Conquista del Perú

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CONDE DE CANILLEROS

TRES T E S T I G O S DE LA C O N Q U I S T A DEL PERÚ (H ERNAND O PIZAR RO, JU A N RUIZ DE A R C E Y DIEGO DE TRUJILLO)

T E R C E R A EDICIÓN

ESPASA-CALPE,

S.

A.


CO N D E D E C A N IL L E R O S

TRES TESTIGOS DE LA CONQUISTA DEL PERÚ (HERNANDO PIZARRO, JUAN RUIZ DE ARCE Y DIEGO DE TRUJILLO)

TERCERA EDICION

ESPASA-CALPE, S. A.


adicione» eipccialmente autorizada» por el autor para la COLECCIÓN AUSTRAL Primera edición: SS - V III - 19SS Segunda edición: SS - I I - ttS i Tercera edición: U - X - l i l i 4

Selección p prólogo del Conde de Canillero»

© Etpata-Calpe, S. A ., Madrid, 1951

N.° R gtr°: 1 3 2 -6 4 Depósito legal: M . 14.783—1964

Printed t» Spain Acabado de imprimir el día Id octubre dt de Itdd Tallen» tipográfico» de la Editorial Erpata-Calpe, 8. A. Rioi Roca», SS. — Madrid


Í N D I C E P bóloqo :

Página»

L Los tres relatos........................................................

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EL Hernando Pizarra....................................................

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m . Juan Ruiz de A rce...................... ............................

31

IV. Diego de T rujillo......................................................

39

Carta de Hernando Pizarra a los oidores de la Audien­ cia de Santo Domingo....................................................

47

Advertencias de Juan Ruiz de Arce a sus su cesores.. . .

67

Relación de Diego de T rujillo.......... .......................'..........

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i LOS TRES RELATOS Nada hay de tanto valor inform ativo como los relatos escritos por testigos presenciales de los su­ cesos. Esta valoración sube aún más cuando el in­ form ador no tuvo pretensiones de cronista ni en­ sueños publicitarios, los que en muchos casos puede desvirtuar el enfoque objetivo o diluir en ampulo­ sidades literarias el encanto sencillo de la escueta realidad. Cuando se escribe desprovisto de tales pre­ juicios, las impresiones, nítidas, vibrantes, pasan directamente del alma del narrador a los trazos de la pluma, sin tamices de critica o conveniencia, sin bagaje de innecesaria erudición. Tal sucede con las tres versiones de la conquista del Perú escritas por Hernando Pizarro, Juan Ruiz de Arce y Diego de Trujillo. Pizarro, Arce y Trujillo fueron tres valerosos sol­ dados de la aventura peruana, una de las más ma­ ravillosas epopeyas de la Historia, la más maravi­


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llosa de todas en el terreno de los frutos logrados, porque sólo allí se hizo realidad, superadora de la fantasía, el ensueño m ítico del Vellocino de Oro. Los tres nacieron en Extremadura, la región española que dio el mayor número de conquistadores y todos los más grandes caudillos de la conquista americana. Cada uno de estos guerreros, en circunstancias y momentos diferentes, recogió en sencillos escritos los trascendentales sucesos presenciados. Sus rela­ ciones tienen categoría de fuente histórica de primer orden. * Diferentes son, com o hemos dicho, las circuns­ tancias en que cada uno de los tres citados traza su relato, que ninguno hace con propósito de publi­ cidad. Hernando Pizarro se lim itó a escribir una carta a los oidores de la Audiencia de Santo Do­ mingo, cuando regresaba a España después de los primeros momentos de la conquista; Ruiz de Arce, más original que los otros en el m óvil que le im­ pulsara a com pilar sus recuerdos, los recogió, para memoria de su familia, en unas Advertencias a los sucesores en el vínculo y mayorazgo fundado por él; Diego de Trujillo hizo su Relación a instancias de don Francisco de Toledo, com o simple informe dirigido a este virrey del Perú. Sin pensarlo ni proponérselo, cada uno de los tres conquistadores dejó a la posteridad una inte­ resantísima crónica que, pese a su extraordinario


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valor inform ativo, han permanecido inéditas duran­ te siglos, y aún hoy puede decirse que siguen siendo desconocidas para el gran público. La carta de Hernando fue recogida por Fernán­ dez de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias, publicada por la Real Academia de la Historia en el pasado siglo xix. A llí, perdida entre la prosa monótona de cuatro gruesos volúmenes, se encuentra al alcance de los estudiosos y alejada de la gran masa de lectores (1 ). El desahogo fa­ m iliar de Juan Ruiz de Arce, las Advertencias, re­ lato de gran interés, fue publicado hace años por los señores Del Solar y Rújula, en publicación que tampoco llegó a todo el público (2 ). Además, edi­ tado literalmente el texto manuscrito, tal com o lo escribiera el autor, con su caótica puntuación y con un extravagante uso de mayúsculas, su lectura re­ sulta verdaderamente atormentadora para los no es­ pecialistas* La valiosísima Relación de Diego de Trujillo, sobre la que el erudito historiador peruano Raúl Porras escribió un interesante trabajo (3 ), ha1 2 3 (1 ) Gonzalo F ernandez de Oviedo: Historia general y natural de las Indias, islas y Tierra-Firme del Mar Océano. Madrid, 1851-1855, tom o IV, págs. 206 a 213. „ (2 ) A ntonio del Solar y José de R ú jula : S ervidos en Indias de Juan Ruis de A rce, conquistador del Perú, en Bo­ letín de la Real Academia de la Historia, tom o CII. cua­ derno n , abril-junio 1933, págs. 327 a 385. El manuscrito de las Advertencias lo conserva don Antonio Salazar en Zafra (B adajoz). (3 ) R aúl P orras Barrenechea : Una relación inédita de la conquista del Perú. La crónica de Diego de TrujiUo, sol­ dado de Pizarro en Cajamarca. Madrid, 1940.


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visto la luz, por primera vez, en fecha recentísima y en tirada poco extensa (1 ). Como quiera que al dar a conocer aquí las viejas relaciones —ya conocidas en los limitados círculos de investigadores— se ha pretendido llevarlas al público en general, preciso es un retoque ortográ­ fico en el léxico y puntuación de los textos origi­ nales, sin alterar en nada el contenido y respetando intactos los nombres propios de personas y lugares, aun cuando estén recogidos con error. Integramen­ te, en su totalidad, publicamos los tres escritos, con esos pequeños retoques, indispensables para poder ser leídos gratamente. En su redacción primitiva, sin divisiones, macizos, dos de ellos resultarían m o­ nótonos; el otro, el de Juan Ruiz de Arce, insopor­ table e ininteligible. Puntuados, con alguna actua­ lización de léxico, cortada su prosa compacta, divi­ didos en párrafos, cobran su valor los datos que recogen y surge la ingenua amenidad y encanto que atesoran, aunque siempre quede —otra cosa sería alterar los textos— algún concepto oscuro, aigima1 *4mala construcción gramatical y el abrumador desbordamiento de conjunciones copulativas. Como hemos apuntado, grande es la intrínseca valía inform ativa de estos relatos, que se aumenta por la escasa divulgación que alcanzaron, cuando, (1 ) M iguel M uñoz de San P edro: Relación del descubri­ m iento del reino del Perú, que hizo Diego da TrujiUo en 1571. En Estudios Hispano-americanos, Badajoz, 1949, p&gs. 29 a 61. El manuscrito de la Relación se guardia en la biblioteca del Palacio Real de Madrid.


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realmente, por méritos propios, pueden y deben figurar al lado de las relaciones directas de la conquis­ ta del Perú, más o menos divulgadas, escritas por Francisco de Jerez, Pedro Sancho, Miguel de Estete, Pedro Pizarro, el obispo Valverde y el Anónimo Se­ villano de 1534. * El orden elegido para publicar estos escritos es el cronológico de las fechas en que fueron redac­ tados, fechas exactamente conocidas en dos de ellos, en los de Hernando Pizarro y Diego de Trujillo, y de fácil deducción, según veremos, en el otro, en el de Juan Ruiz de Arce. Pizarro escribió su carta el 23 de noviembre de 1533; Arce hizo sus Adver­ tencias en 1543; Trujillo redactó su Relación el 5 de abril de 1571. Asi, pues, por este orden se publican. Cada una de las tres narraciones de que venimos ocupándonos tiene su interés y su propia fisonomía, que anotaremos al tratar de sus autores. Diferentes en contenido y extensión del panorama abarcado, coincidentes en fundamentales perfiles y con dispa­ res aportaciones de detalles, su divulgación ha de prestar un servicio al conocim iento directo, sin in­ termediarios, de la magnifica gesta realizada por un puñado de españoles en el lejano, legendario y áureo im perio de los Incas.


n HERNANDO PIZARRO Hernando Pizarro, cuya silueta histórica no cabe en las estrecheces de una nota biográfica, fue figura destacada en la gran conquista. Hermano de padre del gobernador Francisco Pizarro, había nacido en la extremeña ciudad de Trujillo, en los primeros años del siglo xvi, por 1503. Fue h ijo único varón legítim o del capitán Gonzalo Pizarro —conocido por los sobrenombres de el Largo, el Tuerto y el Ro­ mano— y de su esposa doña Isabel de Vargas. Gon­ zalo Pizarro tuvo extensa prole de bastardos, habi­ dos en distintos amancebamientos. El mayor de éstos fue Francisco, el fam oso conquistador del Perú; seguíale en edad el legitimo, Hernando. Los dos menores vástagos de bastardía se llamaron Juan y Gonzalo Pizarro. Como mayorazgo de su linaje, Hernando recibió una esmerada educación, que había de permitirle desenvolverse con soltura en los más elevados am­ bientes sociales, mientras el cultivo de su despe­


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jada inteligencia le deparaba la erudición suficien­ te para hacer buen papel en todo momento. Hizo su aprendizaje guerrero en Navarra, siendo muy joven, al lado de su padre. Pasó luego a servir en Italia, estando de regreso en España al venir Fran­ cisco Pizarro, en 1528, tras de haber descubierto el Perú, dispuesto a organizar la conquista. A l arribar a Sevilla Francisco fue preso por an­ tiguas deudas, siendo entonces cuando Hernando em­ pieza a actuar a su lado. Gracias a sus gestiones, secundadas por su pariente Hernán Cortés, ilustre conquistador de M éjico, pudo salir de la prisión, marchando juntos los dos hermanos a Toledo, donde Francisco pactó con la Corona la conquista del Perú, extendiéndose el 26 de ju lio de 1529 las capitula­ ciones, en las que se le nombraba gobernador del no conquistado imperio. Desde Toledo vinieron a Trujillo, lugar en que se hizo la recluta de gente. Aquí se sumaron a Fran­ cisco y Hernando sus otros dos hermanos, Juan y Gonzalo Pizarro, quedando com pleto el clan fami­ liar que realizaría la magnífica gesta. Si bien Fran­ cisco era por méritos y nombramiento oficial el cau­ dillo, Hernando, com o único legítimo, mayorazgo y heredero de la casa paterna, fue el jefe de la fami­ lia, acatado como tal sin reservas por sus tres her­ manos. De esta jefatura, y de su m ejor preparación cultural, arranca su influencia decisiva en los asun­ tos del Perú. *


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Como mucho9 hidalgos extremeños, los Pizarro marcharon desde T rujillo a Sevilla, embarcando en el puerto de Sanlúcar, en enero de 1530. Francisco fue delante; Hernando quedó retrasado, para salvar con su inteligencia y diplomacia los peligros de la visita de los funcionarios del Consejo de Indias, que se temia tratasen de impedir la salida de la flota, por no estar completa la tripulación fijada por el rey. Prestó aquí un buen servicio, consiguiendo engañar a los visitadores, y se hizo, por fin, a la mar. En la isla de la Gomera se reunió con su herma­ no, continuando la navegación rumbo al Nuevo Mundo. Tras una feliz travesía, arribaron al conti­ nente americano en la primavera de aquel año, ha­ ciendo escala en Santa Marta, en las costas de la actual Colombia, continuando luego a desembarcar en Nombre de Dios. Aquí conoció Hernando a Diego de Almagro, socio de su hermano Francisco en la empresa del descubrimiento y conquista del Perú. Almagro, hombre del más bajo origen, carácter frí­ volo, charlatán, vanidoso e incapaz de nada cons­ tructivo, había tenido ya graves diferencias con Francisco, salvadas por la bondad de éste y por ' mediación del clérigo Hernando de Luque, el tere asociado de la empresa peruana. , Con todos los expedicionarios, cruzó Hernando la aspereza topográfica del istm o para ir a la ciudad de Panamá, desde donde fue a la isla de las Perlas con gran parte de las tropas. Zarpó de aquí, con toda su gente, hacia el Perú, uniéndose a su hermano ol


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gobernador, que habia salido de Panamá con el resto de las fuerzas. En enero de 1531, la pequeña flota navegaba por el inmenso Océano Pacifico, llamado entonces Mar del Sur. * Tras una feliz navegación de seis días, desembarcó Hernando Pizarro, con el pequeño grupo de conquis­ tadores, en la bahía de San Mateo, emprendiendo penosa caminata a lo largo de la costa ecuatoriana. El gobernador le había investido de la dignidad de capitán general del minúsculo ejército, form ado por menos de doscientos hombres. Hubo que luchar con­ tra el clima, la topografía, las enfermedades, el ham­ bre, la sed y los indios. Innecesario es detallar los incidentes del viaje, recogidos en los relatos que publicamos. Baste decir que Hernando, según anota Diego de Trujillo, fue quien con su firmeza y tesón logró que se siguiese adelante. Unos m il kilóm etros recorrieron hasta llegar fren­ te a la isla de la Puna, en la costa del actual golfo de Guayaquil, a fines de aquel año de 1531. Pasados " ,1a isla, detuviéronse unos meses, sosteniendo al %1 de su estancia en ella una dura lucha contra los .sienas, durante la cual fue herido Hernando. Esta­ ban ya frente a Túmbez, a las puertas del Perú. El momento de llegada era providencial. Hasta entonces, todo el vasto territorio llamado Tahuantisuyo —el nombre de Perú lo inventaron los es­ pañoles— había vivido bajo el mando de Huayna Ntiu. 1168.—2


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Capac, el soberano indiscutido, el Inca, o empera­ dor, con omnimoda autoridad teocrática, m ilitar y política. £ste acababa de m orir, iniciándose san­ grienta guerra civil entre sus dos hijos, el legítim o Huáscar y el bastardo Atahualpa, que se disputa­ ban el dom inio del imperio. Huáscar íue luego ase­ sinado por los partidarios de su hermano. La inter­ na división facilitaba los planes de los españoles, que de llegar más pronto hubieran tenido que en­ frentarse con la firme unidad de un Estado de diez millones de habitantes. * En el desembarco en Túmbez —marzo de 1532— jugó Hernando papel destacadísimo, logrando sal­ var heroicamente la grave situación creada por el alzamiento de los indígenas. Con verdadero arrojo cruzó a caballo un fangoso brazo de mar, haciendo así posible, con su protección, el que desembarcasen todas las tropas. Al continuar el gobernador la marcha, el 16 de mayo, quedó en Túmbez para curar de sus heridas. Fue luego en seguimiento suyo, juntándose a él en el valle de Piura, donde fundaron San Miguel, la primer ciudad española del Perú. En septiembre emprendieron la marcha, realizan­ do la dura proeza de cruzar la cordillera andina, entre nieves perpetuas, soledades infinitas y pre­ cipicios insondables. Hernando Pizarro fue el pri­ m ero en entrar en el pueblo de Cajamarca, el vier­

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nes 15 de noviembre. Aquella misma tarde marchó com o embajador a ver a Atahualpa, que se encon­ traba, con todo su poderoso ejército, en unos baños, distantes menos de una legua. Los incidentes de la trascendental entrevista los recoge el propio emisa­ rio en su carta a los oidores. A l siguiente día —sábado 16 de n oviem bretom ó parte destacada en la prisión del Inca, cuando éste vino a Cajamarca. Sus misiones eran siempre de primeros planos, asesorando constantemente al gobernador en todos los asuntos.

* Las riquezas de oro, plata y piedras preciosas en­ contradas por los españoles en el Perú superaban todos los más fantásticos ensueños. A comienzos de enero de 1533, para acelerar la traída del oro ofre­ cido por el prisionero Atahualpa, quien hizo prome­ sa de dar la cámara en que estaba preso llena del precioso metal, Hernando emprendió la marcha hacia el venerado y lejano templo de Pachacamac, situado a orillas del Pacífico, cerca de donde se alza hoy la ciudad de Lima. Este viaje ciclópeo, de más de dos mil kilóm etros de ida y vuelta, cruzando las abrup­ tas y nevadas fragosidades de los Andes y las que­ mantes llanuras costeras, es una de las más fantás­ ticas proezas exploradoras realizadas en todos los tiempos. Con un puñado de hombres, reducido luego a catorce jinetes y nueve infantes, hizo la enorme


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caminata por un país desconocido, poblado de mi­ llones de belicosos indios, siendo el primer español que pisó el valle donde se alza hoy la hermosa ca­ pital del Perú. En Pacbacamac destruyó el viejo ídolo e hizo al­ guna recogida de oro, marchando a Jauja, donde se temía el alzamiento de Chalcuchima, uno de los más importantes generales de los ejércitos incaicos. Su valor indóm ito no vaciló en ir, con unos veinte hombres, al encuentro del poderoso cabecilla, que tenía a sus órdenes millares de combatientes. Esta audacia logró impresionar a Chalcuchima, quien, voluntariamente, vino a sometérsele y fue con él, en calidad de prisionero, a Cajamarca. Como en el Perú no se conocía el hierro, en parte del enorme recorrido, que duró varios meses, cual si fuera un fabuloso monarca de leyenda, llevó Hernando los caballos con herraduras de oro y plata.* * %

Aunque no estaba com pleto el tesoro ofrecido por el Inca —el más grande de que tiene memoria la humanidad—, al volver Hernando a Cajamarca le designó pronto su hermano Francisco para ir a Es­ paña con la parte correspondiente al emperador Carlos V en las riquezas reunidas. Se puso en ca­ m ino el 12 de junio de 1533. Poco después de alejarse condenaron a muerte al Inca y dieron cumplimiento a tan terrible sen-


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tencia. Este lamentable suceso, provocado por los oñciales reales y por Almagro, no habria ocurrido de encontrarse allí Hernando para aconsejar al go­ bernador, porque en el tiempo de convivencia se habían hecho grandes amigos, siendo tal la predi­ lección del prisionero monarca que un cronista cuen­ ta que decía que Hernando era el único, español señor que había conocido. Al despedirse ambos, Atahualpa predijo que Almagro y el tesorero Riquelme le harían m orir en cuanto le faltara la protección del mayorazgo de los Pizarro. Así sucedió, aunque éste había aconsejado a su hermano Francisco que no consintiera tal torpeza política e innecesaria crueldad. En su viaje, a su paso por la isla Española, el 23 de noviembre, escribió su carta a los oidores de la Audiencia de Santo Domingo, el interesante relato que publicamos y que m otiva esta indispensable e insuficiente nota biográfica. * La llegada de Hernando a España fue un acon­ tecimiento con repercusión en toda Europa. Jamás se vieron riquezas semejantes a las que traía. Los cronistas reseñan con asombro los objetos, entre los que figuraban enormes ollas de oro o de plata, estatuas, flores, vasijas y utensilios, todo de los mismos preciosos metales. El nombre del emisario


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corrió de boca en boca, acaparando la atención del mundo europeo. Desembarcado en Sanlúcar el miércoles 14 de enero de 1534, dirigióse a Toledo, donde fue reci­ bido por Carlos V con toda clase de atenciones. A lli consiguió que se ampliara la gobernación de su her­ mano en setenta leguas, sobre las doscientas, a par­ tir de Túmbez, concedidas en las primeras capitu­ laciones. Petra Alm agro obtuvo una nueva gober­ nación, al sur de la de Pizarro, a la cupl se denominó Nueva Toledo, nombre que, lo mismo que el de Nueva Castilla, asignado a la de éste, no prosperó. Uno y otro territorio siguieron llamándose, respec­ tivamente, Chile y Perú. ♦ Recibió Hernando varias mercedes, entre ellas el hábito de caballero de la Orden de Santiago. Desde Toledo pasó a Trujillo, uniéndosele muchos hidal­ gos, deseosos de seguirle a las Indias. A principios de 1535 embarcó de nuevo, arribando a Nombre de Dios, para cruzar el istm o y volverse a embarcar en Panamá, en el mes de junio, rumbo al Perú. A comienzos de noviem bre se reunía con su hermano el gobernador en la ciudad de Lima, fundada aquel mismo año, que se llamaba entonces Ciudad de los Reyes. Antes de llegar había comenzado el enojoso pleito


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de las demarcaciones de territorios. El frivolo y am­ bicioso Alm agro pretendía que el Cuzco, la vieja capital del Perú, caía dentro de su jurisdicción. En­ contraba más cóm odo el disfrute de lo ya conquis­ tado por Pizarro que correr el riesgo de conquistar por su cuenta el reino de Chile. De momento pareció zanjarse el asunto. Hernando, nombrado por el go­ bernador su lugarteniente en el Cuzco, marchó a cumplir su com etido, en enero de 1536. A la muerte de Atahualpa quiso Francisco Pi­ zarro conservar la simbólica dignidad incaica. Otro de los innumerables hijos de Huayna Capac residía ahora en el Cuzco, investido teóricamente con el alto rango de soberano. Manco, que asi se llamaba el Inca, quiso hacer efectivo su poder y se fugó de la capital en abril de aquel año, organizando un levantamiento de todo el imperio, poniendo sitio a las ciudades de Lima y Cuzco. Duros momentos tuvo que vivir y salvar Hernando durante el asedio, pro­ longado varios meses. Cuando daba cima a infinitos brillantes episodios, en uno de los cuales murió su hermano Juan Pizarro, cuando la rebelión quedó , vencida, Almagro, fracasado en su intento de con­ quistar Chile, vino con el propósito de apoderarse del Cuzco, a principios de 1537. La actitud enérgica y digna del lugarteniente detuvo de momento al ambicioso, obligándole a pactar treguas; pero, fal­ tando a su palabra y compromisos, Almagro entró a traición en la ciudad, el 8 de abril, e hizo prisio-


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ñeros a Hernando y a su hermano pequeño, Gonzalo Pizarro. Tras muchos incidentes, el gobernador pudo con­ seguir la libertad de sus hermanos, sin que esto despejara el turbio panorama, que no permitía abri­ gar ilusiones pacifistas. La primera guerra civil no tardó en desatarse, regando la sangre española, en lucha fratricida, los territorios tan heroicamente conquistados. Almagristas y Pizarristas ventilaron definitiva­ mente su contienda en la batalla de las Salinas —6 de abril de 1538—, en la que los últimos, ca­ pitaneados por Hernando Pizarro, lograron decisiva victoria. La derrota de sus enemigos fue completa, haciendo prisionero al jefe de ellos, a Diego de Al­ magro, el cual, tras un proceso, sufrió en el Cuzco la pena de muerte. * En julio de 1539 Hernando marchó a España, sin sospechar que ya no volvería a ver las tierras pe­ ruanas ni a sus hermanos Francisco y Gonzalo, que quedaban en ella. Fuele preciso dar un largo rodeo en el viaje, pasando por M éjico, ante el temor de ser detenido por las autoridades de Panamá. En España empezó para él un verdadero calvario, más que por los cargos que se le querían hacer a causa de la muerte de Almagro, por la envidia que despertaban sus riquezas y por el deseo de adue­


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ñarse de ellas el erario publico. El terrible fiscal Vi» llalobos le perseguía con saña, mientras dos venidos del Perú, Diego de Alvarado y Alonso Enríquez, de­ cididos almagristas, le acusaban enconadamente. Anduvo por Madrid y Valladolid durante los años 1540 y 1541, basta que, envuelto en enredoso y largo proceso, fue encarcelado en el Castillo de la Mota, en Medina del Campo. En 1545 le conde­ naron a destierro en Á frica; en 1556, al pago de ocho mil ducados. No üegó a sufrir el destierro, permaneciendo preso veintiún años y tres días. Du­ rante este tiempo luchó denodadamente contra el papeleo leguleyo con que querían aplastarlo, mien­ tras se desarrollaban importantes sucesos con in­ fluencia en su vida. El 26 de junio de 1541 había sido asesinado en Lima el gobernador Francisco Pizarra por un gru­ po de almagristas que capitaneaba el h ijo de Alma­ gro; en 1548, el más pequeño de los hermanos, Gon­ zalo Pizarra, que se sublevó e hizo dueño del Perú, fue derrotado por don Pedro de la Gasea en la ba­ talla de Xaquixaguana, sufriendo después de su de­ rrota la pena de muerte. Hernando quedaba solo, com o único superviviente del heroico clan familiar que realizó la gran epopeya, sosteniendo sobre sus duros hombros el mundo que trataba de desplomarse sobre el linaje de Pizarra. Con firmeza e inteligencia regía desde la prisión sus asuntos, desenvolviendo amplias actividades fi-


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nancieras. Sus horas de encierro fueron endulzadas por su manceba doña Isabel de Mercado, con la cual tuvo descendencia. * El gobernador Francisco Pizarro, que desde 1537 tenia título de marqués, dejó al morir un hijo y una hija, habidos en la princesa incaica doña Inés Yupanqui Huaylas, hija de Huayna Capac y herma* na de los Incas Atahualpa, Huáscar y Manco. El varón murió niño, quedando com o heredera univer­ sal la hembra, doña Francisca Pizarro Yupanqui, nacida en Jauja, en 1534. En el Perú la pretendieron en matrimonio su tío Gonzalo Pizarro y el licencia­ do Benito Suárez de Carvajal; pero no llegó a ca­ sarse. Algún tiempo después del asesinato de su padre vino a España, desembarcando en Sevilla en 1551, dispuesta a residir en Trujillo y en el cer­ cano lugar de La Zarza, donde la familia tenia pro­ piedades. Su tío y tutor, Hernando Pizarro, la hizo ir luego a Medina del Campo y contrajo matrimonio con ella en 1552, cuando Francisca tenia dieciocho años de edad y el esposo se acercaba a I03 cincuenta. Pese a lo absurdo que a primera vista resulta este enlace, la felicidad conyugal fue perfecta. Hernando y Francisca vivieron en la más com ­ pleta armonía, permaneciendo nueve años en el castillo de la Mota. El 17 de mayo de 1561 fue pues­ to Hernando en libertad, pudiendo marchar con su


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esposa al natal Trujillo. N o habían terminado con esto las persecuciones, ya que en 1566 le fueron em­ bargados los bienes y en 1572 se dio sentencia de­ finitiva en el interminable proceso, condenándole a cuatro mil ducados y a destierro perpetuo de las Indias. En Trujillo comenzó a edificar Hernando el mag­ nifico palacio llamado hoy de la Conquista. En 1578 fundó m ayorazgo e hizo fundación de iglesia y hos­ pital; el 1 de agosto otorgó su codicilo. Ya estaba entonces viejo, achacoso y ciego. Pocos años después, en 1580, murió, dejando de su matrimonio cinco h ijos: Francisco, Juan, Gonzalo, Isabel e Inés. En su descendencia fue confirmado, con denominación de marqués de la Conquista, el título concedido a Fran­ cisco Pizarro. Más tarde, tras largo pleito, por ha­ berse extinguido la sucesión legítima en estas ramas procedentes del matrimonio, el título y mayorazgo pasaron a la línea de la bastarda Francisca Pizarro Mercado, hija de Hernando y de la manceba que en­ dulzó su prisión. Doña Francisca Pizarro Yupanqui, viuda de Her­ nando, casó con don Pedro Arias, hijo de los con­ des de Puñoenrostro, no teniendo descendencia en este matrimonio. * El retrato que de Hernando nos hace el cronista Fernández de Oviedo, su m ortal enemigo, no puede


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ser más ingrato en lo fisico y en lo moral, ya que lo pinta corpulento, con facciones abultadas, sober­ bio y ambicioso. Lo cierto es que fue hombre gallar­ do, inteligente, cortés, liberal y valeroso, aunque impulsivo a veces, y no falto de orgullo y de ambi­ ción. No tuvo fortuna Hernando en los juicios de los historiadores. Los propagandistas de la leyenda negra y los incondicionales de su hermano Francisco le eligieron com o blanco de sus iras: aquéllos, en su afán de ensombrecer todos los personajes de la epopeya española; éstos, en su deseo de dejar incólu­ me la figura del gobernador, cargando al hermano las responsabilidades. Preciso es ya situarse en un plano imparcial y reconocer que Hernando fue un magnifico e inteligente guerrero, que prestó servi­ cios verdaderamente excepcionales y que tuvo gran­ des virtudes y grandes defectos, com o casi todos los hombres situados en circunstancias tan extraordi­ narias com o las que él vivió. En las cuestiones con Almagro su papel fue muy distinto del que la pasión ha querido presentamos. Alm agro y Francisco habían tenido graves diferen­ cias antes de que Hernando pensase en pasar a las Indias. Cuando surge la cuestión de límites, está ausente, en España, y es él, precisamente él, quien gestiona la gobernación de Chile para el fracasado conquistador de este país. El que mirase con poca simpatía a personaje de tan bajo origen, insustan­ cial, zafio y molesto, no es razón para culparle de sucesos que las circunstancias trajeron. En el más


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lamentable incidente de la conquista, en la muerte de Atahualpa, no sólo está libre de toda culpa, sino que, de haber estado él en Cajamarca no habría ocu­ rrido. * Como dijim os al principio de esta nota, Hernando es figura de primerísimo orden en la conquista, que espera, y tendrá, el libro amplio que recoja docu­ mentadamente su interesante biografía. A la inver­ sa de Trujillo y de Arce, su papel de cronista es un incidente secundario en su vida. Su nombre quedó bien grabado en la Historia, sin necesidad de recor­ dar la carta a los oidores, mientras el de aquellos dos oscuros soldados se habria perdido a no ser por los relatos que escribieron. Pero, además, hasta en su papel de narrador presta destacado servicio y tiene verdadera categoría. Su carta es una intere­ santísima fuente histórica del periodo que abarca, con la gran ventaja sobre cualquier otra de estar escrita a raíz de los sucesos, cuando la memoria de ellos estaba reciente. De la embajada ante Atahualpa nada puede haber de más valor inform ativo. Tru­ jillo y Arce, también testigos, escribieron pasados años; otros historiadores, tal com o Francisco de Jerez, cuya versióq es la más conocida, no presen­ ciaron la entrevista. La prosa de Hernando es concisa y justa, sin pon­ deraciones innecesarias, ni siquiera para su gran proeza del viaje a Pachacamac y prisión de Chal-


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cuchima. A esto últim o casi le quita importancia al narrarlo. Usa el nombre del Cuzco, indistinta* mente, para designar a la legendaria capital incaica y a los soberanos Huayna Capac y .Huáscar, lla­ mando al primero de ellos Cuzco viejo. Como sólo pretendía hacer una breve carta que informara particularmente a los oidores, adolece en algún momento de concisión y falta de detalles; pero sobre las pequeñas deficiencias resalta el enor­ me interés inform ativo, que hace de su escrito un. precioso aditamento para adornar la magnífica si­ lueta histórica del mayorazgo del linaje de los Pizarro.


m JUAN RUIZ DE ARCE En Alburquerque, histórica villa extremeña, fron­ teriza a Portugal, vino al mundo Juan Ruiz de Arce, en 1507. Su padre, don Martin Ruiz de Arce, era hidalgo de solar conocido, cuyo linaje procedía de las montañas de Santander. El primer venido a Ex­ tremadura fue el abuelo del futuro conquistador in­ diano. Padre y abuelo prestaron estimables servicios en las guerras ocurridas en sus respectivos tiem pos: aquél hizo sus campañas en Navarra, Portugal y Granada; éste murió en la batalla de Toro. Por la tan corriente costumbre de adoptar com o apellido el nombre del lugar de origen, a Ruiz de Arce se le llama en muchos documentos Juan Ruiz de Alburquerque. En esta villa —cuyo fuerte cas­ tillo, baluarte inexpugnable, jugó papel principal en las turbulencias provocadas por los inquietos in­ fantes de Aragón en tiempos de Juan II de C a stilla pasó el futuro indiano su infancia. En 1525, al que­


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dar huérfano de padre, fuese a probar fortuna en las Indias. Él mismo nos cuenta desde este instante su vida, en el relato que publicamos y que m otiva esta nota bio­ gráfica: desde Sevilla marchó a la Gomera, pasando, sucesivamente, a las islas Española y Jamaica, para arribar, por fin, a las tierras continentales de Amé­ rica, desembarcando en Honduras, donde se detuvo dos años. Aquí estaba el 3 de enero de 1530, al m orir el gobernador Diego López de Salcedo, también ex­ tremeño, nacido en Alcántara. Fue después a Nica­ ragua, teniendo algunas pequeñas actuaciones a las órdenes del desacertado Pedrarias Dávila, que a la sazón gobernaba aquellas tierras, tras su larga y fu­ nesta labor al frente del gobierno de Panamá. \ ’ * Las noticias de la expedición de Francisco P izarro al Perú impulsaron a Ruiz de Arce a ir en su seguimiento, desembarcando en la bahía de San Mateo, donde algo antes habia desembarcado el go­ bernador. Marchando por el mismo camino que éste, no tardó en incorporársele, para seguir con él la ruta costeña, ir a la isla de la Puna, desembarcar en Túmbez, continuar hacia el valle de Piura, asistir a la fundación de la ciudad de San Miguel, cruzar los Andes y llegar a Cajamarca. Arce fue uno de los enviados en la embajada ante Atahualpa, suceso que, com o todas sus andanzas, re­


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coge con detalle en sus Advertencias. Al día siguien­ te tom ó parte en la prisión del Inca, quedando en Cajamarca todo el tiem po que allí se detuvieron las tropas. En el acta de reparto del tesoro dado por Atahualpa, extendida el 18 de junio de 1533, se le adjudicaron trescientos treinta y nueve marcos de plata y ocho m il ochocientos pesos de oro. A las órdenes del gobernador se puso en marcha hacia el Cuzco, interviniendo en las luchas con los indios y» marchando a Vilcas en la avanzada de Hernando de Soto. En Vilcas sufrió los duros ataques de los na­ tivos, entrando, por fin, triunfalmente en Cuzco, en noviembre de 1533. * No quiso Juan Ruiz de Arce permanecer en el Perú. Conforme con la prosperidad que le brinda­ ba el oro y plata que le tocara en el reparto de Ca­ jamarca, acrecentado con lo repartido en el Cuzco, dejó esta ciudad y se vino, por Jauja, hacia la costa, embarcando en Pachacamac rumbo a Panamá. De aquí pasó a Nombre de Dios, para volver a embar­ carse en dirección a España, adonde arribó en 1535, después de hacer escalas en Santa Marta y en el puerto de La Yaguana, en la isla Española. Desde Sevilla marchó a Madrid, siendo recibido y recompensado por la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, ya que éste se encontraba ausente, conce­ diéndole privilegio de escudo de armas por real cédu­ la dada el 20 de septiembre de 1525. Dio su oro y Núu. 1168.—3


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plata para las empresas del emperador contra los infieles, reconociéndosele a cam bio rentas de juros. En la corte estuvo una breve y divertida tempo* rada, regresando luego a la vida tranquila y oscura de su villa de Alburquerque. Siempre dispuesto a servir a su patria, cuando hubo necesidad de gente para la guerra con Francia se presentó ante Alonso Pérez, alcalde de Alburquer­ que, el 24 de septiembre de 1542, ofreciéndose a servir con su caballo y lanza. Decidido a luchar, di­ rigióse a Aragón; pero la retirada de las tropas fran­ cesas hizo innecesaria' la recluta, licenciando el em­ perador su ejército. Arce quiso hacer constar este intento de servicio a su rey, extendiendo acta de ello en Zaragoza, el 1 de octubre de aquel mismo año. En la capital aragonesa estuvo el tiempo que du­ raron los festejos organizados con m otivo de la jura del príncipe heredero, el futuro Felipe II. Poco des­ pués regresó a Alburquerque, perdiéndose ya el ras­ tro de su vida y andanzas, recogidas hasta aquí en sus Advertencias, que, sin duda alguna, fueron tra­ zadas poco después —en 1543—, ya que claramente se ve que quiso recoger todo lo sucedido hasta el momento de escribirlas. Casó con doña María Gutiérrez, de la que tuvo varios hijos, siendo el prim ogénito, sucesor en su mayorazgo, don Gonzalo Ruiz de Arce. *


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Los últimos años de la vida del conquistador transcurrieron plácidos y prósperos, según consta en información hecha a instancia de un bisnieto suyo. Tenía doce escuderos para servirle la mesa, aparte de otros muchos criados, pajes, lacayos, negros y es­ clavos. Usaba vajillas de plata y de oro; era gran aficionado a la caza, siendo poseedor de muchos y buenos perros y halcones. Tenía gran número de ca­ ballos y muías para su servicio; los cántaros destina­ dos a traer sus servidores el agua desde la fuente eran todos de plata. Como recuerdo de sus lejanas andanzas, los papagayos ponían en la casa su poli­ croma nota exótica. Fue Ruiz de Arce un hombre bueno y cariñoso, con elevadísimo concepto del honor. Conmueve cóm o evoca a sus padres, aquellos padres santos, que no com etieron siquiera pecado venial, por cuya bondad supone que le vinieron a él todas las prosperidades. De su intransigencia en cuestiones de honor nos habla tina María González, viuda de Manuel Rodrí­ guez Torcino, vecina de Alburquerque, la cual de­ clara en inform ación instruida en 1603. Cuenta que Juan Ruiz fue preso por dar unos cintarazos al al­ guacil mayor de la villa, y, com o lo quisiera la jus­ ticia poner en libertad, se negó en absoluto a salir de la prisión hasta tanto no fuera plenamente acor­ dada su inocencia y se diese la orden por el propio emperador. A tal fin envió a Flandes, donde se en­ contraba Su Majestad, a unos sobrinos suyos. Sólo


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cuando éstos regresaron con el regio mandato de libertad consintió en salir de la cárcel. Murió Ruiz de Arce por el año de 1570. * El m óvil y título del relato de la conquista pe* ruana hecho por Arce es sumamente original. No se trata del inform e a un personaje, ni de la rela­ ción de servicios en demanda de mercedes, ni de la crónica redactada con propósitos de historiador. Es algo mucho más intim o y afectivo: es el desahogo de un hombre amante de su familia, que quiere dejar a ésta memoria de las hazañas en que ganó sus bienes. Espíritu detallista y observador, recoge con minu­ ciosidad toda clase de noticias. Junto a los sucesos históricos, anota cuidadosamente datos clim atoló­ gicos, costumbres e indumentos de los indios de cada lugar, característica del terreno, fauna, flora... Un verdadero y útil arsenal de noticias. Lo reco­ gido por observación directa tiene un auténtico valor; en lo anotado por referencia, aunque el tes­ tim onio sea de menos importancia, hay verdaderas novedades de detalles, tal com o lo relativo a la pri­ sión y muerte de Huáscar, si bien en algunos mo­ mentos hace afirmaciones demasiado concretas para no estar personalmente comprobadas. En la emba­ jada ante Atahualpa y el apresamiento de éste re­ coge noticias de gran interés y dos datos dispares


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de los comúnmente adm itidos: el número de treinta o cuarenta indios condenados a muerte por haber huido del caballo de Hernando de Soto, y el de siete mil muertos en la plaza de Cajamarca. Los prime­ ros figuran en mayor cantidad en otras crónicas; los segundos, en menos, siendo la cifra más admitida la de dos mil, que anota Francisco de Jerez. Tiene Arce el defecto de que suele recoger con error los nombres propios, llegando a nombrar a la misma persona de diferentes formas. El detalle, dis­ culpable por tratarse de voces de una lengua des­ conocida, se repite en otros autores, sin que merme por ello el mérito de las aportaciones. Otro defecto, aunque sólo afecta a la form a, no al fondo, es su mala redacción, su prosa machacona, confusa y pun­ tuada caóticamente. La lectura del texto original resulta un verdadero tormento, un laberinto ago­ tador. De ello hemos procurado liberar en lo posible a los lectores, sin la más leve alteración del fondo, acoplando en cada frase sus conceptos y dividiendo la macicez absoluta del escrito, que no tiene un solo punto y aparte. No lim itado a la conquista peruana, recoge todas sus andanzas en otros lugares y hasta sucesos de su tiem po en los que no intervino, tales com o las em­ presas del emperador contra infieles y franceses, si bien de esto sólo anota breve referencia. De todas formas, entre los servicios —importantes se rv icio sprestados por Juan Ruiz de Arce, el mayor y más perdurable, el que ha de ser siempre útil, el que le


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ha salvado del olvido y dará pervivencia a su nom­ bre, es su valioso escrito, su interesantísima y au­ téntica crónica, sus Advertencias, trazadas con ver­ dadero espíritu observador y con el humilde y sen­ timental propósito de ser recordado por sus descen­ dientes.


IV DIEGO DE TRUJILLO La procedencia del linaje de Diego de Trujillo Páez la proclama su primer apellido, tomado de la histórica y señorial ciudad extremeña donde naciera. Precisamente esa procedencia dificulta puntualiza» ciones genealógicas, ya que no fue un solo individuo, sino varios y de muy distintas categorías sociales, los que en diversas épocas adoptaron la denomina­ ción de su lugar de origen. Hubo Trujillos nobles y plebeyos, ricos y menesterosos, sin que de manera concreta existiesen, específicamente, casas y líneas del apellido, que surge y salta en unos y otros, repi­ tiéndose, eso si, en individuos que alcanzan ajgún destaque. El soldado de la aventura peruana era de rama hidalga. Nació en Trujillo de Extremadura, por el año 1505, y era hijo de Hernando de Trujillo, uno de los muchos hidalgos de segunda fila que tanto abundaban en aquella histórica ciudad. Diego permaneció en su tierra h u ta 1529, aun-


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que, posiblemente a causa de jactanciosas palabras dichas por el interesado en conversaciones priva­ das, cuando ya viejo residía en el Cuzco, le han mencionado algunos autores com o uno de los trece que quedan con Francisco Pizarro en la isla del Gallo, durante uno de sus viajes para descubrir el Perú. Carece en absoluto de todo fundamento este aserto. Su propia Relación no deja lugar a dudas, y, además, constan concretamente los nombres de los Trece de la Fama —entre los cuales no figura Truji11o— en las capitulaciones de Francisco Pizarro con la Corona, firmadas en Toledo el 26 de julio de 1529. En la vieja ciudad extremeña, vivero de héroes, permaneció el hidalgo pobre, hasta la venida a ella de su paisano Francisco Pizarro. V ino éste con titulo de gobernador del no conquistado Perú, en busca de mozos ganosos de gloria, soñadores de hazañas ultramarinas. Diego fue uno de los que marchó con su paisano ilustre a probar fortuna en las Indias. * En enero de 1530 Trujillo se hizo a la mar en la escuadra del gobernador, no siendo necesario re­ petir el itinerario, dicho ya al tratar de Hernando Pizarro. Con éste fue a la isla de las Perlas, desde donde embarcó hacia el Perú, a principios de 1531. El período luminoso de la historia de Diego co­ mienza con esta partida. Su Relación recoge desde


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este instante las propias incidencias, las del viaje y las de la conquista del rico im perio: Trujillo llega con todo el ejército a la bahia de San Mateo, avanza a lo largo de la costa ecuatoriana, pasa a la Puna, desembarca en Túmbez y continúa hacia San Mi­ guel. Marcha luego a Caxas, en la vanguardia de Hernando de Soto; cruza los Andes, llega a Cajamarca, va con Hernando Pizarro a ver a Atahualpa, se encuentra en la prisión del Inca, viaja a Pachacamac, sufre peligros en Pilcas y llega con Fran­ cisco Pizarro al Cuzco, en noviembre de 1533. Es éste el período por él recogido, siendo innecesario detallarlo, ya que el propio narrador nos lo cuenta detalladamente. Con la llegada de los españoles a la capital polí­ tica y teocrática del im perio termina la Relación, aunque, por el epígrafe puesto al com ienzo de ella, cabía esperar que se prolongara hasta el año 1571. La vida de T rujillo Páez vuelve a la penumbra del m ontón de los héroes anónimos, porque, ante el res­ plandor de las hazañas de los caudillos, el heroísmo de estos soldados, que en otras circunstancias los hubiera hecho famosos, no bastaba aquí para des­ tacarlos. * La existencia de Diego discurre después, oscura­ mente, entre su natal Trujillo y el legendario Cuzco. R ico con los tres m il trescientos pesos de oro y los


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ciento cincuenta y ocho marcos de plata que como hombre de a pie le correspondieron en el reparto del tesoro de Atahualpa, fortuna que pudo acrecentarse con posteriores ingresos, quiso regresar a Extrema* dura. Salió a tal ñn de Pachacamac, en compañía de Pedro de Alvarado, el valeroso conquistador de Guatemala, cuando éste abandonó las tierras pe­ ruanas, en cuya conquista pretendía inmiscuirse. De­ bió llegar a España por el año 1536. No estaba el soldado cronista en el Perú cuando se desata en él la primera guerra civil, concluida con el triunfo de Hernando Pizarro en la batalla de las Salinas; pero otra vez, com o en lo de la isla del Gallo, quiso dársele por presente en tales dis­ turbios. Claro que entonces vivía él para rechazar las afirmaciones que en tal sentido le hizo el fiscal Villalobos en el proceso contra Hernando. Ausente estuvo durante estas luchas, ausente seguía en 1541, al ser asesinado en Lima el insigne conquistador del Perú por el hijo de Almagro, y en 1542, cuando este último fue vencido y muerto por Vaca de Castro en la batalla de Chupas. * En España, en su solar trujillano, pasó varios años Diego, hasta que en 1547 regresa al Cuzco. Una nueva guerra civil ardía entonces, siendo cabeza de ella su viejo amigo Gonzalo Pizarro, el noble re­ belde que alzó el im perio contra las lesivas orde-


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nanzas reales. Gonzalo, que ya habla vencido y muer­ to en el combate de Añaquitos —1546— al virrey Blasco Núñez Vela, era dueño del Perú; Trujillo, soldado de los ejércitos de su hermano el conquis­ tador, necesariamente tuvo que ser partidario del rebelde. Por fortuna, no llevó demasiado lejos sus actos de adhesión a la rebeldía. Cuando Centeno se hizo dueño del Cuzco, para oponerse a Pizarro, es­ taba en la ciudad y no fue perseguido por el cabe­ cilla realista. Más tarde logró librarse del desastre de Xaquixaguana —1548—, en cuya batalla vencie­ ron las tropas del inteligente don Pedro de la Gasea. Gonzalo fue decapitado después de su derrota y pri­ sión; pero Diego salvó el mal paso porque pudo unir­ se a las tropas leales y venia con el presidente Gasea, recibiendo en prem io de sus servicios m il doscientos pesos. Mala semilla se había esparcido por las viejas tierras del Tahuantisuyo, semilla que de vez en cuan­ do daba frutos de insurrección. Otra vez viose Tru­ jillo en trance de quedar al margen de la legalidad, con m otivo del levantamiento del cacerense Fran­ cisco Hernández Girón, quien se proclam ó capitán general del Cuzco y estuvo a punto de adueñarse del Perú. Diego fue uno de los tantos que le siguie­ ron, más por m iedo que por deseo. Figuró, pues, al lado del rebelde, durante el periodo de su aventura —1553-1554—, teniendo de nuevo la fortuna de su­ perar el escollo sin grandes contratiempos, porque


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al vencim iento y muerte de Girón siguió en el Cuzco, sin ser molestado. Disfrutando del repartimiento de Lari discurrie­ ron tranquilos sus últimos años, rodeado del respeto de los colonos, quienes admiraban al que era uno de los pocos supervivientes de los primeros conquis­ tadores. Por tal causa fue tratado con deferencia por el virrey don Francisco de Toledo cuando éste vino a la vieja capital, surgiendo de tal visita la idea de escribir Trujillo su Relación, redactada en 1571. Gracias a esto perdura el recuerdo del oscuro soldado y tenemos el interesante relato de la conquista peruana, que tanto tiem po permaneció inédito. En su casa cuzqueña albergó a los nietos de Atahualpa, de los cuales fue tutor, muriendo, querido de todos, sobre los setenta años de edad, por 1574 ó 1575.

* La Relación de Diego de Trujillo tiene fundamen­ tal importancia para ,el conocim iento de los suce­ sos de la conquista del mundo incaico. Sus noti­ cias complementan y amplían las de otros testigos presenciales y son particularmente curiosas en di­ versos pasajes. El itinerario de la marcha a lo largo de la costa del Ecuador está recogido con una minuciosidad de que carecen las obras de Francisco López de Jerez y Pedro Pizarro, siendo en tal ma­


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teria superior a éstos, ya que nos da a conocer nue­ vos nombres de poblados indios. Anota infinidad de detalles curiosos, tales com o la existencia en Saña de gallinas blancas, dato que desmiente la afirma­ ción de no existir tales aves en el Perú antes del arribo de los españoles, y el nombre de Jua­ na Hernández, la primer mujer española que pasó al Perú. Sus noticias son de excepcional interés por lo que se refiere a la embajada de Hernando Pizarro ante Atahualpa, hecho que recoge con todo detalle y de manera distinta de las conocidas versiones. En esto, sin embargo, preciso es dar preferencia a lo consig; nado por el propio Hernando en su carta a los oido­ res de Santo Domingo, carta escrita a raiz de los sucesos, cuando la memoria de ellos estaba reciente, sin las sombras con que los años suelen envolver los recuerdos. Punto interesante de la Relación es también lo relativo a la captura del Inca en Cajamarca, ya que se perfila con detalles el plan concebi­ do y las m odificaciones impuestas por las circunstan­ cias, aunque la cifra que anota, de ocho mil enemigos muertos, supera a la que dan otros cronistas, incluso a la que consigna Ruiz de Arce. Finalmente, al con­ tar el qvance hacia el Cuzco, Diego confirma lo apun­ tado por Pedro Pizarro, relativo a que el grupo de Hernando de Soto llegó a concebir propósitos de ade­ lantarse al gobernador, desobedeciendo sus órdenes, deseoso de hacerse dueño de la capital del imperio.


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Hay, pues, en esta crónica valiosas aportaciones. El oscuro soldado de Pizarro —cuyo recuerdo se habría esfumado en el olvido a no ser por su es­ crito y porque su longevidad hizo posible que cono­ ciese al historiador Garcilaso de la Vega— prestó su más valioso servicio al escribir la Relación, docu­ mento de primer orden para el conocim iento de la historia de la conquista del Perú. t Ce Í0 Ce


CARTA DE HERNANDO PIZARRO A LOS OIDORES DE LA AUDIENCIA DE SANTO DOMINGO

A la

LOS MAGNÍFICOS SEÑORES, LOS SEÑORES OIDORES DE A

u d ie n c ia

R eal

de

Su

M a je sta d ,

que

r e s id e n

EN LA CIUDAD DE SANTO DOMINGO

Magníficos señores: Y o llegué a este puerto de La Yaguana, de ca­ mino para pasar a España, por mandado del Go­ bernador Francisco Pizarro, a inform ar a Su Ma­ jestad de lo sucedido en aquella gobernación del Perú e la manera de la tierra y estado en que queda. E porque creo que los que a esa ciudad van darán a vuestras mercedes variables nuevas, me ha parecido escribir en suma lo sucedido en la tierra, para que sean inform ados de la verdad. Después que de aquella tirara vino Isasaga, de quien vuestras mercedes se informarían de lo hasta allí acaecido, el Gobernador fundó en nombre de Su* Majestad un pueblo, cerca de la costa, que se llama San Miguel, veinticinco leguas de aquel cabo d e, Túmbez. Dejados allí los vecinos e repartidos los indios que había en la comarca del pueblo, se par­ tió con sesenta de caballo e noventa peones, en


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demanda del pueblo de Caxamalca, que tuvo no* ticias que estaba en él Atabaliba, h ijo del Cuzco viejo y hermano del que al presente era señor de la tierra. Y entre los dos hermanos había muy cruda guerra, e aquel Atabaliba le había venido ganando la tierra hasta allí, que hay desde donde partió cien­ to cincuenta leguas. Pasadas siete u ocho jornadas, vino al Goberna­ dor un capitán de Atabaliba e díjole que su señor Atabaliba había sabido de su venida e holgaba mu­ cho de ello e tenía deseo de conocer a los cristianos. E así com o hubo estado dos días con el Gobernador, d ijo que quería adelantarse a decir a su señor cóm o iba e que el otro venía al camino con presente en señal de paz. El Gobernador fue de camino adelante, hasta lle­ gar a un pueblo que se dice La Ramada, que hasta allí era todo tierra llana e desde allí era sierra muy áspera e de muy malos pesos. Y visto que no volvía el mensajero de Atabaliba, quiso informarse de al­ gunos indios que habían venido de Caxamalca e ator­ mentáronse e dijeron que habían oído que Atabaliba esperaba al Gobernador en la sierra, para darle gue­ rra. E así mandó apercibir la gente, dejando la reza­ ga en el llano, e subió. Y el camino era tan malo, que de verdad, si así fuera que allí nos esperaran, o en otro paso que hallamos desde allí a Caxamalca, muy ligeramente nos llevaran, porque aun del dies­ tro no podíamos llevar los caballos por los caminos,


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e fuera de camino, ni caballos ni peones. E esta sierra, hasta llegar a Caxamalca, hay veinte leguas. A la mitad del camino vinieron mensajeros de Atabaliba e trajeron al Gobernador comida e dije­ ron que Atabaliba le esperaba en Caxamalca, que quería ser su amigo e que le hacía saber que sus capitanes, que habia enviado a la guerra del Cuzco, su hermano, le traian preso, e que sería en Caxa­ malca desde en dos días e que toda la tierra de su padre estaba ya por él. El Gobernador le envió decir que holgaba mucho de ello e que si algún señor había que no le quería dar la obediencia, que él le ayudaría a sojuzgarle. *

Desde a dos días llegó el Gobernador a V i o w i uw Caxamalca e halló allí indios con comida. E puesta la gente en orden, caminó al pueblo e halló que Atabaliba no estaba en él, que estaba una legua de allí, en el campo, con toda su gente en toldos. E visto que Atabaliba no venía a verle, envió un capitán con quince de caballo a hablar a Atabaliba, diciendo que no se aposentaba hasta saber dónde era su voluntad que se aposentasen los cristianos e que le rogaba que viniese, porque quería holgarse con él. En esto, yo vine a hablar al Gobernador, que había ido a mirar la manera del pueblo, para si de noche diesen en nosotros los indios, e díjom e cóm o había enviado a hablar a Atabaliba. Y o le dije que me N tai. 1168.— 4


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parecía que en sesenta de caballo que tenía había al­ gunas personas que no eran diestros a caballo e otros caballos mancos, e que sacar quince de caballo de los mejores, que era yerro, porque, si Atabaliba algo quisiese hacer, no eran para defenderse, e que caeciéndoles algún revés, que le harían mucha falta. E así mandó que yo fuere con otros veinte de ca­ ballo, que había para poder ir, e que allá hiciese com o me pareciese que convenía. Cuando yo llegué a este paso de Atabaliba, hallé los de caballo junto con el real. Y el capitán había ido a hablar con Atabaliba. Yo dejé allí la gente que llevaba e con dos de caballo pasé al aposento. Y el capitán le dijo cóm o iba y quién era yo. E yo dije al Atabaliba que el Gobernador me enviaba a visitarle e que le rogaba que le viniese a ver, por­ que le estaba esperando para holgarse con él, e que le tenía por amigo. Díjom e que un cacique del pueblo de San Miguel le había enviado a decir que éramos mala gente e no buena para la guerra, e que aquel cacique nos había muerto caballos e gente. Y o le dije que aque­ lla gente de San Miguel eran com o mujeres e que un caballo bastaba para toda aquella tierra, e que cuando nos viese pelear vería quién éramos; que el Gobernador le quería mucho e que si tenía algún enemigo, que se lo dijese, que él lo enviaría a con­ quistar. Díjom e que cuatro jornadas de allí estaban unos indios muy recios, que no podía con ellos, que allí irían cristianos a ayudar a su gente. D íjele


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que el Gobernador enviaría diez de caballo, que bastaban para toda la tierra, que sus indios no eran menester sino para buscar los que se escondiesen. Sonrióse, como hombre que no nos tenía en tanto. Díjom e el capitán que hasta que yo llegué nunca pudo acabar con él que le hablase, sino un principal suyo hablaba por él, y él siempre la cabeza baja. Estaba sentado en un dúho, con toda la majestad del mundo, cercado de todas sus mujeres e muchos principales cerca de él. Antes de llegar allí estaba otro golpe de principales, e así, por orden, cada uno del estado que eran. Ya puesto el sol, yo le dije que me quería ir, que viese lo que quería que dijese al Gobernador. Dí­ jom e que le dijese que otro día por la mañana le iría a ver e que se aposentase en tres galpones grandes, que estaban en aquella plaza, e uno que estaba en medio le dejasen para él. * Aquella noche se hizo buena guarda. A la ma­ ñana envió sus mensajeros, dilatando la venida hasta que era ya tarde. E de aquellos mensajeros que ve­ nían hablando con algunas indias tenían los cris­ tianos parientas suyas e les dijeron que se huyesen, porque Atabaliba venia sobre tarde, para dar aquella noche en los cristianos e matarlos. Entre los mensajeros que envió vino aquel capi­ tán que primero había venido al Gobernador al ca­


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mino. E d ijo al Gobernador que su señor Atabaliba decía que, pues los cristianos habían ido con armas a su real, que él quería venir con sus armas; el Go­ bernador le d ijo que viniese com o él quisiese. E Ata­ baliba partió de su real a mediodía. Y en llegar hasta un campo que estaba m edio cuarto de legua de Caxamalca tardó hasta que el sol iba muy bajo. Allí asentó sus toldos e hizo tres escuadrones de gente. E a todo venía el camino lleno e no había acabado de salir del real. El Gobernador había mandado repartir la gente en los tres galpones, que estaban en la plaza, en triángulo, e que estuviesen a caballo e armados, hasta ver qué determinación traía Atabaliba. Asentados sus toldos, envió a decir al Goberna­ dor que ya era tarde, que él quería dormir allí, que por la mañana vendría. El Gobernador le envió a decir que le rogaba que viniese luego, porque le es­ peraba a cenar, e que no había de cenar hasta que fuese. Tornaron los mensajeros a decir al Goberna­ dor que le enviase allá un cristiano, que él quería venir luego e que vendría sin armas. El Gobernador envió un cristiano. E luego Ata­ baliba se m ovió para venir e dejó allí la gente con las armas e llevó consigo hasta cinco o seis mil indios sin armas, salvo que debajo de las camisetas traían unas porras pequeñas e hondas e bolsas con piedras. Venia en unas andas. E delante de él hasta trescientos o cuatrocientos indios con camisetas de librea, limpiando las pajas del camino e cantando,


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y él en medio de la otra gente, que eran caciques e principales, e los más principales caciques le traían en los hombros. En entrando en la plaza, subieron doce o quince indios en una fortalecilla que allí está e tomáronla a manera de posesión, con una bandera puesta en una lanza. * Entrado hasta la mitad de la plaza, reparó allí e salió un fraile dom inico que estaba con el Gober­ nador a hablarle de su parte, que el Gobernador le estaba esperando en su aposento, que le fuese a hablar. E dijóle cómo era sacerdote e que era en­ viado por el Emperador para que les enseñase las cosas de la fe, si quisiesen ser cristianos. E dijole que aquel libro era de las cosas de Dios. Y el Atabaliba pidió el libro e arrojóle en el suelo e d ijo : —Yo no pasaré de aquí hasta que deis todo lo que habéis tomado en mi tierra; que yo bien sé quién sois vosotros y en lo que andáis. E levantóse en las andas e habló a su gente e hubo murmullo entre ellos, llamando a la gente que tenían las armas. El fraile fue al Gobernador e dijole que qué hacía, ya que no estaba la cosa en tiempo de esperar más. El Gobernador me lo envió decir. Y o tenia concertado con el capitán de la arti­ llería que, haciéndole una seña, disparase los tiros, e con la gente que, oyéndolos, saliesen todos a un


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tiempo. E así se hizo. E com o los indios estaban sin armas, fueron desbaratados sin peligro de ningún cristiano. Los que traian las andas e los que venían alrededor de él nunca lo desampararon, hasta que todos murieron alrededor de él. El Gobernador salió e tomó a Atabaliba. E por defenderle, le dio un cris­ tiano una cuchillada en una mano. La gente siguió el alcance hasta donde estaban los indios con armas: no se halló en ellos resisten­ cia ninguna, porque ya era noche. Recogiéronse todos al pueblo, donde el Gobernador quedaba. * Otro día, de mañana, mandó el Gobernador que fuésemos al real de Atabaliba. Hallóse en él hasta cuarenta mil castellanos e cuatro o cinco mil mar­ cos de plata, y el real tan lleno de gente com o si nunca hubiera faltado ninguna. Recogióse toda la gente y el Gobernador les habló que fuesen a sus casas, que él no venía a hacerles mal, que lo que se había hecho había sido por la soberbia de Ata­ baliba. Y el Atabaliba asimismo se lo mandó. Preguntando a Atabaliba por qué había echado el libro e mostrado tanta soberbia, dijo que aquel capitán suyo que había venido a hablar al Gober­ nador le había dicho que los cristianos no eran hom­ bres de guerra e que los caballos se desensillaban de noche e que con doscientos indios que le diese se los ataría a todos, e que este capitán y el cacique


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que arriba he dicho de San Miguel le engañaron. Preguntóle el Gobernador por su hermano, el Cuzco. D ijo que otro día allegaría allí, que le traían preso e . que sus capitanes quedaban con la gente en el pueblo del Cuzco. E según después pareció, dijo verdad en todo, salvo que a su hermano lo envió a matar, con temor que el Gobernador le restituyese en su señorío. El Gobernador le dijo que no venía a hacer gue­ rra a los indios, sino que el Emperador, nuestro Se­ ñor, que era Señor de todo el mundo, le mandó venir, por que le viese e le hiciese saber las cosas de nuestra fe, para si quisiese ser cristiano, e que aquellas tie­ rras e todas las demás eran del Emperador e que le había de tener por Señor. E le d ijo que era contento. E visto que los cristianos recogían algún oro, dijo Atabaliba al Gobernador que no se curase de aquel oro, que era poco, que él le daría diez mil tejuelos e le henchiría de piezas de oro aquel bohío en que estaba, hasta una raya blanca, que sería estado e m edio de alto. Y el bohío tenia de ancho diecisiete o dieciocho pies, e de largo treinta o treinta y cinco. E que cumpliría dentro de dos meses. * Pasados los dos meses que el oro no venía, antes el Gobernador tenía nuevas cada día que venía gen­ te de guerra sobre él. Así por eso, como por dar prisa al oro que viniese, el Gobernador me mandó


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que saliese con veinte de caballo e diez o doce peo­ nes, hasta un pueblo que se dice Guamachuco, que está veinte leguas de Caxamalca, que es adonde se decía que se hacia junta de los indios de guerra. E así íui hasta aquel pueblo, adonde hallamos can­ tidad de oro e plata e desde allí la envié a Caxa­ malca. Unos indios, que se atormentaron, me dijeron que los capitanes e gente de guerra estaban seis leguas de aquel pueblo. E aunque yo no llevaba com isión del Gobernador para pasar de allí, porque los indios no cobrasen ánimo de pensar que volvía­ mos huyendo, acordé de llegar a aquel pueblo con catorce de caballo e nueve peones, porque los demás se enviaron en guarda del oro, porque tenían los caballos cojos. Otro día, de'm añana, allegué sobre el pueblo e no hallé gente ninguna mi él, porque, según pare­ ció, había sido mentira lo que los indios habían dicho, salvo que pensaron meternos temor para que nos volviésemos. A este pueblo me llegó licencia del Gobernador para que fuese a una mezquita de que teníamos noticia, que estaba cien leguas de la costa de la mar, en un pueblo que se dice Pachacama. Tarda­ mos en llegar a ella veintidós días: los quince días fuim os por la sierra e los otros por la costa de la mar. *


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El camino de la sierra es cosa de ver, porque, en verdad, en tierra tan fragosa, en la cristiandad no se han visto tan hermosos caminos, toda la ma­ yor parte de calzada. Todos los arroyos tienen puen­ tes de piedra o de madera. En un rio grande, que era m uy caudaloso e muy grande, que pasamos dos veces, hallamos puentes de red, que es cosa mara­ villosa de ver. Pasamos por ellas los caballos. Tiene . cada pasaje dos puentes: la una, por donde pasa la gente común; la otra, por donde pasa el señor de la tierra o sus capitanes. Ésta tienen siempre cerra­ da e indios que la aguardan; estos indios cobran portazgo de los que pasan. Estos caciques de la sierra e gente tienen más arte que no los de los llanos. Es la tia ra bien po­ blada; tienen muchas minas en muchas partes de ella; es tierra fría, nieva en ella e llueve mucho; no hay ciénagas; es pobre de leña. En todos los pueblos principales tiene Atabaliba puestos gober­ nadores, e asimismo los tenían los señores antece­ sores suyos. En todos estos pueblos hay casas de mujeres en­ cerradas. Tienen guardas a las puertas; guardan cas­ tidad. Si algún indio tiene parte con alguna de ellas, muere por ello. Estas casas son: unas, para el sa­ crificio del sol; otras, del Cuzco viejo, padre de Ata­ baliba. El sacrificio que hacen es de ovejas. E hacen chicha, para verter por el suelo. Hay otra casa de mujeres en cada pueblo de estos principales, asimis­ m o guardadas, que están recogidas de los caciques


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comarcanos, para cuando pasa el señor de la tierra sacan de allí las mejores, para presentárselas. E sa­ cadas aquéllas, meten otras tantas. También tienen cargo de hacer chicha, para cuando pasa la gente de guerra. De estas casas sacaban indias que nos presentaban. A estos pueblos del camino vienen a servir todos los caciques comarcanos cuando pasa la gente de guerra. Tienen depósito de leña e maíz e de todo lo demás. E cuentan por unos nudos, en unas cuer­ das, de lo que cada cacique ha traído. E cuando nos habían de traer algunas cargas de leña u ove­ jas o maíz o chicha, quitaban de los nudos, de los que lo tenían a cargo, e anudábanlo en otra parte. De manera que en todo tiene muy gran cuenta e razón. En todos estos pueblos nos hicieron muy grandes fiestas de danzas e bailes. * Llegados a los llanos, que es en la costa, es otra manera de gente, más bruta, no tan bien tratados, mas de mucha gente. Asimismo tienen casas de mu­ jeres e todo lo demás, como los pueblos de la sierra. Nunca nos quisieron decir de la mezquita, que te­ man en sí ordenado que todos los que nos lo dije­ sen habían de morir; pero, como teníamos noticia que era en la costa, seguimos el camino real, hasta


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ir a dar en ella. El camino va muy ancho, tapiado de una banda e de otra. A trechos, casas de apo­ sento hechas en él, que quedaron de cuando el Cuzco pasó por aquella tierra. Hay poblaciones muy gran­ des. Las casas de los indios, de cañizos; las de los caciques, de tapia, e ramada por cobertura, porque en aquella tierra no llueve. Desde el pueblo de San Miguel hasta aquella mez­ quita habia ciento setenta o ciento ochenta leguas, por la costa, de la tierra muy poblada. Toda esta tierra atraviesa el camino tapiado. En toda ella, ni en doscientas leguas que se tiene noticias en las costas adelante, no llueve. Viven de riego, porque es tanto lo que llueve en la sierra, que salen de ella muchos rios, que en toda la tierra no hay tres leguas que no haya río. Desde el mar a la sierra hay, en partes, diez leguas; a partes, doce. E toda costa va así. No hace frío. Toda esta tierra de los llanos, e mucha más ade­ lante, no tributa al Cuzco, sino a la mezquita. El obispo de ella estaba con el Gobernador en Caxamalca; habíale mandado otro bohío de oro, com o el que Atabaliba mandó. A es.te propósito, el Gober­ nador me envió ir a dar prisa, para que se llevase. Llegado a la mezquita e aposentados, pregunté por el oro e negáronmelo, que no lo había. Hizóse al­ guna diligencia e no se pudo hallar.


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Los caciques comarcanos me vinieron a ver e tra­ jeron presente. E allí, en la mezquita, se halló al­ gún oro podrido, que dejaron cuando escondieron lo demás.. De todo se juntó ochenta y cinco mil cas­ tellanos e tres mil marcos de plata. Este pueblo de la mezquita es muy grande e de grandes edificios; la mezquita es grande e de gran­ des cercados e corrales. Fuera de ella está otro cer­ cado grande, que por una puerta se sirve la mez­ quita. En este cercado están las casas de las mujeres, que dicen ser mujeres del diablo, e aquí están los silos, donde están guardados los depósitos del oro. Aquí no entra nadie donde estas mujeres están. Ha­ cen sus sacrificios com o las que están en las otras casas del sol, que arriba he dicho. Para entrar al primer patio de la mezquita han de ayunar veinte días; para subir al patio de arriba han de haber ayunado un año. En este patio de arri­ ba suele estar el obispo. Cuando suben algunos men­ sajeros de caciques, que han ya ayunado su año, a pe­ dir al dios que les dé maíz e buenos temporales, hallan el obispo, cubierta la cabeza e asentado. Hay otros indios que llaman pajes del dios. Así com o estos mensajeros de los caciques dicen al obispo su embajada, entran aquellos pajes del diablo dentro a una camarilla, donde dicen que hablan con él e que el diablo les dice de qué está enojado de los ca­ ciques e los sacrificios que se han de hacer e los presentes que quiere que le traigan. Y o creo que no


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hablan con el diablo, sino que aquellos servidores suyos engañan a los caciques, por servirse de ellos; porque yo hice diligencia por saberlo, e un paje vie­ jo , de los más privados de su dios, que me dijo un cacique que habia dicho que le dijo el diablo que no hubiese miedo de los caballos, que espantaban e no hadan mal, hícele atormentar y estuvo rebelde en su mala secta, que nunca de él se pudo saber nada más de que realmente le tienen por dios. Esta mezquita es tan temida de todos los indios, que piensan que si alguno de aquellos servidores del diablo le pidiese cuanto tuviese e no lo diese, había de morir luego. Y , según parece, los indios no adoran a este diablo por devoción, sino por te­ mor, que a mi me decían los caciques que hasta entonces habian servido aquella mezquita porque le habían miedo, que ya no habia m iedo sino a noso­ tros, que a nosotros querían servir. La cueva donde estaba el ídolo era muy oscura, que no se podía entrar a ella sin candela, e de dentro muy sucia. Hice a todos los caciques de la comarca, que me vinieron a ver, entrar dentro, para que perdiesen el miedo. E a falta de predicador les hice mi sermón, diciendo el engaño en que vivían. * En este pueblo supe que un capitán e principal de Atabaliba estaba veinte leguas de nosotros, en un pueblo que se dice Xauxa. Envióle a llamar,


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que me viniese a ver, e respondió que yo me fuese camino de Caxamalca, que él saldría por otro ca­ mino a juntarse conm igo. Sabido por el Goberna­ dor que el capitán estaba de paz e queria ir con­ migo, escribióme que volviese y envió tres cristianos al Cuzco, que es cincuenta leguas más adelante de Xauxa, a tomar la posesión e ver la tierra. Yo me volví, camino de Caxamalca, por otro ca­ mino que el que había ido. E adonde el capitán de Atabaliba quedó de salir a mi, no había salido; antes supe de aquellos caciques que se estaba quedo e me habia burlado por que me viniese. Desde alli vol­ vimos hacia donde él estaba. Y el camino fue tan fragoso e de tanta nieve, que se pasó harto trabajo en llegar allá. Llegado al camino real, a un pueblo que se dice Bombon, topé un capitán de Atabaliba con cinco m il indios de guerra que a Atabaliba llevaba, en achaque de conquistar un cacique rebelde. E según después ha parecido, eran para hacer junta para matar a los cristianos. A lli hallamos hasta quinien­ tos mil pesos de oro, que llevaban a Caxamalca. Este capitán me d ijo que el capitán general queda­ ba en Xauxa e sabia de nuestra ida e tenia mucho miedo. Y o le envié mensajeros, para que estuviese quedo e no tuviese temor. Hallé alli un negro, que habia ido con los cristianos que iban al Cuzco, e dijom e que aquellos temores eran fingidos, porque el capitán tenía mucha gente e muy buena e que


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en presencia de los cristianos la había contado por sus nudos e que había hallado treinta y cinco mil indios. * Así fuimos a Xauxa. Llegado media legua del pue­ blo, visto que el capitán no salía a recibirnos, un principal de Atabaliba que llevaba conmigo, a quien yo había hecho un buen tratamiento, me dijo que hiciese ir los cristianos en orden, porque creía que el capitán estaba de guerra. Subido a un cerrillo que estaba cerca de Xauxa, vimos en la plaza gran bulto negro, que pensamos ser cosa quemada. Pre­ guntado qué era aquello, dijéroím os que eran indios. La plaza es grande e tieñe un cuarto de legua. Llegados al pueblo, e com o nadie nos salía a re­ cibir, iba la gente toda con pensamiento de pelear con los indios. Al entrar en la plaza salieron unos principales a recibirnos de paz e dijéronnos que el capitán no estaba allí, que era ido a pacificar cier­ tos caciques. E según pareció, de tem or se había ido con la gente de guerra e había pasado un río que estaba junto, cabe al pueblo, de una puente de red. Envíele a decir que viniese de paz; si no, que irían los cristianos a le destruir. Otro día, de mañana, vino la gente que estaba en la plaza, que eran indios de servicio. Y es ver­ dad que había sobre cien m il ánimas. A llí estuvi­ mos cinco días. En todo este pueblo no hicieron sino bailar e cantar e grandes fiestas de borrache­


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ras. Púsose en no venir conm igo. Al cabo, desque vio la determinación de traerle, vino de su voluntad. Dejé allí por capitán al principal que llevé conmigo. Este pueblo de Xauxa es muy bueno e muy vis­ toso e de muy buenas salidas llanas. Tiene muy buena ribera. En todo lo que anduvo, no me pareció m ejor disposición para asentar pueblos los cristia­ nos, e asi creo que el Gobernador asentará allí pue­ blo, aunque algunos, que piensan ser aprovechados del trato de la mar, son de contraria opinión. Toda la tierra desde Xauxa a Caxamalca, por donde vol­ vimos, es de la calidad que tengo dicho. ♦ Venidos a Caxamalca e dicho al Gobernador lo que se había hecho me mandó ir a España a hacer relación a Su Majestad de esto e de otras cosas que convienen a su servicio. Sacóse del montón del oro cien mil castellanos, para Su Majestad, en cuenta de sus quintos. Otro día de com o partí de Caxamal­ ca llegaron los cristianos que habían ido al Cuzco e trajeron m illón y m edio de oro. Después de yo venido a Panamá vino otro navio, en que vinieron algunos hidalgos. Dicen que se hizo repartim iento del oro: cupo a Su Majestad, de más de los cien m il pesos que yo llevo e cinco m il mar­ cos de plata, otros ciento setenta y cinco m il caste­ llanos e siete u ocho m il marcos de plata. E a todos


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los que delante venimos nos han enviado más so­ corro de oro. Después de yo venido, según el Gobernador me escribe, supo que Atabaliba bacía junta de gente para dar guerra a los cristianos. £ dice que hicie­ ron justicia de él; hizo señor a otro hermano suyo, que era su enemigo. Molina va a esa ciudad. De él podrán vuestras mercedes ser informados de todo lo que más qui­ sieren saber. A la gente cupo de parte: a los de caballo, nueve mil castellanos; al Gobernador, sesenta mil; a mí, treinta mil. Otro provecho en la tierra el Goberna­ dor no le ha habido, ni en las cuentas hubo frau­ de ni engaño. Dígolo a vuestras mercedes, porque, si otra cosa se dijese, ésta es la verdad. Nuestro Señor las magníñcas personas de vues­ tras mercedes por largos tiempos guarde e prospere. , Fecha en esta villa de Santa María del Puerto, a veintitrés días de noviembre de mil quinientos trein­ ta y tres años. A servicio de vuestras mercedes. Hernando Pizarro.

Núm. 1168—*


ADVERTENCIAS DE JUAN RUIZ DE ARCE A SUS SUCESORES

A d v e r t e n c ia s

q u e h iz o

e l fundador del

v ín c u l o

Y MAYORAZGO A LOS SUCESORES EN ÉL

Amados hijos: Por el amor que os tengo y porque querría que imitaseis a mí y a mis antepasados, os dejo esta me­ moria, con las demás. Primeramente os encomiendo el amor de Dios y de su Madre, la cual siempre tengáis por abogada, porque Ella es todo nuestro bien y remedio para nuestra salvación. Asimismo os encomiendo los san­ tos y santas de la corte del cielo, especialmente a Señor San Juan Evangelista. Y asimismo os enco­ miendo todos vuestros deudos que ahora son y se­ rán, pues que Dios tuvo por bien de me dar que os dejar, y ruégoos que despendáis los frutos de ellos en servicio suyo y de su Madre. Y com o tal padre os mando que así lo hagáis, com o buenos hijos que ahora sois y seréis, y asi lo haced. Y asimismo os encomiendo los pobres, que con vuestras limosnas los ayudéis y siempre tengáis me­ moria de ellos, porque haciéndolo así serviréis a


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Dios, y £1 por su infinita bondad, os aumentará vues­ tros estados por su servicio, porgue creo que Dios paga a cada uno conform e a los servicios que le hace, porque yo soy h ijo de un hombre de buena vida y asimismo de una mujer que en su vida me parece que hicieron pecado venial, y eran tan santos y tan buenos, que por sus merecimientos tuvo Dios por bien de me dar seiscientos ducados de renta de juros perpetuos, de treinta mil el millar, situados en las alcabalas de la ciudad de Sevilla y de la ciu­ dad de Jerez, cerca de Badajoz, los cuales yo gané en las Indias del Perú, y la Emperatriz, m i señora, tuvo por bien de me dar licencia que los metiese y hiciese m ayorazgo de ellos. El cual mayorazgo lo dejo en cabeza de mi h ijo Gonzalo Ruiz de Arce, por que de él goce y lleve los frutos de él? y, después de él, sus descendientes. Y asimismo los encargo y mando el servicio del Rey, m i Señor, que ahora es y será. * Y para que sepáis cóm o yo le he servido, y mi padre y abuelo, os dejo aqui, por memoria, lo que se ha hecho en servicio del Emperador Don Carlos y del Rey Católico Don Femando. Y pareciéndome que yo habia servido mucho al Emperador, hice ganar nueva merced, y por los ser­ vicios que yo hice, la Emperatriz, mi Señora, me quiso hacer nuevas mercedes, estando el Emperador sobre Túnez. Y o llegué a estos reinos de España es*


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tando él de partida, y me armó caballero y me dio por armas un león y un ave fénix y ocho granadas. Y me mandó que hiciese probanza de los servicios de mis padres y abuelos, para ponerlos a los pri­ vilegios que me dio. La cual probanza hallé testigos, que mi abuelo m urió en la batalla que se dio entre Toro y Zamora, contra el Rey Don Alonso de Por­ tugal, en servicio del Rey Católico Don Fernando. Y asimismo hallé testigo que mi padre sirvió al Rey en todas las guerras pasadas de Navarra y Portugal y Granada. Y , andando haciendo la probanza, hallé un tes­ tigo, que se decía Escobero, que conocía a mi abuelo y padre, que d ijo en su dicho: que estando él en Santa Fe, cuando estaba el real sobre Granada, este testigo se desamando a buscar fruta por la vega de Granada, y estando encima de un árbol, cogiendo fruta, vino un m oro a él y con una lanza le comenzó a picar, y a las voces y gritos del dicho Escobero acudió mi padre y mató al m oro en batalla y libró al cristiano. Y así hallarán que la Emperatriz, mi Señora, me d ijo y dio estas palabras: “ Y por los muchos y bue­ nos servicios que vos y vuestros pasados, habiendo sido leales a la corona real, habéis hecho y espera­ mos de vos y de vuestros descendientes en servicio de los Reyes pasados e por* venir, tenemos por bien, para que de vos quede perpetua memoria, de os ha­ cer merced.” Que es lo dicho: el privilegio para ha­ cer el mayorazgo y el privilegio de armas, que son


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las dichas: león, ave fénix y ocho granadas. Y por­ que yo gané estas armas, os las dejo, porque las armas de los Ruices, mis antepasados, son diferen­ tes de éstas, que son: un hombre con un arco y un m anojo de flechas, entre dos montañas. Y el origen de éstos es la montaña, y mi abuelo fue na­ tural de Santander y dejó dos hijos y el uno murió en Orán; el otro fue mi padre, el cual me dejó a mi de dieciocho años y de esta edad pasé al Perú. ♦ Y para que veáis cóm o se ganó este mi mayoraz­ go, que os dejo, y por que veáis lo que se trabaja en haberlo y cóm o se hubo y de qué manera, yo partí de España, a servir al Rey, de edad de die­ ciocho años. Y me embarqué en Sevilla y de Sevilla fui a portar a la Gomera y en ella estuve tres me­ ses. Esta tierra es una tierra misera. Viven en ella pocos cristianos; viven de criar ganados. De alli me partí a la isla de Santo Domingo. Esta tierra es muy rica de ganados y muy fructífera de muchas frutas. Hay naranjales en mucha cantidad; hay muchas e muchos puercos y ovejas, y no se crían cabras, por ser la tierra muy viciosa. Hay muchos caballos, que se crian en la misma isla. Alli estuve cuatro meses. De alli me embarqué y fui a la isla de Jamaica. Y allí hay lo mismo que hay en Santo Domingo. En estas dos islas viven de ganados y de criar ga­


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nados. Hay muchos ingenios de azúcar; hacen pan de raíces de inca, que se llama cazabi. Provéense muchas partes de las Indias, de estas dos islas, de pan y caballos y carne, porque hay en estas islas tanta, que se hacen monteses muchas vacas y puer­ cos y ovejas, por haber tantos. Hay en estas dos islas minas, que son buenas, y, por causa que es de más ganancia el azúcar, danse a los ingenios y de­ jan las minas. De estas dos islas vienen a España muchos cueros de vacas, com o en estas dos islas hay tantas, que las matan para, solamente, aprove­ char los cueros. Aquí en esta isla estuve cuatro meses. Y de aquí embarqué a Cabo de Honduras, que es Tierra Fir­ me. Pasé por esta mar muchas tormentas, y tantas, que muchas veces nos tuvimos por perdidos. Hay desde Cabo de Honduras a esta isla trescientas y tantas leguas, y de ésta a Santo Domingo otras trescientas.

* Este Cabo de Honduras está poblado de cristia­ nos. Habrá cincuenta vecinos. El puerto es bueno, lo cual no es la tierra, que es la más mala que hay en lo descubierto. Indios hay pocos. Aquellos espa­ ñoles que ahí están viven con mucha necesidad, así de comidas como de todo lo demás. El español que allí está no lo dejan salir. La vivienda que allí tienen es coger algún maíz, y esto es poco. Carnes no las tienen, si no es cuatro leguas de allí, en una


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isla que se dice Los Guanajos, que pasando por ahí un navio para M éjico, cuando lo proveía Cortés, iba cargado de puercos e una noche dio allí al tra­ vés y salieron todos los puercos a tierra y multipli­ caron. Y éstos sustentan a aquellos vecinos que allí están. Hay en la tierra muchos leones y tigres, listos han despoblado mucha parte de aquella tierra de los naturales de ella, que andan tan encarnados, que se ceban de ellos. Frutas hay pocas. Hay una fruta, y de ésta hay mucha, que se llaman mamellos: son tan gordos com o un membrillo; tienen cuesco, tan gordo com o una nuez; de éste cuesco sacan aceite. Comen el maíz y, cuando no está maduro, asado, y muchas veces pasa éste por pan. Hay otra fruta que nace en unas palmas pequeñas, tan gordas com o nueces. De aquí sacan leche. Hay una temporada, en la costa de la mar, una manera de uvas. Y ésta es una fruta muy dejativa, de poco mantenimiento. Es la tierra muy enferma. Llueve toda la más parte del año. Es de muy altas sierras; hay muy grandes ríos. En estos ríos hay lagartos; son muy malos, son de a veinte e veinticinco pies; tienen tan gordo cuerpo com o un hombre, y .p o r algunas partes más; tienen muy gran cabeza; hacen mucho daño a los españoles, com o en los de la tierra. A las pasadas de los ríos hay muy grandes montañas. En esta tierra estuve dos años. Allí nos rehicimos. Y era a la sazón gobernador uno que se decía Die­ go López de Salcedo. Estando yo allí, m urió. Des-


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pues de muerto, juntém onos ochenta compañeros y metimos la tierra adentro, en demanda de una provincia que se decía Naco, que estaba cien le­ guas de Cabo Honduras. Tiene este Cabo de Hon­ duras por nombre Trujillo. Estas cien leguas es muy mal camino, todo montañas y ríos y muchas ciéna­ gas. Es muy estéril de com ida; pásase con mucha necesidad y trabajo. Este camino fuim os, a parar a un pueblo, tres leguas cerca de Naco, que se decía Cboloma. A llí salieron los indios de guerra; matá­ ronnos allí un español que se decía Francisco Martín de Lorca; hiriéronnos muchos caballos. De allí partimos otro día y fuim os a dorm ir a Naco. Y antes que entrásemos en el pueblo nos sa­ lieron a recibir los indios de paz, con mucha com i­ da, de la cual llevábamos harta necesidad. Aquella noche estuvimos todos con mucho regocijo, e asi­ mismo nos despedimos irnos de otros. Y cuando otro día amaneció, cabalgamos y fuim os por el pueblo, con pensamiento que estuvieran los indios en sus casas para nos holgar con ellos. Y ellos tenían otro pensamiento, que aquella noche se pusieron en cobro y dejaron el pueblo y subiéronse unas sierras que estaban dos leguas del pueblo. Allí estuvimos seis meses, que no bastó razón, por bien ni por mal, a hacerles bajar de las sierras. Esta tierra es muy estéril. Cógese en ella maíz, que se hace pan, que comen. Hay poca fruta; la más que hay es maineyes, y ésta es poca. Hay otra manera de fruta, que es tamaño com o un pepino;


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nace en un árbol que tiene la hoja como de higuera. En sabor es com o higos, ni más ni menos. Hay otra fruta que se dice guayabas; ésta hay poca. Hay una nación de perros que son com o gozques. Éstos ceban los indios para com er. Y también los comían los españoles, si los podian. Al ver después que no nos pudimos sustentar, dejamos el pueblo y fuím onos en demanda de Nicaragua. * Hay desde Nicaragua a Naco noventa leguas. Esta tierra es inhabitable, y así los tres pueblos. En el camino es todo montañas y muy altas sierras; ríos, muchos. En este camino pasamos mucha necesidad; si no fuera por los caballos, pereciéramos todos. Comié* ronse todos, por suertes. En este camino se nos quedó mucha gente de hambre. En toda esta tierra no hallamos cosa de comer, sino fue ocho o nueve palmas que hallamos cuatro leguas de un pueblo que se decía Choletegania. Estas palmas tendría cada una diez libras de palmitos, que tienen en lo más alto: esto se cenó aquella noche, y se dio por ración partes iguales. Y de allí partimos otro día y fuimos a dorm ir a Cholote Gamalalaca. Saliéronnos los indios a reci­ bir con comida, no mucha. Hallaríamos en aquel pueblo veinte casas pobladas. Allí estuvimos tres meses. Diéronnos los indios maíz, aunque poco.


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Manteniamonos con pescar con cañas en un río que pasa junto al pueblo. Y había una manera de ci­ ruelas, que no eran en poco tenidas. Lo que allí acae­ ció es esto: que cuatro caballos que nos sobraron, que sacándolos a la plaza, se les caían las herra­ duras. Y muchas veces los herrábamos a posta y no aprovechaba nada, que, saliendo a la plaza, luego, incontinente, se le caían. Allí hubo muy diferentes opiniones: unos se que­ rían ir a Guatemala y otros a Nicaragua. Estando en estas diferencias y cuando otro día amaneció, hallóme con sólo veinte compañeros. Después de vis­ to aquello, acordamos, antes que los indios nos ma­ tasen, de nos ir la vuelta de Nicaragua, y que es­ taba de alli veinte leguas. Y tomamos de allí una guía y con ella dos españoles, para que fuesen a dar mandado a Pedrarias de Ávila, el Justador, que a la sazón era Gobernador en Nicaragua. Ellos se fueron delante, y lo hicieron así. Y Pedrarias de Ávila, com o supo la nueva, envió diez hombres, con cin­ cuenta puercos y mucho pan hecho, al camino por donde veníamos. Con aquel refresco llegamos a León, donde estaba Preciarías de Ávila, el cual nos dio muy buenas posadas y nos recibió y aposentó muy a nues­ tro placer. Éste es un pueblo y tierra de las frescas cosas y abundosas y fructíferas, que yo en mis días vi su igual. Y es que hay tantas vacas y puercos y galli­ nas en abundancia, que es para espantar a quien


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lo viere. El día es tamaño de la noche; no hace frío ni calor; llueve todo el año; las aguas, adradas, que no enojan ni hacen pesadumbre ninguna. Cógese tres veces pan en el año. Están continuamente los campos verdes. Bate una laguna en el pueblo, que m oja a la redonda más de trescientas leguas. En esta laguna hay excelentísimos pescados. Están en esta tierra tres' volcanes, entre sierras. Salen tres bocas de fuego, que es maravilla de ver; una de ellas, que se llama el infierno, de más allá aclara con la mayor oscuridad, media legua alrededor de la sierra, com o de día, que se puede leer una carta y conocer cualquiera moneda. Y las frutas de esta tierra son muy suaves. Hay una, aventajada de todas las otras, que se dicen nipios. En esta tierra se crían muchos caballos. Echó a perder dos cosas esta tierra: el Perú y las minas. El Gobernador, Pedrarias de Ávila, por que su go­ bernación fuese muy abundosa del todo, ponía mucha diligencia en sacar oro, y a esta causa perecieron muchos naturales de la tierra, en las minas. Tendría allí Pedrarias de Ávila, en León, donde él residió, y en Granada, quince leguas de allí, mil hombres, todos de a caballo, la gente más bien ade­ rezada y más lucida que vi en mi vida ni se vio en Indias. Todos los más de los días había juego de cañas, ordinaria carrera. Era él tan aficionado a esto, que se hacía llevar en una silla, que no podía ir por sus pies, a ver todo esto.


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Estuve en esta tierra año y medio. Y durante este tiempo vino al Gobernador Pedrarias de Ávila una nueva: que el señor de las islas de la Patronilla, que confinaba con Guatemala, se había alzado. Este señor se llamaba Petronilla. Antes que nos fuésemos al Perú, el Gobernador hizo una armada para las islas. Iríamos cien hombres, todos de a pie, con es­ padas y rodelas, y algunos ballesteros, a desembar­ carnos en la primer isla. E allí saldrían a nosotros dos m il indios de guerra y los desbaratamos y ma­ tamos muchos. Hiriéronnos muchos cristianos y sa­ queamos las islas. Trajim os muchas piezas de es­ clavos y esclavas, y con aquellos esclavos y cosas de aquella isla que traje me proveí de lo necesario. * Estando en esta tierra vino tina nueva del Perú: cómo Francisco Pizarro estaba en él, comenzando a conquistar. Y luego puse por obra mi partida. De la gente que habíamos ido del puerto de Caballos y de Cabo de Honduras escogí catorce compañeros, que estaban ya encabalgados, y metímonos en un navio pequeño yo y mis compañeros. Y dionos Dios tan buen viaje, que en ocho días atravesamos la Mar del Sur, que son cuatrocientas leguas. La primera tierra que vim os fue la vara de San Mateo, donde había desembarcado el Gobernador Francisco Pizarro. Como el navio era pequeño, me-


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tim ónos en la vara. Luego echamos el batel fuera y saltamos en tierra, para saber dónde estábamos y por ver si hallábamos algún rastro de indios, para ir a buscar comida. Y, en saltando en tierra, vi unos palos hincados y fui a ver qué cosa era, y cuando llegué a los palos, hallé que era ataderos de caballos. Fue regocijo el m ió y alegría de los que conm igo iban, porque ninguno de cuantos conm igo iban en la compañía no sabian dónde estaban ni para dónde habíamos de ir llegados allí, ni sabíamos de ir para abajo, si para arriba. Luego desembarcamos los caballos, y otro día fui­ mos un río arriba, que en la vara entraba. Y dimos en un pueblezuelo de hasta veinte casas. Allá halla­ mos principio de nuestra buena ventura e yo entré en una casita pequeña. Andando buscando maíz para mi caballo, hallé una tinaja con ropa e otras cosillas, entre las cuales estaba una cestica pequeña, con una poca de lana hilada de colores y dos o tres agujas de plata. Entre esto estaba un poco de algodón y descogí el algodón y hallé tres esmeraldas razona­ bles. De ahí tomamos el maíz que hubimos menester y volvim os a la mar. Y a otro día adelante comenzamos a caminar por el rastro de los caballos. Y el navio enviamos por la costa adelante, en busca del Gobernador Fran­ cisco Pizarro. Yendo costeando la costa la gente del Gobernador, vieron al navio, hicieron grandes ahumadas, y, conociendo ser de cristianos aquellas señas, volvieron sobre las ahumadas y saltaron en


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tierra y fueron donde estaba el Gobernador y diéronle cuenta de lo que pasaba. Y luego el Goberna­ dor envió tres hombres con una lengua, en busca nuestra. * Partidos nosotros de la bahía de San Mateo, aquel día anduvimos cuatro leguas y llegamos a dormir a una ciénaga, que estaba en la costa de la mar. Esta ciénaga era de mucho pescado pequeño; había tanto, en cantidad, que a manos los tomábamos. Había en esta ciénaga tantos lagartos que no cabían, que se andaban cebando en el pescado, y comenzamos con las lanzas a querer matar alguno, y eran tan gran­ des, que nos quebraban las lanzas, por manera que acordamos de no hacerles mal, por el daño que nos seguía. Otro día, partimos de allí y fuim os a dorm ir a un pueblo que se decía Quaqui. Y allí estuvimos ocho días, reformando los caballos, que de la mar habian salido fatigados. Éste es un pueblo que tendrá hasta cien casas; éste salteó el Gobernador Francisco Pizarro y tomó en él dieciocho mil castellanos y muchas esmeraldas. Este pueblo se llama Quaqui; está en medio de la línea equinoccial. Aquí se pierde el Norte y se ven las guardas del Sur. Es tierra de pocas frutas. Es tierra muy caliente. Comen el pan, los naturales de la tierra, bizcochado. Es tierra de mucho pescado. Aquí nos hallaron los hombres que el Gobernador Francisco Pizarro nos envió.


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Y pasados ocho días estaban los caballos que pa-1 recían que no habían entrado en la mar. Sabida la; nueva del Gobernador y dónde estaba, que no íue| poca alegría de -todos, comenzamos a caminar, j Y había treinta leguas de aquí a donde el G obem a-' dor estaba. Esta tierra de estas treinta leguas es i una tierra muy mala, muy seca; no hay agua dulce.;; El agua que bebíamos era que, todas las tardes,; dondequiera que llegábamos a dormir, hacíamos^ pozos en la costa de la mar y de éstos pozos sali&j una agua salobre y de esta bebíamos en esta costad Hay cuatro o cinco pueblos de muy mala gente: son. caribes, que se comen irnos a otros. * Pasada esta jornada, llegamos donde estaba el Gobernador y saliónos a recibir con hasta veinte ca­ balgaduras. Fue tanto su regocijo desque nos vio,que lloraba de placer. Y preguntándole cóm o estaba él y su gente, d ijo : . —Veis aquí cuánta gente tengo, de seiscientos, hombres que saqué de España. Llegaréis al real y veréis lo que nunca visteis. Llegados que llegamos al real, vimos tales Iosespañoles y en tal estado, que no nos osamos apear.1 Y dejamos al Gobernador en su posada y fuím o-, nos a aposentar a un cabo del pueblo, que estaba sin españoles. Había muchos de los españoles qué no los conocían si no era en la habla. La dolencia


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que tenían era la más mala que jamás se v io: eran unas verrugas, de la manera de brevas. Teníanlas por el rostro y por las manos y por las piernas. Es* capaban de esta dolencia pocos. Ésta era una provincia de muchos indios y pue­ blos. Cogíase mucho maíz. Beben de pozos y no hay frutas. Es tierra de mucho pescado. Era señora de esta tierra una mujer y todos la obedecían y téman­ la por señora. Es gente muy bellaca; son todos sodom íticos. No hay principal que no traiga cuatro o cinco pajes muy galanes; éstos tienen por mancebos. Tratan por la mar; es gente de mucho trato. Los navios que tienen son de esta manera: juntan diez o doce palos, que los hay en aquella tierra, que son del arte de corcho, y átanlos con sogas y pénenles sus velas. Y navegan, costa a costa. Llámase esta provincia Achira y así se llama la señora de ella. * Vista la perdición de los españoles, tuvim os no­ ticia de una isla, que se decía La Punan, y que esta isla era sana. Sabido esto acordamos de mudar el real e irnos allí. E todos los españoles que habían enfermos mandó el Gobernador que se fuesen por la mar, en barcas e navios; la otra gente que había fue por tierra. La tierra por do caminamos era una tierra pobre y de pocos indios, tierra sin frutas. Pocas aguas: en toda aquella tierra beben de pozos. Es tierra muy pobre. Núíl. 1168.-6


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Caminando por nuestras jornadas, llegamos a una punta, la cual pusimos por nombre de Santa Elena. Decían los indios que llevábamos que había dos jo r­ nadas de allí a la isla. Quedóse allí el Gobernador con toda la gente y fuim os cinco españoles a ver si era así. Y nos llevó la guía hasta la isla y no entra­ mos en ella, por que no nos hiciesen los indios algu­ na bellaquería. Llegados al puerto, hallamos cien indios con comida, que nos estaban esperando. Y lue­ go vino un señor, que se decía Cotoir, a vem os. Y trajo mucha caza y frutas de muchas maneras, y conejos pequeños y tórtolas y patos, y mucho pan bizcocho, que en toda aquella tierra no se com e de otra manera, sino bizcochado. A llí nos despedimos y nos volvim os donde el Go­ bernador estaba. Y mandamos aquel señor que tu­ viese comida, para cuando viniese el Gobernador, y muchas barcas, para en que pasásemos aquel brazo de mar que cercaba la isla. Luego nos partimos donde el Gobernador estaba. ♦ Y a otro día nos pusimos en camino con todo el real, y los dolientes en las barcas y navios. Y lle­ gamos al puerto de la isla y hallamos mucha can­ tidad de gente de la tierra con mucha comida y muchas barcas, para nos pasar, aunque era con muy gran cautela, que tenían pensado en esta manera: que fuésemos de dos en dos de a caballo, y, des-


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pues que fuese en m edio del brazo del mar que cer­ caba la isla, cortasen los remadores [que] las barcas remaban las sogas con que iban atadas las barcas y ellos echarse a nado. Y estaba allí un indio de la ciudad de Túmbez y avisónos de la traición que te­ nían ordenada. Sabido, díjose al Gobernador y hi­ cimos con él que no pasase hasta que viniese Lampiman, que era señor de la isla. Y así se dijo a Cotoir que no queríamos pasar a la isla si no viniese allí Lampiman, porque sin su licencia no queríamos pasar ni entrar en su tierra. Luego Cotoir les hizo un mensajero, que viniese a gran prisa, para efectuar su malicia. Aquel día nos estuvimos allí. E otro día, muy de mañana, vino allí Lampiman, con hasta veinte bal­ sas, con mucha música en su lengua y instrumentos en muchas maneras. La barca en que él venía, muy entoldada, con muchos paños ricos. Llegado que llegó al puerto, lo sacaron en hombros. El Gobernador lo salió a recibir y lo tom ó por la mano y lo llevó a su tienda. Y luego mandó Lampiman que se apres­ tasen las barcas. Y el Gobernador le dijo que toda la gente pasase y que él se quedase allí con él, con cinco españoles, y así españoles com o indios, todos los más pasasen. Y así se hizo. Y de esta manera no tuvo lugar de efectuar su malicia, y así pasamos todos y entramos en la isla. Esta isla es muy fresca y abundosa. Hallamos en ella mucho maíz y mucha ropa, muchos patos y muchos conejos mansos, mucho pescado seco. Ha­


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llamos diez ovejas. Es tierra de muchas frutas y de muchas maneras. Allí hallamos una manera de ce­ rezas; no se difieren en otra cosa a éstas de España sino en el sabor, que es de otro arte. Beben de pozos. Es muy buena gente, toda crecida, muy grandes flecheros, ardidos en la guerra. Y tenían guerra con la ciudad de Túmbez. Dos meses antes que noso­ tros llegásemos había ido a asaltar a Túmbez, que estaba de allí diez leguas por la mar. Diose tan buena maña, que de aquella vez le trajo, entre hom­ bres y niños y mujeres, cinco mil. Éstos tenían por esclavos. * Después supo Chirimasa, que era el señor de Túm­ bez, que nosotros estábamos en la isla. Secretamente vino y se m etió en nuestro real y dio razón quién era, con el cual nosotros nos holgamos mucho, porque habíamos de ir por su tierra, aunque nos valiera más no ir. E otro día vino Lampiman al real y los hicim os juntar, para hacerlos amigos. Tuvieron muchas di­ ferencias unos principales con otros; hubo muchos debates de su guerra pasada, desafiábanse unos a otros. Y hubo necesidad de hacer salir a todos los principales fuera del aposento donde estábamos y dejar a ambos señores solos. Allí les rogamos a uno y a otro que la guerra fuese pasada, que tuviesen por bien de ser amigos, porque, si así lo hiciesen, nos harían muy gran placer; si no, que el que fuese rebelde, que le haríamos la guerra a fuego y sangre,


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con aditamento que volviese la gente que tenía to­ mada Lampiman a Chirimasa, señor de Túmbez. Ellos lo tuvieron por bueno y holgaron de ello. Y asi­ mismo mandaron a los principales que fuesen ami­ gos. Luego mandó Lampiman que trajesen todos los principales, toda la gente que tenían de Túmbez, y así se la dieron y se embarcó y se pasó a su tierra. Y allí estuvimos tres meses. Murió mucha gente de los enfermos; los que escaparon, sanaron muy a presto. Ya que nos queríamos partir, alzóse la isla y, es­ tando alzada,'vínonos un socorro de veinticinco de a caballo y hicim osle la guerra un mes. Murieron muchos indios; matáronnos dos cristianos e un caballo. * Y desque no nos pudimos sufrir, que nos alzaron los mantenimientos, enviamos a llamar a Chirimasa, señor de Túmbez, y luego vino con muchas barcas. Y con ellas y los navios pasamos a Túmbez. Y de todos los enfermos que había no nos habían quedado sino tres. Éstos se fueron delante, que no debieran. Y en el puerto de Túmbez estaba un río; llegados al puerto, mátenlos el río arriba y llévanlos al pueblo, y aquella noche los sacrificaron a sus dioses. Créese que los comieron; nunca más parecieron cosa alguna de ellos. A otro día adelante llegamos con todo el real. Y


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cuando fuimos al pueblo no hallamos gente alguna. Otro día adelante seguimos por donde iban y alean* zamos la gente y alanceáronse muchos. Tomóse plata y oro, poca cantidad, y tomáronse seis esme­ raldas y prendiéronse muchas piezas, asi indios com o indias. Otro día adelante envía Chirimasa un mensajero que decía esto: «Chirimasa es amigo de los cristianos y contino lo fue y él lo desea ahora ser y dice así: que él no fue sabidor de la muerte de los cristianos, que unos principales lo hicieron sin su licencia y él los cas­ tigará y les ruega que los perdonéis porque él quiere venir de paz y serviros.» La 'respuesta que se les dio, por la necesidad que de él teníamos, fue que así lo teníamos por cierto todo lo que él decía y contino lo tuvimos por tal. Y enviárnosle a decir que viniese sin tem or nin­ guno. Y él así lo hizo y de allí adelante fue mucho nuestro amigo. Este pueblo tendrá m il casas. Decían los indios que antes que tuviesen guerra, y por la guerra, se habían perdido muchos y otros idos, huyendo la tierra adentro. En este pueblo estaba una casa fuer­ te, hecha por el más lindo arte que nunca se vio. Tenía cinco puertas, antes que llegasen a los apo­ sentos. De puerta a puerta había más de cien pasos. Tenía muchas cercas, todas de tierra, hechas a mano. Tenía muchos aposentos, de muchas pinturas. En el m edio estaba una plaza de buen tamaño; más


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adelante estaban otros aposentos, los cuales tenían un patio. En medio de este patio estaba un jardín, y junto ai jardín estaba una fuente. Decían los in­ dios que el que hizo aquella casa se decía Gutimaaynacava. Y éste decían que era señor de toda aquella tierra y él mandó hacer aquella casa, y estando él allí, que sería un año, hizo subir a aquella fuente, por sus ingenios, agua. Parecía ser cosa imposible subir allí agua. Afirmaban los indios que era así. Ésta es tierra buena, de mucha comida. Había muchas ovejas y muchos patos y muchos conejos y faisanes y pavas. Es tierra de oro y plata; es tierra de muchas frutas. Estuvimos allí cuatro meses. * Y de allí nos partimos para una provincia que se decía Tangaraya. Allí poblamos un pueblo de cuarenta vecinos. Es tierra muy llana, viven de rie­ go, no llueve en aquella tierra. Críanse muchas ove­ jas; crían muchos patos y conejos. La carne que comen no la asan ni la cuecen, y el pescado hócenlo pedazos y sécanlo al sol, y asimismo la carne. No comen pan; el maíz cómenlo tostado y cocido, y éste tiénenlo por pan. Hacen vino, en mucha cantidad, de este maíz. Las mujeres andan vestidas con unas vestimentas cerradas, de arte de capuz; llega hasta el suelo. Andan en cabello; son mujeres de buenos rostros.


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Será de esta gente doscientas cincuenta leguas de largo de travesía. Por lo más ancho, será diez le­ guas desde la mar hasta la sierra. En toda esta tie­ rra no llueve; viven de riego. Tratan mucho por la mar. Y, la tierra adentro, sírvense de las ovejas; échanles cargas, hasta peso de dos arrobas. En toda aquella tierra no traen armas; sonles defendidas por mandado del señor que manda la tierra. Solían en tiempo antiguo hacer sus sacrificios de personas; viniendo conquistando aquella tierra Guainacaba, después qüe los conquistó, los mandó que no sacrifi­ casen más personas, que si quisiesen sacrificar a sus ídolos, que sacrificasen ovejas, y así las sacrificaban. Esta tierra es de mucha fruta. Hay oro y plata en cantidad. Es gente que se huelga mucho; hay truhanes que viven de ello. En estando en esta tierra tuvim os nueva de Atabalica, que él y un su hermano, que se llamaba Guaycara, tenían diferencias sobre la tierra, sobre quién sería señor. Y supimos que tenia su real en Caxamarca y que allí nos estaba esperando. Sabido esto, dejamos poblado nuestro pueblo y repartido los indios de todo aquella tierra, para que les sirviesen. Dejamos cuarenta vecinos; nosotros éramos ciento sesenta de a caballo y ciento de a pie. Y caminando por nuestras jom adas, a dos jom a­ das [de] donde el real de los indios estaba, envíanos Atabalica un mensajero a decirnos que nos diése­ mos prisas, que Atabalica nos estaba esperando con


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mucha comida e con mucho oro y plata. Y esto de­ cíalo con cautela, porque pensaba tom am os a manos. Asimismo le enviamos a decir, con el mismo men­ sajero, que nosotros íbamos, que viese dónde man­ daba que nos aposentásemos, llegados al pueblo. Llegamos un viernes, al mediodía, a un pueblo que se decía Caxamarca. Y él estaba aposentado una legua fuera del pueblo, a una falda de una sie­ rra, de una parte de un río. Parecía el real de los indios una muy hermosa ciudad, porque todos te­ nían sus tiendas. * Llegados que llegamos al pueblo, vino un men­ sajero de Atabalica a decim os que nos aposentá­ semos en la plaza, que él no podía venir, porque ayunaba aquel día. Visto esto, dejamos al Gober­ nador y fuimos veinticinco de a caballo a donde él estaba. Es el camino desde el pueblo al real todo hecho de calzada; a una parte y otra del camino es todo agua. Al cabo de la calzada estaba un río; lle­ gaba [a] las calles de las tiendas. Del río, el río arri­ ba, dos tiros de ballesta, estaba una casa de placer, donde estaba de día Atabalica. Al paso del río, dejamos veinte de a caballo y fuimos cinco a donde estaba Atabalica. La casa de placer era de esta manera: de cuatro cuartos; te­ nía dos cubos altos, y en medio tenía un patio. En el patio estaba hecho un estanque, en el cual es­


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tanque entraban dos caños de agua, uno caliente y otro frío. Estos dos caños salían de dos fuentes y estas dos fuentes estaban juntas. En aquel estanque se lavaban él y sus mujeres. A la puerta de esta casa estaba un prado. Estaba él con sus mujeres. Y allí llegamos de parte del Gobernador y le dijim os que fuese, que lo estaba esperando, que no se había de aposentar ni cenar hasta que él fuese. £1 respondió que todos aquellos días ayunaba, que otro dia lo iría a ver. Y entonces, dicho esto, rogónos que nos apeásemos, que comeríamos. Nosotros le respondimos que des­ pués que cabalgábamos en aquellos caballos en nues­ tras posadas juramos de no nos apear hasta volver a ellas. £1 dijo que, pues que no queríamos comer, que bebiésemos aquello. Y dijim os que sí haríamos. Luego fueron las mujeres que con él estaban a traer de beber. Quedó solamente un tío suyo, que llamaban Mateo Pangui, y un señor de Quito. Estos dos eran de su consejo y éstos llegaban donde es­ taba él y toda la otra gente. No se dejaba ver. V i­ nieron las mujeres, cada tina con dos vasos de oro llenos de vino. Sería cada vaso, de alto, de un pal­ mo. Y la usanza de aquella tierra, cuando se da de beber, es en esta manera: el que da de beber trae dos vasos y, antes que lo dé al que lo ha de beber, le hace salva y dáselo, y después ha de beber lo que queda. Después que bebimos, tenía una mujer los vasos.


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Y ellas vuélvanse a sentar junto a él. Estaba asen­ tado en una silla baja. Tenía vestido una camisa sin mangas y una manta que le cubría todo. Tenía una reata apretada a la cabeza; en la frente, una borla colorada. No escupía en el suelo; cuando gargajaba o escupía, ponía una mujer la mano y en ella escupía. Todos los cabellos que se le caían por el vestido los tomaban las mujeres y los comían. Sabido por qué hacia aquello: el escupir lo hacía por grandeza; los cabellos lo hacía porque era muy temeroso de hechizo, y por que no lo hechizasen los mandaba a comer. Acabando de beber, pedimos licencia para irnos y él nos rogó que se quedase uno de nosotros con él. Nosotros le respondimos que no lo osaríamos hacer, porque no traíamos licencia del Gobernador y, si tal cosa le hiciésemos, que habría enojo. En­ tonces nos dijo que nos fuésemos, que él iría otro día a ver al Gobernador. Y antes que nos fuésemos nos rogó que arremetiésemos un caballo, que de­ seaba mucho verlos correr. Luego uno de los com ­ pañeros arremetió un caballo dos o tres veces. Y estaban muchos indios alrededor de nosotros, mi­ rando entre unas junqueras, que había muy largas y muchas. Así com o arremetió un caballo, huyeron treinta o cuarenta indios que estaban hacia donde el caballo iba. Y luego, com o nosotros nos fuimos, mandó que hiciesen justicia de ellos e que les cor­ tasen las cabezas. E asimismo se enojó mucho con


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sus capitanes, que por qué no nos habían muerto a todos antes que llegásemos donde estaba él. Le respondieron que por que no huyesen donde el Go­ bernador estaba no nos habían muerto a nosotros, y porque otro día pensaban a todos tomarnos a manos nos habían dejado pasar donde estaba. Ellos le respondieron que porque por esto lo hicieron.

* Y luego comienza a hacer sus escuadrones. Y de media noche abajo comienza a caminar por sus es­ cuadrones. Y se aposentaban en el campo, alrede­ dor del pueblo. Aquella noche y otro día no hacían sino venir indios, en tanta manera, que jamás se quebró el hilo de la calzada. El pueblo de Caxamarca es en esta manera: está en una ladera de tina sierra; en la sierra está una fortaleza. El pueblo está entre los aposentos donde nos aposentamos y la fortaleza. Eran tres aposen­ tos. Cada aposento sería de doscientos pasos; esta­ ban en triángulo. Entre aposento y aposento aba­ jaba una calle del pueblo. Para entrar en la plaza estaban, entre estos aposentos, las esquinas que sa­ lían de los dos aposentos que salían al campo. Iba una muralla, hecha de pared, esquina de esquina. En el com edio de esta muralla estaba una torre ma­ ciza: servíanse por de fuera. Nosotros llegamos a este pueblo un viernes, a me­


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diodía; Atabalica vino otro día, sábado, que había dos horas de sol por ponerse. Venia de esta manera: en unas andas rasas; dos señores, con él, en otras dos andas. Venían en hombros de indios. Venían delante de él mil indios de librea, com o de juego de ajedrez. Éstos venían delante, limpiando el ca­ mino y con mucha música. Y así entró en la plaza, por una puerta que estaba en una esquina de un apo­ sento. Nosotros estábamos de esta manera: en cada aposento, veinte de a caballo. Entre un aposento y otro estaba un cubo; en este cubo estaba el Gober­ nador de pie, con veinte peones. Tenían tomadas las calles que bajaban del pueblo y la otra puerta que a la esquina del otro aposento estaba. Teníamos con­ certado, com o el Gobernador hiciese una seña, sa­ liésemos todos de tropel. Entra Atabalica en la plaza con tanto poderío, que era cosa de ver. En medio de la plaza se paró. Como el Gobernador vio aquello, envióle un fraile, para que llegase más adelante a hablar con. el Goberna­ dor, por que se saliese más de la gente. El fraile fue y le d ijo estas palabras: —Atabalica: el Gobernador te está esperando para cenar y te ruega que vayas, porque no cenará sin ti. Él respondió: —Habéisme robado la tierra por donde habéis ve­ nido y ahora estáme esperando para cenar. No he de pasar de aquí si no me traéis todo el oro y plata y esclavos y ropa que me traéis y tenéis, y no lo trayendo téngoos de matar a todos.


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Entonces le respondió el fraile y le d ijo: —M ira, Atabalica, que no manda Dios eso, sino que nos amemos a nosotros. Entonces le preguntó Atabalica: —¿Quién es ese D ios? El fraile le d ijo: —El que te hizo a ti y a todos nosotros. Y esto que te digo lo dejó aqui, escrito en este libro. Entonces le pidió Atabalica el libro y el fraile se lo dio. Y como Atabalica vio el libro, arrojólo por ahí, burlando del fraile. Toma su libro y vuelve donde el Gobernador estaba, llorando y llamando a Dios. Y luego el Gobernador hizo la seña que es­ taba concertada y, com o vim os la seña, salimos de tropel, con muy gran grito, y dim os en ellos y fue tanto el tem or que hubieron, que se subieron unos encima de otros, en tanta manera, que hicieron sie­ rras, que se ahogaban irnos a otros. Y en la muralla que cercaba la plaza cargó tanta gente de indios so­ bre ella, que la derribaron y hicieron un portillo de hasta treinta pasos. Por allí salió mucha gente hu­ yendo. Y todos los demás de a caballo salimos al campo tras ellos. Estaba un campo llano, de unas vegas. Matáronse muchos indios, confesado por boca de Atabalica que le habíamos muerto en aquella ba­ talla siete mil indios. Había dos horas de sol; duró la batalla dos horas. Estaba acordado que si el Gobernador se tardase con los peones, que se apeasen los de a caballo por Atabalica y no le hiciesen mal ninguno, para que


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sea a vida. Yendo los de a caballo rompiendo con los indios, métese el Gobernador con los peones tras ellos y llega a las andas donde venía Atabalica y apréndelo y llévalo y mételo en un cubo. * Andando los de a caballo alanceando por la vega, era ya noche; tocan una trompeta, que nos reco­ giésemos al real. Y de venida que venimos, fuimos a darle al Gobernador la norabuena de la victoria. Y entramos adonde estaba Atabalica y hubo muy grande temor, que pensó que le íbamos a matar. Y estando con aquel miedo, llama a la lengua y díjole: —Dile a estos cristianos que no me maten y dar­ les he esta casa en que estamos, de oro. La casa sería de largo de veinte pies; tenía quin­ ce de ancho. Y a aquello que d ijo se le respondió que no solamente le daríamos la vida, mas, si hi­ ciese aquello que decia, le dejaríamos ir a su tierra en paz. Él d ijo : —Pues, si eso hacéis, yo daré un palmo más arri­ ba de lo que dije. Que había dicho que daría la casa llena de oro hasta una raya que atravesara por la casa, un esta­ do del suelo. Y él lo cumplió, muy com o señor, aun­ que no se hizo con él com o era razón. La causa fue porque unos oñciales del Rey, que allí estaban, acon­ sejaron al Gobernador que lo matase y luego estaría la tierra llana. Y para matarle usó el Gobernador de


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una cautela con los conquistadores: que los envió a descubrir tierra y quedóse con aquellos que fueron en consejo de su muerte. Así Atabalica murió. Y hizose la fundición; diose de quinto al Rey un m illón de pesos de oro, y lo que restaba, que eran cuatro millones de pesos de oro, se repartió por los compañeros, a cada uno com o era. Tomóse el día de la batalla muchas esmeraldas y mucha plata. Hubo cuatrocientas partes; a cada parte le cupo, afuera el oro, trescientos marcos de plata. Aquí estuvimos en este pueblo ocho meses. Aquí tuvim os nueva cóm o en el Cuzco estaba un capitán de Atabalica, que tenia y señoreaba toda la tierra. Y , recogido el oro de ella, de allí enviamos cien m il castellanos al Emperador, en piezas y en cántaros y ollas y vasos, y dos costales de oro, tan altos com o un hombre, en que le traían las yerbas [a ] Ataba­ lica. Y le enviamos dos atabales de oro. Éste es un pueblo. Está al pie de una sierra; tiene una vega muy grande, es una tierra muy fría, có­ gese una vez pan en el año, hay muchas ovejas, no hay fruta ninguna. Es gente de buena estatura; las mujeres tienen buenos rostros. Hay muchas sierras; son todas peladas, no hay leña. Queman carbón; tráenlo de muy lejos.

* De aquí nos partim os en demanda del Cuzco. Como los indios supieron que éramos partidos de Caxamarca, vienen sobre ella y no dejan piedra so-


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bre piedra. El natural que podían haber de aquella tierra, la pena que le daban era quemarlo. Desen­ terraron a Atabalica y lleváronlo a su tierra. De allí venimos a una ciudad que se dice Pombo. Ésta está en unos llanos; es ni más ni menos que Caxamarca en calidad; todo lo que en ella hay es conform e. Esto y todo lo demás que hay desde Ca­ xamarca hasta el Cuzco es tierra que nieva y llueve mucho. Hay venados pequeños, hay muchas ovejas montañesas. De aquí fuim os a parar a una ciudad, Xauxa. Es­ taba de Xauxa seis leguas la gente de guerra; sería hasta quince m il indios. Como esta gente supo que nosotros íbamos, envían m il indios, que no debieran, a quemar el bastimento que en la ciudad había y los aposentos donde nos habíamos de aposentar. Co­ menzado de poner fuego, llegamos nosotros y dimos tras ellos. Alanceáronse muchos. Otro día, por la mañana, nos partimos, a donde estaba el real de los indios ochenta de a caballo. Lle­ garíamos a las diez al real de los indios. Eran ya partidos, habría media hora. Como supieron que es­ tábamos en Xauxa, hubieron temor, y toman la vuel­ ta del Cuzco, a juntarse con más gente de guerra que allá estaba. N osotros, llegados allí, dijáronnos que había poco que eran partidos. Sabido, seguimos tras ellos; alanceárnoslos, media legua de donde ha­ bían partido. Dimos con la retaguardia, que iba un escuadrón de gente bueno; desbaratóse aquél y todos los demás. Caminan en escuadrones de ciento en N ú*. 1168—7


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ciento; entre escuadrón y escuadrón iban las m uje­ res y gente de servicio. Siguióse el alcance cuatro leguas; alanceáronse muchos indios, tomárnosle toda la gente de servicio y las mujeres. Llamábase el ca­ pitán de esta gente Quizquiz y era capitán de Atabalica. Hízonos noche en un campo; húbose buen despojo, asi de oro com o de plata. * Otro día volvim os a dorm ir a donde el real de los indios había estado. Y otro adelante volvim os al real donde el Gobernador estaba. Allí nos apo­ sentamos y estuvimos ocho días. A lli se hizo un pue­ blo y se quedó en él el Gobernador, con la gente mal dispuesta, y fuim os cuarenta de a caballo y veinte peones en seguimiento de los indios. Este Xauxa es un pueblo grande; está en una vega muy llana y grande. En esta vega hay muchos pue­ blos. Criase solamente en esta tierra ovejas y maíz; otra cosa ninguna no se cría. Es tierra muy fría; llueve y nieva muchas veces. Y fiárnoslos a alcanzar a un pueblo que se dice Vircas. La tierra que está entre Xauxa y Vircas es tierra doblada, de muchas sierras y campos. No hay monte ninguno. Es tierra de muchos ríos y [los] puentes son de bejuco. Este bejuco es com o sarmien­ to; de estos bejucos hacen unas triznejas, juntan muchas y hacen la puente en esta manera: de una parte y de otra del río hacen dos pilares y de un


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pilar a otro van las triznejas, y, encima, mucha rama tejida. Va hecha de tal arte, que pasamos a caballo por cima de ellas. Es tierra de muchas ovejas; hay muchas monte­ ses. Hay muchos venados; son pequeños. Y fuim os un día [a ] amanecer a Vircas, do ha­ llamos todo el carruaje de la gente de guerra, con m il indios de guarda; todos los demás eran idos el otro día antes que nosotros llegamos. Legua y media del real tomárnosle todo el carruaje y tomóse mucho oro y plata y toda cuanta gente de servicio tenia. Ida la nueva a la gente de guerra, vienen sobre nosotros. Y salimos a ellos tres dias, digo, tres tiros de ballesta del real. En una loma se dio la batalla; duró buen rato, alanceáronse muchos indios, hirieron tres cristianos, mataron un caballo y hiriéronnos tres. Y desbaratárnoslos y huyeron y volvim os al real, a curar los heridos. Y luego se tom aron los indios a rehacer. Y vienen sobre nosotros y tornárnoslos a debaratar y alanceáron­ se muchos. Huyeron y seguimos el alcance media legua. Es la tierra muy mala, de muchas sierras y tierra áspera, que por ser tan mala tierra no nos dejó pasar adelante. Volvim onos al real. Estuvimos allí cuatro días, esperando a que mejorasen los heridos. Supimos cóm o la gente de guerra iba la vuelta del Cuzco, a juntarse con la que en ella estaba. Sabido esto, fuimos en seguimiento de ella. Y de los que fueron y de los que estaban y gente de la tierra


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juntáronse mucha cantidad de indios, que al pare* cer de todos podría haber veinticinco mil indios de guerra. E yendo camino, sin pensamiento de frente de guerra, por lo que nos habían dicho, topamos un puerto que se dice Vericacunca. Este puerto es muy áspero; tiene una cuesta de subida. Y com o había* mos dado muy grandes jornadas a los caballos, lie* vámoslos de diestro, el puerto arriba, y de esta ma* ñera caminábamos, de cuatro en cuatro. Yendo así, caminando el puerto arriba, dio la gente de guerra en nosotros. Y antes que cabalgásemos nos mataron cinco españoles y hirieron muchos; asimismo nos hirieron muchos caballos. Habría de sol tres horas; peleamos hasta que la noche nos partió. Después que fue de noche, nos recogimos a un alto, con poca victoria y harto miedo. E asimismo se recogieron los indios sobre nosotros a una sierra, dándonos mucha grita y diciendo: —Deja venir a mañana y veréis lo que se os hace. Y diciendo que no había de quedar hombre de nosotros. Entre nosotros había mucho miedo. Lo uno por ser pocos y muchos heridos, y asimismo los caballos; teníamos conocida la victoria. Estando en esto, una hora de la noche, com o no dormíamos, oím os una trompeta y reconocim os ser nuestra, que no fue poca la alegría de todos. Y de allí a cuarto de hora llegaron veinticinco de a caballo que el Gobernador nos enviaba, que iba en seguimiento nuestro. Llegado este socorro, la tristeza que noso*


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tros teníamos se pasó a los contrarios y su alegría a nosotros. Otro día, por la mañana, nos apercibimos para ir a dar en los indios, y ellos se pusieron en huida y no nos esperaron. Y nosotros no los seguimos, por una niebla que vino sobre nosotros, muy oscura, y por no saber la tierra los dejamos. Y allí, en aquel puerto de Vericacunca, esperamos al Gobernador, que venía cuatro leguas jornadas de allí. Venido, seguimos nuestro camino adelante, en demanda del Cuzco. * Hallamos toda la gente de guerra, que nos estaba esperando a la entrada de la ciudad. Dimos en ella; alanceáronse muchos indios, peleamos mucha parte del día, hasta que la noche nos partió. Matáronnos tres caballos, entre los cuales fue el m ío, que me había costado mil seiscientos castellanos, y hirié­ ronnos muchos cristianos. Y aquella noche nos re­ cogim os y hizosenos noche en un campo, un cuarto de legua de la ciudad. E asimismo se recogió la gente de guerra a una sierra, junto a nosotros. A llí estuvieron media noche. Y de media noche ade­ lante comenzaron a caminar y dejam os la ciudad y el puerto que tom ado nos tenían, que estaba un cuarto de legua de la ciudad. E así se fueron a asen­ tar a un lugar, con su real, que se llama Condesuyo. Y a otro día, en amaneciendo, comenzamos a ca- ,


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minar para la ciudad, con harto temor, con pensa­ miento que los indios estaban esperándonos en el puerto. Y así subimos el puerto y entramos en la ciudad, sin defensa ninguna. La ciudad es de esta manera: tendría cuatro mil casas de aposento. Está entre dos ríos, que la cer­ can, y está en un repecho de una sierra. Y al cabo de la ciudad, en la misma sierra, tiene una forta­ leza buena, de muchos aposentos; está muy fuerte. Y para entrar en ella es menester guia, que de otra manera piérdense los que en ella entran. Llámanle Calisto. En la ciudad hay muchas casas buenas. La causa por donde son tan buenas es que el señor de la tierra mandaba a todos los señores de ella que hi­ ciesen casas en la ciudad y cuatro meses del año viniesen a residir en la ciudad donde él estaba, que era el Cuzco. Había señor que tenia su tierra de allí seiscientas leguas, y le hacía venir a residir, com o dicho es. Tenían los señores, aquellos que te­ nían sus tierras lejos, esta orden: de sus tierras ha­ cían venir gentes y poblaban un pueblo cerca del Cuzco, para que los sirviesen, estando él en la corte. Este señor se llamaba Guaycara; era hermano de Atabalica, el que nosotros prendimos; era hermano mayor. Éste heredaba todo el reino. Tuvieron estos dos hermanos mucha guerra sobre cuál había de ser señor. La causa de su guerra fue ésta: su padre, que era el señor de toda la tierra, que se llamaba


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Guaynacava, siendo señor, alzósele Quito; fuele for­ zado ir a hacerle venir a su servicio y, para ir, dejó al hijo mayor, que heredaba el reino, por goberna­ dor y señor de la tierra y hizo a todos los señores que le obedeciesen. Y así fue a poner en paz a Quito. Y , estando en Quito, alzósele una provincia que se dice los Caraques. Fuele forzoso dejar la tierra e ir allá; dejó por gobernador de ella a su h ijo Atabalica. Yendo caminando en demanda de los Caraques, un día amaneció muerto. Como los hijos supieron de su muerte, alzóse cada uno con la tierra que tenía. Guaycara, que era el mayorazgo, envía un men­ sajero a Atabalica, a saber por quién tenía la tierra. Él le envió a decir que era hijo de Guaynacava, y su padre lo había dejado allí, que tuviese por bien de dejarle aquel rincón. Él le envió a decir que los hijos bastardos de los reyes que no habían de he­ redar los reinos, que luego saliese de su tierra, por­ que él era hijo legítim o de Guaynacava y mayoraz­ go y él heredaba todos los reinos de su padre, y él era h ijo bastardo, que luego se saliese de su tierra; si no, que le había luego de hacer la guerra a fuego y sangre. Atabalica le envió un mensajero, rogán­ dole que era su hermano, que tuviese por bien de dejarle un rinconcillo que su padre le había dejado. Oído el mensajero, manda a hacer justicia luego de él. Sabido por Atabalica y su gente, él era tan bien­ quisto en su tierra que fue muy importunado de todos cuantos en ella había que le hiciese la guerra.


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Así lo hizo. Y el día que prendimos a Atabalica, aquel día prendió un capitán suyo a su hermano, que era el señor de la tierra. * Este capitán que le prendió se decía Chiranchiman. Era un hombre alto, robusto; era muy ardid en la guerra. Prendió al señor del Cuzco de esta manera: él fue con treinta mil hombres de guerra sobre el Cuzco; salieron a él la gente de Guaycara, que era señor del Cuzco. Y com o él llevase su ar­ did de guerra, pensando pelear muy poco y reco­ gerse con su gente, pónese en huida. Y era ya sobre tarde. Y por ser noche, volviéronse al Cuzco. La gente de aquella tierra tienen por costumbre que, com o han victoria y huyen sus enemigos, hacen muy grandes regocijos y emborráchanse. Y com o Chiranchiman supiese las costumbres de ellos, en siendo noche vuélvese sobre el Cuzco, al cuarto del alba, y da en ellos y prende a Guaycara y mátale mucha gente. Y otro día, desque los de la tierra vieron el señor preso y mucha gente muerta, apellídanse y júntanse tanta gente en cantidad, que había ciento para uno. Y viene sobre Chiranchi­ man y pénenle cerco. Y desque él conoció la ventaja, vio que no tenía remedio. Vase a donde estaba Guaycara, que lo tenía preso en la fortaleza, y dicele: —Guaycara: ¿qué te parece de lo que he hecho? Respondióle Guaycara: —Has hecho lo que tu señor te mandó.


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Respondióle Chiranchiman: —No lo he hecho por eso, por hacer lo que Atabalica me ha mandado, que es un traidor y el mayor tirano que hasta hoy se vio. Lo que he hecho ha sido para que veas quién yo soy y para que te sirvas de mí y de toda esta gente que yo traigo de Atabalica, porque si así no fuera no la pudiera yo traer acá, com o la traje. Y o bien sé que eres mi señor natural y que heredas estos reinos y que Atabalica, tirana­ mente, los tiene y te quiere tomar cuanto tienes. Yo, sabido esto, y porque te crié, vengo a servirte y a ofrecerm e de traerte aquí preso [a ] Atabalica muy presto. Para esto yo te pido, por la crianza que me debes y por lo que deseo servirte, que tú me otorgues la vida y me hagas tu capitán general. Y entonces se levantó Guaycara y le d ijo : —No digo yo hacerte capitán general: si tú haces esto, traerme [a ] Atabalica preso, tú serás el señor de toda mi tierra. Entonces le d ijo Chiranchiman: —Pues conviene que mandes a todos tus indios que dejen de pelear y vengan aqui todos los capita­ nes y señores principales que aquí están contigo y me obedezcan por general suyo. Luego Guaycara mandó llamar y entrar todos en la fortaleza donde Guaycara estaba. Y com o Chiran­ chiman los vio dentro, mandó luego a su gente que los descabezasen. Y, muertos los capitanes y señores, da tras la gente menuda, y ellos, com o se vieron sin capitán ni quien los mandase, huyeron. Mató mucha


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gente y aseñoreóse en la ciudad y mandaba toda la tierra. Y luego envió con diez mil hombres a Guaycara preso, a su señor Atabalica. Y llevándolo preso, en el camino, le fue la nueva como los cristianos tenían preso a Atabalica y que había mandado una casa de oro a los cristianos por que lo soltasen. Y com o él fuese muchacho, soltósele una necedad, la cual hizo mal a él y a nosotros. Y dijo a quien se lo dijo que Atabalica había mandado una casa de oro. —¿Qué oro tiene él para dar a los cristianos? ¿N o sabe él que es todo m ío y no se lo puede dar? Mas yo iré allá, y si él ha mandado una casa de oro, yo le daré dos y los cristianos sabrán la verdad de todo. Dicho esto, tiran luego por la posta y hócenlo saber [a ] Atabalica todo lo que Guaycara había dicho. Sabido por Atabalica, manda luego a gran prisa al capitán que lo traía que le cortase la ca­ beza y lo echase un río abajo. Y así murió y perdi­ mos nosotros harta cantidad de oro. Mandaba Ata­ balica a su capitán Chiranchiman que no lo toca­ sen en cosa de su padre ni en las casas del sol, que ellos tienen por monasterio. * Y en estas tierras tienen esta orden: el señor que fuere, se manda enterrar en el Cuzco. Allí, en el Cuzco, tienen un monasterio, donde todos los seño­


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res se entierran. A llí están muchas hijas de seño* res, retraídas. La costumbre que tienen es ésta: cada una tiene su celda y sus mujeres de servicio. En el medio del monasterio está un patio grande; en el m edio del patio está una fuente y junto a la fuente está un escaño. Este escaño era de oro, pesó die­ ciocho m il castellanos. Junto al escaño estaba un ídolo. A mediodía quitaban el cobertor que tenía el escaño, llevaba cada m onja un plato de maíz y otro de carne y otro de un jarro de vino, y ofrecíanlo al ídolo. Y desque habían acabado todas de ofre­ cer sus sacrificios, venían dos indios, que tenían cargo de aquello, que traían un brasero de plata, grande, encendido; echaban el maíz y la carne, y el vino echábanlo en la fuente. De que acababan de quemar, hacían su sacrificio y alzaban las manos al sol y dábanle gracias. En esta tierra adoran al sol. Y com o Atabalioa mandase que no tocasen en cosa de su padre ni en los monasterios, hallamos el oro y plata que su padre tenía. Hallamos muchas ovejas de oro y mujeres y cántaros y jarros y otras piezas muchas. Hallamos en todos los aposentos del monas­ terio, alrededor de él, junto a las tejas, una plancha de oro, tan ancha com o un palmo. Esto lo tenían todos los aposentos del monasterio. Juntóse aquí mucho oro y plata, y fue tan buena esta fundi­ ción com o la primera. Cúpole a Su Majestad, de oro y plata, otro m illón de pesos. De oro, hubo mu­ chos compañeros que, de esta fundición y de la otra,


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quedaron con cuarenta mil castellanos, y otros a treinta e otros a veinte e otros a quince; no bajó ninguno de diez, hecha la fundición. Poblamos allí un pueblo, en la misma ciudad, de sesenta vecinos. Repartiósele toda aquella tierra que estaba en comarca de la ciudad del Cuzco. Hubo conquistador que le dieron de repartimiento cuaren­ ta mil vasallos; todos cuantos alli quedaron por ve­ cinos se le dieron muy largos repartimientos que no bajó ninguno de cinco mil vasallos.

* Esta tierra es muy doblada, de mucha sierra, llue­ ve mucho y nieva, hay muchas ovejas. No se cria otra cosa sino maiz, y éste se coge cada un año una vez. Esta es tierra, y toda cuanta Atabalica señorea­ ba, que no comen pan, sino es en la costa de la mar, en dos o en tres provincias que comén bizcocho. El pan que comen es en esta manera: el maíz tostado o cocido. En toda esta tierra visten y calzan de una mane­ ra, afuera la costa de la mar, que hay diferencia en el vestir de las mujeres. Las de la costa visten com o dicho es: unas vestimentas hasta el suelo; las de la tierra adentro visten en esta manera: una manta larga, cosida por muy lindo arte, en los hom­ bros presa con dos alfileres de plata, gordos, y al­ gunas los traen de oro. Cíñense con unas reatas de colores, tan anchas com o tres dedos; reátense desde


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el om bligo hasta las tetas. Este vestido llega hasta el suelo; encima de esto se ponen una mantillina, que le cobija todo lo reatado y toda la cabeza; prén­ denla por delante con un alfiler gordo de oro o plata. Andan todas las mujeres en cabello. Los indios de toda la tierra, así los de la costa com o los de la tierra adentro, visten de una manera: visten unas camisolas que les llega hasta las rodi­ llas; por capas, unas mantas grandes. En el vestido no hay diferencias, porque todos visten de una ma­ nera e andan descalzos. En lo que traen en la ca­ beza se conocen y diferencian cada uno de la tie­ rra donde es. Algunos se ponen una reata angosta, revuelta a la cabeza; otros traen una madeja colo­ rada, otros traen blanca, otros traen un rodete, otros andan trasquilados, otros traen las coronas hechas, otros traen el cabello cortado, otros lo traen muy largo, en estas diferencias. En cada provincia tienen su lengua. Hay una len­ gua entre ellos que es muy general, y ésta procuran todos aprender, porque era ésta la lengua de Guaynacava, padre de Atabalica. Éste fue un rey muy querido en todos; éste conquistó y pacificó más de ochocientas leguas; éste fue el primero que hizo pie­ zas de oro y de plata. Y la causa por donde las hizo fue ésta. Sabido por otro señor de muy lejos tierra que Guaynacava era tan gran señor, determinó de ve­ nirle a ver. Y así vino, con mucho poderío de gen­ te. Este señor traía cántaros y ollas y otras muchas


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piezas de oro y plata. Vistos y juntos estos dos se­ ñores, dicen los indios que dio Guaynacava al otro señor muchas piezas de pítima y de lana; el otro señor le dio muchas piezas de oro y plata. Visto por Guaynacava estas piezas, pidióle que le dejase dos o tres maestros, y así se los dejó. Luego hizo sacar oro y plata por toda su tierra, para hacer su vajilla. Y así la hizo, la más rica que jamás se vio. Ponia por armas, en todas cuantas hacía, un león macizo, pegado a la pieza. El hijo, su heredero, ponía en su vajilla la cabeza del león. De éstas hallamos pocas piezas, porque era mandado por Atabalica que todo lo de su hermano lo deshiciesen y tomasen y en lo de su padre no tocasen en ello. * Sabido que los indios y la gente de guerra se ha­ bían ido a hacer fuertes a Cassa, y en el camino, antes que llegásemos al real de los indios, hallamos un escuadrón de gente de guerra. Dimos en ella, alanceáronse muchos; los que escaparon llevaron la nueva. Y sabido com o íbamos, luego comenzaron a poner en huida. Cuando nosotros llegamos ya eran pasados de un río que junto al real estaba. Pasaron el río por una puente y, en acabando de pasar, que­ maron la puente. No pudimos pasar, porque era un río grande, así que nos volvim os al Cuzco. De aque­ lla vez no pararon en toda la tierra; fuéronse a Quito, donde eran naturales.


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Poblado nuestro pueblo y la tierra sin gente de guerra y hecha la fundición, vínose el Gobernador a Xauxa, y los que nos habíamos de venir a Espa­ ña, con él. Vinimos sesenta conquistadores. Entre estos conquistadores habían en ellos quien traía a cuarenta mil castellanos y otros a treinta e otros a veinticinco; no bajaba ninguno de veinte. Así nos venimos con el Gobernador a Xauxa y en Xauxa lo dejamos, en el pueblo que habíamos poblado a la ida. Y de allí nos partimos a la mar, al puerto que se dice Pachacama. donde los navios estaban. Y allí nos embarcamos en dos navios, a desembarcar a Pa­ namá. Y allí estuvimos un mes y de allí venimos en Nombre de Dios y allí nos embarcamos en tres naos y venimos a parar a Santa Marta. A llí estuvimos cuarenta días, haciendo m atalotaje para nuestro via­ je y tomando refresco. Y de allí nos embarcamos y venimos a tomar el puerto de La Yaguana. A llí es­ tuvimos cuarenta días haciendo m atalotaje para nuestro viaje. Y allí nos embarcamos y venimos hasta España, sin tocar en puerto ninguno, y entra­ mos en España por el río de Sevilla. Tardamos, desde que nos embarcamos en el Perú hasta entrar en Es­ paña, un año; de ida y vuelta y estado, yo estuve diez años. * Venidos a España, había tomado Barbarroxa el reino de Túnez. Y el rey de Túnez envió a pedir socorro al Emperador, para que le volviesen a res-


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taurar en su reino. El Emperador, para ir este via­ je, nos pidió dineros prestados; nosotros se lo di­ mos. Prestárnosle, sesenta que veníamos, ochocien­ tos mil ducados. £1 nos dio, en rentas en sus reinos, todo lo que se montaba en el prestado. Asimismo hizo muchas mercedes a todos los conquistadores. Trajím osle de sus quintos cien m il castellanos. Algunos de los conquistadores fuim os a la Corte, a besar las manos a la Emperatriz. Ella nos recibió muy bien agradeciéndonos mucho los servicios que se habian hecho y ofreciendo mercedes, las cuales ella hizo muy cumplidamente, que ningún conquis­ tador le pidió cosa que no se la diese, y así, a todos cuantos se hallaron a la sazón en la Corte, de los conquistadores, ninguno salió descontento. Hallémo­ nos en Madrid doce conquistadores, los cuales gas­ taron muchos dineros. Como el Rey estaba ausente, estaba la Corte sin caballeros y todos los dias lo fes­ tejaban tanto, que algunos se vinieron sin dineros. Hubo justa y sortija e juego de cañas, y tan cos­ tosos, que fueron cosa de admiración. Y después de acabados los negocios que cada uno tenia, se fue cada uno a su tierra, y no con tantos dineros como metió en la Corte. * Hizo Su Majestad un viaje; sucedióle bien, que ganó a Túnez y volviólo a restaurar al mismo rey de Túnez, que lo tenía perdido y estaba en poder de Barbarroxa. Y después que Su Majestad vino


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reposó e no mucho, porque así lo tenía de costum­ bre, que de su condición es belicoso. Manda a hacer gente de guerra, con gran cantidad de la que esta­ ba en Italia y alguna en España. Y, sin saber para qué, mandaba juntar toda en Barcelona. E allí se embarcaron en la mayor fuerza del invierno. Iba en demanda de Argel. Y antes que llegase a Argel le hizo muy buen tiempo. £1 desembarcó con la más de la gente, y, estando ya en tierra, se levantó una muy brava tormenta, por donde no se pudo desem­ barcar bastimento ninguno, antes se perdieron mu­ chas naos, en las cuales se perdió la recámara del Emperador y todas las de los señores que iban con él. Fue la pérdida muy grande, que había muchos hombres que decían, y asi lo afirmaron, que valía tanto lo que allí se perdió com o el reino de Toledo. El Emperador con todos los demás vinieron en cal­ zas y en jubón. Y vínose en España y reposó poco, que com o el rey de Francia estaba lastimado de la prisión, buscó maneras para se quejar del Emperador, por ver si se podría vengar. Y com o supo que de Argel vino perdido, parecióle que tenía a Castilla en las ma­ nos. Manda a pregonar guerra a fuego y sangre; el Emperador, com o supo que el rey de Francia venía sobre Castilla con mucho poderío de gente de guerra, mandó a pregonar por todos estos reinos y señorías que todos los caballeros le fuesen a servir en esta guerra contra el rey de Francia, y el que no fuese N úh. 1188.—8


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que perdiese las libertades y todos cuantos bienes tuviese. El cual pregón mandó hacer el rey de Francia porque decía que el Emperador le habia prometido, con madama Leonor en casamiento, a Milán, que ahora no se la querían dar. Y también porque en* viaba tres embajadores al Turco y que gente del Em­ perador se los habia muerto. Y por estas causas pre­ gonaba guerra a fuego y sangre. Y com o el Empe­ rador hizo pregonar lo que dicho es, y como lo que mandó es de tanta calidad, iban com o moscas; íba­ mos tantos, que por los caminos no cabíamos. Puso Su Majestad en Almazán, cerca de Aragón, un ca­ ballero, que se decía Hernando de Vega, para que tuviese cuenta y razón de los que iban y cóm o iban y quiénes eran y cóm o se llamaban. Y si caso fuere que en algún tiempo tuviéredes necesidad de mis servicios, en el libro de Hernando de Vega los ha­ llaréis, cóm o iba y de qué manera. E así fuim os hasta Çaragoça. Y el Emperador, a la sazón, estaba haciendo Cortes. Y con pensar todos los caballeros que ahí veníamos que había de ir a Çaragoça, nos fuim os a ella, para esperarle, y él, com o tenga que cumplir tanto, toma la posta y fuese a Barcelona, a proveer cosas necesarias de Italia, porque com o supo el rey de Francia la mucha gente que iba, huyó, com o siempre lo ha hecho, y dejó a Perpiñán, que lo tenía cercado. Y el Emperador en­ vió a su hijo, el Príncipe don Felipe, a Çaragoça,


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para que allí le habían de jurar y para que agrade­ ciese la ida de los que iban allí. Jura, y fue cosa maravillosa de ver las ceremonias que se hicieron y las fiestas y el recibim iento. Y allí estuvo ocho días y se despidió, y se fue en seguimiento del Em­ perador. Y nosotros nos venimos. L a u s D eo


R E L A C IÓ N DE D IE G O DE T R U JIL L O

R e l a c ió n q u e h iz o

d e l d e s c u b r im ie n t o d e l r e in o d e l

D ie g o

bern ad or don n es,

de

T r u j il l o

P erú

e n c o m p a ñ ía d e l

F r a n c is c o P iz a r r o

y

Go­

o tr o s c a p it a ­

DESDE QUE LLEGARON A PANAMÁ EL AÑO DE

1530,

EN QUE REFIERE TODAS DERROTAS Y SUCESOS, HASTA

15

DE ABRIL DE

1571

En el año de mil quinientos treinta se repartió la gente que Francisco Pizarro trajo de España, en tanto que el armada se aprestó, que fueron ocho meses, parte en Natá y parte, y la más, en la isla de las Perlas, con Hernando Pizarro, y en otras islas. Los que se hallaron con Francisco Pizarro en el primer descubrimiento de la costa y la isla del Ga­ llo no quisieron venir, diciendo que era tierra per­ dida y que los que venían con él venían a m orir. Y así se quedaron algunos de los que vinieron con él de España. Al principio del año de treinta y uno nos hicim os a la vela, sobre la isla de las Perlas, hasta doscien­ tos cincuenta españoles. Y con nosotros tres frailes


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dominicos, que eran Fray Resinaldo y Fray Vicente de Valverde y Fray Juan. Y partidos, llegamos, con muy buen tiempo, en seis días, a la bahía de San Mateo, que nunca tal navegación se ha visto. Traía­ mos por piloto a Bartolomé Ruiz, que, cierto, sir­ vió mucho la jornada. Sobre la bahia estuvimos diez dias, reformando la gente. Vinieron muchos indios por el río abajo, en canoas, a reconocernos; nunca quisieron saltar en tierra. Esta tierra de la bahia es tierra de monta­ ña y de muchos aguaceros. Había fruta de la tierra, mucha, como guavas, guayabas, caymitos y hovos. Salidos de la bahia, llegamos, a cuatro leguas, a un pueblo, despoblado, que se llama Catamez. Ha­ bía muchas guayabas y ciruelas de la tierra y pozos hondos, donde bebían y se sacaba el agua con irnos caracoles. Habian mosquitos y aguaceros; asimis­ mo, es tierra de montañas. De allí llegamos a un pueblo grande, en la costa, despoblado, que se de­ cía Canceví. Tenía mucha loza de barro y muchas redes de pescar; habían maizales, que aún no esta­ ba formado el maíz, mas así lo comimos, por la falta que había de comida. Esta tierra era falta de agua dulce, de que se padecía trabajo. Y por si faltos de guía para saber adonde había­ mos de ir a parar, envió el Gobernador al capitán Escobar por la montaña adentro, a ver si podía en­ contrar un indio. Yo fui con él. Y llegamos a una quebrada seca, sin agua, y vimos humos y estuvi­ mos en la quebrada hasta el cuarto del alba, para


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dar sobre la ranchería. Y llovió tanto aquella noche, que, viniendo de avenida la quebrada, se ahogó un soldado y otros salieron a nado. Dimos sobre la ranchería, y estaban los indios, que eran tres o cua­ tro. Tenían sus camas encima de árboles altos, com o nidos de cigüeñas, y chirriaban com o gatos, monos. Tomamos un indio y no había remedio de entender­ le, ni él a nosotros. Trajím osle al real, y por señas, desde a más de quince días, nos dio noticia de tierra adelante, poblada y donde había comida, que ya no pretendíamos otra cosa sino hallar dónde comer. ♦ Vinim os adelante, costeando la costa, y hallamos que de una barranca de la mar cayó un chorro de agua dulce, de que se recibió gran contento, por ir tan necesitados de agua. De allí fuim os, caminando, hasta los ríos de los Quiximis, adonde se hicieron balsas para pasarlos. Y estando allí con harto tra­ bajo de comida y agua dulce, porque los ríos te­ nían muy arriba el agua dulce, llegó Bartolomé Ruiz con el navio y la barca. Y allí nos dieron refacción de harina de maíz, a cada uno medio cuartillo de harina. Pasados los dos ríos, que tenían un cuarto de legua de ancho cada uno, hallamos muchos ca­ motes y mucha yuca, de que hicim os mucho cazabe. Y había mucha fruta de guayabas e otras. Y así se reform ó mucho la gente. En esta tierra estaba otro río por delante, que


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tenía más anchura que los otros, y allí, y en los otros, echaban una yegua atada a la balsa y luego soltaban los caballos, y así pasamos a los que no sabían nadar, echados sobre las balsas, y las sillas de los caballos, que hato había tampoco, que en las manos se lo llevaba cada uno. Pasado este río, fui­ mos por la costa y dimos en unos trampales, adon­ de había muchos cangrejos que había comido man­ zanillo. Y aquella noche estuvo toda la gente para morir, por haber com ido de los cangrejos con pon­ zoña. *

Ya teníamos noticias de Cuaque, que era un gran pueblo, muy rico de oro, plata, esmeraldas y otras piedras de otros colores y chaquira de oro y plata y de hueso, y mucha gente. Y esta noche, estando la gente del arte que digo, tocaron la trompeta para ir a saltear aquel pueblo de Cuaque. Y así se hizo y se tom ó el cacique de él y se tuvo preso mucho tiempo. Había gran cantidad de ropa blanca de al­ godón; era un pueblo de grandes casas y tenía mu­ chos ídolos y atambores. Había mucha comida de maíz y frutas; había mucha albahaca de Castilla y mucho ají. Los indios eran fuertes y guerreros; el pueblo tenia trescientos bohíos muy grandes. Es tie­ rra lluviosa, de grandes truenos y grandes culebras y sapos, y tierra muy húmeda. Y cuando ya no había comida, tres soldados se com ieron una culebra, y los


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dos murieron, y el otro, que la embarró con unos ajos, no murió, mas pelóse todo y quedó tal, que en mucho tiempo no volvió en sí. En este pueblo se tomaron dieciocho mil pesos en oro y alguna plata baja. Y luego despachó el Gobernador a Bartolomé Ruiz y a Quintero, con los dos navios, el uno a Nicaragua y el otro a Panamá, con el oro, que llevaron para traer gente. Y queda­ mos en aquel pueblo más de ocho meses. En este tiempo murió mucha gente, de enfermedades y de unas verrugas que allí nadan a los españoles. Después que el navio fue a Panamá, vino luego a este pueblo de Cuaque Pedro Gregorio, un merca­ der, que trajo mucha cecina y tocinos y quesos de Canarias. Y trajo gente, que de la que trajo son vi­ vos Pedro Díaz, el de Guamanga, y Juan de la To­ rre, el de Arequipa, e Yssasaga, que está en Lima;' los demás, todos son muertos. Del navio que fue a Nicaragua vino luego Sebastián de Benalcázar, en un navio, y trajo poca gente, que fueron M orgovejo de Quiñones y Alonso Pérez de Vivero y Hernando Beltrán y Alonso Maraver y Diego Ojuelos y Martín Bueno e Miguel Astete y otros: de éstos no hay na­ die vivo. En este pueblo de Cuaque nadie conoció las es­ meraldas si no fue Fray Resinaldo, que juntó más de ciento y tantas y las cosió en un jubón. Y de allí se volvió o Panamá, en el navio de Pedro Gre­ gorio, y allí m urió y le sacaron las esmeraldas, y


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después hicim os todos servicio a Su Majestad de ellas. En este tiempo puso el Gobernador en su liber­ tad al cacique de Cuaque. Y luego se alzó con toda su gente y nos quemó el pueblo, que no quedó más que un bohío, adonde todos nos recogimos, y le de­ fendimos que no nos lo quemase. Y sabido que el cacique se había ido con su gente a unas montañas, y tomado un indio que sabía dónde estaban, el Go­ bernador con alguna gente fueron a pie, porque no podían ir a caballo, en su busca. Y llevaron el indio que era guía, y, pasando un río, la guia se echó al río y se ahogó, que pasaban en una balsa, y así se volvió el Gobernador y la gente sin hacer nada. * Habiendo ya venido los navios de Panamá y Ni­ caragua, salimos de Cuaque, con la más gente en­ ferma. Y fuimos el Cabo de Pascio y, no pudiendo pasar la punta, abrimos camino por la montaña y llegamos al pueblo de Pasao y pasamos hasta lle­ gar a la bahía de los caraques, con gran falta de agua dulce. Y de allí, en un navio, metieron todos los enfermos y los enviaron a un pueblo que se dice Charapoto, que es en la provincia de Puerto V iejo; llevaron tres hombres sanos, para que los curasen. Y el Gobernador, con toda la gente que quedaba, se fue por la bahía arriba, hasta dar en un pueblo que


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se dice Tocagua. Y de allí pasó adelante a un pueblo en la misma provincia de Puerto Viejo, que era se­ ñora de él una viuda rica. Estuvimos en esta tierra de Puerto V iejo más de dos meses. Habla maiz y pescado y fruta de la tierra, papayas. Había miel, hecha de maíz. Es tierra seca, que con el sol se abren unas grietas en la tierra, y por algunas partes es tierra de montaña. Y hay cacao de lo de M éjico, aunque poco.

* Salidos de Puerto V iejo, llegamos a Picuaza y a otro puerto que se dice Marchan. Y de allí se hizo una entrada con el capitán Benaicázar, la tierra adentro. Yo fui en ella, adonde hallamos los prime­ ros lúcumas que se habían visto y muchos caim itos y patos de la tierra; tomóse gente y volvim os a la costa. Y de allí fuimos, caminando por unos secadales sin agua, por la costa de la mar. Y de allí envió el Gobernador a Diego Maldonado, vecino que fue de Natá, a descubrir agua, porque, por la falta de ella, ya la gente iba para morir. Y el Gobernador estuvo determinado de ser volver atrás, sino que Hernando Pizarro d ijo que no, aunque muriesen todos. Y la gente que iba delante descubrió una laguna chica, de agua verde, y allí nos remediamos de agua, aun­ que unos puercos que Hernando Pizarro traía de Pa­


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namá la pasaron de tal arte, que era barro lo que bebíamos, si no fueron los que primero llegamos con Diego Maldonado. Y de allí fuim os a la punta de Santa Elena, a do estaban los huesos de los gigantes. Hallamos la gen­ te de aquella tierra metidos en balsas en la mar, con mujeres y hijos y todo su hato. Y jamás quisieron salir. Y allí tuvimos gran hambre y remedióse mu­ cho, que com o la gente estaba en la mar y dejaron los pueblos despoblados y de noche aullaban los pe­ rros, andábamos a caza de ellos. Y con estos perros nos sustentamos de com ida, que si por ellos no fuera padeciéramos mucho trabajo. Y de allí fuim os a una provincia que se dice Odón, en los Guancavilcas, tierra abundosa de com ida, y allí estuvimos quince días, para reformar la gente y los enfermos. ' Y de allí vinim os al paso de Guaynacaba, y de­ cíase así porque por allí entró Guaynacaba cuando conquistó la isla de la Puna. Y allí salió el señor de la isla, que se decía Túmbala, con mucha gente y balsas, y nos recibió con grandes fiestas y rego­ cijos. Y traía que, en yendo en la mitad del estrecho la gente en las balsas, desatasen las ligaduras y que allí muriésemos todos, excepto la balsa en que el señor de la isla iba y el Gobernador. Y com o eran tantas las fiestas que hacían, d ijo el Gobernador a Sebastián de Benalcázar: —No me parece bien tantas fiestas. Y así mandó que se quedasen con él en tierra el I


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señor de la Isla, con otros señores de la isla, y que en otro, camino irían. Y así pasó la gente sin peligro y luego volvieron las balsas y llevaron al Goberna­ dor e a los demás que quedaron con él. * Desembarcamos en un pueblo que se dice El Tucu. Y el estrecho tenía una legua y media de travesía. Y de allí atravesamos la isla, a un pueblo que se dice El Estero, y en aquel pueblo hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y una campanilla colgada: túvose por milagro. Y luego sa­ lieron de la casa más de treinta muchachos y mucha­ chas, diciendo: —Loado sea Jesucristo, Molina, Molina. Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador dos españoles en el puerto de Payta, el uno que se llamaba Molina y el otro Ginés, a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto porque m iró a una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual tenían los indios por su capitán contra los Chonos y los de Túmbez, y un mes antes que nosotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando; sintiéronlo mucho los de la Puna su muerte. Y estos indios de la Puna tenían tom ado a los indios de Túmbez tres ídolos de oro del tamaño,


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cada uno, com o un muchacho de tres años. Y tenia más de seiscientos esclavos de los indios de Túmbez, entre hombres y mujeres. Y el Gobernador en­ vió a llamar a los señores de Túmbez, y, venidos los hizo amigos con los de la isla e hízoles restituir los Ídolos de oro y los esclavos que les habian tomado, y los llevaron a su tierra. Luego vino Hernando de Soto de Nicaragua, con dos navios, y trajo mucha gente, caballos y basti­ mento. Y de la gente que trajo a la isla hay vivos, en Guamanga, Diego Gavilán y Manuel; hoy, no más. Con Hernando de Soto vino la primera m ujer que vino a este reino, que se llamaba Juana Her­ nández. En esta isla había mucho maiz y venados y fruta de la tierra. Levantáronse los indios de guerra y los dieron mucha guacavaras, matando algunos es­ pañoles, e hirieron a Hernando Pizarro de un fle­ chazo en una pierna, e hirieron también a otros es­ pañoles. Y después de esto envió el Gobernador a Túmbez, a pedir a los caciques le enviasen balsas para salir de la isla, llevar el hato y pasar a Túm­ bez. Y le enviaron cuatro balsas, con gente que las gobernase, y en una fue el hato del Gobernador, y Alonso de Mesa, vecino de esta ciudad, y Antonio Navarro, de la de Lima, que era criado del Gober­ nador; y en otra fue el hato de Hernando Pizarro, y en ella Andrés de Vocanegra; y en otra fue el hato del capitán Pizarro, y Juan de Garay; y en otra fue


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el hato de los oficiales del Rey, y un fulano Riquelme. Y llegados a la costa de Túmbez mataron los indios a los tres españoles que iban en las tres bal* sas, y no mataron a Mesa ni a Navarro porque se metieron en un estero, y los indios se echaron a la mar y los dejaron, y así escaparon. Luego partió de la Puna el Gobernador, con toda la gente en dos navios. Y llegamos a Túmbez y ba­ ilamos los indios alzados, y se asentó el real junto a la fortaleza de Túmbez. Y a pocos dias envió el Gobernador al capitán Soto a hacer guerra a los indios de Túmbez, que estaban en un fuerte, río arriba. Y o fui con él y cercamos los indios, com o veinte leguas de Túmbez. Y estando cercados, Cacalame, que era el señor de todos ellos, se vino de paz con la gente y volvim os a Túmbez, y el Gobernador, en nombre de Su Ma­ jestad, los perdonó a todos. Y estando allí vinieron otros veinte hombres de Nicaragua, y con ellos Fray Jedoco, fraile francis­ co, que ahora está en Quito. * De Túmbez fuimos, por el camino de la solana, a dar a Pohechos, adonde estuvimos algún tiempo. Y allí se rebeló el cacique de Pohechos, y el Go­ bernador envió al capitán Benalcázar. Y o fui con él, aunque fuerte, y le trajim os de paz y así quedó


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en su pueblo. En esta entrada mataron los indios a Juan de Sandoval, de Extremadura, mancebo; no le mató el cacique de Pohechos ni su gente, sino otros indios, adonde él se desvió a ranchear. De este pueblo de Pohechos vinim os a Tangarara, adonde el Gobernador pobló un pueblo de españoles. Y dejándole poblado, envió al capitán Benalcázar a hacer un castigo en aquellos indios que mataron a Sandoval. Y o fui con él, y llegamos a una fortaleza, adonde ahora es Piura, y allí estuvimos hasta que el Gobernador vino. Y de alli vinim os a un pueblo que se dice Corran, que es seis leguas de Piura, donde estuvimos un mes. Y entonces no se sabia que hubiese otra tierra poblada, com o eran los llanos, y que la sierra era toda puna y nieves, ni tampoco había nueva de Atabalipa. Y desde aquel pueblo de Carran vimos un cami­ no, que parecía una sierra arriba, y el Gobernador envió a Hernando de Soto con cuarenta hombres, y yo fui con él, a que siguiese aquel camino, hasta ver dónde iba a parar. Y empezando a hallar tierra poblada, y al cabo de veinte leguas, dimos en un pueblo que se dice Cajas, de grandes edificios, y en él estaba un capitán de Atabalipa, con más de dos mil indios de guerra. Y había en aquel pueblo tres casas de mujeres recogidas, que llamaban mamaco­ nas. Y com o entramos y se sacaron las mujeres a la plaza, que eran más de quinientas, y el capitán dio


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muchas de ellas a los españoles, el capitán del Inca se ensoberbeció mucho y d ijo : —¿Cóm o osáis vosotros hacer esto estando Atabalipa veinte leguas de aquí?, porque no ha de que­ dar hombre vivo de vosotros. Luego el capitán Soto escribió al Gobernador todo lo que pasaba y de la soberbia de aquel indio. £3 Go­ bernador respondió que sufriesen toda su soberbia y le diésemos a entender que le teníamos miedo, y con esto, disimuladamente, le trajésemos a Carran, donde el Gobernador estaba. Y así le trajim os a Ca­ rran, adonde se supo del todo lo de Atabalipa y adon­ de estaba. Y de allí vinim os por un pueblo que se dice Eala y por Cinto y por Motupe, una tierra seca y sin agua, adonde se padeció gran trabajo de sed y ca­ minos. * Llegamos a Caña, que es una población grande y de mucha comida y ropa de la tierra, que había silos llenos de ella. Topamos un río grande, y era grande porque los indios echaron todas las acequias por él; pasárnosle en balsas de calabazos los que no sabían nadar y las sillas de los caballos y el hato que había. En este asiento se hallaron gallinas de Cas­ tilla, pocas y todas blancas. De allí tomamos el camino de la sierra y llega­ mos a una fortaleza, sin contraste de nadie. Y de N ó u .

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allí vinimos hasta un pueblo, quince leguas de Ca­ xamalca, a do estuvimos veinte días. Y allí demandó licencia el capitán de Atabalipa que traíamos de Caxas, para ir a Caxamalca, a verse con Atabalipa, y que él volvería desde a ocho días. Volvió dentro del término que dijo y nos halló a ocho leguas de Caxamalca; trajo un presente al Gobernador, que se le envió Atabalipa, que estaba en los baños, una legua de Caxamalca, y el presente era unos patos desollados y llenos de lana, que parecían añagazas para matar a sisones. Y preguntándole qué era aque­ llo, respondió y d ijo : —Dice Atabalipa que de esta manera os ha de poner los cuerpos a todos vosotros, si no le volvéis cuanto habéis tomado en la tierra. Y entonces el Gobernador envió otro presente a Atabalipa, con un indio tallan que se llamaba Guachapuro. Y envióle una copa de Venecia y borceguís y camisas de Holanda y cuentas margaritas. Y hasta que volvió el mensajero se detuvo el Gobernador en aquel asiento. Y de allí fuimos, caminando con cui­ dado, porque había una quebrada adonde Atabalipa quiso enviar gente a que allí nos matasen y dejólo de hacer porque el Inga que venía con nosotros le d ijo: —No envíes; vengan, que yo te los daré atados a todos, porque a mí solo me han miedo, y también porque no has de matar a tres de ellos, que eran: el herrador; el barbero, que hacía mozos a los hom­ bres, y a Hernando Sánchez M orillo, que era gran


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volteador. Y com o el Inga nos conocía a todos, díjole esto. Y así llegamos a Caxamalca, un viernes, a me­ diodía. Atabalipa estaba en los baños, una legua de allí. t

* Luego, aquel día, el Gobernador envió al capitán Soto con veinte de a caballo a visitar a Atabalipa. Y entró en los aposentos adonde estaba y allí estuvo hasta que era muy tarde. Y com o no salía, sospe­ chando el Gobernador si los había muerto, fue Her­ nando Pizarro con gente de a pie y a caballo, a re­ conocer lo que había. Y o fui con él. Llegados, estaba el capitán Soto con la gente que había llevado. Y díjole Hernando Pizarro: —¿Qué hace vuestra m erced? Y él respondió: —Aquí me tienen, diciendo: Ya sale Atabalipa —que estaba m etido en su aposento—, y no sale. D ijo Hernando Pizarro a la lengua: —Dile que salga. Y volvió el mensajero y d ijo : —Que esperéis, que luego saldrá. Y entonces dijo Hernando Pizarro: —Decidle al perro que salga luego. Y un Inga que había ido a Maricavilca por espía en hábito de tallan, a quien Hernando Pizarro, no entendiendo que era espía de Atabalipa, le dio con un dúho que le descalabró, entró y dijo a Atabalipa:


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—Salga luego, que está aquí aquel mal hombre que me descalabró en Maricavilca. Y entonces salió Atabalipa con dos vasos de oro, pequeños, llenos de chicha, y dióle uno a Hernando Pizarro y el otro bebió él. Y luego tom o dos vasos de plata y el uno dio al capitán Soto y el otro bebió él. Y entonces le dijo Hernando Pizarro a la lengua: —Dile a Atabalipa que de mi al capitán Soto no hay diferencia, que ambos somos capitanes del Rey y por hacer lo que el Rey nos manda dejamos nues­ tras tierras y venimos a hacerles entender las cosas de la fe. Y allí concertaron con Atabalipa que vendría otro dia, que era sábado, a Caxamalca. Tenía en tom o del asiento donde estaba más de cuarenta mil indios de guerra, en sus escuadrones, y muchos señores principales de toda la tierra. Y al despedirse Hernando de Soto batió las piernas a un caballo, hacia donde estaba el prim er escuadrón de gente, y huyeron los indios y aun cayeron unos so­ bre otros. Y venidos nosotros a Caxamalca, mandó matar Atabalipa trescientos indios, porque habían huido, que otro día después del desbarate los ha­ llamos muertos; matólos porque habían huido del caballo.

* Otro dia, sábado, vino Atabalipa con toda su gen­ te en orden a Caxamalca. Y en aquella legua tardó hasta que no había hora y media de sol. Traía seis­


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cientos indios de libreas blancas y coloradas, a ma­ nera de ajedrez, que venían delante, limpiando las piedras y pajas del camino. Y viendo el Gobernador que se tardaba tanto y que habia hecho alto, envió a Hernando de Aldana, que sabía la lengua, a hablar­ le, para que viniese antes que fuese más tarde. Y Al­ dana le habló; luego empezó a caminar. En Caxamalca había diez calles, que salían de la plaza. Y en cada bocacalle puso el Gobernador ocho hombres, y en algunas menos, por la poca gente que había, y los de a caballo repartidos en tres galpones: en el uno, Hernando Pizarro con su compama, y en el otro, Hernando de Soto con la suya, y en el otro, Sebastián de Benalcázar con la suya, todos con pre­ tales de cascabeles, y el Gobernador en la fortaleza, con veinticuatro hombres de guarda, que por todos éramos ciento sesenta: sesenta de a caballo y cien de a pie. El Gobernador tenía un estrado, adonde se asen­ tase Atabalipa, que estaba concertado que por bue­ nas palabras le metiesen dentro y, después, que él mandase a su gente que se fuesen a sus alojamien­ tos, porque se temía el Gobernador de venir a las manos, por ser tanta la gente y nosotros tan pocos. Y ellos eran más de cuarenta mil indios de guerra y entre ellos muchos señores. Entrado que fue Atabalipa en la plaza de Caxa­ malca, com o no vio cristianos ningunos, preguntó al Inga que había venido con nosotros de M aricavilca y Carran.


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—¿Qué es de estos de las barbas? Y respondió: —Estarán escondidos. Y hablando él que se bajase de las andas en que venia, no lo quiso hacer. Y entonces, con la lengua, salió a hablarle Fray Vicente de Valverde y pro­ curó darle a entender al efecto que veníamos, y que por mandado del Papa, un hijo que tenia, Capitán de la cristiandad, que era el Emperador nuestro se­ ñor. Y hablando con él palabras del Santo Evangelio, le dijo Atabalipa: —¿Quién dice eso? Y él respondió: —Dios lo dice. Y Atabalipa d ijo: —¿Cóm o lo dice Dios? Y Fray Vicente le d ijo: —Veslas aquí escritas. Y entonces le m ostró un breviario abierto, y Ata­ balipa se lo demandó y le arrojó después que le vio, com o un tiro de herrón de allí, diciendo: — ¡Ea, ea, no escape ninguno! Y los indios dieron un grande alarido diciendo: «¡O h, Inga!», que quiere decir: «hágase asi». Y el alarido puso gran temor. Y entonces se vol­ vió Fray Vicente y subió adonde estaba el Gober­ nador: —¿Qué hace vuestra m erced?, que Atabalipa está hecho un Lucifer.


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Y entonces el Gobernador Se demudó y tom ó un sayo de arma y una espada y una adarga y una celada. Y con los veinticuatro que estábamos con él salimos a la plaza y fuim os derechos a las andas de Atabalipa, haciendo calle por la gente. Y están­ dole sacando de las andas, salieron los de a caballo, con pretales de cascabeles, y dieron con ellos. Y com o los indios huyeron y en las calles les defen­ dían las salidas, apechugaron con un lienzo de una pared y lo allanaron por el suelo. Y allí, y en la plaza, cayó tanta gente una sobre otra, que se aho­ garon muchos, que de ocho mil indios que allí mu­ rieron más de las dos partes fueron muertos de esta manera. Siguióse el alcance de los indios aquella tar­ de más de media legua. Metióse a Atabalipa en la fortaleza. Y pregun­ taba si a él, si le habían de matar. Y le dijeron que no, porque los cristianos, con aquel ímpetu, mata­ ban, mas que después, no. Y le hicieron entender que él se iría a Quito, a la tierra que su padre le dejó, y por esto mandó un bohío lleno de oro. Y a mi envió a esta ciudad, desde Caxamalca, por ello, y se lo llevaron. Y después que tuvo dado el oro, dijeron que hacía gente en el río de Lavanto y que allí la juntaba para matar a los cristianos. Y el Gobernador envió a Soto al río de Lavanto, para ver si era ver­ dad. Y o fui con él y no la había tal, sino com o los indios Xauxa eran enemigos de Atabalipa le levan­ taban esto. *


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En este tiempo envió el Gobernador a Hernando Pizarro a Pachacama, con diecisiete hombres. Yo fui con él. Y de allí volvim os a Xauxa y trajimos a Chalcochima y volvim os a Caxamalca y allí ha­ llamos a Diego de Almagro, que había venido con gente de Panamá, que íue mucha. Y dé los que vi­ nieron con él hay vivo Manas Serra y un Juan Mo­ nedero y Juan Bono, en Guamanga, y no más. Y luego los oficiales del Rey requirieron al Go­ bernador que matase a Atabalipa, porque si él vivía el Rey perdería mucha cantidad de moneda, por ser indio tan belicoso. Y así mataron a Atabalipa. Y después de muerto salimos de Caxamalca y vi­ nimos a Guamachulo, que es doce leguas de allí y otras tres de Andamarca, adonde mataron a Gualcar Inga. Y de ahi vinimos a Gualyeal y de ahí a Bom­ bón, todo esto sin guerra de indios. Y de Bombon vino Diego de Almagro con gente a Xauxa, donde tuvo guerra con los indios. Y luego llegamos a Xauxa toda la demás gente, con el Gobernador, adonde estuvimos cierto tiempo, hasta que el Gobernador envió a Hernando de Soto con cuarenta de a caballo, para descubrir el camino para venir al Cuzco. Y o fui con él y caminamos hasta Vilcas, donde estaban los capitanes de Atabalipa con mucha gente de guerra. Y la gente de gue­ rra eran idos a hacer un chaco y dejaron en Vilcas los toldos y las mujeres y algunos indios. Y nosotros nos apoderamos y señoreamos de todo lo que allí había, al cuarto del alba, que fue cuando entramos en


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Vilcas, entendiendo que no había más gente de la que allí había. Y a hora de vísperas, com o fueron avisados los indios, vinieron por la parte más áspera y dieron en nosotros y nosotros en ellos. Los indios, por ser la tierra tan áspera, antes ganaron con noso­ tros que nosotros con ellos, aunque allí se señalaron algunos españoles, com o fue el capitán Soto y Ro­ drigo Orgóñez y Juan Pizarro de Orellana y Juan de Pancorvo y otros, que ganaron un alto a los indios y defendieron mucho. Mataron este día los indios un caballo blanco, de Alonso Tabuyo. Fuenos forzado de nos retraer a la plaza de V ilcas. Y aquella noche estuvimos todos en armas. Otro día vinieron los indios con gran ímpetu y trajeron banderas hechas de las crines y colas del caballo blanco que habían muerto. Fuenos forzoso soltar la presa que les teníamos de las mujeres e indios, que llevaron todo su hato, y entonces se retiraron. Y el capitán Soto entró en consejo, para si espe­ raríamos allí al Gobernador, que ya dejaba en Xauxa al tesorero Riquelme con la gente que allí quedó, y el Gobernador y Diego de Alm agro venían ya cami­ nando en pos de nosotros. Y hubo pareceres que allí esperásemos al Gobernador y a Diego de Almagro, y algunos dijeron, com o fue Rodrigo Orgóñez y Her­ nando de Toro y Juan Pizarro de Orellana y otros valientes, que pues que habíamos gozado de las duras, que gozásemos entrar en el Cuzco sin el so­ corro que atrás venía.


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Y asi caminamos sin tener guerra con los indios ' que nos dañase, y pasamos los rios de Vilcas, Avan- : cay y Apócima, todos a nado, encima de los caba- : líos, hasta llegar a Limatambo, siete leguas de esta ciudad del Cuzco. Y allí estuvimos dos días. * Estaba la gente de guerra de los indios en V ilcacanga, una legua más acá de Limatambo. Y aquel día vinieron dos indios de los de guerra, que eran del escuadrón de Tarama, de parte de su cacique, que quería su cacique venir a servir a los cristia­ nos con trescientos indios de guerra, que él tenía en lo alto de la sierra. Y dijeron que era por di­ ferencia que tuvo con los capitanes de Atabalipa. Y hubo pareceres que venían por espías y, en efecto, no lo eran, según después pareció. Y el capitán les mandó cortar [en blanco] y los envió así. Otro día, caminamos la cuesta arriba. Y al me­ dio de la cuesta, a do se hace un poco de llano, que pasa un arroyo ahíto de agua, antes que llegásemos a este llano, com o un tiro de piedra, dieron los in­ dios en nosotros de golpe, que de cuarenta de caba­ llo que éramos mataron cinco, que fueron Hernando de Toro y Miguel Ruiz y Francisco Martin y Marquina y Juan Alonso, y hirieron diecisiete. Y los que más daño nos hicieron fueron los trescientos indios que nos querían venir de paz, porque esto se supo por cierto. Y aquella noche estuvimos en mucho trabajo,


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porgue nevaba y con el frío quejábanse mucho los heridos y decían los indios que nos tenían cercados y muchos fuegos alredor: —Nosotros no os queremos matar de noche, sino de día, y holgam os con vosotros. Y a medianoche, en Limatambo, sonó la trom­ peta de Alconchel. Y en oyéndola, nos animamos en tal manera, que pegamos con los indios, y ellos, que debieron de oír también la trompeta, entendiendo que era socorro que nos venía, luego apagaron los fuegos y caminaron al Cuzco. Y era tanta la oscuri­ dad, que no se vio alzar su real, más del ruido. Y luego llegó Diego de Almagro con veinte de a caballo. Y otro día vino el Gobernador con la demás gente y caminamos con los heridos. Y al medio de la cuesta salió a nosotros Chilche, el que al presente es cacique de Yula, y con tres indios cañares, y d ijo : —¿Cuál es el capitán de los cristianos? Y mostrándole al Gobernador, y él d ijo : —Y o vengo a servir y no negaré a los cristianos hasta que muera. Y así lo ha hecho hasta hoy. Y luego por la misma cuesta, bajó Mango Inga, con otros dos o tres orejones. Y traía una manta y camiseta de algodón, amarilla. Y Chilche dijo al Go­ bernador: —Éste es h ijo de Guaynava, que ha andado hu­ yendo de los capitanes de Atabalipa. Y así caminamos al Cuzco. Y media legua antes


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que llegásemos nos dieron mucha guerra los indios, y de un varazo destolica pasaron una pierna a Ro­ drigo de Chaves y le mataron el caballo. * Y , al fin, entramos en el Cuzco, adonde luego se pusieron en favor de los cristianos los indios Ca­ ñares y Chachapoyas, que serían hasta cincuenta in­ dios, los irnos y los otros, con Chilche. Entramos en la ciudad de Cuzco, adonde luego nos vinieron algu­ nos indios de paz. En el Cuzco se halló gran cantidad de plata, más que de oro, aunque también hubo mucho oro. Había grandes depósitos de munición, para los indios de guerra, de lanzas y flechas y porras y tiraderas. Ha­ bía galpones llenos de maromas tan gruesas com o el muslo y com o el dedo, con que arrastraban las pie­ dras para los edificios; había galpones de barretas de cobre, llenos, atadas de diez en diez, que eran para las minas; había grandes depósitos de ropa de todas maneras y depósitos de coca y ají y depósito de in­ dios desollados. En las casas del sol entramos y d ijo Villaoma, que era a manera de sacerdote en su ley: —¿Cóm o entráis aquí vosotros, que el que aquí ha de entrar ha de ayunar un año primero y ha de entrar cargado con una carga y descalzo? Y sin hacer caso de lo que d ijo entramos dentro. Muchas cosas otras pudiera decir, que yo dejo


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por no ser prolijo. Lo que aqui tengo escrito pasó en efecto de verdad, sin que en todo ello haya pa­ labra viciosa. Vuecencia lo reciba com o de criado que soy de V . E., que se acabó a cinco dias de abril de 1571. Muy excelente señor: B. L. P. a V . E. su criado y servidor. — D ie go T r u jil l o .


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