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El fantasma del castillo Catle
El fantasma del castillo Catle
Mary Paz Soria Andrade Esc. Jaime Nunó • Mpio. Celaya
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abía una vez una princesa de cabellera pelirroja, ojos verdes y mirada perspicaz, llamada Azul. Desde niña veía cosas que los demás no podían ver, notaba gente muerta en el castillo donde vivía con su padre, y podía incluso, hablar con ellos en ciertas ocasiones. H
Un día, harta de todos estos sucesos, acudió con el brujo del reino. El brujo era conocido como Roscuen, un joven alto, delgado y de ojos color cobre, el cual, acababa de recibir como herencia de su abuelo el puesto de curandero y brujo de la familia real.
Roscuen, primero decidió inspeccionar el castillo, tratando de hacer un diagnóstico. Al final, el fantasma logró comunicarse con él y le dijo que debían sacar su cuerpo de una de las paredes del castillo que estaba cubierta con un tapiz negro. El fantasma les explicó que su abuelo lo había encerrado allí cuando le quitó su tesoro.
Para que el fantasma dejara a la familia real en paz y que pudiera descansar su alma, tanto Roscuen como Azul debían pasar tres pruebas: en la primera, debían cortarle una pluma al ave fénix más hermoso que hubiera en el reino y traerla hasta el castillo. La segunda prueba era que debían extraer un doblón del tesoro del viejo dragón de la montaña Rubí y traerlo, igual que en la prueba anterior, al castillo. La tercera y última prueba consistía en que los dos tenían que sacrificar el tesoro más valioso que poseían y arrojarlo al río Esmeralda, de lo contrario, debían arrojarse los dos a las aguas heladas y profundas del río.
Los dos muchachos, más que dispuestos a todo, cumplieron las dos primeras pruebas sin ninguna complicación. Sin embargo, cuando llegaron a la última prueba, los dos se mostraron algo dudosos.
—No estoy segura de querer arrojar al río mi preciado collar de rubíes y diamantes— dijo Azul.
—Yo tampoco estoy seguro de querer sacrificar el libro de conjuros contra fantasmas de mi abuelo— dijo Roscuen. Los dos mirándose mutuamente, decidieron no terminar la última prueba, pues no querían deshacerse de sus posesiones más preciadas. Desesperado, malhumorado y como castigo, el fantasma usó toda su energía en arrojarlos al río Esmeralda para que murieran ahogados, y así, al menos, tener algo de compañía.