La Casa de Campo

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LA CASA DE CAMPO El refugio de la Infancia 15/03/2012 Morice


“Nada causa tanta tristeza como la muerte, más cuando no es de personas que amamos sino de sitios que nos llenaron de recuerdos y por el destino para siempre abandonamos”. Empezaban a asomarse las primeras luces de la mañana y mi tía Ana ya estaba merodeando por todos los rincones de la gran casa. Ya había llegado la luz eléctrica a este rincón escondido a unos pocos kilómetros del pueblo, pero aun así, y tal vez por costumbre, la tía Ana seguía haciendo sus quehaceres a la luz de la todavía incipiente mañana. Cada vez que podía me escapaba y dejaba a un lado los cuadernos que la profesora recién había revisado y me había señalado con una A de “Acaso hiciste algo?”. Contaba los días para que llegara el viernes de cada semana y de esta manera solamente hacia la maleta y de nuevo a visitar la tía Ana, o mejor, a disfrutar de aquella casa maravillosa que iba a ser parte de tantos recuerdos. Distaba la casa unos dos kilómetros, los cuales caminaba rápidamente tratando siempre que la noche no me hallara aun en el camino. El ruido de las cigarras y la luz de las luciérnagas me daban una sensación extraña en medio de la soledad del camino, y siempre trataba de anticiparme y no ser parte de aquellas historias que escuchaba de los viejos del pueblo: La llorona, el mohán y la patasola. Unas veces tomaba una rama cortada de algún árbol en el camino y luego de quitar sus hojas y ramas más pequeñas colocaba un extremo al piso y la llevaba recorriendo el camino remplazando un carro de juguete que no tenía. El sonido de la rama me generaba compañía durante todo el trayecto hasta llegar a la casa. Solo me llevaba veinte minutos llegar. Al salir del pueblo pasaba primero por un puente que se alzaba sobre una hermosa quebrada corrientosa de color azul claro pero que en días de Invierno se convertía en una fiera feroz y oscura devorando todo lo que se encontraba a su paso incluyendo la casa de los Rodríguez; que fue construida para su mala fortuna, en el borde de la montaña y poco a poco, fue cediendo a la naturaleza. Esta quebrada muchos años después aparecía en mis pesadillas totalmente salida de su cauce generándome tantos miedos porque debía atravesarla. Luego pasaba por una de las casas mas visitadas por los caballeros del pueblo. Aquella casa, parecía sacada de una película de Vampiros pero con un nombre de playa brasileña: COPACABANA. A medio construir, como un castillo a punto de caer, varias puertas y ventanas, con una salida hacia la quebrada y muchas, muchas luces de color rojo. Al principio no lo sabía, pero poco a poco luego de recibir de unas bellas damas los saludos y algunos gestos que eran nuevos para mí, exceso de maquillaje y algunas con unos kilitos de más que se alcanzaban a ver fuera de sus cortas blusas, empecé a entender que eran parte importante de la vida del pueblo. Desde el camino se divisaban otras casas que parecían abandonadas, nunca veía alguna persona cuando por allí pasaba, parecían casas fantasmas, pero sabia que de alguna


manera detrás de ellas había alguien porque sus plantaciones seguían dando sus frutos para ser recogidos en la próxima cosecha. Me llamaba la atención una en especial, grande, amplia, con columnas de guadua alrededor de la casa, y tejas de zinc. Esta casa era especial porque su dueño, otrora cliente de mi madre en sus labores de inyectologia, estaba aun en la pequeña cárcel del pueblo por haberle quitado la vida en una riña a uno de sus mejores amigos. Las riñas eran algo natural en el pueblo, mas cuando mi casa estaba a pocos metros de ellas. En cada una de las tres esquinas había una cantina en donde departían cada fin de semana los trabajadores de las fincas de la vereda cercana. Sombrero grande, Botas pantaneras, y machete terciado a la cintura, era la típica indumentaria de estos personajes que cada fin de semana veía bajar en los largos vehículos escalera; unos dentro y otros arriba al lado de los racimos de plátanos y los atados de panela para la venta en la plaza de mercado. Venían a dejar su jornal obtenido luego de una ardua semana en trabajos del campo. No faltaba la música de Lupe y Polo, Antonio Aguilar y otros mas embajadores de la música Mexicana, cuyas letras de canciones los incitaban a ser mas valientes, no tenerle miedo a la muerte y recordar los amores perdidos o que se fueron con su mejor amigo. Ahora entiendo porque me sé de memoria alguna de ellas cuando las vuelvo a escuchar en alguna parte. Mañana y tarde se reunían a beber el aguardiente de la región, con un sabor a anís que disimulaba la pureza del alcohol, pero que después de una o dos copas, sabían mejor, ya que yo mismo fui envuelto en su fragancia años después cuando no pasaba mis quince. Mas de una vez me halle a una de estas riñas que quedaron marcadas en mi mente de niño para siempre, solo bastaba una mala mirada, una mala palabra o un breve desacuerdo para desatar una feroz pelea, que incluía asientos por el aire, botellas y al final el sonido de los machetes afilados en el piso, que cercenaban miembros y quitaban la vida incluso a hermanos de una misma familia. Las imágenes no me dejaban dormir, sobre todo una en la que al frente de mi casa, una botella estrello la cara de un desafortunado y su rostro se transformo en un rojo escarlata sin figura ni forma. Siempre quedó en mi memoria. La tía Ana ya demostraba cansancio, luego de muchos años de trabajos de campo, alimentando los peones y a la vez como una segunda mama para sus hermanos. Pasaba horas y horas detrás de su máquina de tejer. Había sido su pasión de toda la vida, y había aprendido sola con las revistas de confección que alguien le enviaba frecuentemente, todo esto bajo la luz de las velas, cuando aun no había llegado la luz eléctrica. Recuerdo la primera camiseta blanca que me hizo, estaba feliz con ella porque me iba a servir para mi juego de futbol en la escuela luego que mi madre le cociera en la parte posterior un gran número nueve también en tela, pero mi alegría no duro mucho. Como todo niño inquieto y


curioso, en las ferias que hacían honor al cacao, fruto del que hablare mas adelante y que realizaba mi pueblo cada año, se realizaban justo para la fecha que mi tía me había regalado la camiseta. Junto a otros niños de mi edad nos subimos a un bus escalera que seguía la caravana de comparsas y la banda del pueblo, y no se si por jugarnos una broma, nunca lo supe, su conductor tomo otra ruta diferente tomando la salida del pueblo como si fuéramos hacia otra ciudad. Fue tal mi terror que me llevara a alguna parte que no conocía, y pensando en como iba a regresar, tome la decisión absurda y casi mortal, de lanzarme del vehículo en movimiento cuando iba pasando el puente que queda fuera del pueblo. Ya pueden imaginar que sucedió y como quedó mi camiseta nueva, ya que por la inercia rodé hacia adelante varios metros dando botes, con fortuna sin salirme del puente y sin que hubiera pasado otro vehículo, hasta terminar sentado sobre el asfalto. Más que los golpes y moretones que tenia, y más que la paliza que esperaba me dieran mis padres, lo que dolía en ese momento, era que ya no podría utilizar mi camiseta nueva en el partido inaugural de futbol de la escuela. Pero se notaba el cansancio, lento caminar y encorvado, ojos apagados y tenues. - Los años no llegan solos -, me decía, y creo que añoraba esos años cuando aun los sonidos de muchas personas llenaban la casa, y ahora, sola, o casi sola, porque yo ahora llenaba su soledad. Yo era parte de esa soledad que tratábamos de disimular, - debemos acompañarla, se siente muy sola, me decía mi padre- , y por eso, nunca fue problema que yo estuviera allí cada fin de semana. Uno a uno, todos se fueron yendo, primero sus hermanos, buscando rumbos desconocidos tras nuevos horizonte, luego sus hermanas, un poco mas cerca, pero casi nunca hablaban. No existía entonces más comunicación que las cartas, pero había algo más que las hacia siempre distantes. Poco a poco todo fue decayendo, fue la primera muerte de la casa. Finalmente abuelo y abuelo se fueron para siempre, para ese lugar en donde siempre esperamos que alguien desde allá nos de alguna señal, para saber qué vamos a encontrarnos cuando nosotros lleguemos allí. Mi padre era el quinto de los siete hermanos, criado como todos, con el azadón en la mano, las manos fuertes y siempre vigorosas. Solo un asma pudo detener su coraje y empeño para sacar adelante la cosecha, y fue entonces cuando supo que lo suyo no iba a ser quedarse trabajando en el campo, debía buscar algo mas, y supo entonces, después de pasar horas y horas leyendo bajo la luz de las velas los folletos de educación a distancia que le enviaban desde los Ángeles, casi en penumbras, que lo suyo era la electrónica. La electrónica que le quito años de visión y años de paciencia, pero era su vida. Nunca encontré alguien que devorara como el, tantos libros y cualquier tipo de lectura, era su pasión. Nada nunca pudo con el, siempre


encontraba la solución a todos los problemas, desde una simple conexión, hasta el mas complejo daño por algún elemento difícil de identificar. Era una casa muy grande para tan pocos ocupantes, la entrada daba al camino principal y era hecha de tres maderos horizontales, y dos maderos verticales, cruzados por alambre para evitar que algún intruso pudiera colarse por allí. Estaba rodeada por alambre de púa, que servía como disuasivo para animales o personas. Cuatro líneas horizontales de alambres llegaban cada dos metros a postes de madera verticales de un metro, los cuales lo mantenían tenso. No era grande el terreno aledaño y cultivado de la casa, pero para mí y para mis años, era un inmenso y bello lugar, como si hubiera sido diseñado previamente para que cada cosa estuviera donde le correspondía. En un pequeño terreno de no mas de dos metros de ancho que recorría todo el frente de la casa se destacaba el jardín, había arboles frutales, que daban las mandarinas y naranjas mas sanas y deliciosos, pero que también por su ubicación, eran presa fácil de extraños que por allí pasaban. La casa había sido construida años atrás, las paredes tenían una mezcla de barro y estiércol de vaca sostenida por guaduas, que juntos generaban un material consistente y resistente incluso a los sismos. Estas paredes tenían algo así como dos metros de altura, al menos eso era la impresión que yo tenia, y la armazón o techo estaba cubierto por tejas de zinc que daban un ruido aterrador en las noches de lluvia y tempestad. Las paredes estaban pintadas de cal, que era un polvo blanco obtenido de la piedra caliza luego de un proceso de calcinación que se mezclaba con agua y se aplicaba con un hisopo, que no era más que un atado seco de hojas de fique debidamente agrupadas. Algunas ocasiones tuve la oportunidad de ayudar en las labores de pintura con este hisopo y por la poca destreza en su utilización terminaba tan blanco como una cucaracha criada como mascota en una panadería, pero la recompensa era que la casa lucia viva. Las paredes de la casa también estaban adornadas en su parte exterior y subiendo un metro desde el piso, por una franja horizontal de color azul, dándole más elegancia. Las puertas de la casa eran fuertes y grandes, hechas de madera maciza y aseguradas con candados pesados y grandes de cobre que utilizaban largas llaves de una o dos muescas en su extremo. Las ventanas eran grandes de madera forjada con bellos barrotes para dar más seguridad. Una pequeña sala daba la bienvenida a quien llegaba, y desde allí se podía ingresar a izquierda y derecha a los cuartos de dormir. Siempre me causaba curiosidad el cuarto de la derecha porque permanecía cerrado y nadie dormía allí, algún secreto debía guardar. Siguiendo adentro desde la sala podíamos descubrir cuan grande era todo, habían dos pequeños cuartos destinados solamente a guardar los elementos y maquinas de trabajo: machetes, picas, azadones, la descerezadora, las cantinas para la leche y muchos otras cosas que expelían un olor muy particular, que impregnaban la ropa con una mezcla de olores a Cacao, caña y


leche de vaca, que no eran desagradables. La cocina era típica de las cocinas de campo, una estufa de leña con cuatro hornillas que le daban un sabor especial a la comida y cuyo humo adornaba las paredes con un color negro oscuro. Para mi nada era más delicioso que un plátano verde asado al calor de las brasas bajo la estufa, y relleno de chicharrón. Estaba acompañada la estufa con grandes cajones en donde se guardaban ollas, utensilios y todo lo que se necesitaba para disponer de la comida, y ganchos en los techos colgaban manteniendo canastos de mimbre en donde se guardaba comida fuera del alcance de los escurridizos gatos; era el segundo lugar donde más permanecía la tía Ana después de su rincón de coser. Desde la casa se podía seguir hacia tres diferentes lugares: hacia la izquierda un pequeño viñedo daba inicio al patio que contenía también un trapiche de palo y un horno redondo de barro, y terminaba cuando empezaban terrenos de pastos para el ganado y una pequeña llanura donde disfrutábamos acostándonos y dejándonos rodar. Hacia la derecha y luego de bajar varios escalones por el desnivel de la casa, llegábamos a la labranza pasando por tres o cuatro arboles inmensos que daban frutos exóticos tales como guamas, madroños, caimos y otros que nunca más volví a ver, en ninguna plaza de pueblo. Finalmente si seguíamos derecho desde la sala, y dejando atrás el baño de hueco, llegábamos a un hermoso bosque de arboles que a lado y lado formaban un camino casi romántico hacia un arroyo frio, rápido y cristalino. El baño de hueco siempre me intrigo porque había sido diseñado con una ingeniería desconocida porque nunca vi que tuviera fondo, tanto que sentía miedo que en algún momento y por mi frágil contextura pudiera caerme en él y nadie pudiera escucharme y salvarme. No había nada más excitante y hermoso para mí, que salir a descubrir cada rincón de la casa y sus alrededores, encontrando cada vez cosas diferentes, como una pequeña fuente de agua que brotaba de la tierra y que estaba en la base de un gigantesco árbol. Podía seguir el arroyo que le daba toda la vuelta a la labranza, generando en algunos lugares hermosos saltos de agua; claro, yo nunca me atrevía a entrar al agua, tenia terror que sus treinta centímetros de profundidad y su corriente pudiera arrastrarme. Solamente colocaba hojas grandes y secas y como barcos navegaban al vaivén de la corriente. Yo como el capitán de un bergantín con una rama larga dirigía su rumbo hacia lo desconocido, pero de vez en cuando una de mis embarcaciones naufragaba, dejando a la deriva en medio de la corriente a sus pasajeros; pequeñas hormigas bien escogidas y entrenadas para afrontar semejante viaje, pero era el riesgo que entre todos asumimos y debíamos afrontar. El arroyo terminaba o más bien, nos dejaba, en el extremo sur de la labranza, en un guadual que formaba una maraña de túneles, que aprovecha yo para convertirlo en mi cuartel de mando, desde donde planeaba todas mis operaciones.


No teníamos vecinos cercanos, los únicos que había estaban al otro lado del camino principal, y un poco más allá, cuando me acercaba al límite norte, me sentaba a esperar para ver salir una niña rubia de su casa, que al verla me generaba cosas que no sabía explicar a esa corta edad. Nunca logre que en mi pusiera sus ojos, por supuesto, nunca ella supo que yo estaba allí observándola. Fue mi amor platónico hasta años después, cuando descubrí que jugaba a cosas extrañas con un amigo suyo. La labranza tenia exclusivamente arboles de cacao de entre cuatro y cinco metros de altura, que daban unos frutos grandes y rojos que llamábamos mazorcas, y que después de abrirse mostraban unos granos envueltos en una lana blanca que al paladar se sentían dulces y placenteros. Se hacían tareas de acopio de los frutos bajándolos con un palo largo que tenia un gancho en el extremo. Nos reuníamos alrededor de montañas de frutos y la misión era abrirlos para dejar los granos solos, independiente si los queríamos saborear o simplemente dejar que siguieran su proceso en la cadena de secado y venta; eso si, tenía que tener cuidado porque si disfrutaba muchos granos de cacao, era posible que terminara un buen rato en el baño de hoyo al que tanto temía. Los granos llegaban a una gigantesca plancha de cemento ubicada bajo un techo corredizo de madera, y allí luego de dos o tres días cuando el sol hacia su tarea, se empacaban en sacos grandes. Esa era la parte fácil, reunir, secar y empacar nuevamente los granos de cacao. La parte difícil para mí era que esos granos tenían que ser trasladados al pueblo luego que hubieran secado para ser vendidos en los silos que estaban destinados para ello. Es decir, tenía que hacer el mismo recorrido de la casa al pueblo, con la diferencia que tenia que hacerlo con veinte o treinta kilos de pesados granos de cacao al hombro o casi arrastrados, recorrido que ya no hacia en veinte o treinta minutos sino en casi una hora de agotador viaje. Sé que antes que yo tuviera uso de la razón y pudiera recordar tantos detalles, años atrás vacas pastaban tranquilamente en la parte de los pastizales, y prueba de ello eran dos o tres cantinas de unos cuarenta litros de leche que estaban ya guardadas y sin uso alguno. Nunca supe ni pregunte porque ya no estaban, supongo ahora, que ya no había nadie quien pudiera cuidarlas ni ordeñarlas para extraer su leche. Al lado de los pastizales de más de un metro de altura se alzaba también un cañaduzal que alimentaba en épocas de cosecha un trapiche de palo, que tenia dentro tres cilindros también de madera por donde pasaban los tallos de caña, que eran aplastados y exprimidos para sacar un delicioso jugo de color oscuro con espuma blanca. Era el conocido “Guarapo” que muchos disfrutaban con sumo de limón y un buen pan recién sacado del horno de barro. Pero el trapiche no daba vueltas solo, se colocaba un burro, un asno o un caballo que empujara un largo eje horizontal que estaba conectado a la base central, y permitía que a cada vuelta los


cilindros se movieran exprimiendo la caña; y cuando ya no estaba el burro, el asno o el caballo, cuán difícil era para las personas hacer ese trabajo reemplazándolos. La labranza como llamábamos nosotros las tierras cultivadas de Cacao y uno que otro palo de Café, parecía un bosque oscuro porque los arboles grandes no permitían el ingreso pleno de la luz del sol, mas que algunos tenues rayos que lograban filtrarse, tenia muchos caminos que me permitía correr como en un laberinto; perdiendo a veces la noción de donde estaba. En una de tantos juegos solitario, en las que imitaba un auto de carrera, corría y corría tan rápido como podía logrando la sensación de velocidad como la que se logra cuando vamos en una bicicleta, y de repente, sin tener la oportunidad de ver o detener la marcha, hubo algo que me tomo del cuello y volteo en el aire, al punto de perder unos segundos la respiración. No se cuantos minutos estuve allí, tendido bocarriba en el piso, lleno de polvo y con un gran dolor en el cuello, tal vez fueron minutos o tal vez fue una hora, no lo se. Como pude me puse en pie nuevamente, aun estaba adolorido y sin tener plena conciencia que había pasado, hasta que pude darme cuenta de lo que había sucedido y de mi grave error; había traspasado la frontera de la labranza y llegado al área de tendido de ropas de la tía Ana en donde alambres casi invisibles, tendidos horizontalmente de un árbol a otro, aunque esta vez ninguna prenda estaba allí que me hubiera advertido, detuvieron mi veloz carrera justo a la altura de mi cuello, dejándome una larga marca roja. Era una marca parecida a la que había visto en la escuela en la película de terror de Frankestain, en donde una cabeza había sido implantada en el tronco de otra persona. Siempre me he preguntado porque el alambre justo estaba a la altura de mi cuello. Creo que esa vez tuve mucha suerte y seguramente por mi flexible cuerpo no tuve una lesión mayor, sino tal vez no me hubiera dado la oportunidad de recordar esos momentos. De los hermanos de mi padre les había referido que unos marcharon lejos a buscar fortuna, entre ellos su hermana menor. Berenice era la menor de todas e igual que la tía Ana había aprendido el arte de la modistería logrando tal destreza que no le fue difícil conseguir un buen empleo en una ciudad distante. Era callada, muy seria, muy trabajadora y sobre todo muy organizada, admiraba su caligrafía manuscrita que solamente la volví a ver en los escritos de mi padre; tenía ritmo y poesía. Pero por cosas del destino, de la mala fortuna o tal vez por la mala fe de algunas personas, fue engañada de forma ruin por un hombre, seguramente para que ella hubiera accedido a algún oscuro capricho, y le dieron a beber alguna pócima extraña que termino con sus días de lucidez y conciencia. A partir de entonces para Berenice, y se extrañaran porque no me refiero a ella como la tía Berenice, pero dejo eso para luego, su mundo se convirtió en un mundo de irrealidad que la llevaba algunas veces a sus diez años de edad, jugando con muñecas y actuando como


si estuviera nuevamente en esos años, y otras veces, algún ser la poseía y hablaba cosas extrañas, gritaba a voz tendida, y se volvía como un animal feroz que la llevaron nuevamente de regreso a la casa, y luego a un sanatorio donde fue completamente olvidada. Cuando estaba en la casa, permanecía encerrada solitaria en el último cuarto, no le faltaba la comida, pero le faltaba lo más importante, la interrelación con las personas y el mundo real, no los imaginarios con los que hablaba. Aun continuaba escribiendo de forma hermosa, pero ahora no lo hacia sobre cuadernos o libretas, ahora lo hacia sobre los libros que aun quedaban de la niñez de la familia; la biblia, literatura, y en fin sobre cualquier libro que tuviera a su alcance, dejándolos inservibles. No faltaba que vinieran de vez en cuando los primos que estaban en otra ciudad, nos reuníamos unos cuatro o cinco niños incluyendo a mi hermano que me llevaba solo un par de años más. Los juegos iban y venían, algunos nuevos para mi porque algo se aprende cuando se esta en una ciudad, pero que también hacia que fueran manipulados y controlados por ellos. Me gustaban más los clásicos juegos, las escondidas, jugar a la guerra con improvisadas armas de madera o con ramas caídas de algún árbol. Pero luego, de nuevo la soledad, volvíamos a ser mi tía y Yo. Los primos se convertirían en doctores y nunca más regresaron. La tía Ana también había sido feliz alguna vez, alguien había pasado por su vida dándole un hermoso bebe como compañía, para luego partir dejándola sola con el. No tengo ni me interesaron nunca los detalles de aquello, lo único importante es que ese niño fue la luz de su vida y que con los años, luego de sacrificios logro ser en la vida un importante ingeniero con un poco de ayuda de mi padre para que pudiera terminar sus estudios en la capital. Tuve oportunidad de conocerlo en contadas ocasiones que venia a la casa. Era un hombre integro, inteligente, bondadoso, y sobre todo era un artista dibujando. Fue la primera vez que supe que se podían dibujar hermosos paisajes con una técnica que incluía carboncillo y zumo de naranja agria que no faltaba en la casa, el resultado: atardeceres o amaneceres hermosos cobijados por la luz del sol. Fue también mi padrino de confirmación y me obsequio el estreno completo de ese día con el cual lucia radiante y feliz. Gracias a él, empezaron a llegar cosas novedosas a la casa para remplazar algunas que iban perdiendo valor: la plancha eléctrica que remplazaría la pesada plancha manual que calentaba cuando se le metían en su interior trozos de carbón ardiente; una nevera que incluía un deposito exterior en donde solo era colocar un vaso y el agua fría empezaba a llenarlo para saciar nuestra sed; un moderno televisor donde la tía Ana veía los novelones importados remplazando un antiguo televisor incrustado en un mueble de madera de metro y medio de ancho con patas en cada lado.


Todo estaba predestinado y la casa lo sabía, sus techos empezaron a tomar un color marrón oscuro, las paredes empezaban a soplarse y a dejar caer pequeños pedazos blancos sobre el piso, los arboles se empezaban a doblar, los pastos crecían y crecían. Era la angustia que sentía porque la Tía Ana, la ultima expresión de su historia, se fue con su hijo a vivir a la capital. Ya no fue lo mismo desde entonces, mis viajes siguieron de todas formas, ahora no para acompañar a la tía Ana, sino para cuidar la casa en las noches oscuras gracias que a mi corta edad aun no le temía a muchas cosas. Ahora tenía la casa para mí solo, pero esta ya no era la misma. A pesar de mi corta edad no temía quedarme solo en la inmensa casa, tal vez por eso con los años me dan más miedo los vivos que los muertos. El silencio de la noche me absorbía y me obligaba a dormir antes de las siete de la noche y poco a poco dormía arrullado solo por el sonido de las cigarras. Solo en una ocasión pude sentir algo que no era normal y que no distinguía si era parte de la realidad o ya estaba inmerso en el sueño. Dentro de esos últimos instantes antes de entrar al sueño sentí una fuerza que me paralizaba y no me dejaba moverme, y a la vez me impedía respirar. Fue sentirme que me transportaban a otro lugar fuera de mi cuerpo pero al poco tiempo pude regresar para poder levantarme sobresaltado. La casa sentía la angustia y la soledad. Ya mi padre tampoco podía él solo con la administración a la distancia de la casa y su cosecha, de tal modo, que su suerte estaba echada. No había más remedio, debían venderla. Poco a poco, debimos sacar las pocas cosas que aún quedaban, revistas, libros, herramientas, ropa, etc. Fue la primera vez que puede ingresar al cuarto secreto en el que nadie podía ingresar, y finalmente lo supe; había sido el cuarto de los abuelos y allí se guardaban todos los recuerdos de la familia. Todo empezó a llegar a la casa del pueblo para ser almacenados en un rincón, de donde cada uno de los herederos empezaba a seleccionar que llevarse. Afortunadamente nadie se interesó en los pequeños libros del lejano oeste que narraban maravillosas historias de duelos a muerte y vaqueros con manos prodigiosas para disparar antes que los forajidos, y las revistas llamadas “Selecciones del Reader´s Digest” que siguieron alimentando mi cultura e imaginación con artículos favoritos de la segunda guerra mundial, dobles espías, ataques de animales al hombre y en general diversas historias de la vida real. Con ellas aprendí que había un mundo más allá de mi pequeña frontera, el cual esperaba algún día conocer. Fue la casa de la infancia, de los recuerdos y de los sueños. El tiempo parecía eterno y nos transportaba al viento. Correr y jugar era lo único cierto, la felicidad nos envolvía y nos


llenaba de aliento. El misterio y la imaginación llenaban el ambiente, como no recordarla si aún sigue en mi mente. De aquella casa ya no queda nada, la nostalgia me invade cuando paso hoy frente a ella tantos años después. El destino nos la quito de las manos, pensando tal vez para ella una mejor suerte, pero no fue así. No me atrevo a entrar, solo miro desde fuera lo que de ella queda. Ya de aquel arroyo cristalino no hay nada más que un hilo de agua. Los grandes árboles fueron cortados para ampliar el terreno para la nueva casa, que si bien ahora es más fuerte por tener materiales más nuevos, carece de vida y calor. Está triste y abandonada y ahora, tantos años después, todo parece más reducido, seguramente porque crecí y se perdió la esencia de la real forma de las cosas. Quizá el espíritu de aquellas cosas nunca nos perdonó que la hubiéramos abandonado para siempre o quizá, perdieron la memoria irremediablemente, como la tía Ana.

En memoria de la Tía ANA


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