefirió permanecer aparte y observar a la concurrencia. Vieron a Goncourt y a Zola entrar a su vez y dirigirse conversando hacia el otro extremo del salón, como si hubiesen querido evitarlos. Zola les daba la espalda, pero Goncourt no dejaba de echar miradas en su dirección. - ¿Es culpa mía que te eviten?, preguntó Gisèle. - No del todo, respondió Maupassant. Zola es completamente miope. En cuanto a Goncourt, me detesta. - No me gusta su cara. Un criado se acercó a ellos para servirlos. Pidieron champán. - Está resentido conmigo por el prólogo que he escrito a Pierre y Jean, hace cuatro años. Allí, atacaba a los autores amanerados que piensan que hacer literatura consiste en coleccionar términos raros. El criado les sirvió dos copas y se alejó. Bebieron mientras veían formarse poco a poco un grupo alrededor de Goncourt. Zola se había unido a la condesa Potocka que acababa de entrar. - Parece muy solicitado, en cualquier caso. - Sí. Son periodistas. El bajito barbudo es un director de una revista. Los demás son críticos. Los conozco bien. Los perfectos representantes de esta fauna parisina que un artista trata de evitar lo más posible. La mitad son fracasados, el resto impotentes o envidiosos. Lo que él escribe les gusta. Su sofisticación les produce la sensación de ser inteligentes. Le están agradecidos. - No he leído ninguno de sus libros, afirmó Gisèle.
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- No te los desaconsejo. Están repletos de arcaísmos y ridículas complicaciones. Encontrarías allí una enseñanza preciosa. El ejemplo ideal de todo lo que hay que proscribir absolutamente. Se callaron un momento. Ya había un centenar de personas en el salón. - De todos modos, continuó Maupassant, la lengua francesa se defiende a sí misma de esos pedantes. Es demasiado clara, demasiado nerviosa para dejarse debilitar o corromper. Flaubert sigue siendo nuestro maestro y todos ellos lo saben muy bien. No hay nada que hacer con ese vocabulario bizarro, con esa acumulación de adjetivos y de verbos complicados… Él inventaba ritmos nuevos. Ahí está la diferencia. Había hablado demasiado y de pronto se sintió cansado. « Heme aquí teorizando, pensó… ¡Un señal más de que se acerca mi final!» - Todavía tengo sed, dijo Gisèle. Él llamó a un criado que se acercó. - Tienes razón, dijo. ¡Bebamos, es lo mejor que tenemos que hacer! - No trates de emborracharla, dijo una voz a sus espaldas. Se volvieron. Era la Potocka, que se había acercado a ellos para sorprenderlos. - En realidad nunca lo ha conseguido, dijo Gisèle. - ¿Hablabais mal de alguien?, preguntó la Potocka. - No, respondió Maupassant. Solamente hablábamos de Goncourt. - Continuad, entonces. No os detengáis por mí. - No tengo nada que decir. Ya está dicho en tres líneas de un prólogo.
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La Potocka rió. No dejaba de mirar a Gisèle. De pronto, la tomó por el brazo. - Me gusta tu figura. Eres hermosa de la cabeza a los pies. - ¡Madre mía! Ya estás completamente ebria, dijo Maupassant. - Sí, admitió la Potocka. Y volviéndose de nuevo hacia Gisèle: - ¿Tienes algún título? - No. - Tienes razón. Se calló un instante, sin dejar de mirar a Gisèle a los ojos, luego continuó: - Me gustaría que fueses mi amiga. Mi única amiga. - ¡Dios te oiga!, dijo Gisèle. Y acabó su copa. - Ve a buscarnos champán, pidió la Potocka a Maupassant. - No te preocupes, dijo él. Habría sabido alejarme sin pretextos. - Te encuentro encantadora, cuando estás ebria, dijo Gisèle. - Es porque he vivido mucho, querida. Imagino que otro tanto ocurre contigo. - Absolutamente, dijo Gisèle. El secreto de la bebida está ahí. - Creo que me voy a ir, dijo Maupassant. Comienzo a encontrar esta conversación pesada. La Potocka lo retuvo por el brazo: - ¿No temes dejarla sola conmigo? - No. Yo os encuentro realmente amables a ambas. ¿Por qué no os casáis?
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- ¿Para qué el matrimonio?, preguntó Gisèle. - ¡Hay que pensar en los hijos!, dijo Maupassant. Dio media vuelta y se alejó. Al primer criado con el que se cruzó, le pidió champán para ellas. - ¿Dos copas?, preguntó el criado. - Lléveles más bien una botella. Eso será más cómodo. - ¿Más cómodo? - Sí, para usted. Dejó al criado y dio algunos pasos hacia una mesa. No tenía ganas de hablar con nadie. Una mano se posó en su brazo. Era Zola que le sonreía: - ¿Sabes que he seguido tu consejo? He comprado un barco. - ¿En serio? - No olvides que me habías prometido encontrarle un nombre. - ¿Un nombre? Reflexionó: - Eso no es muy complicado para ti. Llámale Nana. - Nana, se sorprendió Zola. ¿Por qué Nana? - Para que todo el mundo se pueda montar encima. Zola rió. Maupassant miró su reloj: - ¿A qué hora se come aquí? - No deberían tardar, dijo Zola. Y como ambos se callasen: - Hace mucho que no te veo. ¿Qué estás preparando? ¿Una novela? ¿Unos relatos? - Un hermoso final, dijo Maupassant. Siempre he tenido problema con los finales. ¿Tú no? - No, suspiró Zola. Soy demasiado viejo. - Vamos, vamos… Yo te encuentro todavía muy bien para tu edad…
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- Tiene un encanto extraordinario, dijo Zola mirando en la dirección de Gisèle. - ¿Tú también lo crees? Gisèle tenía una botella de champán en la mano y servía a la Potocka, que tenía las dos copas. - Es difícil de expresar lo que se siente enfrente esa clase de mujeres, dijo Zola. - Yo no sabría, dijo Maupassant. - ¿En serio? - Eso no se expresa, querido. Solamente echa un vistazo a mi pantalón, justo debajo de mi cintura. - Oh!, exclamó Zola. ¡Veo que no has abandonado ese género de bromas! - No. No acabarán más que conmigo. - Es cierto. Yo siempre he pensado que deberías exponerte al público en una feria. - He tenido la idea… pero he preferido escribir novelas, como tú. - ¡Oh! Yo nunca habría sabido ser un monstruo de feria, de todos modos. - Estás equivocado. Eso es lo que somos todos. ¡Tú el primero! - Yo no te pedía realmente que me insultaras, suspiró Zola. - ¿Insultarte? ¡No tengo la menor intención, viejo amigo! No hacía más que hablar de hechos, sencillamente. - Bien, ¡vete a la mierda!... Me pregunto por qué discuto contigo. Zola dio media vuelta para alejarse. Maupassant lo agarró por el brazo. - Vamos… ¡no seas niño! - Dices demasiadas cosas ofensivas, Guy.
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- Es cierto, pero no las pienso. Además, ¿qué es lo que he dicho? Zola sonrió. - Suéltame el brazo. Tengo ganas de beber algo. Todavía tenemos tiempo de hablar esta noche. - Tienes razón, admitió Maupassant. Lo soltó. Zola se acercó a un grupo en plena discusión, al que puso cara de escuchar atentamente. Maupassant lo miró retirar sus anteojos, extraer un fino pañuelo del bolsillo de su chaleco, limpiar sus cristales cuidadosamente y volver a ponerlos sobre su nariz. Cuando hubo acabado, tomó una copa de una bandeja que pasaba al alcance de su mano y la alzó en dirección a Maupassant guiñándole el ojo. Maupassant sonrió y fue a sentarse aparte, en un sofá. El respaldo lo protegía del resto de la reunión. No había nadie frente a él y el lugar estaba bastante sombrío para que ningún invitado pensara en unírsele. Quedó allí un momento, sin pensar en nada, esperando que se rogase a la asistencia pasar a la mesa. Fue entonces cuando oyó a su espalda una conversación relacionada con su persona. - «De» Maupassant… «De» Maupassant… ¡en fin!, cuchicheaba una mujer, insistiendo irónicamente en la partícula. Él reconoció la voz de la princesa de Polignac. - Incluso ha nacido en el castillo de Miromesnil, respondió un hombre. - ¡El castillo de Miromesnil!... He oido decir que había nacido en Fécamp, en casa de su abuela… en una casa de pescadores… Su madre simplemente alquiló ese famoso castillo para consignar allí su nacimiento… Tuvo ganas de levantarse y mostrarse, pero la curiosidad lo retuvo y continúo escuchando.
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- Basta mirarle, dijo otra voz, que reconoció como la de Goncourt… Es la propia imagen de un bravucón normando. - ¡Eso no le quita encanto! Dijo riendo la princesa de Polignac. - ¡Naturalmente!, continuó Goncourt. Todas las mujeres del mundo se sienten atraídas por lo canalla. Sin embargo nunca he visto a un hombre con una tez tan sanguínea, unos rasgos tan ordinarios, un aspecto más pueblerino… y por añadidura, unos trajes que dan la impresión de salir de La Bella Jardinera y unos sombreros hundidos por detrás hasta las orejas… ¡Decididamente hay que ser groseramente guapo para que os guste! - ¡Cállese, querido… o voy a creer que esta usted celoso! - ¿Celoso, yo? Las voces se alejaron. Maupassant se echó a reír, feliz de haber podido sorprender lo que se pensaba de él. ¡Un privilegio raro en un salón! Todavía oía resonar la voz aguda de Goncourt. «¡Me odia tanto, el muy imbécil!», pensó, satisfecho, pero su satisfacción se transformó pronto en cólera. ¿Qué idea había tenido con venir? Sin embargo se había jurado evitar las reuniones de sociedad. Se levantó dispuesto a partir, cuando Gisèle se le unió: - Hace rato que te busco, dijo ella. ¿Te ocultas en los rincones sombríos? ¡Dame el brazo! ¡Estamos invitados a pasar a la mesa! Quiso responderle que no iría, pero ella estaba tan encantadora que se sintió incapaz de emitir un solo sonido. - ¡Vamos! ¡Ese brazo, amigo mío!, repitió ella, divertida. Él le tendió el brazo.
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En el inmenso comedor, fueron invitados a sentarse en la mesa de la anfitriona. Contra toda costumbre, fue Gisèle quien tuvo el privilegio de estar sentada a la derecha de la Potocka. Maupassant estaba a su lado. Tenía enfrente de él a la princesa Polignac y al doctor Blanche. Zola vociferaba un poco más lejos, rodeado de dos mujeres radiantes. Ellas sonrieron a Maupassant, que se inclinó. Tuvo la impresión de que las conocía, y si bien aunque estuviese seguro de haberse acostado con cada una de ella, le era imposible recordar sus nombres. No aflojó los dientes durante toda la cena y no oyó más que distraídamente las conversaciones a su alrededor. ¡Siempre las mismas banalidades sin importancia! El doctor Blanche también permanecía callado. Resultaba un mal compañero para la princesa de Polignac que buscaba desesperadamente a quién lanzar el anzuelo de uno de esos diálogos donde sabía brillar tanto en detrimento de los demás. Varias veces, se volvió hacia Maupassant para comenzar el asedio, pero él bajaba siempre los ojos cuando era necesario, obligándola a buscar en otro lado un interlocutor. A los postres, como era a menudo una regla en esas reuniones, se pusieron a habar de Dios. El tema no era más apasionante que otro, puesto que todavía estaba ausente, una vez más, a quién se evocaba, pero al menos tenía el merito de estarlo siempre. Maupassant consideró que no cometería ningún error atacándolo. Fue lo que hizo de repente, sorprendiéndose a si mismo de tener algo que decir que mereciese la pena: - ¡Es un asesino, un masacrador, un canalla! ¡No vive más que para destruir! ¡Necesita muertos todos los días y los consigue de todas las formas posibles, para divertirse!
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- ¡Por lo menos se le debe el haberte creado!, dijo Zola. ¡Es un consuelo para nosotros! - ¡Error, querido! Me ha puesto, como ha puesto por el espacio millares de mundos que se le van de las manos. Lo creo completamente ignorante de lo que ha hecho. Nuestro pensamiento no es más que un accidente local, condenado a desaparecer con nosotros. Él no lo había previsto y es por lo que se encarniza contra ello con tanta rabia… - Más vale decir que tú no crees en Dios, eso sería más sencillo, dijo la condesa Potocka. - Es cierto, admitió Maupassant. Pero si existiese, me horrorizaría. - ¿Entonces no acudirá un sacerdote a su lecho de muerte?, preguntó la princesa de Polignac. - Si eso puede aliviar a mis allegados… La religión no me molesta. ¿Por qué querer escandalizar a todo precio a nuestro entorno? - ¡Pero eso es cobardía, viejo!, dijo Zola. - ¿Cobardía? ¿Por qué? - Si tú eres realmente librepensador, debes rechazar la presencia de un sacerdote. Maupassant se encogió de hombros. Una vez más, sintió que había hablado demasiado. Los que lo rodeaban sonreían, esperando una respuesta. Él tomó una rosa en una cesta y se puso a deshojarla en su plato, muy lentamente, como si estuviese deseando no finalizar nunca. A su lado, Gisèle tenía ganas de reír. Se hizo el silencio y todo el mundo lo miraba. Continuó deshojando la rosa hasta el último pétalo, luego lo consideró un momento y la comió. - A ti, Zola, dijo, tu racionalismo te va a perder.
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Hubo risas a su alrededor, como para disipar un cierto malestar, luego la Potocka se levantó, haciendo a todos la señal de pasar al salón. - ¿Estás contenta de que te la haya presentado?, preguntó a Gisèle, cuando se apartaban juntos de la muchedumbre de invitados. - Mucho. Es una mujer verdaderamente seductora. - Me imagino que os volveréis a ver. - Imagino. - ¿Sin mi? - Sin ti. Se sentaron en la esquina de una alcoba y permanecieron un momento silenciosos. Un criado se acercó a ellos. Le pidieron café. - Soy un imbécil, dijo Maupassant. Presento las mujeres que quiero las unas a las otras y todas acaban pasando de mi. - Pero nosotras volveremos a vernos también contigo, si quieres. - ¿Solas? - ¿Por qué no solas? Él suspiró: - Eso me habría gustado hace algunos años. Ahora no lo sé. Es una gimnástica realmente complicada. Les sirvieron el café. El doctor Blanche se aproximó y les pidió permiso para sentarse cerca de ellos. Maupassant le sonrió: - Me han dicho que usted había comprado el pabellón de la princesa de Lamballe, en Passy, para abrir allí una clínica psiquiátrica.
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- Así es, dijo Blanche. Espero poder experimentar allí nuevas terapias… Las ideas que tengo en ese dominio soportan mal el actual trabajo en las instituciones existentes. - Sí, dijo Maupassant. El hombre comienza a saber explorar el mundo que le rodea, pero todavía tiene miedo de si mismo… Basta ver como encierra y trata como bestias salvajes a aquellos que llama «locos»… Montpellier, VilleEvrand, Bron, ¡qué sordido es todo! ¡Horroroso! ¡Por todas partes el mismo horror! Blanche lo miró sorprendido: - ¿Conoce usted los psiquiátricos de esas ciudades? Y como Maupassant no respondiese nada: - ¿Cómo? Él dudó: - ¿Un amigo? - Mi hermano, dijo Maupassant. Había llovido desde la víspera y el cielo estaba tan negro que sumía la ciudad en la penumbra en pleno mediodía. Los viajeros que abandonaban la estación corrían como podían en medio de los charcos, tratando de guarecerse en coches o bajo porches, resoplando por el peso de sus equipajes. Hervé fue uno de los últimos en bajar del tren. No llevaba más que una bolsa de viaje. Maupassant lo miró venir hacia él. Hervé lo reconoció de pronto y se acercó alegremente. Los dos hermanos se abrazaron y lloraron bajo el efecto de la emoción. - No has cambiado, dijo Guy, y de pronto se sintió un Judas. Sin embargo era cierto que Hervé nunca tuvo aspecto tan juvenil y con tan buen estado de salud como ese día. ¿Quién habría podido imaginar que ese hombre de treinta y
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tres años, que aparentaba veinticinco, estaba condenado por los médicos a estar encerrado, quizás hasta el final de sus días? Era una trampa que Maupassant le había tendido, bajo pretexto de una consulta médica, y Hervé había venido, confiando como de costumbre en su hermano mayor. Maupassant lo observó sin advertir, ese día, ningún signo exterior de los que los demás llamaban «la locura». Si no hubiese constatado unos meses antes, los terribles desarreglos de comportamiento de su hermano, probablemente habría renunciado a ejecutar la orden formal de los médicos. Pero Hervé había pasado a los actos y se había vuelto peligroso para los demás: hacía ocho días, había intentado matar a su esposa estrangulándola, luego un vecino había acudido para separarlos. Al día siguiente no se acordaba de nada y todo dejaba suponer que volvería a intentarlo. Después de almorzar, Maupassant fue con él al hospital, donde estaba previsto que quedase en observación un día o dos. Entraron juntos en la habitación de un pabellón, esperando la llegada del profesor que debía examinarlo. - Mira el parque, Hervé! ¡Qué tranquilidad hay aquí!, dijo Maupassant. Sin desconfiar, Hervé se aproximó a la ventana y solamente fue entonces cuando tomó conciencia de los barrotes que la encerraban como una prisión. Se volvió bruscamente, pero Maupassant ya no estaba allí. En su lugar, surgieron dos enfermeros para ponerle una camisa de fuerza. Gritó: - ¡Guy! ¡Tú me haces encerrar! ¡Pero eres tú el que está loco! ¡Eres tú, el loco de la familia! Presa del pánico, Maupassant quiso huir, pero Hervé logró escapar de los dos hombres y se arrojó sobre él.
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Tropezando, titubeando, loco de cólera, lo golpeó en el rostro varias veces. Maupassant no hizo nada para protegerse. Estaba tumbado en el suelo, y su hermano habría podido pisotearlo si los enfermeros no hubieses conseguido reducirlo. - ¡Su hermano!, dijo Blanche, revolviendo un azucarcillo en su café. - Mi hermano, repitió Maupassant. Gisèle pasó una mano sobre su frente. - Hay que olvidar, Guy, dijo ella dulcemente. - Olvidar, sí… olvidar… murmuró Mapassant. El doctor Blanche asintió con la cabeza y tomó un trago. - Si puedo hacer algo…me gustaría mucho… si usted quiere… en mi clínica… no le prometo nada… pero tal vez… Maupassant miró a ese viejo hombre de cabellos blancos, que había cuidado a Gérard de Nerval y a tantos otros seres célebres o desconocidos. - ¿Hervé?, dijo sorprendido. Blanche inclinó la cabeza afirmativamente. - ¡Hervé ha muerto!, dijo Maupassant. - ¿Muerto? - Sí… Una atroz agonía… Yo lo he visto morir… Me esperaba… Esa como si no hubiese querido partir sin mi. Exclamaba: «¡Mi Guy!», «¡Mi Guy!»… Tenía voz de niño… Me besaba las manos… - Lo siento mucho, dijo Blanche. Maupassant se levantó bruscamente. - Voy a irme, dijo a Gisèle. - Te acompaño.
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- No. ¡Quédate!, ¡Quédate! - No quiero, dijo Gisèle. Saludaron al doctor Blanche y se excusaron ante la Potocka. En el coche que los conducía de regreso, Maupassant no cesaba de sollozar: - ¡Perdóname…fue estúpido!, repetía. Ella le tomó la cabeza entre las manos y lo besó tiernamente. - Había que quedar…había que quedar, murmuró. Ella lo obligó a tumbarse sobre el asiento del coche. Él apoyó su cabeza sobre su regazo y se calmó poco a poco. Cuando llegaron al domicilio de Gisèle, ya no lloraba. Descendieron del coche y la acompañó hasta el porche. Ella le tomó la mano: - Ven conmigo. Pasemos la noche juntos. Él vaciló: - Perdóname. Esta noche no. Se callaron un momento, luego él repitió: - No, no esta noche… Él le tomó las manos y se las besó. Ella sonrió: - Te lo he dicho tan a menudo. Hacía falta que tu me rechazaras un día, tú también… - Espero que me lo vuelvas a proponer. - Está prometido, dijo ella. Y Gisèle desapareció bajo el porche. Quedó solo en la acera, dudando en volver a tomar el coche o a caminar en la noche. Optó por la segunda solución y pagó al cochero. El coche se alejó. Partió hacia la calle de la Paz, atravesó la plaza de la Ópera y se dirigió hacia el norte de la ciudad. Cuando hubo caminado un buen cuarto de hora, se sintió como liberado y no tuvo ganas de
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permanecer solo, pero era demasiado tarde para volver a casa de Gisèle. Decidió ir hasta el Folies-Bergère y buscar allí una prostituta con la que pasar la noche. Llegando cerca del barrio Montmartre, pensó que al día siguiente tendría que hacer necesariamente algo: «Mi vida no puede permanecer eternamente en este desorden, tengo que ponerme a trabajar». Después de haber llorado tanto en el coche, el simple hecho de respirar le parecía una buena fortuna. ¡Y qué importa si no había nadie a quién amar! Pasó ante una muchacha que vendía flores. Era muy pálida y bajaba la cabeza, como si sus ramos se le hubiesen hecho pesados. Compró uno y le dijo que ella no conseguiría nada si no miraba a los paseantes a los ojos. Firme a los ojos, ¡así! Ella lo miró, y él sintió de pronto que tenía una erección. Le ofreció el ramo que le había comprado y la besó en las dos mejillas. Ella quedó tan sorprendida que creyó que él había cambiado de idea y quería devolverle su dinero. Él le respondió riendo: «Nunca llegarás a nada si no…», le repitió y se marchó alegre, silbando. ¡Todavía valía la pena vivir, cuando sentía su miembro tan tieso bajo la tela de su pantalón! ¡Qué pretensión pensar en morir! ¡Qué mal gusto imaginarse un cadáver! Le hubiera gustado poder hablar con alguien, pero allí nadie sabía nada de él. Levantó el brazo para saludar a un mendigo que extendía la mano sobre la acera de enfrente, luego regresó sobre sus pasos, atravesó la calle buscando en sus bolsillos y ofreció al hombre el resto de sus monedas: «¡Me empalmo, amigo! ¡Me empalmo sin razón!»… El otro lo miró sin responder y contó las monedas murmurando «¡Gracias, Señor, gracias! – No tienes nada que agradecerme, dijo Maupassant. Si me empalmo soy yo quién te lo agradece a ti» Dio media vuelta y se fue de allí diciéndose que esa noche, todo lo que él
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podría encontrar sería a sí mismo. El simple hecho de tragar su saliva lo divertía. Había fracasado cuando salió del Folies-Bergière, pero la calle todavía estaba llena de prostitutas a la búsqueda de un cliente. Estaba en un estado de exaltación tan extraordinario que debió detenerse algunos instantes y obligarse a respirar lentamente, varias veces seguidas. La mayoría de las putas estaban sucias y cansadas. Tenían tras ellas toda una jornada de abrazos laboriosos, y tal lasitud se dejaba notar en sus rostros, a pesar de sus solícitas sonrisas, que él se preguntó si iba a continuar con su idea. Cuando encontró su respiración normal, se percató de que ya no trempaba. Dio algunos pasos, dispuesto a renunciar. Una mujer gorda y fea, exageradamente pintada, lo abordó pidiéndole cinco luises, y como él pasase a su lado sin responderle, ella le arrojó algunas pullas. Se conformó con encogerse de hombres. Acababa de ver, al otro lado de la calle, a una muchacha bajita, más joven, más lozana y atravesó rápidamente para evitar que no fuese abordada por otro. Pedía cinco luises también, para estar segura de obtener uno. Él le propuso diez para quedar toda la noche con ella. Ella dudó. «Yo nunca hago toda la noche», dijo. «¡Quince, entonces!» y como ella continuaba sin decir nada: «No quiero regresar a mi casa solo.» Ella reflexionó algunos segundos, luego aceptó. Vivía al fondo de un patio, en un inmueble de la calle Saulnier. Ella le hizo señales de entrar por una pequeña puerta y subieron una escalera de madera, estrecha y negra como un horno. Las paredes en las que él se apoyó para no tropezar, rezumaban humedad. Cuando llegaron al segundo piso, ella extrajo de su bolso una linterna de bujía e iluminó ante sí, para abrir una puerta. Entró y le dijo que esperase algunos instantes. Él quedó
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solo, mirando el patio a través de los cristales rotos de la ventana del rellano. Le parecía que ella murmuraba algo en el interior, pero no tuvo tiempo de estar seguro, pues regresó a buscarlo casi enseguida. Entró, desconfiando, temiendo el ataque de un proxeneta. Ella le hizo atravesar un pequeño pasillo que llevaba a una habitación. Él quedó de pie, alertado por un ruido que habría desenmascarado a otro ocupante, mientras ella encendía una lámpara de aceite. Pero allí no había nadie. El lugar era miserable: una jarra de agua y una palangana sobre una mesita, una pobre silla, un armario y una cama de dos plazas. La muchacha encendió una vela cerca de la cama, para tener más luz. La cama estaba sucia y hundida en el centro. Él se sentó en la silla. La muchacha comenzó a desnudarse dándole la espalda. Cuando estaba medio desnuda se volvió de pronto y se sorprendió: - ¿Y bien, que haces? ¡Ponte cómodo, gatito! ¡Por lo menos vas a tener que quitarte el sombrero! Él sonrió y arrojó su sombrero sobre la cama. Ella acabó de desvestirse frente a él y quedó de pie, esperando la continuación. Pero él permanecía estático, como estupefacto. - ¿Qué ocurre?, preguntó ella. ¿No te gusto? - ¿Pero tú eres.. tú no eres?... Buscó un nombre y lo encontró: - ¿No te llamas Mosca? Ella frunció las cejas mirándolo. - ¡Me llamaban así, sí…hace tiempo! - ¿No me reconoces? - Espera a ver… sabes, no memorizo bien los nombres… pero creo que te conozco, sí… Ella fue a meterse en la cama continuando mirándolo.
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- ¿Cuál es tu nombre?, preguntó. - Edouard, dijo él al azar - ¡Edouard, claro! ¡Sí te reconocí! Él estaba dividido entre la diversión por haberla engañado y la tristeza porque ella no lo había reconocido. - Anda, ven… dijo la muchacha. Tengo frío. Él comenzó a desnudarse lentamente. Acababa de quitar su pantalón cuando le pareció oír un ruido, muy cerca de él: un suspiro, seguido de un ligero movimiento. Se detuvo y miró la puerta. - No te preocupes, dijo la muchacha, aburrida. Es la vecina. Las paredes son tan delgadas… ¡son como el cartón! Se oye todo. Él dudó, luego acabó de meterse desnudo y la estrechó. Ella lo tomó en sus brazos: - ¡Caliéntame! E, inclinándose por encima de él, apagó la vela de un soplido. La habitación quedó únicamente iluminada por la lámpara situada sobre la mesa, al lado de la palangana. Ella tomó su sexo en la mano y comenzó a acariciarlo suavemente. Él cerró los ojos y trató de pensar en otra mujer, pero no lo consiguió. Se dijo que ella no lograría que tuviese una erección y tuvo ganas de salir de allí enseguida, pagándole. Pero ella parecía tomarse tantas molestias para hacerlo gozar que no tuvo valor y esperó. - ¿Estás enfermo?, preguntó, con un tono de esperanza en la voz. Él la agarró por los hombros, la estrechó contra él y la besó en la boca. Ella quiso apartarse, luego renunció y lo besó también. Enseguida sintió su miembro erecto. La hizo pivotar sobre la cama y la penetró. Ella trató de moverse a su ritmo, pero no estaban acompasados y él acabo por
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quedar inmóvil, dejando hacer a ella los movimientos a los que estaba acostumbrada. Eso duró tanto tiempo que él pensó que podría dormirse y gozar de ella durante su sueño. Era necesario encontrar otra idea. Él se volvió de nuevo y, acostándose sobre la espalda, la hizo sentar sobre él y continuar sus monótonos movimientos. Ella había cerrado los ojos y se había puesto a emitir jadeos, probablemente para darse valor o porque sus esfuerzos la agotaban. A contraluz, de la lámpara de aceite, ella le pareció bella. ¡Era la Mosca, sobre la que él había escrito el relato que a François tanto le gustaba! ¡La ranita que lloraba tanto por haber abortado! ¡Aquella que habían compartido los tres amigos para darle otro hijo! Ella abrió de pronto los ojos, y, sin dejar de moverse, lo miró con una mezcla de asombro y de reproche. «¿Por qué no disfrutas?», parecía decir. Él le sonrió, le agarró las nalgas a manos llenas y la apretó contra su sexo, obligándola a quedarse quieta. Permanecieron fundidos el uno al otro algunos instantes, luego él sintió que eyaculaba. Ella emitió un gemido de satisfacción y se abatió sobre él, agotada. Él le acarició los cabellos, mientras ella tomaba aliento. - Puede decirse que no eres rápido, dijo ella riendo. Cuando ella hubo recuperado su respiración normal, se levantó para buscar una pipa y la encendió: - ¿Te hace?, preguntó ella. Él hizo una señal afirmativa y ella volvió a acostarse junto a él. Fumaron un momento en silencio. Era un poco de opio, mezclado con tabaco. Él se sintió distendido y la habitación le pareció menos siniestra que a su llegada. Había hecho bien en quedarse. Dormiría con ella y tal vez volverían a hacer una o dos veces el amor de aquí a la mañana.
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- Edouard… murmuró la muchacha pensativamente. Evidentemente trataba de acordarse de él y no lo conseguía. Él iba a decirle la verdad, cuando de pronto se produjo un gran estrépito en la habitación. Saltó de la cama, asustado, preguntándose de donde había salido eso. La muchacha trató de tranquilizarlo: - ¡No es nada, cariño! ¡No es nada! ¡Te lo aseguro! Él tomó la lámpara de aceite y miró a su alrededor. No veía nada. Entonces tuvo la idea de ir hacia el armario y abrirlo. Encerrado en el interior, un pequeño chiquillo, pálido y tembloroso, estaba sentado al lado de una silla de paja, de donde acababa de caer. A la vista de Maupassant, desnudo ante él, con la lámpara en la mano, la criatura rompió a llorar. Salió del armario y corrió a arrojarse en brazos de la muchacha: - ¡No fue culpa mía, mamá! ¡No fue culpa mía! Me quedé dormido, por eso… La mujer lo estrechaba contra si y le acariciaba los cabellos para tranquilizarlo: - ¡No llores, mi Jeannnot! ¡No llores! Y dirigiéndose a Maupassant: - ¡Lógicamente! ¡Él duerme conmigo, cuando no tengo a nadie! ¡Pero tú, tu querías quedar toda la noche! ¡Quisiera verte allí! ¡Dormir toda la noche sobre una silla! La sorpresa había sido tan fuerte, que Maupassant se puso a temblar. Bajó los ojos y tomó rápidamente su pantalón, pero estaba incómodo al ponerlo de pie y debió sentarse un instante en la silla. No lograba desviar su mirada del niño que lloraba en los brazos de su madre. Sintió que se sus dientes castañeaban y su corazón latía demasiado rápido. Apretó la mandíbula con tal violencia que su rostro debió parecerles horroroso. Los vio acurrucarse todavía más
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estrechamente el uno contra el otro. Le hubiera gustado decirles que no tuviesen miedo, pero no logró emitir un solo sonido. Sus dientes castañeaban y se había puesto a llorar. Se llevó las manos a la cabeza y esperó. Cuando no sintió más que un gran vació en medio de su cuerpo, se levantó y acabó de vestirse. - Dime, ¿me pagarás la noche igualmente?, se preocupó la muchacha. Él registró su abrigo, contó quince luises y los dejó encima de la mesa, cerca de la lámpara. ¡Quince luises!, pensó encogiéndose de hombres. Extrajo su cartera y la vació completamente, antes de partir. - ¡Debes comprender!, dijo ella como excusándose. Atravesó el pasillo, y ella le gritó: - ¡Vuelve durante el día! En el exterior, la sensación de vacío que había comenzado a experimentar en la habitación se transformó en dolor. Se tocó el esternón, tratando de localizar las punzadas. ¡Probablemente el estómago! Sus mandíbulas le hacían daño y sentía una migraña que comenzaba. Subió el cuello de su abrigo y dirigió sus pasos hacia el bulevar, en la búsqueda de un coche. Entonces recordó que no tenía dinero, al haberle dejado todo a la mujer. La neuralgia comenzaba a extenderse. Cuando llegó al final de la calle Richelieu, ante la Comedia Francesa, su frente era un clamor. Comenzó a caer una lluvia muy fina. Atravesó el patio del Louvre y se puso a correr a lo largo del Sena, hacia el Alma. Cuanto más corría, más insoportable se hacía el dolor. «¡Éter!, pensó, ¡éter!»… Ya no oía los ruidos de la calle. Los inmuebles, los coches, los paseantes desfilaban ante él, a su lado, en su interior y él no tenía posibilidad de
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huida para lo que le estaba sobreviniendo, ¡ninguna salida, en absoluto! Su corazón latía cada vez más fuerte, como si hubiese escapado a su control y hubiese querido salir de su pecho. « ¡Qué explote! ¡Qué explote y todo habrá acabado!», se dijo. Continuó corriendo, perdiendo completamente la consciencia del objetivo de su carrera y del camino que debía seguir. Llegó empapado a la plaza del Alma. Sus piernas ya no lo soportaban. «¡Éter!, ¡éter!» Se arrastró hasta la calle Boccador, Se metió en la escalera, tropezó con los escalones y cayó dos veces antes de llegar al rellano. Ante su puerta, buscó en vano sus llaves, renunció e hizo sonar el timbre para que François le viniese a abrir. Entró como un loco en el apartamento y se precipitó hacia su escritorio. Cuando abrió la puerta, el otro estaba allí, esperándolo, sentado tranquilamente, escribiendo: era él mismo, en traje de seda, seco y sonriente. Él quedó parado en el umbral. El otro se echó a reír, pero ningún sonido salió de su boca. Era una risa muda, espantosa. Lo vio regresar a su escritura, como para burlarse. - ¡Voy a matarte! ¡Voy a matarte! - ¡Señor! ¡Señor! Era la voz de François a su espalda. Él se volvió: - ¡Pero mira! ¡Mira! ¡Ha vuelto! Había tomado a François por los hombros y lo zarandeaba. - ¡El revólver! ¡El revólver! ¡Rápido! François se dejaba sacudir sin reaccionar. Maupassant lo dejó y corrió hacia el espejo de la entrada. Se detuvo delante y trató de distinguir allí su imagen. El espejo estaba vacío. «¡Dios mío!», gimió llevando la mano a la frente.
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Sintió sus rodillas ceder bajo él y la alfombra aproximarse a su rostro con una velocidad de vértigo. Cuando se despertó, era de día. Estaba tumbado en su cama. Cazalis se encontraba a su cabecera y lo miraba con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora. Trató de levantarse, pero estaba demasiado débil y cayó sobre la almohada. Todo su cuerpo estaba empapado en sudor. - ¿Dónde está? ¿Donde está? Aunque había intentado articular las palabras con todas sus fuerzas, ningún sonido salía de su boca. Cazalis le pasó una mano sobre la frente y se volvió hacia François que esperaba tras él: - Mucha fiebre. Habrá cogido frío, bajo esta lluvia… Hay que dejarlo dormir. Los dos hombres salieron. Antes de que François cerrase la puerta sobre ellos, él pudo todavía oír a Cazalis murmurar: - Volveré esta noche. Impídale de cualquier modo que deje la cama. ¡Lo habían dejado solo! ¡Y el otro continuaba merodeando por el apartamento!... Quiso levantarse para prevenirles: ¡ese no era él!... ¡ese no era él! ¡Debían tener cuidado!... Volvió a caer una vez más, agotado. Sus ojos se cerraron y sintió que perdía la conciencia. Deliró tres días y tres noches. Eso fue al menos lo que le dijo François cuando una mañana abrió la ventana de su habitación. Cazalis había venido a verlo todos los días. No se podía hacer otra cosa que esperar que la fiebre remitiese, había declarado. Todas las noches, François le había
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aplicado ventosas. Maupassant advirtió que no recordaba nada. - ¿Vino alguien más?, preguntó. - Sí, dijo François. He anotado sus nombres, la lista está en su escritorio. Maupassant se sentó en su cama: - ¿Gisèle? - Sí. ¡Y también esa mujer… esa mujer!... ¡Pero le he prohibido la entrada! - ¿Y te ha abofeteado? - ¡Ah, eso no, Señor! Se calló, luego añadió: - Esta vez no se lo habría permitido. Maupassant sonrió preguntándose lo que François habría podido hacer para no «permitir»… La gata saltó de pronto sobre su cama y fue a frotarse contra su pecho. Él la tomó en sus brazos y la acarició. - ¿Ves?, dijo. Ya no estoy enfermo.
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- ¡Vamos, señores doctores, un poco de valor! Acabó de vestirse en el salón donde acababan de examinarlo. El contraste entre los dos médicos lo divertía: Cazalis, con una abundante cabellera, apenas canosa, estaba de pie, apoyado en la chimenea, mirando obstinadamente la alfombra. Grande y esbelto, llevaba alegremente su cincuentena. Déjerine, por el contrario, veinte años menor, acusaba su edad: casi calvo, con anteojos, grueso y la cintura marcada por la gordura, estaba sentado en una silla y cubría las fichas y los informes que le habían sido enviados. «¡Así que este es la celebridad médica a la que todo París quiere consultar!...» pensó Maupassant. Los dos médicos intercambiaron una mirada y Déjerine cerró la carpeta que contenía la documentación. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar en primer lugar. Se volvieron con un movimiento idéntico hacia Maupassant que esperaba el veredicto, sonriendo. - ¡Muestren sus cartas, caballeros, muestren sus cartas! Cazalis miró a Déjerine: - Pienso que no hay lugar para entablar una polémica entre nosotros… Déjerine esbozó una ligera sonrisa. Cazalis prosiguió: - … aunque eso sea visiblemente lo que excite la curiosidad de nuestro anfitrión y la razón por la que ha provocado esta confrontación imprevista, sin advertirme… - Yo soy el primer confundido, dijo Déjerine levantándose. Crea que yo no… - ¡Se lo ruego!, le cortó Cazalis con un gesto de la mano. Sé que usted no está aquí por nada. Yo además me
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siento feliz de tener la ocasión de conocerlo. He oído, desde hace mucho tiempo, alabar su trabajo… Nosotros no tardaríamos en encontrarnos algún día. El señor de Maupassant no ha hecho más que acortar ese plazo y yo se lo agradezco. - Yo también, afirmó Déjerine. ¡Yo también! «Ya se detestan, pensó Maupassant. Es buena señal para mí. ¡Me dirán toda la verdad!» Como ni el uno ni el otro se decidiesen a hablar, fue él quién hizo una señal a Déjerine: - ¡Me parece que debe usted hacer los honores, profesor! Después de todo, usted es el invitado. Déjerine abrió el expediente que tenía en las manos, se serenó, registró una vez más las fichas, lo cerró, luego de pronto se decidió. - El examen del aparato ocular me ha parecido particularmente interesante y completo. Tiene la ventaja de remontarse bastante atrás en el tiempo para que podamos intentar extraer algunas hipótesis. He observado, desde 1880, trastornos de acomodación del ojo derecho, luego una lesión de un ganglio paraocular… según mi punto de vista, más explícitamente un núcleo de células intracerebrales… A fínales de 1884, los nervios suborbitales se muestran sensibles a la presión, produciéndose dolor. A partir de 1888, la pupila derecha está en miosis, la izquierda en midriasis… Durante todo este periodo, y hoy más que nunca, el señor de Maupassant se queja de violentas neuralgias y trastornos oculares… Echó una rápida mirada a Maupassant, que no reaccionó. - Por supuesto es necesario tener en cuenta los demás elementos neurológicos de los que disponemos: en 1885 una
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insensibilidad pasajera del antebrazo y de la espalda… En 1887 y en 1891, dificultades momentáneas en la palabra y en la escritura… Luego, volviendo a consultar las fichas: - En cuanto a los síntomas neurovegetativos: desde 1880, trastornos gastro-intestinales… a partir de 1886 una insensibilidad anormal al frío… Se detuvo y se volvió de nuevo hacia Maupassant: - Observo también, entre los últimos informes derivados de los exámenes del doctor Glatz, que usted habría sido víctima de una crisis epileptiforme durante su estancia en su establecimiento, en Champel. Maupassant se contentó con sonreír: - ¡Ese querido Glatz! El silencio volvió a imponerse entre los tres hombres. Déjerine había cerrado el expediente y parecía vacilar en proseguir. Con un gesto de la mano, Cazalis lo invitó a continuar. - El elemento que me parece más revelador, habida cuenta de esas manifestaciones de los desarreglos de su organismo, es su alopecia total en 1877. Ahí veo el punto de partida de la enfermedad que habría atacado a su sistema nervioso. Maupassant se volvió hacia Cazalis, que continuaba callado. Déjerine los miró a ambos y suspiró, como para disculparse: - Por supuesto, hay mil causas posibles de la perdida del cabello, sobre todo pasajera, como fue su caso… y es muy delicado adelantar una hipótesis… máxime si ésta puede conllevar consecuencias… Se detuvo de nuevo. Probablemente esperaba de su colega la autorización para proseguir, pero Cazalis miraba
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ahora a la alfombra, a sus pies, sin manifestar ningún sentimiento. - ¡Su diagnóstico, por el amor de Dios!, exclamó de repente Maupassant. Déjerine carraspeó para aclararse la garganta. - Sífilis. Cazalis levantó los ojos. Maupassant se había vuelto hacia él y esperaba que se decidiese a hablar. Cazalis permanecía silencioso, apoyado en la chimenea, como si hubiese estado ausente de la estancia. Déjerine prosiguió: - Desde mi punto de vista, usted la habría contraído algunos meses… tal vez un año, antes de la caída de su cabello. - Es lo mismo que me ha dicho Glatz en Champel, constató Maupassant. Luego, volviéndose hacia Cazalis: - ¡Se lo había dicho, Cazalis! ¡Es la sífilis! ¡Lo ve! Cazalis afirmó con la cabeza: - ¿Realmente disfruta con esto? Maupassant se levantó. Reflexiono un momento, luego sonrió: - Me gustan las certezas. - ¡Oh! ¡Yo no pretendo en absoluto tener razón!, dijo Déjerine. - Usted es como los demás, un perfecto mentiroso, dijo Maupassant a Cazalis… Luego añadió: - ¡Yo lo quiero a usted bien! Y se echó a reír. Los dos médicos se miraron. - Esto no me parece cuestionar el tratamiento que yo le hecho seguir hasta hoy, dijo Cazalis. A menos que el profesor Déjerine tenga otra idea.
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- ¿Por qué todavía no estoy muerto?, preguntó Maupassant, sin dar a Déjerine tiempo para responder. - Es que usted goza de una constitución física fuera de lo común, dijo Déjerine. No sabemos demasiado sobre esta enfermedad. El hecho de que usted haya resistido desde hace quince años, si mi diagnóstico es correcto, induce a pensar que no ha logrado generalizarse en el conjunto de su sistema nervioso. No hay nada que diga que no pueda regresar. - ¿Y las alucinaciones? En dos ocasiones, estos últimos días, he visto a mi doble, como lo veo a usted… Déjerine y Cazalis intercambiaron una mirada. - Usted abusa del éter para combatir los dolores de sus neuralgias, dijo Cazalis. Esa es una explicación. - No tenía cerca el éter la otra noche. - ¡La fiebre!, dijo Cazalis. Usted contrajo una neumonía. Maupassant se volvió interrogativamente hacia Déjerine, que confirmó: - La fiebre, sí. Esa es también una explicación. Cazalis parecía aliviado. «¡Helos aquí haciendo frente común!», pensó Maupassant. Se serenó y los miró uno tras otro. Ambos sostuvieron su mirada. «¡Nada que hacer, se dijo, siempre serán los más fuertes!...» - ¿Su pronóstico?, preguntó a Déjerine. - Jamás hago pronósticos. - ¿Y usted, Cazalis? - Hay que apostar por su excepcional resistencia. Maupassant se volvió hacia Déjerine. - Esa es también mi opinión, dijo éste. Pero yo le aconsejaría huir de la atmósfera enervante de la capital… ¡Reposo, reposo, reposo! ¡También sol… Mucho sol!
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Maupassant se levantó y caminó a grandes zancadas por el salón, sin mirarlos. - ¡Huir! ¡Huir otra vez! ¿Para ir a dónde? De pronto se detuvo: - ¡El Bel-Ami!, dijo mirando a Cazalis. ¿Qué le parece? ¿Y si partiese en un crucero en el Bel-Ami? - Conozco bien su barco, respondió Cazalis. Lo encuentro muy bonito. Es un juguete encantador para un muchacho sano, pero no es un alojamiento para un hombre fatigado como usted… Si fuese dos veces más grande y más confortable, yo le diría: ¡vaya! Pero en esas condiciones, ¡no! Por el contrario, instálese algún tiempo en Cannes… puesto que está allí anclado. El clima es excelente en este periodo del año. Podrá usted hacer uso de su barco todos los días… ¡pero no viva en él! Y además la ciudad dispone de un establecimiento donde podrá continuar dándose sus duchas heladas. Sería perfecto. Maupassant se volvió hacia Déjerine. - A mí también me parece buena idea. - ¡Cannes!, suspiró Maupassant. Se serenó, divertido. - Encontraré allí al doctor Daremberg. Él ya atiende a mi madre en Niza, a mi padre en Sainte-Maxime… Conmigo en Cannes, ¡tendrá a toda la familia! Por primera vez, Cazalis y Déjerine sonrieron. «¡Helos aquí desembarazándose de mí!, pensó. ¡Eso es lo que les concede ahora ese aire de tanta autocomplacencia!» Al día siguiente, Maupassant escribió a su madre para pedirle que le encontrase una casa de alquiler en Cannes para algunos meses. En los días que siguieron, arregló sus asuntos financieros con sus editores y preparó las maletas.
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La respuesta de su madre no se hizo esperar. Había apalabrado un bonito chalet protegido de los vientos. Desde la ventana de su habitación, podría ver el mar y el cabo del Esterel. Disfrutaría allí de un jardín bastante amplio y de una absoluta tranquilidad. Su única vecindad sería la de la señora Littré, la viuda del célebre lingüista: «Será el silencio al que tanto aspiras, ella ni siquiera toca el piano.» - Decididamente, no me desprenderé nunca de la literatura, bromeó Maupassant. Dos días después de esta respuesta, François ordenó a un coche que los trasladara a la estación. Llevaron la gata con ellos. Antes de partir, Maupassant dio sus consignas a la portera, advirtiéndole de que estaría ausente para el Día de Año Nuevo. No avisó a nadie más de su partida, ni siquiera a Gisèle.
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La gata estaba encerrada en su cesto. Dormía. François había alquilado una plaza especialmente para ella, para que estuviese siempre cerca de ellos. De vez en cuando, Maupassant deslizaba sus dedos a través de los barrotes de mimbre y la acariciaba. En el compartimiento donde estaban instalados, una pareja sentada frente a ellos no cesaba de mirarlo. Cuando sorprendía sus miradas, el hombre y la mujer desviaban la cabeza, pero percibía que volvían a fijarse en él cuando ya no los miraba. Irritado, se inclinó hacia François y le susurró al oído: «¡Es por culpa del aguafuerte que ha publicado ese imbécil de Charpentier! Se están diciendo que me parezco a alguien que conocen, pero no logran poner nombre a mi rostro… ¡Vas a ver como antes de llegar a Orleáns, van a pedirme que les firme un autógrafo! ¡Es imprescindible conseguir la destrucción de todos los ejemplares de esa edición! ¡Si no lo conseguimos, la vida se va a convertir en un infierno! Se echarán sobre nosotros en la calle.» Pero llegaron a Orleáns y continuaron su viaje sin que la pareja les hubiese pedido nada. En la estación de Lyon, aprovechando una larga parada del tren, descendieron al andén para desentumecer las piernas. François intentó adquirir otras plazas, pero todos los vagones estaban completos. Maupassant se encolerizó y le reprochó no haber 227
comprado billetes en un coche-cama. Encontraba insensato verse obligado a soportar, en su estado, esas miradas interminables posadas sobre él, ¡como si fuese una bestia curiosa! ¡Si el hombre y la mujer todavía estuviesen cuando él volviera a subir al vagón y continuaban mirándolo de ese modo, era capaz de arrojarlos por la ventana! La mujer en primer lugar y su marido detrás! François se encogió de hombros: fue él, Maupassant, quién había insistido en tomar ese tren abarrotado para abandonar París más rápidamente. ¡ ¡Él se lo había advertido! ¡Les habría bastado esperar cuatro días más y habrían podido disponer de todos los coche-cama de la Compañía, si hubiesen querido! - ¡Ah, cállate!, gritó Maupassant agarrándole del brazo y apretándoselo tan fuerte que François emitió un gemido. Sintió que estaba a punto de perder el control. - ¡Cállate! ¡Cállate!, repitió con los dientes apretados. ¡No soporto cuando te pones respondón! Por primera vez, desde que vivían juntos, tuvo la impresión de que François lo miraba con un brillo de odio en el fondo de sus ojos. Quedó tan sorprendido que lo dejó y retrocedió un paso para ver mejor, pero el rostro de François no le pareció reflejar más que una sorpresa ligeramente indignada. Simplemente frotaba su brazo dolorido. Maupassant suspiró y llevó la mano a su frente: - ¿No ves que ya no puedo más? François no respondió. Maupassant se puso a temblar. Se vio obligado a articular lentamente: - Te digo que si todavía están allí los dos, cuando subamos a nuestras plazas, los tiraré uno tras otro, por la ventana… - Sí, señor. - El hombre primero, tal vez, por galantería…
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- Si usted quiere. - ¡Y la mujer inmediatamente después! - Bien, Señor. - ¡Y yo detrás de ellos, para acabar! François seguía frotando su brazo. - ¡Y no me mires como si no quisieras contrariar a un loco! - Bien, Señor. - ¿Me entiendes? - Sí, Señor. Sintió que temblaba cada vez más. No pudo impedir gritar: - ¡Sí, Señor! ¡Bien, Señor! ¡Sí, Señor!... ¿Es necesario que siempre repliques? ¿Qué tengas la última palabra? ¡Es insoportable! ¡Tú no comprendes lo insoportable que es! François no respondió. Su rostro permanecía sin expresión. Continuaba frotando su brazo. - ¡Pero para de una vez!, dijo Maupassant. ¡Vas a quedarte sin manga! Y como François no se detuviese: - ¿Te he hecho daño? - Sí, Señor. - ¿Mucho daño? - Sí, Señor. - ¡Dios mío!, rugió Maupassant. ¡No te burles de mí! Para ya con tus «Sí, Señor»! Luego, bajando la voz: - Y para de frotar tu manga! ¡Basta! ¡Basta!... ¡o te mato! Creyó percibir una luz irónica en la mirada de François. Ya no podía más. Lo agarró por el brazo y acercó
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su rostro muy cerca del de François, pero sus ojos se nublaron. Cerró los párpados y murmuró: - ¿Crees tal vez que me eres indispensable?... Sí, es eso… ¡crees haberte convertido en indispensable! - ¡Me está haciendo daño, Señor!, dijo simplemente François soltándose. Maupassant volvió a abrir los ojos. Su visitón continuaba estando borrosa. Dio media vuelta bruscamente y fue a sentarse en un banco, frente al tren. François quedó solo un momento, luego fue a instalarse cerca de él. - ¿No sientes como una bruma alrededor de nosotros?, le preguntó Maupassant. - Hay mucho polvo. La agitación de la estación había cesado. La mayoría de los viajeros que esperaban se habían dirigido hacia el buffet y los porteadores ya habían bajado los equipajes de aquellos que descendían en Lyon. La locomotora silbó de repente arrojando un chorro de vapor. Ellos volvieron la cabeza en su dirección. Allá, en el extremo del anden, unos mecánicos se afanaban alrededor de ella verificando el estado de las ruedas y renovando su cargamento de carbón y agua. - Yo no veo nada, dijo Maupassant. - Es esta polvareda, Señor. Haría usted mejor subiendo al tren. Maupassant se levantó del banco y lo miró. - Pues bien,¡ lo eres! Puedes estar contento, ¡lo eres! - ¿Qué, Señor? - ¡Indispensable! Le dio la espalda y se alejó hacia el tren. En el momento en el que llegaba cerca de la puerta de su vagón, se detuvo y le gritó:
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- Tengo hambre. ¿Tú no? ¿Y si fueras a buscarnos algo que comer? Subió algunos escalones de madera, luego se volvió: - ¿Tendrán huevos duros? François se había levantado del banco. Maupassant le sonrió: - ¡Para el té!... continuó. Hizo un gesto de indiferencia y se introdujo en el vagón. Cuando se instaló en su plaza, encontró a la pareja sentada frente a él. Cruzó su mirada con la de la mujer, luego con la del hombre. ¡Iba a ser necesario que cumpliese sus amenazas! La niebla que tenía ante los ojos no se disipaba. La luz se le hacía insoportable. Pensó que seguramente tenía las pupilas dilatadas. Buscó sus gafas de sol, en el bolsillo de su traje y las puso. - Discúlpeme, Señor… Alzó la cabeza. La mujer se había inclinado hacia delante y lo miraba, vacilante: - Perdóneme la indiscreción… pero no es usted el escritor… No se atrevía a continuar. Él frunció el ceño. «¡Ya empezamos!», pensó. - ¿No es usted el señor… el señor Paul Bourget? Él tuvo un momento de estupor, luego rompió a reír: - ¡Exactamente, Señora!, respondió, cuando se hubo calmado… Y este animal que usted ven en esta cesta, a mi lado, es un puro terrier irlandés. La mujer retrocedió, ofendida.
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- Incluso puedo darle un autógrafo, si lo desea… Paul Bourget es un amigo. ¡Seguramente no verá ningún inconveniente en que yo lo firme en su lugar! La mujer se encogió de hombros y miró a su marido. El hombre parecía dudar en intervenir. La hilaridad de Maupassant le hizo renunciar. Tomó dos periódicos, entregó uno a su mujer, tomó el otro para él y ambos se enfrascaron en su lectura. François regresó algunos minutos más tarde. No había logrado encontrar los huevos solicitados, pero consiguió jamón, pan y una botella de agua fresca. Maupassant ofreció a sus vecinos compartir su comida. Ellos rehusaron con un movimiento de cabeza, sin decir ni una palabra. Comió con muy buen apetito, a pesar del velo que todavía tenía ante sus ojos. Aún reía interiormente del despiste de la mujer. Junto a su marido, se había encerrado en el mutismo más absoluto. Ni el uno ni el otro lo miraban, ni le dirigieron la palabra hasta Valence, donde descendieron. Entonces, François y él, tuvieron el compartimiento para ellos solos, hasta su llegada a Niza. Eran las diez de la mañana y casi no habían dormido, pero el tiempo era espléndido, y sus ojos, como por encantamiento, habían encontrado su agudeza. Alquilaron un cupé para bordear la costa hasta Cannes. Desde que observó el mar, sintió una bocanada de placer invadirle y se volvió hacia François: - ¡El mar! ¡Es el mar! ¡Nunca me he sentido mejor! ¡Estaba seguro! ¡Soy un hombre de agua, comprendes! ¡Voy a curarme aquí! ¡Es el mar, François! ¡El mar! Su primera visita fue al puerto, donde estaba anclado el Bel-Ami. Sus dos marineros, Raymond y Bernard,
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advertidos algunos días antes de su llegada mediante una carta de François, lo esperaban sobre el puente. Rompieron a sollozar cuando lo vieron bajar del cupé y avanzar hacia ellos. - ¿Qué os sucede?, se sorprendió Maupassant. ¿Tanto he cambiado? - ¡Ah, Señor!, balbució Bernard… es… es… ¡la emoción! ¡Volver a verlo, después de tanto tiempo! - ¡La emoción… sí!... ¡La emoción!, farfulló Maupassant. ¡Di más bien que no me reconocías! Caminó por el puente del tres mástiles, lustroso en su honor. Habría podido hacer la inspección de los cobres con guantes blancos de lo que brillaban al sol. Se volvió hacia ellos y les sonrío: - ¡Se podría jurar que acaba de salir del astillero! Reflexionó y añadió: - ¡Mañana temprano iremos a la isla Santa Margarita! Regresaron al chalet que su madre le había conseguido, llevando con ellos a Raymond que, también soltero, había aceptado dormir en la casa y ocuparse del jardín, durante el tiempo que Maupassant permaneciese allí. La casa cumplía completamente sus expectativas. Sin vecinos próximos, calma total, un buen abrigo del viento y una vista espléndida, desde la ventana de su habitación, en el primer piso, del mar, el cabo Esterel y el faro. En el centro del jardín, su madre había hecho plantar por Raymond un parterre de claveles rojos, la víspera de su llegada. La flores formaban un agradable ovalo de vivo color en medio de los laureles y las mimosas. Quedó un momento contemplándolas, mientras François abría los
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equipajes y alineaba sus trajes en un armario, luego retrocedió de repente y fue a sentarse al pie de la cama. - ¿Algo no va bien, Señor?, se inquietó François. - No, no… murmuró… Simplemente cierra esa ventana. ¡Es demasiado bonito!
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Al día siguiente, tras haber dado un paseo temprano en el Bel-Ami hasta Santa Margarita, se dirigió a casa de su madre, en Niza, para almorzar. Pidió a François que fuera con él para preparar su comida. «No es que su cocinera no conozca bien su oficio, le dijo, pero me he acostumbrado demasiado a ti y tu eres en realidad el único en saber lo que me conviene ». Laure de Maupassant no había cambiado desde su última visita: con sesenta y dos años, todavía ostentaba esa autoridad y ese porte que, desde la primera mirada, hacía de ella la jefa, encontrase donde se encontrase. Por el contrario observó a su cuñada Marie-Thérèse más triste y más apagada que en primavera. No escuchaba más que distraídamente lo que se le decía, acabando raramente las frases que comenzaba y aislándose frecuentemente en un silencio sonriente que le preocupó. Solamente algunos pequeños gestos que enseguida reprimía después de haberlos esbozado, dejaban percibir que otra mujer estaba encerrada en ella, que había decidido no dejarla vivir. Él pensaba que soportaba mal su viudedad y ese aislamiento. Tendría que hablar con su madre cuando estuvieran a solas… Había traído a su sobrina Simone unos libros de imágenes, un bilboquet y unas marionetas. La pequeña lo
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festejó y él quedó sorprendido de hasta que punto la niña se parecía a Hervé. ¡Afortunadamente estaba allí, con sus balbuceos, sus risas y sus exigencias infantiles para animar la casa! Esos eran los únicos acontecimientos que parecían poder sacar a Maríe-Thérèse de su depresión y volver a darle conciencia de su propia existencia. Pero Simone no tenía más que cuatro años. ¿Qué sería de ella cuando creciese? Maupassant se preguntó si una niña educada solamente por su madre y su abuela podría permanecer sendo niña mucho tiempo. «¡Estoy dramatizando», pensó. Hizo un esfuerzo para no dejar que sospechasen sus preocupaciones. No había ido hasta Niza para arrastrarlas con él a la pendiente de su pesimismo. Durante el almuerzo, la conversación giró en torno a los últimos chismes de la capital. Su madre le hacía preguntas sobre los ecos de sociedad que había leído en los periódicos. Él tomó conciencia de que no sabía nada de nadie. La conversación fue decayendo poco apoco. Inmediatamente después de los postres, Marie-Thérèse llevó a la pequeña Simone a su habitación, para que durmiese una siesta y él quedó solo con Laure. Como ella le pedía que le confirmase la verdad de una anécdota que publicara Le Figaro sobre un joven escritor del que se hablaba mucho en los salones parisinos, él estalló de pronto: - ¡No sé nada! ¡Esos imbéciles cuentan no importa qué! ¡Desde que he llegado a Cannes, mi repulsa por la sociedad todavía ha aumentado más! ¡Todos esos cacareos de salón! Se arrepintió de haber utilizado ese tono tan violento. El silencio cayó entre ambos, luego continuó:
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- Un hombre libre debe huir absolutamente de las relaciones mundanas. La estupidez es tan contagiosa… Se adquiere nada más que frecuentando a sus semejantes. Bajó los ojos. - Perdóname, añadió. Laure le ofreció un cigarrillo, mientras que François les servía café. Fumaron un momento sin hablar. - ¡No solamente se contagia la estupidez!, dijo Laure. Deberías también ponerte un poco al abrigo de las putas. Él levantó la cabeza, sorprendido: - ¡Qué quieres!, dijo. Soy un hombre sensual. Es mi temperamento. Después de todo, ¡fuiste tú quién me hizo! - Esta luz me molesta, dijo Laure. Se levantó de la mesa y fue a cerrar una cortina ante la ventana que daba al jardín. - Tú no eres sensual, tú eres carnal, dijo ella. Se volvió hacia él y arrojó una bocanada de humo de su cigarrillo. En la semi penumbra que había creado al fondo del comedor, él distinguía mal los rasgos de su rostro. - Siempre has tomado a las mujeres como el que compra una costilleta en el mostrador del carnicero. ¡Eso debe ser de un monótono! Estoy segura que has hecho el amor de igual modo que un ministro firma las carta de sus directores generales, sin ni siquiera leerlas… Él esbozó una sonrisa y afirmó con la cabeza sin responder. Ella volvió a sentarse en la mesa, enfrente de el. Se miraron como dos viejos cómplices, esperando saber cual de los dos desviaría primero la mirada. Fue ella quién continúo: - Siempre me estoy preguntando como puedes pensar tan mal de las mujeres en la vida y hablar tan bien de ellas cuando escribes…
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Él aplastó su cigarrillo. - Eso se llama objetividad, dijo él. Flaubert ya debió decírtelo. Yo me conformo con describir. No hablo ni bien ni mal. Simplemente escribo. Volvió a caer el silencio. Él habría querido poder dormirse de pronto, sentado en esa mesa, enfrente de ella. Tal vez entonces, en su sueño, se hubiese convertido en un hombre nuevo. Cerró los ojos y concentró su atención en ese deseo, como una oración. Sintió anudarse todos los músculos de su nuca. «Así es como he rezado otras veces, pero en la época en la que nada deseaba. Será necesario que vaya un día a una iglesia, para ver…» Oyó a su madre toser frente a él. Abrió los ojos y le sonrió. Ella continuaba mirándolo. Acababa de encender otro cigarrillo. De pronto él tuvo ganas de levantarse y de bailar con ella, estrechándola contra él. - ¿Qué haces Guy?, preguntó ella con voz dulce. - ¿Qué hago?, se sorprendió él. ¿Qué quieres decir? Con un movimiento de mentón ella le señaló el vaso que tenía en sus manos. Estaba a punto de limpiar el pie con su servilleta. Dejó el vaso y arrojó la servilleta a su lado. Era cierto: ¡él borraba sus huellas! Se levantó de la mesa sin responder y fue hasta la ventana, para entreabrir las cortinas. - ¡Mis ojos!, gritó su madre. Él detuvo su gesto. - Tus ojos… ¡es cierto! ¡Y los míos! Se volvió hacia ella y se miraron un momento. - ¿Trabajas en tu novela? - Estoy estancado. Volvió a sentarse en la mesa. - De hecho, no he escrito nada desde hace semanas.
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Ella aplastó su cigarrillo y no volvió a tomar otro: - Todavía tienes problemas con los finales, ¿verdad? Es tu debilidad… He vuelto a leer Fuerte como la muerte la otra tarde. Decididamente… Suspiró. En el piso superior, la pequeña Simona se puso a toser. Él escuchó, luego oyó que llamaba a su madre. Marie-Thérèse le habló un momento. Él no lograba distinguir lo que le decía, pero la niña dejó de toser. Ante él, sobre la mesa, el desorden de las migajas de pan le pareció insoportable. Intentó contarlas, luego renunció. Volvió a tomar su servilleta, se limpió las manos y dijo: - ¡No te gusta el final de Fuerte como la muerte! Pero, en fin, mamá. ¡El accidente, fue imprevisible! Laure se levantó nerviosamente. Parecía llena de pasión. - ¡Sí, precisamente! ¡Precisamente! Eso es lo que no me gusta! ¡No creo en lo imprevisible! Se puso a caminar a grandes zancadas, tomando otro cigarrillo, luego se sentó en un sofá, cerca de una mesa baja y continúo fumando sin mirarlo. Él se levantó a su vez. - ¡Pero es el azar!, dijo él. ¡La fatalidad! ¡En fin, veamos, mamá! ¡Cómo puedes decir eso! Ese es todo el sentido de mi libro… Y como ella continuase callada: - ¡Además, te recuerdo que es mi mayor éxito de ventas en librería! Ella prorrumpió en carcajadas: - ¡Y es a mi a quién dices eso! ¡Que importancia!... No cuenta más que el arte… Al arte no le gusta el azar. Flaubert también te lo habría dicho. Él buscó algo que responder. Intento recordar con precisión el final de Fuerte como la muerte. Hubiese
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querido tener la sensación de la misma jornada en la que él había escrito ese final. ¿Era de día o de noche? ¿Cuánta luz? ¿Cómo estaba vestido? Se dio cuenta que no recordaba nada. Otra vez más, se encontraba frente al libro de otro. El que había escrito aquello ya no existía desde hacía tiempo. ¡He aquí la catástrofe!, pensó. Nadie sabe que yo soy, ni siquiera yo. Era absolutamente necesario en ese mismo momento mantener la compostura. Se aclaró la garganta y quitó el polvo de las solapas de su chaqueta. - No tengo problemas de final con El Angelus. No estoy más que en el principio. - Tu mejor libro, es Pierre y Jean. Él sonrío viéndola tan segura de si mima. Por encima de ellos, Marie-Thérèse se había puesto a canturrear, sin duda para dormir a la niña. Él trató de adivinar de que canción se trataba, pero la voz de Marie-Thérèse se detuvo antes de que él hubiese podido distinguir con claridad la melodía. - Tal vez tangas razón, le dijo él, aproximándose. De todos modos, nada de lo que he escrito me pertenece ya. Él miró un libro que estaba sobre la mesa baja, ante ella. - ¿Qué estás leyendo? Lo tomó y lo abrió. - ¡Ah! Shakespeare… Era una edición en inglés. - Mis gustos no han cambiado demasiado, ya sabes… dijo Laure. Él pasó las hojas y se detuvo en una página señalada con un marcador. Era Macbeth. Se puso a leer en voz alta: - What is it the does now? Look how she rubs her hands.
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Ella continuo de memoria: - You here’s a spot… Out, damned spot! Out, I say… Vaciló, luego omitiendo con un revés de la mano algunos versos que ella había olvidado, continuó: - Here’s the smell of the blond still. All the perfumes of Arabia will not sweeten this little hand… Se detuvo. Él cerró el libro y se tradujo a si mismo en voz baja el último verso que ella acababa de recitar: «Todos los perfumes de Arabia no purificarían esta pequeña mano…» Él sonrió: - ¿Recuerdas cuando decías que te gustaba más leerme esto que mi catecismo? - Reconoce que este es un libro mejor para aprender la vida… el sufrimiento… el placer…, en definitiva ¡la vida! Era de noche. Él había robado la llave de la bodega del colegio en la habitación del intendente que dormía profundamente. Los demás lo esperaban en la cocina, descalzos, en pijama. Había tomado sus precauciones, una bujía en la mano y todos habían bajado sin hacer ruido por la escalera abovedada. Cuando la puerta se abrió, pudieron ver las filas de botellas y barriles alineados. Él dejó la bujía encima de un taburete, luego fue hacia la primera villa e hizo fluir el vino. El liquido discurría por su rostro, inundando su frente y sus mejillas… Pasó sus manos por sus cabellos empapados de vino, luego los secó con su camisa y retrocedió riendo: - Todos los perfumes de Arabia no purificarían esta pequeña mano!, exclamó. No podía parar de reírse. Bajo el barril, otro adolescente lo había sucedido. Pronto el vino circuló por
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todos lados. Eran unos quince muchachos que reían y que bailaban. No se les descubrió más que al alba, absolutamente borrachos, tumbados en el suelo en medio del vino que todavía fluía. Por la tarde, fue convocado como cabecilla en el despacho del Superior. Pero había otra cosa que reprocharle. De pie, en la gran estancia austera, vestido de colegial, él había debido escuchar al hombre leer en voz alta un poema que había escrito la víspera en la sesión de estudio y que le habían confiscado. Aunque no consiguiese recordar las últimas novelas que había escrito, todavía habría podido hoy recitar de memoria los versos en cuestión: Me dijo susurrando: «¡Oh! ¡Qué placer me das» Pero yo sentí de pronto sus dos brazos asirme: Apretó tanto mis riñones con todas sus fuerzas, Un gran fuego de felicidad nos fundió hasta los huesos. Ella gritaba «¡Ya, ya!» y de espaldas Cayó
Elle me dit tout bas: «Oh! Tu me fais plaisir!» Mais je sentis soudain ses deux braz me saisir: Elle serra mes reins autant q’elle était forte, Un grand feu de bonheur nous tordit jusq’aux os. Elle criait «Assez, assez!» et sur le dos Elle tomba…
- ¡Es obsceno!, gritó el Superior arrojando la hoja del cuaderno sobre su escritorio y levantado sus gafas para mirarlo. - No, replicó él… ¡Es una elegía! - ¡Es obsceno!, repitió el Superior… Él no bajó los ojos. Con voz más pausada, el hombre en sotana continuó: - No lo entiendo…Tenía usted sin embargo un expediente…
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Pasó las hojas y leyó al azar: - Conducta: regular… Trabajo: asiduo… Carácter: bueno y dócil… Luego, mirándolo de nuevo con aire severo al que son aficionados tanto los hombres de disciplina: - ¡Y lo encontramos completamente borracho en la bodega! ¡Es incomprensible! ¿Qué es lo que tiene que responder? - Nada, padre. El hombre en sotana esperó un momento una explicación más convincente, luego como no se producía: - ¿Tiene usted alguna queja de nuestra institución? La respuesta no se hizo esperar, mordaz: - ¡Apesta a oración, como el pescado en el mercado! El Superior se levantó bruscamente de detrás de su escritorio. Quedó un momento inmóvil, con los ojos fijos en los de Maupassant. - ¡Muy bien!, acabó por decir. Pediré a su madre que venga a buscarlo mañana a primera hora. Si no se disculpa públicamente será expulsado del Colegio… Y, volviéndose hacia uno de los curas que esperaban su decisión: - El hermano Jean lo acompañara al dormitorio. Maupassant dio media vuelta y salió sin despedirse. Al día siguiente, convocada por el Superior, Laure había venido. Se le hizo leer los versos de su hijo, que ella había encontrado hermosamente construidos. Había dicho que consideraba saludable esa escapada de una noche en la borrachera: ¿cómo si no, jóvenes adolescentes podrían aprender de otro modo, que no fuese con la experiencia, los efectos del vino? En cuanto a la opinión que se ponía tener sobre los olores que desprendían la santidad, ella dudó un
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momento y declaro que un poco de limpieza y de jabón no debería perjudicar en nada a los ardores de la oración. Guy fue expulsado de Yvetot, prosiguiendo sus estudios en el Instituto Corneille, en Rouen. Dejó la obra de Shakespeare sobre la mesa baja, ante ella. - El placer… la vida… jamás he sabido, en el fondo… No fue Shakesperare quién me las habría enseñado. Él le sonrió. Luego como ella se callase: - He escrito. Jamás he vivido. Ella se encogió ligeramente de hombros y se levantó. Estaban muy cerca el uno del otro. - ¿Vivir?, murmuró ella… El problema es saber si es realmente interesante… realmente importante… Se calló un instante, luego añadió: - Incluso, realmente indispensable… Sus rostros casi se tocaban. Él tuvo ganas de tomarla en sus brazos y de estrecharla contra él, pero ella se apartó ahogando una risa. La miró caminar hasta un velador y tomar otro cigarrillo. Lo encendió, dándole la espalda. Él supo en ese instante que le debía todo, tanto lo bueno como lo malo. Y aunque hoy sobresalía lo malo, era todavía a ella a quien le debía… De hecho, él habría simplemente debido matarla allí mismo: ella había dicho todo. Se volvió y lo observó ampliamente. - Te encuentro delgado. ¿Cazalis no te da nada? - ¡Claro que sí! Sigo un régimen. Lo has podido comprobar antes, en el almuerzo. Debo comer huevos. ¡Muchos huevos! - Huevos, murmuró ella. Ella se volvió a sentar.
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- También debo tomar cada día duchas heladas. Descansar. Tener calor… Se percató de que ella no le escuchaba. Quedaron un momento silenciosos. Ella le dijo de repente: - ¿Qué piensas de Marie-Thérèse? Él dudó: - La he encontrado peor que en primavera. Está a punto de morir de soledad. Pensó que había exagerado su juicio, pero Laure no reaccionó. - No sé que hacer, dijo en voz baja… Yo no puedo traerle un hombre aquí, para reemplazar a tu hermano… Él reflexionó: - ¿Un viaje?, propuso. Y añadió: - Un viaje sin ti, por supuesto. - Ya había comprendido, dijo ella. ¿Pero a dónde? - ¿Por qué no a París? Mi apartamento está vacío. Ella podría instalarse allí, mientras yo esté aquí. - ¿En París? Pero ella no conoce allí a nadie. Estaría todavía más sola que conmigo. - Yo avisaría a algunos amigos. Ellos la entretendrían. Laure dudaba. - Le hablaré yo, dijo él. No te preocupes. Luego, como ella no respondiese nada: - ¿Tienes suficiente dinero? - El que nos has enviado hace dos meses nos basta. No gastamos casi nada. - Hay que gastar, dijo él. He saldado mis cuentas con mis editores, antes de partir. Todavía soy bastante rico, ¿sabes?...
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Ella pareció defenderse con un movimiento de irritación: - Ya me hablaras de ello la próxima vez. - Si tú quieres, dijo él. Intuyó que ella tenía necesidad de que la dejase sola. Pretextó ir a escribir el correo. Ella no lo retuvo. François fue a buscar un coche y ambos regresaron al chalet. La jornada todavía no estaba demasiado avanzada. Se tumbó hasta la hora de cenar en un diván, en el jardín, aprovechando los últimos rayos del sol. El final del otoño prometía ser esplendido. Tenía la cabeza completamente vacía y se encontraba muy bien así.
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La segunda noche fue horrible. La temperatura descendió vertiginosamente desde las diez de la noche, y su habitación estaba helada. Tomó la precaución de envolverse en unas mantas y pedir a François que encendiese el fuego de la chimenea, no pudiendo dormirse más que al alba. Se levantó a las nueve de la mañana, agotado, y debió beber dos teteras llenas antes de dar uso a su cuerpo de forma satisfactoria. La frialdad de su dormitorio se debía a que no había más que un desván encima de éste. Con Raymond y François, se dirigió a una serrería mecánica, caminando por la orilla del río que procedía de Cannet. Allí compraron serrín y esparcieron una capa de cincuenta centímetros sobre el suelo del desván. Esta precaución, unida al abrazo de un fuego regular en la chimenea, le pareció suficiente para mantener su habitación a una temperatura idónea. Por la tarde, visitó al doctor Daremberg que se había instalado en Cannes. Le entregó una copia de su expediente médico y ambos convinieron que proseguiría su tratamiento de duchas en el establecimiento termal de la ciudad. Una sesión por día, pero ni hablar, nunca más, de la presión de Charcot. Daremberg, que ya era el médico de cabecera de su madre y de su padre, era un viejo conocido de Maupassant. Era un hombre en la cincuentena, corpulento y jovial que, aunque prohibía formalmente la botella a sus pacientes, no
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la desdeñaba para sí. Bebieron juntos en su despacho algunos vasos de un aguardiente añejo que reservaba para sus fieles amigos. «Ves como la vida está mal hecha, suspiró Daremberg al segundo vaso: ¡el alcohol es malo para todo!... - Hay sin embargo quien dice que conserva», respondió Maupassant. Daremberg reflexionó un instante y afirmó con la cabeza tristemente: «¡Precisamente! ¡Precisamente!», concluyó volviéndose a servir. Poco antes de la cena, cuando acababa de extraer de su cartera el manuscrito de El Angelus para trabajar en él, sintió que su ojo derecho comenzaba a dolerle. Se aproximó al espejo encima de la chimenea donde las llamas crepitaban, y se miró un momento, luego decidió inhalar un poco de éter para evitar que la migraña no lo atacase. La droga lo alivió casi de inmediato. Se sentó en el sofá con el frasco abierto en la mano y continuó respirando. Tenía veinte años, tenía treinta años, no tenía más edad. Ya no estaba sentado en ese sofá, sino de pie, vestido de frac, y la habitación se había convertido en un comedor inmenso, en medio del cual, una mesa redonda estaba puesta para cenar. De pronto oyó risas provenientes del exterior, luego una puerta se abrió de par en par. Eran su madre Laure y su padre, abrazados como dos viejos cómplices, acompañados de su hermano Hervé. ¿Pero qué edad tendría por aquel entonces Hervé? No tuvo tiempo de encontrar una respuesta a la pregunta; en el umbral de un ventanal, los músicos de una pequeña orquestas afinaban ya sus instrumentos. - ¡Mamá, qué feliz soy!, dijo besándola. ¡Hervé! ¡Papá! ¡Qué alegría veros juntos a los tres!
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Laure y Hervé se alejaban ya hacia la orquesta, para pedir una canción a los músicos. A él le hubiese gustado seguirles, pero su padre lo había tomado por el brazo. - ¡Dime, grandullón! Sé que te va bastante bien en este momento… Me molesta un poco preguntarte esto, pero… Dudaba en continuar. Maupassant echó una ojeada hacia la orquesta que ejecutaba una melodía de Schubert: «La misma que en Champel, la noche de mi llegada», pensó. Su padre insistió: - … Resulta que me podrías prestar un poco… sabes que tu madre no me da nada… es necesario sin embargo aunque… - Por supuesto, papá, por supuesto… Sonrió a su padre y buscó en su bolsillo. «Le he dado todo mi dinero a esa puta», pensó de repente. ¡No! Todavía tenía un fajo de billetes… ¿Cómo no lo había encontrado? ¡Al menos habría podido tomar un coche y evitar aquel trayecto bajo la lluvia! Deslizó los billetes en la mano de su padre, que se apresuró a esconderlos en un bolsillo de su pantalón echándole una mirada cómplice. - ¿Es bonita, al menos? Su padre le guiñó el ojo. - Una rubita, todo un temperamento… Eso se convierte cada vez más difícil a mi edad… puedo decírtelo, entre hombres. «Entre hombres», ¡qué horror! Él le dio la espalda de inmediato y se dirigió hacia la mesa, donde Laure y Hervé ya se habían sentado y lo esperaban. - ¿Has pensado en invitar a Dios?, preguntó Laure. Él reflexionó: - Por supuesto… Extrajo su reloj del chaleco y miró la hora:
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- Se retrasa. - Como siempre, suspiró Laure. La puerta se abrió de par en par sobre François, vestido de librea. «¿Quién llega?» se preguntó Maupassant. François anunció: - ¡El Señor Gustave Flaubert! Flaubert entró, completamente agotado por haber corrido: - ¡Tengo calor! ¡Necesito ponerme cómodo! ¿Me permiten? Sin esperar respuesta, quitó su chaqueta y su chaleco, quedando en mangas de camisa. - Ustedes no habrían debido esperarme, añadió sentándose cerca de Laure. Le tomó la mano y la besó. En el umbral de la puerta, François gritó: - ¡El señor Émile Zola! ¡El señor Ivan Tourgueniev! ¡El señor Edmond de Goncourt! Los tres escritores entraron inclinándose. La puerta se cerró sobre ellos. Todo el mundo aplaudió. No quedaba más que ponerse a la mesa. Flaubert les hizo señales: - ¡Apresuraos, amigos míos! ¡Venid aprisa! ¡Tengo hambre! Y tomando una carta ante él, mientras todos se sentaban, preguntó: - ¿Cuál es el menú? - ¡El menú, sí! ¡El menú!, exclamaron los invitados. Maupassant trató de recordarlo. ¿Cuál era el menú? Miró la carta que tenía Flaubert. ¿Había allí un menú? Pero Flaubert le daba vuelta en vano: tanto de un lado como del otro, la carta estaba en blanco. - ¿El menú?, murmuró Maupassant. ¿Qué menú?
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Buscó a su alrededor, por todas partes, incluso bajo la mesa, pero allí no había nada en absoluto. Todo el mundo hizo otro tanto. - ¡Lo tengo!, exclamó Goncourt. Se había sentado encima. Rompieron a reír. - ¡Entonces, léenos el menú! Goncourt ajustó sus quevedos y leyó lentamente. - Para comenzar… ¡«Puré Bovary»! Todo el mundo se volvió hacia Flaubert y sonó un gran aplauso. - ¡«Trucha ahumada a lo Germinal»!, continuó Goncourt. Los aplausos se reanudaron. Zola sonrió. - ¡«Pierna de cordero a lo Tourgueniev»! El gigante ruso se levantó para saludar. - Para postre, concluyó Goncourt, «Perfecto naturalista». Zola se levantó a su vez. - ¡Es demasiado!, rugió Flaubert riendo. Goncourt estaba mosqueado: - ¿Por qué yo no tengo nada? - ¿Qué sucede Goncourt?, preguntó Flaubert, ¿Te encuentras mal? Goncourt se había tomado la cabeza entre las manos. No creía lo que sus ojos acababan de leer: - No tengo nada… Mira, Flaubert. No hay nada a mi nombre… Nada. Flaubert tomó el menú y lo comprobó: - No… No hay nada… ¡Es verdad! Goncourt se volvió hacia Maupassant: - ¿Por qué, Maupassant? ¿Por qué? Maupassant se echó a reír:
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- ¡No tendrás más que fundar un premio! ¡Se te recordará! La asistencia aplaudió a brazo partido: - ¡Un premio! ¡Un premio! Zola se agachó y extrajo una pila de hojas manuscritas bajo su asiento. ¿Qué hacían allí, bajo su asiento? Maupassant no se las había visto traer. ¡Otra pregunta sin respuesta! Zola se había vuelto hacia él y se las tendía: - Debes terminarlas Guy. ¡Solo falta tu manuscrito! Los nuestros ya están listos. Maupassant tomó las hojas con aprensión y las depositó ante él, sobre su plato. Era el manuscrito de El Angelus: ¿Dónde diablos había podido conseguirlas Zola? Balbució: - El Angelus… es necesario que yo… que yo termine El Angelus. - Esa antología que nos va a reunir será una obra maestra, dijo Tourgueniev. - ¿Estoy yo al menos en ella?, pregunto Goncourt. Nadie le respondió. Todos miraban a Maupassant, que se inclinaba sobre su escritura, sin logar descifrarla. Flaubert le golpeó afectuosamente la espalda: - ¿Entonces, vas a terminar ese Angelus? ¡Todo el mundo tiene hambre, muchacho! Y leyendo por encima de su hombro: - El cordero que… el cordero que… Eran las últimas palabras que Maupassant había escrito, seis meses antes. Flaubert prorrumpió en carcajadas: - ¿El cordero que, qué? Tourgueniev pasó su lengua por los labios: - El cordero que profundiza sobre la lengua…
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La asistencia estalló a reír. Maupassant sintió el sudor perlar su frente. Toda su sangre se había retirado de su rostro. No encontraba nada. - Termina tu frase, al menos, le dijo Flaubert. ¡Termina tu frase y no hablemos más! - ¿No se podría beber algo, mientras esperamos? Preguntó Zola. - ¡Buena idea, sí!, dijo Goncourt. Tomando una jarra de vino al alcance de su mano, se inclinó hacia Maupassant y la vertió lentamente sobre las páginas del manuscrito. - ¡Toma, viejo! ¡Eso te ayudará! Maupassant miró disolverse los párrafos. - No, No… murmuró. No sé. No sé nada ya… Mi vida es un horror… Tomó bruscamente las hojas ante él y las arrojó al aire. Se hizo el silencio mientras éstas revoloteaban, cayendo sobre los invitados. Nadie se atrevía a moverse. Maupassant se levanto de un salto, arrojando la silla hacia atrás. - ¡Señor! ¡La cena está servida! Todavía estaba en su sofá, y el fuego de la chimenea se había apagado. Puso a su lado el frasco de éter medio vació y miro el rostro de François que lo observaba en el quicio de la puerta. Se estiró suspirando. - ¿No se encuentra bien, Señor? Preguntó François. - Si, muy bien. Solo soñaba… Se levantó y añadió: - Has llegado en un buen momento. Cuando se sentó en la mesa para cenar, tuvo la impresión de que el aire a su alrededor estaba cargado de sal. Sus brazos le picaban y no paraba de rascarse. Su
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garganta ardía. Seguramente era el aguardiente que Daremberg le había hecho beber esa tarde. El éter había aliviado su cabeza, pero su lengua estaba acartonada. En lugar de saliva, sentía como una pasta espesa en la boca. François trajo un asado y él lo miró sin ganas. Incluso la idea de probar un trozo lo asqueaba. Mientras François le servía, él se vio obligado a pensar en otra cosa: - ¿Has llevado el correo pendiente? - Sí, Señor. - ¿Todas las cartas que había que responder? - Todas. - ¿Has cogido también las otras? ¿Las que guardo en mi secreter? - He hecho lo que usted me ha dicho. - ¿Todas? - Todas. - ¿Las de Gisèle? Tengo ganas de volver a leer algunas, esta noche. - He llevado todas, Señor. Están juntas en la pequeña maleta, cerca de su cama. No se decidió a comer. Sentía un hormigueo en la punta de los dedos. François permaneció de pie y esperó. Trató de ganar tiempo. - ¿Te he contado que en relación con mi denuncia contra L’Etoile de Nueva York, el tribunal estima que no soy conocido y que soy un escritor sin valor y poco pagado? - Usted me lo ha dicho, Señor. Es una vergüenza. Las palmas de sus manos le picaban. Se rascó sin éxito. Sentía la cólera invadirle y estaba decidido a no hacer nada para detenerla. - Sin embargo he vuelto a traer a Francia la afición a la novela. ¡Me han traducido en todo el mundo! ¡Se venden un
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número considerable de ejemplares! ¡Se me pagan las cantidades más altas jamás alcanzadas! ¡Un franco la línea por mis novelas! ¡Quinientos francos por un solo cuento!, tú bien lo sabes. - Sí, Señor. - ¿Qué harías tú en mi lugar? - Continuaría con el proceso. - ¡Sí, sí, sí! gritó. ¡Yo les haré ver, a esos perros! ¡Sucios americanos! ¡El número de mis ediciones es más importante que el de Zola! ¡Les enviaré una lista completa de mis obras y todos los artículos que se han publicado sobre mi! ¡Hay que escribir de inmediato al abogado Jacob! Se levantó de la mesa. - Coma primero, Señor. El asado se enfriará. Él dudó, luego se volvió a sentar. - ¡Soy el primer escritor francés! ¡El más caro! Miró de reojo a François, que permanecía de pie ante él, imperturbable. Cortó un trozo de carne en su plato y lo llevó a la boca. Trató de masticar, pero era horrible. Hizo una mueca de desagrado y escupió de inmediato. - ¡Dios mío! ¡Tú quieres envenenarme! ¡Toda esa sal! Se sirvió un vaso de agua y bebió un trago. - Lo he salado como de costumbre, dijo François. - ¡Es demasiado! Quedó sorprendido de haber gritado con una voz tan aguda. Todo su rostro y todo su cuerpo le picaban. Se rascó furiosamente las mejillas, el cuello, el pecho. Se sofocaba. ¡Era preciso que eso cesase! De súbito tomó el planto ante él y lo lanzó contra la pared. Se hizo añicos. - ¡Es demasiado!, repitió. ¡Siempre echas demasiada sal! ¡Ya te lo he dicho!
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- Lo he salado como de costumbre, Señor, repitió François. - Es lo que yo digo. ¡Dios mío! Es lo que yo digo. François renunció a responder y fue a recoger los fragmentos. Él miró un momento como los apilaba. - ¡Llámame Señor conde! ¡No Señor! ¡Tengo un título, por el amor de Dios! ¡Ya van cien veces que te lo repito! - ¡Bien, Señor conde! François reunía los fragmentos en una bandeja. - ¡Y por favor no te burles! - ¡No me burlo, Señor conde! Se levantó de la mesa y se acercó. Dio una vuelta alrededor de François pero éste mantenía obstinadamente los ojos fijos en su trabajo. - ¡Dilo mejor! - ¿Qué, señor conde? - Bien… señor conde François levantó los ojos. Pareció dudar, luego articuló: - Señor conde. Maupassant se encogió de hombros: - ¡Quiero huevos y té! ¡Únicamente huevos y té! Me servirás en mi habitación. Tengo que trabajar. Le dio la espalda y se alejó. - Bien, Señor,… dijo François, detrás de él. Maupassant se detuvo y dio media vuelta. ¡… Señor conde!, añadió François.
Subió rápidamente por la escalera. Sus piernas le hacían daño. Tropezó en un escalón y se desequilibró. ¡Tenía que trabajar! ¡Que decepción… Ya no sería capaz!
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«El cordero que… El cordero que…» podrían todavía esperar el final de su frase… ¡Zola, Flaubert, Goncourt. Tourgueniev! ¡Estaba acabado, acabado! ¡Morir! ¡Morir de repente! ¡Salir de esta vida donde nunca había entrado! ¡Salir como un rayo! Se levantó titubeando, acabó de subir las escaleras y entró en su habitación. El otro estaba allí, sentado en su escritorio, con la pluma en la mano, escribiendo. Volvió la cabeza hacia Maupassant y estalló a reír silenciosamente, como ya lo había hecho anteriormente en la calle Boccador. -¡François!, gritó Maupassant. Retrocedió con horror y volvió a bajar las escaleras, agarrándose al pasamano para no caer. François había acudido. Maupassant cayó en sus brazos. - ¿Qué sucede, Señor? ¿Qué ocurre? -¡Él está allí, está allí! François lo arrastró hasta un sofá, donde se dejó caer. No era más que un bloque de miedo, un saco de pellejo y de músculos dispuesto a explotar. Todo su cuerpo le dolía. Trató de echar una de sus piernas hacia delante, pero no se movió. Sintió que sus dientes estaban a punto de castañear. - ¡Retenme, retenme! François se arrodilló y lo estrechó contra él. - ¡Él ha vuelto! ¡Ha vuelto!... Nos ha seguido hasta aquí. - ¡Señor! ¡Señor!, murmuraba François. - ¡Nunca me dejará! ¡Se acabó! Luego, rechazándolo de pronto, dijo: - ¿Y mis huevos ¿Qué has hecho con mis huevos? ¡Me encuentro mal! ¡Necesito huevos cada media hora! ¡Te daré el dinero! ¡Mis huevos! ¡Quiero mis huevos! - Sí, Señor.
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Trató de ponerse de pie, sin éxito. Se puso a gritar: - ¡Está decidido! ¡me voy solo! ¡Te despido! ¡Te despido! - Bien, Señor. - ¡Te irás hoy! ¡Saldemos cuentas! ¡Hoy, entiendes! ¡Hoy! - Sí, Señor. - ¡Menos todos esos huevos que me has robado! ¡Seiscientos mil huevos! ¡Sucio ladrón! ¡Los descontarás de tu cuenta, puedes estar seguro de ello! - Bien, Señor. - ¡Señor conde! - ¡Señor conde! Cerró los ojos y rompió a llorar. - ¿Y mamá? ¿Qué va a ser de ella? François secaba el sudor que le discurría por la frente. Maupassant emitió un gemido: - Sobre todo no se le debe decir nada a mamá… Tomó la mano de François y la apretó: - Tú no le dirás nada. ¿Me lo prometes? - Por supuesto, Señor. Sintió recuperar la circulación lentamente en sus piernas. Desplazó una, luego la otra y volvió a esforzarse por levantarse. Llegó a mantenerse de pie. Caminó un poco. Sus músculos estaban doloridos, pero él estaba de pie. ¡Se mantenía! Fue hasta la mesa y se apoyó. - ¡Dame agua! François le sirvió un vaso y se lo tendió. Bebió un trago y lo escupió. - ¡Es barniz! - ¡No, señor! ¡Es agua! - ¡Te digo que es barniz! ¡Esto es barniz!
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Dejó caer el vaso y se volvió a sentar en una silla. Permaneció un momento silencioso, luego de pronto llevó las manos a su rostro, a su pecho, a sus muslos. - ¿Este soy yo? - ¿Dónde está, Señor? - Allí… Allí, dijo señalándose a si mismo. Y como François no respondía nada: - Ve a decir a Raymond que vaya a buscar al Dr. Daremberg. - Enseguida, Señor. François dio algunos pasos hacia la puerta. - ¡No!, gritó Maupassant, ¡No me dejes solo! Voy contigo. Consiguió levantarse y avanzar hasta él. Todavía experimentaba una curiosa insensibilidad en la planta de los pies, que le daba la impresión de caminar sobre algodón. Puso una mano sobre su hombro y le sonrió. - ¡Bien, tú lo eres, ves! ¡tú lo eres! - ¿Qué, Señor? - ¡Indispensable!
Daremberg llegó a la hora siguiente. Los reflejos de Maupassant volvieron y él había normalizado su cuerpo. La planta de sus pies reaccionaba ahora al pinchazo de una aguja. Solamente sus ojos estaban anormalmente rojos y su pupila izquierda dilatada. - Nada nuevo, concluyó Daremberg. Es culpa mía. No habría debido hacerte beber aguardiente. François esperaba, en un rincón de la habitación. Maupassant le hizo señales de que sirviese algo de beber.
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François se dispuso a hacerlo mientras Daremberg guardaba los instrumentos en su maletín. - Dígame la verdad, doctor… Mi cerebro se vacía… Mi pensamiento me abandona… Me estoy volviendo loco, ¿no es así? Daremberg tomó el vaso de vino que François le ofrecía: - Al contrario, pareces razonar muy bien… Bebió un trago. - La degradación de la mente es siempre ignorada por el loco. Maupassant lo miró fijamente. Daremberg desvió los ojos e inspeccionó la estancia. - Estás bien instalado, aquí. Dio algunos pasos hacia una consola y tomó en su mano un puñal de plata: era el que Gisèle había regalado a Maupassant en París. Lo examinó un momento. - ¡De África, supongo¡ - Kabilio. Daremberg dejó el arma y acabó su vaso. Maupassant hizo señales a François de que le volviese a servir. - Mi lucidez me asquea, dijo de pronto Maupassant. Experimento disgusto por todo lo que hacía antaño con placer. Todo se me ha vuelto monótono. Todo… - ¿Incluyendo la belleza?, sonrió Daremberg. - ¡Sobre todo la belleza! No es más que un instrumento de suplico en manos de la mujer…. - Diga más bien de las mujeres, bromeo Daremberg. En la penumbra, Maupassant no distinguía ningún detalle que no fuera el mango del puñal kabilio en el que se reflejaba la llama de una vela, encendida cercad de él. Fue Daremberg, desplazando el objeto, quién había creado esta
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luz nueva y que no quería desaparecer. Nada quería desparecer. Cada objeto en ese punto ya estaba inmóvil y vacío. Sintió una nausea invadiéndolo. Para que eso cesase era necesario fijarse en un punto concreto, o sería él quién desaparecería. Se desplazó ligeramente sobre su sofá. La luz despareció y todo se volvió claro y lógico. - ¿Sabe, doctor! Pienso en el suicidio con agradecimiento. Es una puerta abierta para la huida… el día en el que uno esté realmente cansado… Se detuvo suspirando: - ¡Ah! ¡si no tuviese a mi anciana madre! Luego, como Daremberg no respondía nada: - Se ama a la madre sin saberlo. Eso parece evidentemente natural… ¡como vivir! Y sin embargo, no hay nada comparable a eso… todos los demás amores son ocasionales. Este es de nacimiento… - La he visitado el otro día, dijo Daremberg. Es admirable, para su edad… Aparte de sus ojos, se conserva de maravilla… - ¡Sus ojos! ¡Sí… sus ojos!, exclamó Maupassant. Cerró los párpados. - En el fondo, jamás he amado… La escritura siempre ha arruinado mi vida… El cielo estaba claro y él corría por la playa de Étretat. Era verano y acababa de cumplir quince años. Cuando llegó ante las casetas de los bañistas, se dejó caer sobre la arena, cerca de la cesta de frutas que su madre le había ofrecido por la mañana, por su aniversario. Tomó un melocotón y dio un mordisco. El jugo discurrió por sus dedos y su mentón. A algunos pasos de él, dos bañistas estaban sentadas cerca de
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un hombre, bajo una sombrilla. Sin duda unos parisinos de vacaciones. Desde que la vio, no logró desviar su mirada de ella. Tenía unos veinte años y un modo de echar la cabeza hacia atrás que le pareció el paradigma de la belleza. El hombre se inclinó de pronto sobre ella y la besó. Ella había mantenido los ojos abiertos durante todo el tiempo del beso, pero era a él, a Maupassant, al que ella no dejaba de mirar. El quedó tan turbado que no se atrevió a secarse el jugo del melocotón que discurría por su boca. - ¡Guy!, gritó una voz detrás de él. Se volvió. Era su madre que lo llamaba. Estaba sentada en un sillón de mimbre con una espaldera muy alta, coronado con un dosel que la protegía del sol. - ¡Guy! Ve a buscar a tu hermano, por favor. ¡Va a coger frío! Le señalaba al pequeño Hervé, un poco más lejos, que chapoteaba en el agua con otros niños. Maupassant se levantó contrariado. Pensó que marchándose, la bañista tal vez seguiría fijándose en él. - ¡Ven Hervé! Mamá quiere que regreses… - ¿Por qué? No es tarde. - Tu camiseta está empapada. Hervé lo tomó de la mano y ambos subieron juntos hasta las casetas. Se dijo que ambos tenían el mismo traje de baño y que ella debía encontrar eso ridículo. Evitó mirarla cuando pasó cerca de ella. Su madre envolvió a Hervé en una toalla y comenzó a frotarlo. El pequeño hacía muecas. - Tengo ganas de ir a la Gran Puerta, le dijo a Guy. ¿Vendrás? - No. No tengo ganas.
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El hombre ya no la besaba. Ella jugaba con un caniche que tenía en sus brazos. - ¡Mamá!, gritó Hervé. ¿Me llevarás a la Gran Puerta? - Si quieres. Él se volvió a sentar cerca de la cesta de frutas, no mirándola adrede. Tomó su cabeza entre sus manos y permaneció inmóvil, tratanto de concentrarse en un guijarro. Era necesario que ella lo viese así, que comprendiese que él era mucho más viejo que lo que aparentaba y que podría amarlo, si quería. ¡Él ya la amaba! - ¡Guy! ¡Pero cuantas veces haría falta que su madre lo llamase como si fuese un niño! Él se volvió, irritado. Hervé había puesto su pequeño traje de marinero. «¡Cuando pienso que yo tengo el mismo…Ridículo!» Su madre se había envuelto en un chal y desplegaba una sombrilla. - ¿Estás seguro de que no quieres venir con nosotros, Guy? - ¡No! ¡Prefiero quedar aquí! - ¡Entonces cámbiate!... Vas a coger frío. Tuvo ganas de replicar, pero sintió que eso no habría servido más que para hacerle parecer más dependiente todavía. Se levantó y se acercó lentamente hacia la caseta, había tomado la toalla que le entregó su madre, se la echó sobre los hombros y se sentó en las tablas, ante la puerta. - Regresaremos a casa dentro de una hora, dijo su madre alejándose con Hervé. Ella continuaba jugando con su caniche. «Debo tomar una decisión… ¿Pero como abordarla delante de los otros?» Como si oyesen su deseo, el hombre y la otra mujer joven se levantaron de repente, y bajaron juntos hacia la orilla, dejándola sola. ¡Ahora o nunca! Entró en la caseta y buscó
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en su bolsa un poema que había escrito la víspera. Sería para ella. Tal vez estaría bien ofrecerle también una fruta… Hizo una gran inspiración y se dirigió hacia la cesta, con su poema en la mano. ¡Ella lo miraba, él estaba seguro que lo miraba!.Tomó la cesta y se acercó: - ¿Me permite usted? Le ofreció las frutas. Ella lo miró, divertida, luego tomó un melocotón. - Gracias. - Es por mi cumpleaños, dijo él. - ¡Feliz cumpleaños, entonces! ¿Qué edad tiene usted? - Quince años. Ella mordió el melocotón inclinando su cabeza hacia atrás, como la había visto hacer varias veces. - Me llamo Fanny. - Yo, Guy. Él se arrodilló frente a ella y la miró morder la fruta. - … de Maupassant… Guy de Maupassant. - ¡De Maupassant! ¡Entonces usted es noble!, añadió… ¡Eso no es tan grave! Luego como él permaneciese sin decir nada: - ¡Es mi primer melocotón del año! Y a continuación se echó a reír. - ¡El mío también!, dijo él. Se preguntó por qué se reía tanto. - ¡Es preciso formular un deseo, entonces! Él la miró a los ojos: - ¡Ya está! Luego tendiéndole la hoja que tenía en la mano: - Esto es para usted. - ¿Para mí? ¡Pero si es un poema!... ¿Es usted un poeta?
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Él bajó los ojos un instante, esperando a que leyese, pero ella se contentaba con sonreírle acabando de comer su melocotón. - Yo no sé leer poemas. Y mirando hacia el mar: - ¿Se pesca el cangrejo aquí? - ¡Oh!, sí, con marea baja… Ella quedó pensativa un momento, observando a sus compañeros de pie, cerca de la orilla. El hombre pasó su brazo alrededor de la cintura de la otra joven mujer. Ella se volvió entonces hacia Maupassant, secó sus manos sobre una toalla de baño y consideró los versos que el le había entregado: - ¡Veamos esto! Y se puso a leer declamando cómicamente: J’appelais les grands bois témoins de mes amours Les vallons et les flots et je courais toujours La mer en bondissant ragissait sur la plage Mais ses lourds grandementes et les bruits de l’orage Retentissaient moins haut que la voix de mon Coeur…
Consideraba a los grandes bosques testigos de mis amores Los valles y las olas y siempre corría El mar embravecido rugía en la playa Pero sus tremendos rugidos y los ruidos de la tormenta Retumbaban con menos intensidad que la voz de mi corazón. …
De pronto se detuvo, puso cara de reflexionar: - Esto es muy bonito. Es usted un lírico, ¿verdad? Él se levantó y ella continuó, despiadada, desgranando las palabras unas tras otras con énfasis: Rien ne peut contenir cet
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Nada puede contener esta
inmense bonheur Car le ciel est trop bas, l’horizon trop étroit Et l’univers entier est trop petit pour moi!
inmensa felicidad Pues el cielo es demasiado bajo, el horizonte demasiado estrecho Y el universo entero demasiado pequeño para mí
«¡Bravo!» volvió a exclamar ella echando de nuevo su cabeza hacia atrás y estallando a reír. Él se encontró de repente tan ridículo que dio media vuelta y huyó corriendo. La vergüenza que experimentó fue tan intensa que debió esperar que cayera la noche y la playa quedase desierta para atreverse por fin a regresar a la caseta a vestirse. Jamás, desde entonces, había podido soportar a esas mujeres que, escuchando las declaraciones que se les prodiga, no tengan por toda respuesta más que un melindre o un «¡Chitón!» benevolente. Con ellas se acostaba, nada más. - La literatura habrá podido arruinar tu vida, pero tu no habrás echado a perder la literatura. Era Daremberg quién hablaba. Maupassant salió de su ensoñación y comprobó que François les había dejado solos. La botella de vino estaba vacía en sus tres cuartas partes. Daremberg estaba sentado ante el escritorio y parecía haber leído todo el manuscrito de El Angelus. Tenía en la mano la última página. -¿Esta es la novela que estás escribiendo? Maupassant le indicó que sí. Daremberg leyó en voz alta: «… No saben la eterna masacre de ese Dios que los ha creado. El cordero que…» Se detuvo y le miró interrogativamente:
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- ¿El cordero que? Maupassant hizo un gesto de disgusto. - No logro continuar. Ya no encuentro las palabras. Y como Daremberg dejaba la hoja sobre el escritorio: - ¡En serio, Daremberg! ¡Sé que me estoy volviendo loco! Será mejor que me prevengas con tiempo… ¡Mi elección está hecha! Lo miró fijamente, esperando una respuesta. No hubo tal respuesta. Daremberg simplemente desvió la mirada, tomó la botella a su lado y lleno su vaso. Se levantó en dirección a Maupassant y bebió un trago. - Tu vino es excelente, dijo.
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El final de octubre pasó sin que el doble volviese a presentarse. Había llevado, como en Divonne, una vida de hábitos sanos. Todos los días, independientemente del estado del tiempo, iba a pie hasta el establecimiento termal, dónde seguía su terapia, luego charlaba un momento con Daremberg antes de regresar a almorzar en el chalet. Comprendió enseguida que su amigo trataba de poner a prueba su memoria evocando viejos recuerdos. Pasaban su tiempo riendo juntos de los episodios de su juventud, y cada vez que Daremberg le recordaba un detalle preciso, él se acordaba de todo. Por la tarde, navegaba en el Bel-Ami. Esa era su principal ocupación, la única capaz de hacerle olvidar que no conseguía escribir. Su apetito se normalizó y engordó un poco, para gran alegría de François. Pero por las noches regresaban sus obsesiones, y raramente conseguía dormirse antes de las tres de la madrugada. Durante el sueño, sentía a veces una indefinible tensión, algo como un vacío que se habría instalado en su interior y que quisiera aspirarlo desde dentro. Además, acabó haciéndose a la idea de que una sacudida inevitable iba a producirse un día u otro. Lejos de deprimirlo, esta idea le permitía aprovechar mejor el instante presente. En varias ocasiones, incluso llegó a olvidar su disgusto por vivir, y ser feliz.
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Dos veces por semana, iba a almorzar con su madre, a Niza. François y él tomaban el tren que bordeaba la costa o algunas veces alquilaban un coche durante toda la jornada. Mantuvo varias conversaciones con Marie-Thérèse al margen de Laure, para tratar de hacerla hablar de sí misma. Era un tema que parecía haber olvidado por completo. Al principio ponía cara de no comprender a donde él quería llegar. Se sentía muy bien allí y no tenía ningunas ganas de cambiar de estado. La compañía de su suegra y la educación de su hija le bastaban, y la idea de conocer personas nuevas no la seducía, y mucho menos hacer un viaje, ¿París? A ella siempre le había disgustado la capital. Según decía, era de un temperamento hogareño y tímido y no le gustaba nada más que permanecer en su habitación leyendo. Iba a abandonar sus esperanzas de convencerla, cuando, un día que estaban solos en el jardín después del almuerzo, ella prorrumpió bruscamente en sollozos. Le confesó que no lograba dormir una noche completa y eso, desde hacia varios meses. Las bondades que Laure le prodigaba no hacías más que hacerle tener peor conciencia. Su vida le parecía vacía desde la muerte de Hervé, y la presencia de la pequeña Simone no cambiaba nada. Estaba terriblemente avergonzada de confesarle todo eso: ¿acaso no era una madre indigna por no preocuparse de su hija? Él pasó los ocho días siguientes ocupándose de ella. La llevó a navegar en el Bel Ami, la paseo por la comarca, obligándola a habar como jamás se había atrevido a hacerlo ante Laure. Las afectuosas atenciones que él le prodigaba, estableció muy pronto entre ellos una complicidad que modificó todo su comportamiento. En la mesa, ya no dudaba en tomar la palabra, riendo de las bromas que él hacia o divirtiéndose discutiendo sus juicios. También advirtió que
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ella cambiaba a menudo de vestido y que había comenzado a maquillarse ligeramente. Juzgó el momento oportuno para hacerle de nuevo la proposición de una estancia en París. La idea todavía la espantaba: «Preferiría un ambiente más provinciano», dijo ella. Y como él insistía: «No tengo el vestuario necesario para mostrarme en sociedad…» Con la complicidad de Laure, él hizo venir al día siguiente una costurera y declaró que iba a vestirla de pies a cabeza. Ella protestó, furiosa y confusa al mismo tiempo, rehusando absolutamente dejar a la mujer que tomase sus medidas. Laure y Maupassant se alternaron en su habitación para parlamentar con ella. Él le suplicó: «Todo mi dinero es tuyo, le dijo. Si tú lo rechazas, no harás más que dejarme sentir hasta que punto mi vida es inútil… ¡Tengo que haceros felices!» Ella aceptó. Por recomendación de François, escribió a una dama de compañía que aceptó ocuparse de ella durante la estancia que haría en Paris. Igualmente previno a varios amigos, rogándole que la dieran a conocer un poco en ese mundo, que aprendiese y que la acogieran en sus casas como si se tratase de él mismo. Ella quería por encima de todo llevar a Simone, pero la convencieron de que no era procedente. «Se trata precisamente de que tengas libertad absoluta, le dijo Lure. ¡Esas serán tus primeras vacaciones!»… Algunos días más tarde, él la condujo a la estación y, como la besase para despedirla tras haberla instalado en su coche cama, ella llevó de repente su mano al pecho: «¡Estoy nerviosa!», dijo enrojeciendo. Él pensó con placer que ella se había convertido en la joven mujer que había sido antes de su matrimonio.
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Desde que Marie-Thérèse partió, él cayó en un estado de lasitud. Espació sus paseos marítimos en el Bel-Ami y visitó a su madre con más frecuencia, para no dejarla sola, pero no tenía ganas de hablar con nadie, ni siquiera con ella. Sabía que era mejor que él dejase salir todo lo que en el fondo sentía, sus pensamientos más recónditos, ¿y a quién otra mejor que a ella habría podido confiárselos? Pero no, era imposible: ¿para qué arrastrarla con él en su tristeza? Tenía la sensación de que su espíritu se había convertido en un desierto. Su cerebro no era más que una llanura. Permanecía largas horas abatido, en un sillón, sin pensar en nada, y si afloraba la menor idea, le entraban ganas de gritar. ¿Por qué? Se preguntaba. Daremberg decía que tenía una infección estomacal. Él más bien creía que tenía el corazón gastado. Algunos días en los que se sentía mejor, conseguía hacerse daño. Era decididamente de la familia de los sufridores, pero estaba demasiado orgulloso para dejarlo mostrar a alguien. Todavía conseguía disimular muy bien y se lo habría podido tomar por el hombre más indiferente del mundo. En realidad, no era más que un escéptico y, cuando se miraba en un espejo, sus ojos le decían: ¡escóndete, eres grotesco!… Había vuelto a consumir éter para combatir las neuralgias que amenazaban con regresar en cualquier
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momento. Sufría cada vez más a menudo de calambres en las manos y la espalda. Sus piernas también le dolían y, una o dos veces, llegó a tropezar y caerse sin razón. Sin embargo continuaba comiendo normalmente, más bien por costumbre, por obstinación y sobre todo para no desairar a François, aunque sus platos le parecían siempre demasiado sazonados. En cuanto al estado de su vista, ésta se volvía cada vez más preocupante. Imposible fijar su atención sin que sus pupilas no tomasen apariencias inverosímiles. También Daremberg le había prohibido provisionalmente leer o escribir, ni siquiera una breve nota. Llevaba unas gafas de sol de la mañana a la noche. Llegó a creer por un momento que podría continuar El Angelus dictándole a François, pero renunció después de algunas tentativas. Su estado ya no soportaba tal esfuerzo de concentración. Componer una frase, obtener ritmos sin poder ver las palabras que escribía, le parecía una tarea muy por encima de sus fuerzas. ¿Tal vez era imposible? Podía a lo sumo dictar algunas cartas de negocios, para seguir la marcha de sus procesos judiciales, que no avanzaban. Una mañana, cuando paseaba alrededor de su parterre de claveles, en medio del jardín, le entregaron un despacho. Era de la Dama de Gris… Ella estaba en Cannes, donde había alquilado una villa. De pronto tuvo conciencia de que no había tenido relaciones con una mujer desde hacía semanas. Regresó rápidamente al chalet: - ¡François! François… Blandió en alto el despacho. - Ella está aquí, ¡François! Ha venido… ¡Aquí, en Cannes! ¡Por mi! - ¿Quién, Señor?
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- ¡Ella, hombre! ¡Ella! ¡Traeme aprisa mi abrigo y mi bastón! Voy a reunirme con ella. François procedió, con aire compungido. - ¡Vamos! ¡Vamos! Le apuró Maupassant. ¡Es necesario que todavía disfrute un poco de la vida! Fue ella misma quién abrió. Vestía una bata de seda. Él cerró la puerta tras él y se miraron sin decir ni una palabra. Estaba tan emocionado de volver a verla que sintió unas lágrimas anegar sus ojos. Ella simplemente desató el cinturón de su bata y lo dejó deslizar sobre la alfombra. Estaba desnuda. La tomó en sus brazos y atravesó el salón en búsqueda de una habitación. «Aquí» le dijo ella mostrándole un diván. La depositó allí y se desnudó rápidamente, luego se tumbo sobre ella y la besó, pero cuando trató de penetrarla, su miembro no estaba lo suficientemente erecto. Ella lo acarició para excitarlo, pero era presa de una agitación tan extrema que no conseguía controlar sus movimientos. Los esfuerzos que él debía hacer para dominarla se realizaban en detrimento de su concentración. Deslizando una mano bajo sus nalgas y sosteniendo fuertemente con la otra la base de su miembro, acabó por conseguir mantenerse un momento en el interior de ella, pero debió finalmente retirarse al cabo de algunos minutos y hacerla gozar con su pulgar. Se echó hacia atrás. Estaba agotado. - Estás demasiado nervioso, le dijo ella levantándose. Cuando se hubieron calmado y vestido, almorzaron juntos. - Como puedes comprobar he seguido tus consejos, le dijo él. He dejado pasar el tiempo sin protestar ni oponerme. Mis cabellos han continuado encaneciendo y cayendo.
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Observo cada día la progresión de las arrugas sobre mi rostro y los surcos en mi piel. Y como ella no respondía: - No puedo decir que experimente amargura, pero eso no ha atenuado el estado de tristeza en el que me encontraste en Divonne. Por el contrario, me hundo cada vez más, día tras días. - ¿Y tu novela? - ¡Se acabó! No puedo más. Sin embargo tengo nuevas ideas que comunicar. Las percibo, pero no consigo formularlas. Es la vida, tal vez… Ella nos aportó la ciencia de un lenguaje más rico, ¡pero la juventud se ha ido! Luego de repente: - ¿Cuál es el motivo de que estés aquí? - Tu cañada. Llamé a tu puerta, en la calle Boccador, y ella me abrió. - ¿Por qué no has venido directamente al chalet donde vivo? Allí hay bastante sitio para los dos. - Temía encontrarme con alguna otra… Y además está François… ¡Uno de los dos siempre estará de más! Él sonrió, divertido. Ella le sirivó de beber y brindaron. - ¿Todavía se habla de mí en Paris?, preguntó: Ella asintió. Parecía querer decir algo, luego renunció, se levantó de la mesa y fue a buscar un periódico. Era un ejemplar del Galois, fechado algunos días atrás. Le mostró, señalando con el dedo, un artículo. Él hizo un esfuerzo para leer el título: «Se agrava el estado de salud del señor de Maupassant.» Y en caracteres más pequeños, todavía consiguió distinguir: «Su próximo internamiento en una residencia de salud.»
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Seguían algunas líneas más, pero sus ojos se habían nublado. Levantó la cabeza: - ¡Es una vergüenza ¡ ¿Quién ha escrito esto? - ¡Eso no significa nada!, dijo ella encendiendo un cigarrillo! Él se levantó bruscamente. - ¿Quién se ha atrevido? ¿Quién se lo ha dicho? ¡Chacales! Caminó a grandes zancadas, luego se detuvo de pronto: - ¡Pero ahora que pienso! ¡Esto es horroroso!... ¡Le Gaulois!... Mi madre está suscrita… Seguramente lo habrá leído! Cuando llegó una hora más tarde a Niza, Laure estaba jugando en el jardín con la pequeña Simone. Él hizo un esfuerzo para disimular su agitación y pretextó una visita que había tenido que hacer a un amigo, en Monte Carlo. Al regreso, pasando ante su casa, había decidido detnerse para saludarla. Se instalaron bajo la baranda y su madre le sirvió una taza de té. Ella le dio noticias de Marie-Thérèse, que parecía feliz con su estancia en la calle Boccador. - Pasa sus días paseando, le dijo ella. Varias parejas de tus amigos la han invitado a cenar o la han llevado con ellos a algún espectáculo… Has de leer sus cartas: habla muy a menudo de ti. - ¿Has recibido otras noticias de París? ¿Qué cuentan tu Figaro y tu Gaulois? - He dejado de leerlos hace unos doce días. Mi vista se cansa muy aprisa. Los tengo apilados sobre el velador del salón. Ni siquiera los abro. Él exhaló un suspiro de alivio. - Llévatelos, si quieres, añadió ella. Además he seguido tus consejos: los cotilleos ya no me interesan…
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- Me los llevaré. - En cuanto a los asuntos del mundo, he renunciado desde hace tiempo a comprender cualquier cosa. Distingo muy mal mi derecha de mi izquierda cuando me veo obligada a seguir mi camino… Ambos rieron. Él comprobó que llevaba, al igual que él, gafas de sol. - Esta luz, suspiró ella de repente. Y, volviéndose hacia él: - ¿Cómo va tu vista? - No peor. Siempre con esas molestias de la pupila izquierda. Ella inclinó la cabeza. - Quizás Daremberg no esté a la altura… - Sí. Él se calló. Luego añadió: - Es tan bueno como cualquier otro… Y además, es un amigo. - ¡Precisamente! ¡No se puede ser amigo de un médico! Ella lo miró largo rato, luego sentenció: - Estás terriblemente envejecido, cariño. Él no respondió nada. Laure comenzó a llorar silenciosamente. - Mamá… dijo en voz baja. ¡Te lo ruego! Permanecieron allí sin moverse. Ella se tranquilizó poco a poco y enjuagó sus lágrimas. - ¡Perdóname!, murmuró. - ¡Te lo ruego… te lo ruego!, repetía él con los dientes apretados. Se obligó a mirar a la pequeña Simone, en el extremo del jardín, que se divertía con un gato. - ¿No echa de menos a su madre?, preguntó él.
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- A veces. Sobre todo por las noches, en el momento de acostarse. - Es bueno que de vez en cuando los niños queden sin su madre. Eso los obliga a madurar. Él había dicho eso sin pensar y se preguntó enseguida con que derecho podría él emitir semejante juicio. En un flash, volvió a ver al pequeño muchacho salir del armario, en la habitación de Mosca. Una oleada de calor le subió a las mejillas y la vergüenza lo invadió. Ese pequeño muchacho, pálido y raquítico, que quizás no crecería jamás… Se dio cuenta de que había querido borrar esa imagen de su memoria. Pero cuando había vuelto, se puso a temblar volviéndose a ver desnudo bajo los ojos de la criatura, obligado a salir de allí como un ladrón… ¡ese crió que tal vez fuese su hijo! ¡Y él todavía se atrevía a emitir opiniones sobre la educación de los hijos! «¡No merezco vivir!», pensó de repente. - Volvamos…, dijo su madre levantándose. El sol nos perjudica mucho, en la familia… Ella había dejado caer su chal. Él se levantó y la tomó de la mano. Su vergüenza se transformó en cólera. - ¿Piensas en Hervé?, le preguntó él. Y como ella no respondía: - Mamá… sabes bien que su insolación, es la versión oficial… Él se encogió de hombros: - ¡Una insolación! Sintió que no se controlaba: - ¡Murió loco! ¡Loco! ¡Lo sabes tan bien como yo! Ella se paralizó: - ¡Cállate!, murmuró ella, ¡Cállate! - ¡Loco, te dije! ¡Loco!
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Ella lo abofeteó. Sus gafas cayeron y se rompieron. Él quedó inmóvil un momento, obligándose a calmarse. - Fue el sol, repitió Laure. Hervé, fue el sol… había quedado toda una tarde al sol… - Ya lo sé, mamá, ya lo sé…, suspiró él. Se bajó para recoger sus gafas, luego le tendió el brazo, pero ella le dio la espalda y regresó sola a la casa. Allá, al fondo del jardín, la pequeña Simone no había visto nada. Él quedó todavía charlando un rato con ella en el salón, para no dejarla tras ese incidente. Ella le leyó las cartas de MarieThérèse y le dio la pila de periódicos que no había abierto. En el momento en el que se inclinaba para besarla, ella le tomó las manos y le dijo: - ¡Mi pobre muchacho! ¡Es una mujer la que te hacía falta! Él le sonrió: - Ya he escrito libros Y como ella no reaccionase: - Deberías saber como y o que uno no sale indemne de una novela. He sido modificado tan profundamente por los personajes que creaba…. Habría sido demasiado voluble para ser un buen marido… ¡aun menos un buen padre!... Tú incluso puedes comprobar que ni siquiera soy un buen hijo… Esa noche, mientras François le preparaba su cama y él se calentaba ante el fuego de la chimenea, pensó en las miradas que ella le había arrojado durante la tarde y se dijo que decididamente había llegado el tiempo para que redactase de una vez por todas su testamento.
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Al día siguiente escribió a su abogado Jacob y repartió todos sus bienes entre su familia y François, exigiendo que no se celebrase por él ninguna ceremonia oficial. Sobre todo que no se le erigiesen ni estatuas ni monumentos de ningún tipo. «¡No he rechazado de vivo distinciones y privilegios para que se atavíe mi memoria cuando ya no exista!», le dijo a François. Lo que sentía desde hacía tiempo estaba a punto de producirse. Todo su cuerpo se descalabraba. Estaba afectado de accesos súbitos de tos que lo dejaban agotado. Su garganta ardía, y el menor vaso de alcohol le trastornaba el cerebro. Algunos días teína la impresión de que su piel no era más que un bloque de sal que lo devoraba atrozmente. Daremberg aventuró la hipótesis de una alergia y le prescribió pomadas. No le hicieron ningún efecto. Cuando Marie-Thérèse regresó de Paris, transcurriendo el mes de diciembre, le dedicó una mirada cargada de tal estupefacción cuando lo vio, que él comprendió que su fin estaba próximo. Sin embargo todavía conservaba algunos momentos de calma. Los aprovechaba para navegar en su barco o para ir a visitar a la Dama de Gris. Un día habían tratado de vano de hacer el amor, ella le informó que debía regresar por algunos días a Paris, pero que esperaba volver para las
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fiestas de fin de año. «¡Telegrafía antes!, le aconsejó él. Quizás ya no esté aquí – Si no estuvieses, me habría enterado por los periódicos», respondió ella. Por primera vez, desde que se conocían, hablaron de matrimonio. Ella le dijo que pensaba separarse de su marido y vivir sola. «Pero es como si ya lo estuvieses», observó él, añadiendo: - De todos modos, ninguno de nosotros escapa a su destino. Yo he acabado por creer que uno lleva en sí desde su nacimiento la necesidad de ser soltero o de encontrar pareja… Aquellos que han comenzado a vivir de un modo u otro no cesan hasta el final de sus días de reproducir esa situación.. Todavía no he visto nunca una pareja deshacerse sin que la mujer o el hombre que la componen no busquen desesperadamente volver a buscar otra de inmediato! - ¿Crees entonces que me volvería a casar, si me separase de él?, preguntó ella. - ¡Creo más bien que harías mejor no separándote! Después de todo, por tu forma de vivir no haces más que llevar hasta su extremo lógico todo lo absurdo del matrimonio… perpetuar una apariencia de estabilidad social… Pero como tu tienes la inteligencia de servirte sin perjudicar a tus libertades personales, harías perfectamente bien manteniéndose como estás… - ¡Pero eso sería hipocresía!, se indignó ella. El ahogó una risilla. - ¡Hay cosas más urgentes a destruir que el matrimonio, en esta sociedad! Él le dijo adiós con la sensación de que no la volvería a ver. Cuando se alejaba hacia la verja de la villa para alcanzar el coche que lo esperaba, fue presa de un pavor repentino y volvió sobre sus pasos. «¡En serio, le dijo él,
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telegrafía antes de venir! No quisiera que me encontrases en un estado en el que no sería yo mismo.» Algunos días antes de Navidad, él estudio su situación financiera y se percató de que pronto iba a necesitar dinero. Su enfermedad, el mantenimiento de su familia, los alquileres de sus casas y de su apartamento en París, su barco y su tren de vida suponían unos gastos considerables, y el sueldo de sus derechos de autor de ese año amenazaba con no ser suficiente para afrontar sus deudas. «No tengo elección, le dijo a François. Es necesario a todo trance que vuelva a escribir. Las reediciones de mis libros no bastarán para cubrir nuestros gastos durante los meses venideros.» Pero El Angelus le parecía decididamente por encima de sus fuerzas. Tenía más bien el proyecto de escribir de nuevo algunos cuentos, que podría publicar en primer lugar por separado, luego recopilados en un volumen. «Eso será un desconsuelo para mí, pero me veo obligado a ello.» Esa misma noche, expuso a François uno de los temas que esperaba escribir: él había visto antaño en un granero de Fécamp un monje que vivía retirado del mundo desde hacía años. En dos ocasiones, había podido subir a observarlo a escondidas, por el intersticio de una claraboya y el hombre le había dado una impresión a la vez piadosa y cómica. Había conocido igualmente otros detalles de su comportamiento por la mujer que le llevaba a diario su alimento. Haría de él un retrato extendiéndose sobre la condición humana. Durante algunos minutos, se sintió brillante, irresistible. François rompió a reír en varias ocasiones. Parecía estar bajo el encanto de su verborrea, como lo había sido en agosto en Champel, con Dorchain, el día en el que les había leído las cincuenta primeras páginas
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de su Angelus. «¿No es una bobada horrorosa entusiasmarse así de soledad arrojándose al desierto como los ascetas de la Tebaida?», le pregunto Maupassant. Y como Farnçois lo aprobaba, él se calló bruscamente y se encerró en su silencio durante el resto de la jornada. Al día siguiente, no recordaba absolutamente nada. François reconstruyó de memoria lo que él le había contado. Maupassant le miró con estupor: «¡Pero ese monje nunca ha existido, mi pobre François! ¡No te das cuenta que lo que acabas de describir es mi estado!... ¿No querrás que me dedique a divulgar mis sufrimientos en público?… ¡Eso sería obsceno!» No volvió a hablar más de ese proyecto, ni de ninguno otro.
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El 24 de diciembre, cuando regresaba en coche con François del establecimiento termal, quedó sorprendido al encontrar abierto el portal de entrada del chalet. Raymond debía haber salido a trabajar en el Bel-Ami, y François estaba seguro de haber cerrado la casa. Entraron en el jardín y vieron sobre la escalinata dos maletas y dos baúles. Buscaron alrededor. Allí no había nadie. Subieron los escalones y comprobaron que la puerta del chalet estaba cerrada con llave. Fue solamente entonces cuando oyeron unas risas a sus espaladas. Se volvieron y vieron los encajes de un vestido que desaparecía detrás de un seto. - ¿Quiere que vaya a ver, Señor?, preguntó François. Maupassant hizo un signo negativo. Se dirigió lentamente hacia el seto y dio la vuelta, pero el vestido también había girado. Apartó las ramas. Dos mujeres huían corriendo y riendo hacia el fondo del jardín. François no se había movido de la escalinata. Maupassant se lanzó en su persecución. Las había reconocido: eran Gisèle y la Potocka. Habría querido alcanzarlas pero sus piernas cedieron bajo él. Tropezó y cayó. François se precipitó de inmediato en su ayuda. Las dos mujeres se habían detenido y los miraban. Rechazó a François con irritación, luego les sonrió. Su traje estaba cubierto de polvo. Hizo un gesto de desolación en su dirección:
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- ¡Qué postura para recibiros! Ellas se acercaron hacia él, mientras se levantaba penosamente. -¿No esperabas nuestra visita?, dijo Gisèle. - ¿Usted sabe que lo echamos mucho de menos en París, Señor escritor?, dijo la Potocka. - Yo no echo de menos a la sociedad parisina. - ¡Eso no es muy amable de tu parte!, dijo Gisèle. - ¡Oh! Tú bien sabes que eso no es lo que pienso… Además, no tengo fuerzas para salir a los salones. Acabas de verlo: mis piernas ya no me sostienen. - Te has ido de París como un ladrón, sin dejar ninguna dirección, dijo Gisèle. - Sí, dijo él, así es mi estilo. Se dirigieron juntos hacia el chalet. Cada una de ellas lo había tomado por un brazo. Se estrechaban contra él. El se preguntó si era por cariño o para sostenerlo. Bordearon el parterre de claveles. - Es bonito, flores por todas partes… dijo la Potocka. Echó la cabeza hacia atrás: - … Esos perfumes, casi producen mareo… Llegaron a la escalinata. - En definitiva, hete aquí convertido en un salvaje, dijo Gisèle. Él suspiró: - Es cierto… a fuerza de vivir en soledad, casi he perdido el uso de la palabra… Soy como un oso encerrado en su cueva, pero afortunadamente tengo a François como ángel guardián… -¡Ah! El trabajo… gimió cómicamente la Potocka. - ¡No, precisamente!, dijo Maupassant. Ya no escribo nada. Ni una línea.
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Se calló, luego añadió: - Eso no tiene importancia. Ellas no dijeron nada. Él buscó palabras y no las encontró. - Hemos venido para pasar la Nochebuena contigo, dijo Gisèle. ¡Pero tal vez tú no quieras! Él se volvió hacia François y le mostró los equipajes: - Creo que lo mejor será instalar a la Señora Condesa en mi habitación, en el primer piso… y a la Señorita D’Estoc en la habitación malva de la planta baja… - Pero si yo utilizo tu habitación, ¿dónde dormirás tú?, preguntó la Potocka. - No te preocupes por mí. El chalet es bastante grande. Luego, como François desaparecía en la casa, llevando con él dos maletas, les sonrió: - Tal vez pueda ir de una a la otra… si lo permitís. - Veo que no has pedido todos los hábitos mundanos… dijo Gisèle. - Esperémoslo, dijo él. Ellas se habían aproximado la una a la otra y se tomaban por la cintura mirándolo con aire irónico. Él pensó que estaban deslumbradoras. - ¡Así que os habéis convertido en las mejores amigas del mundo! Ellas le dieron la espalda riendo y entraron en la casa. Por la tarde, las llevó a dar un paseo en el Bel-Ami. Había pedido a François que enviase un despacho a su madre, para advertirle que no iría a cenar con ella, pero le prometía estar allí para el día de Año nuevo… De esa manera canceló la cita. No se había atrevido a confesarle la verdadera razón de esa ausencia, prefiriendo pretextar la
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visita imprevista de unos parisinos con los que debía arreglar algunos asuntos. Encontró esa excusa estúpida. Eso lo hizo estar taciturno toda la jornada. Como no tendía ganas de hablar, tomó el timón y las dejó solas en la proa del barco. Atracaron en la isla Santa Margarita, pero las dejó pasearse por allí sin él, pretextando un dolor en la rodilla. De hecho, era todo su cuerpo el que le dolía, sin que pudiese localizar la causa. Sus ojos le quemaban y no podía mirar nada sin ver una señal de muerte. Su angustia era tal que tenía la impresión de que su corazón subía por su garganta. Acabó por decidir, mientras las esperaba, inhalar un poco de éter que había traído con él. Eso lo calmó un momento. El sol se ocultaba, cuando regresaron al puerto de Cannes. Él las ayudó a descender del barco, mientras tanto, Raymond y Bernard se ocupaban de proceder al amarre. Se sentía mejor. Sus piernas eran más ligeras. ¿Tal vez sería todavía capaz de ser un compañero complaciente? Ellas parecían en todo momento radiantes con su paseo y lo besaron en las mejillas. Por primera vez en su vida, pensó que la belleza de las mujeres le producía miedo. Subieron juntos hasta el emplazamiento donde se podía alquilar un coche. Iba a dirigirse a un cochero, cuando observó una calesa detenida a algunos metros. Se fijó enseguida: era ella quién estaba allí, en el interior, envuelta en su abrigo de piel de zorro gris. Había subido su velo y los miraba a los tres. Ellas la advirtieron también. Gisèle se volvió hacia él interrogativamente. - ¡Esperadme!, les dijo él. Se dirigió hacia ella. Ya en la portezuela, se detuvo y la miró. Habría querido encontrar algo que decirle, pero sabía por adelantado que con ella, ninguna explicación serviría de nada. No se sentía con fuerzas para soportar una
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escena y encontraba ridículo tener que disculparse. Como ella permaneciese siempre impasible, él acabó por murmurar: - ¡Tanto peor para ti! Se encogió ligeramente de hombros - ¡Te dije que me telegrafiaras… No lo has hecho! Ella giró la cabeza hacia el cochero y le hizo una señal de partir. El coche se alejó, sin que él hiciese ningún gesto para detenerlo. Se reunió con Gisèle y la Potocka que estaban instaladas en un cupé y lo esperaban. Se sentó entre ellas. La Potocka exclamó: - Pero es… se diría… yo la conozco, ¿no es? Maupassant se volvió hacia ella, con aire sorprendido: - ¿Quién? - ¡Chsss!, dijo Gisèle a la Potocka. ¡Él no quiere que se pronuncie su nombre! - Deberías invitarla con nosotras, esta noche, dijo la Potocka. - ¡Qué se vaya al diablo!, suspiró Maupassant. ¡Ella y sus celos!... Yo no le prometí nada, no le debo nada. Regresaron al chalet, donde François les había preparado una cena festiva. Bebió champán y consiguió mantener el tipo, bromeando con ellas y escuchándoles de buen grado contar sus locuras. Ellas parecían tan radiantes de conocerse que él se felicito por haberlas presentado. Pero mientras ellas hablaban, él se sentía corroído por la inquietud: se había fijado en sus rostros y en sus cuerpos y ninguna emoción, ningún deseo lo invadía. ¿Qué iba a suceder después de la comida? Retardó ese momento lo más posible, obligándose a interesarse por las noticias que ellas le contaban de la
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capital, planteándole preguntas sobre sus amigos comunes, dando mucha importancia a lo que ellas le respondían, añadiendo incluso algunas anécdotas para hacerlas reír… En varias ocasiones, se sorprendió hablando sin saber por adelantado lo que iba a decir. El miedo lo hacía improvisar recuerdos que jamás habían existido y ellas tenían la educación de simular que lo creían. - Tienes todo el aspecto de haber encontrado completamente el uso de la palabra, dijo de repente la Potocka. François acababa de servirles el café. Ella se levantó llevando las manos a sus hombros y se estiró, echando su cabeza hacia atrás y curvando sus riñones. Maupassant se calló y bajó los ojos. François salió de la estancia cerrando la puerta tras él. Un silencio se produjo entre ellos. La Potocka se había puesto a girar alrededor de la mesa. Le rozó la nuca con la punta de los dedos. Él hizo un pequeño movimiento irritado. Ella no insistió. Él se volvió a servir una copa de champán y bebió un trago. Ella se aproximó a Gisèle. Él la miró inclinarse sobre ella y besarla en la boca. Gisèle se dejó hacer sin reaccionar. El cerró los ojos y trató de que aflorase el recuerdo de un deseo. Se obligó a respirar suavemente, luego tomo un nuevo trago de champán y se atragantó. La Potocka se desprendió de Gisèle y se alejó en la estancia. Él tosió horriblemente durante lo que le pareció una eternidad. Para calmarse, se puso a contar entupidamente: uno, dos, tres, cuatro… Pensó: «Estoy a punto de vivir una nueva experiencia… Todavía puedo ser feliz, si quiero, basta simplemente que decida serlo…» Se preguntó si algo podría, por ejemplo, darle placer, en el mismo instante. ¿Dibujar sobre la mesa, quizás? Se percató, mirando el mantel ante él, que había alineado sus cubiertos
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muy cuidadosamente los unos al lado de los otros, como para una exposición. No había migas de pan alrededor de su plato y los pies de sus copas no tenían ninguna mancha, como si acabase de secarlas. Sin embargo no recordaba nada. Era siempre la misma respuesta que viene, pensó: ¡desaparecer! Levantó los ojos y vio que la Potocka se había acostado en el diván. Había quitado su vestido. - ¡Guy!, murmuró sonriéndole. Él se volvió hacia Gisèle y murmuró: - Primero tú… Luego, como ella no se moviese: - ¡Te lo ruego! El esfuerzo que había hecho para hablar le volvió a producir ganas de toser. Gisèle se levantó y se dirigió hacia el diván. Él cerró los ojos para no verlas. ¡Se acabó! Ahora sabía que de una vez por todas había entrado en el reino de la catástrofe. «¡Tanto mejor!», se dijo. Había abandonado el mundo de los vivos y se paseaba en medio de desconocidos que hablaban una lengua extraña. Golpeó la mesa con el puño, como había golpeado antaño su pupitre escolar cuando no comprendía la lección del maestro. «¡E incluso no estoy desesperado!», pensó. - ¡Ven, Guy… te voy a enseñar… mira! Era la voz de Gisèle, pero él no quería ver nada. Se levantó y caminó hasta la ventana. A su espalda, oía jadear a la Potocka. Escucho un momento y eso le pareció como un secreto, por siempre. Ese aumento de los jadeos le pareció de un aburrimiento mortal. ¡Tan ineluctable, tan previsible! ¡Y todo eso acabaría por supuesto en una crisis! ¡Ridículo! Se apartó de la ventana y se puso a caminar a grandes zancadas, evitando en todo momento posar la mirada sobre ellas. Se detuvo ante el velador y tomó en su mano el puñal
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kabilio que le había regalado Gisèle. ¡Los objetos al menos no tienen secretos!, se dijo. Se preguntó si todavía tendría bastante fuerza en los brazos para utilizarlo. Volvió hacia la mesa y trató, con un fuerte golpe, de clavar el arma, pero el filo era demasiado romo y no lo logró. El choque hizo caer algunos vasos. Recogió los fragmentos procurando no cortarse y los apiló sobre un plato. De repente experimentó una sensación curiosa. Concentrándose en ella un momento, comprendió que se trataba del silencio que acababa de establecerse en la estancia. Las había asustado con ese golpe. Pensó que debían estar observándolo, pero él no tenía ganas de mirarlas. Permaneció como estaba, inmóvil, dándoles la espalda. - ¿Qué es lo que ocurre, Guy? ¡Ven…te lo ruego! Era la voz de Gisèle. «¡No digas nada!», pensó. Se sentó en una silla y esperó. Sentía un hormigueo en sus pantorrillas. El hormigueo ascendió a lo largo de sus piernas, para luego transformarse en un comezón. Comenzó a rascarse el pecho, luego las mejillas. «¡No perder de vista que soy inocente! ¡Soy alguien nuevo!... ¡Alguien que no conozco y del que no sé en lo que se convertirá!» Una mano se posó sobre su hombro. Se levantó bruscamente haciendo caer la silla hacia atrás. Era Gisèle quién lo había tocado. Vio como ella le tenía miedo, luego su expresión se transformó lentamente en otra cosa: - ¡Vamos, ven!, dijo ella. Le sonreía. Él se puso a gesticular exageradamente con sus manos. ¿Acaso ella no comprendía que no podía hablarles? «¡Dejadme! ¡Dejadme!» habría querido decirles y sin
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embargo eran sus manos las que se agitaban. Abandonó la estancia rápidamente y subió a su cuarto de baño. ¡Dormir! ¡Dormir!... Ingirió la mitad de un frasco de laudano y entró en la habitación que había destinado a la Potocka. Se acostó en la cama sin desvestirse y sintió que perdía rápidamente el conocimiento. Al día siguiente, cuando despertó, se sorprendió de encontrarse acostado bajo las sábanas y desvestido. Miró a su alrededor. Un fuego estaba encendido en la chimenea. Las maletas y los vestidos de la Potocka habían desaparecido. Se sentía tranquilo y ligero. Realmente había dormido muy bien. Se levantó, fue hasta un espejo y vocalizó: «Mau-passant… Mau-pas-sant…» Se reconocía. Todo estaba bien. Bostezó. Fuera, un caballo hizo sonar sus cascos sobre el pavimento. Se aproximó a la ventana: François, ayudado por un cochero, estaba cargando unos equipajes en un coche. Gisèle y la Potocka, vestidas para viajar, los miraban trabajar. Se pudo rápidamente un albornoz y descendió la escalera descalzo. Salió al jardín y les gritó: - ¿Pero qué ocurre? ¿Marcháis? ¡Sin ni siquiera decírmelo! La Potocka se acercó a él: Fuimos a despertarte… Dormías tan profundamente… Él se volvió hacia Gisèle: - ¡Pero no es posible! ¡No tan pronto! François subía la última maleta. Corrió hacia él: - ¡Tendrías que haberme advertido! ¡No quiero! - Es mejor así, dijo Gisèle, agarrándolo por el brazo.
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Él se puso a gritar a François: - ¡Descarga las maletas inmediatamente! Y volviéndose hacia ellas: - ¡Todavía vais a quedar aquí algunos días! François y el cochero vacilaban. Gisèle les hizo señales de no obedecer. - No, dijo ella. Tú no te encuentras bien. Fue culpa nuestra. No debimos haber venido. - De todos modos, yo debo regresar, dijo la Potocka poniéndose sus guantes. Y como él la mirase sin comprender: - Es necesario que te cuides, mi pobre Guy. Tienes un aspecto que da miedo. Cuando te encuentres mejor… Él la cortó: - ¡Ya no estaré nunca mejor! La Potocka sonrió: - ¡Dios mió! Que desesperación… Estas son cosas que ocurren… Lo besó. Él la retuvo contra él: - ¡Quédate, te lo ruego!, le dijo él… ¡Quédate un poco… una noche! - No es posible, dijo ella desprendiéndose. Ya he telegrafiado, avisando de mi regreso. Ella subió al coche. Él se volvió hacia Giséle que permanecía inmóvil. - ¿Y tú?, preguntó. Ella pareció vacilar un instante, luego le hizo una señal de que no. - ¡Ven, entonces!, le dijo él. ¡Solo un momento! La arrastró hacia el chalet. Subieron juntos hasta su habitación. Él cerró la puerta. Quedaron cara a cara, sin tocarse. Él tenía un nudo en la garganta:
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- ¿No nos volveremos a ver?, preguntó él. Ella dudó, luego se encogió de hombros: - ¿Por qué no me has escrito? Él hizo un gesto de cólera: - ¡Ah, no! ¡No tú!... Dio media vuelta y fue hacia un secreter. Lo abrió y extrajo unos paquetes de cartas que arrojó al suelo mascullando: - ¡Todas esas cadenas… es insoportable! ¡No te he engañado! ¡Tú estabas prevenida! - Yo no me quejo de nada, dijo ella. Él se levantó, tomo todos los paquetes y los arrojó uno tras otro al fuego de la chimenea. - ¿Esas son mis cartas?, preguntó ella. - No. Él había conservado un paquete en la mano. Se lo entregó: - ¡Aquí están! Ella lo tomó, miró las cartas, luego se aproximó a la chimenea y las arrojó al igual que las otras. - Me parezco a ti. Para mi, es el amor o nada… Después, lo arrojo, como tú. Es lógico. No quedaba más que una sobre la alfombra que él no había quemado. La tomó y la blandió ante ella. - ¡No esta, en todo caso!, dijo él. Es preciosa. La recitó de memoria: - «Te quejas del culo de las mujeres que es monótono. Hay un remedio bien sencillo, no servirte de él… ¡Demasiadas putas! ¡Demasiado remo! ¡Demasiado ejercicio!... Tu salud se encontrará bien de seguir esta vocación.» - ¿Y eso de quién es?, preguntó ella.
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- De Flaubert. Ella se echó a reír: - ¡He ahí un consejo que no habrás seguido demasiado! Él guardo la carta en el secreter, lo cerró y se volvió hacia ella: - En el fondo, tú nunca me has amado. - A ti no más, tal vez… - ¿Y a los demás? Ella se sorprendió: - ¿Los demás? - Los demás hombres. Ella reflexionó: - ¿A qué te refieres con lo de los hombres? Él se encogió de hombros: -¡Oh, te lo ruego!...Hay una pequeña diferencia… Ella asentó con la cabeza: - Si es eso de lo que quieres hablar… bien, ya te lo he dicho… es cierto que no te he amado. Abrió la puerta para salir. Él la retuvo: - Tú sabes que no temo la muerte, le dijo él. Y como ella no respondiese: - Incluso sería capaz de matarme por divertimento… Ella suspiró cómicamente: - ¡Eso ya lo sé! Ambos se echaron a reír juntos, pero de pronto ella se paró, mirándolo fijamente: - ¡Oh, no, te lo ruego! ¡No te rías! ¡Tú nunca lo has sabido! Él se detuvo. Ella se arrojó contra él apoyando la cabeza sobre su pecho. Él la toma en sus brazos y le acarició
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los cabellos. Permanecieron así un momento el uno contra el otro, luego se apartó ligeramente y lo miró: - ¿Quieres que me quede? Él reflexionó. - No, dijo finalmente. Será mejor que te vayas. - ¿Por qué? Él dudó, luego añadió: - Dentro de algunos días ya no seré yo mismo. - ¡Oh! Querido… dijo ella arrojándose de nuevo en sus brazos. Fue presa de una sacudida de sollozos tan violentos que él no sabía que hacer para tranquilizarla. - ¡Te lo ruego!, murmuró él. Y como ella continuase llorando, él se apartó y le gritó más tajantemente: - ¡Te lo ruego! Ella continuó sollozando. Él la tomó por el brazo y la obligó a descender la escalera, arrastrándola casi detrás de él. La hizo subir al coche, al lado de la Potocka, luego cerró la portezuela, dio media vuelta y regresó al chalet, sin mirarlas partir. En el salón, se sirvió un vaso de aguardiente. Levantando la cabeza observó a François, en el quicio de la puerta, que lo miraba: - ¿Y bien, que es lo que quieres François? - ¡Nada, Señor! - ¿Cómo es eso: nada? ¡Menuda cara tienes! François apretó los dientes: - ¡Esas mujeres, Señor!...¡Son esas mujeres! - ¿Y qué, esas mujeres? - ¡Esas mujeres, Señor! ¡Esas mujeres… son esas mujeres!
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Maupassant se acercó a él sonriendo: - Voy a decirte una cosa, François. ¡Escucha bien y sobre todo toma nota si quiere ser mi biógrafo! Se detuvo y vació el vaso de un trago: - La amistad con una mujer es difícil al principio para no estar enamorado, sino la amistad no tiene sentido… Gisèle era mi amiga… Se volvió a servir un vaso y bebió un trago: - ¡Pero somos tan egoístas!¡Cada uno de nosotros es egoísta! - ¡Usted no es egoísta, usted no Señor! - ¡Te equivocas, François! ¡Soy como los demás! He sido tan egoísta que jamás he querido analizar las cosas desde el punto de vista de ella… ¿Te sorprende? François no respondió. - Todo lo que he obtenido de ella… El amor, la amistad… Su cuerpo, su alma… Ella no dejaba de pagar, ¿lo entiendes? Ella pagaba, pagaba… E incluso ni se planteaba la cuestión…. Acabó su vaso y sintió que estaba borracho. - ¡Creo que no sé lo que digo! Se dejó caer en un sillón y se volvió a servir: - ¡Esto no hace nada! Hoy, comienzo solamente a ver las cosas desde su punto de vista… Hizo girar su vaso en la mano: - Me gustaría ser una mujer, François… Bebió un trago. - Una mujer como ella… François se encogió de hombros, le dio la espalda bruscamente y salió de la estancia. Maupassant cerró los ojos y murmuró: - Como ella, sí…
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Por la tarde, cuando se hubo despejado, se hizo conducir en coche hasta la villa que había alquilado la Dama de Gris, en la Croisette. Estaba en tal estado de agitación que a punto estuvo de caer antes de llegar al primer peldaño de la escalinata. Se apoyó un momento en el pasamano, el tiempo necesario para recuperar el aliento, luego subió los escalones y golpeó varias veces antes de que un sirviente le abriese la puerta. - ¿Señor?, preguntó el hombre con un matiz irónico que le disgustó de inmediato. - Diga a la señora que el señor de Maupassant está aquí, dijo quitándose los guantes. El sirviente sonreía: - ¡Es que… la señora no está aquí… Señor! Se adelantó, tratando de forzar la puerta, pero el hombre le cortaba el paso. Se detuvo, desconcertado: - ¡Entonces la esperaré! - ¡No, no, Señor, no! - ¿Cómo que no? - Le digo que se ha marchado… Ha partido para París… ayer noche… ha tomado el tren. - Maupassant tuvo ganas de propinarle un puñetazo, pero el sirviente parecía estar en guardia. - ¿El tren? ¿Para París?
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El hombre asintió con la cabeza. - ¡Eso es imposible!, exclamó Maupassant. Con un poco de suerte, tomando al otro por sorpresa, si conseguía hacerle entreabrir la puerta, tendría una oportunidad de romperle la nariz y tres o cuatro dientes. - ¡Sin embargo es la verdad, Señor! El hombre mantenía su sonrisa. - ¿Y no le ha dejado ningún mensaje para mí? - Sí, señor de Maupassant… La puerta permanecía solamente entreabierta. - … La Señora me ha encargado que le dijera que no tratara usted de volverla a ver… Ella no lo recibirá más… nunca más… Maupassant empujó con todas sus fuerzas. El sirviente resistió. - ¡Nunca más, señor de Maupassant! ¡Nunca más! La puerta se cerró con un fuerte golpe. Bajó la escalera, dio algunos pasos en el jardín y se volvió. Levantando la cabeza, divisó una mano que cerraba una cortina detrás de una ventana del primer piso. Estaba seguro de que ella estaba allí, que se burlaba de él. ¡Tal vez incluso se acostaba con ese sirviente estúpido e insolente! Y se puso a gritar hacia la ventana: - ¡Al diablo! ¡Qué se vayan todas al diablo! ¡Todas! Dio media vuelta, abrió la portezuela del jardín y se alejó. Caminó por la Croisette, luego se sentó en un banco. «¡Heme aquí completamente disponible, pensó… Soy un hombre nuevo!» Veía a las personas pasar ante él, pero no tenía ningunas ganas de observarlos. De pronto se imaginó que alguien iba a sentarse cerca de él y romper a llorar, pero esperó en vano. Sin embargo habría sabido decir palabras
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consoladoras. Cuando la noche cay贸, se sinti贸 protegido por la sombra. Se levant贸 pensando que a partir de ese momento ya nunca tendr铆a necesidad de nadie.
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Prometió a su madre ir a almorzar con ella el 1 de enero, pero cuando se levantó esa mañana, tenía tal niebla ante los ojos que se desesperó al no conseguir acicalarse. Llamó a François para que lo ayudase: - ¡No debería de ir… pero es necesario! ¡Si no, ella me creerá enfermo! François lo aseó y lo afeitó. - Un Primero de Año…mal comienza el año… Y como François lo ayudaba a vestirse: - Cuando el hombre al que yo más quería en el mundo… mi maestro, Flaubert… fui yo quién lo acicaló con agua de Colonia… Le puse una camisa… un chaleco… unos calcetines blancos de seda… unos guantes de piel… Le puse su pantalón… su chaqueta, su corbata… Le cerré los ojos, sus hermosos ojos… Trate de representarme todo el trabajo que había generado ese cerebro, esa cabeza incomparable… Posó la mano sobre el hombro de François: - Me prepararás huevos y té. Nada más, ¿eh? - ¡Bien, Señor! - Y sobre todo, permanecerás cerca de mí! ¡No me dejes! - ¡Por supuesto, Señor!
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En el tren que los conducía a Niza, Maupassant le pidió que le leyera El Figaro que acababan de comprar en la estación. François recorrió los titulares: - El arzobispo de París, en una misa que ha celebrado en… - Bueno. ¡Sáltate eso! Se sabía… -Toulouse. La Junta de accionistas de la Compañía de los ferrocarriles… - ¡Pasa, por el amor de Dios! ¡Pasa! - Promulgación de la ley aprobando las decisiones de la Conferencia de Bruselas sobre la abolición de la trata… - ¡Siempre lo mismo! Y como François se callase: - ¿No hay nada más? François ojeó el periódico: - Unas esquelas. - ¡Esquelas! - Sí, Señor. ¿Quiere que se las lea? -¡Estás loco! ¡No te he pedido que me comunicaras la muerte de nadie! ¡Bastará con que me anuncies pronto la mía! Se echó a reír. François cerró el periódico. - ¡Pero ríete un poco, hombre!, le dijo. ¡Todavía no estamos en mi entierro! Luego, mostrándole el mar que se podía divisar por la ventanilla: - ¡Mira que calmo está! ¡El cielo es tan puro! ¡Viento del Este! Un tiempo ideal para una buena navegación. Si mañana me siento mejor, saldré en el Bel-Ami… Durante el almuerzo, hubiese querido estar alegre, pero era más fuerte que él: permanecía postrado, incapaz de
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ninguna reacción. Solamente comía huevos duros y François se mantuvo cerca de él durante toda la comida, dispuesto a servirle de vez en cuando una taza de té. Laure se esforzó en reír: - ¡Ni una gota de vino!… ¡Qué enfermo ejemplar! - Daremberg me lo ha prohibido. - ¿Qué sabe él?, replicó Laure… Mejor haría aplicándose sus regimenes a si mismo. - ¡Un día de fiesta!, dijo Marie-Thérèse… Hay que saber hacer alguna excepción a los regimenes… Ya no podía más. ¡Era preciso que eso cesara! Dio un puñetazo sobre la mesa. - ¡Escuchad! ¡No insistías ambas! ¡No bebo, no bebo, no bebo! Se sintió ridículo al haber gritado, pero ¿qué importaba ahora el ridículo? Se encogió de hombros y bajó la cabeza hacia su plato. Tenía unas ganas tremendas de destrozar todo lo que lo rodeaba. Tomó su vaso vacío ante él, lo hizo girar en su mano, luego se puso a secar el pie con su pañuelo. En la mesa se hizo el silencio. La pequeña Simone se echó a llorar. - ¡Pero no es nada… no es nada, querida!, dijo Laure. Marie-Thérèse se levantó y la tomó en sus brazos: - ¡No llores… no llores! Él dejó su vaso ante él y miro a la niña que lloraba. - ¡Cómo se parece a Hervé!, murmuró. Todavía tenía ganas de arrojar aluna cosa a alguien. Buscó ante él, sobre la mesa, encontró una miga y la lanzó a su madre. Ella lo miró con asombro. Él estalló a reír y se levantó para dar algunos pasos por el comedor. Le hubiese gustado quitar su corbata, su traje, su chaleco, su pantalón y plegarlos ante ellas muy cuidadosamente. Miró la ventana
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que daba a la marquesina: una pequeña vuelta por el jardín no le vendría mal. Iba a decidirse a salir, cuando de repente observó que alguien le miraba desde el exterior. ¡Él había regresado! ¡Estaba allí, con la cara pegada al cristal! Sus manos se helaron. «¡Eso no es real!, murmuró» El otro se puso a hacerle señales. Parecía estar invitándole a salir. Maupassant se volvió hacia François y le mostró: - ¡Allí! ¡Allí! ¡Mira! En el mismo momento en que pronunciaba esas palabras, sintió que ningún sonido salía de su boca. La pequeña Simone aulló más intensamente. Él cogió rápidamente un huevo sobre la mesa y lo arrojó con todas sus fuerzas hacia la ventana. El huevo se rompió contra el cristal y su contenido se deslizó. El otro había desparecido. Laure se levantó. Se acercó a él y lo sacudía: - ¡Guy! ¡Guy! ¡Guy!, gritaba. Él la rechazó violentamente. - ¡No! ¡No! ¡Ese no soy yo! Ella trató de aferrarse a él, pero él no quería eso! ¡Sobre todo que no le toquen! Retrocedió. Ella cayó de rodillas, buscando todavía aferrarse. ¡No! ¡No! ¡Que me deje, o le doy una patada!, pensó él. Desprendió sus piernas una después de la otra. El camino estaba libre. Corrió hasta la puerta, atravesó la entrada y salió al jardín. Allí no había nadie. Se volvió hacia François, que lo había seguido. Sintió que hacía un esfuerzo terrible para articular las palabras: -¡Marchemos! ¡Marchemos! ¡Enseguida! Y como François no se moviese, trato de gritar: - ¡Enseguida!
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Sintió esta vez que unos sonidos habían salido de sus labios, pero no reconoció su voz. Llegaron al chalet hacia las cuatro. Se cambió de ropa y puso una camisa de seda, luego se dedicó a caminar a grandes zancadas por el salón para tranquilizarse. En varios momentos, comprobó que no sabía donde estaba. ¿En un hotel? ¿En casa de amigos? Cuando de pronto tomaba conciencia, se acordaba confusamente del escándalo que había provocado en casa de su madre. «Esta vez se acabó, pensó… ¡Ella ha descubierto como estoy! ¡No me atreveré a volverla a ver nunca más!» Hacia las siete, tuvo hambre. Pidió a François que le sirviese una ala de pollo y un poco de ensalada de chicoria. También tenía ganas de un postre. Busco en sus recuerdos lo que le gustaba antaño: un suflé de crema de arroz vainillado! François le dijo que no había nada más fácil. Para su gran sorpresa, comió con buen apetito. Después de cenar, volvió a caminar a través del salón y del comedor. De vez en cuando llegaba hasta la cocina, donde Raymond y François estaban jugando al dominó. Se detuvo ante la puerta y los miró, pero no encontró nada que decirles y volvió a su caminata. Hacia las once, subió a acostarse y François le sirvió una taza de manzanilla. Su espalda le dolía terriblemente. - He debido desplazar una vértebra, esta tarde. ¿Me has visto caer? Y como François le respondiese que no, él le tomó por el brazo: - ¡Quédate cerca de mi! ¡Sobre todo, no me abandones!
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François se instaló en una silla cerca de la cama. Él todavía tuvo ganas de comer un racimo de uvas, pero cuando François se levantó para ir a buscarlo a la cocina, él lo detuvo: - ¡No, no! ¡No quiero quedar solo! François se volvió a sentar. Daba vueltas y más vueltas en la cama, sin encontrar una posición que pudiera aliviar su espalda. Estaba exhausto. Sintió que se había puesto a sudar. - Dame la mano, por favor, pidió. François le dio la mano: - ¿Desea que vaya a buscar al doctor Daremberg? - No, no… ¡Quédate aquí! ¡Te necesito a ti! Él mantuvo su mano cogida a la de François un momento, luego sintió que se dormía. Cuando despertó, eran las tres de la madrugada. No había nadie en la habitación. Su espalda ya no le dolía. Se levantó. Sus piernas respondían bien. Flexionó las rodillas e hizo algunos movimientos gimnásticos, luego fue hasta el espejo y se miró. - ¡No reflejar!, murmuró. Veía mover sus labios. Repitió: - ¡Sobre todo, no reflejar! Dio la espalda a su imagen, abrió el secreter y extrajo su revolver. Verificó rápidamente que el seguro no estaba puesto, lo apoyó contra su sien y disparó. Una quemadura terrible le desgarró la frente. El estruendo de la explosión lo dejó sordo. No oía más que un silbido estridente en sus oídos, pero todavía veía con claridad todos los objetos a su alrededor. - ¡Mierda!, pensó. ¡He fallado!
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Apoyó el revolver bajo su mentón y disparó una segunda vez. La misma quemadura le desgarró la garganta, pero la habitación continuaba allí. Arrojó el revolver al suelo y se precipitó afuera. Bajó corriendo la escalera. Entró en el salón y buscó a tientas el puñal de Gisèle, sobre el velador. Lo encontró y trató de hundirlo en su cuello. No logró clavarlo. - ¿Qué es lo que ocurre?, se dijo. ¿Qué es lo que pasa? Unas manos lo habían agarrado. Oyó a alguien gritar, como a través del algodón: -¡Raymond! ¡Raymond! Era François que le retorcía el brazo. Él trató de desasirse, pero estaba demasiado débil. Cayó y sintió el cuerpo de François que lo atenazaba. Comprendió de pronto que lo que había pasado. Se puso a gritar: - ¡Has cambiado las balas! ¡Cabrón! ¡Has cambiado las balas! ¡Quedas despedido, entiendes! ¡Te despido! ¡Devuélveme mis balas! ¡Ladrón! - ¡Raymond! ¡Raymond!, continuaba gritando François. Tenía su rostro contra la alfombra. Sintió algo húmedo en su mejilla. Se lamió: era sangre. Se puso a gritar: - Es mi garganta, ¿la has visto? ¡La he cortado! ¡Es una prueba! ¡Suéltame, imbécil! ¡Soy inmortal! ¡Suéltame! Pero no tenía fuerzas para debatirse. Raymond había debido llegar al salón. Sentía que alguien le bloqueaba las piernas, mientras que François le mantenía los brazos detrás de la espalda. - ¡Inmortal!, gritó, en un último esfuerzo. Y todo desapareció.
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Más tarde, se encontró atado a su cama. La puerta de la habitación estaba entreabierta y oía susurrar en el rellano. Eran las voces de Daremberg y de François, pero no conseguía comprender lo que decían. Movió la cabeza en todos los sentidos. Sintió que tenía un vendaje alrededor del cuello. Frunció las cejas y se dio cuenta de que tenía otro alrededor de la frente. «¡Heme aquí bien!», pensó. Cerró los ojos y todo desapareció de nuevo. Ahora, no tenía ni siquiera idea del día en el que estaba, ni mucho menos la hora. Seguía atado a la cama. Observó a Daremberg y a François de pie ante él, que le sonreían. Daremberg estaba preparando una jeringuilla. Él comenzó a gritar: - ¡Es la guerra, François! ¡Es la guerra! ¿Estás preparado? ¡Hay que partir! François demudó su rostro: - ¡Eso no corre prisa, Señor! ¡Partiremos mañana! Él trató de levantar la cabeza: - ¿Mañana? ¿Por qué, mañana? ¿Tienes miedo? ¡Yo quiero partir enseguida! ¡Es la revancha! ¡La revancha! ¡Esta vez tendrán su merecido! ¡Lo tendrán! Volvió a caer hacia atrás. Daremberg se acercaba para ponerle una inyección. Él quiso tender su brazo pero no podía moverse. Sintió la aguja hundiéndose en su vena. Miró a Daremberg, que le sonreía, luego el rostro despareció. Estaba sentado en la cama y era de día. Daremberg tenía un brazo pasado alrededor de sus hombros, y François sostenía un orinal ante él. Él suspiró: - Esta casa, ya tengo bastante… ¡Nada más que sífilis por todas partes! ¡Yo no tengo la sífilis!
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Y levantó los ojos hacia François: - ¡Díselo, tú que me conoces! ¡Se trata de un herpes! - ¡Ellos los saben bien, Señor!, respondió François. Miró a Daremberg: - ¡Convendría que me quitasen toda esa sal que tengo en el cuerpo! ¡El mal viene de ahí! - ¿Has orinado hoy? Preguntó Daremberg. Él rechazó el orinal. - ¡No! ¡No mearé! - Si no bebes, tus riñones corren el riego de bloquearse. ¡François dale agua! - ¡No! ¡No quiero! ¡No mearé! - ¡Entonces habrá que sondear! - ¡Jamás! ¡Jamás! Yo orino piedras preciosas! ¡Hay que meterlas en una caja fuerte! Quiso levantarse, pero sintió que Daremberg le obligaba a permanecer sentado. Él le gritó: - ¡No me toques! ¡Soy el hijo de Dios! ¡Jesucristo se ha acostado con mi madre! Y como Daremberg lo siguiese reteniendo: - ¡Apártate! ¡Ya te he dicho que soy el hijo de Dios! ¡El hijo de Dios! Se debatió, pero ellos eran más fuertes. Raymond y un hombre vestido con una bata blanca acababan de entrar en la habitación. Entre cuatro lo obligaron a acostarse sobre su vientre, luego sintió que lo embutían en una camisa que le tiraba los brazos hacia atrás. - ¡Están locos!”, pensó.¡Helos aquí poniéndome una camisola! El sol se ocultaba, cuando salió al jardín. Tenía los brazos atados a la espalda. El hombre de la bata blanca lo
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sostenía de un lado, François del otro y Daremberg caminaba delante de ellos. Pasó al lado de su parterre de claveles y comprobó con placer que algunos brotes ya estaban a punto de eclosionar. Un coche esperaba delante del chalet. Comprendió que se lo llevaban para siempre. Se volvió hacia la casa: las contraventanas estaban cerradas. Se debatió emitiendo un aullido. - ¡A la estación!, oyó a François decir al cochero. El hombre de la bata blanca y Daremberg lo empujaron al interior del coche. Él aulló con más intensidad. - ¡No! ¡No! exclamo Daremberg. ¡A la estación no! ¡Al puerto! ¡Hay que llevarlo al puerto!. Él todavía aullaba, cuando llegaron, pero se calló cuando vio el Bel-Ami. -¿Quieres ir hasta tu barco?, preguntó Daremberg. Él afirmó con una señal. Sintió que le desataban los brazos. François y el hombre de la bata le quitaron su camisola. Daremberg abrió la portezuela y lo ayudó a descender. Lo rodearon y caminaron con él hasta el borde de la dársena. Observó a Bernard sobre el puente, que lloraba con su gorra en la mano. «Tanto he cambiado, pensó.» Se volvió hacia François: - Estos son mis cabellos, dijo. Encuentro cada día más sobre la almohada. ¿He aquí que este otro imbécil también iba a echarse a llorar? Se estremeció: - Tengo frío. Quisiera regresar. Dio media vuelta y ganó el coche sin esperarlos. Se sentó en el asiento de atrás, pidió a François que le echase una manta sobre los hombres. El hombre de la bata blanca y
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Daremberg se sentaron frente a ellos. De pronto se sintió muy tranquilo, casi descansado. - Tengo una terrible falta de sueño, estos últimos tiempos, dijo a Daremberg. Y como el coche se alejase hacia la estación, arrojó una última mirada al puerto. El sol acababa de ocultarse en el horizonte. El mar parecía consumirse en un incendio. Pensó que en esta estación como en las venideras después de él, el cielo permanecería siempre como lo veía hoy: un hueco muy abierto, que no sería nunca llenado con nada, infinitamente rojo y estúpido, pero felizmente inútil.
Paris, Agosto 1981-enero 1982.
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Guy de Maupassant fue internado el 7 de enero de 1892 en la clínica del doctor Blanche, en Passy. Allí sobrevivió dieciocho meses, hundiéndose progresivamente en la afasia y la parálisis general. Murió el 6 de julio de 1893. El 5 de agosto del mismo año habría cumplido cuarenta y tres años. Su servidor François, negándose a abandonarlo, entró con él en la clínica y le sirvió hasta el final.
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DE PHILIPPE MADRAL
Le Théâtre hors les murs, essai, Le Senil, 1969 Le Chevalier au pilon flamboyant, theatre, adaptación según Beaumont y Flerchet, Stock, 1971; Gran Premio de Humor negro, 1971.
Teatro: Dehors dedans, Centro Dramático del Norte, 1972 Deux et deux font seuls, Teatro del Este Parisino, 1074. Qu’est-ce qui frappe ici si tôt?, Teatro Montparnasse, 1974. L’Êternité depuis le début, Teatro Odeon, 1974 C’est la surprise, Blancs-Manteaux, 1977 La Manifestation, Teatro Odeon, 1978. L’infini est en haut des marches, Antena 2, 1982.
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Este libro se acab贸 de traducir en Pontevedra, el 9 de septiembre de 2007.
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