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EL CORAZÓN DE LAS ROCAS
Luis Guijarro Miravete
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EL CORAZÓN DE LAS ROCAS
EL CORAZÓN DE LAS ROCAS Luis Guijarro Miravete
ISBN: 84-96379-70-1 PRIMERA EDICIÓN: Marzo del 2012 Copyright: Luis Guijarro Miravete Diseño de la cubierta: MªCarmen Alcalá Cámara
Capítulo Primero En busca de las raíces
I
La claridad del día empezaba a penetrar a través de la persiana enrollable, reflejando en la pared una escasa luminosidad que al menos permitía reconocer los objetos de alrededor. Fernando miró la hora en el despertador y comprobó que ni siquiera eran las ocho, lo que le permitía continuar en la cama por lo menos una hora más, porque aunque no tuviera obligaciones ineludibles por delante tampoco le gustaba levantarse demasiado tarde. A su lado, bajo las sábanas, se adivinaban
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las formas del cuerpo de Beatriz que al percibir su movimiento se había vuelto hacia él, con los ojos cerrados y posiblemente todavía dormida. Ahora, el uno frente al otro, la rodilla de su novia descansaba sobre su pierna, y bastó por tanto con desplazarse unos centímetros hacia ella para que se produjera el roce que buscaba, contacto que tuvo la virtud de aumentar su deseo. Le gustaban aquellos preámbulos matutinos, cuando sin prisas esperaba paciente a que Beatriz se despertara del todo, sabiendo que un poco más tarde acabarían los dos con los cuerpos entrelazados, disfrutando del placer que eran capaces de darse mutuamente, porque esos minutos previos eran algo así como la antesala de un paraíso, sin prohibiciones ni tabúes, donde todo estuviera permitido. Alargó un brazo y alcanzó su cintura, atrayéndola ligeramente, buscando con insolencia aumentar el acercamiento. Ella, semiinconsciente como estaba, debió comprender al instante su propósito, porque se dejó desplazar sin oponer resistencia, apoyando 7
la cara en su pecho e intensificando la presión de la rodilla. Después, abrió ligeramente los ojos y murmuró unas palabras ininteligibles que seguramente pedían unos minutos más de sueño. Fernando se acercó todavía más a ella y deslizó la mano hasta acariciar la suave piel de sus nalgas, mientras empezaba a besarla en el cuello e iniciaba un ligero movimiento que ponía de manifiesto la índole de sus verdaderas intenciones. Beatriz, ahora completamente despierta, se agarró a él con fuerza y, sin decir una sola palabra, acompasó sus movimientos a los de Fernando y le ayudo a que lograra su objetivo. En aquel enorme caserón sobre el que pesaban más de cuatrocientos años de antigüedad el silencio era absoluto, tan sólo roto por el sonido de las respiraciones entrecortadas de sus dos únicos moradores que, completamente desnudos sobre la cama, se entregaban a una ajetreada lucha por conseguir aún más el uno del otro. Beatriz, con los ojos cerrados, brincaba sobre el cuerpo de Fernando como lo haría una experta amazona sobre un caballo desbocado, y Fernando, con la mirada clavada en las vigas de madera del techo, sentía que el final de aquel combate se aproximaba, pendiente tan sólo de que llegara en el momento oportuno, es decir, cuando ella lo pidiera. Un poco más tarde, se oyeron dos suspiros guturales simultáneos, cesó el frenesí y el desmedido abrazo se convirtió en un placentero reposo. –¿Preparamos el desayuno? –preguntó Beatriz al cabo de un rato, mientras acariciaba con indolencia el pecho de su novio. –De acuerdo –contestó Fernando, alcanzando su ropa–. Hoy quisiera acercarme al Ayuntamiento para ver si soy capaz de aclarar el lío de la licencia de obras. Me están incordiando con ese asunto y me gustaría solucionarlo de una vez. Aunque la obra a la que se refería Fernando había terminado hacía más de un mes, el Ayuntamiento de La Puebla del Cid le había dirigido una carta exigiéndole el pago de una tasa de la que nadie le había hablado hasta entonces, a pesar de que en su momento solicitó el correspondiente permiso para realizar la reforma cumpliendo con todos los requisitos que marcaban las ordenanzas municipales y las disposiciones sobre conservación del Patrimonio Histórico, muy exigentes en aquella comarca del Bajo Aragón. Y no era que la cantidad que pretendían 8
cobrarle le resultara excesivamente alta, sino que toleraba muy mal todo lo que considerara una arbitrariedad. Cuando se sentaron a desayunar en la antigua cocina rural que usaban a diario como comedor, Beatriz comentó que pensaba dedicar la mañana a continuar con la revisión de los legajos que habían aparecido en el altillo de la planta baja, un hueco escondido en la pared que los albañiles habían descubierto recientemente cuando reparaban una grieta que se había abierto en la fachada sur. Su novia, que además era su colaboradora profesional, llevaba varios días trabajando con aquellos enigmáticos documentos, pero hasta el momento había conseguido sacar muy pocas conclusiones sobre su significado. En principio, se trataba de un abultado conjunto de documentos de siglo XVII, algunos firmados por un tal Tomás Arés, posiblemente un lejano antepasado de Fernando puesto que llevaba su mismo apellido. Pero, por si lo anterior no fuera suficientemente interesante para unos historiadores profesionales como ellos, en las cartas se mencionaba a un caballero de la orden militar del Temple, de nombre Pedro y de apellido también Arés, que había cabalgado por aquellas tierras durante la época de la Reconquista, concretamente a finales del siglo XII y por tanto varias centurias antes de que hubiera nacido Tomás. Sin embargo, a pesar de la magnífica preparación que tanto Beatriz como Fernando tenían en materia historiográfica, la comprensión del verdadero significado de aquella información no era del todo fácil, y por tanto habían llegado a considerar la posibilidad de ponerla en manos de especialistas de mayor entidad que la suya. Pero se resistían a ello porque, guiados por su amor propio, no querían que ninguna otra persona participara de momento en sus investigaciones. –Creo que tenemos bastante centrado el tema –dijo Fernando. –Sí… pero no tenemos suficientes datos –contestó Beatriz–. Me atrevería a decir que disponemos del armazón de dos historias, pero que nos falta la argamasa que pudiera darles consistencia. Según esos escritos, parecía que a principios del siglo XVII, aproximadamente hacia 1610, un supuesto antepasado de Fernando, 9
Tomás Arés, había construido la casa que ahora era de su propiedad. Por otro lado, de su lectura se desprendía también que, en un inexplicable delirio de grandeza, pretendió reconstruir el castillo de La Puebla para convertirlo en un lugar habitable y que, al realizar esas reformas, se encontró con un cofre que contenía documentación relativa a su antepasado Pedro Arés, que, en consecuencia, también lo sería de Fernando. Después, seguramente transcribiría cuidadosamente la información hallada y la guardaría en el altillo de la casa que ahora era de Fernando, donde al cabo de siglos había aparecido. –Pero hay más –añadió Beatriz–. Tomás Arés no sólo encontró en el castillo documentación relativa a un antepasado suyo, sino que además escribió unas pequeñas memorias que guardó junto a los escritos que había descubierto. Por tanto, lo que tenemos entre las manos es información sobre dos personajes que vivieron en épocas muy separadas por el tiempo, de los cuales seguramente desciendes tú. Beatriz tenía razón, pensó Fernando. Disponían de un material histórico que, aunque impreciso y lleno de lagunas, despertaría la curiosidad de cualquier historiador, mucho más si éste fuera descendiente directo de los personajes cuya vida se reflejaba en los escritos. Fernando miró fijamente a su novia. La había conocido dos años antes, cuando ella preparaba su tesis doctoral sobre la influencia de las órdenes militares en la reconquista de las Tierras Bajas de Aragón –cuya tutoría ejerció él personalmente desde su posición de titular de cátedra en la Facultad de Historia de la Universidad Complutense de Madrid–, y desde el primer momento se había sentido enormemente atraído por sus dotes intelectuales, pero no menos por sus encantos femeninos. Y aunque era quince años más joven que él, lo que al principio le supuso un freno psicológico que tuvo que vencer para no retirarse prematuramente de lo que deseaba y veía aproximarse, superado el prejuicio inicial comenzó a tratarla con una asiduidad que superaba bastante la que hubiera sido normal en una relación de profesor y alumna, por mucho que fuera su interés personal en el periodo histórico escogido por Beatriz para su tesis. Porque, si bien era cierto que a Fernando aquella época medieval le había fascinado desde siempre, dedicando por ello mucho tiempo a su estudio, lo que le había sucedido con esta mujer nada tenía que ver 10
con el devenir histórico de los reinos hispanos, sino más bien con las pasiones del alma y con los impulsos de la carne, aspectos que tenía muy abandonados desde su divorcio, de cuyas secuelas, por cierto, le había costado algún tiempo recuperarse. –Está bien –dijo Fernando–. Continúa tú con los documentos. Y yo, cuando regrese del Ayuntamiento, entraré de nuevo en Internet. Ayer encontré algunas referencias muy interesantes que quizá puedan ayudarnos. Fernando descendió por las estrechas y empinadas calles de La Puebla hacia el Ayuntamiento, donde había quedado citado con Alicia Moncada, la flamante concejala de cultura, responsable también del archivo de la corporación municipal. Se conocían desde niños, de cuando él era un estudiante que vivía en Madrid y pasaba los veranos en el pueblo y ella una adolescente, nacida en La Puebla, que estudiaba el bachillerato en Zaragoza. En aquellos tiempos juveniles mantuvieron una intensa relación sentimental que se deshizo al cabo de unos años, simplemente porque la distancia produjo la inevitable ruptura. Fernando, que procuraba convencerse de que lo único que quedaba de todo aquello no era más que una profunda y sincera amistad, no podía evitar, a pesar de todo, que le entrara una cierta nostalgia cuando la veía. En su fuero interno reconocía que aquel tiempo pasado fue maravilloso y que era muy difícil que volviera algún día a disfrutar de tanta ilusión como la de entonces. Alicia permanecía soltera y no se le conocían relaciones sentimentales de ninguna clase, lo que no significaba que no existieran. Vivía todo el año en La Puebla, pero viajaba con frecuencia a Zaragoza, donde tenía un piso que en realidad era su segunda vivienda. La discusión sobre la procedencia de la tasa que a Fernando tanto le había disgustado duró tan solo unos minutos, los necesarios para que Alicia pusiera ante él una copia del escrito que en su momento le dirigió el Ayuntamiento, con fecha anterior al inicio de las obras, donde se le comunicaba su concepto y su cuantía. Cuando lo leyó y comprobó que era correcto se dio cuenta de que no cabía discutir el pago. –Nunca lo recibí –dijo malhumorado. –Siempre has sido un perfecto cabezota. Mira el impreso adjunto 11
y verás tu firma en él reconociendo la notificación que se te hizo. Fernando cambió de tema y desvió la conversación hacia un asunto que traía pensado de antemano: quería que Alicia le permitiera consultar los archivos municipales, porque tenía interés en investigar algunos datos relacionados con el origen de su casa. –Busca lo que quieras –contestó ella–. Pero te advierto de que poca cosa vas a encontrar, ya que en la Guerra Civil desaparecieron muchos documentos. De todas formas, aquí tienes la llave. Pero, por favor, cuando termines déjalo todo ordenado. –Eres una joya –contestó Fernando–. Ahora mismo no puedo, pero cuento con ello y volveré otro día. El lugar de trabajo de Fernando en La Puebla era una gran estancia situada en la parte más alta de su casa. Allí, ordenados en unas grandes estanterías, estaban sus libros de consulta y las carpetas con la documentación que manejaba en cada momento para preparar sus estudios históricos, y sobre una mesa descansaba el ordenador, su principal herramienta de trabajo. Aquella especie de atalaya, desde la que se dominaba la extensa vega del río Guadalope, era un lugar muy a propósito para aislarse de todo y concentrarse en el estudio, aunque a Fernando con frecuencia se le fuera la imaginación y se perdiera en ensoñaciones contemplando aquel espléndido panorama. Ahora, cuando precisamente preparaba un libro que le habían encargado sobre la reconquista de aquellas tierras en plena Edad Media, aparecían los legajos del altillo, sobre los que se había puesto a trabajar con verdadero encono, convencido de que el estudio pormenorizado de aquellos antecedentes familiares, además de contribuir a satisfacer su vanidad personal, le ayudaría a entender la compleja época que estaba analizando. Aunque ya hubieran pasado dos años desde que conoció a Beatriz, sólo llevaba unos meses viviendo con ella. Habían decidido probar fortuna con la convivencia diaria, algo que a Fernando, después de la mala experiencia de su matrimonio, se le antojaba muy difícil. Los últimos años con su mujer fueron un auténtico calvario, que sólo terminó cuando decidieron separarse y reemprender sus vidas, decisión que a él le resultó traumática. Primero habían sido ciertos signos de frialdad en el trato hacia él los que lo alertaron, sobre todo viniendo 12
de una mujer que hasta entonces se había comportado con tanta intensidad sexual; más tarde vinieron aquellas injustificadas ausencias, disfrazadas de viajes de trabajo que difícilmente encajaban con su perfil profesional, y por último la confesión abierta de que existía otro hombre. Lo que vino a continuación fue muy desagradable, porque Fernando, herido en lo más profundo de sus sentimientos, la acuso de haber mantenido durante meses una farsa innecesaria. Podía haberle dicho la verdad desde el principio, evitándole aquella sensación de engaño que ahora lo angustiaba. Y aunque ella se escudaba en que las cosas no habían sucedido de repente, sino que sus sentimientos habían ido evolucionando con el tiempo, Fernando nunca le perdonó la traición. Ahora había olvidado por completo aquella etapa de su vida, consiguiendo al mismo tiempo algo que poco antes le hubiera parecido imposible: poder dedicarse a la investigación histórica, su verdadera vocación, compartiendo el trabajo con la mujer que creía amar. Cuando se sentó ante el ordenador, volvió a enfrentarse con el texto que había descubierto el día anterior tras horas de navegación por la red. En una página de Internet, escrita en francés, aparecía cierta información sobre una determinada organización llamada Los Vengadores del Temple. En la introducción se podía leer que “tras muchos siglos de permanencia en la oscuridad más absoluta, hemos resurgido de las sombras para continuar la labor de nuestros fundadores, aquellos que mantuvieron durante tanto tiempo, a partir de la disolución de la Orden en 1312, el propósito de vengar los agravios sufridos por los Templarios”. El lenguaje con el que estaban escritas aquellas páginas era ingenuo, infantil podría decirse, pero reflejaba un trasfondo que invitaba a su lectura, porque las citas históricas eran rigurosas y la disposición del entramado documental traspiraba coherencia en su conjunto. Si no fuera por lo absurdo de aquello que los autores del documento consideraban su causa – “vengar los agravios sufridos por los Templarios”–, aquel informe hubiera parecido un estudio histórico en toda regla. Fernando, que ya estaba a punto de abandonar esa vía de investigación por considerarla poco verosímil, leyó en el menú que tenía en pantalla una referencia titulada “Relación de agravios” y decidió explorar su contenido. Pero aquella documentación, que no estaba 13
ordenada cronológicamente, ni tan siquiera por orden alfabético, era demasiado voluminosa, por lo que pensó que se limitaría a ojear superficialmente su contenido. Tecleó la palabra “Arés” en un campo de búsqueda y se encontró con que aparecía en 132 referencias distintas. Sorprendido por el hallazgo, se volvió como un resorte hacia Beatriz. –¡Mira esto! Beatriz se levantó sin decir palabra y observó la pantalla por encima de su hombro. El cursor se movió guiado por Fernando hasta posicionarse sobre la primera de las referencias. Se oyó un clic y apareció un nuevo documento, también escrito en francés, bajo el título de “El destierro de un Caballero Templario”, seguido de un breve relato que fueron traduciendo lentamente hasta lograr extraer el siguiente texto: “El Maestre Provincial, visiblemente enojado por lo que acababa de relatar el Acusador, se volvió hacia el escribano y le ordenó que redactara un Edicto de Destierro, mediante cuyo cumplimiento don Pedro Arés debería abandonar inmediatamente Monzón y trasladarse a las Tierras Bajas, para seguir allí luchando, por la Fe de Cristo, contra el moro.” Y un poco más abajo: “Don Pedro jamás regresó a su ciudad natal y murió en el destierro cuando Dios Nuestro Señor lo dispuso, redimiendo sus pecados mediante la lucha contra los enemigos de la verdadera Fe. Su hijo ilegítimo quedó bajo la tutoría de Alfonso Arés, hermano del desterrado, que lo reconoció como suyo, y Blanca, su amante, ingresó en un convento. Y nunca más, padre, madre e hijo volvieron a encontrarse en vida.” El documento continuaba con una serie de advertencias y recomendaciones relativas a los deberes y derechos que don Pedro Arés tendría en adelante, entre los que figuraba la obligación, por un lado, de combatir contra los musulmanes allá donde se le ordenase y, por otro, la prerrogativa de fundar conventos en los pueblos recién conquistados, fundaciones que quedarían en principio bajo la jurisdicción de la Encomienda que la Orden tenía en Montalbán. A continuación venía una lista de citas bibliográficas, donde el lector del documento podría encontrar información adicional sobre el destierro de don Pedro, y después una serie de referencias que 14
apuntaban al Archivo de la Corona de Aragón, citando Libro y Folio para su localización. –Empiezan a casarme ciertas cosas que no había entendido hasta ahora –dijo Beatriz. –¿Qué puedes ver detrás de esta fantasía? Beatriz buscó las notas que contenían el resumen de los documentos que habían encontrado en el altillo, las puso ante Fernando y empezó a explicarle sus conclusiones. En aquellos legajos también se hablaba de destierro, de un hijo ilegítimo de don Pedro y de un hermano de éste llamado Alfonso. Por tanto, el Pedro Arés al que se refería el documento de Los Vengadores debía ser el mismo caballero templario que se citaba en los del altillo, es decir, su antepasado del siglo XII. De ser cierta aquella hipótesis, habrían encontrado una valiosa fuente de información que complementaba la que estaban utilizando, lo que les abriría nuevas posibilidades para profundizar en su estudio. Sin embargo, Fernando, escéptico por naturaleza, ponía en duda las conclusiones de Beatriz, porque aquella página de Internet le parecía la obra de unos chiflados y por tanto muy poco digna de crédito. Pensaba que posiblemente lo único que había de verdad en todo aquello era que Pedro Arés hubiera existido realmente, pero que todo lo demás, como el extraño destierro sobre el que acababan de leer, fuera pura ficción. –Entonces, ¿cómo te explicas que Tomás Arés se refiera en sus escritos a “los sufrimientos de don Pedro por culpa de las tentaciones de la carne”? –dijo Beatriz, poniendo otra nota ante él–. Está escrito aquí. ¿No te parece demasiada coincidencia? Y mira esto otro: “cabalgó durante años por las orillas del Guadalope, nuestro bendito río, combatiendo al moro, extendiendo las fronteras del Reino”. –La verdad es que no sé que decir. Son muchas coincidencias. –¡Y... esto! –continuó Beatriz, con la cara iluminada por la satisfacción que le producían sus descubrimientos–. “Nunca más volvió a ver a su hijo en vida y nunca más pudo acariciar los dorados cabellos de la dulce Blanca”. Está escrito aquí. Lo dice tu antepasado Tomás refiriéndose a don Pedro. O quizá lo dijera el propio don Pedro y lo trascribió Tomás. Tenemos dos fuentes de información que nos conducen a una misma historia. Eso es indudable. Fernando apoyó su cuerpo contra el respaldo del sillón, puso sus 15
manos tras la nuca y se estiró para desentumecer los músculos. Beatriz tenía razón. Eran demasiadas coincidencias para desechar sin más lo que decían aquellos locos de Internet. –Está bien –dijo–. Puede que tengas razón. Sigamos buscando. Fernando continuó navegando por la página de Los Vengadores del Temple y Beatriz volvió a la lectura de los deteriorados legajos de don Tomás Arés, poniendo en ello un gran cuidado porque se le deshacían entre las manos. Aquellos escritos se encontraban en un lamentable estado de conservación y amenazaban ruina, a pesar del ambiente sin contaminación en el que habían estado emparedados durante siglos. Al cabo de unas horas se habían convencido de que las dos fuentes de información coincidían en gran parte, si no en toda. Se les veía felices, porque para un estudioso del curso de la Historia no hay nada más satisfactorio que poder contrastar informaciones de distinta procedencia que conduzcan a una misma conclusión. Y en este caso las dos fuentes tenían orígenes muy distintos. Por la tarde volvieron a su intenso quehacer, deteniéndose tan sólo en contadas ocasiones para contrastar las informaciones o las conclusiones a las que iban llegando. Aquellos breves lapsos les servían para reafirmarse en el convencimiento de que avanzaban por buen camino y para tomar las notas necesarias y no perderse en la maraña de datos que iban surgiendo de sus respectivas lecturas. Conocían muy bien su oficio y no estaban dispuestos a dejarse dominar por el desorden. Era preferible hacer las cosas despacio, sobre todo dado el cúmulo de detalles que iban apareciendo. Al atardecer, cuando el frío otoñal les obligó a encender los radiadores eléctricos del estudio, estaban tan empachados de datos que decidieron dejar su trabajo hasta el día siguiente. Beatriz se levantó de su asiento y se acercó a Fernando para acariciarle la cabeza por detrás, obligándole al mismo tiempo a que apagara el ordenador. Él, motivado por su gesto, la sujetó por las muñecas y la obligó a sentarse sobre sus piernas, pero Beatriz se deshizo del abrazo y se puso rápidamente en pié susurrándole al oído que ya no tenía edad para tanto trajín. Durante los siguientes días continuaron con la labor de zapa, exprimiendo hasta la última palabra de sus respectivas documentaciones. Fernando había abierto nuevas vías, muchas de las cuales decidió 16
abandonar enseguida por absurdas e incoherentes, aunque otras le permitieron adentrarse en determinados conocimientos de la época y algunas en particular en las andanzas de don Pedro Arés por las tierras del Bajo Aragón. Y Beatriz terminó con la lectura de sus legajos, tomando la precaución de microfilmarlos ante la fundada sospecha de que pudieran terminar desapareciendo por completo. Había ordenado convenientemente toda la información del altillo, tanto la que Tomás Arés escribió directamente como la que reconocía haber trascrito de los documentos que en su día encontró en el castillo. Cuando acabaron aquella fase de su investigación, estaban convencidos de que disponían de suficiente material para, al menos, intentar reconstruir la historia de la vida de los dos antepasados de Fernando, y decidieron, por tanto, ponerse inmediatamente a trabajar en la redacción de sus biografías. Para Fernando, aquel estudio que se proponían, y que seguramente iba a ocuparles varios meses, significaba muchas cosas a la vez. Por un lado estaba la curiosidad personal que sentía por conocer la vida de dos de sus ancestros, ya que iba a tener la oportunidad de sondear en sus secretos y descubrir aspectos que de otra manera hubieran permanecido para siempre en la oscuridad; pero, además, aquel análisis le ayudaría a entender mejor dos épocas muy importantes desde el punto de vista histórico, una de las cuales, la Corona de Aragón durante la Edad Media, era su verdadera especialidad. Sabía que con el trabajo que ahora se proponía realizar satisfaría su vanidad personal, profundizando en sus propias raíces personales, y no ignoraba que además obtendría un valioso material que le serviría de base en futuros artículos periodísticos, como elemento a incluir en sus conferencias y para enriquecer el contenido de los libros que escribía, todo lo cual constituía su vida profesional. Al cabo de unos días, Fernando se dirigió nuevamente al Ayuntamiento para que Alicia le diera por fin acceso a los archivos municipales. –Supongo que lo que buscas, si existe, estará en esas carpetas. Eso es lo poco que queda. Pero la verdad es que no sé lo que puede haber ahí, porque pocas veces he tenido que consultar su contenido. Prueba fortuna. –Voy a necesitar varios días –contestó Fernando. 17
–Tómatelo con calma. Por mi parte, no hay ninguna prisa. Fernando tuvo que volver en varias ocasiones al archivo, porque desde el primer momento aparecieron datos que, a su juicio, podrían resultar útiles para la investigación, concretamente para reconstruir la secuencia hereditaria, a través de los siglos, de la casa que ahora era de su propiedad. Y aunque encontró algunas lagunas, al final consiguió ordenar la lista de propietarios que empezaba con don Tomás Arés y terminaba en él. Sin embargo, una parte que le hubiera interesado conocer con cierto detalle, lo concerniente al proceso de construcción de su casa, estaba muy mal documentada. Un día, cuando creyó que sus indagaciones en el archivo municipal habían concluido, se le ocurrió contarle a Alicia el trabajo que estaba realizando, si bien lo hizo de forma superficial, sin entrar en demasiados detalles. Pensó que su amiga, buena conocedora de la Historia de aquella comarca, quizá pudiera darle alguna orientación útil para sus objetivos. –Aquí no vas a encontrar demasiadas cosas que puedan ayudarte –contestó Alicia cuando oyó lo que se proponía–. Pero es posible que don Manuel Tello, el historiador y catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza, pueda ayudarte. No sé si sabes que estuvo veraneando aquí durante dos años seguidos, hace ya tiempo, con el único propósito de ampliar sus conocimientos sobre los Templarios. Es un verdadero sabio. Te aconsejo que le hagas una visita. Alicia le dio un número de teléfono y una dirección de Zaragoza, y le recomendó que se identificara como historiador y como oriundo de La Puebla, credenciales que sin duda le abrirían las puertas del profesor. Aquella misma tarde, Fernando llamó a don Manuel Tello. Siguiendo las recomendaciones de Alicia, le puso en antecedentes sobre su identidad personal y le anticipó un breve resumen del trabajo que estaba realizando, insistiendo en que estaba convencido de que descendía de un caballero templario, un tal don Pedro Arés, sobre el que había conseguido alguna información que le gustaría contrastar y, a ser posible, ampliar. –¿Le vendría a usted bien que nos viéramos pasado mañana por la tarde en mi casa de Zaragoza? –preguntó el historiador. –¿Le parece a las cuatro? –contestó Fernando. 18
–Mejor a las seis. Sabrá usted, ya que parece ser un buen conocedor de la Historia de España, que la siesta por estos pagos es sagrada. Beatriz, que estaba convencida de que Tello era el mejor especialista en Historia de la Corona de Aragón que aún vivía, se entusiasmo ante la perspectiva de aquella entrevista, pero decidió no acompañarlo. La casa de don Manuel estaba situada en el casco histórico de Zaragoza, muy cerca de la calle Alfonso y a escasos metros de la Basílica del Pilar, en un edificio antiguo, aunque rehabilitado, que posiblemente databa de finales del XIX. El ascensor, que desentonaba por su sobriedad funcional con la recargada ornamentación de los techos y paredes del portal y de la escalera, le condujo a la tercera planta, donde una doncella uniformada le franqueo la entrada y le pidió que la siguiera hasta una gran sala amueblada con marcado estilo isabelino y con las paredes llenas de estanterías cargadas de libros. En el centro de la estancia, un sofá tapizado en color teja y dos butacas orejeras cuyas telas estampadas combinaban a la perfección con la pieza anterior formaban un acogedor tresillo. Fernando se sentó en el sofá pensando que su ilustre anfitrión lo haría en alguno de los asientos individuales y se dedicó durante unos instantes a revisar detenidamente el escenario que lo rodeaba. En uno de los muebles librería se exhibía en perfecto orden cronológico una colección de la revista Blanco y Negro, lujosamente encuadernada en verde con estampaciones blancas, en cuyos lomos figuraban fechas que iban desde finales del XIX hasta 1917. Más allá, un grupo de volúmenes encuadernados en piel ponían por su antigüedad un brochazo de vetustez en el ambiente. En una pared, entre dos muebles de caoba también repletos de libros, un óleo de Fortuny, que representaba a un personaje con uniforme militar de la época de la guerra de la Independencia, recordaba que aquella casa se asentaba en solar aragonés. Cuando estaba distraído con estas contemplaciones, entró en la habitación don Manuel Tello, vestido con chaqueta y corbata y apoyando su delgada estampa en un elegante bastón con empuñadura de plata. Al verlo, Fernando se puso de pie como un autómata y dio unos pasos hacia la venerable figura del historiador, cuya edad podría muy bien sobrepasar los noventa, aunque se mantuviera erguido y su andar resultara a simple vista muy seguro. 19
–Le agradezco que me haya dado la oportunidad de visitarlo, don Manuel –dijo Fernando, mientras le estrechaba la mano. –El placer es mío, porque no todos los días tiene uno la oportunidad de estar ante el descendiente directo de un templario – contestó el anciano historiador, en un tono irónico y guasón que no abandonaría en toda la entrevista–. En cualquier caso, antes que nada tendrá que explicarme cómo se puede proceder por línea directa de una persona que tuvo que vivir bajo la tiranía del voto de castidad. Aunque, pensándolo mejor, quizá no sea necesario que lo haga, porque también por aquel entonces se cometían pecados. Fernando iba a replicar que precisamente lo que quería averiguar con su ayuda era si descendía del mismo don Pedro o de alguna rama colateral, cuando don Manuel Tello, que efectivamente se había sentado en una de las butacas orejeras, sacó unos papeles de la carpeta que previamente había colocado sobre la mesa auxiliar del centro y se los entregó. –Vayamos por partes –dijo, saboreando sus palabras–. No tengo ninguna duda de que Pedro Arés existió. Lea cuidadosamente estos documentos, que proceden del Archivo de la Corona de Aragón, y lo comprobará. Ahora tendrá que demostrar que usted es uno de sus descendientes y no dejar que tal presunción se quede en una simple conjetura sin fundamento. Pero le animo a ello, porque me parece una labor apasionante. Fernando hizo un gesto con la cabeza para agradecer aquellas palabras de apoyo y empezó a revisar por encima los documentos que le acababa de entregar el profesor Tello. A simple vista, se trataba de un conjunto de fotocopias de algún códice medieval, acompañadas de una relación de referencias dividida en tres listas que aparecían bajo los respectivos encabezamientos de “Libros”, “Citas” y “Búsquedas en la Red”. –Lamento dejarle tanto trabajo por delante –dijo el profesor Tello al ver la expresión que puso Fernando–. Pero no se asuste, hombre de Dios. Los historiadores debemos repartirnos los frentes de investigación y complementar o suplementar nuestros esfuerzos. Yo ahora estoy con otras cosas, aunque sea consciente de que me queda poco tiempo para ello, y usted debería seguirle los pasos a don Pedro Arés. Con un poco 20
de suerte todavía podré leer el resultado de su trabajo. Pero siempre que se dé mucha prisa, claro. Fernando leyó por encima las listas de referencias y se detuvo un momento en la tercera, precisamente en la que se titulaba “Búsquedas en la Red”. La relación era larga, pero mediante una lectura rápida encontró en ella a Los Vengadores del Temple. ¿Cómo era posible que aquel eminente historiador pudiera dar crédito a semejante patraña? Que él lo hubiera hecho como un divertimento podía tener sentido, pero en don Manuel era muy difícil entender aquella veleidad. –Veo que en sus referencias incluye a Los Vengadores del Temple –dijo, procurando que en su entonación no se notara el escepticismo–. Algo he leído sobre ellos. –Y le habrá parecido una patochada sin sentido –contestó el profesor, sorprendiendo a Fernando–. Verá usted. Para mí también lo es, pero una patochada muy bien documentada. Hasta ahora no he sido capaz de encontrar ninguna incoherencia en sus datos, lo que me indica que sus documentalistas son rigurosos. Por tanto, no veo ningún inconveniente en utilizarlos como una fuente más de información. Aunque, eso sí, no vaya a convertirse usted en el “vengador” de don Pedro Arés. Sería lamentable. Fernando miró a su anfitrión y vio su cara sonriente. Pensó que efectivamente no había que rechazar ninguna información por absurda que en principio pareciera y comprendió al instante que no había perdido el tiempo navegando por aquellas páginas de apariencia trivial, que ahora recibían nada menos que la recomendación de don Manuel Tello. Durante aproximadamente una hora, los dos historiadores continuaron en animada conversación. El catedrático fue explicando la documentación que había preparado, ampliando con su rica erudición algunos pasajes, mientras Fernando tomaba nota de todo, sin pasar por alto ni uno solo de sus comentarios. –Me va a permitir que ahora me retire –dijo don Manuel, cuando debió de considerar que la entrevista había llegado a su fin–. Los médicos, que muchas veces tienen que apoyar su falta de conocimientos en perogrulladas, me han recomendado que no me canse demasiado. ¡Fíjese usted que prescripción más sabia! Pero… no dude en llamarme si cree que puedo serle útil. 21
Cuando regresaba a La Puebla conduciendo su coche, Fernando, plenamente satisfecho por el resultado de la entrevista, trataba de ordenar ideas. Era indudable que había acudido a la mejor fuente de información que pudiera existir en aquel momento. La documentación que reposaba a su lado, sobre el asiento del copiloto, era amplia, completa y rigurosa, en suma, valiosísima para su proyecto. Y aunque fuera cierto que el trabajo que tenía por delante iba a ser muy duro, como el propio don Manuel había reconocido, creía que ahora sí disponía de material suficiente como para intentar reconstruir los hechos que constituyeron la vida de don Pedro Arés, algo que hasta entonces se le había antojado poco menos que imposible. Estaba deseando llegar a casa para explicarle a Beatriz el resultado de la reunión, porque seguramente estaría esperándolo impaciente y con ganas de conocer los detalles de su visita. Tendrían que repartirse el trabajo entre los dos, pensó, ya que había mucho por hacer. La relación de libros, de referencias históricas y de entradas a Internet era exhaustiva, por lo que iban a necesitar bastante tiempo hasta ver terminado aquel trabajo. Sería preciso que interrumpieran de momento otros estudios que tenían entre manos, pero no había que preocuparse demasiado por ello porque su situación económica podría muy bien soportar un periodo que iba a resultar improductivo desde el punto de vista monetario. A los ingresos regulares que le producían los derechos de autor por los libros ya publicados había que añadir la subvención que le acababa de conceder la Diputación General de Aragón, cuyo objeto era que concluyera el ensayo sobre Alfonso II que había iniciado un mes antes. Y siendo don Pedro contemporáneo de este rey aragonés, podría muy bien matar dos pájaros de un tiro, de tal forma que a medida que fuera avanzando en las averiguaciones sobre su antepasado saldrían a la luz nuevos datos relacionados con aquel monarca y su época. De esa manera, escribiría dos libros: uno, de encargo, que publicaría el Gobierno de Aragón bajo el título de Alfonso II el Casto y la reconquista del Bajo Aragón, y otro, de su exclusiva propiedad intelectual, que titularía Las Hoces del Guadalope. Se había hecho de noche, la oscuridad disminuía sus reflejos y en esas condiciones sus cuarenta años se hacían notar con humillación. Dejó atrás Alcañiz e inició la subida hacia La Puebla. Atravesó primero 22
Calanda y continuó después ascendiendo por la orilla izquierda del río, al que la carretera se ciñe en un intento de aprovechar su cauce, a través de un valle estrecho y profundo. Mientras recorría los últimos kilómetros anteriores al pueblo, atravesando angostos desfiladeros jalonados de pinares, a Fernando le dio por imaginar cómo sería aquella carretera ochocientos años antes, posiblemente tan sólo un camino de herradura perdido entre abruptas montañas. Le apasionaba su trabajo, porque el conocimiento del ayer le permitía entender mejor el presente. Creía que lo que sucede a nuestro alrededor no ha surgido por generación espontánea, sino que constituye un hito más del devenir histórico dentro de una evolución constante, algo así como si el mundo en su conjunto fuera un organismo vivo en continua transformación. Y creía que, de la misma forma que los médicos se preocupan por conocer los antecedentes clínicos del individuo cuya enfermedad estudian, el análisis histórico ayudaba a entender el actual comportamiento de los colectivos humanos. ¿Quería ello decir que conocer las vidas de don Pedro y de don Tomás le iba a permitir entender mejor la suya? Naturalmente que no, porque tanto sus antepasados como él no constituían más que células aisladas dentro del organismo vivo que se llama Humanidad. Pero estaba seguro de que el conocimiento del entorno que rodeó a los Arés de entonces le ayudaría a entender mejor lo que ahora sucedía a su alrededor. Cuando ya entraba en el pueblo, a punto de iniciar la pronunciada pendiente que lo llevaría a casa, se acordó de Alicia, a quien debía su visita a don Manuel Tello. Y por asociación de ideas se dio cuenta de que la funcionaria del Ayuntamiento de La Puebla podría ser una magnífica colaboradora en su proyecto, siempre, naturalmente, que estuviera dispuesta a formar parte de aquella aventura intelectual. Hablaría con ella en cuanto pudiera y se lo propondría. Ya en casa, Beatriz escuchó con atención lo que contaba Fernando sobre la entrevista con don Manuel Tello, sin interrumpirle en ningún momento. Los ojos le brillaban de entusiasmo, porque comprendía que contar con el visto bueno de aquella eminencia significaba que habían empezado con buen pie su trabajo. No tenía fama el historiador precisamente de benevolente con la falta de rigor o con la vulgaridad intelectual, sino que por el contrario se le tenía por un profesor 23
exigente y severo, que no abandonaba los métodos científicos en ningún momento. Y no cabía esperar en este caso que la edad hubiera cambiado sus criterios, porque, a tenor de lo que decía Fernando, estaba claro que se mantenía en óptimas condiciones mentales. –¿Le hablaste de nuestros descubrimientos en Internet? –preguntó Beatriz. –Lo hice. Y me dijo que, con las debidas cautelas, no deberíamos abandonar la pista que estábamos siguiendo. En este punto fue categórico. Al día siguiente por la mañana, Fernando bajó al Ayuntamiento para hablar con Alicia y proponerle que colaborara en el proyecto, propuesta que ella aceptó encantada. Sin embargo, le anticipó que no podía ni quería abandonar sus obligaciones en La Puebla y que, por tanto, su trabajo se tendría que limitar a lo que pudiera ir haciendo desde allí. –¿Puedes subir esta tarde a casa? –preguntó Fernando–. Me gustaría que desde el principio nos repartiéramos el trabajo entre los tres. –Estaré con vosotros a partir de las cinco. Durante los días siguientes, Fernando, Beatriz y Alicia se reunieron en varias ocasiones para establecer un programa que les permitiera avanzar de la forma más eficaz posible. Después de discutir el reparto de labores, y puesto que Fernando y Beatriz tenían bastante avanzada la parte correspondiente a Pedro Arés, convinieron que Alicia se encargaría de la preparación de la documentación correspondiente a Tomás, el eslabón intermedio entre aquel caballero medieval y el actual Arés. –Si lo hacemos así, tendremos que intercambiar periódicamente impresiones entre los tres, porque es muy posible que vayan apareciendo datos de Tomás que ayuden a entender mejor la época de Pedro –dijo Fernando–. Aunque, en cualquier caso, es evidente que la única conexión entre los dos está en la documentación del altillo, que es por donde habría que empezar. –Desde luego –contestó Alicia–. Pero también habrá que seguir buscando en los archivos municipales. –Y no nos olvidemos de Internet –añadió Fernando–. Así me lo ha recomendado don Manuel. Al cabo de unos días tuvieron la primera reunión. Desplegaron sus carpetas repletas de papeles sobre la gran mesa del estudio e iniciaron una rigurosa sesión de trabajo en la que, a medida que cada uno de ellos 24
iba exponiendo sus hallazgos, los demás tomaban notas aclaratorias que más adelante pudieran ayudarles en sus respectivas búsquedas. Alicia había encontrado en el archivo municipal, dentro de una carpeta perdida que contenía documentos relativos a la expulsión de los moriscos en tiempos de Felipe III, cierta información que involucraba de forma muy directa a Tomás Arés en aquellos acontecimientos. El documento no era demasiado claro, pero contenía algunas referencias a otros archivos que habría que investigar a continuación. Por su parte, Fernando y Beatriz, que continuaban buscando datos en Internet por imprecisos que éstos fueran, descubrieron cierta información sobre una expedición que se desplazó desde Tierra Santa a la Península Ibérica, allá en las postrimerías del siglo XII, en la que al parecer regresó don Pedro Arés tras haber permanecido varios años luchando en las Cruzadas. Pero la información era confusa, incompleta y en algunos pasajes incluso contradictoria. –No cabe duda de que vamos por buen camino –dijo Fernando, tratando de animar a sus compañeras–. Tenemos que continuar. La búsqueda de información se fue haciendo cada vez más apasionante, porque, a medida que avanzaba, los datos que iban apareciendo casaban con mayor facilidad, hasta el punto de que pronto tuvieron lo que podrían considerarse las estructuras de dos biografías diferentes, con protagonistas unidos por la sangre, que habían vivido en épocas muy diferentes y que compartían el apellido con Fernando. Enseguida se dieron cuenta de que, aunque ése no fuera su propósito inicial, estaban documentando dos hitos históricos de aquella comarca, que consistieron en unos hechos tan importantes como fueron la reconquista del Bajo Aragón en tiempos de Alfonso II de Aragón y Cataluña y la expulsión de los moriscos durante el reinado de Felipe III. Porque don Pedro había participado de manera muy destacada en el primero de los episodios y Tomás Arés anduvo en constante zozobra a lo largo de su ajetreada vida por causa del segundo. Fernando estaba entusiasmado con el resultado que iba dando el trabajo en equipo y muy satisfecho por el avance conseguido hasta el momento. Tanto Beatriz como Alicia trabajaban con enorme eficacia, aunque a veces se encontraran con barreras prácticamente infranqueables por la carencia de datos o porque alguno de los que iban apareciendo fuera incoherente con la línea argumental que creían estar siguiendo. 25
A veces se hallaban ante la necesidad de tener que elegir entre hechos en apariencia contradictorios, decidir una fecha cuando dos no coincidían o elegir un nombre entre varios que parecían corresponder a una misma persona o a un lugar determinado. En estos casos, Fernando, sin abandonar el rigor que pretendía dar a su trabajo, tomaba una decisión concreta, eligiendo el dato que le parecía más convincente, siempre a la espera de encontrar nuevas fuentes con las que poder subsanar las dudas. Concretamente, la toponimia resultaba con frecuencia indescifrable, porque los nombres de pueblos y lugares habían cambiado a lo largo de la historia con cierta frecuencia o habían degenerado en otros muy distintos de los originales. En estos casos, cuando estaban convencidos de que el nombre que aparecía en un documento se refería a un sitio determinado, lo sustituían por la denominación actual, entre otras cosas para facilitar su localización a los futuros lectores de la historia que estaban redactando. Pero de todas las dificultades que encontraban en su trabajo la mayor era la subjetividad de ciertos autores, algunos de los cuales escribían la Historia como les hubiera gustado que fuera y no como realmente sucedió. Y de estas interpretaciones personales, a veces tan tendenciosas que resultaban hasta burdas, se libraban pocos, sobre todo en asuntos tan importantes como la descripción de los hechos históricos que fueron conformando a lo largo de los siglos la realidad que hoy se llama España. Analizar la apasionante Historia de la Corona de Aragón por un lado, o la discutida figura de los Austrias por otro, era un ejercicio que requería objetividad y falta de pasión partidista, cualidades muy poco frecuentes en bastantes tratadistas. De todas formas, a pesar de estas dificultades, el estudio fue avanzando poco a poco y las historias de los personajes elegidos –la del caballero templario don Pedro y la del rico terrateniente don Tomás–fueron saliendo a la luz, cobrando vida propia, conformando una verdad que hasta entonces había permanecido oculta. Sus gozos y sus tristezas, sus pecados y sus virtudes, claroscuros de las auténticas realidades que debieron ser, aparecían día a día ante sus ojos como si se tratara de criaturas reales que todavía existiesen y se movieran aún entre los vivos. Y era tal el entusiasmo que Fernando ponía en todo aquello, que a veces se detenía ensimismado, como si aguardara impasible la entrada en el estudio de alguno de aquellos personajes que habían pertenecido a su propia estirpe. 26
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Capítulo segundo El regreso de Tierra Santa
II
Los cascos de los caballos golpeaban machaconamente el pedregoso camino que desde Jerusalén conducía a Alepo. Don Pedro Arés, que había cumplido los veintisiete años y llevaba cinco combatiendo en Tierra Santa, regresaba a Aragón, su patria, al frente de la nutrida caravana de excombatientes cuyo mando le había encomendado la orden militar del Temple. La larga fila de carretas levantaba un polvo infernal, hasta el extremo de que los viajeros se vieron obligados a cubrir sus cabezas con las capas de viaje, dejando sólo una pequeña abertura para poder distinguir el trazado de la vereda y no separarse del grupo, algo que en aquellas tierras, atestadas de toda clase de enemigos, podría resultar muy peligroso. El sol se estaba poniendo y era preciso organizar la acampada antes de que oscureciera del todo. El jefe de la expedición hizo un gesto al joven Gil, que cabalgaba a unas varas de distancia, y su lugarteniente se acercó al trote dispuesto a recibir las instrucciones de su superior. –Esta vaguada puede ser un buen lugar para pasar la noche –dijo don Pedro, deteniendo su cabalgadura–. Da las órdenes. Mientras tanto, yo exploraré los alrededores. Que me acompañen dos hombres de a caballo. Las carretas se fueron agrupando, formando un círculo cerrado en cuyo centro se encendieron las hogueras. Las caballerías, conducidas por los 29
acemileros sirios que acompañaban a la tropa cristiana, bajaron a abrevar al cercano riachuelo, y las tiendas, algunas lujosas y muy modestas la mayoría, empezaron a recortar sus siluetas en el horizonte. De esa forma, cuando don Pedro regresara de su descubierta todo estaría preparado para pasar la noche, la primera de otras muchas que tendrían que sucederse durante los próximos meses antes de que aquellos hombres y mujeres llegaran a ver la tierra que los había visto nacer. Corría el año 1176, y a la sazón Balduino IV ostentaba la corona del reino cristiano de Jerusalén en obligada lucha permanente contra el sultán Saladino, el feroz defensor de la ortodoxia sunní y enemigo declarado de los invasores latinos. Tierra Santa era un hervidero de hombres de todas las nacionalidades, porque aunque el Papa no convocaba una nueva Cruzada desde 1145, era constante el ir y venir de caballeros de toda Europa que acudían para combatir junto a sus hermanos de Oriente, los tenaces defensores de los Santos Lugares. Don Pedro Arés había llegado allí cinco años antes en una expedición aragonesa organizada por Diego Agüero, Señor de las tierras del Alto Gállego y gran amigo de su padre. Don Diego quería cumplir con aquel viaje a Tierra Santa la promesa que le hizo al Todopoderoso por salvarle de las mortales heridas que sufrió cuando combatía en los campos de batalla para expulsar a los moros más allá del río Ebro. Pero el de Agüero murió a los pocos meses de llegar a Jerusalén, esta vez no por culpa de alguna herida de guerra, sino por los excesos con la bebida y la comida que lo llevaron sin remisión a la tumba tras una noche de libertinaje desmedido. De esa manera, don Pedro Arés y el resto de sus compañeros aragoneses pasaron a engrosar las mesnadas de don Simón de Clairmont, un caballero provenzal que había otorgado vasallaje al rey de Aragón y que los acogió en sus filas como si de verdaderos compatriotas se tratase. Don Simón, sin que se supiera con certeza las razones que lo guiaban, mostró desde el primer momento un gran cariño a don Pedro, hasta el punto de nombrarlo su abanderado, con la prerrogativa de luchar junto a él en el combate y guardar la seguridad de su persona en cualquier momento. Don Simón de Clairmont pertenecía a la orden militar del Temple 30
y desde el primer momento hizo todo lo posible para conwvencer a Pedro Arés de que acatase su misma disciplina. Sin embargo, el joven aragonés se resistía, entre otras cosas porque tal acatamiento implicaba el voto de castidad, y el joven aragonés no estaba dispuesto de ninguna de las maneras a renunciar a los placeres de la carne, si bien era cierto que aspiraba a obtenerlos dentro del matrimonio. Por eso, antes de enrolarse en aquella belicosa empresa, había prometido matrimonio a la dulce Blanca, que ahora estaría esperando paciente su regreso en la ciudad de Monzón. Pero a su mentor aquellas disculpas le parecían baladíes y le apremió para que tomase una decisión, ya que a su juicio la condición de abanderado no podría seguir recayendo durante mucho más tiempo en alguien extraño a la Orden del Temple. Sea porque a don Pedro se le olvidase al cabo de tanto tiempo el compromiso contraído con doña Blanca, o porque el temor a perder su rango lo doblegase, lo cierto fue que aceptó la propuesta de don Simón y se convirtió en caballero templario. Y desde aquel momento intentó asumir, no sin que tuviera que hacer un enorme sacrificio, su nueva condición de célibe, procurando vivir en armonía con sus votos. Don Pedro descabalgó junto a su tienda y le pasó las bridas a un escudero para que se encargara de que llevara su caballo al río. Entró en la tienda que compartía con el joven Gil, que en aquellos momentos, desnudo por completo, cambiaba sus ropas de cabalgar por otras más cómodas. La vista de la espalda musculosa de su lugarteniente, de sus compactas nalgas, lo turbó, pero más por la falta de costumbre de ver un cuerpo desnudo que porque sus preferencias se inclinaran hacia los hombres y no hacia las mujeres. Llevaba tanto tiempo reprimiendo sus instintos, que aquella visión le produjo un fuerte latigazo en los sentidos, muy parecido, si no igual, al que le hubiera originado la presencia de una mujer sin ropa junto a él. Don Gil se volvió sin pudor alguno y don Pedro vislumbró, aunque sin querer ver, la completa desnudez del muchacho, que en aquellos momentos intentaba ceñirse las calzas de lana. Y notó en su expresión un cierto aire de orgullo, algo así como si disfrutara con aquella impúdica exhibición. 31
–Vistámonos y vayamos a cenar –dijo al fin, sobreponiéndose a la inesperada reacción de su subconsciente. Hacía tan solo un día que habían abandonado Jerusalén y podía decirse que hasta el momento el viaje estaba resultando tranquilo, sin sorpresas inesperadas. Tardarían más de una semana en llegar a Alepo y no ignoraban que existía el riesgo de encontrarse con alguna de las avanzadillas de Saladino que empezaban a llegar desde Egipto amenazadoras, aunque confiaban en que, de ocurrir esto último, se tratara de pequeños grupos de exploración sin otra misión que la de reconocer el terreno. En la caravana había más de cuatrocientas personas, de las que unas cincuenta eran mujeres, casi todas rameras que acompañaban a los veteranos combatientes, aunque también viajaban las esposas de algunos soldados que se habían casado en aquellas tierras. La expedición se dirigía a Esmirna, donde los viajeros embarcarían en unas naves catalanas que los llevarían a Barcelona tras haber cumplido con sus compromisos militares defendiendo la fe cristiana durante tantos años. En la caravana iban sólo tres caballeros templarios: don Pedro, que ejercía el mando supremo, don Gil, su ayudante en todas las tareas, y un capellán de la Orden que asistía a los viajeros en los asuntos del alma. El resto de los hombres eran rudos mercenarios contratados por el Temple para luchar en los Santos Lugares, menestrales de varios oficios que cuidaban de las necesidades de la expedición y criados sirios que atendían a unos y a otros. Además estaban las prostitutas, quizá las únicas personas en aquella expedición que conocían perfectamente cual era su cometido específico. En la mesa que los criados habían colocado frente a la tienda de don Pedro se sentaron a cenar ocho personas: los cuatro capitanes al mando de las correspondientes partidas de tropa, el intendente que administraba la hacienda de aquellos hombres, el capellán responsable de sus almas, el lugarteniente, don Gil, y el propio don Pedro Arés, jefe de la expedición. En el centro, un asado de cordero esperaba para quitarles el hambre acumulada durante las largas horas transcurridas desde la 32
comida anterior y, junto a ellos, una barrica de áspero y generoso vino griego ayudaría a que la carne fuera entrando y a que el buen humor creciera con cada vaso que tomaran. Don Sancho, el más veterano de los capitanes, reía a carcajadas las bromas de sus compañeros, que, aunque burdas, groseras y lascivas, no parecían herir la sensibilidad del capellán ni la de los dos monjes soldados que les capitaneaban, tan acostumbrados como estaban el uno y los otros al soez lenguaje de la soldadesca. Don Gil, el único de los ocho hombres de aquella mesa que debería regresar a Tierra Santa cuando se hiciera cargo en Barcelona del mando de una nueva expedición que el Rey de Aragón enviaba a Jerusalén, escuchaba con la sonrisa en los labios y los ojos brillantes las historia que contaba don Ximeno, otro de los capitanes, sobre sus adúlteros amoríos con la esposa de un conde galo que le había estado alegrando la vida entre combate y combate durante aquellos largos años. –Siempre has sido un fanfarrón en lo tocante a mujeres –dijo Sancho–. De ser cierto todo lo que cuentas, no habría mujer en Jerusalén que no hubiera yacido contigo. Y las malas lenguas dicen que tienes los atributos adormecidos de tanto cabalgar. Ahora fueron todos, incluido don Ximeno, los que rieron a coro el grosero comentario. Don Gil se atragantaba con las carcajadas y don Pedro, más comedido que su lugarteniente, reía discretamente, recordando aquellos tiempos cuando podía unirse a estas conversaciones aportando sus propias experiencias, que ahora le estaban vedadas por su condición religiosa. Durante los días siguientes continuaron la marcha, partiendo cada jornada al amanecer y no acampando hasta la puesta de sol. El cansancio se iba apoderando de aquellos hombres, que deseaban alcanzar Esmirna cuanto antes. Sin embargo, todavía no habían llegado ni tan siquiera a Alepo, y sabían que aún estaba por venir lo más duro de aquel viaje de regreso: la travesía de la Anatolia, cruzando la intrincada y peligrosa orografía de su interior. Al atardecer del quinto día avistaron las murallas de Alepo, y una hora más tarde un nutrido escuadrón de caballería cristiana, que había sido 33
avisado por las avanzadillas de la caravana, salió a recibirlos. El jefe de los jinetes, un bizantino oscuro de piel y corto de estatura, pero ágil de movimientos, puso su montura junto a la de don Pedro y cabalgó a su lado hasta llegar a las puertas de la ciudad. Según contaba, había nacido en aquella ciudad y era hijo de un griego de Gallípolis que había llegado allí cuarenta años antes y se había casado con una siria conversa. Pero confesaba que él no había salido de aquella ciudad en toda su vida, salvo para combatir al infiel, y que pensaba morir en ella, siempre, claro, que los sirios de Damasco no acabaran antes expulsando de sus murallas a los cristianos. La caravana de don Pedro Arés acampó extramuros de la población, junto a otras muchas que se veían obligadas a levantar allí sus casamatas, ya que la ciudad estaba atestada de viajeros y las autoridades no permitían la entrada de carretas en sus calles. El jefe de la expedición, acompañado de don Gil, dejó el campamento bajo el mando de don Sancho y se adentró en Alepo para buscar un alojamiento digno de su rango que les procurara un descanso más confortable que el que les ofrecía su tienda de campaña. Al entrar en una calle que parecía importante, vieron, en un edificio con pretensiones de palacete, ventanas de estilo árabe y filigranas damasquinas en su fachada principal, un letrero escrito en caracteres latinos con la inscripción de “Hospedería de las Palmeras”. La gente que entraba y salía de aquel lugar parecía pertenecer a la clase acomodada de la ciudad, y pronto comprobaron que en aquel establecimiento, además de posada, se ofrecía comida, música y danza. Habían escogido sus mejores ropas, que en nada recordaban su condición de templarios, y el encargado de la puerta no solamente no puso ningún reparo a que se alojaran allí, sino que por el contrario les ofreció la mejor de las habitaciones disponibles: una alcoba con un gran balcón asomado al patio interior, en el que los árboles que daban nombre al establecimiento rodeaban una fuente con siete caños de los que manaba agua en cantidades ingentes, un oasis inimaginable en aquellos áridos contornos. En el comedor, al que bajaron tras lavarse en el lujoso aguamanil de la habitación, había varios hombres cenando, y sobre una tarima de 34
madera, alumbrada por antorchas, una bailarina contorsionaba su cuerpo medio desnudo al son de una música oriental que emanaba de unos instrumentos situados tras la cortina de seda que cubría el fondo del escenario. Al ver aquello, don Gil se paró en seco ante el umbral de la puerta esperando la reacción de su superior jerárquico pero, como este siguió avanzando hacia una de las mesas más próximas al escenario, lo siguió sin pronunciar palabra alguna. La bailarina, que no tendría más de catorce o quince años y vestía tan sólo unas sedas trasparentes que apenas cubrían su cuerpo, agitaba las moldeadas caderas con provocación, mirando a un punto inconcreto del infinito como si se encontrara fuera del alcance de los que la contemplaban. Su piel blanca como la nieve brillaba por el esfuerzo que le producía aquella fogosa danza y su cabellera oscura y rizada, completamente suelta sobre los hombros, se mecía al compás de la música, ocultando de vez en cuando su rostro como si fuera un velo más. El redoble de los panderos aumentó en intensidad, y de repente, cuando parecía que la precaria vestimenta de la joven jamás abandonaría la misión de protegerla de las lascivas miradas de los espectadores, cayeron al suelo los pañuelos multicolores y quedó al descubierto su entera desnudez, mientras en la sala se oía una exclamación de asombro con inflexiones guturales que manifestaba más deseo contenido que admiración estética. Después, un hombre vestido con una amplia túnica azul y con la cabeza cubierta por un turbante blanco salió al escenario por uno de sus laterales, tomó a la muchacha por la mano y la arrastró hacia el interior, como si acabada la danza quisiera protegerla del acalorado público de la sala. Pedro Arés miró a su compañero sin encontrar las palabras oportunas para aquella delicada situación tan poco adecuada a su condición de templarios. Don Gil aplaudía sonoramente y en sus ojos se veía una chispa de lujuria contenida que su joven naturaleza era incapaz de ocultar. Y cuando iba a decir algo, porque se había dado cuenta de que su superior lo contemplaba de soslayo, el mismo hombre que había obligado a la muchacha a salir apresuradamente del escenario se acercó en silencio y les dejó sobre la mesa un pergamino enrollado, retirándose a continuación con la misma discreción de antes, sin que ninguno de los 35
dos hubiera podido hacer algo para detenerlo. –¿Qué será esto? – exclamó Pedro Arés. –Leámoslo y saldremos de dudas –contestó su segundo, intrigado por lo inusual de la situación. Don Pedro quitó la cinta que ataba el pergamino y leyó con dificultad las frases escritas en pésimo provenzal: “Aisa, la bella hija del desierto, amante de los mil placeres y deleites del amor, desea compartirlos esta noche con el joven que se sienta en esa mesa. No pide a cambio nada más que discreción y prudencia.” El templario, dándose cuenta de que no podía hurtar la lectura de aquella misiva a su amigo y compañero, se la entregó para que la leyera. Y don Gil, ansioso por conocer su contenido, lo hizo inmediatamente, quedando inmóvil sobre su silla sin levantar la mirada del rico mantel adamascado que cubría la mesa. –Los dos somos jóvenes –dijo en voz baja don Pedro–. No te sientas abatido por la tentación. Quizá sea yo quien debiera estarlo. –Tienes razón –contestó don Gil–. Nunca lo sabremos si no acudimos a la cita. –¿Has pensado en el peligro que entraña una cita como ésta? –¿Te refieres a la condenación del alma? –Me refiero a la extorsión, al chantaje y al crimen –contestó Pedro Arés–. No conocemos esta ciudad, ni mucho menos a sus habitantes. Podría tratarse de una emboscada. Habían eludido las consideraciones religiosas para entrar de lleno en las que dictaban el sentido común y la racionalidad más absoluta. Los dos sabían que tenían prohibido probar aquella adorable fruta porque el voto de castidad les exigía renunciar a ella, pero ahora era otra muy 36
distinta la cuestión que se planteaban. Alepo era una encrucijada de culturas, razas y religiones, donde habitaban personas de toda clase y condición, sin contar los innumerables transeúntes anónimos que pasaban por allí todos los días. Si les asaltaban en situación de difícil justificación, estarían perdidos. No solamente no podrían acudir a ninguna autoridad para reclamar justicia, sino que existía una alta probabilidad de que dejaran la vida en la aventura. –Olvidemos la misiva y conformémonos de momento con disfrutar de las delicias de la mesa –dijo al fin Pedro Arés. Esa noche, en la alcoba de la hospedería, Pedro Arés volvió a ver la desnudez absoluta del joven Gil y sintió nuevamente como se aceleraban los latidos de su pulso. Cuando se metió en la cama, ya en la oscuridad, creyó oír un ligero ruido de sábanas en la de su compañero de habitación, cuyo significado comprendió al momento. Sin embargo, haciendo un esfuerzo para contener su propia inclinación libidinosa, desvió la atención hacia las obligaciones que le imponía su responsabilidad como jefe de la expedición que acampaba en las afueras y al cabo de un rato terminó quedándose dormido. Por la mañana regresaron al campamento y se encontraron con la noticia de que don Ximeno, el galante capitán que por orden expresa de don Pedro debía haber permanecido junto a sus compañeros fuera de la ciudad, había entrado al anochecer y allí lo habían asesinado con el propósito de robarle lo que llevara encima. Fue don Sancho quien les explicó que su camarada había caído en la burda trampa que le tendieron unos desaprensivos, con el señuelo de que una jovencita que había conocido en cierta taberna lo esperaba para pasar la noche sin pedir nada a cambio. –Don Ximeno siempre creyó que las mujeres se derretían cuando lo veían pasar –dijo solemne y compungido el veterano capitán–. Que Dios lo acoja en su seno. –Amén –contestaron al unísono don Pedro y don Gil, sin atreverse a intercambiar mirada alguna entre ellos. 37
Durante los días siguientes, a medida que se iban adentrando en las montañas de Anatolia, el cansancio, las incomodidades y los sufrimientos de todo tipo fueron aumentando. Por aquellos desfiladeros no había sarracenos que pudieran acosarlos, pero era sabido que multitud de salteadores y bandidos de toda clase amenazaban a las caravanas que se atrevían a cruzarlos, poniendo en peligro las vidas y las haciendas de los viajeros que iban en ellas. Cuando atravesaban los Montes Tauro, don Pedro ordenó que se organizase un dispositivo preventivo de defensa, destacando a varios grupos de jinetes con el propósito de proteger los laterales de la larga marcha, sin renunciar por supuesto a la avanzadilla de exploradores que abrían el camino. Un día, al anochecer, uno de los soldados que cabalgaba por el lateral derecho, a varios centenares de varas de la fila de carretas, llegó a galope tendido hasta la cabecera de la expedición. Traía la noticia de que su grupo había descubierto a tres hombres empalados, uno de los cuales todavía estaba vivo y pedía que acabaran con su vida. Don Pedro dejo a su gente bajo el mando de don Gil y cabalgó junto al soldado hasta llegar al lugar señalado. Allí, tres grandes estacas verticales clavadas en el suelo atravesaban los cuerpos de otros tantos hombres, de tal manera que la punta afilada del madero les entraba por la entrepierna, atravesaba su cuerpo y volvía a emerger por la espalda, cerca ya de la nuca. La visión era espeluznante y Pedro Arés a punto estuvo de vomitar allí mismo, como ya lo había hecho alguno de sus soldados. Pero logró contener la náusea y acercarse hasta el pie de aquellos horrendos cuerpos desfigurados por el terrible sufrimiento y por el desgarro de sus órganos interiores, y cuando vio sus caras comprobó con pavor que uno de ellos, todavía vivo, imploraba que acabaran con él con una voz tan apagada que apenas se entendía lo que quería decir. Y mientras pensaba qué debía hacer un cristiano como él ante un caso como aquel, oyó una flecha silbando sobre su cabeza, que más tarde atravesaría el corazón de aquel pobre desgraciado para así acabar con una lenta agonía que muy probablemente habría empezado bastantes horas antes. Cuando volvió la espalda, vio a uno de sus soldados con la ballesta entre las manos todavía apuntando hacia el empalado. Sabía, porque su fe así lo enseñaba, que lo que acababa de hacer aquel hombre iba contra los mandamientos de la Ley de Dios, pero no ignoraba que esa caritativa acción era lo único que cabía en este caso. Muchas veces 38
había oído hablar de aquel terrible martirio, demasiado frecuente entre los habitantes de las tierras de Asia Menor, siempre ejecutado por un experto verdugo conocedor de la anatomía humana, que operaba de forma que la estaca utilizada, en su lento avance a través de las entrañas de la víctima, no causara desgarros mortales, para así prolongar durante horas su agonía, que sólo se interrumpía cuando sobrevenía la muerte por agotamiento. Al cabo de unos cuantos días llegaron a la milenaria ciudad seléucida de Konya, capital de un sultanato independiente cuyo territorio se extendía entre el Imperio Cristiano de Bizancio y el Califato Musulmán de Damasco, que mantenía, gracias a una prudente política diplomática, la neutralidad necesaria para traficar con unos y con otros, aprovechando así su situación estratégica, auténtica encrucijada de caminos entre oriente y occidente. Sin embargo, su religión musulmana, la misma que la de los sarracenos de Siria, Palestina y Egipto, obligaba a los cristianos que atravesaban sus tierras a tomar todo tipo de precauciones para evitar sorpresas desagradables. Por eso, don Pedro, una vez más, ordenó que se instalara el campamento a cierta distancia de la ciudad, la suficiente para poder organizar un cierto dispositivo defensivo. Después, él mismo en persona, sólo acompañado por una docena de hombres, se dirigió hacia sus murallas para cumplir con la obligación de informar a las autoridades sobre la composición de su caravana –origen y destino de la misma, número de personas que la integraban, materias que transportaba y cuantos datos quisieran pedirle–, lo que serviría como base para calcular el impuesto de tránsito que debería satisfacer. La puerta de la Luna daba acceso directo al zoco y desde allí se accedía por una calle ancha hasta la Plaza de la Alcazaba, un amplio espacio ajardinado donde no estaba permitido transitar a caballo. De esa manera, los que se dirigían a las dependencias oficiales, situadas al otro lado, debían dejar sus monturas en unas cuadras instaladas a tal efecto y atravesar la plaza a pie, lo que sin duda los hacía vulnerables a cualquier medida que quisiera tomarse contra ellos, que en aquel lugar solo podría proceder de las propias autoridades. Don Pedro dejó a sus hombres al cuidado de los caballos y atravesó la explanada acompañado 39
únicamente por su intendente. Los guardias que vigilaban la puerta de la aduana les pidieron que se identificaran y a continuación los condujeron a una enorme sala de techos altos, revestidos por un rico artesonado de madera. Las columnas, los arcos y la ornamentación en general eran claramente de inspiración árabe, pero el mobiliario, compuesto por una serie de mesas y sillas distribuidas por el perímetro de la estancia, podía proceder de cualquiera de los puertos del Mediterráneo occidental. Pedro Arés se acercó con su intendente a una de las mesas, donde un pulcro funcionario les fue pidiendo la información que necesitaba. –¿Mujeres? –preguntó el funcionario–. ¿Cuántas? –Cincuenta y dos –contestó el intendente. –¿Rameras? –Hay unas cuantas que no– añadió don Pedro, sin entender por qué le hacían aquellas preguntas–. También nos acompañan las esposas de doce de nuestros soldados. –Por tanto, hay cuarenta prostitutas, ¿no? –Así es. Entonces, aquel individuo de modales educados les propuso un trato. Dejaría partir a la expedición hacia Esmirna, sin poner reparo alguno y sin exigir el pago de los correspondientes impuestos, si las cuarenta putas se quedaban en Konya. La soldadesca musulmana, que se estaba concentrando en la ciudad para dirigirse después a Damasco y engrosar los ejércitos del califa, exigía que se le proporcionara mujeres para su diversión, por lo cual el Gobernador de la ciudad había decidido negociar con las caravanas que pasaban por allí para que dejaran en la ciudad las que viajaran con ellos. Se había producido una serie de desordenes por culpa de aquel asunto y había que poner remedio para que las cosas no fueran a más. –Pero, ¿entonces, mis hombres? –preguntó don Pedro. 40
–El trato es justo –contestó el funcionario–. Mujeres por dinero. Al fin y al cabo se trata de rameras. Pedro Arés se dio cuenta de que iba a ser muy difícil convencer al encargado de la aduana de otra cosa que no fuera cumplir estrictamente la propuesta que les acababa de hacer, pero como no quería granjearse su enemistad decidió acceder de momento a sus pretensiones, aunque no fuera más que para ganar tiempo. Por eso, le propuso que la entrega de las mujeres se hiciera al anochecer del día siguiente, explicándole que necesitaba un tiempo para convencer de lo pactado a unas y a otros, y el funcionario se avino convencido de que nada se perdía con aquella demora. Cuando minutos más tarde atravesaba de nuevo la Plaza de la Alcazaba para recoger los caballos, Pedro Arés le dijo a su intendente que debería preparar todo lo necesario para iniciar esa misma noche la huida hacia Esmirna, porque la pretensión de aquel individuo era infame y no estaba dispuesto a acceder a ella, ya que de lo contrario dejaría a las mujeres en manos de una soldadesca incontrolada, sin protección, lo que equivaldría a convertirlas en esclavas de los musulmanes. Tendrían que actuar con mucho sigilo para que no se descubrieran sus intenciones antes de tiempo, pero la decisión estaba tomada y sólo quedaba ponerse en marcha. Los capitanes recibieron las ordenes oportunas, y al anochecer, cuando la distancia hacía imposible que desde las murallas de la ciudad se distinguieran sus movimientos, don Pedro ordenó la salida a la máxima velocidad que permitían las pesadas carretas cargadas en exceso, muy inferior a la que llevarían sus perseguidores cuando descubrieran la maniobra evasiva e iniciaran su persecución. La noticia sobre lo sucedido en la aduana había corrido como la pólvora entre los componentes de la expedición y todos habían puesto el máximo empeño en que las cosas se hicieran de la manera más silenciosa posible. Don Pedro cabalgaba en cabeza marcando la velocidad que consideraba necesaria y don Sancho, al frente de medio centenar de jinetes, lo hacía en retaguardia protegiendo la retirada. 41
Unas horas más tarde tuvieron que vadear un río de lecho pedregoso y aguas poco profundas, que don Pedro consideró un buen obstáculo para apoyar en él la defensa de la caravana cuando los musulmanes, como inevitablemente sucedería, hicieran acto de presencia. Las carretas se dispusieron en circulo, los soldados se organizaron en cuatro partidas –una avanzada al otro lado del río, dos a cada lado del campamento y la última en retaguardia, esta última oculta ante las miradas de sus posibles atacantes–y todos, hombres y mujeres, se prepararon para hacer frente al ataque que se avecinaba. A media tarde, cuando todavía faltaban dos horas para anochecer, una inmensa nube de polvo empezó a cubrir el horizonte. Don Pedro, que capitaneaba personalmente el grupo de vanguardia, envió un emisario a su lugarteniente ordenándole que iniciara una maniobra envolvente para sorprender a los atacantes. Los dos grupos que flanqueaban el campamento avanzaron por la orilla del río en direcciones contrarias, vadearon su curso por lugares distintos y esperaron ocultos a que se produjera el choque entre sus compañeros de vanguardia y los atacantes. Y, cuando éste sucedió, avanzaron al galope hacia el campo de batalla, sorprendiendo a sus enemigos entre dos líneas de ataque. El desconcierto fue total y los musulmanes recibieron un castigo tan importante que al cabo de muy poco tiempo pudieron oírse sus clarines ordenando la retirada. Don Pedro y don Gil cambiaron impresiones con sus capitanes y, aún a riesgo de agotar a la tropa, decidieron proseguir la huida durante la noche para poner la mayor distancia posible entre ellos y sus enemigos. Cinco de sus hombres habían muerto en el combate y una docena resultaron heridos de mayor o menor consideración. Los musulmanes habían dejado cerca de veinte muertos y otros tantos heridos que quedaron tendidos sobre el terreno. Pero no hubo más persecución por parte de los sarracenos, porque escarmentados por la derrota debieron de considerar que no merecía la pena exponer más vidas para lograr el objetivo de hacerse con las cuarenta prostitutas de la caravana. 42
Unos días después, la expedición llegó a tierras pobladas por bizantinos cristianos que convivían con los musulmanes en buena armonía, sin que sus diferentes religiones constituyeran un obstáculo para ello. Don Pedro decidió instalar el campamento junto a una aldea llamada Anchilla, cuyo máximo dignatario, un rico comerciante griego que administraba hombres y haciendas en nombre del Emperador de Bizancio, les ofreció hospitalidad para que repusieran fuerzas antes de reemprender el camino hacia la costa. Don Pedro fue invitado a hospedarse en la casa de Aristo –así se llamaba el prohombre heleno–, disponiendo de toda clase de lujos y comodidades. La residencia del prócer, un verdadero palacio, estaba rodeada por un frondoso jardín de cipreses con un elegante estanque en el centro. Y aunque no pudiera decirse que fuera ostentosa, era indudable que destacaba por sus dimensiones y por su ornamentación sobre las restantes del pueblo. Don Pedro quedó sorprendido desde el primer momento por la amabilidad de su anfitrión y entendió que se trataba de una cortesía hacia lo que él representaba, una deferencia hacia los caballeros procedentes del occidente cristiano que desde hacía décadas dejaban su sangre en aquellas tierras para ayudar a sus hermanos en la lucha contra el Islam. Sin embargo, como no estaba acostumbrado a tanta distinción, se puso en alerta prevenido por su instinto. Aristo, que estaba casado con una joven y bella armenia de no más de veinte años, triplicaba con creces la edad de su mujer, y no era preciso disponer de una gran capacidad de observación para percibir su inclinación hacia los muchachos jóvenes. De hecho, a Pedro Arés le llamó la atención que, a excepción de Fedra, la esposa de Aristo, no hubiera otras mujeres en la casa, donde todos los sirvientes eran varones que no sobrepasarían los dieciocho años. El primer día, cuando llegó la hora de cenar, Fedra entró en su alcoba para comunicarle que su marido lo esperaba en el jardín porque deseaba que compartiera la mesa con ellos. Iba elegantemente vestida con una túnica blanca anudada a la cintura por un broche de piedras preciosas que dejaba al descubierto su hombro izquierdo, y calzaba unas elegantes sandalias con tacón que elevaban aún más su estatura y conferían a sus andares una gracia especial. Don Pedro se quedó mirándola ensimismado y Fedra le sonrió provocativamente, aunque 43
inmediatamente saliera de la habitación rogándole que la siguiera. En el jardín esperaba Aristo, también vestido con una túnica que le otorgaba un aspecto feminoide, sentado en un extremo de la gran mesa sobre la que se veían varias fuentes rebosantes de frutas. Fedra se sentó en el extremo contrario de su marido y a él le reservaron el centro de uno de los laterales a igual distancia de cada uno de ellos. Dos criados, que hasta ese momento habían permanecido a respetuosa distancia de la mesa, empezaron a servirles la comida, compuesta por toda clase de aves asadas, en cantidades tan enormes que a don Pedro se le antojaron excesivas para tan solo tres comensales, sobre todo teniendo en cuenta que Fedra apenas probaba bocado, aunque Aristo lo hiciera en demasía. El vino, de excelente calidad, entraba con facilidad y las lenguas, sobre todo la del dueño de la casa, empezaron a desatarse. –Aquí me veis, don Pedro, feliz con todo lo que me ha otorgado la vida, pero incapaz de tener un hijo a quién dejarle a mi muerte cuanto poseo – dijo Aristo, con los ojos enrojecidos y la voz estropajosa–. Y no es por culpa de mi amante esposa, sino por la mía, ya que, según los médicos, Dios nuestro Señor no ha querido concederme el don de la procreación. Y es algo que quisiera solucionar cuanto antes, porque deseo por encima de todo ver crecer a un vástago junto a mí antes de que me sorprenda la muerte. El templario se quedó de piedra, sin entender el exacto significado de aquella íntima confesión, ni mucho menos la intención que se ocultaba tras las palabras de su anfitrión. Miró a Fedra, a quien sorprendió con una de sus encantadoras sonrisas en los labios, y después a su marido, que en ese momento se levantaba de la mesa con andares vacilantes apoyándose torpemente en los hombros de los dos criados con intención de retirarse hacia el interior de la vivienda. –No entiendo lo que queréis decir –dijo don Pedro, al comprobar que su anfitrión se iba y lo dejaba con sus dudas–. ¿Podéis explicaros? –Estoy cansado y necesito dormir –contestó Aristo–. Pero Fedra tiene mi autorización para explicaros todo lo que le preguntéis. Cuando el dueño de la casa desapareció en el interior, Fedra se levantó de su silla y se sentó frente a don Pedro. Estaba encantadora 44
con los rizos que le caían sobre la frente y los destellos que la luz de las antorchas arrancaba a su inmaculada piel. Una vez más notó el impulso tentador de la sangre a través de sus venas y, aunque comprendió que algo inconfesable se estaba fraguando en aquella casa, se sintió sin fuerzas para oponerse a lo que fuera a suceder. Aquella voluptuosa silueta femenina que tenía frente a él alargó sus manos hasta sujetar las suyas y empezó a hablar en un tono de voz que parecía más un susurro que una conversación. –Mi marido desea que seáis vos el padre de su hijo. Él es incapaz de yacer con una mujer y por tanto jamás podrá engendrar el descendiente que desea. Don Pedro retiró sus manos de entre las de Fedra, se puso en pie, y lentamente se dirigió hacia el estanque en cuyas aguas transparentes se reflejaba la luz de la luna. Ella lo siguió en silencio y, cuando estuvo a su espalda, lo abrazó por detrás, ciñendo su cuerpo contra el suyo, acariciándolo sin recato hasta comprobar fehacientemente que aquel hombre no iba a ser capaz de renunciar a los placeres que ella le brindaba. Lo que vino a continuación fue tan rápido que a Pedro Arés le costaría más tarde recordar cada uno de los minutos que sucedieron al abrazo. Fedra se interpuso entre el templario y el estanque, y con un rápido movimiento de sus manos desabrochó la túnica y la dejó caer al suelo, mostrándose la completa desnudez de su esplendoroso cuerpo. Después, empezó a descender los escalones que paulatinamente penetraban en la alberca, hasta que el agua cubrió por entero su cuerpo, y nadó de espaldas hacia el otro extremo, sin perder de vista en ningún momento a su acompañante, que permanecía de pie junto al borde debatiéndose entre la tentación y el sagrado compromiso de castidad. En el piso de arriba se habían encendido unas luces que recortaban la silueta de su dueño entrelazada con la de los criados que lo habían acompañado hasta el dormitorio. La bella armenia salió del agua por donde había entrado, y mojada como estaba asió a Pedro Arés por la mano, le fue quitando sus ropas sin que éste ofreciera resistencia alguna y lo arrastró hacia un 45
rincón entre los cipreses, donde un lecho preparado de antemano les esperaba al aire libre de la noche. El templario se abandonó entre sus brazos hasta sentir que el placer inundaba por completo sus sentidos, ajeno ya al pecado y a sus consecuencias, tan sólo preocupado por dar rienda suelta a las pasiones reprimidas durante tanto tiempo. Arriba, en la casa, las luces habían desaparecido y sólo se oían unas risas apagadas que acompañaban las caricias que Aristo prodigaba a sus jóvenes criados. Y abajo, en el jardín, las dos figuras entrelazadas bajo los árboles sólo oían sus propias respiraciones entrecortadas, que al cabo cedieron para dar paso a un profundo silencio, únicamente interrumpido por el canto de las aves nocturnas. A partir de entonces, todos los días, siguiendo el ritual establecido, se repetían las escenas de la primera noche. Don Pedro se entregaba a los placeres prohibidos sin ser capaz de sentir el menor remordimiento por ello; la bella Fedra, consciente del objetivo que perseguía, ponía el mayor esmero en satisfacer las pasiones de su ocasional galán, procurando en cada momento recibir el mismo deleite que ella otorgaba a su amante; el rico Aristo, feliz ante la perspectiva de llegar pronto a convertirse en padre, disfrutaba de sus placeres predilectos sin trabas que se opusieran a ello, y los jóvenes criados cumplían con su cometido, esperando recibir a cambio los beneficios que su amo tuviera a bien otorgarles. Mientras tanto, en el campamento los días transcurrían lentamente. Pero, al cabo de unas semanas de inactividad, la lógica impaciencia de los viajeros por reanudar la marcha se convirtió en un clamor de protesta, que al principio don Gil, comandante de la tropa en ausencia de Pedro Arés, supo contener con habilidad. Hasta que un buen día se presentaron ante él los capitanes, exigiéndole que se acabara con aquella prolongada estancia en Anchilla no prevista en los planes iniciales. El lugarteniente, consciente de la razón que les animaba a formular aquella exigencia, se presentó en la casa de Aristo para transmitir la queja a su superior, y éste, incapaz de encontrar excusa alguna que le permitiera seguir junto a la joven armenia durante más tiempo, le ordenó que dispusiera todo lo necesario para proseguir inmediatamente la marcha hacia la costa. Hubiera querido renunciar a 46
todo y quedarse en Anchilla durante mucho más tiempo entregado a los placeres que le ofrecía la bella esposa de su anfitrión, pero sabía que tal cosa era del todo imposible.
Cuando Aristo supo que la expedición partiría al día siguiente, dispuso como las noches anteriores que se sirviera la cena en el jardín. La velada se inició como siempre con la cena, pero, cuando la conversación languidecía y el fantasma de la separación definitiva planeaba sobre las cabezas de los comensales, el bizantino, de repente, alzó su copa de plata y pidió a su esposa y a su invitado que se unieran al brindis para celebrar que por fin iba a ser padre. Pedro Arés, sorprendido por la noticia, miró a Fedra para observar su reacción, pero la esposa de Aristo, con la mirada clavada en su marido, se limitaba a su vez a levantar la copa, mientras una enigmática expresión le llenaba el rostro de satisfacción. –Me lo han confirmado esta misma mañana –dijo la bella armenia, con un rastro de rubor en las mejillas–. Mi marido y yo nos sentimos felices con la nueva. –Y agradecidos –añadió Aristo, mirando a su huésped a los ojos–. Nuestra vida, a partir de ahora, cambiará completamente. Fedra y yo al fin podremos ser del todo felices. Nuestras vidas tienen ahora proyección hacia el mañana. Cuando Aristo terminó de expresar el extraño agradecimiento, se levantó para retirarse a sus habitaciones y Fedra lo siguió sumisa, sin volver la cabeza hacia don Pedro en ningún momento. Quedaba así claro que las razones que la habían impulsado cada noche anterior a permanecer en el jardín cuando su esposo se alejaba habían desaparecido y que ya no había nada que la obligara a continuar sus interludios amorosos con el caballero latino. Don Pedro, cuando se quedó solo, dejó su asiento lentamente, se acercó al estanque y contempló por última vez la imagen entristecida de su rostro reflejada en las aguas transparentes. Después, encaminó sus pasos hacia el rincón del pequeño bosque en el que tantas noches había disfrutado del cuerpo de la bella Fedra y comprobó 47
con sorpresa que la cama, aquel lecho para el amor que los sirvientes preparaban cada noche, ya no estaba allí. Miró hacia la ventana del dormitorio de Aristo y vio que las luces permanecían apagadas, sin que se oyeran como otras noches las risas y los murmullos de los jóvenes mancebos. Volvió sus pasos hacia la casa, entró en ella, recogió sus escasas pertenencias, montó en el caballo que un sirviente sujetaba por las bridas y cabalgó veloz hacia el campamento donde sus hombres lo aguardaban ansiosos para proseguir el viaje hacia la costa. Dos semanas más tarde, después de atravesar las abruptas montañas que separaban Anchilla de la costa, divisaron el mar Egeo. El guía bizantino, que acompañaba a la expedición desde que partió de Jerusalén, se acercó hasta donde estaba don Pedro y le señaló el horizonte en el que se recortaba la silueta oscura de una gran isla. –Es Samos –dijo–. Ahora deberemos seguir por la costa hasta Esmirna. Llegaremos allí en una jornada. Pedro Arés arrastraba desde su salida de Anchilla tan inmensa tristeza en el alma que creía estar al borde de la enfermedad. Los fantasmas de un profundo remordimiento lo acosaban sin cesar, al mismo tiempo que la amargura por la pérdida de aquel amor prohibido lo oprimía sin dejarlo en paz en ningún momento. Reconocía haber pecado al no respetar el voto de castidad y creía que Dios lo había castigado haciéndole saber que iba a tener un hijo que jamás llegaría a conocer. El joven don Gil, que se había dado perfecta cuenta del estado de ánimo de su comandante, decidió abordarlo y preguntarle por las razones que lo habían llevado hasta aquel estado de postración. –Te conozco lo suficiente como para saber que algo grave te sucede. Me gustaría poder ayudarte, pero para ello necesito que me digas qué te pasa. Puedes confiar en mí. Don Pedro decidió desahogarse con su amigo y subordinado. Y entonces, con toda clase de detalles, le contó su estancia en la casa de Aristo, sin omitir ningún pormenor por muy escabrosos que pudieran parecer 48
éstos ante los ojos de su lugarteniente. Don Gil escuchó la historia con atención hasta el final, sin interrumpir el discurso en ningún momento, intentando comprender el verdadero alcance de aquella situación tan extraña; y, cuando hubo terminado de oírlo entero, decidió que tenía la obligación moral de dar su opinión. –Que has pecado, no se puede negar –dijo, meditando sus palabras–. En ese sentido sólo puedo decirte que Dios es misericordioso y sabrá perdonarte las debilidades de la carne. Al fin y al cabo, con ellas nos ha creado. Don Pedro quiso intervenir, pero su joven amigo se adelantó. –En cuanto a ese hijo que mencionas, será mejor que nunca más vuelvas a saber de él. Tu condición de fraile te niega el derecho a la paternidad. Olvídate por tanto de esta historia, que el tiempo, estoy seguro, borrará de tu memoria. Pedro Arés permaneció callado con la cara entre las manos. Las palabras de su amigo eran prudentes, y no tuvo más remedio que reconocer que le asistía toda la razón. Y, aunque estaba seguro que pasaría mucho tiempo antes de que lograra olvidar a la bella Fedra y al hijo que llevaba en sus entrañas, no podía hacer otra cosa que seguir el consejo de su joven lugarteniente y esperar a que el paso del tiempo cicatrizara las profundas heridas que la estancia en Anchilla había abierto en su corazón. Se había entregado a la lujuria sin pensar en las consecuencias, pero no podía decir que lo hubieran engañado, porque desde el primer momento supo cuál era el propósito que guiaba a sus anfitriones y no cabía por tanto hacerles reproche alguno. Se acercó a su amigo y lo abrazó estrechamente, mostrándole así su agradecimiento por tan comprensivas palabras. Esmirna era una gran ciudad que se encaramaba en las colinas que rodeaban su puerto. Sus calles, repletas de comercios de toda clase, estaban a cualquier hora inundadas por un gentío multirracial que entraba y salía de las tiendas guiado por el ansia de hacerse con las 49
preciadas mercancías que a diario llegaban a su puerto desde los cuatro puntos cardinales. Su condición de frontera natural entre Europa y Asia le otorgaba un carácter cosmopolita, únicamente comparable en aquellas latitudes con Bizancio, de la que sólo la separaban dos días de navegación. La caravana, una vez más, acampó fuera de las murallas de la ciudad, en esta ocasión junto a la de unos comerciantes venecianos que acababan de desembarcar y se dirigían hacia las costas del mar Negro con intención de establecerse en una colonia regida por compatriotas. Don Pedro conoció a su jefe, un tal Marini, hombre sumamente culto con el que congenió desde el primer día. Durante el tiempo que pasaron juntos en Esmirna, el veneciano le fue poniendo al corriente de la situación política que se vivía en Europa occidental, de la que al cabo de tantos años de permanecer en Tierra Santa el templario ignoraba casi todo. También trabó cierta amistad con un aragonés que viajaba con los venecianos, Alfonso Ramírez, que poco antes de partir hacia Oriente había estado combatiendo contra los moros por las Tierras Bajas de su país, en las campañas que el rey Alfonso II, hijo y sucesor del Conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, y de la reina de Aragón, doña Petronila, había emprendido para conquistar Teruel y Albarracín. Al parecer, el joven rey se había empeñado en extender su reino hacia el sur, y en sus belicosas correrías amenazaba las fronteras del reino musulmán de Valencia, a través del cual pretendía abrirse paso hasta el mar. Una noche, pocos días antes de partir en barco hacia Atenas, su nueva etapa, don Pedro y don Gil invitaron a cenar en su campamento a Marini y a Alfonso Ramírez. Como de costumbre, la mesa estaba situada frente a la tienda de los dos Templarios, sobre unos acantilados desde los que se podían ver a lo lejos las luces temblorosas de Esmirna. La brisa del mar aliviaba el calor del verano y las canciones de la soldadesca, tristes algunas y soeces la mayoría, amenizaban desde cierta distancia a los comensales. –Por lo que contáis, nuestro Rey don Alfonso ha decidido abandonar 50
sus intereses más allá de los Pirineos y ha vuelto su atención hacia los asuntos de la frontera sur –dijo don Pedro, satisfecho por lo que oía contar a su compatriota. –No es exactamente así –contestó el invitado–. Lo que ocurre es que el norte está asegurado y puesto a buen recaudo, y es al otro lado del Ebro donde se precisa pelear para afianzar y extender las fronteras del reino. Castilla está empeñada en la misma empresa, y no sería conveniente para los intereses de Aragón dejar exclusivamente en sus manos la lucha contra el moro. De ser así, los castellanos acabarían encerrando nuestro país por el sur, y eso sería el principio del fin de nuestro reino. Aquella noche supo don Pedro que Alfonso II apoyaba en las órdenes militares su empresa guerrera contra los musulmanes, y muy en particular, aunque no exclusivamente, en la del Temple. Alcañiz, la ciudad que bañaba el Guadalope, había sido puesta bajo la protección de la Orden de Calatrava, pero más al sur eran los del Temple quienes estaban recibiendo algunas Encomiendas como justa recompensa a su esfuerzo militar. El templario, que volvía a su patria sin saber muy bien las oportunidades que le aguardaban, pensó que lo que estaba oyendo bien podría suponer una ocasión para poner en práctica sus ansias, porque, por mucho que a veces considerara la posibilidad de retirarse a una existencia contemplativa en alguno de los numerosos conventos que la Orden tenía en Aragón, sabía que lo que verdaderamente le atraía de su condición de templario era la vida de soldado. Su mitad monje, de la que tantas veces renegaba, estaba forzada por las circunstancias. Y aunque con frecuencia consideraba la posibilidad de dejar los hábitos, sabía que por muchas razones ello le iba a resultar muy difícil, por no decir imposible. Sus crisis se sucedían sin cesar, pero casi siempre vencía la vocación guerrera que le había inculcado el Temple. Durante los días siguientes, don Pedro se dedicó a preparar todo lo concerniente a la larga travesía marinera que tenían por delante. En primer lugar, licenció a los acemileros y a los servidores sirios que habían viajado con ellos hasta Esmirna; después, despidió a las prostitutas, porque allí se acababa su compromiso con ellas –unas cuantas se enrolaron en 51
expediciones que partirían hacia todos los puntos cardinales, algunas decidieron permanecer en Esmirna para ejercer allí su profesión y cuatro solicitaron permiso para viajar con los aragoneses a su patria, acreditando haber pasado a la condición de mujeres exclusivas de otros tantos soldados, entre los que se encontraba don Sancho, el capitán más veterano de la expedición–, y, por último, dispuso que las carretas y las caballerías permanecieran de momento en la ciudad al cuidado de un pequeño grupo de hombres, para que más tarde se integraran en una nueva expedición que partiría hacia Jerusalén, también bajo el mando y protección de la Orden del Temple. Resuelto todo esto, acudió junto con su intendente a las oficinas de la naviera siciliana que la Orden había contratado para hacer la travesía. Allí, acreditó los pasajes extendidos por las autoridades de Jerusalén y acordó que zarparían al cabo de unos días en tres veleros que desde hacía unos días permanecían atracados en los muelles de Esmirna. Los poco más de trescientos hombres y mujeres que debían partir viajarían rumbo al puerto de El Pireo, para continuar después hacia Siracusa, en la isla de Sicilia. Y desde esta ciudad se dirigirían a Barcelona, su destino. Si todo sucedía como estaba previsto, en unas semanas estarían en su patria.
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Capítulo Tercero El castillo de La Puebla
III
Aquella oscura tarde de Octubre de 1610, un ujier del palacio del Virrey precedía a don Tomás Arés a lo largo del corredor. Cuando entraron en el despacho de donRamiro de Anglada, primer secretario de la Delegación Real ante las Cortes de Aragón, el ordenanza se retiró prudentemente. Durante unos segundos, que al caballero de La Puebla le parecieron siglos, el representante del gobierno central continuó revisando los papeles que tenía desplegados sobre la mesa, en apariencia ajeno por completo a la presencia de la persona que había hecho llamar. El recién llegado, dejándose llevar por su instinto, decidió permanecer en silencio hasta que su anfitrión se dignara dirigirle la palabra. Al fin y al cabo, él no había solicitado la audiencia, sino que, muy por el contrario, fue llamado por donRamiro con cierta premura para que compareciera ante su presencia, distrayéndole inoportunamente de sus ocupaciones cotidianas. Y aunque conocía muy bien las razones de aquellas urgencias, esperaba oírselas a quién ahora lo recibía, porque en función del discurso de éste así serían sus contestaciones. A pesar de la gruesa capa de invierno que cubría sus hombros, don Tomás notaba el frío que hacía en aquella enorme habitación, cuya chimenea, situada en un oscuro rincón apartado, permanecía apagada, algo insólito a finales de Octubre, sobre todo cuando sopla el Cierzo en Zaragoza. En la pared del fondo, detrás de la mesa del representante real, un retrato de Su Majestad el Rey donFelipe III presidía la escena; desde un lateral, y en tamaño algo más reducido que el anterior, aunque 55
enmarcado también en oropeles, le dirigía la mirada la figura del Duque de Lerma, todopoderoso Ministro de Su Majestad; sobre la mesa del despacho, un crucifijo, sin duda una talla de gran valor, imponía solemnemente su presencia, y a la izquierda, entre los dos ventanales con cristales emplomados que tamizaban la luz procedente del exterior, los pendones de Castilla y de Aragón, uno junto al otro, ponían la nota colorida que no podía faltar en ningún despacho oficial. La reacción del Secretario se hacía esperar, pero don Tomás estaba totalmente decidido a no ser él quién diera el primer paso, como muy posiblemente estuviera esperando su anfitrión. De pie, con el sombrero de alas anchas entre las manos, aguardaba paciente cualquier palabra, preparado como estaba para responder a las preguntas que se dignara dirigirle. La Corona quería imponer a la nobleza aragonesa el Decreto de Expulsión de los moriscos que se acababa de hacer público y los representantes reales se esforzaban en someter las voluntades rebeldes, que en aquellas tierras de Aragón eran muchas. Don Tomás Arés se había opuesto en público, desde el primer momento, a la iniciativa del Duque de Lerma, uniendo su voz a la de otros terratenientes del Bajo Aragón que querían mantener sobre sus tierras a los campesinos moriscos. En aquellas recónditas comarcas, su integración en la sociedad de los cristianos viejos era total, en contra de la opinión de las instancias oficiales, cuyos más preclaros representantes veían en esta minoría un aliado de los enemigos externos que amenazaban al Imperio. –Sea Vuestra Merced bienvenido a mi humilde oficina –dijo al fin don Ramiro, saliendo de su mutismo y dejando sobre la mesa los papeles que con tanto detenimiento había estado revisando hasta entonces. –Presento mis respetos a Vuestra Excelencia. –¿Cómo está el bueno de vuestro Corregidor, don Diego Alcones? Hace siglos que no sé nada de su persona. –Reponiéndose de su último constipado –contestó evasivamente Tomás Arés–. No hemos tenido últimamente muy buen tiempo por allí abajo. Don Diego era el actual Corregidor de la villa de La Puebla. Su nombramiento como Presidente del Concejo se había producido tiempo atrás a instancia de las Cortes de Aragón, con el visto bueno de los hombres del Duque de Lerma, que vigilaban los intereses del Valido 56
en Zaragoza. La Puebla no era más que un pequeño municipio, pero su estratégica situación, a medio camino entre la vega del Guadalope y los pueblos de las agrestes sierras que rodean Cantavieja, le confería una importancia política muy superior a la que le hubiera correspondido por el número de sus habitantes. La respuesta habría sido muy distinta si don Tomás hubiera querido entrar de lleno en la conversación que no tardaría en iniciarse. Porque don Diego Alcones era en las Tierras Bajas uno de los máximos defensores de la expulsión de los moriscos, cosa que don Ramiro de Anglada conocía muy bien. Pero el de La Puebla no estaba dispuesto a darle ventajas dialécticas a su interlocutor y prefería que las ideas fueran surgiendo en el momento oportuno. Don Ramiro le indicó que se sentara, mientras él mismo lo hacía en su sillón de cuero al otro lado de la mesa. Durante unos instantes pareció que dudaba por dónde proseguir la conversación, pero salvadas sus dudas fue directamente al asunto por el que había citado a don Tomás Arés. –Su Majestad el Rey firmó hace ya un tiempo el Decreto que regula la expulsión de los moriscos y el Duque de Lerma ha ordenado que no se retrase más el cumplimiento de tales directrices –dijo donRamiro, masticando cada una de sus palabras–. He hecho llamar a Vuestra Merced porque me llegan insistentes rumores de que se opone abiertamente a los designios reales. –Excelencia –contestó Tomás Arés–, nadie, ni tan siquiera el Rey, dicho sea con el debido respeto, puede ignorar los Fueros de Aragón, por lo que habrá que esperar a que nuestras Cortes ratifiquen el Decreto. Cuando éstas se pronuncien, si es que lo llegan a aceptar, lo acataré como un buen súbdito; pero mientras tanto prefiero defender lo que la razón me dicta, porque en mi opinión, que es también la de muchos otros nobles aragoneses, estamos ante una decisión mal aconsejada, eso sin entrar en consideraciones morales de mayor calado. –¡No hable Vuestra Merced de moral, se lo suplico! –contestó don Ramiro, con un atisbo de ira en la mirada–. ¡La Santa Inquisición apoya la política real sin fisuras de ninguna clase! ¡Lo inmoral sería oponerse a los mandatos de la Iglesia! Don Tomás había hecho una alusión a la moral para tantear 57
los fundamentos en los que su interlocutor iba a basar la defensa del Decreto, pero enseguida comprendió que para amparar sus tesis necesitaba apoyarse en consideraciones más terrenales. Por eso, sin dudarlo un instante, cambió de argumentación y le recordó que los moriscos, cuyo número según algunos rozaba el medio millón en toda España, constituían la base del campesinado en muchas regiones, por lo que su desaparición repentina provocaría el hundimiento de las rentas agrarias en las tierras donde trabajaban. –De acuerdo –contestó Tomás–. No hablemos de moral, pero hagámoslo de economía. ¿De qué forma pretende el Presidente del Consejo de Estado, Su Excelencia el Duque de Lerma, proseguir la guerra en Flandes cuando se acabe la tregua con las Provincias Unidas de Holanda? ¿Acaso cree que podrá continuar con el mismo nivel de recaudación de impuestos cuando Aragón, Cataluña y Valencia sufran las consecuencias de quedarse sin mano de obra en el campo y la producción disminuya? Sabido es que sin fondos suficientes no se pueden sostener las guerras. Don Ramiro se quitó los anteojos de la cara, miró fijamente a su interlocutor y por un momento pareció que los argumentos de Tomás Arés le habían causado algún efecto. Pero pronto, consciente de que su silencio se podría interpretar como una consecuencia de la duda, prosiguió su discurso. –Vuestra Merced magnifica los efectos negativos de la expulsión – dijo, mientras consultaba un documento que tenía sobre la mesa–. Los moriscos serán muy pronto sustituidos por los excedentes de mano de obra de otras regiones, y los males que ahora augura no sólo no se cumplirán sino que el rendimiento de nuestros campos aumentará significativamente. Puede estar seguro de ello. Tomás Arés se dio cuenta de que aquella discusión no tenía sentido alguno, ya que se trataba de dos posiciones encontradas que contaban ambas con sólidos argumentos para su defensa. Los partidarios de la expulsión invocaban la cohesión religiosa interna, que a su juicio evitaría un sinfín de problemas en el futuro, y obviaban las consecuencias 58
económicas que argüían sus detractores; y los enemigos del Decreto anteponían éstas, ignorando por completo las acusaciones de traición que se achacaba a los moriscos. Por eso, llegado a ese punto, prefirió zanjar la discusión cuanto antes. Pero quería saber a qué atenerse en el futuro. –Excelencia –dijo, mirando fijamente a los ojos de su interlocutor–, ¿qué se espera de mí? –Simplemente, que Vuestra Merced acate el Decreto y procure que se acepte en su entorno. En definitiva, que colabore con la Corona. –He tratado de explicar a Su Excelencia que lo haré sin condiciones si las Cortes de Aragón así lo deciden –añadió–. Mientras tanto, permítaseme que continúe defendiendo mis convicciones. Me amparan los Fueros de Aragón. Unas horas más tarde, el coche de postas que llevaba a don Tomás de regreso a casa había dejado atrás el pueblo de Híjar y ascendía lentamente siguiendo el curso del río Martín. Se hacía de noche, y el noble aragonés sabía que tendría que pernoctar en Alcorisa antes de reemprender al día siguiente la marcha hacia La Puebla. No le importaba demasiado aquella obligada parada, porque aprovecharía para hablar con su buen amigo Francisco Cortés y así ponerlo al corriente de su tensa entrevista en Zaragoza. Sabía que éste se oponía con terquedad mal disimulada a la expulsión de los moriscos, entre otras razones por temor a perder una mano de obra cuya desaparición podría dejarlo en la ruina, inquietud generalizada entre los terratenientes de aquellas comarcas. Sin embargo, en Tomás Arés prevalecía sobre cualquier otra consideración el instinto protector sobre unas gentes que durante tantos años habían servido a su familia con absoluta fidelidad, sin que la supuesta práctica secreta de sus ritos religiosos hubiera sido nunca un obstáculo serio para la convivencia. La simple idea de verlos partir hacia el exilio algún día no muy lejano le encogía el corazón. –Debo reconocer que has sido muy valiente expresándole a don Ramiro Anglada tu punto de vista sobre este lamentable asunto –dijo Francisco Cortés, mientras cenaban juntos en la Posada Real de Alcorisa. 59
–Me protegen los Fueros. Pero me temo que no haya sido más que una bravuconada por mi parte, porque todos sabemos que Las Cortes de Aragón no se opondrán al Decreto. El de Lerma cuenta en Zaragoza con muchos amigos. –¿Qué piensas hacer cuando suceda lo inevitable? –He empeñado mi palabra. Trataré de proteger los intereses de mi gente lo mejor que pueda, pero no estoy dispuesto a situarme fuera de la ley. –Sin embargo, algo deberíamos hacer –insistió Francisco Cortés–. Incluso recurrir a la fuerza si fuera necesario. Estamos muy lejos de Madrid para que los tentáculos del Duque lleguen hasta nosotros. Esto es Aragón y no Castilla. –Lo que propones es una locura. Madrid está lejos de aquí, pero Zaragoza tan solo a una jornada escasa. Nos aplastarían como a gusanos. Olvídate de semejante insensatez si no quieres acabar en la horca o en la hoguera, porque no conviene olvidar que la Inquisición defiende la disposición real sin ambages. Los dos amigos continuaron un buen rato alrededor de la mesa debatiendo aquel asunto que tanto les preocupaba, aunque cierto era que por razones distintas. Francisco Cortés insistía en que el cumplimiento del Decreto suponía la ruina para los terratenientes que empleaban a los moriscos en sus haciendas y Tomás Arés, que no podía olvidar a su adorada Tarina, que ahora estaría aguardándolo en casa, reiteraba sus sentimientos hacia aquellas gentes, aunque horas antes, frente a don Ramiro de Anglada, hubiera apelado a razones estrictamente económicas para no entrar en disquisiciones religiosas, tan peligrosas en los tiempos que corrían. A media mañana del siguiente día, el coche de tiro que conducía a don Tomás Arés entró en la Casa de Postas de La Puebla tras remontar 60
las empinadas cuestas que escalan la Atalaya por el norte y atraviesan la estrecha garganta de entrada al pueblo, oquedad natural que parecía hecha a medida del tamaño de los carruajes. Cruzada ésta, se divisaba la extensa vega del río Guadalope, cuyas riberas jalonadas de chopos se podían contemplar en la distancia. Las masías diseminadas por el valle destacaban entre las cuidadas huertas, y los extensos pinares interrumpían de vez en cuando los campos de labranza para teñir de verde oscuro el paisaje. Tomás, cuando veía aquel espectáculo que le ofrecía gratuitamente la naturaleza, sentía un nudo en la garganta, una fuerte emoción que lo transformaba y le traía sabores de nostalgia, un sentimiento que fluía por la sangre y que tenía su causa en las raíces que lo unían a la tierra que ahora pisaba. Omar Embed, su fiel caballerizo, estaba esperándolo junto a la Casa de Postas, sujetando por las bridas a Trotón bajo la exigua sombra de unas higueras que crecían junto al camino. El morisco llevaba allí algún rato aguardando para que Tomás pudiera cabalgar en su caballo hasta la casa familiar, situada al otro lado de La Puebla, más allá de las murallas de Poniente. Sobre las grises peñas que protegen el pueblo por el norte, se divisaba la mole del castillo, en otros tiempos ocupado por los caballeros del Temple pero ahora abandonado y en lamentable estado de conservación. Tomás distinguió sobre sus derruidas murallas las dos grúas de madera que había ordenado instalar para emprender algunas obras, ya que había conseguido que el Concejo de La Puebla le concediera su usufructo a cambio del compromiso por su parte de reconstruirlo. Y aunque sabía que tal empresa estaba más cerca de la locura que de la cordura, se había empeñado en ella convencido de que sería capaz de lograr su propósito aunque tuviera que emplear toda su vida en ello. don Tomás dirigió su cabalgadura a través de las calles de La Puebla, atravesó la Plaza de la Iglesia, pasó junto al Ayuntamiento, dejó atrás los nuevos lavaderos y salió del pueblo por la Puerta de Poniente para dirigirse a su casa, cuyo porte se distinguía a lo lejos entre los huertos que la rodeaban. Había mandado construir aquella mansión de tres plantas con la intención de poder vivir más cerca de sus fincas, y se había trasladado a ella dejando la que hasta muy poco antes había sido su 61
residencia en el centro del pueblo. Porque desde que enviudó no podía soportar la vida cotidiana entre las paredes que habían constituido el escenario de su vida hasta entonces, tan feliz durante algunos años y tan desgraciada mientras transcurrió la penosa enfermedad de su esposa. Por eso, en un intento de evadirse de los fantasmas del pasado, con el pretexto de que necesitaba vivir junto a las labores del campo, decidió construir una casa que lo alejara de las vivencias anteriores y lo ayudara a emprender el camino del futuro, dejando atrás el luctuoso trauma que le había supuesto la muerte prematura de su mujer, fallecida antes de cumplir los veinticinco años de edad, sin haber podido darle un hijo. Cuando entró en el zaguán y dejó nuevamente el caballo en manos de Omar, que desde la Casa de Postas lo había seguido en el suyo a corta distancia, vio a contraluz la silueta de la joven Tarina bajo la puerta de acceso a la gran sala del piso de abajo. Un sentimiento de tristeza y amargura se apoderó de él cuando recordó la reunión de Zaragoza, en la que había quedado de manifiesto la inminente expulsión de los moriscos. Tarina pertenecía a una de las familias de esa etnia que desde tiempo inmemorial habían estado al servicio de los Arés, y desde hacía unos meses se había convertido en su amante. Aquella situación, de la que nadie hablaba en público por discreción, le obligaba a una extremada prudencia, no sólo por su evidente ilicitud, sino también por tratarse de una relación entre cristiano viejo y morisca de dudosas prácticas y creencias religiosas, espinoso asunto que nunca habían dejado de estar bajo la vigilancia de la Inquisición. Durante algunos años Tomás había permanecido fiel a la memoria de su esposa; pero, sea porque la soledad se le clavaba en el alma como una daga afilada o porque fuera incapaz de resistir las tentaciones de la carne que merodeaban alrededor de su todavía joven naturaleza, no tardó en rendirse a la evidencia de que no estaba hecho para vivir alejado de las caricias de una mujer. Y como hacía bastante tiempo que no frecuentaba ambientes donde pudiera coincidir con damas de su entorno social, había elegido para mitigar su profundo desajuste emocional a su joven criada, casi una niña, una bella muchacha que en plena evolución de sus atractivos femeninos había aparecido de repente ante él como una encantadora visión, porque hasta entonces, a pesar de la cotidiana proximidad entre los dos, le había pasado desapercibida. 62
Aquella noche, bajo las sábanas que compartían, Tomás Arés le habló a Tarina de la dramática tormenta política que se avecinaba, contra la que nada se podía hacer; y ella, con los ojos inundados de lágrimas, cobijada bajo el abrazo protector de Tomás, sólo fue capaz de responder que lo único que la entristecía de aquel drama era la obligada separación entre ellos que sobrevendría inexorablemente. Los días siguientes transcurrieron lentamente. Se había extendido la voz de que en Aragón no tendría efecto el Decreto de Expulsión, y tanto cristianos como moriscos parecían vivir ajenos a sus posibles consecuencias. Pero Tomás Arés era consciente de la realidad de la situación, puesto que estaba seguro de que las Cortes de Aragón se pronunciarían a favor de los designios reales, y lo único que esperaba en esos momentos era que se definiesen de una vez las normas que habrían de regir la definitiva selección de los que tendrían que abandonar el Reino y, por tanto, de los que podrían permanecer en él. Aquella incertidumbre era todavía más cruel que la seguridad de que el momento de la marcha no tardaría en llegar, aunque Tomás y Tarina, en un voluntarioso intento de evadir la realidad, prefirieran creer que la excepción protegería su futuro. Una tarde, la joven morisca le dijo a Tomás que ella nunca había participado en los secretos ritos musulmanes que practicaban algunos miembros de su pueblo, por lo que, por su parte, no existía inconveniente alguno para profesar la doctrina de los cristianos. Él se quedó mirándola, sabiendo que no era la única persona que en aquella situación se estaba planteando cambiar de actitud religiosa, trueque que por supuesto no doblegaba la voluntad de las autoridades, desconfiadas de las conversiones por conveniencia. Pero de repente sus pensamientos lo llevaron más allá de lo que significaba que Tarina simplemente se convirtiera al cristianismo y llegó a la conclusión de que si contraían matrimonio canónico, educaban a sus hijos como fieles seguidores de las doctrinas de Jesucristo y practicaban juntos la religión cristiana, nadie podría obligarla a abandonar aquellas tierras. Aquel mismo día, después de cenar, se acercó a la iglesia del pueblo para hablar con Mosén Joaquín, su confesor desde hacía muchos años. El anciano sacerdote lo recibió, no sin sorpresa por lo intempestivo de la hora, y cuando le oyó contar sus cuitas se quedó pensativo, acariciándose el mentón con la mano derecha, mientras que con la 63
izquierda manoseaba el viejo crucifijo de madera que llevaba colgado sobre el pecho. Al cabo de unos segundos de profunda reflexión, que a Tomás le parecieron siglos, miró a éste y le dijo que en su opinión todo dependía de la sinceridad que hubiera en la actitud de Tarina, ya que la expulsión de los moriscos no debería afectar en modo alguno a los verdaderos conversos, aunque le advirtió de que tendría que vencer serios obstáculos ya que las autoridades religiosas estaban escarmentadas de tanta falsedad como existía. –¿Has oído hablar de Juan Ribera, el arzobispo de Valencia? – dijo el cura, levantándose lentamente de su silla–. Está en contra de la expulsión de los moriscos y ha emprendido una fuerte campaña de catequización entre ellos para evitar esta tragedia a todos los que pueda. Te sugiero que acudas allí y te pongas en contacto con su gente, para que sean ellos quienes os casen de acuerdo con lo que ordena la Santa Madre Iglesia. Ya sé que estarás pensando que por qué no lo hago yo aquí mismo, en La Puebla; pero no puedo, porque necesitaría el consentimiento de la Diócesis y sé que allí no me lo iban a otorgar con facilidad. Dos días más tarde, Tomás Arés partió en un carruaje de su propiedad que había ordenado preparar para la ocasión y se dirigió hacia la costa por la tortuosa carretera que sigue las márgenes del río Bergantes en dirección a Morella. Con él iban Tarina y Omar, éste último con las manos en las bridas de los dos caballos que arrastraban el pesado carro. En Zorita, donde hicieron un alto para abrevar las bestias, se encontraron con unos moriscos que también se dirigían a Valencia atraídos por la noticia de que en aquella región los afectados por la expulsión se proponían resistir por la fuerza las presiones de la Corona, al parecer bajo el caudillaje de un tal Turigi. Tomás se acordó de Francisco Cortés, y al principio relacionó la actitud beligerante que había mostrado durante la cena en Alcorisa con las noticias que le daban aquellos hombres. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que la sublevación valenciana nada tenía que ver con la belicosidad que mostraban algunos nobles aragoneses, porque hasta ahora éstos nunca habían pretendido ponerse al frente de los moriscos, sino sólo defender con los medios a su alcance su permanencia en las tierras que les pertenecían. 64
Al anochecer llegaron a Morella y se dirigieron por una de las pronunciadas cuestas que rodean la ciudad hacia la Puerta de San Mateo, el único acceso que a esas horas permanecía aún abierto. Al cabo de un rato de callejear por las estrechas calles, distinguieron unas antorchas encendidas que a modo de reclamo flanqueaban el portalón que daba entrada a un gran patio con cuadras y abrevadero. Era la Venta del Gran Maestre, un establecimiento muy conocido donde Tomás había pasado la noche en otras ocasiones. Omar, pendiente como siempre de sus obligaciones, se encargó de llevar los animales a las caballerizas, mientras Tomás y Tarina se dirigían al comedor y encargaban que les sirvieran la cena, no sin antes haber reservado habitación. El mesonero, un hombre entrado en carnes y de ademanes groseros, se había quedado mirando descaradamente a Tarina como sopesando la presencia de aquella bella mujer en el establecimiento que regía, situación poco corriente en su posada, más apta para hombres de cualquier condición, con tal de que su bolsa contuviera una buena cantidad de maravedíes, que para frágiles damas, por mucho que éstas estuvieran acompañadas de nobles señores, como parecía ser el caso. A Tomás, la actitud del obeso y sudoroso dueño del lugar le llamó la atención, pero decidió que era mejor no darse por enterado. Después de la cena, Tomás y Tarina, tras preocuparse de que a Omar no le faltara comida y cama, subieron a la habitación que les habían asignado. Y cuando el sueño empezaba a oscurecer sus mentes, unos estruendosos golpes en la puerta de la alcoba los despertó, obligando a Tomás a empuñar su espada dispuesto a defenderse, aunque no supiera exactamente contra quién. –¡Abrid inmediatamente a los soldados de Su Majestad! –dijo una voz potente, al otro lado de la puerta–. ¡Abrid en nombre de la ley! A Tomás se le heló la sangre al oír los gritos y pensó que debía tratarse de un error. Pero como la prudencia le aconsejaba no prolongar el equívoco por más tiempo decidió identificarse y abrir la puerta. No eran aquellos tiempos los más adecuados para enfrentarse a las milicias encargadas de mantener el orden, compuestas en gran parte por rudos veteranos de las guerras de Flandes. No quería provocarles y correr así el riesgo de que sus arcabuces acabaran allí mismo con sus vidas. –Soy Tomás Arés, vecino de La Puebla. Aguardad un instante y 65
abriré la puerta. Me acompaña una dama que antes ha de vestirse. Cuando el capitán de alabarderos entró en la habitación, Tomás y Tarina habían tenido el tiempo justo para cubrir sus cuerpos semidesnudos con sus ropas de viaje. Al otro lado de la puerta, en el pasillo, dos soldados tocados con chambergos a la usanza de los Tercios de Flandes cerraban la salida, y tras ellos asomaba la oronda figura del dueño de la posada. La situación, pensó Tomás, estaba clara. Aquel individuo los había denunciado por alguna razón que ignoraba, y ahora se vería obligado a dar un sinfín de explicaciones comprometidas. El capitán, un hombre de corta estatura que lucía un monumental mostacho, recorrió la habitación con la mirada como si buscara algo que no encontraba. –Muéstreme Vuestra Merced sus credenciales. –Ésta es mi Carta de Ciudadanía, expedida como se puede ver por el Concejo de La Puebla –contestó Tomás, mientras le entregaba un documento al capitán–. La señora pertenece a mi servidumbre y yo respondo de ella. –¿Morisca acaso? –Así es. Pero cristiana como yo. –¿Y hacia donde se dirige Vuestra Merced? –A Valencia. Llevo una carta de presentación, firmada por el Párroco de La Puebla, para entregar a don Juan Ribera, Arzobispo de aquella ciudad –dijo Tomás, mostrándole el documento. El capitán pareció dudar ante la contundencia de las pruebas que se le mostraban. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejar de cumplir con su misión, que no era otra que la de impedir el paso de moriscos hacia las costas valencianas. Las autoridades habían decidido cortar el movimiento incontrolado de gentes que se estaba produciendo en los últimos meses, para evitar así que fueran a engrosar las filas de los rebeldes que capitaneaba Turigi. –No puedo permitir que Vuestra Merced continúe su viaje más allá de Morella –dijo el jefe del piquete, devolviendo a Tomás sus documentos–. De hecho, debería arrestar a esta mujer, pero dadas las credenciales que me ha mostrado permitiré que ella lo acompañe en el viaje de regreso. Y no pretenda desobedecer mis órdenes, porque si reincide en el intento de continuar hacia Valencia tendré que apresarlos a los dos. 66
Tomás miró por encima de los hombros del oficial de alabarderos al seboso mesonero, que desde el corredor contemplaba la escena con regocijo mal disimulado. Era evidente que gran parte de la población cristiana estaba a favor de la expulsión de los moriscos y colaboraba activamente con el sistema de vigilancia que las autoridades habían puesto en marcha. Pensó que, de la misma forma que aquel hombre los había denunciado, si intentaba burlar los numerosos controles, que posiblemente encontraría más adelante, aparecerían nuevos delatores que harían muy difícil que llegaran sanos y salvos a Valencia. Cuando esa misma mañana regresaban a La Puebla, poco antes de llegar a Zorita, se encontraron nuevamente con el grupo de moriscos que habían visto el día anterior, pero esta vez rodeados por soldados a caballo fuertemente armados que los conducían arrestados hacia Morella. Tomás Arés se dirigió al que parecía mandar el piquete y le preguntó abiertamente por la suerte de aquellos desgraciados, que con aspecto lastimero arrastraban sus pobres pertenencias sobre unas cuantas carretas tiradas por famélicas mulas. –Viajaban hacia Valencia y los hemos detenido en Zorita. Tenemos órdenes de detener a cuantos moriscos se dirijan a Levante, porque la sublevación se ha extendido como la pólvora por toda la región. Tomás, Tarina y Omar continuaron bajando por la orilla del río Bergantes hacia Aguaviva, para luego ascender siguiendo el curso del Guadalope en dirección a La Puebla. Omar conducía el tiro de caballos en silencio, circunspecto y con una expresión de profunda tristeza en el rostro. Las escenas vividas durante las últimas horas le habían puesto de manifiesto que tarde o temprano correría la misma suerte que el resto de los moriscos, porque había sido testigo de la impotencia de su señor ante una situación que posiblemente lo desbordaba. Hasta ese día había abrigado la esperanza de que su amo contara con suficiente fuerza para salvar a su gente de aquel atropello, pero ahora comprendía que la decisión de los que habían determinado tamaña barbaridad era inapelable. Detrás, en el interior del carruaje, Tarina sollozaba en silencio, amargamente, arrebujada en unas mantas de viaje incapaces de protegerla del intenso frío. Y, junto a ella, Tomás no encontraba las palabras de consuelo que hubieran sido necesarias para librarla de su inmenso desasosiego. 67
Al día siguiente, Tomás Arés decidió hablar con don Diego Alcones, aun a sabiendas de que poco podría conseguir de él, ya que el Corregidor de La Puebla no solamente había tomado partido a favor de la expulsión de los moriscos, sino que además le profesaba una evidente animadversión heredada sin duda de la que sus respectivos padres se dedicaron durante su vida. Viejas rencillas motivadas por asuntos relativos a sus haciendas, muchas de ellas colindantes, los habían enfrentado en más de una ocasión, convirtiendo a las dos familias en enemigas irreconciliables, aunque las buenas maneras a que obligaba su condición de nobles les impidiera perder la compostura. A pesar de todo, en esta ocasión Tomás Arés se propuso exponer al Corregidor sus cuitas amorosas y recabar ayuda, que dada su posición podría ser definitiva. Sabía que se exponía a la humillación, pero si con ello lograba que Tarina permaneciera junto a él bien merecería la pena pagar ese tributo. Cuando entró en su gabinete, lo encontró sentado tras la enorme mesa de roble despachando algún asunto oficial con un alguacil. Pero, en cuanto se acercó a él, don Diego se puso en pie, le estrechó la mano con aparente cordialidad y le indicó que se sentara. Acto seguido, despidió a su ayudante con un ligero gesto de cabeza y los dos nobles se quedaron a solas, el uno frente al otro. –¿Qué te trae por aquí? –dijo el Corregidor, ensayando una sonrisa–. Me han informado de tu reciente viaje. –Así es –contestó, convencido de que el Corregidor se refería a su reciente visita a Zaragoza–. Me hizo llamar don Ramiro de Anglada para cambiar impresiones conmigo. –No me refería a ese viaje, del que por cierto también me han hablado, sino a una rápida y corta escapada a Morella. Tomás encajó el golpe, o mejor dicho los golpes. Don Diego le estaba poniendo de manifiesto que sabía más sobre sus andanzas ante el Primer Secretario del Virrey de lo que hubiera podido imaginar y le advertía además que conocía perfectamente su abortado viaje a Valencia. Pero Tomás Arés no estaba dispuesto a amilanarse y decidió recoger el guante. –De eso quería hablarte –contestó, dispuesto a llegar al fondo de la cuestión que lo había llevado hasta allí–. Intentaba ir a Valencia con un propósito concreto, pero unos soldados de Su Majestad me obligaron a desistir y tuve que desandar lo andado. 68
–¿Puedo preguntarte la razón de ese viaje? –Pretendía que el Arzobispo de Valencia me casara con Tarina. –¿Casarte con tu sirvienta? –Hace tiempo que dejó de ser mi sirvienta para convertirse en mi amante. Estoy seguro de que lo sabes. Don Diego se puso de pie y se acerco lentamente a la gran estufa de leña que, semioculta en una esquina, intentaba calentar la estancia. Con las manos extendidas sobre el fuego, miraba las llamas que se veían a través de una pequeña abertura. La luz intermitente que despedía la fogata le iluminaba la cara, confiriéndole un color rojizo que a Tomás se le antojó satánico. Había llegado demasiado lejos en su confesión y ahora no podía retroceder, por lo que esperaba ansioso la reacción del otro para de esa forma conducir la conversación por el terreno que más conviniera a sus intereses. Era consciente de que al solicitar la ayuda de aquel hombre dejaba a un lado su amor propio, y ahora temía que sobre esta humillación se acumularan nuevas afrentas. Amaba a Tarina hasta haber llegado a ese punto, pero temía no ser capaz de proseguir en la línea emprendida. –¿De verdad pretendes que te ayude a lograr tus intenciones? –dijo donDiego, volviendo la cabeza hacia él. –Lo pretendo. Durante unos instantes se produjo un tenso silencio, sólo roto por el crepitar de las llamas y acaso por los fuertes latidos del corazón de Tomás, que amenazaba con salírsele del pecho. –Podría hacerlo, es cierto –añadió muy lentamente, dirigiéndose de nuevo a su asiento–. Pero antes necesitaría saber cuál va a ser de ahora en adelante tu actitud con respecto al preocupante problema que algunos están causando al Rey con su terca actitud. Tomás Arés se quedó callado, intuyendo que su interlocutor estaba entrando abiertamente en el chantaje, la peor situación a la que se podía llegar con aquel individuo. No había que ser excesivamente sagaz para comprender que don Diego le iba a exigir, a cambio de su intermediación, que colaborara con los que defendían el Decreto de Expulsión. Por un momento pensó negarse abiertamente y abandonar aquella sala por donde había entrado, pero sabía que si hacía esto no solamente sería imposible defender la causa de aquellos pobres 69
desgraciados, sino que además perdería a Tarina para siempre. –Mi posición sobre este asunto es bien conocida por ti –empezó a decir, eligiendo cuidadosamente cada una de sus palabras–. Sostengo que se debe esperar a conocer la decisión de las Cortes de Aragón, que no tardará en llegar. –Ese es el tema –contestó rápido don Diego–. Las Cortes, como no puedes ignorar, están divididas en dos bandos que defienden posiciones antagónicas. Es precisamente por ello por lo que es necesario que seamos muchos quienes apoyemos la expulsión inmediata, lo que indudablemente contribuirá a que la balanza se incline a favor del gobierno de Madrid, que al fin y al cabo es el del Reino entero. –No deberíamos olvidar los Fueros de Aragón. Es la garantía del respeto a nuestra singularidad dentro del Reino. Renunciar a ellos es renunciar a nuestra Historia. –Los Fueros son una antigualla legal, producto de otros tiempos, que tarde o temprano desaparecerán –respondió con rapidez el Corregidor–. Pero ciñámonos ahora a la cuestión que nos ocupa y no entremos en disquisiciones legales. Estoy dispuesto a recomendar tu casamiento con la morisca a quién sea menester, a cambio de que des apoyo a mis tesis. Tu prestigio como miembro de una conocida familia del Bajo Aragón, unido a mi autoridad de Corregidor, no encontraría resistencia alguna. Tomás Arés se debatía en una lucha interna de colosales dimensiones, en un debate moral sin solución aparente. Aquel hombre había hablado con absoluta claridad y no había dejado lugar donde cupieran soluciones intermedias. Si aceptaba sus condiciones, Tarina seguiría junto a él el resto de su vida. De lo contrario, posiblemente su amante tendría que abandonar la tierra de sus antepasados con el resto de los moriscos, sin que él nada pudiera hacer por evitarlo. El planteamiento que le hacía don Diego era cruel, pero transparente, y no admitía ambigüedades en la respuesta. Realmente estaba entre la espada y la pared, la peor de las posiciones en el arte de la esgrima al que tan aficionado era. –Permíteme al menos que permanezca neutral en esta disputa –dijo a media voz, dándose en parte por vencido–. Me unen a esa gente muchos lazos sentimentales, por lo que para mí no es fácil aceptar tus 70
condiciones. Me desgarraría el alma verlos partir hacia el exilio sin hacer nada por evitarlo. –No hay que dramatizar, amigo Tomás. Esa gente podrá llevarse cuantas cosas posea y se les garantizará el justo precio cuando vendan sus inmuebles. Al otro lado del mar les esperan sus verdaderos hermanos, con los que debieron partir cuando hace años se les brindó la oportunidad para ello. Ahora son un lastre para nuestro Reino, constituyen una rémora para el progreso de nuestra sociedad y es preciso tomar una drástica solución si es que queremos preservar la buena salud de nuestra comunidad. La seguridad del Reino así nos lo exige. –¡No has contestado a mi petición! –dijo Tomás Arés–. ¡Hazlo, te lo suplico! –Está bien, contestaré sin rodeos. No es pasividad ante el problema lo que exijo de ti, sino actitud decidida de apoyo a las tesis oficiales. Pero... voy a ser condescendiente. Permanece de momento al margen de la disputa, no defiendas en ningún caso la causa de esa gente y apoyaré sin reservas tu proyecto de boda con la morisca. Pero necesito tu palabra de honor. Tomás Arés volvió a permanecer en silencio, tratando de encontrar la mejor respuesta. Sabía que, de aceptar la propuesta de don Diego, dejaría en el mayor de los desamparos a los más de cien moriscos que trabajaban para él en sus masías. Conseguiría, eso sí, que Tarina permaneciera junto a él, pero condenaría a todos los demás al destierro. Aquella gente, tan aragonesa como él, tan enamorada de su tierra como lo pudiera estar el más patriota de sus conciudadanos, tendría que abandonarlo todo, a pesar de que alguna de esas familias llevara más tiempo allí que muchos de los llamados cristianos viejos, estos últimos llegados más tarde, en tiempos de la reconquista del Bajo Aragón, desde otras tierras peninsulares o incluso desde más allá de los Pirineos. La injusticia que se iba a cometer era inmensa, pero él nada podía hacer por evitarlo si es que quería defender que Tarina continuara junto a él. –Sé lo que estás pensando –dijo don Diego, obligándolo a salir de sus íntimas elucubraciones–. Pero, para tomar una decisión a favor de mi propuesta, debería bastarte saber que hagas lo que hagas los planes del Duque de Lerma seguirán adelante, porque es muy fuerte la convicción que nos anima a los que estamos con él en este empeño. 71
–Ten por seguro que no me consuela tal circunstancia –contestó Tomás Arés–. Defender mis convicciones es lo que hasta ahora me ha exigido el honor. –Déjate de sentimentalismos y piensa con sensatez –añadió el Corregidor–. Esas gentes sobrevivirán a la expulsión y nosotros habremos salvado a nuestro país de la insidia y la traición. Resistirse a la presión era inútil y, por tanto, Tomás Arés decidió aceptar las condiciones que le imponía don Diego. Tendría que hacer de tripas corazón, pensó, mirar hacia otra parte e ignorar el contumaz atropello que la Corona se proponía ejercer sobre aquellas gentes. Tranquilizaría como pudiera su conciencia y viviría el resto de su vida con la bella Tarina, de la que se había enamorado tan profundamente que no podía prescindir de su presencia. La convertiría en su esposa legítima y tendría al fin la descendencia que permitiera que continuara la estirpe de los Arés sobre aquellas tierras. –Tienes mi palabra de honor de que no haré nada que perjudique los planes de la Corona –dijo al fin, poniéndose de pie–. Cumple tú la tuya. –Así lo haré, no tengas la menor duda. Cuando Tomás Arés descendió por la escalera que conducía al atrio porticado de la Casa Consistorial, sintió que un frío intenso le calaba hasta los huesos. Un viento helado que soplaba desde el oeste bajaba por la cuesta de San Roque, aquella pronunciada ronda en la que, en otros tiempos ya lejanos, se asentaba la muralla sur de la villa, sobre cuyos restos discurría ahora el camino empedrado que unía la parte baja del pueblo con los barrios de arriba. Montó en su caballo, atado junto al abrevadero, y empezó a ascender hacia su casa. Aquellos pinchazos en el estómago que sólo notaba cuando la adversidad hería profundamente sus sentimientos, le obligaron a encogerse sobre la silla de montar, aunque, haciendo un esfuerzo sobrehumano, continuara cabalgando cuesta arriba. Poco después, atravesó la Puerta de Poniente y salió a campo abierto en dirección a las tenues luces que a lo lejos señalaban su casa. Al llegar, hizo sonar la esquila de la entrada para llamar la atención de Omar, al que suponía pendiente como siempre de su llegada. El sirviente salió a la carrera, creyendo que se le requería para bajar el caballo a las cuadras, pero su amo se limitó a decirle que esa noche la pasaría en el Mas de San Cristóbal. 72
–Es ya noche cerrada, señor –contestó Omar, extrañado de que se propusiera seguir cabalgando a pesar de lo intempestivo de la hora–. Deje Vuestra Merced para mañana lo que tenga que hacer allí. –Debo ir ahora mismo. Y partió alumbrado tan solo por la escasa luz de la luna, que a duras penas conseguía atravesar las nubes que cubrían el oscuro firmamento. El camino, que conocía perfectamente por haberlo recorrido de día en muchas ocasiones, de noche era tenebroso. De vez en cuando, alguna cabra salvaje lo cruzaba veloz, y se veía obligado a sujetar con fuerza las bridas de Trotón para que el animal no iniciara una peligrosa carrera en la oscuridad. Los ruidos del campo se multiplicaban, algunos tan insistentes y desconocidos que sobrecogían el ánimo. Y aquel punzante dolor, la fiera enjaulada que anidaba en sus entrañas, hacía que apenas pudiera mantenerse erguido sobre el caballo. En el Mas de San Cristóbal, una masía de su propiedad construida entre los huertos del mismo nombre, vivía la familia de cristianos viejos que desde generaciones atrás se encargaba de dirigir a los moriscos que trabajaban en las fincas de la familia Arés. Roque, el cabeza de familia, debía de tener más de sesenta años, pero la dura vida de agricultor le había dotado de una salud a prueba de achaques. Cuando Tomás llamó a la puerta, el labriego, alertado por los ladridos de los perros, estaba esperándolo. Joaquina, su mujer, permanecía sentada en uno de los bancos de respaldos altos situados a cada lado del hogar, envuelta en una toca negra, como un espectro tan solo iluminado por la tenue luz de unos tristes candiles que con su llama parpadeante imprimían extraños movimientos a las sombras de la habitación. Los dos hijos del matrimonio, Juan y Miguel, se habían retirado ya a esas horas a sus habitaciones acompañados de sus respectivas mujeres, porque tendrían que levantarse antes del amanecer para iniciar un día más las labores del campo. –¿Qué le trae a Vuestra Merced por aquí a estas horas? –preguntó Roque. –Tengo que hablar contigo. Y lo que tengo que decirte no puede esperar a mañana. Se sentó al calor de la hoguera, y como quién vomita un trago incontenible le contó a Roque todo lo que sabía acerca de la inminente expulsión de los moriscos y le explicó la imposibilidad de oponerse a los 73
designios de las autoridades como él mismo en persona había podido comprobar en su reciente viaje a Morella. Lo único que estaba en sus manos, añadió, era que las cosas se hicieran de tal forma que los moriscos a su servicio salieran de esa situación lo mejor parados posible, para lo cual le pedía que preparara un inventario de sus bienes inmuebles, porque se proponía comprárselos a un buen precio y evitar que otras ofertas más baratas lesionaran los intereses de su gente, algo que estaba sucediendo esos días con demasiada frecuencia. Además, les pagaría una cantidad de dinero por persona equivalente a sesenta jornales, incluyendo en su oferta a hombres, mujeres, niños y ancianos. –De ahora en adelante quiero que te ocupes personalmente de este asunto, para mí el más importante de cuantos tengo que resolver. –¿Se da cuenta, señor, de que cuando desaparezcan los moriscos las tierras quedarán abandonadas? –preguntó Roque–. Será, sin duda, la ruina para todos. –Lo sé; pero de eso nos ocuparemos más adelante. Ahora pensemos sólo en el bienestar de nuestra gente; después, atenderemos los negocios. –Permítame señor que le diga que los moriscos confían ciegamente en que Vuestra Merced impedirá su destierro –añadió Roque–. Puede que sea una ingenuidad por su parte, pero así lo creen ellos. Cuando sepan que nada se puede hacer por evitarlo, se extenderá el malestar como lo hace un incendio entre matojos secos. –Por eso confío en ti –dijo rápido Tomás–. Tenemos que hacerles ver que no está en mis manos defender su permanencia entre nosotros, pero que sin embargo sí puedo hacer mucho para que salgan lo mejor posible de la situación. El fuerte dolor de estómago persistía y Tomás Arés decidió quedarse a dormir aquella noche en el Mas de San Cristóbal. En la planta de arriba había una habitación amueblada con cierto decoro y comodidad, al menos en comparación con el resto de la masía, que Joaquina mantenía siempre limpia y ventilada para que él pudiera usarla cuando quisiera. Se acostó sin cenar, cansado, inquieto y lleno de pesadumbre. Iba a traicionar su estricto sentido de la justicia por una causa egoísta, y lo sabía. Porque, por muy grande que fuera el amor que sentía por Tarina, por muy excelsos que le parecieran sus sentimientos hacia ella, 74
no era capaz de encontrar una justificación que mitigara el dolor que sentía por la decisión que había tomado a instancias del Corregidor. Y se daba cuenta de que todas las recomendaciones que acababa de hacerle a Roque con relación a los moriscos que trabajaban para él no eran sino un intento de acallar su conciencia para poder seguir viviendo el resto de su vida sin remordimientos. ¿Se habría precipitado al tomar aquella decisión? Las Cortes de Aragón todavía no se habían pronunciado sobre la aplicación del Decreto y se avecinaban tiempos de revuelta y alboroto tal y como le había transmitido su amigo Francisco Cortés en la cena de Alcorisa. Y quién sabe si la presión de los sublevados no obligaría a cambiar la voluntad de los defensores de la expulsión. Pero no; no se equivocaba. Su fino olfato para los asuntos políticos le dictaba que todo estaba perdido para aquella pobre gente, hombres y mujeres que durante siglos habían trabajado las tierras de sus antepasados, cultivándolas con técnicas ancestrales, extendiendo el regadío por donde antes sólo era secano, contribuyendo al bienestar de todo el país, y cuyo único pecado radicaba en la sospecha de que se mantenían fieles a sus convicciones religiosas, aunque fuera en la intimidad de sus hogares. Sin embargo, los prejuicios raciales y religiosos que siempre habían existido se veían ahora incrementados por el temor a que los moriscos colaboraran con cualquiera de los innumerables enemigos del Reino, fueran éstos los eternos rivales franceses o los piratas berberiscos aliados de los turcos, miedo que el gobierno del Duque de Lerma se encargaba de propalar entre la población. A pesar de que la ventana estaba cerrada para conservar el escaso calor de la habitación, Tomás Arés oía en su insomnio el cantarín corretear del agua por las bien cuidadas acequias, aquellas que, partiendo de las balsas que alimentaban los manantiales de San Cristóbal, la distribuían a través de la intricada red que llegaba a cualquier rincón del valle sin desperdiciar una sola gota, cruzando barrancos a través de acueductos o atravesando los altozanos del terreno por medio de pequeños túneles. Y pensaba que, desaparecidos los moriscos, la antigua obra de ingeniería podría desaparecer como por encanto si no se ponían los medios para evitarlo, porque su mantenimiento había estado a través de los siglos en manos de aquella gente que transmitía de generación en generación sus conocimientos sobre la técnica milenaria del regadío como si de un arte 75
se tratara, con el orgullo propio de quienes se saben conocedores de algo extremadamente valioso. Por la mañana, el fuerte dolor de estómago había remitido y Tomás Arés regresó a su casa muy temprano. Subió al dormitorio y entró en él procurando no despertar a Tarina, que dormía abrigada bajo el peso de las mantas. Se desnudó por completo y se metió en la cama buscando el ardiente contacto con la mujer que muy pronto se iba a convertir en su legítima esposa. Tenía que contarle la decisión que se había visto obligado a tomar el día anterior, pero temía que Tarina no pudiera resolver el dilema que se planteaba, porque para ella significaba tener que elegir entre el amor o la lealtad hacia su pueblo. Sabía que ella se consideraba un miembro más de la sociedad en que vivía, pero que se sentía al mismo tiempo enormemente orgullosa de sus orígenes moriscos. Y cuando le diera la noticia de su acuerdo con don Diego se desencadenaría inevitablemente un conflicto entre dos afectos incompatibles. Un rato más tarde, abrazados aún tras haber hecho apasionadamente el amor, Tomás empezó a explicarle a su amante la entrevista del día anterior con el Corregidor, sin omitir detalle alguno, incluido el compromiso que había contraído de respaldar la boda con su influencia. Tarina lo oía mirando desde la cama a través del balcón que se asomaba al extenso valle del Guadalope. Permanecía callada, en silencio absoluto, pero el movimiento de sus pupilas denotaba la agitación interna que sufría al oír aquellas palabras. Y de repente, como catapultada por un resorte invisible, se incorporó sobre un brazo y se quedó mirando fijamente a los ojos de Tomás. –¿Por qué mi pueblo, mis hermanos, mis padres y todos mis seres queridos tienen que abandonar su patria? –dijo, con una expresión de animal herido que traslucía el intenso dolor interior que sufría–. No es justo. Tomás Arés guardó silencio, porque no encontraba una respuesta adecuada a la pregunta. Esperaba que Tarina se hubiera interesado por aspectos concretos relacionados con el futuro que esperaba a su familia, pero, sin embargo, lo que solicitaba de él era que hiciera un juicio de valor sobre los fundamentos de aquella expulsión. Y para esa pregunta no tenía respuesta que dar. Tarina salió lentamente de la cama, cubrió su cuerpo desnudo con un batín de seda y se acercó al balcón de la alcoba, a través de cuyos cristales entraba un tímido sol otoñal todavía incapaz de caldear la habitación. Tomás 76
no se movió de su sitio y se limitó a contemplar la figura de su amante, aquel espléndido cuerpo cuya silueta ahora se recortaba a contraluz. Se acercó hasta ella, sin apenas notar el frío a pesar de su absoluta desnudez. La sujetó por los hombros e hizo que se volviera hacia él, abrazándola con ternura, acariciando su cuerpo con delicadeza. Una sensación de amargura le recorría el cuerpo, como un maremoto de tristeza que lo anegara por completo. Quería decir alguna palabra que mitigara el dolor que flotaba a su alrededor, pero era incapaz de encontrarla atrapado como estaba en aquella despiadada situación. –Tarina –dijo al fin–. Yo sólo no puedo luchar contra todos. Ayúdame a que al menos salvemos nuestro amor. –Tomás, amor mío –contestó ella, con los ojos inundados por las lágrimas–. Lo que me pides es muy difícil para mí. Me odiaré el resto de mi vida si abandono a los míos a su suerte para quedarme junto a ti. Volvió el silencio. Sobre las montañas que cerraban el valle por el este crecía el sol, y su cegadora luz empezaba a inundar los rincones más recónditos del dormitorio. Abajo, en las cuadras, se oían machaconamente los cascos de los caballos golpeando la tierra apisonada del suelo, nerviosos ante la presencia de Omar, que a esas horas estaría reponiendo el heno en los pesebres. En la calle, la voz del pregonero recordaba a todos el Decreto de Expulsión y conminaba a los moriscos a presentar ante el Concejo la relación de aquellos bienes que desearan vender antes de partir hacia el exilio, advirtiendo a todos que el plazo se acababa y que aquello que no estuviera declarado a su debido tiempo sería confiscado por las autoridades y vendido en pública subasta. Tras el balcón, Tomás y Tarima trataban de infundirse el uno al otro a través del contacto de sus cuerpos el valor necesario para enfrentarse a la tragedia que se cernía sobre ellos, sin atreverse a decir una palabra que pudiera romper el hilo de sus íntimos pensamientos, que buscaban sin conseguirlo la manera de superar la amenaza de su separación. En aquel momento, ninguno de los dos sabía todavía que en el vientre de Tarina había empezado a fructificar un hijo de ambos.
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Capítulo Cuarto El mercado del Born
IV
La madre de Beatriz, una mujer que no había cumplido todavía los sesenta años, enfermó de repente. Los médicos le habían diagnosticado cáncer y era preciso intervenirla quirúrgicamente con carácter de urgencia. Con este motivo, su hija abandonó tan deprisa como pudo La Puebla y se trasladó a Madrid para estar junto a ella durante los días que permaneciera internada. Fernando, en principio, quiso acompañarla, pero Beatriz lo disuadió alegando que en aquella situación poco podía hacer para ayudarla. Durante las semanas anteriores habían seguido avanzando en sus investigaciones descubriendo nuevos pormenores de la vida de los Arés, auténticas piezas de un rompecabezas con el que iban reconstruyendo el enigma que se escondía detrás de tanto misterio. Los datos que conseguían a través de Internet eran inagotables y la relación bibliográfica que les había proporcionado el profesor Tello contenía una lista de documentos tan exhaustiva que les faltaba tiempo para analizarla. Sin embargo, no era oro todo lo que relucía, porque con el tiempo fueron descubriendo algunas contradicciones que les hicieron sospechar que quizá no estuvieran siguiendo unas pistas tan seguras como habían supuesto al principio. De todas formas, como eso es algo que forma parte inseparable del quehacer historiográfico, no se dejaron amilanar ante las circunstancias convencidos de que al final terminarían 79
poniendo orden en aquel guirigay de fechas y nombres. Una tarde, cuando Beatriz ya se había marchado a Madrid, Alicia, como había estado haciendo hasta entonces, subió a casa de Fernando para mantener una de aquellas intensas reuniones de trabajo en las que se trataba sobre los avances que cada uno de ellos iba consiguiendo. La Concejala de Cultura del Ayuntamiento de la Puebla continuaba husmeando con avidez en los legajos municipales y había descubierto algunos documentos que ponían de manifiesto que la expulsión de los moriscos debió suponer en su momento un gran trauma social entre los habitantes de aquella comarca. Esta circunstancia parecía bastante insólita en un pueblo tan pequeño como aquel, en el que lo lógico era pensar que las cosas hubieran transcurrido de acuerdo con lo que se dictara en los centros de poder de mayor entidad, es decir, en Zaragoza o en Madrid. –Me gustaría que echaras un vistazo a esto –dijo Alicia, poniendo sobre la mesa de trabajo un par de cuartillas grapadas que contenían un resumen manuscrito con su propia letra–. He llegado a un punto que me parece interesantísimo, aunque esté plagado de incoherencias. Parece ser que el tal Tomás participó de forma activa en los sucesos que precedieron a la expulsión de los moriscos en la España de principios del siglo XVII, pero mientras que algún documento lo cita como claro opositor a la medida, tachándolo incluso de rebelde, en otro lugar se le considera uno de los más férreos defensores de la medida. Algo extraño, sin duda, debió suceder. Alicia señaló en primer lugar uno de los párrafos transcritos por ella misma, donde se podía leer lo siguiente: “Don Tomás Arés, junto a otros nobles caballeros de la comarca, entre los que destacaba don Francisco Cortés, alzó sus protestas contra la decisión del Duque de Lerma y forzó una reunión de las Cortes de Aragón para que tan alta instancia se opusiera a la medida”. Y más adelante continuaba: “Mucho fue el esfuerzo que don Tomás dedicó a su empeño, pero de nada hubo de servirle al ilustre aragonés, porque, a pesar de sus desvelos, al final tuvo que ver partir hacia el exilio a los moriscos que vivían en sus tierras, en contra de lo que hubiera sido su voluntad”. Después, extrajo otra 80
hoja de una carpeta, esta vez la fotocopia de un documento con aspecto vetusto, y la puso frente a Fernando. Éste examinó su contenido para localizar su origen, comprobando que procedía del Archivo de la Corona de Aragón. A continuación, leyó el texto: “El Corregidor de la Villa, don Diego Alcones, luchó denodadamente para que se aplicara sin contemplaciones el Decreto de Expulsión en la Puebla y en los municipios más próximos, sobre los que también ejercía su autoridad. Muchos fueron los obstáculos que tuvo que vencer, pero así mismo muchas las ayudas que recibió, entre las cuales habría que citar la de don Tomás Arés, uno de los terratenientes más perjudicados por la medida, pero al mismo tiempo, uno de los que más colaboró para que se cumplieran los designios reales”. –Veo que esto último procede del Archivo de la Corona de Aragón -dijo Fernando, devolviéndole los papeles a Alicia–. ¿De dónde has sacado el otro? –Lo he copiado de un documento del Ayuntamiento –contestó–. Tiene una fecha posterior en cincuenta años a los hechos que se narran en él, pero me parece significativo el cambio de criterio. Está claro que una de las dos versiones no dice la verdad. Fernando se había quedado mirando los muslos de Alicia que asomaban provocativamente bajo su falda. Aquella tarde venía vestida de forma muy distinta a la habitual, con una blusa escotada y muy ceñida a la cintura por un amplio cinturón, y con una falda de amplio vuelo que manejaba con gracia, por no decir con abierta coquetería. Estaba acostumbrado a verla con pantalones y jerseys, siempre con cierto aire masculino, y aquel cambio de imagen le había llamado la atención. –Tenemos que seguir investigando, porque no se trata simplemente de dos matices sobre un mismo comportamiento –añadió Fernando, retirando la mirada de las piernas de Alicia al sentirse descubierto–. Yo también he descubierto cosas muy curiosas y contradictorias sobre el otro, sobre el templario. Parece ser que estuvo en Jerusalén luchando como Cruzado y que cuando regresó participó de forma muy activa en las luchas de reconquista del Bajo Aragón. Pero lo que más me ha llamado 81
la atención de lo que he leído hasta ahora es que, a pesar de sus votos religiosos, tuvo algunos asuntos… relacionados con mujeres –Eso no tiene por qué ser una contradicción –dijo Alicia, sonriendo abiertamente. –Tienes razón. Cuando tenga más avanzada esta parte de la historia te la pasaré para que la leas. Fernando, que por primera vez desde que iniciaron aquel trabajo se reunía con Alicia sin que estuviera presente Beatriz, quiso percibir un atisbo de relajación en el ambiente que no le disgustó, sino todo lo contrario. Bastantes años atrás, cuando los dos estudiaban sus carreras y se veían en La Puebla cada verano, estuvo muy enamorado de ella. En aquella época se habían acostado en más de una ocasión, recuerdos íntimos que ahora le producían cierta excitación, y aunque hacía ya mucho tiempo que sólo se trataban como buenos amigos, en el comportamiento entre ambos persistía un cierto aire de complicidad. Fernando no sabía casi nada sobre la vida personal de Alicia, salvo que una vez acabada la carrera de Filosofía se había introducido en la política municipal, más quizá por encontrar un hueco donde poder ejercer sus ansias de solidaridad ciudadana que porque fuera a encontrar en este quehacer un trampolín desde el que saltar a cotas más ambiciosas. Vivía sola en La Puebla, pero viajaba con mucha frecuencia a Zaragoza. Sin embargo, lo más sorprendente para Fernando era que no se le conociese ninguna relación sentimental, aun siendo una mujer que pese a sus casi cuarenta años se conservaba maravillosamente. –¿Por qué no lo dejamos por hoy? –dijo Alicia, cerrando sus carpetas para predicar con el ejemplo–. Me gusta lo que estamos haciendo, pero no quisiera saturarme. –Dejémoslo –contestó Fernando–. Por cierto, dentro de unos días me voy a Barcelona a visitar a un individuo que colecciona libros sobre la Orden del Temple. Parece ser que tiene más de mil ejemplares. Lo he encontrado casualmente en Internet, me he puesto en contacto con él y ha prometido recibirme. No sé lo que podré conseguir, pero quisiera husmear un poco en su biblioteca, si es que me lo permite. –¿A Barcelona? –preguntó Alicia–. ¿Quieres que te acompañe? La pregunta había sonado extrañamente retadora, y Fernando, sin dudarlo, contestó que sí, que le parecía una buena idea porque 82
cuatro ojos podrían ver más que dos. Unos días más tarde salieron hacia la capital catalana en el coche de Fernando. Éste había llamado a Beatriz para informarle de lo que se proponía y su novia les deseó mucha suerte en la entrevista. Sentía mucho no poder ir con ellos, pero no podría moverse de Madrid en unas cuantas semanas, por lo menos hasta que su madre se repusiera de la operación. Sobre las siete de la tarde entraron en Barcelona por la Diagonal, para descender después hacia la Plaza de España, donde se encontraba el hotel que habían elegido. Fernando había reservado dos habitaciones, pidiendo que estuvieran lo más próximas que fuera posible, pero tuvo que insistir en recepción porque se las habían asignado en pisos diferentes. –Tampoco pasa nada –dijo Alicia sonriendo al oír la conversación que Fernando mantenía con la recepcionista–. ¿Quieres tenerme vigilada o qué? –Es que así es más cómodo –contestó Fernando, sin aclarar el sentido de la frase. Sobre las nueve y media volvieron a encontrarse en el hall, esta vez dispuestos para salir a cenar. Tomaron un taxi hasta la Rambla de Cataluña, y después de un corto paseo por el bulevar central entraron en un restaurante que, a simple vista, prometía el ambiente que buscaban. Durante la cena, hablaron primero de mil generalidades en torno al trabajo que tenían entre manos, hasta que inesperadamente, sin que ninguno de los dos lo hubiera provocado, se encontraron discutiendo abiertamente sobre los pormenores de la relación que habían mantenido veinte años atrás. –¡Qué tiempos! –dijo Fernando. –Agua pasada no mueve molino –añadió Alicia. Habían pedido una botella de tinto Somontano que les recordara sus orígenes aragoneses y, al cabo de un par de copas, las inhibiciones se habían reducido considerablemente. –Sí, ya –contestó Fernando–. Pero que nos quiten lo bailado. –No sé si tomarme eso como una grosería. –Perdona, Alicia –dijo rápidamente Fernando–. Me refería a que fue muy bonito. –Deberías añadir eso de que “mientras duró”. 83
Fernando no tenía la menor idea de lo que Alicia pensaba sobre lo que fue o pudo haber sido aquella relación de hacía tantos años, pero fuera porque sentía una enorme curiosidad por conocer más de ella o porque el ambiente intimista del restaurante lo animaba a ello, se decidió a proseguir por aquel terreno de arenas movedizas. –¿Te has preguntado alguna vez por qué se acabó todo tan de repente? –Muchas veces, Fernando –contestó Alicia, mirándolo fijamente a los ojos–. Y nunca he encontrado respuesta a la pregunta. Fernando no quería cejar en el empeño de continuar por donde había empezado, pero temía que en cualquier momento la situación se le fuera de las manos, ya que era consciente de que no tenía derecho alguno a proseguir con su interrogatorio. En cierto modo, había sido él quien en su momento cortó los lazos que lo unían a ella, y por tanto las preguntas que estaba haciéndole ahora resultaban cínicas, sólo justificadas por la frivolidad del momento o por algún misterioso impulso interior que no quisiera reprimir. –Pero ahora las cosas son distintas –añadió Alicia–, porque el tiempo no pasa en balde; y, aunque de eso nunca le hablo a nadie, quiero que sepas, ya que pareces tan interesado en conocer mi vida actual, que ahora tengo una nueva pareja con la que me encuentro muy a gusto. Se llama Inés y vive en Zaragoza. Llevamos juntas cerca de dos años. Fernando estuvo a punto de atragantarse. Aquellas palabras habían sonado con tanta naturalidad que no permitían tomárselas a broma por increíbles que resultaran. ¿Alicia lesbiana? Todavía se acordaba de la pasión de sus abrazos, de aquella búsqueda desinhibida del placer profundo, de los pequeños gritos al borde del desvanecimiento con los que le pedía más aún. Nunca podría olvidar el ardor que ponía cuando hacían el amor, aquel frenesí desmedido que parecía trasportarla a un mundo donde el deleite gobernara los sentidos. Y ahora, en aquel simpático restaurante de la Rambla de Cataluña, le descubría su inclinación por las mujeres. 84
–Ya... –Supongo que no estarás en contra de la homosexualidad –dijo Alicia, con un principio de extraña sonrisa en la comisura de los labios. –¿Por qué iba a estarlo? –contestó, tratando de reponerse del choque interno que había sufrido con aquella condesión –. Sólo que me resulta difícil imaginármelo en ti. –Lo que ocurre es que sabes muy poco de mí. Te has quedado con el recuerdo de una niña, casi una adolescente, que se había enamorado por primera vez en la vida, y precisamente de ti. Pero desde entonces han pasado muchas cosas, entre otras que he descubierto aspectos de mi propia sexualidad que antes no conocía. Espero no haberte escandalizado con esta confesión. Fernando hubiera querido decir algo, pero le resultaba muy difícil elegir el tono y las palabras adecuadas a la situación. Jamás hubiera podido imaginar que Alicia fuera homosexual, no tanto por su propia experiencia con ella como por el comportamiento social que mantenía, que en nada dejaba traslucir su inclinación por las mujeres. Pero a él los años también le habían hecho madurar, y era capaz de entender, y de admitir sin prejuicios de ningún tipo, que lo que acababa de oír era tan respetable como hubiera sido oír que estaba enamorada de un hombre. O al menos prefería pensar que era así. Cuando acabaron de cenar sólo eran solo las once y media de la noche. Al día siguiente no tendrían que madrugar porque no habían quedado con el desconocido coleccionista hasta las doce de la mañana. Entonces, Fernando propuso que fueran a tomar una copa a cierto local de la calle Aribau que conocía, y Alicia aceptó la idea. La sala, una mezcla de bar de copas y de discoteca, tenía varias barras asediadas por una muchedumbre que se afanaba por conseguir una bebida. Pidieron un par de Ballantines y se abrieron paso entre el público en busca de un lugar donde instalarse. La gente que les rodeaba era variopinta, aunque abundaban jóvenes con aspecto de ejecutivos en busca de pareja de ocasión y prostitutas que, aunque lo intentaran, muy difícilmente podían disimular su condición. Pero también había 85
grupos de amigos y amigas que solo buscaban tomar una copa sin mayor trascendencia, e incluso un buen número de gays y lesbianas, algunos en actitudes provocativas, pero la mayoría discretos. No sin dificultad, consiguieron sentarse en unos incómodos taburetes que encontraron libres junto a una mesa baja, desde donde se divisaba bastante bien la pista de baile. –¿Qué te parece el sitio? –preguntó Fernando–. ¿Lo consideras sólo indicado para varones heterosexuales y licenciosos? –Aquí hay de todo –contestó Alicia–, pero no te engañes. Efectivamente, éste es un sitio a propósito para hombres que buscan mujer, a pesar del beso que se están dando aquellas dos, que por cierto también está dirigido a provocar el morbo de los machos. Tomaron un segundo güisqui y bailaron durante un buen rato. A Fernando, el roce de sus cuerpos y el contacto de sus caras, que Alicia no rehusaba, le hizo olvidar la condición de su pareja, hasta el punto de llegar a pensar que en aquel momento se estaba fraguando el principio de una aventura sentimental que no podía tardar en llegar. La música, sus cuerpos entrelazados, los efectos del alcohol, el confuso recuerdo de la confesión que había oído un rato antes, todo lo llevaba a una sensación de abandono, a un estado de laxitud que le resultaba sumamente agradable. Le parecía que estaba flotando sobre una nube de sensaciones, todas ellas muy gratas, y, aunque notaba un cierto vértigo, no quería descender de su etérea atalaya. Eran ya las tres de la madrugada cuando decidieron regresar al hotel. En el taxi, Alicia sacó el tema que ella misma había puesto sobre el tapete horas antes, pero que ninguno de los dos había vuelto a tocar. –No sé si te ha sorprendido lo que te conté antes. -Bueno..., no me lo esperaba, sobre todo conociéndote como te conozco – contestó Fernando–. Pero es evidente que tienes todo el derecho del mundo a elegir lo que creas más conveniente para ti. Tú sabrás lo que haces con tu vida. La frase, y sobre todo su tono, había sonado lacónica, demasiado tajante, incluso impertinente, pero sobre todo escéptica. Fernando se 86
arrepintió al momento, pero no sabía como corregir su evidente falta de tacto. Miró de reojo a su amiga y vio que mantenía una postura rígida, erguida en su asiento. Su cara traslucía malestar interior, denotaba claramente que no le había gustado la contestación de Fernando, aunque nada dijera para exteriorizarlo. Pero no volvió a hablar de aquel tema durante el resto del trayecto. Cuando llegaron al hotel, se dirigieron hacia los ascensores para subir a sus habitaciones. Ya en el pasillo, Alicia lo cogió del brazo y le propuso que tomaran una última copa en su habitación, porque, según dijo, todavía no era demasiado tarde. Fernando aceptó y la siguió, sin entender muy bien cuales pudieran ser sus intenciones. Aquella mujer lo atraía ahora tan intensamente como lo hiciera veinte años atrás, y aunque la confesión que le había hecho esa tarde descartaba en principio cualquier posibilidad que implicara un acercamiento sentimental, no quería descartar ninguna hipótesis. Alicia abrió el minibar, sacó dos botellines de güisqui y extrajo del congelador unos cubitos de hielo. En la habitación había dos butacas que flanqueaban una pequeña mesa redonda, pero Fernando prefirió sentarse en el borde de la cama, dejando que Alicia lo hiciera en uno de los asientos. –¿Me gustaría saber en qué estas pensando? –preguntó Alicia. –¿Te refieres a qué estoy pensando de ti? –Naturalmente. –Pues que no acabo de entender tu elección sentimental –dijo, sin miedo a volver a entrar en el espinoso tema de su homosexualidad–. Pero, naturalmente, no tienes por qué darme ninguna explicación. –No conoces a Inés –contestó Alicia–. Quizá por eso no lo entiendas. –No me refería a la elección de una persona en concreto, sino a que esa persona sea una mujer –aclaró Fernando–. Es eso lo que me sorprende tremendamente en tu caso. Alicia se quedó mirando el fondo de su vaso como si estuviera esperando 87
encontrar allí una explicación que fuera válida. Su bello rostro, en el que los años habían hecho que destacara aún más la expresividad de su mirada, reflejaba serenidad, como si hablar de su tendencia sexual fuera para ella una de las cosas más naturales del mundo. Levantó la mirada, miró a su amigo y bebió un trago antes de proseguir. –Para hablar con mayor propiedad de mí misma, seguramente debería decir que soy bisexual –empezó a decir–. Sí... ya sé que suena demasiado frívolo y que posiblemente te parecerá un tópico, pero en mi caso creo que esa es la auténtica realidad. Cuando estuve contigo aquellos veranos de hace tanto tiempo me encontraba muy a gusto. Después he tenido algunos novios, experiencias más o menos gratas, pequeñas historias de las que prefiero no hablar. Y puedo asegurarte que ninguno de ellos me dejó alguno de esos traumas que dicen que en ocasiones contribuyen a cambiar la tendencia afectiva de las personas. Fue al conocer a Inés cuando me di cuenta de que ella era la persona que colmaba mis aspiraciones sentimentales. Simplemente, me enamoré de ella. Ahora era Fernando quién miraba el fondo de su vaso de güisqui, sin saber muy bien por donde continuar la conversación. Alicia le estaba diciendo que había llegado a un punto en el que anteponía su afecto por una persona a su sexo, defendía sin ambages que era posible hacer el amor con un ser humano sin tener en cuenta la morfología de su cuerpo, sostenía en definitiva que las diferencias anatómicas entre mujeres y varones no eran una condición necesaria para establecer pareja. Y lo decía con naturalidad, como si su teoría tuviera que ser compartida por cualquier ser humano que tuviera la sensibilidad adecuada. –Me gustaría que al menos admitieras que no todo el mundo tiene por qué coincidir con tu punto de vista sobre este asunto –dijo Fernando–. Respeto el tuyo, cómo no, pero yo tengo el mío. Un nuevo silencio se impuso, esta vez más prolongado que los anteriores. –Deberíamos seguir hablando de esto otro día –dijo Alicia, de repente, poniéndose de pie y dejando su vaso sobre el minibar–. Como sigamos bebiendo, mañana no vamos a ser capaces de distinguir entre la Orden del Temple, la del Santo Sepulcro o la de Calatrava. 88
Fernando se levantó y se dispuso a salir de la habitación, pero Alicia le cortó el paso y se colgó de su cuello besándolo en la boca con ternura. Él la abrazó por la cintura y la atrajo con fuerza, confuso pero dispuesto a llegar hasta donde ella le permitiera. Pero Alicia enseguida se separó de él con delicadeza, sin brusquedad, y abrió la puerta de la habitación invitándolo a salir, con un mohín de complicidad en la comisura de los labios. -Todo esto es mucho más complejo de lo que te puedas imaginar –dijo, con la puerta entreabierta, mientras él salía. Por la mañana, después de desayunar juntos en el hotel, cogieron un taxi y se dirigieron al domicilio de Jaume Solá i Morell. Abandonaron el vehículo en las inmediaciones del Mercado del Born y recorrieron la calle que les había indicado su anfitrión hasta encontrar el número que buscaban. El edificio, que posiblemente databa de principios del XX, tenía, a pesar de su vetustez, un aire señorial muy acorde con la imagen que Fernando se había formado del bibliófilo. Subieron a pie hasta el último piso, llamaron al timbre y el señor Solá les abrió la puerta personalmente. La casa olía a papel viejo, lo que no tenía nada de particular si se tenía en cuenta que todas sus estancias, incluidos el recibidor y el pasillo, estaban recubiertas de estanterías que llegaban hasta el techo, por supuesto repletas de libros, revistas y carpetas con papeles. Mientras se dirigían a través del corredor hacia la sala donde iba a tener lugar la entrevista, Fernando distinguió en los pocos huecos que dejaban los libros unos cuantos grabados que contenían supuestas imágenes de caballeros de la Orden del Temple, a todas luces excesivamente tópicas, lo que le hizo pensar que quizá quién ahora los recibía no fuera un riguroso investigador sino un fanático seguidor de los mitos que siempre habían rodeado a los Templarios. Sin embargo, pronto iba a convencerse de que estaban en presencia de un erudito, de alguien que conocía la historia de aquellos monjes soldados como la palma de su mano. Hechos los saludos iniciales –Fernando presentó a Alicia como colaboradora de su equipo–, Jaume Solá, un hombre de aproximadamente sesenta años de edad y que presentaba un aspecto excesivamente atildado, les explicó que su afición le venía de cuando 89
estudiaba el bachillerato, gracias a la influencia de uno de sus profesores de Historia, que le había inculcado la idea de que, a pesar de que la Orden fue disuelta a principios del siglo XIV, el “espíritu templario” nunca había desaparecido por completo. –Ya saben ustedes que a la edad que yo tenía entonces, unos doce o trece años, este tipo de mensajes, que rozan lo esotérico, suelen calar muy profundamente en la mente –dijo el bibliófilo, casi justificándose. –Pero desde entonces su interés ha progresado significativamente – contestó Fernando, mirando directamente a las paredes abarrotadas de libros. –¡Sin duda! Pero conviene que sepan que simplemente soy un autodidacta en esta materia. Mi verdadera profesión, que todavía ejerzo, es la de Ingeniero Industrial. ¡Imagínense! Pero ahora tendrán que decirme qué es lo que esperan de mí exactamente, y veré si puedo ayudarlos. Fernando empezó a explicarle la tarea que se había propuesto llevar adelante, así como las dificultades de todo tipo que estaba encontrando como consecuencia de la escasa documentación que existía. Sacó una lista con una serie de consultas concretas que traía anotadas y se la entregó a Jaume Solá. Durante unos minutos, éste la ojeó, volviendo hacia atrás en alguna ocasión, deteniéndose en algún punto que le llamaba la atención, hasta que la dejó sobre la mesa. –En estos libros que ustedes ven aquí está la contestación a muchas de sus dudas –dijo, señalando las estanterías–. Pero permítanme que no les dé acceso directo a los mismos, porque nunca he permitido que salgan de aquí y porque tampoco quisiera convertir mi casa en una biblioteca pública. Al fin y al cabo no vivo solo. Sin embargo, si me dan una dirección de correo electrónico, les aseguro que les enviaré respuesta a cada una de sus dudas. Aunque, naturalmente, iré haciéndolo a medida que vaya disponiendo de tiempo, algo de lo que desgraciadamente no estoy demasiado sobrado. 90
A Fernando le pareció oír ruido en la habitación contigua y enseguida lo relacionó con la confesión que aquel hombre acababa de hacerles sobre la circunstancia de no vivir solo. Posiblemente Jaume Solá estuviera casado, pero pensó que sería una impertinencia preguntarle ahora por su estado civil. –Me parece una oferta muy generosa por su parte –dijo Fernando, saliendo de los pensamientos que lo habían distraído momentáneamente–. Significa que se convierte usted en un eventual colaborador de mi equipo, y eso es un honor para nosotros. –Agradézcaselo a mi interés por todo lo que rodea a los Templarios. Es algo que ha llegado a convertirse en una parte muy importante de mi vida. Cuando salieron de la casa del Señor Solá, eran cerca de las dos de la tarde. A pesar de que el mes de Octubre estaba dando sus últimas boqueadas, hacía un día espléndido, la temperatura era muy agradable y el sol lucía con esa viveza mediterránea que raramente abandona a Barcelona. No tenían ninguna prisa por llegar a un sitio determinado y casi por instinto encaminaron sus pasos hacia el mar. Durante una hora pasearon sin rumbo concreto, comentando la entrevista que acababan de mantener con el Señor Solá, un personaje que ponía en evidencia que en este mundo hay gente variopinta, entregada a los más extraños entretenimientos. Pero en ningún momento volvieron a tocar el tema que tanto tiempo les había llevado la noche anterior, quizá porque Alicia ya hubiera dicho todo lo que tenía que decir al respecto y Fernando no se atreviera a entrar en mayores averiguaciones. De repente, se dieron cuenta de que se les había echado encima la hora de comer. Estaban en el puerto y tenían enfrente la Barceloneta, ese típico barrio que tanto había mejorado en los últimos años con la apertura de la ciudad al mar. –Conozco un sitio por aquí que me enseñó un día Inés –dijo Alicia, deteniéndose un momento–. Recuerdo que había en él un ambiente bastante agradable y que además se comía muy bien. Veamos si soy capaz de encontrarlo. 91
El restaurante estaba a dos manzanas de allí. Subieron al piso de arriba y se acomodaron junto a una ventana desde la que se podía ver el ir y venir de la bulliciosa gente del barrio que a esa hora inundaba la calle. La ropa tendida, las macetas en los balcones, los vendedores en las esquinas, todo tenía un inconfundible sabor portuario que relajaba el ánimo e invitaba al olvido de las prisas. –Inés tiene buen gusto –dijo Fernando, dándose cuenta inmediatamente de que aquella frase se prestaba al equivoco. Alicia levantó la mirada de la carta, lo miró y sonrió abiertamente, poniendo en evidencia que también ella había captado el doble sentido de su improvisado comentario. –¿Tú crees? –Lo afirmo categóricamente. Como había menú del día –“la pela es la pela”, dijo Fernando–, pidieron una fideuá de primero, y de segundo un guiso casero de pescado con patatas. Esta vez eligieron vino del Penedés, e incluso se atrevieron después de los postres con un aguardiente. Sabían que esa tarde no tenían nada que hacer, y que, por tanto, si hubieran querido habrían podido regresar ese mismo día a La Puebla, pero, como antes de la entrevista no sabían como resultaría la visita al señor Solá, no se habían atrevido a dejar el hotel, circunstancia que ahora les permitiría pasar una noche más en Barcelona. –¿Qué te apetece hacer esta tarde? –preguntó Fernando mientras firmaba el recibo de su tarjeta de crédito–. Tenemos el coche. Podríamos hacer alguna excursión. –¿Por qué no nos acercamos a Gerona? Es una ciudad que me encanta y hace mucho tiempo que no voy por allí. –Es un poco tarde para eso –contestó Fernando–. Mientras recogemos el coche en el hotel, atravesamos de nuevo Barcelona y llegamos allí, nos darían las ocho de la tarde. Ten en cuenta que ahora anochece muy pronto. Podríamos dejarlo para mañana, pero siempre que estemos dispuestos a madrugar. Nos daría tiempo para hacer una visita a la ciudad y por la tarde regresar a La Puebla. Después de recorrer el centro de la ciudad a pie durante cerca de tres horas, regresaron al hotel poco antes de las ocho de la tarde. La noche anterior habían trasnochado bastante, lo que unido al ajetreo del 92
día hacía que se sintieran cansados. Por eso decidieron que esa noche no saldrían, de manera que pudieran partir temprano hacia Gerona. Cenaron en el hotel, tomaron una copa en el piano-bar y se retiraron a sus respectivas habitaciones hacia las doce, sin que Alicia repitiera su invitación del día anterior. A Fernando le costó bastante conciliar el sueño aquella noche, porque el estrecho contacto personal que estaba manteniendo con Alicia en las últimas horas le producía un cierto desasosiego, una sensación que no era capaz de catalogar debidamente. Pensó en Beatriz como un recurso para ahuyentar sus inquietudes, pero no podía centrarse en su imagen porque su mente volaba incontrolada y se volvía una y otra vez hacia Alicia. Prefirió pensar que su actitud respondía a una incomprensible extravagancia, en la que se mezclaba el cariño hacia su antigua novia con el morbo que le producía conocer el íntimo secreto de su inclinación sexual. Poco después de las diez de la mañana, salieron hacia Gerona por la autopista de La Junquera, que a esas horas registraba un intenso tráfico de entrada y de salida. Cuando llegaron a su destino, se dieron cuenta de que no tenían nada concreto que hacer y sí muchas horas libres por delante. Aparcaron el coche en un hueco que encontraron bajo el puente elevado del ferrocarril que atraviesa la ciudad y se dirigieron cruzando el río por un puente peatonal hacia la parte antigua, para recorrer sus estrechas calles sin prisas, disfrutando de aquel paisaje urbano, casi medieval, que transpiraba historia por cada uno de los huecos de sus muros. Fernando se quedó sorprendido por el conocimiento que Alicia tenía sobre la ciudad del Ter y del Oñar y también con las detalladas explicaciones que iba dando, mucho más completas de lo que pudiera esperarse de una simple turista más o menos culta. Parecía que conocía cada rincón del entramado urbano, como si lo hubiera estudiado expresamente para después poderlo explicar. Y cuando Fernando fue a preguntarle que de dónde había sacado aquella erudición, Alicia le contó que había estado allí en muchas ocasiones con Inés, porque su amiga había pasado algunos años en la ciudad y estaba perdidamente enamorada de sus viejos muros. Todavía disponían de un par de horas hasta la hora de comer y decidieron dar un paseo sobre las antiguas murallas, empezando por el 93
lado más próximo a la Catedral para terminar en el otro extremo del casco antiguo, muy cerca ya de Las Ramblas, junto al río Oñar. El panorama de Gerona que se contemplaba desde los adarves almenados era impresionante, y el recorrido, un auténtico paseo de ronda sobre los lienzos de las antiguas defensas reconstruidas con absoluto respeto al pasado, con mimo exquisito, les permitió revivir el paso de la historia sin perder de vista el presente de una ciudad que contemplaban a vista de pájaro. Alicia se detenía de vez en cuando, le obligaba a subir a las torres más altas y desde arriba le señalaba cada punto de la ciudad que quería resaltar. Cuando descendieron de su paseo buscaron un sitio donde comer. El tiempo había cambiado repentinamente, hacía frío y el cielo encapotado amenazaba lluvia. En una encrucijada de calles estrechas vieron anunciado un pequeño restaurante. Entraron y se encontraron con un espacio pequeño, decorado con mobiliario de diseño, bajo unos arcos medievales que eran parte de la estructura original del edificio, cuyo contraste con la modernidad de los muebles resultaba llamativo. Una señora de edad indefinida, aunque muy posiblemente hubiera cumplido los cincuenta, muy atractiva, elegante y discretamente comunicativa –y que por su comportamiento podría muy bien ser la dueña del local–, les entregó una carta no demasiado extensa, aunque llena de sugerentes platos escogidos entre las múltiples posibilidades que ofrece la cocina catalana. Comieron tranquilamente, sin prisas, como si tuvieran todo el tiempo del mundo por delante, y como les parecía que todavía era temprano decidieron que por la tarde se acercarían a Bañolas, un pueblo situado aproximadamente a veinte kilómetros de Gerona muy conocido por su lago. –Ha sido un acierto elegir este sitio –dijo Fernando, mientras daba cuenta de su segundo plato. –En esta ciudad no es difícil acertar –contestó Alicia con aire de satisfacción mal disimulada en su rostro. Cuando terminaron, recorrieron en coche el trayecto que les separaba de Bañolas hasta llegar al centro del pueblo. Ya allí, pasearon por las calles que rodean la magnífica plaza porticada, y un poco más tarde se acercaron al lago, un privilegiado rincón de la naturaleza que circundaron en coche para contemplarlo desde distintos ángulos. Las pesqueras de sus orillas, los sauces llorones que crecían en uno de sus extremos y la ermita románica que se veía en la otra orilla componían un bello paisaje, que ni 94
siquiera las nuevas urbanizaciones nacidas en los últimos años eran capaces de afear, aunque a veces lo intentaran sin recato. Alicia había estado también allí en varias ocasiones y se mostraba entusiasmada. Como había hecho en Gerona, se deshizo en contarle a Fernando todo lo que sabía sobre aquel maravilloso paraje, incluyendo datos sobre la profundidad del lago, explicaciones sobre su origen volcánico y hasta alguna información sobre los hábitos de las especies piscícolas que lo poblaban. –¿Sabías que los canales que salen de sus orillas desaguan el lago en vez de alimentarlo? Al parecer el agua fluye de unos manantiales que hay en el fondo, ¿no es maravilloso? Fernando, mientras escuchaba a Alicia, pensó que si querían llegar a dormir a La Puebla esa noche a una hora no demasiado intempestiva deberían iniciar el regreso inmediatamente, porque desde donde estaban el viaje les llevaría cerca de cinco horas y ya eran las seis de la tarde. –¿Conocías esto? –preguntó de repente Alicia. –No –contestó Fernando–. Nunca había estado aquí. Me parece un lugar encantador. –Es una pena que se nos esté haciendo tarde, porque me hubiera gustado enseñarte los alrededores. A Fernando se le pasó de repente por la cabeza la idea de prolongar el viaje un día más. La perspectiva de pasar una noche más en compañía de Alicia le resultaba sumamente atractiva, pero temía que si se lo proponía ella rechazaría la idea. –Podríamos quedarnos a dormir en Gerona esta noche –dijo, venciendo su indecisión–. Se nos está haciendo demasiado tarde para regresar a La Puebla. –Por mí de acuerdo –contestó Alicia, sin dudarlo ni por un momento. Llamaron por teléfono a un céntrico hotel de Gerona y reservaron dos habitaciones, advirtiendo que no llegarían hasta aproximadamente las diez de la noche. Después, ya tranquilos, cogieron el coche y se dirigieron a Besalú, una auténtica joya medieval en la que entraron a pie a través de su característico puente en forma de codo. Recorrieron sus calles sin prisas y al cabo de un rato entraron en una tienda de regalos donde curiosearon entre el revoltijo de objetos de todo tipo que se exponía por los rincones. Alicia compro un collar de fantasía para Inés –italiano, dijo la dependienta–y Fernando se sintió obligado a 95
comprar otro muy parecido para Beatriz, no sin notar un cierto sonrojo interior ante la original situación. Más tarde, se sentaron en la barra de un pequeño bar situado frente a una iglesia monumental y tomaron una cerveza disfrutando del momento. A las nueve y media de la noche, ya en Gerona, se registraron en el hotel. Decidieron cenar en un restaurante de la Plaza de La Independencia, junto a un balcón asomado al Oñar. Frente a ellos se extendían las aguas fluviales que por allí discurren, apaciblemente encajonadas entre edificios construidos sobre sus orillas con pretensiones venecianas. Las luces de los puentes se reflejaban sobre el río, muy crecido ese día, y los edificios del otro lado, pintados con una alegre combinación de colores, componían una nota alegre y popular. Cenaron despacio, tomaron una larga copa sin moverse de la mesa y regresaron al hotel. –Podríamos tomar la última de despedida en mi habitación – dijo Alicia, cuando cruzaban el hall. –Hecho –contestó Fernando, una vez más desconcertado por las reacciones de su amiga, que casi siempre le sorprendían. Sentados alrededor de la pequeña mesa que había en la habitación, hablaron primero de Inés y de Beatriz, las dos grandes ausentes, pero lo hicieron con cierta frialdad, sin mencionar en ningún momento la relación que mantenían con ellas. Era como si no quisieran eludir su presencia, pero al mismo tiempo no desearan que ésta interfiriera en lo que estaba sucediendo entre ellos en aquel momento. Dos largos días de intensa convivencia habían despertado ciertas sensaciones olvidadas y puesto de manifiesto que existen vivencias que el paso del tiempo difícilmente borra. Y aunque no fueran personas proclives a la deslealtad, sus sentimientos, a caballo entre el recuerdo del pasado y la realidad presente, estaban sometiendo a sus conciencias a una enorme presión de consecuencias nunca previsibles. Los dos sabían a lo que se estaban enfrentando en esos instantes y ninguno hacía nada por evitarlo, porque en el fondo deseaban que sucediera algún prodigio que acabara con sus ataduras aunque sólo fuera durante unos breves momentos. Alicia había seleccionado música melódica en la radio de la habitación y Fernando apagó algunas luces para dejar el ambiente 96
en penumbra. Sin embargo, a pesar de estos gestos de inequívoco significado, ninguno de los dos daba el paso necesario para romper la barrera que se interponía entre ellos. Sentados el uno frente al otro, se miraban, ahora sin decir palabra, con un gesto de interrogación en los ojos que parecía pedir al otro que dijera algo para romper el silencio. Pero ninguno encontraba las palabras adecuadas, o si las encontraba no era capaz de pronunciarlas. –Me parece que me estoy enamorando de ti –dijo Fernando de repente, saliendo de aquel mutismo insoportable. –¡No digas eso, ni en broma! –contestó Alicia, revolviéndose en su sillón–. ¡Por favor, no nos engañemos a nosotros mismos disfrazando lo que podamos sentir ahora con algo muy distinto de la realidad! Alicia había expuesto su posición en pocas palabras y con claridad meridiana, pensó Fernando. En el fondo, admitía que se sentía atraída por él dando al mismo tiempo por hecho que a él le sucedía lo mismo, pero no aceptaba que ese sentimiento fuera verdadero amor. Fernando se quedó mirándola fijamente, dándose cuenta de que las cosas habían llegado a un punto en el que se requería cualquier cosa menos silencio. Sabía que si en aquel momento permanecía callado, Alicia se pondría de pie y lo invitaría a salir de la habitación. Por tanto, si quería seguir allí tenía que continuar hablando. –Llámalo como quieras –dijo–. Si no te gusta esa palabra, porque la consideras excesivamente comprometedora, te lo diré de otra forma. Me han bastado estos dos días de convivencia contigo para recordar aquellos tiempos cuando no ocultábamos que nos queríamos y para darme cuenta de que nuestra vieja historia no está olvidada. ¿Amor? ¿Cariño? ¿Añoranza? ¿Recuerdos? ¿Sexo? Ni lo sé, ni me importa, porque las palabras casi siempre son incapaces de definir los sentimientos. Lo único que puedo decirte es que lo que más deseo en estos momentos es pasar la noche contigo. Cualquier otra cosa, ahora mismo, me importa un bledo. Alicia no contestó. Seguía sentada en su sillón, rodeada por la media luz que iluminaba la habitación, y su rostro reflejaba el desconcierto que le causaba aquella situación que ella misma había contribuido a crear. Miraba a un lugar del infinito, más allá de la pared que tenía enfrente, buscando algo que quizá no existiera y que por eso nunca 97
encontraría. Fernando, enaltecido por sus propias palabras, se levantó de su asiento e hizo que ella a su vez se pusiera de pie, sujetándola por la cintura y obligándola con suavidad a que iniciaran juntos un baile muy lento, al son de las notas musicales que se escapaban por los altavoces. Abrazados estrechamente, intentando fundir sus cuerpos en uno solo, acariciándose mutuamente como si quisieran recuperar con el tacto la memoria perdida después de tantos años, sus labios se besaron con desmedido apasionamiento, tratando cada uno de absorber la esencia del otro. Giraban alrededor de un eje imaginario sin apenas moverse del mismo sitio, desplazando los pies ligeramente, sólo para transmitir un cadencioso vaivén a su abrazo. Poco a poco, el entusiasmo que ponían en aquel preámbulo fue ganando intensidad hasta acercarse al borde del paroxismo, en un viaje que ya no admitía regreso. Sin decir palabras innecesarias, se tumbaron en la cama mientras se quitaban la ropa. Y lentamente, sin prisas innecesarias, entrelazados con delicada violencia sobre las sábanas desordenadas, fueron recuperando el recuerdo de aquel frenesí juvenil que creían olvidado para siempre. Hasta que al cabo, más allá del apogeo final, descansaron sobre sus espaldas sin pronunciar palabras que pudieran deshacer el embrujo del momento. Fernando pasó la noche en la habitación de Alicia, en una especie de duermevela donde se mezclaban la ilusión recobrada y el remordimiento por la traición. No sabía lo que Alicia pudiera pensar de todo aquello, aunque una cosa sí tenía clara: no había querido admitir que entre ellos pudiera existir otra cosa que una simple atracción física capaz de lanzar a uno en los brazos del otro. Sin embargo, su comportamiento minutos antes no había sido en absoluto el que se derivaría de una actitud puramente hedonista, sino, por el contrario, el de una mujer enamorada. Se acordó de Inés, y no pudo evitar un pensamiento de rechazo hacia aquella relación entre mujeres, no porque su sentido de la moral le impidiera aceptar relaciones sexuales de ese tipo, sino porque su lógica las consideraba incompatibles con la experiencia que acababa de vivir. Al día siguiente, cuando regresaban el uno junto al otro hacia La Puebla, no mencionaron en ningún momento lo sucedido entre ellos la noche anterior, como si un acuerdo tácito les impidiese referirse a ello. La entrevista con Jaume Solá y los encantos de su excursión gerundense 98
llenaron la conversación necesaria en un viaje de más de cuatro horas. –Bueno –dijo Fernando cuando dejó a Alicia frente a su casa–. Mañana habrá que volver a la cruda realidad. –A la única realidad que de verdad nos une en estos momentos –contestó ella–. A seguir trabajando en la reconstrucción de la historia de la saga de los Arés. Cuando Fernando entró en su casa, se encontró en el suelo del zaguán un sobre cerrado que habían enviado por correo ordinario y que el cartero debió introducir por debajo de la puerta. No tenía remite, estaba escrito a máquina y en el sobre figuraba solamente su nombre y dirección. Examinó el matasellos y comprobó que la fecha era la de tres días antes. Lo abrió cuidadosamente y en su interior encontró dos papeles doblados. El primero era una escueta carta sin firma, también escrita a máquina, en la que se podía leer lo siguiente: “Hace tiempo que el Temple se puso en marcha para vengar a don Pedro. No queremos interferencias de extraños que puedan afectar a nuestra sagrada misión. Absténgase, por tanto, de continuar investigando por su cuenta y riesgo. Todo lo que había que saber se sabe ya, y está en manos de quien debe estar”. Fernando se quedó perplejo, sin saber si tenía que echarse a reír hasta desternillarse o por el contrario preocuparse seriamente por aquel enigmático mensaje. Abrió el otro papel y se encontró con un dibujo a todo color, donde aparecía un hombre que estaba siendo apuñalado por otros cuatro, éstos últimos vestidos con atuendos guerreros medievales, con unas capas blancas que llevaban la Cruz Templaria. Dobló las cuartillas, las metió otra vez en el sobre y subió al estudio. Se sentó ante el ordenador y conectó el correo electrónico. Había una nota de Beatriz, muy escueta, en la que le preguntaba que dónde se había metido, porque llevaba veinticuatro horas intentando hablar con él sin conseguirlo. Su madre había empeorado y los médicos se temían lo peor, porque durante la intervención se habían encontrado con un panorama bastante peor del que inicialmente hubieran esperado. Apagó el ordenador, conectó el teléfono que había desconectado veinticuatro horas antes para no tener que dar explicaciones sobre su escapada a Gerona y la llamó. –¿Dónde estás? –preguntó Beatriz, al oír su voz. 99
–En La Puebla, naturalmente –contestó–. ¿Dónde iba a estar? –Te he llamado varias veces. –Lo sé. He leído tu nota –añadió–. Me dejé el cargador del teléfono aquí y me he quedado sin batería. No he vuelto del viaje hasta hace una hora. Ya sé que podría haberte llamado desde otro teléfono, pero no podía imaginarme que tu madre estuviera peor. Por cierto, ¿cómo está? –Muriéndose –contestó Beatriz, con la voz entrecortada–. Ven, por favor. Ahora sí que necesito que estés conmigo. Por la mañana, muy temprano, Fernando salió hacia Madrid en su coche. Las noticias que había recibido a última hora –la extraña carta por un lado y el empeoramiento de la madre de Beatriz por otro–, aunque nada tuvieran que ver entre sí, le tenían muy preocupado. Además, por si fuera poco, estaba completamente seguro de que su novia le iba a preguntar por el viaje a Barcelona, y como no quería mentir se iba a ver obligado a explicarle que a última hora Alicia y él habían decidido hacer una escapada a Gerona, que se les había hecho muy tarde y que se habían visto obligados a pasar la noche en aquella ciudad. Estaba claro que este hecho en sí no era censurable, pero no cabía duda de que al menos encerraba una cierta frivolidad por su parte. Cuando entró en la habitación del hospital donde agonizaba la enferma, Beatriz lo recibió con los ojos enrojecidos por el llanto. Después, se fundió con él en un intenso y entrañable abrazo que tuvo la virtud de provocarle un fuerte remordimiento de conciencia al recordar su aventura con Alicia. Pensó que había actuado con una imperdonable deslealtad hacia ella, que debería olvidar cuanto antes aquel episodio y recuperar el equilibrio sentimental que había estado a punto de perder. Mientras comían en la pequeña cafetería del hospital, tuvieron ocasión de hablar sobre lo que habían hecho cada uno de ellos durante los últimos días. Fernando contó su entrevista con Jaume Solá, sin omitir detalle, así como la excursión a Gerona, justificándola como pudo con el gran interés que había puesto Alicia en visitar la ciudad, pero suprimiendo cualquier aspecto que pudiera poner su comportamiento bajo sospecha. Y tampoco mencionó en ese momento el descubrimiento de la homosexualidad de Alicia ni la relación que mantenía con la tal Inés. Tiempo habría para hablar de este asunto con ella. –Yo también he estado trabajando –contestó Beatriz, sin darle 100
demasiada importancia al hecho de que Fernando hubiera pasado tres noches fuera de casa para sólo una entrevista de media mañana. Beatriz le contó que durante aquellos días en Madrid había encontrado tiempo para seguir indagando en las fuentes de información que tenía a mano, fundamentalmente en Internet, y había localizado dentro de la página de Los Vengadores del Temple una dirección de correo electrónico a la que se había dirigido solicitando algunos datos. –Quería saber hasta donde estaban dispuestos a ayudarnos en la investigación y les he pedido información sobre Pedro Arés –añadió Beatriz–. Pero de momento no me han contestado. Les he dejado tu dirección e-mail y la de tu casa de La Puebla para que nos envíen lo que tengan. Fernando, entonces, le habló de la estrambótica carta que se había encontrado a la vuelta de Barcelona. Por lo que acababa de contar Beatriz, pensó, no cabía la menor duda de que los remitentes de la misma no eran otros que los receptores del e-mail que había enviado ella. -Hay algo más que tengo que contarte –continuó Beatriz–. En una de las referencias que te dio don Manuel Tello, he encontrado un curioso episodio donde se narra el destierro de Pedro Arés y se explica con bastante detalle lo que ocurrió entonces. ¿Recuerdas lo que leímos sobre ese asunto en la “Relación de agravios”? Lo tengo impreso y preparado para que lo leas. Beatriz sacó una carpeta de su maletín y se la entregó a Fernando. En ella estaban perfectamente ordenadas las hojas que contenían la narración en concreto. –Algo más –añadió Beatriz–. Tratando de reconstruir tu árbol genealógico a partir de don Pedro, un trabajo bastante más complicado de lo que me había figurado en principio, me he encontrado con cosas bastante curiosas que nada tienen que ver con tus antecesores pero sí con ciertos hechos históricos ocurridos en La Puebla. Parece ser que el que por aquel entonces representaba la autoridad del Rey en la comarca era un tal Beltrán de Zazo, personaje siniestro donde los haya y enemigo acérrimo de tu antepasado, sospecho que por un asunto de celos. Pero voy a más. Los descendientes del tal Zazo están ahora representados por la familia Ruiz-Daudén, precisamente los titulares del famoso despacho 101
de abogados de Madrid. Y, mira por donde, don Óscar Ruiz-Daudén, el cabeza de familia, un hombre de aproximadamente sesenta años, apareció asesinado hace unos días con una puñalada en el corazón. La policía, hasta el momento, no tiene ninguna pista. Fernando se quedó en silencio, mirando fijamente a Beatriz, intentando atar cabos. –Lo que me acabas de contar huele a venganza -dijo al cabo de un rato. –Es más –añadió Beatriz–. Huele a venganza del Temple, por muy ridícula que esa suposición nos pueda parecer a estas alturas.
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Capítulo Quinto Las murallas de Mirambel
V
Los viajeros que regresaban de Tierra Santa fueron desembarcando de las naves atracadas en uno de los muelles de madera del puerto de Barcelona, donde unas grandes grúas móviles arrastradas por bueyes habían empezado a bajar los bultos más pesados, es decir, aquellos que los expedicionarios no podían acarrear sobre sus hombros. El grupo se fue concentrando alrededor de una gran carreta en cuya lona destacaba la Cruz de los Templarios, a la que rodeaban media docena de caballeros con la misión de procurar orden y concierto entre los recién llegados. En esos momentos, don Pedro conversaba con el que parecía tener el mando, mientras que los recién desembarcados esperaban pacientes, porque el compromiso que años antes habían adquirido para combatir contra los sarracenos vencía en aquel momento y a partir de ahora podrían disponer de sus vidas como mejor quisieran. Lo único que les quedaba por hacer era recibir la última soldada, así como los documentos acreditativos de su participación en la lucha contra el Islam, valiosa credencial, sobre todo en aquellos tiempos de encarnizadas luchas, que cada uno utilizaría como mejor supiera y pudiera cuando se reintegrase en la sociedad que ahora los acogía. Muchos de ellos volverían a empuñar las armas, único oficio que conocían, porque la amenaza al norte de los Pirineos por parte del conde de Tolosa continuaba, lo que les brindaba la oportunidad de seguir combatiendo contra los que pretendían invadir los dominios occitanos de la Corona de Aragón. Otros, cansados de 105
tanto guerrear, regresarían a sus lugares de nacimiento e intentarían reemprender una nueva vida, al menos aquellos cuyos pueblos estuvieran lejos de las cambiantes fronteras del Reino, ya que hacia el sur, en las Tierras Bajas, la lucha contra los moros continuaba denodadamente y sus habitantes tenían que vivir con una mano en el arado y la otra en la espada. Se habían formado tres largas colas que avanzaban lentamente hacía la carreta, donde los capitanes, ayudados por el intendente y por el capellán, certificaban los datos que los excombatientes iban dando. Unos escribanos, provistos de pluma, tinta y pergamino, extendían a cada soldado el documento acreditativo de su estancia en Tierra Santa y se lo entregaban junto a la bolsa que contenía la última paga. Don Pedro y don Gil, cuando comprobaron que la liquidación se iba realizando sin problemas que requirieran su atención, se separaron del grupo, dejando a los capitanes que terminaran con la ceremonia que ponía fin a la empresa que juntos habían dirigido durante cuatro meses consecutivos, compartiendo sinsabores, peligros y amenazas, pero también no pocas satisfacciones. Don Gil partiría de nuevo hacia Tierra Santa al frente de una nueva expedición de refresco que aguardaba acampada junto a las atarazanas del puerto de Barcelona y don Pedro, una vez presentados sus respetos al Maestre Provincial de Cataluña, como era preceptivo cuando un miembro de la Orden se encontraba de paso por alguna de sus circunscripciones, viajaría a Monzón, su tierra natal, para ponerse a disposición de sus superiores y acudir después a donde decidieran enviarlo. –Creo que eres muy afortunado regresando a Jerusalén –dijo Pedro Arés–. A mí me inquieta el porvenir, por desconocido. –Tienes mucho que hacer aquí. Ya ves lo que se cuenta de las ambiciones de nuestro Rey don Alfonso II, que está dispuesto a someter a los moros más allá de Valencia, e incluso de Murcia, empresa que parece irrealizable por su magnitud. Estoy seguro que para ello necesita hombres experimentados como tú. La soldadesca, una vez recibido el dinero y los documentos, se había ido dispersando, y ahora sólo permanecían junto a la carreta los más allegados a don Pedro. Poco a poco también éstos se despidieron de su jefe, partiendo a continuación hacia sus nuevos destinos. Don Gil, que 106
se había quedado rezagado como si la separación definitiva le supusiera dar un paso nada deseado, se fundió en un abrazo con su superior. –Créeme, Gil –dijo don Pedro–. Ha sido un honor compartir tantos momentos contigo. Espero volver a verte dentro de unos años cuando regreses de Tierra Santa. Mientras tanto, cuídate. Te deseo mucha suerte. Empezaba a anochecer cuando al fin don Pedro se quedó completamente solo junto a las grúas del puerto, ahora inertes como gigantescos animales dormidos. Dos baúles con sus pertenencias reposaban sobre los lomos de una mula que le habían entregado junto a un hermoso caballo sus hermanos del Temple, quienes una vez disuelta la expedición se habían retirado tras facilitarle la dirección de una posada donde pasar la noche. Lentamente, se fue acercando a la puerta que desde los muelles daba acceso a la ciudad. A su izquierda se alzaba el barrio judío, un conglomerado de casas que había ido creciendo extramuros, en las laderas de una bella montaña junto al mar, donde los hebreos vivían separados de los cristianos, aunque la convivencia entre ambas comunidades no planteara problemas de ninguna índole. Ya dentro de las murallas, una verdadera rambla, por cuyo arroyo central discurría el agua que bajaba de las montañas del interior, ascendía como un eje que partiera la ciudad en dos. Don Pedro, siguiendo las indicaciones que le habían dado, torció a la derecha y atravesó un dédalo de calles estrechas, hasta desembocar en una gran plaza rodeada de edificios suntuosos que seguían aquel nuevo estilo arquitectónico con ventanas y pórticos ojivales cuyas puntas quisieran perforar el firmamento. Poco después, se detuvo frente a la posada donde iba a pasar la noche. Horas más tarde, cuando en vano intentaba conciliar el sueño, una extraña excitación nerviosa se apoderó de él impidiéndole descansar como hubiera sido su deseo. Sabía que se aproximaba el momento de tomar la decisión que hasta ahora había ido retrasando y era consciente de que la entrevista con el Maestre Provincial que tendría lugar al día siguiente podría marcar un cambio en la trayectoria de su vida. ¿Iba a continuar, a pesar de su falta de vocación, atado contra su voluntad a los votos que había jurado debido a las presiones sufridas en Jerusalén? No, no podía seguir engañándose a sí mismo, ni mucho menos a los 107
demás. Hasta aquel momento, las cosas habían sido distintas. Su doble condición de fraile y de soldado le había obligado a anteponer las obligaciones militares a cualquier otra consideración, porque cuando se está al servicio de las armas y se tiene responsabilidad de mando, y por tanto las vidas de otros dependen de tus propias decisiones, no se puede renunciar a las obligaciones que ello conlleva. Por eso, había sido fácil dejarse llevar por los acontecimientos y seguir al frente de las misiones que se le habían ido encomendando a lo largo de aquellos años, desde que las presiones psicológicas de su superior en Jerusalén le convencieran de la conveniencia de entrar en la Orden del Temple. Pero ahora la misión en Tierra Santa había terminado y nada lo obligaba a seguir unido a esta disciplina tan alejada de sus propias convicciones. Se acordó de doña Blanca, que estaría aguardándolo en Monzón ajena por completo a sus compromisos religiosos, y no pudo evitar que un escalofrío le recorriera el cuerpo con una mezcla de profunda ternura por un lado y de rabia contenida por el otro. ¿Cuándo sería el momento de plantear su renuncia? Sin duda, al día siguiente, cuando estuviera en presencia del Provincial de Cataluña, aunque supiera que la audiencia que le otorgaba era puramente protocolaria, ajena por completo a los mecanismos de decisión que dictaban las severas reglas del Temple. Pero callarse allí, frente a una de las más altas jerarquías de la Orden, ante un hombre que solamente recibía órdenes del Gran Maestre, sería como aceptar de hecho su situación y quedar por tanto aún más comprometido, si cabía. Pero sabía, porque lo había visto muy de cerca con sus propios ojos, que el Temple toleraba muy mal las deserciones, persiguiendo con saña a quién deseaba apartarse de sus designios. Era algo así como si considerase grabados a fuego los compromisos adquiridos y no aceptara la renuncia a ellos. Pero él, pensaba Pedro, había servido a su causa leal y disciplinadamente hasta ahora, exponiendo incluso su vida en más de una ocasión. ¿No era ese motivo suficiente para que le permitieran dejar a un lado sus votos y emprender una nueva vida? Sabía que no, que no solamente era insuficiente, sino que precisamente por ello, por considerársele un hombre valioso para trabajar en pos de los objetivos de la Orden, no iba a encontrar ninguna facilidad. La aurora lo sorprendió febril, empapado en sudor, incapaz de contener el convulsivo tiritar que lo sacudía violentamente. Se levantó, 108
tratando de contener sus temblores, y al cabo de un rato, ya algo más tranquilo, partió hacia el convento donde lo recibiría el Maestre Provincial, situado en la ladera de una de las montañas que circundaban Barcelona. Montado en su caballo, dejó atrás las murallas de la ciudad, atravesó campos de cultivo, masías diseminadas y bosques aislados, cruzando arroyos por elegantes puentes de piedra, sin abandonar en ningún momento la senda bien trazada que conducía a su destino. La actividad en el campo era grande, y a don Pedro se le antojaba que aquellos payeses, más que agricultores, fueran jardineros que cuidaran un vergel que rodeaba la ciudad para disfrute de sus habitantes. Carretas tiradas por bueyes transportaban la mies hacia las eras y hombres provistos de azadas abrían y cerraban compuertas en las zanjas para conducir el agua en las direcciones deseadas. Una partida de soldados que marchaba a pie se cruzó con él y el caporal que los mandaba le saludó, llevándose una mano al pecho, cuando distinguió la Cruz bermeja de los Templarios bordada sobre su capa blanca. Poco después, cuando el sol alcanzaba su cenit, se detuvo ante las grandes tapias que rodeaban un recinto plantado de cipreses, donde semioculto en la espesura se distinguía el convento de la Orden. En la puerta enrejada, un templario, que cumplía con la misión de centinela, le pidió que se identificara, y después lo acompañó al interior del edificio, hasta la sala donde habría de recibirlo el Maestre Provincial, quien, conociendo de antemano la visita, aguardaba su llegada. Atravesaron primero un largo corredor y cruzaron después un claustro rodeado de columnas de mármol blanco, rematadas por capiteles de corte clásico, que sujetaban los arcos de medio punto sobre los que se apoyaba aquella parte del convento. En el centro del jardín se veía una fuente, de la que manaba un surtidor ascendente, cuyas aguas caían por unas artísticas cascadas hasta la pila central. Unos cipreses, de porte parecido al de los que había visto en el recinto exterior, completaban la visión de aquel lugar, austero y sobrio, pero de una hermosura poco frecuente. Después, por una escalinata que partía de uno de los laterales del claustro, subieron al piso superior y entraron en la sala de visitas, presidida ésta por un gran estandarte de la Orden que cubría casi por completo una de las paredes laterales. En el extremo contrario, sobre una tarima de madera, se veía una mesa ricamente labrada sobre la que reposaban dos valiosos candelabros 109
de plata. Y detrás se abría una puerta, por la que hizo su entrada la majestuosa figura de don Guillén de Monfort, Maestre Provincial de la Orden del Temple en Cataluña, ataviado por completo con ropas de monje, un hábito blanco que ceñía a la cintura con un gran cordón de plata y unas sandalias monacales de cuero. Nada en su atuendo, y menos en su actitud pulcra y refinada, ponía de manifiesto la condición militar de aquel templario. Todo, absolutamente todo, le confería el aspecto de un hombre de la Iglesia, la apariencia de un abad cuya misión exclusiva fuera dirigir una comunidad de pacíficos monjes dedicada a la oración, lejos por tanto de la espada. don Pedro tuvo que disimular su sorpresa acostumbrado como estaba a moverse entre Templarios armados hasta los dientes, de aspecto rudo y trato poco dado a manifestaciones mundanas. En Tierra Santa había convivido con compañeros a los que se sentía más unido por la lanza o por la daga que por la oración o la liturgia. Porque, aunque nunca había abandonado sus obligaciones religiosas –o cuando lo había hecho se había sentido profundamente culpable–, veía en sus compañeros a soldados que como él combatían a los musulmanes para defender la cristiandad. Y ahora estaba allí, ante un hombre que más parecía un obispo que un general. –Me habían anunciado vuestra visita. Celebro que hayáis venido. –Saludo respetuoso a Vuestra Eminencia. Don Pedro se dio cuenta desde el primer momento de que se encontraba en un ambiente muy distinto al que esperaba haber encontrado cuando imaginaba el escenario en el que plantearía por primera vez su decisión de abandonar la Orden. Aquel hombre que tenía delante representaba más la ortodoxia religiosa, en toda su extensión, que la dualidad que caracterizaba a los templarios. Por eso, pensó que si le manifestaba sus inquietudes, como tenía previsto, se iba a encontrar con un rechazo absoluto, porque don Guillén, con aquel aspecto de santo confesor que nunca hubiera salido del claustro de un convento, atendería más a los aspectos divinos que a los humanos, y posiblemente no quisiera escuchar, ni mucho menos entender, estos últimos. –El mes pasado me reuní en Monzón con don Ginés de Barbastro, Maestre 110
de Aragón, vuestro superior provincial –dijo don Guillén–. Conoce perfectamente los antecedentes que os acompañan y espera ansioso que comparezcáis ante él para encomendaros importantes misiones en las Tierras Bajas. Como seguramente sabréis, aquellas comarcas han quedado aseguradas frente al moro, y ahora se impone la labor de consolidación y repoblación de sus pueblos, misión para la que cuenta con Vos. Y teniendo en cuenta que los de Calatrava están presionando al Rey para que les conceda las tierras recién conquistadas, lo que sin duda perjudicaría al Temple, no se debería perder ni un momento en emprender este importante cometido. Por eso, don Ginés necesita ahora a todos los hermanos capaces de ejercer la difícil tarea de anticiparse a tan desleal maniobra. El Maestre había pronunciado estas últimas palabras restregándose las manos, mirando a un lugar inconcreto, con una sonrisa en la boca que delataba un cierto deleite al rememorar los planes urdidos por don Ginés. Don Pedro se dio cuenta de que ni aquel era el lugar para hablar de su intención de abandonar la Orden, ni don Guillén el hombre al que debería confiar en primera instancia este delicado asunto. Por eso, una hora más tarde, después de haber compartido oración y comida con la comunidad del convento, abandonó aquel lugar convencido de que alcanzar su propósito no le iba a resultar tan fácil como en principio había imaginado. El regreso a Barcelona, con el sol ocultándose tras las majestuosas montañas cubiertas de pinos que iba dejando atrás, le ofrecía una maravillosa vista de la ciudad, que a lo lejos, junto al mar, refulgía bajo la luz crepuscular que levantaba en sus tejados infinidad de colores y proyectaba la silueta de sus iglesias y palacios sobre las aguas del puerto. A la mañana siguiente se presentó en la posada Elías Mata, un rústico payés del Ampurdán a quien la Orden del Temple había contratado como escudero de don Pedro. Provisto de su correspondiente acreditación, en la que se adjuntaba una carta con sus obligaciones y derechos, sin que faltara el salario estipulado, aguardaba a su nuevo señor en la puerta de la fonda, sujetando por las bridas a los caballos, junto a los cuales pateaba el 111
suelo la mula cargada con el equipaje. Poco más tarde, los dos hombres emprendieron el camino hacia el oeste por una carretera mal empedrada que cruzaba las cordilleras catalanas próximas a la costa, para después adentrarse en las tierras del interior, hacia Lleida. La ciudad del Segre, a media distancia entre Barcelona y Zaragoza, había empezado a adquirir en los últimos años una gran relevancia, convirtiéndose en punto obligado de paso entre las fértiles y bien cultivadas comarcas costeras y los áridos páramos aragoneses, en los que la escasez de agua obligaba a sus habitantes a vivir en lugares próximos a los ríos. Atravesar los puertos de montaña resultó bastante duro para los dos hombres, a pesar de que ambos estuvieran bien preparados para tales menesteres. Aquellas pendientes empinadas, por las que apenas nadie transitaba, ponían a prueba la resistencia de las caballerías y no menos la de sus conductores, aunque éstos lo hicieran a lomos de sus cabalgaduras. Cuando arribaron al otro lado de las montañas, descubrieron unas tierras bien cultivadas pero aparentemente menos feraces que las que habían dejado atrás. Las riberas de los ríos que bajaban de los cercanos Pirineos, auténticas torrenteras en ocasiones, resultaban paraísos aislados en medio de las áridas parameras que constituían el paisaje. Los pueblos eran bastante más pequeños que los de la costa, y sus habitantes, de carácter receloso, parecían huir del contacto con los forasteros, como si desconfiaran de todo aquel que procediera de fuera de sus comarcas. Tres jornadas tardaron en llegar a Lleida, donde descansaron un día entero, y otra más en descubrir a lo lejos la ciudad de Monzón, su destino por ahora. Durante aquellos días, Elías Mata se mostró ante los ojos de don Pedro como un eficaz ayudante de campo. Sabía tratar a los caballos, era diestro en el arte de cabalgar, administraba las viandas con prudencia, compraba a buen precio en los mercados, negociaba con talento en las posadas sin menoscabo de la comodidad y velaba por la seguridad, explorando cuidadosamente los caminos y oteando el horizonte cuando 112
ello era posible. Conocía su oficio, porque, a pesar de su origen labriego, llevaba ya algunos años ejerciendo de escudero, ocupación que le había agudizado los sentidos para estar siempre al servicio de su amo ocasional, convencido de que la satisfacción de éste redundaría siempre en la suya. Elías no había salido nunca de su Cataluña natal, si bien la guerra contra el moro no le era desconocida por haber participado durante algunos meses en las luchas que se libraban al sur de Tortosa, donde las huestes catalanas pretendían avanzar hacia Valencia, la rica ciudad levantina. Por eso, el paisaje aragonés le era totalmente desconocido, tan distinto del que hasta ahora habían visto sus ojos, y hasta tenía dificultades para entender el habla de aquella gente, más duro, menos cantarín que el de los suyos. Pero acostumbrado a adaptarse con facilidad a las circunstancias, necesidad convertida en virtud, no parecía encontrar grandes problemas para ceñirse al escenario que ahora pisaban sus pies, valor añadido que don Pedro supo apreciar desde el primer momento. Atravesaron Monzón, cruzaron el Cinca por un puente de piedra de tres ojos, bajo cuyos arcos el río bajaba manso y oscurecido por la negritud de la noche, y llegaron a las puertas de la casa palacio de don Alfonso Arés, hermano mayor y único de don Pedro, a quien éste no veía desde que partió hacia Tierra Santa algunos años antes. Aquella casa solariega, que había sido también la de sus padres y, por tanto, la suya hasta unos años antes, le trajo a Pedro recuerdos de otros tiempos ya perdidos en el pasado, nostalgias de momentos que ya nunca volverían. Y aunque su corazón se había endurecido de tanto batallar, no pudo evitar que una lágrima inoportuna le nublara la vista y un amargo escozor le quemara la garganta. Elías, a su lado, algo debió de notar, porque carraspeó recordando su presencia y devolviendo a su amo la noción del presente que estaba a punto de perder. Unos ladridos en el jardín alarmaron a los moradores de la casa y un criado con un hachón encendido salió para averiguar quiénes eran aquellos visitantes que llegaban a horas tan intempestivas. Aquella noche, don Pedro se sintió sumamente feliz en compañía de don Alfonso y de doña Inés, la esposa de éste. Su hermano ocupaba 113
ahora una importante posición en la corte de Alfonso II, quien cuando viajaba por aquellas tierras solía fijar su residencia en Monzón, aunque siempre por muy poco tiempo. En esos momentos, el Rey se encontraba en Alcañiz, plaza fuerte recientemente conquistada a los moros, cuya protección se rumoreaba que iba a otorgar a la Orden de Calatrava, aunque el Temple, siempre en alerta ante los movimientos de su rival, estuviera maniobrando para hacerse con la prerrogativa. La circunstancia de que don Pedro perteneciera a esta Orden obligó a don Alfonso a recomendar a su hermano que fuera muy prudente si se veía obligado a participar en las intrigas de sus Hermanos, porque la decisión real estaba tomada y no era previsible que sufriera cambios en adelante. –El Rey valora muy positivamente la colaboración que le presta el Temple –dijo el mayor de los Arés–. Pero cree estar haciendo justicia al entregar Alcañiz a los de Calatrava. Son decisiones controvertidas que debemos acatar sin discusión. Pedro Arés iba a replicar que no tenía ninguna intención de entrar en aquella lucha de intereses, porque venía con la decisión tomada de solicitar dispensa al Maestre Provincial y abandonar la Orden. Pero, una vez más, calló su íntima inquietud, temeroso de no ser entendido ni siquiera por su hermano, que a todas luces se sentía orgulloso de tener en su propia familia a un Caballero del Temple. Durante toda la conversación, este orgullo fraterno se había ido poniendo de manifiesto de tal forma que ahora resultaría inoportuno lanzar el mensaje de sus hondas preocupaciones. Es más, don Pedro, halagada su vanidad ante tanto elogio de su hermano, cedió a la tentación de hacer ostentación de sus andanzas por Tierra Santa, dando a entender que se sentía muy satisfecho con su condición de fraile y soldado, alardeando incluso de abrigar legítimas ambiciones dentro de la Orden, para cuyo logro, dijo, se encontraba preparado. Sólo cuando doña Inés ya se había retirado a descansar y los dos hermanos saboreaban un aguardiente casero servido con generosidad, Alfonso se atrevió a preguntar a Pedro por su actitud ante la condición de célibe que libremente había aceptado, mencionando a doña Blanca, a la que suponía aguardando su regreso. –¿Qué ha sido de ella? ¿Sigue tan hermosa como la recuerdo en mis pensamientos? 114
–Más, si cabe. –Quisiera verla, poque le debo una explicación.
–No creo que sea una buena idea. A una dama con la que se ha incumplido la promesa de matrimonio no cabe dar explicaciones, porque nunca las aceptaría. Aunque la hayas traicionado por una causa tan noble como es la tuya, no deja de ser una deslealtad. Solo cabe que la olvides, porque ella terminará olvidándote a ti. Aquella noche, en la quietud de su antigua habitación, que a pesar del tiempo transcurrido permanecía igual que antes de abandonar la casa, don Pedro Arés volvió a sufrir las pesadillas que le perseguían de un tiempo acá. Seguía amando a doña Blanca y quería romper su compromiso con la Orden para cumplir con la promesa de matrimonio que le hizo en su día, pero ni siquiera ante su propio hermano, quizá la persona más cercana a él, había sido capaz de hablar de los propósitos que anidaban en el fondo de su alma. Empezaba a reconocer que no iba a tener valor para plantear a nadie su inquietud, no sabía si por temor a despertar actitudes que se volvieran contra él, o porque en su subconsciente anidara la idea de continuar en aquel mundo guerrero que en cierto modo le entusiasmaba y le procuraba no pocas satisfacciones. Pero en su insomnio, en el duermevela de esa noche, sí pudo tomar una determinación: vería a doña Blanca y le explicaría lo que le sucedía. La ocasión no se hizo esperar demasiado, porque su inseparable Elías había trabado amistad con una de las criadas de doña Blanca y cuando don Pedro lo supo le pidió a su escudero que, con la connivencia de la doncella, le preparara un encuentro con su enamorada. Y así, por fin un día se vieron en secreto en casa de una hermana de la sirvienta, donde Pedro tuvo la ocasión de explicarle sus cuitas, manifestándole que estaba dispuesto a plantear a sus superiores el problema de conciencia que lo aquejaba y unirse a ella para siempre mediante matrimonio. Tenía que encontrar la ocasión para ello, porque podían surgir muchas dificultades y no quería precipitarse. 115
Pero el tiempo fue pasando rápidamente, sus encuentros se repetían con gran frecuencia, la atracción de sus cuerpos fue en aumento, la tentación superó la resistencia de sus voluntades y muy pronto, inevitablemente, se convirtieron en apasionados amantes. Sin embargo, don Pedro no encontraba el momento de presentar la renuncia a don Ginés de Barbastro, el Maestre Provincial de la Orden, y fue cayendo poco a poco en la trama que éste hábilmente urdía para sus planes de expansión por el Bajo Aragón, donde los de Calatrava afianzaban su hegemonía, dejando cada vez menos espacio para las restantes órdenes militares. Dos meses después de su llegada a Monzón, don Pedro supo que doña Blanca estaba encinta. Al principio creyó que el mundo se hundía bajo sus pies, pero más por la vergüenza que le depararía aquella situación que por consideraciones morales que mortificaran su espíritu. Pero a continuación, superado el estupor, sujetó entre sus manos la cara de su amada, la besó en los ojos y le prometió una vez más que abandonaría todo por ella. Y cuando decía esto lo hacía con convicción, seguro de ser capaz de cumplir su compromiso, pero ignorando las barreras que iban a surgir para impedirlo. Decidió pedir ayuda a su hermano Alfonso, para que éste, apoyándose en la autoridad que le confería su posición cercana al Rey, pidiera a la Orden que se le eximiera de sus votos y se le permitiera regresar a la vida de la que nunca debió haber salido. Y aquel mismo día, don Pedro habló con él y se sinceró por completo. Pero don Alfonso, después de oír el relato pormenorizado de aquellos ilícitos amores, entró en un estado de cólera enfurecida, de ira desatada, en un arrebato de expresiones verbales de tono desmesurado que por sí solas ponían de manifiesto la magnitud de la indignación que sentía. Y no parecía que su enojo respondiera a consideraciones de índole moral por el pecado cometido y la afrenta provocada a la familia de doña Blanca, sino más bien a la honda preocupación que le entraba al intuir que la fulgurante carrera que había previsto para su hermano menor podía hundirse por culpa de los arrebatos incontenibles de la carne, como consecuencia de la pasión que Pedro no había sabido encauzar adecuadamente. ¿Cómo era posible que no hubiera sido capaz de satisfacer los apetitos lujuriosos por 116
otros cauces, quizá más villanos, pero menos comprometedores, como lo hubiera hecho en sus circunstancias cualquier hombre de alcurnia? Qué engañado había estado hasta entonces al suponer que su hermano menor conocía perfectamente la senda que había elegido años atrás en Tierra Santa y, por tanto, también el sacrificio que entrañaba alcanzar altas cotas de poder iguales o incluso mayores de las que él mismo había conseguido. No podía ayudarlo en su pretensión de abandonar la Orden, y mucho menos después de tamaño desaguisado, porque al escándalo público se uniría ahora la indignidad de la deserción. Mientras tanto, el padre de doña Blanca, un caballero de rancio abolengo cuya familia había servido a la Corona desde tiempo inmemorial, al conocer la noticia del estado de su hija, y conocedor de la condición religiosa de su amante, juró vengar la afrenta recibida. Pero para entonces la maquina del poder ya se había puesto en marcha a instancias del hermano de don Pedro, que no había dudado en explicar lo sucedido al Maestre Provincial de la Orden del Temple, proponiéndole que, haciendo uso de sus prerrogativas como superior de don Pedro, lo enviase lejos de allí para que se pusiera inmediatamente al servicio de la causa a la que había jurado fidelidad mientras viviera. Don Alfonso, por su parte, se encargaría de acallar las voces del desairado padre, a quién propondría mantener en secreto el estado de su hija, porque él, cuando llegara el momento, se haría cargo de la criatura reconociéndola como suya. En cuanto a doña Blanca, después del alumbramiento, profesaría como monja en un convento lejos de Monzón. Y así todos podrían salir airosos de aquel desdichado asunto. Los planes se pusieron en marcha con la aquiescencia de todas las partes implicadas, porque incluso el propio don Pedro tuvo que aceptar el trato que se le proponía, amenazado como estaba de tener que someterse a un juicio sumarísimo que le podría costar muy caro, mientras que a doña Blanca no se le dio oportunidad alguna para que expresara su parecer. Los templarios celebraron una sesión interna, dentro del mayor secreto, en la que a don Pedro se le condenó a abandonar las tierras de Monzón y trasladarse a Montalbán, una localidad hasta hacía poco fronteriza, cercana al escenario en el que las huestes aragonesas peleaban contra el 117
moro en su avance hacia la ciudad de Teruel. En el juicio sumarísimo se hablo menos de pecado que de deslealtad, y quedó de manifiesto que al culpable se le brindaba la ocasión de redimir sus culpas y reemprender su hasta ahora ascendente carrera. El ambicioso Provincial, don Ginés de Barbastro, que había presidido personalmente el proceso, tenía mucho interés en mantener al culpable a su servicio y utilizarlo como un peón más en su lucha por alcanzar mayores cotas de influencia en las comarcas del Bajo Aragón recién conquistadas, donde el enemigo no solamente era el moro sino también los de Calatrava, que empezaban a tomar ventaja al Temple en el reparto de prebendas. Allí, en aquellas inhóspitas tierras, se necesitaba gente valiente y decidida, ambiciosa y ávida de gloria, como pensaba don Ginés que era don Pedro Arés. Por eso, en privado, una vez acabado el juicio, el Maestre de Aragón le dijo a su subordinado que todos los errores que había cometido quedarían olvidados si se atenía escrupulosamente a sus instrucciones y procedía de acuerdo con las órdenes que en adelante le haría llegar a través del que ahora iba a ser su nuevo guía, el Comendador del convento de Montalbán, don Álvaro de Ariza. Con un lenguaje sibilino, en ocasiones lisonjero, pero a la vez amenazador, le puso de manifiesto que no tenía elección. O seguía el sendero que se le marcaba con precisión, o podía acabar en el patíbulo, aunque nunca llegara a utilizar esta truculenta expresión. A través de su fiel Elías, don Pedro conoció la desesperación de doña Blanca que, herida en lo más profundo de sus sentimientos por la maniobra que se urdía a su alrededor, todavía confiaba en que su enamorado la liberara del atroz desasosiego. Pero éste, prisionero como estaba de su destino, incapaz de hacer frente a los designios de la Orden y abandonado por su propio hermano en quien había confiado, se limitó a enviarle un mensaje de consuelo, poniendo el acento en la voluntad divina, descargando así su conciencia, mirando, en definitiva, hacia otra parte. Sabía, ése era el pacto, que nunca más volvería a verla, porque, incapaz de superar sus contradicciones internas, se había resignado a su suerte aceptando sin condiciones las órdenes de don Ginés. Unos días más tarde, cuando se acallaron los ecos del escándalo, que gracias a la discreción de todos no había logrado salir del estrecho 118
entorno de sus protagonistas, Pedro Arés, acompañado de Elías, emprendió viaje hacia su destierro. Se dirigieron al sur, siguiendo el curso del río Cinca, y atravesaron el Ebro, a bordo una barca manejada por moriscos en la que a punto estuvieron de naufragar debido al mal estado de la embarcación, en la cual entraba más agua que la que sus tripulantes eran capaces de achicar. En Caspe, donde pervivían las costumbres y los usos de los moros, pasaron un día y una noche antes de proseguir viaje hacia Híjar. Por aquellos pueblos, asolados por las recientes luchas, vagaban infinidad de personajes extravagantes contra los que era preciso tomar precauciones si el viajero no quería verse envuelto en conflictos de dudoso desenlace. Por todas partes se veían mercenarios armados hasta los dientes en busca de un capitán que quisiera darles empleo, prostitutas ejerciendo su oficio entre las huestes cristianas, curas necesitados de feligreses y ansiosos de convertir a los infieles, extranjeros que necesitaban una nueva patria donde asentarse, feriantes, bandoleros, tahúres y tramposos. Y en los caminos, en cualquier recodo que se prestase a ello, campamentos abigarrados donde se cobijaban toda clase de gentes trashumantes que habían acudido al reclamo de las nuevas tierras recién ocupadas. Don Pedro, ataviado con sus inconfundibles ropas de templario, cabalgaba entre aquella chusma con actitud altiva, procurando infundir respeto, pero vigilando que nadie pudiera darle un disgusto traicionero. Elías iba siempre muy pegado a su amo, cubriéndole la espalda, mirando a todas partes con temor, no entendiendo las razones que existían para adoptar una actitud tan gallarda pero tan provocadora. Estaban en la frontera entre dos mundos enfrentados, en la que unas leyes no escritas marcaban las conductas de sus moradores, donde la vida humana no tenía valor alguno y las cuitas se dirimían con las armas en la mano; pero también en un lugar en el que funcionaba a la perfección un complejo sistema de jerarquías tácitamente aceptado por todos, en el cual los caballeros de las órdenes militares ocupaban un lugar privilegiado, una posición de inequívoco prestigio que nadie se atrevía a desafiar. Y eso era algo que don Pedro conocía perfectamente y que Elías aprendía día a día. Desde Híjar se dirigieron hacia Montalbán, su destino inmediato, primero por llanuras inacabables y después a través de escarpadas 119
montañas y profundos desfiladeros, entre frondosos pinares más aptos para la vida de las alimañas que para la de los seres humanos. Cruzaron pequeñas aldeas habitadas por moriscos, donde la presencia cristiana a penas se hacía notar, a no ser por alguna capilla de porte modesto, construida con premura, que imprimía el carácter religioso de los conquistadores sobre los antiguos moradores, muchos de los cuales habían decidido permanecer en sus hogares, unos por irrenunciable apego a la tierra de sus mayores y otros con la ciega confianza de que la frontera volvería a cambiar de emplazamiento, ya que no sería la primera vez que ello ocurriera. Sin embargo, por aquellas tierras ya no se veían extrañas gentes como las que poblaban las orillas del Ebro, quizá porque esa chusma no encontrara todavía la suficiente seguridad para adentrarse en unas tierras donde las escaramuzas militares eran frecuentes y el peligro de caer en manos enemigas muy alto. Don Pedro y Elías llegaron por fin a Montalbán y se dirigieron directamente al convento de los templarios, un edificio que destacaba entre las restantes casas del pueblo, protegido por grandes muros almenados que le conferían el aspecto de una pequeña fortaleza. Se veía bien claro que se trataba de una construcción anterior a la llegada de los cristianos, en la que los templarios habían hecho algunas obras de acondicionamiento para dotarla de mayor seguridad, como solían hacer después de cada ocupación. El Comendador del convento, don Álvaro de Ariza, recibió a don Pedro inmediatamente, y a lo largo de una conversación larga y distendida le fue poniendo al corriente de la situación que existía en su Encomienda, cuya sede residía en Montalbán y se extendía hacia el sur, más allá de las tierras altas del Guadalope, donde aún se combatía contra el moro para asegurar los abruptos territorios que anteceden a Teruel, ciudad recientemente conquistada al Islam, desde la que el Rey don Alfonso II pretendía continuar avanzando hasta llegar al mar y ocupar el reino moro de Valencia. –Vuestra misión consiste en establecer un puesto avanzado permanente en La Puebla, uno de los lugares de paso obligado desde el norte hacia Teruel –explicó don Álvaro–. La Orden quiere asegurar su primacía en estas abruptas comarcas, ya que los de Calatrava se han anticipado en Alcañiz y en su comarca consiguiendo que el Rey la ponga bajo su custodia. Nos corresponde a nosotros lograr lo mismo en esas tierras. Después, añadió que pondría bajo sus órdenes a cuatro jóvenes caballeros de la Orden, todos ellos de reciente incorporación al 120
Temple, pero que ya habían demostrado su valía combatiendo en las feroces luchas libradas para reconquistar las Tierras Bajas. A los cuatro templarios les acompañaría una veintena de mercenarios capitaneados por un gascón llamado Roldán, una especie de gigante de cerca de dos metros de altura, profusa barba pelirroja y andares vacilantes, que había conseguido fama por su valor y coraje frente al moro. Las malas lenguas decían que antes estuvo combatiendo al lado del Conde de Tolosa contra el Rey de Aragón, pero que hecho prisionero cerca de Carcassone había renegado de su anterior causa jurando lealtad a don Alfonso II. Poco tiempo permaneció don Pedro en el convento de Montalbán, porque al cabo de unos días, cuando hubo conocido a cada uno de sus hombres, se puso en marcha al frente de su pequeña mesnada, buscando hacia el sur el río Guadalope, siguiendo su curso hasta llegar al profundo valle en cuyo extremo norte se asentaba La Puebla, erigida sobre la falda de una escarpada montaña rocosa de acceso difícil, en cuya cima los moros habían construido en tiempos un castillo, un auténtico nido de águilas que milagrosamente se sostenía sobre las rocas. Un conjunto de pequeñas casas, muy pegadas las unas a las otras para que el sol no castigase a los que transitaban por sus estrechas calles empedradas, constituía una pequeña villa rodeada por una muralla que ceñía el pueblo por el sur y ascendía por el este y el oeste hasta enlazar con las del castillo. A través de una puerta que se abría a Levante, la pequeña comitiva entró en el recinto amurallado, ascendió por las tortuosas calles del pueblo, pasó frente a una iglesia cristiana todavía en construcción y enfiló la entrada del castillo por un estrecho camino entre rocas, hasta entrar en la fortaleza por un puente levadizo que salvaba una quebradura del terreno abierta sobre el abismo que se desplomaba sobre los tejados de la vieja medina. Don Pedro, que cabalgaba en cabeza seguido muy de cerca por el resto de sus hombres, observó que la población estaba formada mayoritariamente por moriscos que vestían sus atuendos tradicionales y que hablaban una lengua muy parecida al árabe que había aprendido a lo largo de los años de permanencia en Tierra Santa. Sin embargo, aquellas personas entendían perfectamente el romance de los aragoneses, y mediante una extraña mezcla de palabras procedentes de los dos idiomas no era difícil entenderse con ellos. Unos metros más 121
abajo del lugar donde se construía la nueva iglesia cristiana, permanecía abierta la antigua mezquita musulmana, en la que entraban y salían los seguidores de Mahoma sin que nadie estorbara sus movimientos. Y en la plaza principal, un mercado ambulante exponía las mercancías traídas de las comarcas cercanas e incluso de más allá de las cambiantes fronteras. En el castillo había una pequeña guarnición de seis hombres al mando de un individuo llamado Matías, veterano soldado que esperaba ansioso la llegada de los Templarios para salir de su tediosa inactividad. Don Pedro enseñó los documentos que le acreditaban como nuevo alcaide y dio instrucciones a los mercenarios para que se pusieran a las órdenes de Roldán, aumentando de esa forma su pequeño destacamento. La fortaleza, un recinto de grandes proporciones, con una torre que dominaba el valle y un patio de armas alrededor del cual se distribuían las distintas dependencias, debía tener cerca de doscientos años de antigüedad, pero había resistido el paso del tiempo con dignidad y se encontraba en buen estado de conservación, algo que a don Pedro le dio la idea de utilizarla, una vez debidamente reformada, como sede local de la Orden, aunque no ignoraba que tendría que ser el propio Rey quien se la asignara definitivamente, junto con la villa aledaña, mediante la promulgación de una carta puebla, como establecían las leyes del Reino. Pero anticiparse a los designios reales con un hecho consumado podría inclinar la decisión final a favor de los templarios, por lo que no dudó en tomar posesión adelantada del viejo alcázar. La Puebla del Cid –cuyo nombre recordaba las correrías del Campeador por aquellas tierras un siglo antes– no debía de tener más de cuatrocientas almas, una vez descontadas las que habían huido tras la llegada de los conquistadores y añadidas las de los cristianos que se habían trasladado allí tras la ocupación. La autoridad civil descansaba sobre el Adelantado del Rey, don Beltrán de Zazo, un noble aragonés que al tomar posesión de su cargo se había establecido en la antigua residencia del visir, un viejo palacete rodeado por un hermoso jardín y unido al castillo mediante un angosto túnel excavado bajo las rocas. Don Pedro, a quien la Orden le había enseñado no sólo el oficio propio de su condición militar sino también el diplomático –más sutil éste pero de 122
mayor eficacia–, visitó en cuanto pudo al Adelantado para presentarle sus respetos y dejar establecidos desde el principio los entornos de responsabilidad que le correspondían a cada cual, porque aunque no se podía poner en duda que el Adelantado encarnaba la representación del Rey, no era menos cierto que el mando militar le correspondía a don Pedro, y aquellas tierras eran todavía un campo de batalla y lo iban a seguir siendo durante mucho tiempo. Pero no hubo ningún problema de entendimiento, porque era evidente que ambos se necesitaban y sabían muy bien que sus cometidos se complementaban, ya que no era posible ejercer la autoridad civil sin el respaldo de las armas, ni tampoco llevar adelante la lucha contra el enemigo si no se contaba con el apoyo de las instituciones que representaban al Rey. –Estaba esperando vuestra llegada con anhelo, don Pedro –dijo el Adelantado–. Las incursiones de los moros son continuas y desde que el ejército del Rey se desplazó hacia el sur corremos el riesgo de sufrir en cualquier momento ataques por sorpresa. Eso sin contar con el peligro que supone vivir entre moriscos, cuyas verdaderas intenciones siempre nos serán desconocidas. Don Pedro le explicó que precisamente se proponía organizar una pequeña guarnición para proteger el pueblo, y a continuación partir hacia el campo de batalla, porque todo el esfuerzo que se hiciera para expulsar definitivamente al enemigo de aquellas tierras era poco. Las noticias que llegaban no eran malas, ya que al parecer la comarca del río Alfambra y la ciudad de Teruel estaban aseguradas. Pero, sin embargo, aún se combatía por las serranías y los puertos de montaña que rodean Morella, ciudad que se resistía a ceder ante el empuje de los cristianos. Aquel mismo día don Beltrán invitó a don Pedro a compartir su mesa, en la que también se sentó doña Flor, la esposa del Adelantado, una mujer mucho más joven que su marido, de una hermosura tal que parecía fuera de lugar en aquel ambiente tan austero, donde las recientes luchas habían dejado por doquier un rastro desolador. Don Pedro se quedó petrificado cuando la vio, con dificultad para articular palabra, intentando, eso sí, disimular la impresión que le había causado la aparición de aquella dama, a quién dada la edad de su anfitrión había imaginado mucho mayor y desde luego bastante menos bella. El dueño de la casa debió de notar cierta perturbación en el semblante de su 123
invitado, porque, con una sonrisa de orgullo en el rostro, cogió a su esposa de la mano y la acompañó triunfante hasta su asiento, justo enfrente del que ocuparía el templario. Después, se sentó en la cabecera de la mesa, teniendo a doña Flor a un lado y a don Pedro al otro, estos dos cara a cara. La comida transcurrió por cauces mundanos y los temas principales de conversación giraron alrededor de las andanzas del soldado-monje por tierras de Oriente, que el templario fue contando con detalle, recalcando los pasajes que a su juicio podrían llamar más la atención de doña Flor, que no perdía una palabra del relato. Naturalmente eludió lo concerniente a sus amores prohibidos con doña Blanca, aunque sospechara que don Beltrán, y por tanto su esposa, pudiera estar informado del desdichado episodio de Monzón y de sus tristes consecuencias. Pero quería ser prudente con este espinoso tema, que ponía el acento en su proceder galante pero también en la debilidad de su espíritu, esto último una carga amarga que pretendía ocultar ante cualquiera, y ahora sobre todo ante la dueña de la casa que seguía la conversación con inusitado interés, circunstancia que no le pasó inadvertida al Templario, que ya había decidido hacer todo lo posible para seducirla en la primera ocasión que se presentara. Unos días más tarde, don Pedro se dirigió hacia los escarpados montes que se veían desde La Puebla más allá del río Guadalope. Lo acompañaban tres de los cuatro templarios y dieciocho jinetes fuertemente armados, entre ellos Roldán y Matías. Cruzaron el río, y a través de un camino cada vez más intrincado llegaron al anochecer a Mirambel, un pueblo recientemente ocupado por los cristianos donde una algarabía de soldados aguardaba la próxima llegada del Rey don Alfonso para seguirlo hasta Morella, ciudad que se oponía al ataque de aragoneses y catalanes en su avance victorioso hacia Valencia. El reciente tratado de Cazola entre Castilla y Aragón había sentado los límites de la expansión de cada uno de los dos reinos cristianos, y dentro de aquel reparto la ciudad del Turia era el próximo objetivo de Alfonso II, a quien por la templanza de sus costumbres sus súbditos empezaban a llamar el Casto. El campamento cristiano se había instalado fuera de la población, sobre la vertiente abancalada de un monte, y según algunas estimaciones alojaba a más de mil hombres llegados de todos los rincones del reino. En la parte más alta acampaban los occitanos procedentes de los dominios 124
catalanes de más allá de los Pirineos; en el centro, a media ladera, un nutrido grupo de jinetes del Alto Aragón enarbolaba sus insignias con orgullo, alegrando el ocio con sus briosas canciones; un poco más abajo, los de Calatrava, que habían acudido a la llamada del Rey convencidos de que Morella, igual que Alcañiz, quedaría bajo su jurisdicción, se distinguían por la enseña con la cruz que ondeaba sobre sus tiendas; cerca de éstos, los caballeros del Santo Sepulcro, silenciosos y disciplinados, y junto al camino, los Templarios, en menor número, se agrupaban alrededor de su comandante, don Agustín de Villena, representante en aquel lugar del Gran Maestre de la Orden del Temple. Don Pedro, como era obligado, se presentó a don Agustín para presentarle sus respetos y ponerse bajo sus órdenes; pero se encontró con la gran sorpresa de que su superior había decidido ordenarle que volviera grupas y regresara inmediatamente a La Puebla. –Aquí somos ya los suficientes como para hacer notar nuestra presencia, aunque todos sepamos de antemano que Morella quedará bajo el control de los Calatravos –dijo masticando sus palabras–. Nuestro Gran Maestre ha decidido, sin embargo, no darse por vencido en las comarcas del oeste, entre ellas la de La Puebla. Por eso es necesario que regreséis allí y os entreguéis por completo a la labor que se os ha encomendado. En estos momentos es tan necesario asegurar lo conseguido hasta ahora como proseguir la conquista de nuevas tierras. Tiempo habrá para que participéis en la lucha. Don Pedro iba a replicar que él era un hombre de armas y no un administrador de tierras, que para eso ya estaba don Beltrán, y que no creía aconsejable dejar la conquista de Morella en manos de sus rivales, los de Calatrava. Pero se contuvo a tiempo al darse cuenta de que su alegato no iba a tener ningún éxito, porque la Orden, a la que debía obediencia ciega, había tomado una decisión, sin duda irrevocable. –Podéis quedaros a recibir al Rey –añadió don Agustín, al percibir el desaliento en el rostro de don Pedro–. Está viniendo desde Teruel para ponerse al frente de este ejército y se sabe que recibirá a todos los caballeros de las órdenes que estén presentes en el campamento. Ello os incluye. El Rey llegó aquella misma noche acompañado de un nutrido grupo de veteranos que había participado en el asalto a Teruel y, durante 125
la mañana del día siguiente, recibió a los caballeros uno a uno como estaba previsto. Cuando le tocó el turno a los del Temple, don Agustín se colocó junto al joven monarca y fue presentando a cada uno de sus hombres. Y cuando le llegó la vez a don Pedro, Alfonso II hizo que se detuviera y le preguntó por su hermano, a quien al parecer no veía desde hacía meses. –Está en Monzón, mi señor. –Un gran hombre y un fiel servidor de la Corona. Estoy seguro de que vos seguiréis sus pasos. Al día siguiente, don Pedro emprendió el regreso hacia La Puebla, entristecido por no acudir al campo de batalla, pero contento de haber conocido en persona al Rey. Durante el camino pensó que no tardaría en volver a ver a doña Flor, cuya imagen había llegado a convertirse en una verdadera obsesión para su atormentado y solitario corazón. Sabía la insensatez que entrañaba su pretensión, pero una vez más era víctima de las tentaciones, un destino inherente a su condición de hombre joven del que no era capaz de sustraerse. En el fondo de su conciencia había empezado a tomar fuerza la idea de que, a pesar de su voto de castidad, nada podía hacer para vencer a sus instintos, por lo que tendría que procurar reconciliar sus íntimos anhelos con la formalidad de su estado. O dicho de otra forma más llana y sencilla, había llegado al convencimiento de que estaba dispuesto a vivir bajo los hábitos de la Orden, pero sin renunciar a los placeres de la carne. Cuando el grupo traspasó las murallas de La Puebla, el sol desaparecía tras las montañas que cierran el valle por el oeste tiñendo el firmamento de mil colores y derramando la oscuridad progresiva de la noche sobre las escarpadas cumbres que rodean el pueblo. La comitiva pasó primero ante la mezquita, que a esas horas ya había cerrado sus puertas, y más tarde frente a la iglesia cristiana en construcción, cuya fachada principal de estilo mudéjar demostraba que aquella obra la estaban erigiendo los mismos que oraban en el templo musulmán. Don Pedro se dio cuenta de que la tierra que pisaba no sería durante mucho tiempo ni verdaderamente cristiana ni auténticamente musulmana, porque el acontecer histórico la había convertido en crisol de una nueva cultura híbrida a cuyo nacimiento estaba asistiendo. Un poco más tarde, el rastrillo se cerró tras los jinetes, mientras se oía el crujido de las maderas del puente levadizo que, tras ser izado, aislaba el castillo del mundo exterior durante la noche. 126
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Capítulo Sexto La Peña de la Hoz
VI
Una larga comitiva descendía lentamente por la Cuesta de la Huerta y se dirigía hacia el este. Cabizbajos, con las caballerías sobrecargadas por el peso de las pertenencias que habían podido salvar de la codicia de sus paisanos cristianos, los moriscos de La Puebla iniciaban el largo peregrinaje que los llevaba hacia Vinarós, para allí embarcar rumbo a las costas del norte de Africa, el destino que les había marcado la intolerancia de los seguidores del Duque de Lerma. Un lastimero murmullo flotaba por encima de sus cabezas, como un inútil intento de poner una vez más de manifiesto su rechazo al atropello que les había infligido la sociedad a la que habían pertenecido durante siglos, y a la que con su esfuerzo, con su sudor, y a veces con su sangre, ayudaron a progresar a lo largo de varias centurias. Nadie volvía la cabeza atrás en una actitud de altivez que respondía a su orgullo de raza, a la seguridad de pertenecer a un pueblo que quería mantener su dignidad por encima del agravio, contra el infortunio y la adversidad. Omar Embed cabalgaba en cabeza dentro de un pequeño grupo de jinetes cuya misión era proteger a la comitiva, aunque lo hiciera a las órdenes de un capitán de alabarderos, el verdadero jefe de la expedición. El joven morisco montaba a Trotón, un regalo que le había hecho don Tomás Arés cuando comprendió que resultaba imposible retenerlo junto a él como hubiera sido su deseo. Omar sabía que su amo había 129
intentado que se hiciera una excepción con su persona, pero el cupo de los que podían quedarse en La Puebla se había rebasado en demasía y las autoridades no aceptaron la singularidad de su caso, en el que sólo pesaba su condición de caballerizo, situación no contemplada en las normas que se dictaron para poner en práctica el Decreto de Expulsión. Cuando los últimos moriscos de la comitiva habían ya sobrepasado el puente de piedra que cruza el río a la altura del Pozo de los Cangrejos, un grupo de gente a caballo, cuya indumentaria manifestaba que se trataba de campesinos cristianos, apareció al galope por el pinar en dirección a la cabecera del triste cortejo. Omar, desde su privilegiada posición, vio como se acercaban aquellos hombres y comprendió al instante que se trataba de una partida de las muchas que se habían sublevado para defender la permanencia de los moriscos en el Reino. El capitán que mandaba la expedición debió entender que cualquier intento de defenderse de los insurrectos iba a resultar baldío, entre otras cosas porque los moriscos que constituían el retén de protección disponían de pocas armas y posiblemente no estuvieran dispuestos a enfrentarse a los atacantes. Levantó la mano para que la columna se detuviera y espoleó a su montura para dirigirse al encuentro de los recién llegados. Éstos, que sobrepasaban la docena, lo rodearon sin tan siquiera desenvainar sus defensas, conscientes de que la actitud del oficial no era agresiva. –Deténgase Vuestra Merced –exclamó a voz en grito Francisco Cortés, el indómito amigo de Tomás Arés. –¿Quién lo ordena? –contestó altivo el capitán. –Los Fueros de Aragón y sus defensores. Lo que vino a continuación fue muy rápido. Los insurrectos desarmaron al oficial, pero le permitieron continuar a lomos de su montura. Después, Francisco Cortés, de pie sobre los estribos de su caballo para ganar altura sobre los demás, animó a quien así lo deseara a unirse a los sublevados y participar en la lucha a favor de la derogación del Decreto. Con gesto dominante y palabras convincentes, dibujó ante su consternado auditorio 130
un panorama de victorias y triunfos sobre los esbirros del Duque de Lerma, cuidando mucho de no mencionar al Rey, como si su figura nada tuviera que ver con las circunstancias que habían provocado aquella sublevación. Los moriscos, que después de tanta incertidumbre sufrida durante los últimos meses habían asumido en su mayoría el triste destino que les aguardaba, oían su discurso con escepticismo y desgana, sólo preocupados por las desventuras que pudieran hallar en el largo recorrido que habían emprendido, sin prestar demasiada atención a las promesas que les hacía el desconocido que al borde del camino se dirigía a ellos. Con las cabezas gachas, como si no quisieran enfrentarse al dilema que se les planteaba, parecían rechazar la oferta. Sólo en la cabecera, donde se agrupaban los jóvenes del grupo de autoprotección, parecía que cundiera una cierta inquietud, lo que se dejaba notar por el revoloteo de los caballos y por las conversaciones urgentes que mantenían los jinetes. Francisco Cortés se dio cuenta y se dirigió rápidamente hacia ellos para reforzar su labor proselitista. –¿Vais a desoír la llamada de quienes se han lanzado a la lucha por vosotros? –gritó, preocupado por la reacción que observaba en la mayoría. Omar fustigó a su caballo, obligándole a salir de la comitiva, seguido por otros tres moriscos, todos tan jóvenes como él. Había reconocido a don Francisco porque lo había visto en varias ocasiones con don Tomás, y sabía desde hacía unas semanas que el amigo de su señor se había echado al monte para luchar contra la imposición del Decreto, aunque desconocía el alcance de su empeño, las fuerzas con que contaba y los apoyos que recibía. Pero para el joven morisco una cosa estaba clara: mientras existiera una sola posibilidad de evadirse del incierto destino que le aguardaba en el exilio, por muy remota que ésta fuera, bien merecía la pena intentarlo. Francisco Cortés debió de entender perfectamente el gesto de los cuatro hombres, porque se dirigió una vez más a la muchedumbre para reiterar su oferta. –Pensad que para los demás no volverá a existir otra oportunidad como ésta. Si no lo hacéis ahora, os arrepentiréis el resto de vuestra vida. Pero nadie más abandonó el grupo. Y Francisco Cortés debió darse por 131
satisfecho, porque con un enérgico gesto de su mano ordenó a los suyos que lo siguieran, y a galope tendido se internó en el denso pinar, ahora con cuatro hombres más que cuando hizo su aparición. Muy a lo lejos, asomado al borde del profundo precipicio de la Peña de la Hoz, Tomás Arés observaba la escena a través del catalejo que utilizaba cuando iba de caza. Desde donde estaba era imposible distinguir los rostros de la gente, pero, sin embargo, sí podía comprender lo que estaba sucediendo, porque aquellos jinetes que habían aparecido tan impetuosamente no podían ser otros que los integrantes de alguno de los grupos que se habían sublevado contra las autoridades, que con aquella acción trataran de reclutar hombres entre los moriscos que habían partido de La Puebla hacia el exilio. Pero lo que no podía imaginar era que el cabecilla de aquella cuadrilla fuera su amigo Francisco Cortés, y mucho menos que uno de los recién reclutados fuese precisamente su hasta ahora fiel caballerizo Omar Embed, al que a pesar de sus intentos no había podido librar del exilio. Tomás abandonó su observatorio, al que lo había guiado la tristeza y el desasosiego que sentía en aquel momento por la marcha de los moriscos. Sólo la certeza de que Tarina lo esperaba en casa lograba tranquilizar su ánimo y lo ayudaba a superar tan lamentable injusticia. Don Diego Alcones había cumplido la parte del trato que le correspondía, recomendando a las autoridades eclesiásticas que permitieran su matrimonio con la morisca conversa, algo que de otro modo Tomás jamás hubiera conseguido. El proceso había sido largo, sembrado de dificultades y obstáculos por todas partes, porque el Corregidor administró la situación con lentitud, incluso con parsimonia, para así lograr su plena colaboración activa en el proceso de expulsión. La coacción, la extorsión y el chantaje habían sido moneda corriente durante el tiempo transcurrido desde el infame acuerdo alcanzado aquel día entre los dos, ya que la circunstancia del embarazo de Tarina había acrecentado aún más los deseos de don Tomás por contraer matrimonio, y don Diego se aprovechó de la situación a su conveniencia comprometiéndolo paulatinamente en sus maniobras. Lucía un espléndido sol primaveral que levantaba colores iridiscentes en 132
las rocas del camino. Tomás, a lomos de su nuevo caballo –al que había dado el nombre de Manchado–, aprovechó la ocasión para subir una vez más hasta el castillo. Unos trabajadores, que acababan de llegar de la costa para sustituir a los moriscos que hasta entonces se habían ocupado de las tareas de reconstrucción, lo recibieron nada más atravesar el foso. Uno de ellos, que ostentaba el cargo de maestro de obra, se adelantó a los demás y se dirigió a él para darle cuenta del estado de los trabajos. Con el sombrero entre las manos, sudoroso y cubierto de polvo, le explicó que habían encontrado un viejo túnel cegado, con una sepultura en su interior y un viejo arcón enterrado junto a ella. La lápida no tenía más inscripción que la cruz de los Templarios y el cofre, de madera corrompida por el paso del tiempo, estaba cerrado bajo llave y el capataz no se había atrevido a forzar la cerradura hasta que él lo ordenara. Tomás siguió al jefe de los operarios a través del oscuro túnel hasta llegar a una especie de habitáculo cuadrado en cuyo centro estaba la tumba. Sobre ella reposaba la caja polvorienta. –Ábrela –ordenó imperativo. El cerrojo no resistió el fuerte martillazo que el maestro le propinó sin demasiados miramientos. La tapa se abrió, y para sorpresa de todos, lo único que se pudo ver en su interior fue un conjunto de viejos legajos, algunos destruidos por el paso del tiempo. Don Tomás los ojeó con cuidado, tratando de descifrar el sentido que encerraban aquellas palabras escritas en un español muy arcaico que se resistía a su lectura. Pero enseguida, entre las primeras líneas, distinguió su propio apellido, lo que le produjo un enorme impacto emocional por lo inesperado del descubrimiento. Después, inquieto y sobrecogido, ordenó cerrarlo y dio instrucciones para que lo llevaran a su casa, recomendando que se pusiera mucho cuidado en el traslado para no dañar su contenido. Las obras del castillo no habían avanzado demasiado desde la última vez que las visitó. La única novedad ostensible era la techumbre de los aposentos situados junto a la torre principal, hasta hace poco totalmente derruidos y por tanto inhabitables. Ahora, con la nueva cubierta, ofrecían al menos protección contra la lluvia, aunque su utilización como vivienda 133
resultara del todo inadecuada, al menos hasta que pudieran colocarse puertas y ventanas, se solara adecuadamente el terreno y las paredes recibieran una capa de cal. Tomás llevaba mucho tiempo intentando convencerse a sí mismo de que aquella empresa de reconstrucción era una auténtica locura impropia de un hombre tan racional como era él, y sus dudas se habían acrecentado en las últimas semanas, sobre todo cuando se dio cuenta de que la sustitución de los moriscos por obreros venidos de otras tierras elevaba el precio de la mano de obra a niveles insoportables. Por eso, había tenido que reducir el número de trabajadores, y como consecuencia los trabajos se retrasaban semana tras semana y parecía que no fueran a terminar nunca. Bien era cierto que, cuando tiempo atrás llegó a un acuerdo con el Concejo para acometer la empresa, su intención se reducía a rehabilitar las dependencias internas que rodeaban el patio de armas, sin que nunca se le hubiera pasado por la imaginación intentar la reconstrucción de las murallas más deterioradas, ni mucho menos la consolidación de las torres que amenazaban ruina. Su idea de entonces se reducía a conseguir una cierta habitabilidad en el recinto amurallado, de tal forma que su futura utilización obrara el milagro de convertir la antigua fortaleza en una mansión que estuviera a la altura de su linaje. Pero los encargados de dirigir la obra lo habían ido convenciendo de que ampliara la mira de sus objetivos arquitectónicos, haciéndole ver que si no reparaba determinadas estructuras lo que se estaba haciendo no serviría de gran cosa. Y ahora, que con la marcha de los moriscos parecía que llegaban nuevos tiempos bastante menos fáciles que los anteriores en lo económico, empezaba a darse cuenta de lo quimérico de su proyecto y a punto estaba de abandonar la empresa por completo. Cuando esa tarde Tomás llegó a casa, vio a Tarina asomada al balcón de la sala, ahora entrañablemente deformada por su avanzado estado de gestación. Su cara demacrada, más por la tristeza que por el embarazo, demostraba palpablemente el sufrimiento interno que soportaba. Tomás había logrado a duras penas convencerla de que debía permanecer junto a él, llegando incluso a amenazarla con retenerla por la fuerza si no atendía a sus razones, reforzadas éstas por una paternidad que 134
deseaba legalizar cuanto antes. Y ante tanta insistencia, y a pesar del intenso dolor que sentía al tener que abandonar a los suyos, Tarina se doblegó aceptando al fin sus deseos. Fueron días y semanas muy duros, en los que en su ánimo se fueron alternando la desesperación con la esperanza, la seguridad que se le ofrecía para el hijo que esperaba con el convencimiento de que al tomar aquella decisión jamás podría ser feliz. Por un lado estaban sus padres, sus hermanos, sus costumbres, su cultura, y por otro el amor, la tranquilidad y el bienestar que le prometía Tomás, que nunca serían suficientes para acallar el profundo remordimiento que le producía renunciar a los suyos. Por lo demás, la boda había tenido lugar dos meses antes en la mayor intimidad posible para evitar conflictos entre las dos comunidades, necesidad agudizada por la inminente expulsión de los moriscos. Y fue Mosén Joaquín quien ofició la ceremonia, a la que tan solo asistieron una docena de familiares de Tarina, algunos amigos de Tomás y un miembro del Concejo, funcionario de escasa categoría designado por el Corregidor para que lo representara. Antes de que llegara el momento de la partida de los moriscos, Tomás Arés había tenido tiempo para dedicarse a lo que se había convertido en su prioridad por aquel entonces: procurar que los desterrados que estaban a su servicio salieran de aquella coyuntura lo mejor posible desde un punto de vista material. Se presentó ante ellos como una víctima de la situación, intentando convencerles de que nada podía hacer para evitar su expulsión, incluso poniendo cierto énfasis en transmitirles la conveniencia de que no crearan problemas ante lo inevitable, actitud que tuvo que intensificar cuando crecieron las presiones y las amenazas de don Diego Alcones. Y a decir verdad no encontró demasiada resistencia en aquellos hombres y mujeres, que se habían ido haciendo a la idea de que cualquier actitud de rebeldía sería inútil. Sólo algunos jóvenes, entre los que se encontraba Omar Embed, osaron mencionar la resistencia armada como alternativa, haciéndose eco del rumor que corría sobre la supuesta sublevación de algunos nobles aragoneses, a los que se habían unido no pocos moriscos; actitud que Tomás intentó cortar desde el primer momento haciéndoles ver la insensatez que entrañaba adoptar aquella posición tan extrema. 135
Pero, a medida que se fue acercando la fecha señalada, la tristeza entre aquella pobre gente fue en aumento, los lamentos crecieron, los ruegos para que se hiciera una excepción con cada uno de ellos intensificándose y el malestar general se convirtió en un clamor colectivo, al que las autoridades respondieron con la presencia de hombres armados por las calles que llegaron a practicar algunas detenciones para aplacar los ánimos más soliviantados. Tomás se había quedado mirando a Tarina, que desde el balcón se había vuelto hacia él intentando esbozar una sonrisa. Se acercó a ella, la besó en la frente, acarició su abultado vientre con delicadeza y se dirigió a su alcoba para cambiarse de ropa. Ella, sin abandonar su melancólica actitud, lo siguió. –Ahora todo se ha acabado para mí –dijo, con la voz entrecortada. –No quiero oírte decir eso –contestó Tomás–. Tenemos toda la vida por delante. Pero era consciente de que, por mucho interés que pusiera de ahora en adelante para evitarlo, las cosas nunca volverían a ser iguales. La sociedad a la que pertenecía se había roto por la intolerancia e intransigencia de unos y otros, y las heridas causadas tardarían mucho tiempo en cicatrizar. Mientras tanto, Francisco Cortés y su cuadrilla de sublevados, tras dejar atrás la larga comitiva de expulsados, se habían dirigido a través del monte hacia el intrincado lugar donde tenían su campamento. Omar Embed y sus compañeros, Haquim Medina, Assed Benavides y Tarik Regragui, cabalgaban orgullosos junto a los cristianos a los que se habían unido. Los cuatro moriscos no habían tenido aún tiempo para meditar sobre el alcance y la trascendencia de la decisión que precipitadamente, sin tiempo para pensar, habían tomado. En aquel momento, lo único que sabían era que habían entrado a formar parte de una banda de proscritos, a los que los soldados del Rey perseguirían con saña hasta lograr su derrota, y que se habían enrolado en un cuerpo armado, fuera 136
de la ley, que luchaba para lograr que la gente como ellos permaneciera en el Reino. Todo lo demás, su fuerza, la estructura con la que contaban, los apoyos que recibían, era una incógnita desconocida. Tras forzar los caballos para que subieran el repecho que coronaba la cima, los recién integrados en la partida descubrieron un pequeño valle, en forma de media luna, atravesado por un arrollo en cuyas orillas crecía una espesa vegetación compuesta por encinas, pinos, castaños y sabinas. Una pequeña humareda que emergía oscilante entre los árboles presagiaba que en el centro de aquel bosque existía algún asentamiento humano. En efecto, tras un recodo del camino aparecieron unas chozas de madera agrupadas alrededor de un viejo molino que parecía abandonado, y junto a ellas un grupo de personas, entre las que había varias mujeres, se afanaba en la preparación de la comida. Los recién llegados saludaron a los que les esperaban en el campamento, relataron brevemente el encuentro con la caravana de moriscos y presentaron a sus nuevos compañeros. Omar, atento a cuanto sucedía a su alrededor, contó hasta cincuenta personas, y pronto se dio cuenta de que todos obedecían sin discusión las órdenes de Francisco Cortés. La mayoría de aquella gente procedía de Alcorisa, aunque también hubiera de otros municipios de los alrededores. El grupo contaba con apoyos en muchos pueblos de la comarca y esperaba confiado que se formaran otras bandas similares a la suya hasta constituir un verdadero ejército que pudiera poner en aprietos a los soldados del Rey. Omar, sin embargo, se dio cuenta de que tras la retórica de don Francisco se ocultaba una enorme inseguridad, posiblemente producida por la incertidumbre. Se esforzaba en transmitir ánimos a todos, pero cuando se le preguntaba por datos concretos titubeaba. Y el morisco comprendía que en las palabras del noble aragonés había más intención que realidad, aunque también creyera que hombres como aquel significaban una esperanza para la causa de los expulsados. Esa noche, junto al rescoldo de una hoguera próxima a la cabaña que les habían asignado, los recién llegados se durmieron bajo la impresión de que, a pesar de todo, el riesgo que asumían era preferible al destierro. Unos días más tarde, un grupo de treinta jinetes capitaneados por 137
Francisco Cortés se dirigió a través de los montes hacia La Puebla. Al amanecer, la cuadrilla descendió a galope tendido por los huertos de San Cristóbal, cruzó sin detenerse por delante de la casa de Tomás Arés, bordeó el pueblo sin entrar en él y se dirigió directamente al Cabezo de la Horca. En aquellos momentos, unos lugareños se arremolinaban alrededor del patíbulo donde verdugos encapuchados se disponían a ahorcar a dos moriscos acusados de sublevación contra el Rey. Los recién llegados se abrieron paso a través de la multitud, dominaron a los alguaciles, liberaron a los condenados a muerte y partieron con ellos como una exhalación buscando la protección de las montañas. Pero, al pasar nuevamente por delante de la casa de Tomás, Francisco se detuvo y entró con Omar en los jardines que rodeaban el edificio, mientras el resto del grupo continuaba galopando hacia los valles del oeste. Cuando estuvo frente a la entrada principal, bajó de su montura y golpeó la puerta con el aldabón. Dentro se oyeron voces y pasos precipitados, y al cabo de unos instantes apareció el dueño de la casa con expresión de sorpresa en el rostro. –¿Qué te trae por aquí? –preguntó Tomás, dirigiéndose a Francisco Cortés y mirando de soslayo a Omar, de quien ya sabía que se había unido a los rebeldes. –Ganas de hablar contigo. –Veo que has cumplido tu amenaza de utilizar las armas. –No podías esperar otra cosa de mí. Y tú, ¿con quién estás ahora? –Con la ley, pero no contra ti. Pasa y hablemos. Los dos amigos entraron en la casa y Omar permaneció en la puerta vigilando temeroso la posible llegada de los alguaciles. Una vez dentro, asomados a un ventanal desde el que se divisaba la vega del río, se enfrascaron en una tensa conversación. Francisco, que no podía estar allí demasiado tiempo porque ya se habría dado la señal de alarma, trató de convencer a Tomás de que se uniera a los sublevados; pero el dueño de la casa, que no quería atender sus razones, se negó argumentando que consideraba aquella lucha un empeño condenado al fracaso. Las 138
Cortes de Aragón se habían doblegado ante la presión del Duque de Lerma y cualquier resistencia frente a la aplicación del Decreto resultaría completamente inútil. Incluso, los moriscos habían aceptado su suerte de buena gana y partían sumisos hacia el destierro sin crear grandes problemas a las autoridades del Reino. La lucha que propugnaban los sublevados sólo iba a traer derramamiento de sangre, odio y represión, y Tomás Arés dijo que no estaba dispuesto a entrar en esa vorágine de desatinos. Cuando Francisco Cortés se convenció de lo inútil de su insistencia, se levantó de su asiento y abrazó a su amigo sin demasiada efusión. –¡Pues yo estoy dispuesto a seguir en la lucha hasta la muerte si fuera preciso! –exclamó como despedida. Unas semanas más tarde nació el hijo de Tarina, a quien cristianaron con el nombre de Joaquín en honor del párroco de La Puebla. Don Diego Alcones en persona asistió al bautizo en la iglesia de San Miguel y más tarde al ágape que se celebró en los jardines de la casa de don Tomás Arés, servido éste con un boato muy acorde con la importancia que el padre del recién nacido quería darle a la ocasión. Tarina, muy condicionada por sus costumbres moriscas, apenas hizo acto de presencia, actitud que a su marido no acababa de gustarle, porque consideraba que ya iba siendo hora de que su mujer aceptara la nueva condición de cristiana y de esposa de un hombre destacado en aquella sociedad rural. El vino se sirvió con generosidad y la carne de caza no faltó en ningún momento. Al atardecer, cuando el frescor de la atmósfera anunciaba la llegada de la noche, don Diego, a quien empezaban a notársele los efectos de la bebida aunque en vano intentara disimularlo, tomó a don Tomás por un brazo y lo empujó materialmente hacia el cenador que se asomaba al borde del bancal. Cuatro columnas redondas, abrazadas por una espesa hiedra, sostenían unas vigas de madera que dejaban ver el firmamento estrellado y protegían un espacio apartado, muy al gusto del dueño de la finca. El Corregidor se sentó en uno de los sillones que rodeaban la mesa y Tomás lo hizo a continuación, intuyendo que su invitado deseaba transmitirle algún asunto de importancia. 139
–Me consta que Francisco Cortés te hizo una intempestiva visita hace unas semanas –dijo, con la voz algo estropajosa–. Pero no temas, porque he supuesto tu negativa a secundar su loca aventura. El hecho de que estés hoy aquí, hablando conmigo, me lo demuestra. El silencio volvió bajo la enredadera y Tomás decidió que no sería él quien lo rompiera. El comienzo de aquella conversación había sido lo suficientemente elocuente como para entender a dónde quería llegar su interlocutor, aunque tratara de tranquilizarle enviándole el mensaje de que conocía su actitud de acatamiento a la ley. –Una vez más voy a recabar tu colaboración –continuó el Corregidor–. Estamos obligados a acabar cuanto antes con la sublevación, que lo único que está consiguiendo es traer inestabilidad a nuestra comarca, sembrando el miedo y la inquietud entre los ciudadanos. Y para ello necesito tu ayuda. –No sabría como prestártela –contestó Tomás, convencido de que una vez más le rondaba la sombra de la extorsión. –Francisco Cortés es un hombre de tu total confianza, ¿no es así? –Lo es. –Pues bien…, quisiera utilizar esa confianza para acabar con su actitud levantisca. Para ello te pido que te dirijas a él, de la manera que consideres más oportuna, y le hagas ver que debe abandonar la rebeldía frente a la Corona. –Pero eso sería como traicionar a un amigo. Todo el mundo sabe que siempre he estado a favor de la permanencia de los moriscos entre nosotros. –¡Lo contrario sería ser cómplice de una conspiración contra el Rey! ¡Y ante tal disyuntiva es preciso elegir! Aunque no estaba en absoluto de acuerdo con el cariz que los sublevados estaban dando a su lucha, cada vez más sangrienta y enconada, Tomás consideraba que no podía prestarse a una intermediación de aquellas características. Su sentido del honor le impedía utilizar la confianza de su amigo para colaborar activamente con los que querían detenerlo. 140
Con eso no estaba dispuesto a condescender. Pero conocía muy bien las artimañas que utilizaba el Corregidor para coaccionar a la gente, porque él mismo había sido víctima durante mucho tiempo de las mismas y temía encontrarse una vez más ante un dilema de difícil elección. –La colaboración que espero de ti no es demasiado comprometedora –añadió don Diego, después de una breve pausa–. Simplemente se trata de que entres en contacto con él e intentes convencerlo de que abandone la lucha armada. Lo demás, con independencia del resultado de tu gestión, será cosa mía. La propuesta era tan enigmática que Tomás pensó por un momento que también él estaba bajo los influjos del vino y en consecuencia no era capaz de entender con claridad lo que el Corregidor estaba pidiéndole. Por eso, viendo que el otro se levantaba de su asiento para dirigirse al interior de la vivienda, donde la fiesta continuaba ajena a la conversación que se desarrollaba en el cenador, se puso de pie a su vez y lo siguió a través del jardín. –Si me atengo a la propuesta que me haces, deberé exigir que nadie me siga cuando acuda a una posible cita con don Francisco. Una cosa así sería tan burda que no puedo admitirla. –No está dentro de mis intenciones actuar de esa manera. Dos días más tarde, Tomás visitó la masía de San Cristóbal para hablar con Roque. Sabía, porque le había llegado el rumor, que los masoveros de la comarca ayudaban de distintas formas a los sublevados, unas veces dándoles cobijo, otras proporcionándoles alimentos y casi siempre facilitando la información que necesitaban para llevar a cabo sus ataques a las tropas que el gobierno del Duque de Lerma había destacado en la región. El viejo lo recibió feliz de que se hubiera dignado a visitarlo en su humilde morada, y desde las primeras palabras que le oyó fue consciente del propósito que le había llevado hasta allí. –Intentar contactar con don Francisco es muy peligroso. Nunca somos nosotros quienes lo hacemos, sino que son ellos los que se ponen en contacto con nosotros –dijo, mirando las puntas de sus alpargatas, mientras se rascaba la frente por debajo del pañuelo que cubría su cabeza. –Pues espera a que lo hagan, y entonces transmite a don Francisco mi deseo de hablar con él. La respuesta de los rebeldes no se hizo esperar. Al día siguiente 141
de la visita a San Cristóbal, Tomás Arés recibió un mensaje escrito que un desconocido había entregado a uno de sus sirvientes, en el que lacónicamente se le citaba para que acudiera la próxima madrugada, justo antes de la salida del sol, a la Fuente del Salz, bajo cuyos álamos alguien lo estaría esperando. Esa noche fue incapaz de conciliar el sueño, atormentado por la idea de que los hombres de Alcones le tendiesen una trampa. Por eso, nada más cenar pidió que le prepararan el caballo, y un poco más tarde salió hacia su cita, dando un largo e intencionado rodeo que le permitiera observar cualquier maniobra como la que sospechaba. Pero nada de ello sucedió, y a la hora convenida los cascos de su caballo hoyaban la hojarasca que rodeaba la fuente y se detenían frente al abrevadero. Unos instantes más tarde, entre la incipiente claridad matutina que apenas conseguía dibujar el entorno que lo rodeaba, apareció muy lentamente un jinete, cubierto de pies a cabeza por una enorme capa, que le ordenó que lo siguiera. Después, sin intercambiar palabra alguna, los dos lanzaron sus caballos al galope hacia Molinos, para más tarde desviarse a la izquierda, descender por unos abruptos barrancos y llegar al fin a un denso pinar en el que hicieron entrar a sus cabalgaduras, ahora a paso lento. El sol había salido del todo cuando Tomás Arés pudo distinguir, al pie de una gigantesca roca que parecía un monolito en medio de tanto pino, a Francisco Cortés, a quien rodeaban media docena de rebeldes, entre ellos Omar Embed, que había cambiado el sombrero de paja de labrador por otro de ala ancha. –Querías verme…, pues aquí me tienes. Tú dirás qué te trae. El recibimiento había sonado espantosamente escueto y hasta malhumorado. Era evidente que Francisco Cortés estaba haciendo aquello únicamente en honor de la amistad que lo unía a Tomás, ya que seguramente desconfiase de aquella iniciativa que muy bien podría ser una treta de las autoridades. –Ante todo debes saber que me envía el Corregidor –dijo el recién llegado, justificando su presencia. –¿Y qué pretende Alcones conseguir con ello? –Que interceda ante ti para que abandones la lucha. Te ofrece un juicio benévolo ante un tribunal de Zaragoza, donde él mismo testificaría a tu favor. Y a tus hombres total libertad para que regresen a sus hogares. 142
Hubo un silencio durante el cual los que rodeaban a don Francisco se miraron entre sí con desconcierto, mientras éste se atusaba la perilla que, a pesar de las calamidades de la vida montaraz, permanecía convenientemente recortada. –Personalmente me gustaría conocer tu opinión sobre esta original propuesta –contestó al fin Francisco Cortés. –Hecha la salvedad de que no me fío de Alcones, sí tengo claro que vuestra lucha en estos momentos no conduce a nada. Los moriscos ya se han ido y desgraciadamente nada hace pensar que puedan regresar. Por tanto, mi opinión es que, con independencia del encargo que se me ha hecho, deberías abandonar esta pelea cruel e inútil. –Siempre has sido leal conmigo y veo que sigues siéndolo. Pero no vamos a entregarnos. La lucha no ha hecho más que empezar. Puedes decírselo de mi parte al Corregidor y a quien quiera oírte. Tomás insistió durante algunos minutos, aportando los argumentos que su sentido común le dictaba, pero al cabo comprendió que la actitud de su amigo era firme y decidida y pensó que sería inútil la reiteración. Se limitaría, por tanto, a transmitir al Corregidor palabra por palabra la decisión que había tomado. Como el regreso debía hacerse de noche para evitar en lo posible que lo descubrieran los soldados que vigilaban los caminos, Tomás Arés pasó el resto del día entre los hombres de Francisco Cortés, ciudadanos que habían cambiado sus pacíficas actividades por aquella guerra sin cuartel. Aquellos rebeldes, desarraigados por completo de su entorno social y familiar, corrían el riesgo de convertirse en vulgares bandoleros sin oficio ni beneficio, transformando poco a poco sus iniciales ideales por los brutales condicionantes de una profesión de proscritos ante la ley, sin posibilidad de rendición. La historia de la humanidad, pensaba Tomás, estaba llena de situaciones en las que, a partir de unos ideales que podían justificar el empleo de las armas, se desembocaba en otra muy distinta, donde matar o morir se convertía en una forma de vida en la que no había más futuro que la huida hacia adelante. Durante aquellas horas, Tomás tuvo ocasión de hablar con Francisco largo y tendido y llegó a la conclusión de que esta transformación no tardaría en producirse. Por eso, intentó hacérselo ver con tacto y delicadeza, pero se dio cuenta de lo inútil de sus palabras al comprobar que ni 143
siquiera lo escuchaba. También habló con Omar, aunque su caso fuera distinto, ya que, separado de su pueblo y rechazado por la sociedad de los cristianos, no tenía más remedio que continuar en el monte. A él y a sus compañeros moriscos nunca les alcanzaría ninguna medida de gracia que pudiera dictar el gobierno del Duque de Lerma. Ellos sí estaban obligados a seguir en rebeldía y no volver jamás la vista atrás. La visita al Corregidor para darle cuenta de su gestión fue inmediata. La misma tarde de su regreso a La Puebla se personó en la Casa Consistorial con la satisfacción de haber cumplido el encargo, pero con la tristeza de que sus buenos oficios no hubieran servido de gran cosa. Alcones, cuando oyó el relato pormenorizado de sus buenos oficios, en el que Tomás procuró no omitir ni una sola palabra, empezó a encolerizarse sin disimulo. Primero, un enrojecimiento paulatino de su rostro demostró que la noticia que se le traía no era la que hubiera deseado; después, el titubeo de su discurso y las palabras entrecortadas que salían de sus labios pusieron de manifiesto que su indignación iba en aumento, y por último, cierto braceo insolente y vulgar, que terminó con un puñetazo sobre la mesa, demostró que la contrariedad que lo embargaba era demasiado alta. Tomás, que no esperaba la desmesurada reacción de su anfitrión, comprendió que don Diego no iba a conformarse con aquellos exabruptos, sino que todavía podrían ocurrir cosas mucho peores. En efecto, el Corregidor, absolutamente fuera de sus cabales, se volvió violentamente hacia él y lo acuso de complicidad con los rebeldes, conminándole a que le diera la localización exacta del lugar donde había tenido lugar el encuentro, amenazándole con prisión inmediata si se negaba a ello. Tomás, que ya se había dado cuenta de la trampa en la que había caído, intentó explicarle que aunque lograran encontrar el lugar exacto de la cita resultaría del todo inútil, porque se trataba de un asentamiento provisional que Francisco Cortés ya habría abandonado para trasladarse a otro más seguro. En ese momento, obedeciendo a la llamada del Corregidor, entraron en el despacho dos alguaciles que obligaron a Tomás a entregar la espada y el puñal y que, con desconsiderados empellones, lo sacaron de allí y lo trasladaron a los calabozos del sótano. Los meses siguientes fueron para don Tomás Arés un calvario de sucesivas prisiones, sin que nada pudiera hacer para defenderse 144
de la acusación de colaboración con los rebeldes que se le imputaba. Don Diego Alcones en su escrito acusatorio había dejado dicho que el encuentro con Francisco Cortés se produjo por iniciativa del inculpado, sin que en ningún momento hubiera mediado su autorización, añadiendo que después tuvo la desfachatez de presentarse ante él para transmitirle un mensaje de los rebeldes plagado de insultos al Rey y al Duque de Lerma. En Alcañiz, su segunda etapa carcelaria, tuvo la oportunidad de hablar con un escribano de las Cortes de Aragón que había conocido tiempo atrás en Zaragoza. Don Lope tenía la misión de tomarle declaración para completar el expediente que se había iniciado en La Puebla. Y cuando oyó sus explicaciones no tardó en comprender que el acusado estaba siendo víctima de una torva maniobra de Alcones. Sin embargo, su delicada situación de funcionario al servicio de los poderes públicos no le permitía otra cosa, al menos de momento, que transmitir un sutil mensaje de esperanza a su antiguo conocido, con la promesa encubierta de que haría todo lo que estuviese en sus manos para ayudarlo en aquella manifiesta situación de indefensión. Después lo trasladaron a Caspe, más tarde a Híjar y por fin a Zaragoza, donde de momento acabó su peregrinaje de calabozo en calabozo. Cuando se enteró Tarina de la detención de su marido, pidió a don Diego que la recibiera. Engalanada como la ciudadana de alcurnia que empezaba a considerarse, acudió a las dependencias municipales para interceder por don Tomás, aunque su instinto le advirtiera de antemano que nada iba a lograr con aquella entrevista. El Corregidor la recibió con altivez, haciendo gala de dominio indiscutible de la situación, como si estuviera convencido de que el futuro de la morisca estaba en sus manos, sin prestar la menor atención a las palabras que decía en defensa de su esposo. En vano intentó ella poner de manifiesto una y otra vez que el encuentro de Tomás con Francisco Cortés había tenido lugar para prestar un servicio al Rey, porque sus argumentos se estrellaron contra la férrea cerrazón del munícipe, que a esas alturas no estaba dispuesto a cambiar su sesgada versión de los hechos. –Señora, recomiendo que acepte la realidad de lo ocurrido y que no luche contra la evidencia de las acusaciones que pesan sobre 145
su marido. No creo que su origen le permita mantener un combate tan desigual, porque cualquiera que se interese por este asunto puede entender que en las motivaciones de don Tomás ha pesado más su casamiento con una morisca que la lealtad debida al Rey. Al oír tamaña insidia, Tarina enrojeció de rabia y no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas de indignación. La vileza de aquel hombre superaba lo imaginable, alcanzaba cotas de ignominia desconocidas para ella. Pero se dio cuenta de lo delicado de su situación, contuvo la ira que la embargaba e inició un movimiento prudente de retirada. Pensó que en casa, con los pocos amigos que contaba, trataría de estudiar la mejor manera de ayudar a Tomás, porque en aquel despacho nada tenía que hacer. Pero don Diego Alcones se aproximó a ella antes de que saliera de la sala y, acercando la boca a escasa distancia de su oído, le susurró unas palabras prácticamente inaudibles. –Señora, debería hacerse a la idea de que don Tomás estará fuera por mucho tiempo, si es que regresa alguna vez. Pero Vuestra Merced no debería temer por su propio futuro, porque como Corregidor de La Villa estoy dispuesto a protegerla de todo cuanto pueda sucederle. Lo único que tiene que hacer es pedirme lo que necesite y agradecerme después mis favores... con los suyos. Su belleza, no lo olvide nunca, es la mejor arma que posee. Aquella noche Tarina no pudo dormir. Las palabras del Corregidor le venían a la mente una y otra vez, y la rabia, la indignación y el desprecio por aquel ser miserable revolvían su sangre mora. La desfachatez, la insolencia y el descaro que había mostrado hacia ella se unían a la ruindad del comportamiento con su marido. No entendía los mecanismos mentales que podían obrar en aquella actitud, pero una cosa sí estaba clara: aquel hombre estaba loco, era un peligro para su familia y tenía que acabar con su vida para que no siguiera haciendo más daño. Tarina hizo llamar a Roque ante su presencia y a través de él consiguió que dos días más tarde Omar acudiera a su casa. Hacía tiempo que la esposa de don Tomás y el antiguo caballerizo no se veían, pero no tardaron en hablar abiertamente sobre los propósitos que abrigaba la morisca convertida en cristiana. Tarina, sin rodeos, le contó la conversación que había mantenido con don Diego Alcones y le pidió que la ayudara a deshacerse de él, porque no veía otra forma de acabar 146
con su infortunio. Omar la escucho en silencio, dándose cuenta de que satisfacer aquella petición entraba dentro del contexto de la lucha que mantenía contra las autoridades del Reino, aunque por disciplina estuviera obligado a solicitar la venia de don Francisco Cortés antes de emprender cualquier acción. Al cabo de unos días, Omar regresó a casa de Tarina con la debida autorización de su capitán, y lo hizo acompañado de sus amigos Haquim, Assed y Tarik. El plan consistía en entrar sigilosamente en la residencia de don Diego saltando las tapias protectoras y esperar el momento propicio para atacar al Corregidor y darle muerte. Después, los cuatro huirían apoyados por un grupo de hombres de Francisco Cortés que estarían esperándolos fuera del recinto con los caballos preparados. Cuando llegó el momento, los conspiradores, amparados por la oscuridad, saltaron la pared exterior y se ocultaron en los sótanos del palacio permaneciendo a la espera. Poco más tarde, entraron en los aposentos del Corregidor mientras éste dormía y se aseguraron de que le asestaban un número suficiente de puñaladas para acabar con su vida. Y por último, salieron del recinto palaciego por donde habían entrado y se lanzaron al galope hacia la Puerta de Poniente para huir después al monte como una exhalación. La alarma cundió inmediatamente entre la población y el destacamento de soldados que desde hacía unos meses acampaba en las afueras acudió al oír los gritos de los vecinos; pero, dada la confusión inicial, nadie salió de inmediato en persecución de los fugitivos. La mujer del Corregidor, que dormía en una alcoba próxima a la de su marido, fue la primera persona que entró en el dormitorio de donDiego. Se había despertado con el ruido del ataque, pero sólo tuvo tiempo para ver que unas sombras se escapaban por el balcón. El cuerpo de su esposo yacía ensangrentado en el suelo junto a la cama, pero en cuanto se acercó a él pudo comprobar que aún respiraba. Los criados lo colocaron sobre el lecho, y con jirones de sábana intentaron taponarle las heridas a la espera de que llegara el cirujano, al que ya habían avisado. Pocos minutos más tarde, el médico le aplicó un ungüento sobre cada una de ellas, cosió las más profundas y lo vendó con sumo cuidado. La fiebre había subido alarmantemente y existía un grave riesgo de que sobreviniera un 147
colapso, pero en aquel preciso momento no se podía hacer otra cosa por el ilustre herido. Al día siguiente, mientras don Diego se debatía entre la vida y la muerte, los soldados del destacamento, a los que se habían unido importantes refuerzos llegados de otros pueblos, exploraron los barrancos y los montes de los alrededores de La Puebla sin encontrar rastro de los atacantes. En aquellos momentos, todo el mundo daba por hecho que el atentado no era otra cosa que un nuevo ataque contra las instituciones. Nadie podía imaginar entonces que detrás de todo aquello estuviera la mano de la esposa de Tomás Arés. Pasaron varios meses hasta que don Diego Alcones pudo reincorporarse a sus tareas oficiales. Las heridas, que habían sido muy profundas, no llegaron a causar lesiones importantes en sus órganos vitales, y de aquel episodio sólo conservaba cierta dificultad de movimiento en el brazo derecho, consecuencia de una cuchillada a la altura del omoplato. Pero el Corregidor no compartía los informes oficiales que achacaban toda la responsabilidad del ataque a las bandas de forajidos que se refugiaban en las abruptas montañas de la comarca. Por el contrario, estaba convencido de que en aquella acción tenía que estar implicado alguno de sus enemigos personales, con independencia de que la mano ejecutora perteneciera a alguna de esas cuadrillas de bandoleros, a las que por cierto había empezado a perseguir con saña intentando acabar de una vez con ellas. Mientras tanto, en Zaragoza, don Lope, el escribano con el que Tomás Arés había coincidido en los calabozos de Alcañiz unos meses antes, había logrado que su expediente fuera revisado por unos magistrados de las Cortes de Aragón, donde el acusado gozaba de gran prestigio. Se procedió a la revisión del caso y se concluyó que no existían pruebas que lo vincularan a los rebeldes; es más, los jueces consideraron que su intercesión ante el cabecilla Cortés había tenido el propósito de lograr su rendición. No obstante, y a pesar de que las conclusiones finales sostenían la idea de que se había cometido una enorme injusticia con él, nadie se atrevió a acusar a don Diego de prevaricación. Tomás, puesto al fin en libertad tras un largo cautiverio en el que no le habían faltado penas ni sufrimientos, desmejorada su salud y moralmente hundido, regresó a La Puebla por el mismo camino 148
que había recorrido años atrás cuando regresó de su entrevista con el Secretario del Virrey de Aragón. Como en aquella ocasión, pernoctó en Alcorisa, pero ahora sin tener la oportunidad de cenar con su amigo Francisco Cortés, a quien tras una intensa y tenaz persecución habían logrado detener los soldados del Rey. El dueño de la Posada Real le contó que los rebeldes no habían podido resistir el acoso de más doscientos arcabuceros, casi todos ellos veteranos de los Tercios de Flandes, ociosos ahora por la prolongada paz que se disfrutaba en los Países Bajos. El Duque de Lerma, al ver que la sublevación de Turigi en Valencia había contagiado a las provincias vecinas, decidió enviar un copioso ejército a la zona para acabar cuanto antes con la sublevación, objetivo que había conseguido no sin que antes corriera un torrente de sangre por una y otra parte. Algunos de los rebeldes habían sido puestos en libertad en un gesto de gracia dirigido a tranquilizar a la población, pero todos los que de una u otra forma estuvieron al mando de la insurrección permanecían en la cárcel a la espera de un juicio sumarísimo que acabaría con muchos de ellos en la horca. Don Francisco, a nadie le cabía la menor duda, sería uno de estos últimos. Tomás Arés no había querido preguntar por la suerte que habían corrido los moriscos que se unieron en su momento a la sublevación, porque temía que le dieran una noticia dolorosa, pero el posadero debió oír sus pensamientos porque a continuación le informó de que todos ellos habían sido ajusticiados en el mismo campo de batalla, bajo la acusación de servir directamente a las órdenes de los turcos, los temidos enemigos del Reino. Y Omar y sus amigos no habían sido una excepción. Al día siguiente, cuando la diligencia había rebasado la Atalaya y descendía lentamente hacia la Casa de Postas, Tomás Arés empezó a ver los tejados de La Puebla, cuyas calles estaban engalanadas para celebrar la victoria de las tropas reales sobre los insurrectos. Don Tomás, cabizbajo, con el cuello de su jubón subido para protegerse del frío matutino y el sombrero de ala ancha inclinado sobre la frente a fin de ocultar el rostro de las miradas curiosas, se dirigió a pie hacia su casa sin detenerse a saludar a nadie. Su mirada sólo se fijaba en las piedras de la calzada y su vista no alcanzaba a ver otra cosa que no fuera el arroyo que pisaba. No obstante, como conocía muy bien el camino, pudo darse 149
cuenta de que cruzaba la Puerta de Poniente, pasaba después ante los lavaderos y avanzaba más tarde por el camino de San Cristóbal. Sólo entonces, alzó la vista y miró al frente. Allí, a lo lejos, estaba su casa, de la que había salido por última vez dos años antes. Durante aquel largo periodo muy poco pudo saber de su familia, tal era el grado de aislamiento al que lo habían sometido las autoridades carcelarias. Las únicas noticias que le llegaban sobre su mujer y su hijo, gracias siempre a la buena voluntad de algún paisano que se atrevió a visitarlo, le trajeron cierta tranquilidad al transmitirle que tanto el uno como la otra se encontraban perfectamente. Al parecer, el chico seguía creciendo bajo los atentos cuidados de su madre y Tarina, a pesar de las dificultades inherentes a su condición de morisca y de esposa de un preso, había tomado las riendas de sus negocios con brío y luchaba con denuedo para sacar adelante el patrimonio y las rentas de Tomás. Estaba ya muy cerca de su casa cuando percibió un gran alboroto en el interior del jardín. Las tapias y los setos no le dejaban ver lo que estaba sucediendo dentro y sólo conseguía distinguir entre los gritos las voces airadas de unos hombres que parecían ordenar que alguien se aprestara a seguirlos. El corazón le dio un vuelco, el pulso se le aceleró y le avino una rabia incontenible al imaginar que alguien pudiera estar haciendo daño a los suyos. La verja de entrada estaba totalmente abierta, y dentro del recinto media docena de hombres a caballo rodeaba a otros dos que sujetaban por los brazos a Tarina. Al fondo, bajo el dintel de la puerta, una criada daba la mano a un niño de corta edad, que contemplaba aterrorizado la escena. Tomás, respondiendo al impulso de la ira, intentó defender a su esposa, pero los de a caballo se lo impidieron echándole encima sus corceles. Después, los que sujetaban a Tarina la arrastraron fuera, y la comitiva emprendió el camino de regreso a La Puebla sin que Tomás pudiera hacer nada por evitarlo. Y el último alguacil que salía por la puerta se volvió hacia él y le increpó que no osara hacer nada, porque la morisca que se llevaban presa estaba acusada de intentar asesinar a don Diego Alcones. Tomás se quedó horrorizado ante lo que habían presenciado sus ojos y escuchado sus oídos. Sin saber muy bien lo que debía hacer en ese momento, se acercó lentamente al niño que permanecía lloroso junto a la sirvienta. Cuando llegó a él se agachó para abrazarlo, pero el 150
pequeño rehuyó el contacto y se apretó contra las faldas de la nodriza, intentando protegerse de aquel desconocido. Era evidente que el crío no lo había reconocido, y hubiera sido absurdo pretender lo contrario porque la última vez que tuvo la oportunidad de ver a su padre apenas tenía un año de edad. El viejo Roque, al que había visto nada más llegar junto a un ciprés del jardín, se acercó hasta él. Un fuerte abrazo, algo muy poco común entre amo y criado, fundió a los dos hombres durante unos instantes, al cabo de los cuales el capataz, con los ojos enrojecidos por las lágrimas contenidas, pasó a relatarle los hechos que habían ocurrido durante los últimos días, cuyo desenlace había sido la detención de Tarina que acababa de presenciar Tomás. Le explicó que cuando los soldados que combatían a los insurrectos detuvieron a los moriscos que se habían sumado a la rebelión, sometieron a éstos a toda clase de torturas para obtener la información que deseaban, y que a partir de ahí era fácil suponer que alguno de ellos hubiera contado que Tarina les había incitado al asesinato de don Diego. Tomás se quedó paralizado por la conmoción. Durante los últimos días, desde que supo que lo iban a poner en libertad sin cargos, exculpado por completo de las antiguas acusaciones, había sentido una sensación de felicidad recobrada, de dicha incontenible ante la expectativa del reencuentro con los suyos, ante la certeza de que todavía estaba en condiciones de recuperar su vida anterior. Pero en aquel instante se daba cuenta de que su viejo enemigo, aquel que lo había extorsionado y coaccionado durante tanto tiempo, no cejaba en su empeño de hacerle daño por el procedimiento que fuese. Seguramente, sabedor de que Tomás había salido de la cárcel, se le ocurrió la forma de prolongar los efectos de su odio y de su inquina atacando a su familia, concretamente a su mujer. ¿Pero por qué Tarina había decidido conspirar de manera tan activa contra el Corregidor? La respuesta debía de tenerla Roque. –Señor –contestó el labriego, con el sombrero de paja entre las manos–. Don Diego la estaba acosando con el propósito de hacerla su amante. Ella se lo contó un día a Joaquina, mi mujer. Una nube tan roja como la sangre le nubló la vista, un intenso zumbido que emanaba de su cerebro le ensordeció los oídos y una 151
nauseabunda sensación de desesperación e impotencia enajenó por unos instantes el resto de sus sentidos. Durante unos minutos permaneció donde estaba, sin moverse, rígido como una estatua. Ni siquiera el pecho se le movía con la respiración. Parecía que estuviera muerto, aunque permaneciera erguido, mirando fijamente a Roque. Nada aparentemente demostraba que en aquel cuerpo inanimado hubiera existencia. Pero al cabo de un tiempo su faz empezó a recobrar el color de la vida, la respiración se fue normalizando, los ojos iniciaron un movimiento escrutador a su alrededor y sus piernas lo desplazaron lentamente hacia la casa. Cuando llegó a la puerta, se volvió hacia Roque, lo miró con intensidad y le dijo que esa misma noche, antes de cenar, estaría esperándolo para hablar con él de un asunto más urgente que cualquier otra cosa. Más tarde, algo más sosegado, se dirigió a su alcoba; y al descorrer las cortinas mudéjares que ocultaban la cama vio el cofre que tiempo atrás le habían entregado los obreros que trabajaban en la restauración del castillo, cuyas obras, por cierto, se habían abandonado hacía años. Con mucho cuidado, tomó los legajos y los colocó sobre la gran mesa de nogal que le servía de escritorio. Hasta aquel momento no había tenido tiempo para dedicarse a la lectura de aquellos papeles, a pesar de la inmensa curiosidad que sentía por descubrir el contenido de lo que parecían las memorias de un antepasado suyo que se llamó don Pedro Arés, escritos que aparecían mezclados con otros documentos, aparentemente de la misma época, cuya autoría era muy difícil determinar. Esa misma tarde, convenientemente aseado, con la barba y el pelo recortados y vistiendo las mejores galas que pudo encontrar en su ropero, se dirigió a caballo a la residencia del Corregidor. En la puerta, dos alguaciles uniformados a la usanza de la Santa Hermandad, cuya influencia empezaba a hacerse notar en Aragón –en un evidente intento por parte de las autoridades para desplazar al Somatén–, le pidieron que se identificara. Unos minutos más tarde, uno de aquellos hombres le dijo que lo siguiera, y juntos se dirigieron hacia el edificio principal. Allí, un secretario lo recibió, disculpando que el Corregidor no pudiera hacerlo personalmente por encontrarse muy ocupado. La entrevista fue muy breve. Don Tomás preguntó por las razones de la detención de Tarina y el funcionario municipal le explicó que estaba acusada de intento de asesinato, mientras le enseñaba unos documentos 152
donde aparecían los cargos concretos que se hacían contra ella. Y añadió que permanecería en los calabozos de La Puebla, completamente aislada, hasta que los jueces dispusieran otra cosa. –No le oculto a Vuestra Merced que las acusaciones son muy graves y que por tanto su esposa se enfrenta a una severa condena, quizá a la pena máxima –añadió aquel hombre, en un tono que quería ser solemne. De regreso a casa, pasó intencionadamente frente a los calabozos donde Tarina permanecía presa. En la puerta, un alguacil sentado en una silla de enea se entretenía echando los dados sobre una mesa, para recogerlos de nuevo y volver a realizar la misma operación una y otra vez. Cuando Tomás pasó frente a él, ni siquiera se dignó a levantar la cabeza, abstraído como estaba en su rutinario juego solitario. Arriba, en el primer piso, tras un ventanuco enrejado, creyó vislumbrar la figura de su esposa, aunque muy bien podría tratarse simplemente de un reflejo del cristal. Entonces, le vino a la memoria el pensamiento que anidaba en su mente desde hacía unas horas: tenía que liberar a toda costa a Tarina. Cuando regresó a casa, Tomás dedicó un buen rato a la lectura de los viejos papeles del arcón. No era sencillo entender aquel castellano arcaico, sembrado de palabras latinas, con algunas frases en catalán antiguo y multitud de galicismos intercalados por todas partes. Lo primero que hizo fue separar los documentos que parecían ser de puño y letra del tal don Pedro Arés. Los viejos pergaminos se le deshacían entre las manos y tomó la decisión de transcribir a papel los más deteriorados para evitar que se perdiera la información que contenían. Después, con cuidado exquisito, ordenó el resto de los legajos, intentando clasificarlos por fechas, aunque al cabo de un rato desistió de su empeño por las dificultades que entrañaba aquella operación. Los nombres propios, que nada le decían, iban saliendo mezclados, y le resultaba imposible establecer una correlación que pusiera sentido en todo aquello. Nombres tales como Beltrán, Flor o Blanca se resistían a encajar dentro de un argumento que a Tomás le resultara comprensible. Entre aquel desbarajuste encontró también lo que parecía una disposición testamentaria, de cuyo contenido daba fe un tal Mosén José, a la sazón párroco de La Puebla. Las fechas eran confusas, ya que unas estaban escritas en caracteres romanos, otras en números y algunas en 153
letras, aunque todas oscilaran alrededor de una época que parecía situarse a finales del siglo XII. Sin embargo, tras unas horas de trabajo intenso y cuidadoso, creyó encontrarse ante una historia apasionante, mucho más todavía si se refería a las venturas y desventuras de un antepasado suyo. Tomás sabía que la antigua y desaparecida Orden del Temple había tenido un destacado protagonismo en la reconquista de aquellas tierras, pero lo que ignoraba hasta entonces era que uno de sus antepasados directos había sido un destacado miembro de la misma, un caballero templario que contribuyó con su espada a extender el Reino de Aragón por la comarca. Esa misma noche, Roque, acompañado por sus dos hijos, acudió a la cita de Tomás. A la luz de un candil, el dueño de la casa fue haciéndoles una descripción pormenorizada de lo que no era otra cosa que un plan para liberar a Tarina de su encierro. Los tres labriegos escucharon a su amo sin decir palabra, con las miradas clavadas en el suelo. Sólo, al final de la exposición, Roque, alzando ligeramente el rostro, se atrevió a preguntar por la fecha elegida para acometer la arriesgada operación. –No podemos esperar ni un día más. Será mañana mismo al anochecer. Tened para entonces preparado todo lo necesario –contestó Tomás.
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Capítulo Séptimo El Barrio de las Letras
VII
Pasados unos días desde la intervención quirúrgica, la madre de Beatriz murió sin que los médicos hubieran podido hacer nada para prolongar su existencia. Durante un par de semanas estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte, pero al cabo su debilitado corazón dejó de latir. A su hija le quedaba el consuelo de que no había sufrido físicamente, porque nunca llegó a recobrar del todo la conciencia tras la operación; pero al mismo tiempo sentía una enorme angustia por su prematura desaparición, cuando apenas había cumplido los sesenta años de edad. Fernando, que desde que se trasladó a Madrid no se había separado de ella en ningún momento, intentó consolarla con palabras convencionales, pero no tardó en comprender que sólo el paso del tiempo sería capaz de restañar las heridas abiertas por aquella muerte inesperada. Ninguno de los dos era creyente, por lo que entre ellos no cabían palabras de aliento que se basaran en el más allá, en otra vida como prolongación de ésta. Ambos pensaban que cuando un ser humano abandonaba el mundo sólo quedaba de él el recuerdo en los demás mientras éste perdurara. Al cabo de unos días, reanudaron su trabajo. Al principio estuvieron dudando entre permanecer en Madrid durante una temporada, quizá un par de meses, o regresar de inmediato a La Puebla, pero al final optaron por lo primero, entre otras cosas porque querían resolver cuanto antes las gestiones testamentarias que se avecinaban. Se instalaron en la casa de la 157
madre de Beatriz, donde disponían de espacio suficiente para trabajar con comodidad, porque el apartamento de Fernando, mucho más pequeño, no reunía tan buenas condiciones. Hablaron por teléfono con Alicia y le pidieron que siguiera avanzando de acuerdo con el plan previsto y que los mantuviera informados de cualquier descubrimiento que pudiera resultar significativo para la marcha del trabajo conjunto. La prensa de Madrid publicó esos días todo tipo de información sobre el asesinato de Óscar Ruiz-Daudén, el supuesto descendiente de don Beltrán de Zazo, al menos según las averiguaciones que había hecho Beatriz. Todos los periódicos coincidían en lo extraño de aquel asesinato, pero ninguno era capaz de establecer una hipótesis sobre el móvil, porque a la víctima no se le conocían antecedentes que pudieran ponerlo en el punto de mira de un asesino, a no ser que se tratara de la venganza de alguien que se hubiera sentido perjudicado por sus intervenciones profesionales. La policía investigaba este último supuesto, pero hasta el momento no había encontrado ninguna pista que tuviera solidez suficiente. Beatriz conocía a un detective privado, compañero del instituto, con quién había coincidido en una reunión de antiguos alumnos unos meses antes. Sin consultárselo a Fernando, lo llamó un día y concertó una cita con él en una conocida cafetería de la calle Goya. Basilio Sigüenza estaba esperándola acodado en la barra, con una cerveza entre las manos a pesar de que no eran más que las once de la mañana. Vestía de manera absolutamente informal, con vaqueros y un grueso jersey de cuello alto, y llevaba colgado de su hombro una especie de zurrón de color verdoso del que parecía no querer desprenderse en ningún momento. –Tan estupenda como siempre –dijo, mientras le daba un par de besos–. Estás hecha una auténtica burguesa. Beatriz observó detenidamente a su amigo, que a pesar de no haber cumplido aún los treinta años parecía bastante mayor. Se mantenía esbelto, se diría incluso que demasiado delgado, pero su cara, un tanto abotargada, indicaba que se trataba de una persona aficionada al alcohol. Llevaba barba de un par de días, estaba algo despeinado, pero conservaba el aire 158
elegante que Beatriz recordaba de la época del bachillerato. Por aquel entonces, Basilio la había perseguido con tenacidad con la pretensión de salir con ella, pero su acoso siempre chocó con el rechazo, porque veía en él a un buen amigo, simpático donde los hubiera, muy inteligente, ocurrente hasta la saciedad, pero que a pesar de ello no la atraía. Seguía soltero, según le dijo el día de su último encuentro en aquella fiesta de antiguos alumnos, porque todavía estaba esperándola a ella. –Me has dado una buena sorpresa con tu llamada –continuó Basilio. –Necesito que me eches una mano. Se sentaron en una mesa y acto seguido, sin perder un minuto, Beatriz empezó a explicarle muy resumidamente el trabajo en el que estaba metida. Le habló de Fernando y no le ocultó su relación sentimental con él, aunque sin entrar en demasiados detalles, que por otro lado, pensó, a Basilio nada le importaban. –Me estoy poniendo celoso. Beatriz le sonrió esquivamente y prosiguió. Le contó el contenido de la carta que había recibido Fernando, se entretuvo durante un buen rato hablándole de Los Vengadores y terminó explicándole las averiguaciones que había hecho respecto a los antecedentes genealógicos de Óscar RuizDaudén. –Me temo que lo que tratas de decirme es que a ese abogado lo han asesinado unos locos de Internet –dijo Basilio, iniciando su segunda cerveza. –Eso es precisamente lo que quiero que averigües. Basilio la miró de arriba a bajo. –Tendría antes que hablarte de mis tarifas. No soy nada barato. –He supuesto que a mí me tratarías bien. 159
–¿A cambio de qué? –No seas bruto, que no te va. Basilio continuó mirándola fijamente. Compuso un gesto con los labios, cuyo significado no era fácil adivinar, pero que Beatriz quiso interpretar como que iba a aceptar el encargo dentro de unas condiciones económicas razonables. –Si todo sale como espero, te prometo que le pediré a Fernando que te incluya dentro de la relación de agradecimientos de los libros que está escribiendo. Eso es muy bueno para un profesional como tú. –¿Y si sale mal? –Mal no puede salir nunca –contestó Beatriz–. En todo caso, podría resultar un fiasco. Pero aún así, te citará. Se despidieron con el compromiso de verse dentro de un par de días allí mismo, para que ella le entregara la documentación que necesitaba. Cuando regresó a casa, Beatriz no le contó a Fernando la entrevista con el detective ya que prefirió esperar a tener el compromiso total de éste. Basilio le había prometido que en la próxima entrevista le presentaría una oferta de servicios profesionales, y aunque le había advertido que los gastos en este tipo de investigaciones solían ser altos, intentó tranquilizarla con respecto a las tarifas horarias que pensaba aplicar. La prensa continuaba aquellos días publicando artículos sobre el asesinato, pero persistía el despiste generalizado. La policía no sabía nada y su única hipótesis era que se trataba de una venganza, pero resultaba muy difícil establecer una relación causal. Sin embargo, se decía que se había formado un grupo de investigación específico para el caso, porque, dado que la repercusión social 160
había sido muy grande, los máximos responsables de Interior así lo decidieron. Unos días más tarde llamó Alicia desde La Puebla. Habló con Fernando, y le dijo que había estado en su casa para recoger unos documentos y que se había encontrado en el suelo del zaguán una carta, sin remite, dirigida a él. Fernando le pidió que la abriera y que le leyera por teléfono su contenido. Su amiga obedeció: “Si persiste en su intento, pagará muy cara la intromisión en un asunto que no le incumbe. No quiera jugar con fuego y deje de remover las tumbas de los muertos”. –¿Firma alguien? –Sólo hay una cruz roja dibujada al pie del texto –contestó Alicia, con la voz afectada por la sorpresa–. ¿Qué significa esto? Fernando le explicó que no era el primer mensaje de ese tipo que recibía y le habló de la carta que él se había encontrado unas semanas antes. No cabía la menor duda de que alguien que se había enterado de sus indagaciones en torno a la figura a don Pedro lo amenazaba para que abandonara el trabajo. –¿Los Vengadores? –preguntó Alicia. –Posiblemente. Aunque vete tú a saber. –Pero si somos muy pocos los que conocemos este asunto. Fernando le contó que Beatriz se había puesto en contacto con ellos a través de una dirección de correo electrónico que había encontrado en Internet, lo que podría ser la causa de aquellas cartas. Pero en cualquier caso, dijo, no había que darle demasiada importancia a unas amenazas que no tenían ni pies ni cabeza. Unos días más tarde, Beatriz acudió a su nueva cita con Basilio. Cuando 161
entró en la cafetería, encontró a su amigo en la barra, pero esta vez acompañado. Junto a él estaba una rubia con el pelo a lo “garçon”, embutida en unos pantalones negros de piel brillante, atuendo que completaba con una camiseta roja muy escotada, bastante ceñida y sin mangas. Era una mujer alta, de aspecto provocativo, con un rostro que, aunque no bello, resultaba ciertamente atractivo. –Te presento a Celia Mora, mi socia. Con ella no tengo secretos, y si al final vamos adelante con la historia que me contaste el otro día, participará en ella. –Encantada –contestó Beatriz, estrechándole la mano. Se sentaron los tres alrededor de una mesa e inmediatamente Basilio abrió su zurrón, extrajo una carpeta y sacó algunos papeles que puso frente a Beatiz para que pudiera leerlos. El documento empezaba con una descripción del trabajo que había que realizar, seguía con una relación de objetivos a cumplir y terminaba con las tarifas horarias aplicables, que en principio no le parecieron demasiado altas, aunque al no existir una estimación del alcance del trabajo era imposible calcular la cantidad total que al final pudiera resultar. –No lo pongo en el presupuesto, pero lo usual es que el cliente adelante una cantidad a cuenta en concepto de gastos, que en tu caso sería de 3.000 euros –dijo Basilio–. A los demás suelo pedirles 6.000. –Antes de aceptar el presupuesto, tengo que hablar con Fernando. Supongo que lo entiendes. Pero me gustaría conocer una estimación aproximada del total. No estamos sobrados de dinero. –Aunque no quiero comprometerme, supongo que la factura final no pasará del doble del anticipo que ahora te pido. Salvo que las cosas se compliquen. –¿Podríamos cerrar esa cantidad como definitiva? Para mí sería mucho más fácil convencer a Fernando. Basilio miró a Celia, que asistía a la reunión sin perder en ningún 162
momento la sonrisa de sus labios, y ésta asintió con un gesto de cabeza que ponía en evidencia su aprobación. Beatriz, entonces, se dirigió a los dos y les dijo que aquella cantidad la podía asumir ella sin necesidad de tener que acudir a la autorización de Fernando. Sacó un bolígrafo, firmó el contrato y extendió un cheque al portador por importe de 3.000 euros. En la matriz del talonario apuntó “gastos de investigación”. –Al fin y al cabo Fernando es mi novio, no mi jefe –dijo, sonriendo. Durante un buen rato continuaron hablando sobre el trabajo que Basilio y Celia iban a comenzar. La idea que tenían, en principio, era no involucrar a Beatriz en sus investigaciones, y sólo le pedirían que interviniese si en un momento determinado lo consideraran imprescindible. Mientras tanto estarían en contacto telefónico. Beatriz, algo más relajada desde que se decidió a firmar el contrato y a pagar la cantidad a cuenta que le habían pedido, se dedicó a examinar el comportamiento de la extraña pareja que tenía delante, de la que nadie hubiera dicho que se tratara de un par de detectives. En ningún momento dieron a entender, ni con palabras ni con gestos, que entre ellos existiera algo distinto a una relación puramente profesional, hasta el punto de que Basilio, ignorando la presencia de su compañera de trabajo, se atrevió a lanzar a Beatriz alguna insinuación, más que sutil, sobre el atractivo que veía en ella, atrevimientos que Celia celebraba con sonrisas nada disimuladas. Aquella rubia de pelo corto se divertía sin disimulo con las provocaciones machistas de su colega, comportándose en definitiva como si fuera un hombre más. En cualquier caso, a Beatriz no acababa de disgustarle la actitud de Celia, tan espontánea y natural, y pensó que posiblemente formaría un buen equipo con Basilio. Al menos, eso prefería suponer. Después de la reunión, Beatriz regresó a casa andando. Descendió por Goya, torció a la derecha en la confluencia con Lagasca y continuó por la acera de los pares hasta llegar a su casa, un poco más allá del cruce con Ayala. Fernando estaba ante el ordenador, enfrascado como de costumbre en la búsqueda de más datos, y cuando vio entrar a su 163
novia estiró el cuerpo entumecido y se levantó de su asiento. Era la hora de comer y por tanto tiempo para el descanso. –Acabo de contratar los servicios de una agencia de detectives –dijo Beatriz, mientras colocaba el mantel en la mesa ayudada por Fernando. –¿Qué? Beatriz le contó con detalle lo que había hecho esa mañana y justificó que no le hubiera dicho nada hasta entonces porque sabía que en principio se iba a oponer. Le dijo que creía que necesitaban esa ayuda, porque ellos solos, sin la colaboración de especialistas en la materia, serían incapaces de averiguar lo que había detrás del asesinato de Óscar Ruiz-Daudén. Además, estaban las cartas, que aunque parecieran producto de mentes calenturientas no dejaban de resultar inquietantes. El gasto no le había parecido desmesurado y estaba segura de que su amigo Basilio estaría a la altura de la fama que le precedía. Fernando, que sabía que a esas alturas cualquier reproche iba a resultar inútil, aceptó de regular talante la iniciativa de Beatriz. Lo único que quiso dejar claro es que no confiaba en absoluto en que la intervención de un “sabueso” fuera a resolver los enigmas que empezaban a aparecer por todas partes. Dos semanas más tarde, Basilio llamó a Beatriz para contarle que había descubierto un dato importante en todo aquel embrollo. Un confidente de la policía le había contado que Emilio Ruiz-Daudén, el hijo mayor del difunto don Óscar, había explicado que su padre estuvo recibiendo durante los últimos meses extrañas cartas en las que se le amenazaba de muerte. El tono de éstas era tan infantil, tan carente de sentido, que su padre no había hecho el menor caso de las mismas, limitándose a comentarlo con su hijo, sin decidirse a poner una denuncia. Las cartas se referían a agravios cometidos por algún ascendiente del abogado contra un supuesto miembro de la Orden del Temple, allá por el siglo XII nada más y nada menos. Y todas ellas iban acompañadas de un dibujo, de trazo inseguro, donde unos guerreros medievales, con capa blanca y cruz bermeja, apuñalaban a un supuesto Óscar Ruiz-Daudén. Beatriz se quedó muda. –¿Estás ahí? –preguntó Basilio, ante su silencio prolongado. 164
–Sí, estoy aquí. Son parecidas a las que está recibiendo Fernando. Esto empieza a darme miedo. Basilio le propuso que se vieran inmediatamente. Quería revisar la situación con ellos. –Os espero a Fernando y a ti, mañana a las siete de la tarde, en mi despacho. Tienes la dirección en la tarjeta que te di. Ya sabes…, en Menéndez Pelayo, a un paso de Mariano de Cavia. La oficina de Basilio –un par de despachos y una sala de reuniones– era en realidad un pequeño apartamento transformado en lugar de trabajo. Fernando observó detenidamente el entorno, intentando sacar conclusiones sobre la solvencia de aquel par de enigmáticos detectives. Pero lo que verdaderamente le llamó la atención, a pesar de que Beatriz había intentado ponerlo en antecedentes, fue el peculiar aspecto de sus dos nuevos colaboradores. Celia iba vestida con unos pantalones rojos muy ceñidos, que resaltaban las poderosas formas de sus caderas, y un jersey cerrado, seguramente de una talla inferior a la suya, que marcaba provocativamente sus senos sin sujetador y que dejaban el ombligo al descubierto. A Fernando le pareció una mujer muy atractiva, algo que Beatriz no le había advertido, seguramente porque a ella el físico de la detective le mereciera un juicio menos elogioso. Basilio, sin embargo, respondía perfectamente a la descripción que de él había hecho su novia: alegre, vitalista, desinhibido y bastante simpático, aunque a veces rozara con sus comentarios la impertinencia. Tenía, a pesar de su indumentaria absolutamente informal, un aspecto bastante elegante, que sólo mancillaba el abotargamiento de sus mejillas y las profundas ojeras que como dos surcos cruzaban su cara de lado a lado. –¡Así que tú eres quien me ha birlado la novia! –dijo Basilio, mientras estrechaba la mano de Fernando. –Encantado de conocerte. Cuando entraron en la pequeña sala de reuniones, ya los cuatro sentados alrededor de la mesa, Basilio cambió el tono jocoso que había mantenido hasta entonces por otro mucho más circunspecto y profesional. –Antes que nada, me veo en la obligación de recomendaros que denunciéis a la policía las amenazas que os han llegado. Lo cual no quiere decir que tengáis que hacerlo forzosamente. Simplemente, al advertíroslo, cumplo con mi obligación profesional. 165
–Supongamos que decidimos no hacerlo de momento –dijo Fernando–. Soy historiador y, como supongo que sabéis, vivo de mis investigaciones. Si interviene la policía, me encontraré atado de pies y manos. Y prefiero la libertad que disfruto ahora. ¿Aún así estaríais dispuestos a seguir con el encargo que os hemos hecho? –Naturalmente –contestó Celia–. No hay nada que nos interese tanto. Pero el peligro existe. Esos locos están ahí, ya han cometido un asesinato y nada les impediría perpetrar el segundo. –Aceptamos el riesgo –prosiguió Fernando, mirando a Beatriz que asentía discretamente con la cabeza–. ¿Cuál es vuestro plan? Basilio se levantó de su asiento, abrió una pequeña nevera disimulada dentro de un mueble y sacó unas cervezas y unos vasos de papel. –Si alguien no quiere beber, que levante la mano. Los otros tres permanecieron callados. –Eso está bien. No me gusta beber solo. El plan de Basilio se basaba en unas hipótesis que no podía demostrar pero que daba por posibles. En las investigaciones llevadas a cabo hasta entonces había descubierto que Emilio Ruiz-Daudén se había enfrentado en los últimos meses con su padre, porque a éste no le gustaba el tipo de clientes con los que se relacionaba de un tiempo a esta parte, personajes todos ellos relacionados con el narcotráfico, o con otro tipo de negocios ilícitos, que estaban dispuestos a pagar grandes cantidades de dinero a cambio de una buena defensa o simplemente por un asesoramiento eficaz. Don Óscar había logrado consolidar a lo largo de los años el prestigioso despacho de abogados, que normalmente se movía en torno a procesos relacionados con temas mercantiles, y hasta entonces no había permitido que su buen nombre se viera involucrado en asuntos penales de dudoso perfil, que, si bien pudieran resultar muy lucrativos a corto plazo, a la larga acababan alejando del bufete a los clientes de toda la vida. Pero su hijo Emilio, socio también del despacho, opinaba de forma muy distinta. Y lo cierto era que habían aparecido profundas desavenencias entre los dos, que empezaron a incidir de forma muy negativa en las relaciones paterno-filiales. Se había hecho de noche. La imagen de El Retiro, iluminado a esas horas tan sólo por los numerosos faroles diseminados y medio 166
ocultos entre los viejos árboles, se veía a través de las ventanas de la sala de reuniones, cuyos ocupantes se habían quedado meditando las explicaciones anteriores. Basilio, mientras tanto, se enfrentaba a su segunda cerveza, que se había servido sin dar explicaciones a nadie. –No sé si me vais a creer si os digo que sospecho que Emilio Ruiz-Daudén es el verdadero asesino de su padre, o al menos el inductor –dijo, dejando el vaso sobre la mesa. Beatriz miraba a Fernando, que no apartaba la vista de Basilio, y Celia sonreía enigmáticamente mientras contemplaba desde un extremo de la mesa la cara de sus clientes. Nadie decía nada, porque, o rumiaban las palabras anteriores tratando de digerir el mensaje del detective, o permanecían a la espera de que alguien preguntara algo. –¿De dónde has sacado eso? –preguntó por fin Fernando, con expresión de incredulidad. –Pura conjetura, lo confieso. Pero llena de sentido. –Explícate –dijo Beatriz. –Existe un móvil, ¿no? Y la forma, el macabro apuñalamiento, puede ser tan sólo una manera de encubrir la realidad. Cosas más raras he visto. –Y con esta hipótesis, ¿por dónde pensáis seguir? –dijo Fernando. –Poco os voy a contar sobre nuestros planes, entre otras cosas porque eso es cosa nuestra. Pero os anticipo que Celia ha empezado una maniobra de aproximación para ligar con Emilio... ¿la creéis capaz? Celia sonreía desde el fondo de la mesa, alisándose con coquetería su corto cabello dorado. Fernando y Beatriz la miraron durante unos breves instantes y ninguno de los dos tuvo en aquel momento ninguna duda sobre su capacidad para desempeñar aquella misión. Basilio se levantó y se acercó a su compañera, sin soltar el vaso que sujetaba con la mano, y cuando estuvo junto a ella le cogió el mentón e hizo que girara la cabeza para mostrar su rostro a los demás. –Hay trabajos que Celia sabe hacer mucho mejor que yo. Fernando y Beatriz abandonaron el despacho sobre las nueve y media de la noche. Se dirigieron a Atocha, paseando sin prisas, hasta llegar al Paseo del Prado. Cruzaron la amplia avenida y enfilaron la calle Moratín hacia el restaurante que habían elegido para cenar esa noche. La dueña, que los conocía de otras veces, acompañó a la pareja hasta 167
una mesa preparada para cuatro, retirando a continuación los cubiertos que sobraban. Pidieron una ensalada para los dos y una carne roja para cada uno, además de una botella de Rioja. Aquel sitio, decorado con pretensiones vanguardistas, les gustaba mucho. Pero esa noche no prestaron demasiada atención ni al lugar ni a la comida, impresionados como estaban por las cosas que se habían dicho en la reunión. Beatriz estaba algo asustada, y así se lo dijo a Fernando, pero éste, tratando de asumir la responsabilidad que había adoptado al no denunciar las extrañas amenazas, intentó reafirmarse en la decisión adoptada. –Tenemos una comisaría muy cerca -dijo–. Si quieres, todavía estamos a tiempo de contarle a la policía lo que sabemos. Pero Beatriz, a pesar de sus fundados temores, estaba dispuesta a continuar por el camino que habían elegido, mucho más flexible que el de la denuncia. Precisamente había sido ella quien tomó en su momento la decisión de contratar los servicios de un detective privado, y ahora, cuando parecía que entraban en un terreno no demasiado claro, pero al menos sugerente, no se iba a echar atrás. A lo hecho, pecho, pensó. Cuando salieron del restaurante, llovía ligeramente. Bajaron otra vez hacia el paseo del Prado, cruzaron al otro lado de la avenida y esperaron frente al museo a que pasara un taxi. El tráfico, escaso a esas horas, trepidaba al rodar sobre los adoquines que, como un recuerdo del pasado, se conservaban en aquel tramo de la calzada; las Cuatro Fuentes manaban incansables con su cantarín borboteo y las farolas de las aceras reflejaban su luz en los charcos que se habían formado en el suelo enlosado. Tardaron un buen rato en conseguir parar un coche, pero la espera no les importó demasiado. Una semana más tarde, decidieron volver a La Puebla. La testamentaría de la madre de Beatriz estaba terminada y no había nada que los retuviera en Madrid. La misma tarde de su llegada, recibieron la visita de Alicia, a quien esta vez acompañaba Inés. Estaba pasando unos días de vacaciones en el pueblo, y tanto le había hablado su amiga de la pareja de historiadores que había querido conocerlos en persona. Fernando no podía evitar mirar a esta mujer con ojos escrutadores, tratando de reconocer en ella cualquier signo de homosexualidad, pero sólo fue capaz de ver que se trataba de una mujer muy interesante, sumamente culta y con una conversación muy 168
amena. Era bastante más joven que Alicia –tendría aproximadamente la misma edad que Beatriz–, había estudiado ingeniería industrial y trabajaba en una fábrica de automóviles de Zaragoza. “A mí lo que me gustan son las humanidades” decía. “Soy ingeniero por accidente” añadía con gracejo. Pero cuando empezó a contar sus experiencias profesionales, que le gustaba adornar con todo lujo de detalles –sobre todo cuando explicaba su responsabilidad al frente de la cadena de montaje– repitiendo algunas frases textuales que dirigía a sus colaboradores para apoyar su narración, puso de manifiesto que vivía su profesión con auténtica vocación, por no decir con entusiasmo. Alicia la miraba y reía sus chanzas y sus expresiones machistas, plagadas de alusiones a la anatomía masculina como si fuera un hombre más, y celebraba sus comentarios con cierta satisfacción mal disimulada. Pero, a pesar de ello, si Fernando no hubiera estado en antecedentes de la relación sentimental que unía a las dos mujeres, no hubiera sido capaz de encontrar en aquella actitud algo más que la que correspondía a una buena amistad. Beatriz, por su parte, se reía del desparpajo feminista, que por razones de edad entendía mucho mejor que Fernando. Roto el hielo entre los cuatro, Alicia sacó el tema de las cartas que se habían recibido. Fernando explicó la situación, sin omitir detalle alguno sobre las averiguaciones de Basilio y todos coincidieron en que la cosa era preocupante y en que, si las amenazas persistían, se debería acudir a la policía. –¿Os dais cuenta de que es aquí, en La Puebla, donde os tienen localizados? –preguntó Inés–. Por lo que habéis contado, sólo conocen esta dirección postal y la del correo electrónico. Yo en vuestro caso me trasladaría a un sitio donde no pudieran localizaros. –Tampoco hay que sugestionarse demasiado con este asunto –dijo Fernando–. A pesar de lo que opine Basilio, tengo la seguridad de que se trata de un juego, de una estupidez, que al menos de momento no merece la pena tener en cuenta. Dos días más tarde, Fernando recibió un correo electrónico de Jaume Solá en el que le enviaba la dirección de la sede que Los Vengadores tenían en Toulouse –al parecer su cuartel general–y la de la sucursal de Barcelona. Anotó las direcciones y llamó a Basilio para transmitírselas. El detective le dio las gracias, pero no le dijo lo que pensaba hacer con ellas. 169
Cuando ya no la esperaban, llegó una tercera carta. Estaba redactada en unos términos muy parecidos a los de las otras, pero añadía que se les estaba acabando la paciencia. Y ese mismo día Basilio llamó por teléfono a Fernando para decirle que se iba a Barcelona con el propósito de realizar algunas gestiones relacionadas con el caso. Quería acercarse a la dirección que Jaume Solá les había facilitado y ver si conseguía información sobre las actividades de Los Vengadores. De paso, intentaría averiguar algunas cosas respecto al coleccionista de libros. Al detective le parecía muy extraño que tan singular personaje hubiera conseguido unas direcciones tan celosamente ocultas por sus propietarios. Y respecto a denunciar las cartas, le aconsejó que ya que no lo había hecho hasta ahora tuviera un poco de paciencia, porque Celia había avanzado considerablemente en sus contactos con Emilio Ruiz-Daudén y no era conveniente que en estos momentos la policía metiera las narices en el asunto. Y añadió que no le parecería mal que se fueran de La Puebla durante una temporada, porque en principio esa dirección era la única que Los Vengadores tenían para localizarlos. –Por cierto, me comprometí con “nuestra” novia en que mi minuta no sobrepasaría los 6.000 euros –dijo Basilio–. Pero los gastos me están desbordando. No tengo más remedio que reconsiderar mi oferta inicial. Por supuesto que en su momento te justificaré todo. –Procura no arruinarme –contestó Fernando, aceptando lo inevitable. Alicia, después de que llegara la tercera carta, les había ofrecido su casa de Zaragoza para que pasaran en ella una temporada, por lo menos hasta que se clarificara la situación. Tendrían que compartirla con Inés, ya que vivía en ella permanentemente, pero era suficientemente grande como para que cupieran los cuatro. Al principio dudaron si sería más conveniente regresar a Madrid, pero enseguida desistieron de la idea porque temían que aquellos locos pudieran localizarlos allí. La casa de Zaragoza era un apartamento con tres dormitorios, situado en una zona muy céntrica de la ciudad, al final del Paseo de la Independencia. Inés, como había supuesto Fernando, compartía habitación con Alicia. Pero la concejala regresó inmediatamente a La Puebla porque, según les dijo, tenía allí mucho trabajo acumulado. Les prometió que volvería el siguiente fin de semana. 170
Al cabo de unos días, Basilio se puso nuevamente en contacto con Fernando y le pidió que se trasladara a Barcelona. Había averiguado ciertas cosas y quería comentárselas personalmente, sobre el terreno. Le prometió que sería sólo cosa de un par de días y le pidió que no fuera acompañado. El Hotel donde se hospedaba Basilio estaba situado en la parte alta de Balmes, un poco más arriba de Vía Augusta. Cuando llegó Fernando, el detective estaba esperándolo en el hall, y nada más verlo le dijo que se instalara en la habitación que le había reservado y que bajara en cuanto pudiera para ir a cenar al restaurante donde había reservado mesa. Allí le contaría todo lo que había averiguado hasta el momento, que no era poco. El restaurante estaba en la Plaza Molina, muy cerca del hotel. Era un lugar con un carácter muy especial, donde una ristra de camareros en fila india mostraba a los clientes las bandejas con las comidas que se podían pedir, adornando sus explicaciones con estudiado gracejo. El desfile resultaba francamente simpático y los comensales terminaban siempre pidiendo mucho más de lo que seguramente hubieran deseado. –Jaume Solá pertenece a la organización de Los Vengadores desde hace más de cinco años –dijo Basilio, de repente, mientras servía el vino. Fernando se quedó petrificado, con el tenedor suspendido a medio camino entre el plato y la boca. Hubiera esperado cualquier noticia, menos que aquel extraño personaje, ingeniero de profesión y coleccionista de libros, pudiera pertenecer a una sociedad como esa. Durante unos segundos trató de reconstruir en su memoria los detalles que rodearon la entrevista que tuvo con él unos meses atrás en su domicilio de Barcelona. Lo recordaba pequeño de estatura, algo estrafalario en la forma de vestir, torpe de movimientos y en general muy poco agraciado desde un punto de vista estético; pero al mismo tiempo, le había parecido un hombre culto, de conversación agradable, correcto en el trato, cualidades que en cierto sentido contrastaban con su físico. –Me he enterado de que es homosexual –continuó Basilio–. Y su pareja de hecho no es otro que Albert Masoliver, el Maestre Provincial de Los Vengadores en España. 171
–¿Maestre Provincial? –Sí. Ese es el nombre que en recuerdo de los templarios dan a su máxima jerarquía en cada país. Debe existir, supongo, un Maestre General, posiblemente en Toulouse. Basilio continuó explicándole a Fernando todo lo que había averiguado hasta el momento. La sede de Los Vengadores estaba situada en un viejo inmueble de la calle Argentería, relativamente cerca del domicilio de Jaume Solá. El edificio había sido totalmente rehabilitado a finales de los años ochenta, y sus propietarios lo habían dividido y lo alquilaban como oficinas a un total de seis entidades comerciales distintas. En el segundo derecha estaba la Sociedad Internacional de Estudios Medievales, nombre que encubría a Los Vengadores del Temple. –Hace unos días conseguí entrar de noche en sus oficinas y durante cerca de seis horas me dediqué a husmear en sus archivos. Tuve que limitarme a lo que encontré escrito en papel, que desgraciadamente no era mucho, porque no tenía la clave para entrar en los ordenadores.. –A eso se le llama allanamiento de morada –dijo Fernando, que no perdía palabra. –Yo le doy el nombre de acto de servicio. Entre los papeles, Basilio había encontrado un listín de teléfonos, donde aparecía el nombre de Emilio Ruiz-Daudén, y la copia de una factura emitida por éste a la Sociedad Internacional de Estudios Medievales, con la descripción de “Trabajos profesionales según encargo”. –¡Increíble, pero cierto! –exclamó el detective, al mismo tiempo que terminaba la crema catalana que había pedido de postre. Cuando salieron del restaurante, Basilio, sin consultárselo a Fernando, paró un taxi y lo obligo a entrar en él. Le dio al conductor una dirección de La Diagonal y se repanchigó en el asiento. –Vamos a tomar una copa a un sitio que conozco y que estoy seguro te va a gustar –dijo, antes de que Fernando tuviera la oportunidad de preguntar. El lugar era en realidad un piano bar, presidido por unas siluetas de tamaño natural de ciertos personajes del cine mudo americano. Se acomodaron en la barra y pidieron sendos güisquis. Aquel sitio 172
resultaba francamente agradable, aunque a Basilio le pareciera quizá un poco “carrozón”. La edad media de los clientes varones no bajaría de los cuarenta y muchos, y una media docena de mujeres, bastante más jóvenes que los hombres, alternaban con ellos alrededor del piano y en las mesas distribuidas por todas partes. Y aunque las chicas podrían muy bien ser profesionales, tenían por lo general un aspecto tan elegante que en cualquier caso disimulaban a la perfección su condición. A veces, junto al pianista, se improvisaba un pequeño coro de voces masculinas y femeninas, al que poco a poco se iban añadiendo nuevos voluntarios. En otros momentos, algún espontáneo entonaba una canción de moda, acompañándose con el sonido rítmico de unas maracas. De aquel ambiente tan espontáneo podría decirse cualquier cosa menos que fuera convencional. –Me queda mucho por contarte –dijo Basilio, sobreponiendo su voz al bullicio general. –Pues…, tú dirás. Le explicó que Celia había conseguido intimar con Emilio RuizDaudén hasta un grado que Basilio en principio no quiso especificar, pero que a Fernando le quedó muy claro desde sus primeras palabras. De hecho, el abogado había resultado ser un auténtico Casanova que compaginaba sin grandes escrúpulos su vida familiar –estaba casado y tenía tres hijos–con frívolas relaciones extramatrimoniales, y Celia había conseguido entrar en su entorno más cercano gracias a esa debilidad. La rubia pelicorta, que a Fernando le había parecido desde el primer día francamente atractiva, se las ingenió para conocer al abogado en una discoteca, y desde ese día salía con él con cierta asiduidad. De esa manera, aprovechando los momentos de mayor vulnerabilidad, que en estos casos se presentan con harta frecuencia, fue obteniendo informaciones deslavazadas, que más tarde, utilizando métodos deductivos propios de su profesión, iba relacionando para sacar conclusiones. –Pero no creo que le haya confesado que ha matado a su padre –dijo Fernando, deseoso de saber hasta dónde había llegado en sus averiguaciones la compañera de Basilio. –Naturalmente que no. Pero no hay que descartar que tarde o temprano termine cometiendo alguna indiscreción que ponga en evidencia su culpabilidad. 173
Basilio creía, aunque no lo aseguraba, que había una relación entre los hechos muy significativa. En primer lugar, Fernando estaba recibiendo cartas amenazadoras de una extraña sociedad que decía querer vengar supuestos agravios cometidos siglos atrás contra los Templarios; por otro lado, Emilio Ruiz-Daudén, descendiente de don Beltrán Zazo, un caballero contemporáneo de don Pedro Arés, tenía relaciones profesionales con Los Vengadores; además, el padre de Emilio, don Óscar, había aparecido asesinado con una puñalada en el corazón; por si fuera poco, el hijo tenía un claro móvil para acabar con la vida de su padre, ya que éste se oponía abiertamente a sus actividades ilícitas, y por último, para cerrar el círculo, las cartas amenazadoras a Fernando pedían precisamente que se dejara de husmear en la vida de don Pedro, como si alguien temiera ser descubierto en algo. –Pues, a pesar de todo, me parece un cúmulo de casualidades -dijo Fernando.
–La noche es joven. Te tengo reservada una sorpresa para cuando salgamos de aquí. Acábate el güisqui. A la salida, pararon un taxi y Basilio le dio al taxista la dirección de Vía Layetana esquina a Princesa. Media hora más tarde, el detective abría la puerta de la Sociedad Internacional de Estudios Medievales, utilizando una especie de ganzúa preparada a tal efecto, y a continuación los dos entraban en el antiguo piso rehabilitado, alumbrados tan sólo por una linterna que había aparecido de repente en uno de los bolsillos del investigador. –Tú busca entre esas carpetas. A estas alturas, cualquier dato puede ser interesante. Yo revisaré las que están en ese mueble. Fernando, con el desasosiego que le producía aquella irrupción ilegal en domicilio ajeno, empezó a ojear los papeles que le había encargado Basilio, pero no encontraba nada que pudiera servir a su propósito de averiguar algo sobre el embrollo donde se había metido. Cuando ya desesperaba, de repente apareció ante su vista un folio en el que estaba escrita una dirección postal bajo las siglas A.M. Enseguida se dio cuenta 174
de que se trataba precisamente de las señas del apartamento de Alicia Moncada en Zaragoza. –¡Mira esto! –dijo, con voz asustada. –¡No sé qué más necesitas para aceptar que mi hipótesis es correcta! –dijo Basilio, después de leer la cuartilla. Siguieron durante más de una hora revolviendo papeles, pero siempre tomando la preocupación de volver a dejarlos en el mismo orden que los habían encontrado, porque no querían bajo ningún concepto que aquella gente se diera cuenta de que alguien andaba espiándolos. Pero no encontraron otra cosa que pudiera estar relacionada con sus investigaciones. Era evidente que la mayoría de la información estaba digitalizada y ellos no tenían acceso a los ordenadores. Por la mañana, en cuanto se despertó en su habitación del hotel, Fernando llamó por teléfono a Beatriz para contarle el descubrimiento que habían hecho la noche anterior. No quería asustarla, pero no tenía más remedio que ponerla en guardia contra aquella gente, cuyas verdaderas intenciones no estaban nada claras. Beatriz, como era de esperar, se alarmó, y tras una consulta con Inés decidió que se trasladarían las dos a un hotel hasta que Fernando regresara. Después, ya se vería. Ese mismo día, Basilio se propuso visitar a Jaume Solá y Fernando decidió que lo acompañaría para hacer las presentaciones y así no levantar sospechas. Se citaron por teléfono y se presentaron a media mañana. Habían puesto como pretexto de la visita que necesitaban alguna información adicional concreta, pero lo que el detective se proponía era simplemente entrar en el domicilio y olfatear cualquier detalle que pudiera serle útil. Cuando llegaron ante la puerta del piso, se la encontraron medio entornada. Llamaron al timbre, pero nadie acudió a recibirlos. Basilio, más decidido que Fernando, entró en el vestíbulo y gritó en voz alta para que alguien le oyera. El silencio más absoluto reinaba dentro de aquel lugar repleto de libros, sólo roto por el tic-tac de un reloj de 175
pared situado a mitad del largo pasillo que conducía al gabinete donde Jaume Solá había recibido a Fernando en la ocasión anterior. Escucharon atentamente, pero allí no había nadie. –No toques nada –dijo Basilio, mientras se ponía unos guantes de fieltro que llevaba en el bolsillo–. Esto no me gusta un pelo. Fernando, poco hecho a estos avatares, seguía a Basilio pisándole los talones, sin despegarse de su sombra en ningún momento. De buena gana le hubiera pedido que salieran inmediatamente de allí, pero la confianza que había puesto en el detective, unida a la curiosidad que sentía, le animó a continuar en el apartamento, aunque no supiera con exactitud lo que buscaban. Entraron en un dormitorio que comunicaba con el gabinete, después en otro situado junto a éste, más tarde en una habitación en cuyas cuatro paredes los libros llegaban hasta el techo, registraron los cuartos de baño y la cocina, abrieron los armarios, buscaron en los cajones de las cómodas y los aparadores, pero no encontraban nada. Y cuando iban a marcharse, Basilio descubrió al azar una puerta disimulada detrás de una estantería con ruedas que se desplazaba con facilidad al empujarla. Entraron con sumo cuidado en la habitación oculta, porque al principio no encontraban el interruptor de la luz, y cuando lograron iluminar la estancia se encontraron con un cuerpo humano tumbado de bruces en el suelo. Basilio sujetó a Fernando para que no se moviera de su sitio, avanzó hacia el bulto, tanteó el cuello de aquel hombre buscando su pulso y movió la cabeza de un lado a otro dando a entender que estaba muerto. –¿Lo conoces? –preguntó, mientras giraba el cuerpo para que Fernando pudiera ver su rostro. –¡Es Jaume Solá! Basilio echó un vistazo alrededor tratando de encontrar alguna prueba, pero todo estaba en perfecto orden y nada indicaba que allí hubiera habido violencia. El cadáver tenía un fuerte golpe en la cabeza, que probablemente le había hundido el cráneo, pero no había rastro de sangre alrededor. 176
–Un golpe contundente y certero –dijo el detective. –¿Crees que lo han matado aquí mismo? –Supongo que lo han hecho en cualquier otro lugar de la casa y luego han escondido el cuerpo aquí, seguramente porque pensarán desprenderse de él más adelante. En mi opinión, lo han atacado por la espalda sin que el pobre desgraciado pudiera hacer nada para defenderse. Dejaron la puerta del piso entreabierta, como la habían encontrado, y bajaron la escalera a toda prisa. Basilio, sin decir palabra, cruzó la calle y entró en un bar buscando un teléfono, porque no quería llamar desde su móvil para no dejar ningún rastro de su presencia en aquel lugar. Encontró uno al otro lado de la barra, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie escucharía la conversación que iba a tener lugar y marcó un número. Al otro lado de la línea le contestó la policía, a quien se identificó como testigo involuntario de un asesinato, añadiendo que no quería dar su nombre para no verse envuelto en un asunto que nada tenía que ver con él. Pidió que anotaran las señas del crimen y colgó precipitadamente sin dar más explicaciones. Poco después, cuando se alejaban del lugar, oyeron la sirena de un coche patrulla que se dirigía hacia la casa del crimen. –Mañana sabremos algo más por la prensa –dijo Basilio–. Ahora vayamos a comer y recapitulemos. Se sentaron en una pequeña mesa de un restaurante de la calle Princesa, un mesón con nombre vasco que anunciaba su especialidad en tapas variadas. El detective parecía muy tranquilo, como si nada importante acabara de suceder. Fernando, a quien la impresión que le había causado la visión de aquel cadáver le había dejado el cuerpo revuelto, miraba a su acompañante sorprendido ante tanta frialdad. Probó a regañadientes una tapa de anchoas con queso, bebió medio vaso de vino de un solo trago, respiro hondo y trató de tranquilizarse. No había nada que temer por su parte y convenía mantenerse lo más lúcido posible ante aquella situación tan desagradable y al mismo tiempo inesperada. La tapa le entró sin ganas, pero el vino tuvo la virtud de templarle el ánimo. 177
–¿Qué opinas? –preguntó, limpiándose los labios con una servilleta de papel. –Si te dijera que sé lo que ha pasado, te mentiría –contestó Basilio–. Lo único que sigo siendo capaz de sospechar es que este homicidio está relacionado con nuestra historia. A Jaume Solá se lo han quitado de en medio porque les molestaba. Pero, por qué les molestaba es algo que ignoro por completo. Puestos a elucubrar podría establecer varias hipótesis, aunque ninguna con suficiente fundamento porque me faltan datos. Una de ellas sería que la víctima estuviera en contra de los asuntos turbios que maneja la sociedad que dirige su amiguito, entre ellos la muerte de Óscar Ruiz-Daudén, e incluso, por qué no, de las amenazas que te estaban enviando a ti. En este caso las sospechas caerían precisamente sobre su amante, el flamante Maestre Provincial de Los Vengadores. Pero también cabría pensar que la decisión de matarlo hubiera salido del entorno directo de Emilio Ruiz-Daudén porque éste se sintiera de alguna forma amenazado. Aunque tampoco sería un disparate admitir que se trate de una venganza personal, ajena por completo a nuestro caso. La prudencia más elemental me aconseja esperar hasta tener más datos. Basilio decidió seguir en Barcelona algún día más porque creía que desde allí podría obtener parte de la información que les faltaba y Fernando, abrumado por la situación, regresó a Zaragoza. En la estación de Delicias estaban esperándolo Beatriz e Inés. Alicia llegaría ese mismo día de La Puebla para pasar el fin de semana en Zaragoza, pero no lo haría hasta última hora de la tarde. Esa noche, mientras los cuatro cenaban en una tasca de El Tubo, Fernando les contó con todo lujo de detalles lo sucedido en Barcelona. También les habló de las confidencias que le había hecho Basilio aquellos días sobre los avances que Celia estaba haciendo con Emilio Ruiz-Daudén en Madrid. En este punto, y a pesar de la angustia que atenazaba a todos, la conversación se hizo algo frívola porque las tres mujeres se preguntaban hasta dónde habría tenido que llegar Celia en su afán investigador. –A lo mejor, el tal Emilio es un hombre guapo –dijo Beatriz–. Y unir el trabajo al placer es algo que puede resultar excitante. Doy fe. 178
Fernando miró a las otras dos, que reían la ocurrencia de Beatriz, pero le pareció que la risa de Alicia era algo forzada. Hasta ahora no le había contado a su novia las confesiones que ésta le había hecho sobre su homosexualidad, por lo que estaba convencido de que nada sabía al respecto, a no ser que hubiera sido capaz de deducirlo sin necesidad de que nadie la pusiera en antecedentes. Pero le resultaría muy extraño que así fuera, porque el comportamiento de las dos amigas no dejaba entrever que entre ellas hubiera algo diferente de la amistad. Cuando regresaron al hotel, se quedaron en el bar tomando una copa antes de retirarse a sus respectivas habitaciones. De repente, sonó el teléfono de Fernando: era Basilio Sigüenza que llamaba desde Barcelona. –Acabo de oír la radio –dijo con voz pausada. –¿Y? –Han detenido a Albert Masoliver acusado de estar implicado en el asesinato de su amigo Jaume Solá. Poco más te puedo decir, porque las diligencias están bajo secreto de sumario. Según unos vecinos, una hora antes de que tú y yo estuviéramos en el lugar del crimen se oyó una fuerte discusión, que al cabo de muy poco tiempo cesó por completo. Algunos opinan que las voces eran de más de dos personas, aunque este extremo no está confirmado. También he conseguido saber que la circunstancia de que la puerta estuviera entreabierta se debe a un fallo de la cerradura, que a veces no encajaba bien. No era la primera vez que alguien se encontraba la puerta abierta. Supongo que esta vez con las precipitaciones no se aseguraron de que quedara cerrada. –¿Qué piensas hacer ahora? –Me quedaré en Barcelona durante uno o dos días más para ver si consigo averiguar algo a través de mis contactos con la policía. Por cierto, Celia ha avanzado mucho con Emilio Ruiz-Daudén, que según cuenta no tiene desperdicio. Ya te contaré. 179
Capítulo Octavo La Cañada de Benatanduz
VIII
La lucha contra el moro proseguía por las tierras del Bajo Aragón, una guerra discontinua en la que se sucedían cruentas batallas en campo abierto, asedios prolongados para someter a las ciudades fortificadas, pequeñas incursiones de castigo y largos periodos de calma en los cuales las fronteras volvían a asentarse. La Puebla, un dominio de hecho – aunque no de derecho– de la Orden del Temple, había quedado algo alejada del fragor de la contienda, y a no ser por el paso frecuente de grupos armados que acampaban extramuros cuando se dirigían hacia el sur, podría considerarse que vivía una tranquila paz tratando de recuperar la normalidad ciudadana. La iglesia nueva, que fue bendecida bajo la advocación de San Miguel, destacaba en mitad de la población con su esbelta torre octogonal de ladrillo rojo que recordaba más a un minarete musulmán que a un campanario cristiano. No en vano, sus constructores habían sido alarifes mudéjares que en aquellas comarcas continuaban edificando de acuerdo con su propio estilo arquitectónico: puertas y ventanas en forma de herradura, ladrillo y cerámica de colores en las fachadas, tejas árabes en la cubierta y artesonados de madera labrada en los interiores. A los conquistadores cristianos, aquel estilo, algo suntuoso para sus costumbres, pero sin duda bello, les gustaba, y lo aceptaban de buen grado, actitud favorecida por el hecho de que los constructores en su mayoría fueran musulmanes que habían preferido 181
quedarse a vivir entre los cristianos en vez de huir más allá de las nuevas fronteras. Don Pedro había ordenado acondicionar el viejo alcázar musulmán, reconstruyendo alguna muralla deteriorada y reponiendo los techos de madera de los aposentos interiores. El gran aljibe soterrado bajo el patio de armas, que tiempo atrás había sufrido las consecuencias de un hundimiento fortuito, fue reconstruido. Por otro lado, se edificó un pequeño recinto, a modo de defensa avanzada, sobre las rocas de un altozano rocoso muy próximo, al que los lugareños bautizaron con el nombre de La Atalaya. Pero, sin embargo, el templario, que a pesar de la austeridad militar de sus costumbres y del recogimiento religioso propio de su condición de fraile, gustaba de la comodidad y el refinamiento, ordenó que se iniciara la edificación de un convento, eligiendo para ello un lugar dentro de las murallas del pueblo, menos agreste que los riscos del castillo, rodeado de huertos bien regados por el agua de un manantial cercano, donde los del Temple pudieran vivir con cierta comodidad en cualquier época del año. El viejo castillo quedaría así relegado a la categoría de refugio en caso de ataque. Don Beltrán, el Adelantado del Rey, y por consiguiente la primera autoridad civil de La Puebla, veía con desconfianza el afán constructor de los Templarios, consciente de que la posesión de bienes inmuebles da fuerza a sus propietarios, temeroso de perder su posición de privilegio dentro de aquel pequeño mundo rural. Porque aquella comarca, a pesar de lo extremado de su clima, poseía una agricultura muy rica. La tierra era fértil y el agua, a pesar de las prolongadas sequías estivales, no faltaba gracias a los numerosos pozos naturales y manantiales que brotaban de las rocas. Sus habitantes sabían que poseían un bien escaso, pero que bajo una rigurosa administración podría deparar riqueza a todos. Por eso, habían desarrollado una extensa red de acequias, a través de las cuales llegaba el preciado elemento al más recóndito de los huertos, además de establecer un riguroso sistema de turnos de riego que administraban con extremado rigor. La relativa paz que reinaba en las comarcas de las Tierras Bajas y la 182
próspera economía de sus habitantes suscitaban un gran interés en los centros de poder que pugnaban en la sombra por conseguir que prevalecieran sus respectivas influencias. Por un lado, donBeltrán, que representaba los intereses de un grupo cercano a la Corte, intentaba por todos los medios a su alcance controlar las tierras, los pozos y los rebaños, distribuyéndolos entre sus amigos y reservándose una parte muy importante en el reparto. Por otro, la Orden del Temple se empeñaba en hacerse con el poder real del dinero, siempre a la espera de que el Rey les concediera por derecho aquellas tierras, decisión que se hacía esperar, porque el continuo batallar de don Alfonso II contra los moros le dejaba poco tiempo para administrar los territorios conquistados que iba dejando atrás. Las dos facciones creían contar con la protección del monarca, por lo que actuaban con cautela, sin alardes innecesarios, esperando que el fiel de la balanza se inclinara a su favor, temerosos de perderlo todo si caían en precipitaciones inadecuadas. Por eso, la lucha por el poder era sorda, sutil y soterrada, aunque no por ello dejara de ser real. Las relaciones entre don Beltrán y don Pedro, los representantes de cada grupo de presión, eran correctas, pero ninguno de los dos bajaba la guardia porque ambos conocían la fuerza del otro y estaban siempre pendientes de cualquier movimiento que pudiera dejarlos en desventaja frente al rival. El duelo era agotador y no daba lugar al descanso, sin que se viera un final a corto plazo a favor de ninguno de los dos. Don Pedro, mientras tanto, se había encaprichado profundamente de doña Flor, la esposa de don Beltrán, su adversario. Y doña Flor, tentada por la juventud de su sangre, había dado pie a su enamorado para que prosiguiera en su empeño de hacerla suya, incluso a costa de arriesgar su propia reputación. Después de aquella primera comida en la que sus miradas coincidieron en más de una ocasión transmitiéndose recíprocamente mensajes secretos que ambos creyeron entender, el templario pensó en pasar a la ofensiva y buscar la forma de verse a solas con la causante de sus íntimos desvelos, empresa ardua en un lugar como La Puebla del Cid, donde todo el mundo conocía los movimientos de los demás. Pero una vez más iba a ser su fiel Elías quien se encargara de 183
prepararle el terreno, esta vez a través de la cocinera del Adelantado, una mujer joven que se encargaba personalmente de escoger las hortalizas y los frutos que se servían en la mesa de sus señores, para lo cual de vez en cuando visitaba un huerto, extramuros de la villa, en el que había una pequeña edificación utilizada para guardar los útiles de labranza, pero ahora destinada a ser el lugar de encuentro entre doña Flor y don Pedro. La cocinera, una mudéjar que se llamaba Aisa, le propuso a su ama que la acompañara allí de vez en cuando para que pudiera escoger ella misma las viandas que más le gustaran, y la esposa de don Beltrán aceptó encantada, consciente de la maniobra urdida por su sirvienta. El primer día, doña Flor apareció en la masía con la única compañía de Aisa, utilizando un pequeño carruaje del que solía servirse cuando se movía por los alrededores del pueblo; y cuando entró en la casa, se encontró con la presencia del soldado monje, que estaba esperándola ardiendo en deseos. Pocas palabras fueron necesarias como preámbulo del que iba a ser el primer encuentro de sus cuerpos, porque el deseo había enajenado la mente de los dos enamorados, que no veían peligro alguno en aquella adúltera situación traspuestos como estaban por el frenesí y el extravío de la sangre. Don Pedro dijo que la deseaba desde que la vio el primer día y ella contestó que llevaba noches sin poder conciliar el sueño deseando que llegara aquel momento. Las ropas fueron cayendo al suelo a medida que las caricias y los besos avanzaban, y ya desnudos, sobre la cama que unas manos amigas habían preparado, enlazaron sus cuerpos con desatada pasión, en una lucha voluptuosa, buscando el placer sin recato ni mesura, manifestando el deleite con voces guturales, sucumbiendo al final entre apagados suspiros. Después, ahítos de gozo, reposaron brevemente en silencio y, más tarde, recompusieron sus maltrechas figuras dispuestos a reanudar sus vidas cotidianas, pero prometiéndose volver allí en breve para dar continuidad al pecado de la carne que sus mentes convertían en virtud. Los días para don Pedro fueron pasando entre intrigas palaciegas y algunas escaramuzas guerreras, provocadas estas últimas por partidas musulmanas que campaban por sus respetos o por rebeldes mudéjares que intentaban sublevar a las poblaciones recientemente sometidas por los cristianos, incursiones que tenían muy poco éxito porque la población civil, en general, 184
prefería aceptar las nuevas costumbres que traían los conquistadores a tener que emigrar hacia un destino incierto abandonando las tierras que los habían visto nacer. Pero estas ocupaciones, políticas unas y militares las otras, no eran óbice para que prosiguieran los encuentros furtivos entre los apasionados enamorados, que a medida que pasaba el tiempo, y por tanto el conocimiento de sus cuerpos, mayor placer encontraban. Doña Flor le confesó que hasta entonces no había conocido la culminación del placer, algo de lo que le hablaban sus doncellas pero que nunca había logrado entender; y don Pedro, prefiriendo mantener en secreto su azarosa vida sentimental anterior, tan contradictoria con su condición religiosa, le hacía creer que ella era la primera mujer de su vida. Ambos sabían que aquella situación en algún momento tendría su final y por eso absorbían cada gota de deleite con verdadera fruición, temerosos de que pudiera ser la última, previendo que llegaría un momento en el que dejarían de verse, quizá para siempre. Su amor era carnal, despiadadamente físico, pero no carente de ciertos sentimientos que le daban una gran ternura, aunque supieran con certeza que no tenía futuro y que acabarían sus vidas separados. Y aunque aprendieron a simular entre ellos que sus relaciones rayaban la normalidad, no era más que un subterfugio de la mente para enmascarar el destino que les esperaba, para no tener que enfrentarse en todo momento al inexorable desenlace que sobrevendría en cualquier momento. Un día llegó a La Puebla el Maestre Provincial del Temple en Aragón, don Ginés de Barbastro, el hombre que había condenado a don Pedro al destierro dotándole, no obstante, de poder para que engrandeciera la Orden por aquellos pagos. Le acompañaba una nutrida comitiva formada por una docena de caballeros templarios, además de algunos servidores a cargo de las carretas que transportaban los enseres. Un mensajero se había adelantado unas horas para anunciar la llegada del cortejo, de forma que dio tiempo para preparar un recibimiento acorde con el rango del visitante. Don Pedro dispuso que los viajeros se distribuyeran entre el castillo y el convento, asignándole a don Ginés la celda principal de este último, austera pero espaciosa, con una ventana desde la que podía disfrutarse del ajardinado claustro interior. 185
La primera tarde, después de la comida, se celebró Capítulo con la asistencia de todos los caballeros presentes, los de La Puebla y los visitantes. Don Pedro dio orden de cerrar la gran puerta de la sala capitular, y con gran solemnidad don Ginés inició la lectura de un mandato firmado por él mismo, con el refrendo del Gran Maestre, a quien había visitado recientemente en tierras francas. El contenido del documento nombraba a don Pedro Arés Maestre de una Encomienda de nueva creación con sede principal en La Puebla, que se extendía hacia las tierras altas del Guadalope, la Cañada de Benatanduz y las serranías de Pitarque, incluyendo los territorios recientemente conquistados hacia el este. La nueva circunscripción del Temple incluía una veintena de pueblos y aldeas, y se calculaba que contaba con más de quince mil almas, la mayoría musulmanes asimilados. –Don Pedro ha demostrado –añadió el Maestre Provincial después de la lectura del documento– capacidad para llevar a cabo la alta misión que ahora se le encomienda. Sus dotes negociadoras, el saber que posee para administrar con provecho la hacienda de la Orden, sin olvidar su probada valentía frente al enemigo, le hacen apto para desempeñar la importante tarea de consolidar nuestra hegemonía en esta comarca. Por eso, todos los que estáis aquí quedáis desde ahora bajo su mando y protección. Pedro Arés miró con aire circunspecto a su alrededor, tratando de disimular cualquier gesto que denotara vanidad, y se encontró con rostros sonrientes que lo miraban con admiración y respeto. Aquellos hombres, la mayoría más jóvenes que él, aunque hubiera alguno que ya no cumpliría los cuarenta, estaban allí para extender la fuerza de la Orden por aquella extensa y abrupta comarca, donde los cristianos todavía estaban en franca minoría, aunque se suponía que con el tiempo las cosas tenderían a cambiar, entre otras razones gracias a la esperada inmigración procedente del norte. Las fronteras del Reino se alejaban hacia el sur poco a poco y aquellos lugares empezaban a ser seguros y, por tanto, muy atractivos para el asentamiento de nuevas poblaciones. Por la noche, después de la cena, don Pedro tuvo la oportunidad 186
de hablar en privado con el Maestre Provincial, a quien, cuando se encontraron a solas, agradeció la confianza depositada en él. –No me deis las gracias, don Pedro –contestó–. Ha sido vuestro hermano don Alfonso quien ha movido los hilos cerca del Rey en su afán de favoreceros. Pero si os soy sincero, no creo que os haya hecho ningún favor, porque el trabajo que os espera va a ser muy duro y sacrificado, además de ingrato. Los de Calatrava no cesan en su intento de hacerse con el control de la comarca, y en la Corte se maquina contra nosotros con denuedo porque nos ven como enemigos de sus intereses. Don Pedro quedó pensativo, meditando sobre unas palabras que habían sido dichas con absoluta crudeza, desprovistas de cualquier adorno retórico, y en las que se mezclaban la amenaza velada de un futuro incierto con una clara acusación de favoritismo; palabras que, además de advertirle de que existía un alto riesgo de fracaso, le decían sin ambages que los méritos no estaban en su persona sino en la influencia cortesana de su hermano. Pero si lo que se esperaba de él era, entre otras cosas, que se comportara con diplomacia, aquella iba a ser una magnifica ocasión para demostrar sus dotes, porque sobreponiéndose a su indignación contestó a don Ginés que era plenamente consciente de las dificultades que tenía por delante y le reiteró su agradecimiento por el nombramiento. –Sé que cuento con vuestro respaldo. Estad seguro de que sabré estar a la altura de las circunstancias. Don Ginés debió pensar que no merecía la pena insistir en el tono manifiestamente negativo de su discurso, porque se limitó a concretar algunos puntos sobre los que debería basar don Pedro su actuación futura, indicándole que iniciara cuanto antes la construcción de un nuevo convento en Cantavieja, un escarpado pueblo más allá de Mirambel que gozaba de una magnifica situación estratégica por estar situado en la ruta que a través de las sierras conducía a Teruel. Relativamente cercana a Morella, pero separada de ésta por una cordillera de incómodo acceso, podría ser un buen punto para marcar los limites entre los Templarios y los Calatravos, estos últimos eternos aspirantes al control 187
de la importante ciudad fortaleza. También le habló de Las Cuevas, de La Iglesuela y de Molinos, pequeños núcleos donde debería implantar la influencia de la Orden como mejor supiera. Y terminó advirtiéndole que de momento solo dispondría de los diecisiete caballeros templarios que habían asistido al Capítulo vespertino, aunque tenía libertad para contratar a cuantos servidores considerara necesarios para su misión, siempre, naturalmente, que lo hiciera dentro de las limitaciones que le marcaba el presupuesto asignado. Don Ginés regresó a Monzón y don Pedro inició inmediatamente los preparativos para llevar adelante las órdenes que había recibido. En primer lugar se trasladó a Cantavieja, verdadero nido de águilas situado sobre las escarpadas rocas de un elevado macizo, que parecía más una fortaleza natural que una población habitada. Lo acompañaba don Arnaldo, su lugarteniente, a quien le ordenó que se quedara allí con otros tres templarios y varios servidores, encargándole la construcción de un convento sobre las ruinas de una antigua construcción musulmana que se asomaba al profundo barranco y cuyas estrechas ventanas parecían aspilleras de muralla. Más tarde visitó Las Cuevas, un lugar apartado y encerrado en un estrecho valle por el que discurría un torrente de irregular caudal afluente del Guadalope. Don Pedro sabía, porque así se lo habían contado, que por los alrededores de aquel pueblo existían, desde hacía siglos, numerosas cuevas habitadas por eremitas cristianos que los musulmanes habían respetado a lo largo de su dominación. Aquel rincón tenía algo de misterioso y sagrado, y a don Pedro le pareció un lugar muy conveniente para fundar una casa de la Orden, aunque, dada la poca distancia que lo separaba de La Puebla, decidió no construir un convento, al menos de momento, sino simplemente alquilar un edificio que estuviera en buenas condiciones para servir de alojamiento a los miembros de la Orden que tuvieran que desempeñar su misión allí. En Molinos, preciosa población encerrada entre colinas y atravesada por un río que cortaba en dos la población, don Pedro repitió la operación, eligiendo en este caso una masía situada en un camino que conducía a unas gigantescas cuevas, en un valle frondoso que se le antojó un lugar ideal para establecer una pequeña comunidad permanente de Templarios. 188
El caso de La Iglesuela fue algo más complejo. Cuando viajó allí desde Cantavieja, donde había pasado una semana revisando las obras del convento que don Arnaldo llevaba muy adelantadas, se encontró con que los de Calatrava se habían establecido permanentemente en una señorial casa situada en la Plaza Mayor, un lugar que pretendían convertir en convento. La comunidad estaba formada por una docena de caballeros, lo que daba idea de la importancia que aquella orden otorgaba a su nuevo asentamiento. Don Pedro sabía que la costumbre había hecho que nunca dos órdenes militares ocupasen con carácter permanente un mismo lugar, aunque ciertamente no había ninguna ley que lo prohibiera, y pensó que quizá hubiera llegado el momento de crear un precedente. La Iglesuela estaba relativamente cerca de Cantavieja, a tan sólo dos horas a caballo, y a casi una jornada de Morella, de la que la separaba un importante puerto de montaña. Por tanto, por razones estrictamente geográficas, La Iglesuela debería ser territorio Templario y no Calatravo, por lo que don Pedro decidió hacer frente a la situación con su presencia. Acampó en las afueras de la población con los cinco caballeros y los diez servidores armados que lo acompañaban y esperó a que sus rivales hicieran acto de presencia y mostraran sus intenciones. Por la mañana temprano, los de Calatrava hicieron su aparición al completo de sus efectivos, enviando un heraldo por delante para avisar a los templarios de que se trataba de una visita cortés, sin otra intención que la de dialogar con ellos. Don Pedro recibió en su tienda al caballero que iba al frente y enseguida se estableció una abierta conversación sobre los derechos de ocupación que las dos partes argüían, con tal precisión en la exposición de los suyos por parte del templario que el visitante terminó aceptando que aquel territorio no le correspondía y prometió iniciar la retirada hacia Cinctorres, una localidad en el camino hacia Morella que los Templarios no reivindicaban por considerarla de los Calatravos. Don Arnaldo había sido testigo del debate y permanecía junto a su Maestre mientras sus rivales se retiraban. La discusión había sido muy tensa, en ocasiones incluso descarnada, porque las dos partes defendían unos derechos que no estaban escritos en ninguna parte, aunque supieran que tarde o temprano el Rey tendría que intervenir para 189
fijar el reparto de territorios entre las órdenes militares, atendiendo a razones de Estado, pero sobre todo procurando no crear agravios comparativos que mermaran el apoyo de alguna de las partes a la Corona. La ocupación hasta ahora se había ido haciendo mediante la política de hechos consumados, forzando en ocasiones la lógica geográfica, como sin duda había sido el caso de La Iglesuela, situada en una franja intermedia entre las posiciones de cada Orden, pero sin duda más próxima a la de los Templarios, lo que a don Pedro le había ayudado a defender su derecho. –Has vencido con la fuerza de la razón, Pedro. Te felicito por ello, porque ha sido una victoria limpia, sin violencia. –Nunca hubiéramos podido llegar a un enfrentamiento armado, porque aunque sean nuestros rivales en los asuntos terrenales son nuestros hermanos ante Dios. Pero saquemos una enseñanza, Arnaldo. Los territorios se van perfilando y éste que ahora pisamos es nuestro. Deseo y confío en que desde Cantavieja lo administres con prudencia y sabiduría. Cumplidas las principales directrices que el Provincial le había encomendado, don Pedro pudo descansar tras el ajetreado trabajo que había tenido que desarrollar durante los últimos meses. El invierno había llegado repentinamente y las excusas para que doña Flor pudiera visitar la masía donde en secreto se veía con su amante no eran válidas en aquella época del año. Sin embargo, a don Pedro aquella situación se le hacía insoportable y decidió tentar la suerte y visitarla en su propia casa aprovechando las largas ausencias de don Beltrán. Lo hacía por las noches, a través de una puerta trasera que daba a una calleja oscura, en la que Elías permanecía durante horas vigilante para evitar sorpresas. En la casa del Adelantado, además de la cocinera que estaba al cabo de la situación, había otras personas del servicio que nunca aparecían, o bien porque dormían ajenas a los negocios amorosos de su ama o porque el miedo a verse involucradas en ellos les dictara prudencia. Aquella situación, en la que los amantes sólo se veían cuando don 190
Beltrán se ausentaba, duraba ya meses cuando una indiscreción cometida por alguna persona próxima a doña Flor permitió que la noticia de los amores adúlteros llegara al esposo engañado. Éste, que se había casado por pura consideración social como quien adquiere un mueble valioso o aumenta su patrimonio con la compra de una finca de recreo, y que nunca había prestado más atención a su esposa que la que otorgaría a cualquiera de sus posesiones, recibió la noticia con suma frialdad, pensando más en la reputación de su hombría que en el engaño sufrido. Para él se trataba de una situación enojosa que había que corregir con el mayor de los sigilos. Era preciso evitar que aquellas citas se repitieran antes de que el rumor se propalara, y al mismo tiempo tenía que deshacerse de don Pedro y no contaba con demasiado tiempo para ello. Simultáneamente, se encargaría de la adúltera, a quien apartaría del mundo sometiéndola a una estrecha vigilancia, reservándola para su lucimiento social y acaso para el disfrute personal de sus encantos. Lo delicado de aquel asunto obligó a don Beltrán a tener que confiar exclusivamente en una persona de su máxima confianza, concretamente en el alguacil mayor de La Puebla, un antiguo mudéjar recientemente bautizado que desde hacía años servía fielmente las órdenes que le daba su señor. Abdón, que así se llamaba el converso, entendió perfectamente desde el principio el alcance de las órdenes que le daba el Adelantado, pero se dio cuenta al mismo tiempo de las dificultades que entrañaba asesinar a un Templario, no sólo por el hecho de tratarse de un individuo fuertemente protegido por los suyos, sino porque era un hombre experimentado y aguerrido al que sería muy difícil sorprender. En cualquier caso, aceptó el encargo y se dispuso a ello, rogando que se le diera tiempo hasta que encontrara una ocasión propicia. Don Beltrán convino en ello, y ambos quedaron en que no volverían a hablar del asunto hasta que el desenlace hubiera acaecido, momento en que se procedería al pago de la recompensa estipulada. Don Beltrán tuvo que ausentarse nuevamente con urgencia, esta vez para asistir a un importante cónclave que se iba a celebrar en Alcañiz con la presencia del Rey, en el que habría de tratarse sobre la necesaria recluta de hombres para engrosar el ejército que combatía 191
contra el emir de Valencia. La tranquilidad y la relativa prosperidad que empezaba a gozarse en aquellas tierras hacían que cada vez fueran menos los voluntarios que acudían a la llamada de las armas, por lo que era preciso recurrir a la recluta forzosa para dar continuidad a la lucha contra el moro. Don Pedro, cuando el Adelantado se hubo marchado, acudió como siempre a su cita con doña Flor, pero se encontró con la puerta de la calleja cerrada a cal y canto, las luces totalmente apagadas y el silencio más absoluto en el interior de la casa. Elías, a su lado, no entendía las razones que pudiera haber detrás de aquel desplante, porque el día anterior había estado hablando con la cocinera y todo debería haber sucedido como de costumbre. El templario, intuyendo que algo debía haber pasado, regresó con su escudero al convento, preocupado y al mismo tiempo frustrado por la obligada cancelación de su cita, cuyas causas ignoraba por completo, ya que no podía saber que don Beltrán antes de partir había dado órdenes para que doña Flor quedara recluida en sus habitaciones, disponiendo también que el alguacil mayor pernoctara en la casa con el pretexto de que se había sabido de ciertas amenazas contra él y los suyos. Los días pasaron sin que hubiera sido posible el encuentro entre los amantes y don Beltrán regresó de su viaje con el encargo de proceder a la recluta forzosa de varias docenas de hombres en edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta, asunto delicado por su impopularidad. Pero las necesidades de la guerra son inexorables y era preciso cumplir las órdenes reales con prontitud, porque Alfonso II no cejaba en el empeño de expulsar a los musulmanes de las tierras que le habían correspondido a la Corona de Aragón en el reciente tratado con Castilla y sus súbditos debían soportar en consecuencia el peso que les correspondía en la lucha. Don Pedro al fin conoció, siempre a través de su escudero, las razones del encierro forzoso de doña Flor y de la protección especial que se había dispuesto a su alrededor en casa del Adelantado, lo que evidenciaba el hecho de que el adulterio había sido descubierto. Pero no entendía 192
la reacción de don Beltrán, porque siguió tratando con él los asuntos que incumbían a ambos, es decir, los relacionados con la protección de las vidas y las haciendas de los habitantes de la comarca, como si nada hubiera sucedido e, incluso, con mayor afabilidad que antes. Desconcertado por esta situación que no entendía, quería averiguar lo que estaba sucediendo, pero no encontraba la forma de hacerlo, porque una indagación directa le hubiera delatado dejando al descubierto el profundo secreto que sólo compartía con su escudero Elías y con la cocinera Aisa. Un mes más tarde, un correo procedente de Monzón le anunció la inminente llegada de su hermano Alfonso, que viajaba hasta La Puebla con el único propósito de hacerle una visita. Don Pedro, desconcertado al principio porque se había hecho a la idea de que jamás volvería a tener contacto alguno con su mundo anterior al destierro, dispuso todo lo necesario para recibir al tutor de su hijo. Durante los años transcurridos desde que se viera obligado a salir de Monzón no había vuelto a saber nada de los suyos y sólo a través de terceros estaba enterado de los triunfos políticos cosechados por su hermano en la Corte de don Alfonso II. Pero ignoraba lo que hubiera sido de su hijo, que ya habría cumplido los tres años de edad, y en cuanto a doña Blanca, jamás nadie había vuelto a mencionar su nombre ante él. Don Alfonso Arés llegó a la Puebla escoltado por un nutrido grupo de jinetes que ostentaban sobre sus vistosos ropajes las insignias reales, las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo que, procedentes de la vieja Cataluña, habían llegado a convertirse en el signo de identidad de la Corona de Aragón. El cortejo acampó fuera de las murallas, junto a la ermita de San Macario, aunque el ilustre visitante se alojara en el convento de los caballeros Templarios, huésped de honor de su hermano el Maestre. Desde el primer momento, nada más verlo, don Pedro se dio cuenta de que don Alfonso había llegado a convertirse en un alto dignatario, respetado y al mismo tiempo temido por los que lo rodeaban. Don Beltrán, que lo veía de vez en cuando en sus visitas a Monzón, lo trataba con verdadera pleitesía, no exenta de 193
cierta complicidad palaciega, como si quisiera poner de manifiesto la confianza que los unía. Consciente de la importancia que tenía el egregio visitante, el Adelantado había decidido aprovechar la ocasión para solicitar determinadas ayudas económicas en justa compensación por el alto nivel de tributos que recaudaba para las arcas reales, aspecto en el que se consideraba un eficaz administrador, virtud que por cierto se le reconocía en la Corte. Pero don Alfonso estaba allí por otras razones, más privadas que oficiales, y procuró deshacerse de don Beltrán con la vaga promesa de atender sus peticiones cuando regresara a la Corte. Quería centrar la atención en su hermano, el verdadero objeto de su viaje, y no disponía de demasiado tiempo para dejar resueltos ciertos asuntos personales antes de su regreso a Monzón. Por eso, aquella primera noche, después de cenar en el refectorio acompañado por la comunidad de monjes en pleno, se retiró a un lugar apartado, fuera de la vista y del oído de los demás, donde poder hablar discretamente con don Pedro. La conversación fue muy escueta, bastante concreta y totalmente despojada de palabras inútiles y de consideraciones triviales, estilo que don Pedro conocía en su hermano pero que no dejó de sorprenderlo por su contundencia. Parecía como si de repente le hubiera entrado una premura desmesurada por dejar algunos asuntos zanjados. Empezó por hablarle de su hijo, un chico sano y robusto que pronto empezaría a recibir una educación tan esmerada como fuera posible darle, porque quería que se preparara para seguir sus pasos en la política. Hablaba de él como si verdaderamente fuera su legítimo descendiente, sin mencionar en ningún momento las extrañas circunstancias que lo habían llevado a su adopción, como si quisiera ignorar la auténtica paternidad de don Pedro. De repente, tras un breve silencio, don Alfonso dio un giro inesperado a su discurso y entró de lleno en el asunto que verdaderamente quería transmitir a su hermano. El Rey le había concedido el Señorío de La Puebla del Cid, dotado con un importante patrimonio entre tierras, masías, pozos, molinos y rebaños, que cuando llegara el momento heredaría su hijo y que mientras tanto quedaría en usufructo de la Orden del Temple para que lo administrase en su nombre. Don 194
Pedro, como Maestre de aquella bailía, sería el responsable inmediato de su explotación, y cuando don Alfonso muriera todo pasaría a su descendiente legítimo, que recibiría entonces el pleno dominio de los bienes adscritos al Señorío. Cuando Alfonso Arés terminó de hablar, se hizo un silencio aplastante. Los rostros de los dos hermanos, alumbrados por la débil candela del velón que ardía en una esquina, tenían un extraño rictus, una mezcla de la gran tensión interior que soportaban en aquel momento y de cierta satisfacción que trataban de disimular. A ninguno de los dos se le ocultaba la trascendencia de aquella maniobra urdida por el cortesano aragonés, que dejaría en manos de la familia Arés un patrimonio que don Pedro administraría en nombre de la Orden del Temple y que algún día pasaría a manos del hijo del Maestre, que, por otro lado, todo el mundo creía hijo de su hermano don Alfonso. –Se hará como tú lo has querido –dijo, al fin, Pedro Arés. Antes de retirarse a descansar, el Templario, que había aceptado la petición tácita de su hermano de no mencionar en aquella conversación la verdadera paternidad de su descendiente, se atrevió a preguntar por doña Blanca, de quien nada había vuelto a saber desde que se vio obligado a abandonar Monzón precipitadamente años atrás. –La Reina doña Sancha le ha otorgado el título de abadesa del convento de Barbastro, donde ingresó a raíz de tu marcha. Me llegan noticias de que está ejerciendo una labor extraordinaria, con gran dedicación y entusiasmo. Todo me hace pensar que ha encontrado la paz y la felicidad bajo el amparo de aquel sagrado claustro. Don Pedro Arés calló, consciente de que proseguir el interrogatorio no tenía sentido alguno porque su hermano había cerrado aquel capítulo de su vida a cal y canto y no deseaba remover el pasado. Y tampoco él estaba en condiciones morales para interesarse por la mujer que durante un tiempo ocupó su corazón, porque no solamente la había abandonado sin hacer nada para defender el amor que los unía, sino 195
que una vez aceptado el destino que otros le habían impuesto no tardó en volver su atención hacia una nueva mujer. En el fondo de su corazón sabía que se había comportado como un bellaco con doña Blanca, que había traicionado el sublime amor de una mujer que lo amaba por encima de convencionalismos y de barreras humanas. Pero, sin embargo, ahora aquel recuerdo no lograba conmoverlo más allá de un ligero remordimiento de conciencia, porque su sentido de la existencia se habían endurecido de tal manera que parecía que sólo le interesara lo material, siempre que además ello satisficiera sus egoístas deseos, cada vez más apartados de la rectitud que debería regir su comportamiento. Don Alfonso Arés regresó a Monzón, no sin antes haber tenido una nueva reunión con don Beltrán, a quien puso al corriente de las decisiones reales respecto a la distribución de las tierras. A partir de ahora, por deseo expreso del Rey, la Orden del Temple se convertía en uno de los principales terratenientes usufructuarios del lugar, y cuando don Alfonso muriera el Señorío recaería en su hijo. El tiempo fue pasando lentamente y el Maestre de La Puebla se refugió en las obligaciones que le dictaba la Orden del Temple, vedado como le estaba el contacto con su amante. A través de Elías le hizo llegar a doña Flor una misiva donde le exponía el sufrimiento que le suponía la separación forzosa, y ella, por el mismo conducto, le contestó que cuidara de su vida, porque don Beltrán había jurado que vengaría con su muerte la afrenta sufrida. Por entonces, las incursiones de los moros habían cedido casi por completo y las fronteras del Reino de Aragón se habían ido alejando paulatinamente hacia el sur. Teruel era ya una ciudad segura, embellecida día a día por los alarifes mudéjares que erigían bellas torres de ladrillo con llamativas cerámicas incrustadas, y las comarcas de las Tierras Bajas experimentaban un llamativo progreso gracias entre otras cosas a la paz y a la seguridad que disfrutaban. Las órdenes militares vieron clarificados sus límites gracias a la promulgación de unos Edictos Reales que no hicieron otra cosa que confirmar los repartos de hecho anteriores a la designación del Rey, quien había actuado con suma prudencia al dejar que las posiciones se fueran decantando antes de imponer por ley la distribución definitiva. En Alcañiz se instaló el Gran Maestre de Calatrava, don Martín Ruiz de Azaga, y los templarios obtuvieron entre 196
otras muchas las bailías de Montalbán y de La Puebla, ésta última cada vez más importante dentro de la comarca. Por otra parte, la tolerancia hacia los mudéjares era absoluta, ya que a los que así lo deseaban se les daba la oportunidad de emigrar libremente a los reinos musulmanes del sur, y a los que, por el contrario, decidían permanecer en tierras cristianas, sólo se les exigía que acataran las leyes sin necesidad de abjurar de su religión. No obstante, la guerra contra el moro continuaba en renovados intentos para conquistar el reino musulmán de Valencia, y el Rey en persona dirigía las campañas militares liberado como estaba de los asuntos occitanos, porque ahora una paz, aunque precaria, imperaba en los dominios al norte de los Pirineos, de tal forma que don Alfonso II podía dedicar todas sus energías a extender los territorios hacia el sur. Y esta lucha, como suele ocurrir en cualquier contienda, atraía a multitud de extranjeros que acudían al reclamo de un botín seguro, muchos procedentes del país de los francos, aunque también hubiese teutones y hasta ingleses, pero no italianos, enfrascados como estaban éstos en sus guerras intestinas. Mientras tanto, en los conventos de La Puebla y Cantavieja aumentaba el número de monjes, que llegó a superar la veintena en cada uno, y las Casas de la Orden se multiplicaron de tal forma que no había un solo pueblo en aquella comarca donde no se dejara sentir la presencia de los Templarios. Un centenar de caballeros templarios estaban ahora bajo el mando directo de don Pedro, que había decidido reanudar las obras de ampliación del castillo para convertirlo en la sede central de la Encomienda, dotándolo de nuevas torres defensivas, reforzando las murallas por el norte, aumentando el tamaño de su aljibe y modificando las dependencias interiores para dotarlas de mayores comodidades. Los mudéjares ampliaron la red de acequias para sumar más tierras al regadío y buscaron y encontraron nuevos manantiales bajo las rocas de las montañas, cuyas aguas fluían a través de multitud de acueductos y túneles que salvaban los desniveles del abrupto terreno. La prosperidad del campo era manifiesta y nuevos rebaños de corderos se asentaron en las vaguadas, algunos conducidos por expertos pastores procedentes de las tierras altas del Reino e, incluso, de más allá de los Pirineos. Don Ginés de Barbastro, el Maestre de la Orden del Temple 197
en Aragón, murió de una extraña enfermedad que los médicos no consiguieron curar a tiempo, y fue sustituido por don Nuño de Sabiñánigo, un severo templario que ambicionaba modificar a favor de la Orden el inestable equilibrio territorial establecido con los de Calatrava. Y tuvo que ser don Alfonso Arés, por orden expresa del Rey, quien pusiera a don Nuño en su lugar, abortando sus ansias expansionistas, obligándolo a permanecer dentro de los límites establecidos por decisión real. La intentona, no obstante, tuvo bastante repercusión, de tal forma que puso a las órdenes en alerta, llegando a producirse algunos enfrentamientos que no pasaron de ser simples amagos, en todo caso más dialécticos que militares. A don Pedro le llegaron a tiempo las instrucciones reales y pudo mantener a su gente alejada de cualquier querella, lo que le valió un nuevo reconocimiento por su prudencia y equilibrio. Incluso, en un momento en que parecía que a don Nuño se le iba a apartar de sus responsabilidades provinciales, se habló de él para sustituirlo, pero el intento fue efímero porque prevalecieron otras razones ignoradas por casi todos pero bien conocidas por los que hubieran tenido que refrendar el nombramiento. Don Beltrán, mientras tanto, había visto disminuir su influencia a favor de los Templarios, aunque mantuviera la autoridad que en su momento le otorgó el propio Rey. Las tierras de su propiedad eran extensas, la mayoría de ellas cercanas al río Guadalope y por tanto muy aptas para el cultivo. Sin embargo, el Adelantado estaba convencido de que una tenaza invisible, cuyos dos extremos se apoyaban en la Corte de Monzón y en la Encomienda de La Puebla, le mantenía prisionero, y sospechaba que los dos hermanos Arés se habían conjurado para acabar con sus privilegios. Por eso, un día llamó a Abdón y le urgió para que llevara a cabo cuanto antes las órdenes que meses atrás le había dado, amenazándolo con desposeerle de su empleo de alguacil mayor si no cumplía sus deseos. El converso, que no era un individuo que acostumbrara a gastar excesivos escrúpulos en sus manejos, se había resistido hasta entonces a obedecer aquella orden, más por temor a las represalias de los Templarios que por consideraciones morales. Pero ahora no tenía más remedio que acabar con la vida de don Pedro, por lo que empezó a estudiar la manera de llevar acabo las instrucciones de don Beltrán. Durante algún tiempo estuvo merodeando por los 198
alrededores del convento vigilando los movimiento de don Pedro, que ahora, al tener vedado el acceso a la casa del Adelantado, se limitaba a salir de vez en cuando a los pueblos de alrededor para visitar a sus hermanos templarios, pero siempre acompañado de una pequeña escolta. Sin embargo, observó que el Maestre subía al castillo con bastante frecuencia y comprobó con satisfacción que en estas ocasiones solía ir solo. Estudió el recorrido y buscó un lugar donde poder atacar sin ser visto, reparando en que existía un recodo del camino, algunas varas antes de llegar al puente levadizo, que quedaba fuera de la vista de cualquier observador. En realidad se trataba de un corte artificial entre las rocas que los constructores moros habían excavado para permitir el paso cómodo de las caballerías, ya que de otra forma éstas hubieran corrido el riesgo de despeñarse por la escarpada ladera de la montaña. En aquel lugar no era difícil apostarse y aguardar paciente la llegada del Templario, a quien podría disparar con su ballesta desde muy cerca sin riesgo de fallar el tiro. Don Pedro, mientras tanto, ajeno por completo al peligro que lo acechaba, continuaba incansable su labor al frente de los negocios que administraba, más ahora que sabía que el fruto de aquel trabajo redundaría algún día en beneficio de su propio hijo. Esta circunstancia le infundía unos bríos que quizá de otra manera no hubiera tenido nunca, porque era evidente que el quehacer cotidiano lo estaba apartando cada vez más de la guerra, el verdadero sentido de la existencia del Temple. Sin embargo, su proceder, más propio de un terrateniente adinerado que de un soldado, no era una excepción, porque en las órdenes militares empezaba a ser moneda corriente atender más a la consolidación de lo conquistado que a nuevas empresas, sobre todo a medida que las fronteras se iban alejando y por tanto disminuyendo el peligro. El castillo se había convertido en otra de sus principales dedicaciones, de tal forma que dedicaba mucho tiempo a la supervisión de las obras, a cargo, como casi todas las que se hacían por aquellas comarcas, de los alarifes mudéjares. Un día, Hamed ben Mrabet, el máximo responsable de la ampliación de la fortaleza, le enseñó una serie de galerías excavadas bajo los muros cuyo destino sería el de permitir atravesar el cerco en el caso de que algún día un asedio prolongado obligara a ello; túneles que se dirigían en tres direcciones distintas hasta salir a campo 199
abierto lejos ya de los muros del castillo. Las salidas quedarían cegadas para que no pudieran ser localizadas desde el exterior y en las entradas se instalarían unas cancelas con objeto de que su utilización quedara restringida a quien decidiera en cada momento el comandante de la fortaleza. Don Pedro, que por aquel entonces había iniciado la escritura de unos documentos con la intención de hacérselos llegar algún día a su hijo para que éste conociera toda la verdad sobre quiénes habían sido sus verdaderos padres, decidió que una de aquellas galerías podría ser un lugar perfecto para ocultar los escritos, por lo menos hasta que llegara el momento de entregárselos a la persona que designara como testaferro. No era fácil pensar que los túneles se fueran a utilizar de momento, y así sus secretos quedarían bajo llave y él sería la única persona que tendría acceso a los mismos. Una tarde de otoño, mientras soplaba un fuerte viento procedente del oeste y por el firmamento corrían nubes embravecidas que amenazaban con descargar el agua a raudales, Pedro Arés encaminó su montura hacia el castillo, dejó atrás las últimas casas del pueblo y obligó al caballo a entrar en el angosto sendero que trepaba por la cara sur salvando los precipicios que se desplomaban sobre los tejados del pueblo. Era ya tarde, y la oscuridad empezaba a teñir las rocas de gris plomizo dando al entorno un aspecto siniestro, amenazador, que aumentaba todavía más la sensación de soledad. El golpeteo de los cascos del noble animal contra las piedras del camino era el único sonido que podía oírse, un eco lúgubre que a pesar de todo tenía la virtud de servir de compañía. De repente se oyó un siniestro silbido, y unos instantes después un fuerte golpe derribó al jinete de su silla. La caída fue muy brusca y don Pedro rodó por entre las rocas de tal forma que la flecha que tenía clavada en la espalda fue rompiéndose en mil pedazos desgarrando atrozmente la herida. No obstante, el templario no perdió el conocimiento y pudo sujetarse evitando caer al vacío. Estaba desorientado y no entendía muy bien lo que le había ocurrido, por lo que no pudo darse cuenta de que una sombra amenazadora se dirigía hacia él con la espada desenvainada. Y cuando estaba a punto de desvanecerse, ya entre las tinieblas del desmayo, pudo entrever que unos hombres se abalanzaban sobre su atacante y lo reducían por la fuerza. Cuando unas horas más tarde don Pedro abrió los ojos, apenas recordaba lo que le había sucedido. Estaba en la enfermería del 200
convento, tendido sobre una cama, con la cara empapada por el sudor y rodeado por algunos de sus hermanos. Tenía fiebre y le costaba un gran esfuerzo distinguir las caras de los presentes, aunque fue capaz de reconocer al cirujano del pueblo, un catalán llegado recientemente a la comarca que, en poco tiempo, se había ganado un merecido prestigio como médico. Estaba de pie, junto a él, y le examinaba la herida con cara de preocupación, ajeno por completo al hecho de que hubiera recuperado el conocimiento y por tanto pudiera oír lo que estaba diciendo. –Las próximas horas serán decisivas. La herida ha sido muy profunda y la flecha ha causado enormes destrozos internos. Es todavía joven y quizá pueda salvarse, pero no puedo asegurarlo. Don Pedro volvió a caer en un sopor profundo, donde se mezclaban las palabras que se decían a su alrededor con las que le dictaban los fantasmas de la fiebre, y oyó pronunciar el nombre de Abdón, aquel converso que don Beltrán había nombrado tiempo atrás alguacil mayor. Comprendió entonces que el mudéjar había sido su atacante, y que hubiera conseguido su propósito asesino a no ser por la intervención de unos canteros que trabajaban en las obras del castillo y que, terminada su jornada, bajaban hacia el pueblo. Ahora el criminal permanecía encerrado en los calabozos de la Puerta del Mediodía, y, a pesar de que los Templarios lo intentaron, el Adelantado se había opuesto a que lo interrogaran alegando que esa responsabilidad era exclusivamente suya. Pero don Pedro, a pesar de su delirio, adivinaba quién había sido el verdadero instigador de la agresión, aunque no pudiera acusar a don Beltrán porque ello le obligaría a desvelar la causa; y ese móvil, por muchas razones, tenía que permanecer secreto. Por la mañana volvió la fiebre, y el cirujano, una vez más, mostró su preocupación por el estado del herido. Incluso, viendo la evolución desfavorable que presentaba el paciente, se atrevió a sugerir a la Comunidad de Templarios que se preparara para el fatal desenlace que se avecinaba. El día anterior había salido un emisario urgente hacia Monzón para avisar a don Alfonso Arés y todos confiaban en que, a pesar de la distancia, el ilustre cortesano llegara a tiempo de ver a su hermano aún con vida. Don Arnaldo regresó de Cantavieja para ponerse al frente de la bailía y desde su llegada permanecía junto a la cabecera de su 201
Maestre, a quien trataba de reconfortar con fraternales palabras. Pedro Arés pidió confesión, y fue el sacerdote de La Puebla, Mosén José, quien atendió su petición. Pero en contra de lo que este hubiera esperado de un moribundo que estaba en aquellas condiciones, el templario le rogó que tomara nota por escrito de lo que iba a dictarle, porque no quería que con el tiempo llegara a desvirtuarse el exacto sentido que quería dar a sus palabras. Con voz entrecortada por la agónica respiración, empezó hablándole de su falta de vocación religiosa y del error que años atrás había cometido al contraer unos votos que no había sido capaz de cumplir; después, continuó con el relato de sus amores con doña Blanca, mencionando al hijo que habían tenido, y por último terminó contando la maniobra que su hermano don Alfonso había instrumentado para que aquellas tierras, que ahora él administraba, pasaran algún día a pertenecer a su propio hijo. El sacerdote escuchaba en silencio y escribía escrupulosamente en un pergamino cada una de las palabras que oía. Y, terminada la confesión, don Pedro le habló del cofre que se encontraba oculto en cierta galería del castillo, y le entregó la llave que abría la cancela rogándole que depositara allí el documento de esta confesión para que en su momento se lo entregaran a su hijo junto a los restantes escritos que había dentro del pequeño baúl. Llegado a este punto, la respiración de don Pedro se hizo más angustiosa, las pupilas de sus ojos se dilataron y su débil voz se convirtió en un ronquido agónico; y al cabo de unos instantes dejó de existir sin haber tenido tiempo para explicar a su confesor cómo y cuándo quería que se hiciera aquella entrega. Por eso, el sacerdote, ante la falta de instrucciones concretas, pero consciente de que aquel documento estaba protegido por el sagrado secreto de confesión, decidió que cumpliría con la parte que el templario había podido expresar antes de morir, es decir, que depositaría el pergamino en el cofre del castillo. Y, dada la obligación que tenía de preservar el secreto, pediría a don Arnaldo que emparedara el cofre para que fuera la Providencia quien decidiera el momento de su posible descubrimiento. Don Alfonso Arés llegó a La Puebla esa misma tarde, e inmediatamente se hizo cargo de la preparación de las exequias de su hermano disponiendo que fuera enterrado en el castillo. Don Arnaldo, que ya había recibido el encargo del confesor, ordenó que se abriera 202
una sepultura para don Pedro y que el cofre fuera depositado junto a él en una urna oculta. El entierro de don Pedro se convirtió en una extraordinaria manifestación de respeto hacia su persona. Decenas de templarios acudieron de las bailías vecinas para dar un último homenaje a su hermano asesinado. El día del entierro, una larga procesión de capas blancas y cruces bermejas que portaban hachones encendidos trasladó en silencio el cadáver desde el convento hasta el castillo, ascendiendo por el mismo sendero que había sido el escenario del asesinato. Un reguero zigzagueante de luminarias subía lentamente hacia el puente levadizo, para después concentrarse en el patio de armas, bajo la Torre del Oeste, donde se iban a rezar las últimas oraciones antes de proceder a la inhumación del féretro. Junto a la tumba abierta se veían en el muro unas cuantas piedras removidas, tras las que previamente se había depositado el arcón con las confesiones de don Pedro. Ninguna de las pocas personas que estaban en el secreto podía saber entonces cuándo saldrían a la luz aquellos pergaminos, si es que llegaban a salir algún día. Y entre los Templarios, que habían asistido al acto con absoluto recogimiento, empezó a circular el rumor de que el responsable del crimen había sido don Beltrán, achacando el móvil a la manifiesta rivalidad que existía entre su persona y la Orden. Don Alfonso, a quien le llegaron los comentarios, habló con don Arnaldo, el nuevo Maestre, y le ordenó en nombre del Rey que contuviera los ímpetus de sus hermanos, porque de otra manera podrían ocurrir enfrentamientos peligrosos que en nada favorecían la estabilidad de las instituciones del Reino. Pero a cambio le prometió que llevaría el asunto ante el Rey para que fuera éste quien procediera de acuerdo con su mejor criterio. El nuevo Maestre de los Templarios en La Puebla entendió el mensaje y prometió que acallaría los rumores y tranquilizaría los ánimos de los suyos, pero a su vez rogó al dignatario real que acelerara en la medida de lo posible la decisión de Su Majestad para que se hiciera justicia cuanto antes.
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Capítulo Noveno Las Grutas de Cristal
IX
Era ya muy tarde cuando Roque y sus dos hijos, Juan y Miguel, abandonaron la casa. La noche estaba templada, soplaba un ligero viento del sur y una miríada de estrellas iluminaba el firmamento. Desde el porche de su casa, Tomás Arés veía cómo sus alparceros regresaban hacia el Más de San Cristóbal después de haberse reunido con él. Los rostros cariacontecidos de los tres labriegos ponían de manifiesto que el pacto establecido con su amo podría poner en peligro sus vidas y sus haciendas, pero el atávico y profundo principio de lealtad que les unía con el dueño de las tierras que trabajaban les había impedido desoír su angustiosa petición de ayuda. La fidelidad era un principio indiscutible, grabado a fuego en el subconsciente de aquellas gentes, que los llevaba a cumplir las órdenes que recibían sin concesiones a la duda, y mucho menos a la negativa. Los tres hombres avanzaban a lomos de sus caballos, uno detrás de otro, por el estrecho camino que desde las afueras del pueblo se dirigía a los huertos del oeste. Roque había conocido a don Luis, el padre del actual Arés, y todavía recordaba a don Joaquín, el abuelo, un venerable anciano que vivió con plenitud de facultades hasta muy avanzada edad. El viejo labriego no concebía otra vida que la de estar al servicio de aquella familia, con la que se sentía de tal forma identificado que llegaba a confundirla con la suya, salvadas fueran las distancias y el lugar que a cada cual le había correspondido ocupar en esta vida. Una sensación de 205
protección ante las adversidades que pudieran sobrevenir, de la que no le hubiera sido fácil prescindir, anidaba en su mente, hasta formar parte de su mentalidad de labriego, de su inteligencia humana. Sus hijos, aunque más jóvenes y por tanto con menos experiencia, compartían con él este principio de fidelidad a ultranza, tan difícil de entender por personas que no pertenecieran a su misma condición. Don Tomás había hablado con claridad, sin pelos en la lengua, directamente y sin inútiles circunloquios que hubieran sido inapropiados para la ocasión; les había pedido que lo ayudaran a liberar a su esposa, porque de no hacerlo Tarina corría el riesgo de ser condenada a morir en la horca o en la hoguera. La forma de proceder había quedado establecida entre los cuatro y el momento quedaba supeditado a la determinación del propio Tomás. Los dos hermanos deberían tenerlo todo dispuesto, pendientes sólo de recibir sus órdenes, lo que podría producirse en cualquier momento, incluso mañana mismo si así lo decidiese su amo. Como la acción presuponía la huida inmediata al monte para ocultarse en él durante algún tiempo en condiciones de verdadera precariedad, Tomás había decidido que pasara lo que pasase su hijo permanecería en su propia casa al cuidado de Joaquina, la mujer de Roque, porque no quería exponerlo a riesgos innecesarios, convencido además de que, cuando las circunstancias lo permitieran, regresaría a por él. Tampoco Roque participaría de manera activa en la liberación, ya que por muchas razones era preferible que continuara al frente de sus obligaciones, que no eran otras que el cuidado de la hacienda de Tomás. Por lo tanto, se había acordado que Juan y Miguel serían sus únicos colaboradores directos en aquella peligrosa empresa. Los días siguientes estuvieron plagados de noticias sobre Tarina, algunas de ellas incluso contradictorias. Por un lado se decía que la mujer de Tomás Arés había confesado su participación en la conjura que pudo acabar con la vida de don Diego Alcones, pero por otro ciertas lenguas aseguraban que la morisca había hecho valer los derechos que le correspondían como esposa de un noble aragonés, y que, en consecuencia, algún ilustre representante de las Cortes de Aragón se encargaría de su defensa, como en su momento sucedió con la de su 206
marido. Sin embargo, en la calle se insistía en que el juicio iba a ser inminente, e incluso se aseguraba que se celebraría en el mismo pueblo sin necesidad de desplazar a la detenida a otra localidad de mayor importancia. Tomás había enviado algunos emisarios a varios amigos de Alcañiz, Caspe y Zaragoza para que se interesaran por la situación de Tarina, explicándoles que aquella detención no obedecía a otras razones que las que en su momento llevaron al Corregidor a detenerlo a él: la injustificada animadversión que éste le profesaba. Pero los destinatarios de aquellos mensajes se limitaron a contestar que harían por él lo que estuviera en sus manos, sin explicarle ni cómo ni cuándo. Una semana después de la reunión de Tomás con Roque y con sus hijos, se supo que los jueces encargados de juzgar a Tarina tenían previsto llegar a La Puebla en cualquier momento, y que se había adecuado un local en la Casa Consistorial para que el juicio pudiera celebrarse con gran afluencia de público. Tomás, entonces, avisó a los conjurados para que se pusieran en marcha, porque consideró que había llegado el momento de liberar a su mujer. Al anochecer, tres sombras se dirigieron a la cárcel del pueblo protegidas por la intensa oscuridad reinante. La aproximación se produjo a través de los bancales de almendros que llegaban hasta los pies del muro que la sustentaba. El edificio, una antigua torre de la vieja muralla, tenía dos pisos por el lado trasero, el de los huertos, y tan sólo uno por la fachada principal, la que daba a la calle, ya que se erigía como casi todo el pueblo sobre un pronunciado desnivel. El cuerpo de guardia, o mejor dicho, el único alguacil que vigilaba a Tarina, estaba junto al portalón de entrada. Una escala que previamente habían ocultado entre los frutales les sirvió a Tomás y a los suyos para introducirse con sigilo a través de una ventana y reducir al vigilante, maniatándolo y encerrándolo en un cuarto trasero, mientras que Tomás subía hasta el segundo piso. Tarina, que vestía una sucia saya de color indefinido, estaba tumbada con aspecto desfallecido sobre un mugriento jergón, pero al reconocer a su marido se incorporó como una exhalación y lo siguió sin pronunciar palabra. Minutos más tarde, los cuatro escapaban del pueblo a galope a través de los senderos que discurrían entre los huertos, hasta desaparecer 207
por el oeste, hacia el recóndito escondite que habían escogido para la ocasión. Los caballos, elegidos entre los mejores de la cuadra de Tomás, al llegar al pie de las rocas que enmarcaban el pueblo por poniente aminoraron la marcha y ascendieron a través de tortuosas gargantas para cruzar al otro lado de las montañas. Después, durante más de una hora, el pequeño grupo avanzó hacia el norte, hasta avistar a lo lejos el pueblo de Molinos, aunque en vez de entrar en él se desviaron hacia la izquierda, siguiendo el curso de un riachuelo que discurría entre los árboles de un frondoso bosque. Un poco después, llegaron a un promontorio rocoso, en cuya cima, oculto entre la maleza, les estaba esperando un hombre cuyo rostro no dejaba ver la intensa negrura de la noche. Pero, cuando estuvieron junto a él, pudieron distinguir que se trataba de Omar Embed, el antiguo caballerizo de Tomás. Tarina, la única del grupo que no esperaba encontrarlo allí, ya que lo creía muerto desde hacía mucho tiempo, se emocionó de tal manera que fue incapaz de contener las lágrimas. –¡Estás vivo! –Logré escapar de la matanza, pero debieron de confundirme con alguno de los cadáveres que quedaron sobre el terreno después de la batalla. El error me ha ayudado a pasar desapercibido y, gracias a la ayuda de Juan y de Miguel, he conseguido sobrevivir hasta ahora. En aquella cima se abría la boca oscura de una enorme cueva, un laberinto de galerías que se hundían a gran profundidad en el terreno, cuya existencia sólo conocían muy pocas personas. Hasta que Omar, con algunos compañeros de las partidas rebeldes, encontrara por casualidad uno de los accesos, habían permanecido ocultas ante los ojos de los habitantes de aquella comarca gracias a la espesa vegetación que crecía a su alrededor. Ahora, un estrecho sendero abierto en la fronda permitía aproximarse hasta la entrada, aunque aún así era muy difícil dar con ella, porque permanecía medio tapada por la maleza. Se accedía a ellas a través de una gran oquedad que se abría en las rocas de una pared vertical, entrando por un hueco que permitía el paso de un caballo. Dentro ya, una primera gruta de gran tamaño servía de antesala y de 208
cuadra, desde la que salían tres galerías en direcciones distintas. Omar les indicó que dejaran allí sus caballos e hizo que lo siguieran a través de uno de los pasadizos hasta llegar a un ensanchamiento, donde era visible que el morisco había establecido su morada, como indicaban los utensilios de todo uso esparcidos por el suelo y la yacija que se podía ver en uno de los rincones más apartados. Los recién llegados se acomodaron como pudieron, ocupando los espacios más a propósito que les ofrecía aquel lugar, dispuestos a pasar una larga temporada. Porque Tomás, que sabía de antemano por los hijos de Roque que Omar había sobrevivido y se ocultaba en aquellas cuevas, había decidido utilizarlas como refugio temporal hasta que se aplacaran los ánimos perseguidores de sus enemigos. Mientras tanto, en La Puebla, nada más conocerse la huida de Tarina y sus libertadores, se había dado la señal de alarma. Un grupo formado por una docena de jinetes fuertemente armados, entre los que se encontraban alguaciles y cuadrilleros de la Santa Hermandad, salieron al amanecer hacia el oeste, descartadas las restantes direcciones por tratarse de zonas mucho más pobladas y mejor vigiladas. Los Huertos de San Cristóbal eran la antesala de un intrincado valle, desde el que se accedía a los desfiladeros situados más al norte, un terreno de gargantas y quebradas de muy difícil acceso, despoblado por completo y sólo transitado por algunos pastores que buscaban en los escasos pastizales el sustento de sus rebaños. La comitiva armada alcanzó la cima de la montaña y descendió por la vertiente norte hacia Molinos, población situada a más de tres horas de distancia de La Puebla. Cuando llegaron, entraron como una exhalación en sus calles, por las que empezaban a dar señales de vida los más madrugadores. Pero, por mucho que preguntaron a unos y a otros, no consiguieron ninguna información, porque nadie parecía haber oído ni visto nada sospechoso durante la noche. Volvieron sobre sus grupas y se adentraron en el profundo valle por el que antes habían pasado los huidos, tan poblado de encinas y de sabinas, de zarzas y de espesos arbustos, que la vegetación impedía casi por completo el paso de los caballos. El oficial que mandaba el destacamento, convencido de que por allí no iba a encontrar a los perseguidos, ordenó volver grupas y regresar a Molinos. Dejó en el pueblo un retén de tres hombres con 209
orden de permanecer al acecho y el resto del escuadrón continuó hacia Alcorisa para comprobar si alguien los había visto en su entorno. Unos días más tarde, cuando don Diego comprendió que los huidos se escapaban de sus manos, los pregoneros de todos los pueblos de la comarca leyeron a voz en grito un edicto en el que se instaba a perseguir a los huidos, acusados de alta traición a las instituciones del Reino. El texto hacía énfasis en la gravedad de los delitos cometidos y animaba a los ciudadanos a denunciar cualquier indicio sobre su paradero. Roque y Joaquina fueron interrogados inmediatamente como posibles cómplices de la huida, pero lo único que admitieron fue que sus dos hijos habían desaparecido ese mismo día sin dejar rastro y que el pequeño Arés estaba ahora bajo su custodia, porque su padre también se había esfumado sin decir palabra. Negaron, sin embargo, conocer cualquier detalle sobre el asalto a la cárcel y mucho más saber algo sobre el paradero de Tomás y de su esposa. Y aunque todo el mundo sospechaba que mentían, el Corregidor no se atrevió a tomar medida alguna contra unas personas tan mayores y de tanto prestigio entre sus vecinos, temeroso de causar un malestar entre los vecinos que podría acarrear graves consecuencias. Tomás, Tarina y sus amigos continuaron escondidos en las cuevas cercanas a Molinos, intentando acomodarse en lo posible a las más que precarias condiciones que les ofrecía su improvisado refugio. Agua no les faltaba y disponían de comida para varios días, pero era evidente que tarde o temprano tendrían que arriesgarse a ser vistos si es que querían conseguir nuevos suministros. El matrimonio había establecido su lecho en un entrante algo apartado dentro de la sala rocosa donde convivía el grupo, una oquedad que les brindaba cierta intimidad. Pero, salvo el sueño y el amor, compartían todo con los otros tres, tanto las tareas diarias imprescindibles para su subsistencia, como las necesarias para lograr una cierta comodidad en aquel entorno tan agreste. Omar, el más joven de los cuatro hombres, bajó una noche a Molinos para explorar el terreno. Sabía que en una de las casas de las afueras vivía un antiguo compañero de las partidas rebeldes, uno de aquellos a los que se les 210
permitió regresar a sus quehaceres cotidianos después de la derrota de Francisco Cortés. Durante el tiempo que duró la campaña habían hecho una gran amistad y Omar estaba convencido de que si ahora le pedía ayuda no se la iba a negar. Con mucho sigilo, se acercó hasta su puerta y llamó con los nudillos, tamborileando en la madera con una cadencia que en los tiempos de lucha se había convertido en una clave secreta entre los sublevados. Al cabo de unos segundos se abrió la puerta y bajo el dintel apareció la figura de un hombre que aparentaba tener algo más de cuarenta años. -¿Qué haces aquí? –preguntó el dueño de la casa, con gesto temeroso–. Te creía muerto hace mil años. –Lope, amigo mío, necesito ayuda. –Me comprometes con tu presencia –continuó el otro–. Han enviado alguaciles y cuadrilleros desde La Puebla en busca de unos fugitivos. ¿No serás tú uno de ellos? Omar empezó a darse cuenta de que quizá hubiera cometido una equivocación acudiendo a Lope en busca de ayuda. Los antiguos rebeldes rehabilitados por las autoridades estaban sometidos a una estrecha vigilancia, sospechosos siempre de deslealtad y de traición, por lo que cualquier acción por su parte que no estuviese debidamente justificada se convertía en prueba irrefutable de delitos que muchas veces no habían cometido. Al fondo de la casa se veía una mujer y dos niñas, seguramente, pensó Omar, la esposa y las hijas de Lope. Desde la penumbra contemplaban la escena con gesto de alarma, sin osar decir palabra, testigos mudos de la conversación que estaba teniendo lugar en la entrada de la vivienda. Lope salió fuera de la casa y entornó la puerta. Después, cogió a Omar por un brazo y lo alejó de la casa para seguir hablando sin que nadie pudiera oír la conversación. –No sé lo que habrá sido de ti durante todo este tiempo –dijo, en voz muy baja y entrecortada por el miedo–. Pero te aseguro que para nosotros, los rebeldes como dicen ellos, las cosas están siendo muy 211
difíciles. Bastaría que alguien me viera hablando contigo para que se me acusara de traición. Y de nada serviría defenderme. Prefiero que no me cuentes nada, que no me comprometas con tus andanzas. Sé que don Tomás Arés, tu antiguo amo, es uno de los huidos. Por tanto, lo demás está suficientemente claro para mí. En nombre de nuestra antigua amistad, márchate y déjame en paz. Si necesitas comida, búscala en otra parte. No creo que te falte. No serías el primero que viviera del pillaje por estos andurriales. Omar se despidió y volvió a galope tendido hasta su escondite para informar a Tomás del fracaso de su misión. Estaba claro que si Lope, su amigo y compañero de mil fatigas, le negaba ayuda, ninguna otra persona estaría dispuesta a colaborar con ellos. Tendrían que arreglárselas como pudieran, sin la asistencia de otros, sólo con lo que pudieran cazar en el bosque o, si acaso, robando algún animal en los alrededores de Molinos, lo que por otra parte dejaría una clara evidencia de su presencia en los alrededores. Esa noche Tomás se dio cuenta de que nunca había considerado la posibilidad de verse tan aislado como ahora estaba. Había confiado en que el malestar social que existía en aquellas tierras contra las instituciones centralizadoras, cada vez menos respetuosas con los Fueros de Aragón, propiciaría la posibilidad de recabar ayudas que les permitieran sobrevivir durante algún tiempo, al menos hasta que las circunstancias políticas cambiaran. Pero, desgraciadamente, las garras del valido, del todopoderoso Duque de Lerma, cada vez llegaban más lejos y oprimían con más fuerza las libertades de los ciudadanos de los antiguos Reinos de la Corona de Aragón, cuya identidad histórica se quería ignorar por completo en la Corte de Felipe III. Tomás, que nunca había cuestionado que reinara un descendiente de los Reyes de Aragón y de Castilla, unidas ahora las dos Coronas en una sola, con el tiempo se iba convenciendo de que la balanza se inclinaba paulatinamente hacia uno de los dos pilares, siendo su patria aragonesa la que llevaba la peor parte en aquella transformación institucional. Y, lo que aún era peor, el pueblo parecía ajeno a esta circunstancia, como si lo que estaba sucediendo no le afectara; y las clases dirigentes se iban acomodando a la 212
nueva situación, que sin duda no deterioraba sus privilegios de siempre. Si las cosas seguían así, los antiguos Reinos de España que dieron vida a la nueva nación serían absorbidos en uno distinto a todos ellos, que aunque no se llamara Castilla de hecho lo sería. Tomás, tumbado ahora sobre el incómodo jergón que le servía de lecho, recordaba las largas conversaciones que en su momento mantuvo con Francisco Cortés acerca de la progresiva pérdida de influencia que experimentaba Aragón dentro del heterogéneo conjunto de naciones que constituían el Reino de España. Por aquel entonces, su amigo ya se declaraba decididamente contrario a la política centralizadora que se llevaba desde la Corte, porque a su juicio potenciaba los poderes cercanos al monarca en detrimento de los verdaderos intereses de los ciudadanos de otras regiones. Decía que el Imperio le caía grande, que no era más que una entelequia al servicio de los que detentaban el poder central. “¿Qué se me ha perdido a mí en Flandes?”, solía decir; “mis preocupaciones están aquí, en nuestra tierra y entre nuestras gentes”. Tomás sabía que la actitud levantisca de su amigo con motivo de la expulsión de los moriscos fue en realidad una reacción violenta contra el poder central, una idealista sublevación para defender la autonomía de su querido Aragón. Y como la de él, la de tantos bienintencionados que pretendieron, y aún seguían pretendiendo, mantener la pureza de sus esencias frente a los aires dominantes que soplaban desde la Corte. Hasta entonces, Tomás todavía no se había dado cuenta del paulatino incremento de la opresión y de la cada vez mayor falta de libertades que se respiraba a su alrededor. Por el contrario, estuvo durante mucho tiempo convencido de que las Cortes de Aragón y sus Fueros estaban a salvo de cualquier manipulación política, entre otras cosas porque formaban parte del espíritu que había dado forma a la nueva nación, que más tarde se había convertido por azares de la historia en el Imperio de los Austrias. Pero ahora, había abierto los ojos y comprendía que su viejo camarada tenía razón cuando clamaba contra las nuevas formas de gobierno, que eran más una manera de sojuzgar a los pueblos que no formaban parte del núcleo dirigente que un modo de administrar con ecuanimidad sus vidas y sus haciendas. Un día Omar Embed se acercó a él. 213
–Están estrechando el cerco, señor. Esta mañana estuve merodeando por los alrededores de Molina y vi un numeroso grupo de hombres armados que acampaban junto al río. Parece como si tuvieran la certeza de que estamos muy cerca de ellos. Las siguientes semanas transcurrieron en constante alarma por causa de la cada vez más cercana presencia de los soldados. No podían salir a cazar y tenían que conformarse con las piezas que caían en las numerosas trampas que habían dispuesto por los alrededores de la cueva, todas ellas muy bien ocultas y disimuladas entre la maleza para que no pudieran ser descubiertas por sus perseguidores. La vida en aquel agujero húmedo y mal ventilado empezaba a hacerse insoportable y Tarina, la más débil, empezó a acusar las condiciones que la rodeaban. Una mañana se despertó con el rostro empapado en sudor, la mirada extraviada y el entendimiento oscurecido por el delirio. Cuando intentó levantarse de la yacija que compartía con Tomás, las piernas le flaquearon y cayó sobre las duras rocas del suelo, rodando sobre su enflaquecido cuerpo por la galería que comunicaba con el exterior, hasta tropezar con una roca saliente que detuvo bruscamente su imparable caída. Cuando su marido pudo levantarla del suelo, tenía la cara ensangrentada y el cuerpo entero lleno de grandes magulladuras, aunque no parecía ser consciente de lo que le había sucedido. Sus ojos acuosos miraban a su alrededor sin ver nada y el gesto de su cara ponía en evidencia su desorientación, el desconocimiento de la realidad que la rodeaba, como si acabara de llegar a un mundo totalmente desconocido por ella. Tomás la tomó entre sus brazos y comprobó que su cuerpo ardía consumido por la fiebre. Horrorizado, sin saber muy bien lo que debía hacer en un caso como aquel, la llevó hasta el lecho y la tapó con mucho cuidado, procurando aliviar su padecimiento aplicando paños húmedos en su frente, en un intento desesperado por controlar la temperatura de su cuerpo. Al cabo de unas horas, que a los hombres que rodeaban a la enferma se les antojó una eternidad, Tarina abrió los ojos e intentó decir alguna palabra, aunque sólo un ligero balbuceo consiguiera salir de sus labios amoratados, palabras ininteligibles y sin sentido aparente. Al cabo de un rato cayó nuevamente en el desvanecimiento y en la pérdida total de consciencia, y volvió a sumirse en un profundo letargo, únicamente 214
alterado por los continuos espasmos que sacudían con brusquedad su quebradiza figura. Durante los dos días siguientes la enferma se mantuvo entre largos periodos de profunda crisis y breves mejorías, aunque éstas últimas fueran más aparentes que reales, en las que intentaba tomar algún alimento que su maltrecho cuerpo rechazaba a continuación. Tomás, dándose cuenta de que a su mujer se le iba la vida sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, decidió acudir a un médico, aunque supiera con certeza que con su iniciativa ponía en peligro la vida de todos. Sus hombres, dispuestos siempre a cumplir las órdenes de su amo por muy extrañas que pudieran parecerles, se dispusieron a cumplirlas sin objeción; y Omar, esa misma noche, salió a caballo hacia Molinos en busca de alguien que pudiera aliviar los males que aquejaban a la mujer de su señor. Nada más llegar al pueblo se detuvo frente a la casa de Lope, llamó a su puerta y esperó respuesta. Su antiguo compañero no tardó en aparecer; pero cuando vio a Omar empezó a retroceder hacia el interior de la vivienda. El morisco lo sujetó por un brazo y tiró de él con energía hacia fuera, arrastrándolo hacia la oscuridad. –Tienes que ayudarme –imploró Omar–. La mujer de don Tomás se está muriendo y necesitamos un médico. Aquí no conozco a nadie. Lope dudó al principio, pero al cabo de unos instantes se puso en camino hacia el centro del pueblo, pidiéndole a Omar que permaneciera oculto junto a su casa hasta que regresara. Al rato, reapareció entre las tinieblas que inundaban las estrechas calles de Molinos seguido de una figura, embozada y cubierta por un sombrero de ala ancha, que cabalgaba a lomos de un escuálido caballo. Sin decir palabra, a continuación Omar y el médico se adentraron en el bosque cercano, cruzaron el río por un vado y continuaron por estrechas veredas, hasta llegar a la entrada de la cueva donde Tarina agonizaba en brazos de Tomás. El galeno, un zaragozano que había emigrado al Bajo Aragón atraído por la carencia de profesionales cualificados, reconoció a la enferma bajo la luz de unos candiles que no alcanzaban a romper del todo la oscuridad de la gruta. Sus manos exploraron con diligencia el cuerpo convulso de Tarina y 215
sus dedos expertos buscaron en las venas de la enferma los latidos de su corazón, cada vez más débiles y apagados. Su respiración entrecortada no era más que agónicos estertores y la mirada de sus ojos entreabiertos parecía que buscara, a través de la estrecha rendija que separaba sus párpados, a alguien que no encontraba. La boca, abierta por completo en busca del aire que faltaba a sus pulmones, balbuceaba unas palabras que los presentes no alcanzaban a entender. El cirujano acercó su oído tratando de percibir el mensaje de la moribunda, pero sólo consiguió distinguir la palabra “hijo” entre un torrente desbordado de sonidos guturales. Tomás, que durante este tiempo había permanecido algo retirado del lecho para dejar que el médico hiciera su trabajo, se inclinó sobre el cuerpo de su mujer, puso los labios sobre su ardiente frente y entre sollozos contenidos le dijo: “estate tranquila..., yo cuidaré de nuestro hijo”. Unas horas más tarde, cuando el cirujano ya había diagnosticado que nada se podía hacer por salvar la vida de aquella mujer, Tarina dejó de respirar para siempre. Tomás se alejó del lecho, acompañó al médico hasta su caballo para que emprendiera el regreso con Omar y se adentró en el bosque sin saber del todo lo que hacía. El dolor que le embargaba era tan desgarrador y tan profundo que creyó por un instante que su corazón podría deshacerse en mil pedazos. Sus pensamientos giraban como lo hacen las hojas otoñales al posarse sobre el agua de los ríos tumultuosos, sin que nada pudiera hacer para detenerlos. Estaba seguro de que se había vuelto loco. Se sentía totalmente desorientado y se movía sin coherencia, como respondiendo a extrañas fuerzas externas que no pudiera controlar. En un calvero, por el que cruzó sin saber donde estaba, vio un jabalí que huyó como una exhalación al notar su presencia. Había empezado a llover, el suelo se estaba convirtiendo en un lodazal que dificultaba su andar, pero él no lo notaba. El firmamento, oscuro como la boca de una alimaña, se iluminaba por los relámpagos de la tormenta, y el estruendo de los truenos retumbaba amenazador. Uno trecho más allá cayó un rayo y la maleza empezó a arder, aunque el agua que caía como un diluvio apagó muy pronto el incendio. Pero Tomás no veía nada de lo que ocurría a su alrededor y seguía adelante en busca de algo que no existía, ajeno por completo a la desolación que lo rodeaba. De repente se detuvo ante el barranco que le cerraba 216
el paso, con los pies sobre el borde de una roca que se asomaba sobre un profundo abismo. En el fondo de la sima, un torrente crecido por la lluvia arrastraba troncos y piedras sin piedad, demoliendo lo que encontraba por delante, arrasando el bosque. Tomás, que veía aquello como si perteneciera a un mundo que no era el suyo, balanceó su cuerpo sobre el precipicio, sintiendo en sus entrañas la proximidad de la muerte que buscaba, el amargo dulzor del final. El ruido de la tormenta, que parecía el ronco alarido de un animal salvaje, le inducía al suicidio, y su eco, propagado a través del valle, repetía mil veces en sus oídos una funesta invitación a dar el salto. Su mirada de animal herido se había clavado en el fondo del abismo por donde discurría el río, cuyas aguas desbordadas ejercían un hipnótico poder de atracción del que no era capaz de sustraerse. Entonces, una mano lo sujetó con fuerza y lo retiró con energía del peligroso lugar donde se hallaba, cubriendo a continuación sus espaldas con una lona impermeable, obligándolo a regresar al abrigo de la cueva. Era Miguel, que había estado siguiéndolo a distancia, sin perderlo de vista en ningún momento desde que se metió en el bosque. Al día siguiente, Tomás, repuesto ya de su pasajera enajenación, enterró el cuerpo de Tarina en una colina muy próxima a las grutas, al pie de unas inmensas rocas verticales que parecían un monumento erigido en su memoria. Después, los cuatro hombres colocaron una enorme piedra plana sobre la sepultura, una auténtica losa sepulcral que, confundida con el entorno, disimulaba el enterramiento y lo protegía contra las alimañas del bosque. Mientras tanto, en Molinos se había conocido la intempestiva salida nocturna del médico. Una vecina insomne lo había visto partir, y más tarde regresar, faltándole tiempo para poner la noticia en conocimiento de los alguaciles. El cirujano, sintiéndose solidario con los fugitivos de la justicia, declaró que fue obligado a socorrer a la moribunda, y explicó que había hecho parte del trayecto con los ojos tapados, por lo que no podía explicar el lugar exacto donde se encontraba el escondite de Tomás, aunque, amenazado con represalias, tuvo que hacer una descripción aproximada de la dirección que tomó. El cerco se estrechó alrededor de los perseguidos, que a partir de ese 217
momento se vieron obligados a permanecer en el interior de la cueva sin apenas salir al exterior. Sólo al atardecer, cuando suponían que los rastreadores habrían regresado al pueblo para pasar la noche, se atrevían a abandonar el refugio para ir a revisar las trampas, muchas de las cuales habían quedado maltrechas después de la tormenta que se desencadenó el día de la muerte de Tarina. La vida para aquellos cuatro hombres se iba haciendo insoportable, y Tomás, destrozado interiormente por la muerte de su esposa, sin fuerzas para seguir enfrentándose a tantas calamidades, comprendió que quizá hubiera llegado el momento de acabar con una situación que sólo podía conducirlos a una muerte segura por enfermedad o por inanición. Desaparecida Tarina, por cuya vida había tomado en su momento la decisión de huir y refugiarse en las montañas, no tenía sentido alguno continuar en aquel lugar ni un solo día más. No le cabía duda de que el asalto a la cárcel traería como consecuencia un castigo por rebeldía, pero era preferible enfrentarse a un juicio sumarísimo que exponer a sus amigos a mayores sufrimientos. Por eso, reunió a sus compañeros y les expuso su decisión de entregarse a las autoridades, aun a riesgo de que fuera ejecutado. Aquellos hombres, en cuyas caras marcadas por la fatiga se adivinaba el sufrimiento que padecían, lo miraron fijamente sin saber qué responder, porque, igual que Tomás, estaban convencidos de que continuar en aquellas condiciones de precariedad era enfrentarse a una muerte segura, aunque no ignoraban que entregarse ahora significaba correr el riesgo de verse sometidos a un juicio inapelable y, posiblemente, a la horca. Por tanto, no era fácil elegir ante el dilema que se les planteaba. –¿Por qué no intentamos escapar del cerco y huir a otro lugar más seguro, donde nadie nos conozca? –preguntó Omar. –No digo que no lo hagáis vosotros –contestó Tomás–. Si lo decidís así, no os lo impediré. Pero yo no puedo seguir huyendo para siempre. Mi hijo y mi hacienda están en La Puebla. Los hijos de Roque, cariacontecidos y cabizbajos, permanecían en silencio meditando estas últimas palabras, en las que veían reflejada su propia realidad, porque también ellos tenían familia y hacienda, y 218
lejos del pueblo que les había visto nacer no existía ningún porvenir para ellos. Pero Omar, totalmente desarraigado de aquella sociedad por su condición de morisco huido, no pensaba de igual manera. Si se entregaba acabaría en la horca con toda seguridad. ¿Por qué tenía que correr aquel riesgo? Era preferible seguir viviendo en el monte, aunque fuera huyendo permanentemente como un animal acosado. Tomás observaba a sus amigos, y creyó adivinar sus pensamientos. No era difícil imaginar que los hijos de Roque quisieran regresar a sus hogares, aun a costa de correr el riesgo de ser condenados a la horca. Pero suponía que Omar, cuyas circunstancias eran muy distintas, no estaría dispuesto a enfrentarse con el verdugo. –Omar, si prefieres seguir en libertad, huye ahora antes de que caigamos en sus manos –empezó a decir–. Y vosotros, si estáis dispuestos a aceptar el riesgo que ello supone, entregaos conmigo. Trataré de defender como mejor pueda vuestras vidas y los intereses de vuestras familias. Al fin y al cabo, lo que habéis hecho ha sido por obedecer mis órdenes y asumiré la responsabilidad. Antes de que amaneciera, Omar se despidió. Su joven rostro, endurecido a lo largo de los últimos años por tanta adversidad, parecía sereno y tranquilo. Sin decir palabra, abrazó primero a Tomás y después a los otros dos, montó en su caballo y enfiló la estrecha vereda que descendía hacia el sur en busca de un lugar incierto donde continuar su azarosa vida. No sabía dónde iba, pero una cosa sí tenía clara: prefería seguir como un fugitivo, escondido permanentemente en los profundos barrancos del Maestrazgo, que aceptar una muerte segura sin oponer resistencia. Poco más tarde, Tomás y los hijos de Roque descendían en dirección a Molinos, atravesaban el río y entraban en el pueblo a lomos de sus famélicos caballos hasta llegar al Ayuntamiento. El alguacil que estaba de guardia no daba crédito a lo que veían sus ojos, aunque pronto comprendió que aquellos hombres cubiertos de andrajos no eran otros que los fugitivos y que estaban allí para entregarse. 219
A medio día, una comitiva formada por los tres detenidos, rodeados por una docena de hombres fuertemente armados, se dirigió a La Puebla a través del tortuoso camino que unía las dos localidades vecinas. El capitán que mandaba el destacamento se había limitado a realizar un breve interrogatorio a los detenidos, sin profundizar demasiado en las preguntas. Su única preocupación estaba en entregar cuanto antes a aquellos reos a los alguaciles de La Puebla, dando así por finalizada la misión que lo había obligado a una incómoda vida de campamento durante las últimas semanas. Por su parte, Tomás se había dado cuenta de que la ausencia de Omar había pasado desapercibida, seguramente porque sus perseguidores ignoraran el número exacto de individuos que integraba el grupo de proscritos, aunque, por medio del médico, conocieran la muerte de Tarina. A su llegada a La Puebla, la reacción del Corregidor no se hizo esperar. Los tres detenidos fueron encerrados bajo cadenas en la misma cárcel donde la infortunada Tarina estuvo confinada tiempo atrás. La guardia se reforzó, y Tomás, como medida adicional, quedó totalmente aislado de los demás, prohibiéndosele cualquier visita externa, a excepción de las de Mosén Joaquín, el anciano párroco del pueblo. Éste, invocando su calidad de confesor del acusado, obtuvo un permiso especial de las autoridades que le permitía visitar al detenido cuantas veces quisiera con el pretexto de administrarle los Sacramentos. Gracias a este contacto, Tomás Arés pudo mantenerse informado de cuanto sucedía al otro lado de las rejas y tuvo la oportunidad de hacer llegar a ciertos amigos los mensajes que le interesaban, iniciativa que le iba a ser de gran utilidad más adelante. Mientras Tomás veía pasar los días entre barrotes, en los entornos del rey Felipe III se estaban produciendo cambios que iban a modificar los derroteros por los que discurría la política del Gobierno de Madrid. Las audaces, y no siempre honradas maniobras del Duque de Lerma, habían adquirido tal notoriedad en la Corte, que muchos de sus más cercanos colaboradores se habían visto obligados a ponerse a resguardo de las posibles medidas que pudiera tomar el monarca contra su Valido, 220
lo que evidentemente, como primera providencia, les obligaba a tomar otro partido. Incluso el Duque de Uceda, hijo del de Lerma, no se sabe si inspirado por su conciencia o por temor a caer en la misma desgracia que previsiblemente aguardaba a su padre, se fue separando del entorno paterno para ponerse, con hábil maestría, a disposición directa del monarca, que poco a poco fue depositando en él su confianza en claro detrimento de la que hasta ahora había otorgado a su Valido. El de Lerma, que había enviudado unos años antes, en un alarde de desfachatez inaudita había conseguido de la Santa Sede el capelo cardenalicio, convencido entre otras cosas de que la nueva distinción lo protegería de las intrigas palaciegas que se cernían sobre él. Pero ni ésta, ni otras audaces maniobras muy acordes con su estilo, consiguieron salvarlo de la desgracia real, que un día le llegó en forma de destitución. A partir de entonces, otros nobles, entre ellos el Duque de Uceda, se iban a encargar de los destinos de la nación, cuya política entró, como suele ocurrir en estos casos, en un proceso de revisiones profundas, que no solamente afectaban a la política de Estado, sino que también se hacían notar en la más cercana al ciudadano medio. Durante los años que el Duque de Lerma se mantuvo en la cúspide del poder, se había hecho rodear de una camarilla de colaboradores corruptos, a su imagen y semejanza, que formaron una estructura de poder cuyos tentáculos llegaban a los lugares más recónditos del Imperio. Muchos de estos personajes, los más inteligentes, o los mejor informados, habían mudado prudentemente sus posiciones al intuir el cambio que se avecinaba; pero otros muchos continuaron en sus puestos sin cambiar un ápice la política que habían aplicado hasta entonces. Y naturalmente, como no podía ser de otra manera, la cuchilla que segó el poder omnímodo del antiguo Valido fue cortando también los privilegios de estos últimos, al mismo tiempo que docenas de altos funcionarios, que se habían visto obligados a permanecer en el ostracismo mientras alumbró la antorcha del Duque de Lerma, salieron del sombrío anonimato y se dispusieron a hacerse con un hueco en la nueva estructura de autoridad que se estaba formando. Mosén Joaquín, clérigo distinguido y hombre de confianza de su Obispo, 221
conocía perfectamente lo que estaba ocurriendo, y, como le parecía que los cambios que se avecinaban podrían favorecer la situación de Tomás Arés, se apresuró a contarle todo lo que sabía sobre este asunto, que no era poco. En primer lugar, le explicó que don Diego Alcones había caído en desgracia frente a las nuevas autoridades de Zaragoza, que veían en él a un incorregible continuador de las maquinaciones del antiguo Valido y a un hombre arbitrario que había sembrado de injusticias cuanto había administrado. Además, se le consideraba un fuerte partidario de las políticas centralistas inspiradas desde Madrid, y aunque el Duque de Uceda no pareciera querer variar excesivamente la política de su padre en esta materia, no cabía duda de que un aire más aragonesista empezaba a orear los temas locales. Una nueva generación dirigía las instituciones que ejercían el poder en el antiguo Reino de Aragón, y sus Cortes recobraban en parte la autonomía perdida años atrás. Mosén Joaquín, a pesar de todo, sostenía frente a Tomás que no había que esperar demasiados cambios en este terreno, porque el daño ya estaba hecho y había sido muy profundo. Pero añadía que ahora las simpatías estaban a favor de los que defendían los Fueros, y Alcones había sido un implacable enemigo de las libertades de Aragón, actitud que ahora se le recriminaba en las nuevas esferas de poder. Las sospechas del cura no tardaron en confirmarse. Don Diego fue cesado como Corregidor y tuvo que acudir inmediatamente a Zaragoza para rendir cuentas de alguno de sus actos, entre los que estaba la tenaz persecución que había mantenido contra Tomás Arés y su familia a lo largo de los últimos años. Alcones, que compareció ante un tribunal reunido en el palacio de la Aljafería, se defendió de las acusaciones que se le hacían basando sus alegatos en la necesaria lucha armada contra los rebeldes que se oponían a la expulsión de los moriscos, cuya actitud levantisca se mantuvo años después sin otra causa que la propia rebeldía contra las instituciones; y explicó, no sin un asomo de vanidad mal disimulada en su expresión, que a veces había tenido que actuar con dureza para evitar que sobrevinieran revueltas civiles de difícil contención. Pero, a pesar de esta defensa, el resultado de aquel juicio fue la confirmación de su cese al frente del municipio de La Puebla, aunque el tribunal no se atreviera a desposeerle de sus restantes cargos y 222
dignidades, todos ellos más honoríficos que reales. A partir de entonces, don Diego Alcones se retiró con su familia a Zaragoza, donde inició una nueva etapa política menos comprometida con las tesis centralistas, pero ahora alejado por completo de las tierras del Bajo Aragón, donde a pesar de poseer cuantiosos intereses jamás regresaría. El nuevo Corregidor de La Puebla, don Toribio del Olmo, se encargó de excarcelar inmediatamente a Tomás y a los hijos de Roque, que salieron libres de todo cargo. Procedente de Híjar, donde había pasado años apartado como tantos otros de la política activa, se decía de él que era un firme defensor de los Fueros de Aragón y que formaba partido junto a otros nobles de aquella ciudad en torno a la idea de restituir los antiguos derechos de la Corona de Aragón, drásticamente mermados durante las últimas décadas. Era evidente que este movimiento nacionalista se oponía a la política que los Austrias llevaban a cabo hasta en el más recóndito de los territorios del Imperio, orientación que no había cambiado con la caída del Duque de Lerma; y su fuerza solamente podía explicarse si se tenían en cuenta los afanes revisionistas que sacudían los cimientos del Reino en aquel momento. Tomás, que fue recibido después de salir de la cárcel por el nuevo Corregidor, se dio cuenta desde el principio de la utopía que encerraban las pretensiones autonomistas que defendía don Toribio, porque, aunque se sentía ferviente defensor de los Fueros, comprendía que, tras tantos años de dominación centralista y de negación de las esencias de Aragón, el gobierno de Madrid no iba a permitir que se produjeran fisuras en la estructura territorial del Estado. Pero como los nuevos tiempos obligaban a tomar partido en uno u otro sentido, decidió prestar atención a esta corriente, aunque sin comprometerse excesivamente con la misma. A pesar de estas pequeñas convulsiones sociales, que no pasaban de ser en la mayoría de los casos simples elucubraciones sin demasiada trascendencia práctica, vinieron años de tranquilidad, sólo rota por la reanudación de la guerra en los Países Bajos, aunque allí, en La Puebla, ni siquiera la contienda europea turbaba la paz de sus habitantes. Tomás, que se había puesto nuevamente al frente de sus negocios, apoyándose ahora firmemente en Roque y en sus hijos, alternaba las obligaciones que 223
le imponía esta dedicación con el estudio de los documentos que habían aparecido en el castillo. Con mucha paciencia, fue reconstruyendo poco a poco las andanzas de don Pedro, su lejano antepasado. Y cuando avanzaba por las misteriosas veredas de su azarosa vida miraba por el balcón tratando de identificar los lugares que se mencionaban en aquellos escritos, pero, sobre todo, intentando reconocerse a sí mismo como un hombre perteneciente a la descendencia del templario. A veces le entraba una sensación de ansiedad morbosa al no ser capaz de casar las piezas del inaccesible rompecabezas que tenía delante, donde a las declaraciones testamentarias de don Pedro se unían notas procedentes de un tal Arnaldo, también caballero templario, y otras escritas o dictadas por doña Flor, esposa de don Beltrán y amante de don Pedro. Los escritos eran coincidentes en los hechos, aunque procedieran de fuentes distintas. Parecía como si varias personas hubieran decidido por motivos diferentes dejar constancia escrita de determinados sucesos, y que alguien, quizá ajeno a todos ellos, hubiera introducido los documentos en el cofre para que su conjunto constituyera un compendio de la historia de don Pedro. Tomás dedicó muchas hora al trabajo de recopilación y síntesis de los legajos, escribiendo pliegos enteros con trascripciones literales e interpretaciones personales. Al cabo de unos meses, convencido de que sus investigaciones no le habían llevado demasiado lejos, y sobre todo seguro de que este trabajo no iba a proporcionarle ningún valor práctico, reunió todos los papeles –los encontrados en el cofre y los que él mismo había escrito– y los escondió en un pequeño altillo que había mandado construir para ocultar el dinero y las alhajas, olvidándose a partir de entonces por completo del asunto. Tan sólo en su conciencia persistiría durante mucho tiempo la vanidosa sensación de pertenecer a una familia cuyas raíces se perdían en la Historia, o al menos a una estirpe que había arraigado en aquellas tierras de Aragón muchos siglos antes de que él naciera, lo que en cierto modo le obligaba a proyectarla hacia el futuro. Y fuera por esta circunstancia, o simplemente por amor paterno, lo cierto es que se dedicó por entero a la educación de su hijo, no solamente en los aspectos prácticos y necesarios para llevar más adelante la hacienda familiar, sino también en los puramente 224
intelectuales, lo que le llevó a enviarlo a Barcelona cuando cumplió los catorce años, donde lo inscribió en una afamada escuela que se dedicaba, entre otras disciplinas, a preparar a un selecto grupo de alumnos en los intrincados y complejos conocimientos de las leyes. A Tomás le parecía que el dominio de aquellas materias le vendría a su hijo como anillo al dedo en el complicado mundo de los negocios que tendría que manejar en el futuro. Durante aquellos años, Tomás Arés llegó a disfrutar de una gran amistad con el nuevo Corregidor, hombre afable, cortés e indiscutiblemente honrado, que desde su llegada a La Puebla se sintió seducido por las gentes y las tierras que le había tocado en suerte administrar. Su tendencia política decididamente autonomista era compatible con un concepto de Estado muy al gusto de los nuevos hombres que mandaban en Zaragoza, que habían cambiado las consignas centralistas de sus antecesores por otras mucho más liberadoras, aunque desde luego sin olvidar la realidad que gobernaba en Madrid, poco proclive a veleidades separatistas. Tomás, cuando hablaba de estos temas con don Toribio, se mostraba cauto y reservado, sin comprometer excesivamente sus propias posiciones, porque si bien consideraba que Aragón era su patria, y en ese aspecto se sentía plenamente autonomista, no terminaban de gustarle los planteamientos excesivamente disgregadores por considerarlos perjudiciales para los verdaderos intereses de su tierra. Su pensamiento político se resumía en que el nuevo Reino, la España de los Austrias, había nacido de los preexistentes, entre ellos el de Aragón, y no era necesario que desapareciera la identidad de estos para que aquella pudiera existir. Sin embargo, era consciente de que sus ideas se movían en tierra de nadie, porque las tendencias estaban divididas en dos extremos muy opuestos: el de los centralistas intransigentes y el de los nacionalistas disgregadores. Toribio, que tenía aproximadamente la misma edad que Tomás, estaba casado con una catalana de Gandesa, mujer encantadora y elegante, algo más joven que su marido, y tenía una hija en edad casadera y un hijo más pequeño que estudiaba en Barcelona, precisamente en la misma escuela que lo hacía el de Tomás, lo que no era ninguna 225
casualidad. El nuevo Corregidor, que según rumores disponía de un extenso patrimonio agrícola repartido entre Híjar y la ciudad natal de su mujer, estaba interesado en comprar tierras en La Puebla, para lo que contó con el asesoramiento de su nuevo amigo, de tal forma que al cabo de muy poco tiempo se convirtió en uno de los principales propietarios de la comarca. Por su parte, Tomás había encontrado paz y tranquilidad en su nueva vida, sólo enturbiadas en algunas ocasiones por el recuerdo de su amada Tarina. El tiempo transcurría a su alrededor lentamente, repartido entre las atenciones que se veía obligado a prestar a su hacienda y las horas que dedicaba al esparcimiento, éste muy centrado en su afición a la caza. Un día Omar apareció inesperadamente en su casa. Habían transcurrido algunos años desde que se despidiera de él allá en el monte y tardó algunos segundos en reconocerlo. Vestía a la usanza de los cristianos viejos y gastaba unos modales que en nada recordaban al morisco pueblerino que fue en otros tiempos. Ahora se llamaba Rodrigo y había adoptado la personalidad de un comerciante procedente de las altas tierras pirenaicas que viajaba constantemente por motivo de su oficio. A Tomás le explicó toda la verdad, pero le rogó que mantuviera el secreto, porque corría el riesgo de ser descubierto y terminar con sus huesos en la cárcel. Había ido a La Puebla sólo para encontrarse con él y ese mismo día partiría hacia un lugar más seguro. Sólo Roque y sus hijos conocieron la verdadera identidad del visitante. Tomás, cuando lo tuvo delante, se emocionó de tal forma que fue incapaz de contener las lágrimas. Omar representaba para él un conjunto de vivencias muy significativas en su vida, y el tiempo había hecho que llegara a considerarlo un hijo más. Se alegraba de tenerlo allí delante, vivo y con una nueva personalidad, pero sentía que se viera obligado a huir del lugar que lo vio nacer, de aquella casa que habría sido la suya si las cosas hubieran sucedido tiempo atrás de otra forma. Pero comprendía sus razones y pensó que no sería sensato intentar convencerlo de que permaneciera en La Puebla. Ni tan siquiera la presencia de Toribio del Olmo como máxima autoridad en la comarca garantizaba su seguridad, menos aún en unos tiempos tan cambiantes 226
como aquellos, donde nadie tenía asegurada la continuidad en su cargo. Cuando lo vio partir esa misma tarde, notó que el alma se le desgarraba y comprendió que muy posiblemente jamás volvería a verlo. Una parte de su vida se cerraba con aquella despedida, sin lugar a dudas la más rica en experiencias y en conocimientos. Ahora le aguardaba una nueva etapa, mucho menos apasionada, más sosegada y tranquila, desprovista de las emociones que habían configurado su vida entera. Muerta su adorable Tarina, alejado para siempre el fiel Omar, sólo una idea seguiría alumbrándole durante el tiempo que le quedara de vida: la continuidad de la estirpe de los Arés a través de su hijo. Cuando el fuego de la chimenea languidecía, se levantó de su sillón lentamente, fue hasta el balcón que se asomaba al sur y contempló a lo lejos el valle del Guadalope, que oscurecía lentamente a medida que avanzaba la tarde. Más arriba, tras las montañas cubiertas por el espeso bosque, el río cruzaba tumultuoso las estrechuras de las Hoces, abriéndose paso hacia la vega entre rocosas orillas, horadando lentamente los riscos que enmarcaban su cauce. Tomás pensó una vez más en don Pedro y se lo imaginó ataviado con la capa blanca y la cruz bermeja, cruzando al galope las tierras que ayudó a reconquistar con su espada. Y notó en sus venas el impulso de la sangre, la misma que había circulado por las del templario, la que ahora latía en el corazón de su hijo y quién sabe durante cuanto tiempo lo seguiría haciendo en sus descendientes a través de los siglos venideros. Un sentimiento de continuidad le reconfortó como pocas cosas lograban hacerlo; una impresión de perpetuidad por encima de la muerte le arrancó de las entrañas cierta sensación de felicidad, y una excitación incontenible le recordó que formaba parte del flujo de la vida, que ni había empezado con él ni se extinguiría cuando hubiera dejado de existir.
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Capítulo Décimo El Arco de Cuchilleros
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Fernando y Beatriz se cansaron de vivir en un hotel y decidieron abandonar Zaragoza y regresar a Madrid. Habían pasado dos semanas desde que recibieron la última carta de Los Vengadores y suponían que con la detención de Albert Masoliver, el supuesto cerebro de la extraña organización de delincuentes que se amparaba bajo el nombre de Sociedad Internacional de Estudios Medievales, el peligro de que atentaran contra sus vidas habría desaparecido. También esta vez prefirieron alojarse en casa de Beatriz, porque siempre estarían más seguros que en la de Fernando. A pesar de las dudas que tuvieron en su momento, no habían acudido a denunciar las amenazas recibidas, porque hacerlo ahora, después de la rocambolesca incursión en casa de Jaume Solá el día de su asesinato, hubiera resultado demasiado comprometedor. Era evidente que si le contaban a la policía que habían sido amenazados por la Sociedad Internacional de Estudios Medievales, tarde o temprano acabarían relacionándolos con el crimen. Y por eso habían preferido esperar acontecimientos y permanecer en silencio. El libro sobre los Arés iba avanzando gracias, entre otras cosas, a la ingente documentación que les había facilitado don Manuel Tello, el insigne historiador aragonés. Las múltiples referencias al Archivo de la Corona de Aragón y las direcciones de Internet que en su momento le proporcionó a Fernando les habían permitido obtener una información que en otro caso nunca hubieran conseguido. También Alicia, desde La 229
Puebla, continuaba colaborando con ellos, fundamentalmente a partir de los archivos municipales. Las historias de aquellos dos personajes se iban perfilando día a día, y Fernando, a medida que avanzaba en el estudio de sus ascendientes, se identificaba cada vez más con aquellos seres, reconociendo en ellos sus propias flaquezas y pasiones. Era un proceso biunívoco, donde él reconstruía un pasado perdido en la maraña de la Historia y donde sus personajes, recuperados del olvido, le prestaban a su vez el ánimo necesario para continuar profundizando en el conocimiento de sus vidas. A veces, tal era su entusiasmo ante los resultados que iba obteniendo, tenía que contenerse para no entrar en divagaciones fantásticas que le apartaran del rigor que se había propuesto. Pero le resultaba difícil evitarlo, porque cuando leía en un documento determinados episodios de aquellos personajes se veía reflejado en ellos, de tal forma que creía ser capaz de completar la falta de datos con sus propias experiencias, algo que no hubiera sido precisamente utilizar el método deductivo, sino por el contrario dar entrada a la fantasía, al afán novelador que muchas veces lo tentaba. Beatriz, en estos casos, era la encargada de llamarlo al orden. Cuando leía alguno de sus escritos y no veía en ellos el rigor documental que se habían impuesto a sí mismos, o si se encontraba con la descripción de un hecho que no se apoyaba en un dato suficientemente contrastado, se lo recriminaba y le obligaba a cambiar la redacción. Y Fernando, entonces, volvía al redil de la rigurosidad histórica y aceptaba obedientemente las indicaciones de su novia. Era un tira y afloja entre el deseo de que las vidas que estaba reconstruyendo fueran atractivas y la aceptación de la evidencia de que se trataba de mortales dotados de las mismas virtudes y defectos que cualquiera. Pero a pesar de todo, o mejor dicho, como consecuencia de esta dualidad de posiciones, el trabajo iba cobrando forma y se sentían satisfechos. Al cabo de unos días de su llegada a Madrid, llamó Basilio para decirles que tenía cosas que contarles. Se citaron para comer en un restaurante cercano al Arco de Cuchilleros, uno de esos escasos lugares que aún conservan el sabor del viejo Madrid. Fernando acudió a la cita acompañado de Beatriz y el detective se presentó con Celia que, como 230
siempre, hacía gala de su jovialidad a través de todos sus poros. Esta vez llevaba un pantalón vaquero con peto, bajo el que lucía una camisa de cuadros muy llamativa, y cubría sus cabellos con una gorra de visera que se había calado con estudiada coquetería. Fernando la miró tratando de encontrar en aquella mujer a la persona capaz de intimar con Emilio Ruiz-Daudén hasta sacarle sus secretos más recónditos, pero sólo vio a una mujer atractiva que daba a sus expresiones un aire de ingenuidad poco acorde con el papel de espía que desempeñaba. Durante los primeros minutos, Basilio se comportó como si aquella fuera una simple comida entre amigos en la que no tuviera que rendir cuentas de nada. Dirigida por él, la conversación atacó distintos temas muy distantes del que verdaderamente interesaba a Fernando y Beatriz y se entretuvo en circunloquios intrascendentes. Hasta que, en un momento determinado, mencionó a Jaume Solá. –La policía cree que se trató de un asunto de celos –dijo, sin dejar de trajinar con la paletilla de cordero que tenía delante–. Sostiene que se produjo una discusión violenta entre los dos amantes, en la que Albert le asestó un golpe con algún objeto contundente, que por cierto todavía no ha aparecido. Naturalmente, éste lo niega todo. –Pero esa hipótesis es bastante absurda –contestó Fernando–. El cadáver estaba escondido, como tú y yo pudimos comprobar, lo que hace suponer que el asesino tenía intención de sacarlo del piso. En principio, una persona sola no puede hacer algo así sin ayuda de terceros. Y en los crímenes pasionales no suele haber cómplices. Nadie asesina a su pareja y luego pide que le echen una mano para deshacerse del cadáver. –Lo que ocurre es que cuando no se encuentra un móvil convincente se acude a cualquier hipótesis que tenga lógica –intervino Celia–. Y ésta la tiene aunque no haya pruebas de ningún tipo. Fernando estaba seguro de que aquella introducción no era otra cosa que un simple preámbulo. Iba a pedirles que fueran al grano y que contaran lo que tenían que decir, cuando intervino Beatriz. 231
–¿Por qué no nos decís de una vez lo que habéis averiguado hasta ahora? Basilio tomó la palabra. Tras un preámbulo relacionado con las dificultades de todo tipo que Celia había tenido que sortear en sus contactos con Emilio Ruiz-Daudén, empezó a relatar pormenorizadamente las averiguaciones que su compañera había hecho hasta el momento. Al principio, según contaba, el abogado se había limitado a tratarla como si aquello fuera una simple aventura ocasional sin importancia. Después de que se conocieran en aquella discoteca, de la que cada uno se fue a su casa por caminos diferentes, tardaron unas cuantas semanas en volver a encontrarse. Fue con ocasión de un desfile de modelos al que Celia acudió sabiendo que también lo haría Emilio. Ella se dejó ver y él la saludó con naturalidad, y en un momento determinado le dijo que le gustaría volver a verla en la misma discoteca del primer día. Celia contestó que de acuerdo y se citaron para el día siguiente. Y en ese segundo encuentro las cosas fueron más lejos que en el primero, porque ella aceptó tomar una copa en el bar de un hotel de la Castellana y, más tarde, cuando llegó el momento, subir con él a una habitación. –¡Joder! Te estás metiendo en mi vida privada –dijo Celia, riendo su propia ocurrencia–. Fernando y Beatriz ya suponen ciertas cosas que no necesitan explicación porque son gajes del oficio. Vete al grano, Basilio. Pero el detective continuó hablando sin hacer caso del comentario de su compañera. Después de aquella primera noche en el hotel, explicó, se habían sucedido otras cuantas más, espaciadas en el tiempo, a través de las cuales el abogado fue poco a poco adquiriendo una confianza, impropia de su obligada discreción profesional, que lo llevó a ciertas confidencias cada vez más comprometedoras. Fernando iba a pedir que le explicaran cómo un hombre, al que se le suponía inteligente, era capaz de llegar a cometer el error de confiar en una mujer a la que prácticamente acababa de conocer y de la que no sabía absolutamente nada. Pero se ahorro la pregunta, porque comprendió a tiempo que el cuerpo tentador de Celia y la ingenua expresión de su bonito rostro podían ser capaces de mover montañas. Emilio Ruiz-Daudén –continuó contando Basilio– le propuso a Celia que 232
lo acompañara a un viaje a Barcelona donde tenía que entrevistarse con unos clientes muy importantes. Allí pasaron un par de días, precisamente poco antes del asesinato de Jaume Solá. Durante ese tiempo el abogado visitó en un par de ocasiones los locales de la Sociedad Internacional de Estudios Medievales, pero en ninguna de las dos lo acompañó Celia. Sin embargo, ignorando el interés que ésta tenía por conocer sus relaciones con aquellos clientes catalanes, tuvo algunas conversaciones telefónicas en su presencia, ininteligibles para alguien que no conociera aquel asunto pero perfectamente entendibles por quien, como ella, estuviera en antecedentes. En una de estas conversaciones, Basilio le había dicho a su interlocutor, con tono muy exigente: “ante una actitud como la de tu amigo no caben medias tintas, ya te lo he dicho en más de una ocasión; y si no te atreves a hacerlo tú se lo encargaré a otro”. Ese mismo día, Celia tuvo la oportunidad de rebuscar en el maletín de Emilio y encontrar la copia de una factura emitida por el despacho de abogados de Ruiz-Daudén a la Sociedad Internacional de Estudios Medievales. El concepto de la minuta era muy general –se refería a trabajos de asesoramiento legal en asuntos mercantiles– y el importe muy elevado. –Un momento –interrumpió Fernando–. Nosotros también encontramos una de esas facturas en el domicilio de Los Vengadores. ¿Era la misma? –No. Lo hemos comprobado, porque tenemos los datos de las dos. Y de ahí sacamos la conclusión de que Emilio facturaba con regularidad cantidades elevadas a la Sociedad Internacional de Estudios Medievales. En definitiva, que ésta era un cliente importante de su despacho. Si a ello le añadís que un centro cultural no parece que sea precisamente un gran negocio, y mucho menos que requiera de un asesoramiento legal tan caro, se puede deducir que los estudios medievales no son más que una tapadera para encubrir algún otro asunto. Fernando había puesto ya a volar su imaginación. Con aquellos datos cabían varias hipótesis, pero todas conducían a señalar que el asesinato de Jaume Solá había sido inducido, si no perpetrado, por Emilio. ¿Habría descubierto el coleccionista algún asunto que no le hubiera gustado? ¿Su descubrimiento ponía en peligro los negocios ilícitos de la Sociedad Internacional de Estudios Medievales en los que participaba de una forma u otra el abogado de Madrid? 233
De momento, según seguía contando Basilio, Albert Masoliver estaba detenido como sospechoso de haber asesinado a su amigo, aunque al parecer la acusación se basaba exclusivamente en indicios, ya que hasta el momento no se habían encontrado pruebas de ninguna clase. El presunto homicida mantenía que aquella mañana había salido como de costumbre a primera hora hacia su despacho de la calle Argentería y más de un testigo aseguraba que había estado allí, sin moverse, hasta que le avisaron de que había aparecido el cadáver de su compañero de piso. –Deberíamos contarle a la policía lo que sabemos –dijo Beatriz, mirando fijamente a Fernando–. Quizá así aten cabos. –Si hacéis eso, pasaréis inmediatamente a la categoría de sospechosos –contestó Basilio–. Y de paso, nos complicaréis la vida a Celia y a mí. Mi consejo es que permanezcamos en el anonimato. Y más adelante, según transcurran los acontecimientos, ya se verá. Fernando asintió con la cabeza y preguntó que cómo encajaban en toda aquella historia las cartas que le habían enviado Los Vengadores. Indagar sobre don Pedro Arés jamás podría poner en peligro los negocios ocultos que hubiera detrás de todo aquello. No tenía sentido alguno. –No lo tiene –contestó Basilio–. Emilio jamás ha mencionado delante de Celia algo que pudiera tener relación con éste asunto. Parece como si ignorara todo lo que se refiere al estudio sobre los Templarios que realizaba la sociedad que supuestamente asesoraba. –Un día le pregunté que a qué se dedicaba su cliente y me contestó, con una sonrisa enigmática en la boca, que a importación y exportación de toda clase de productos –dijo Celia–. Y no conseguí sacarle ni una sola palabra más. A Fernando no le encajaban las piezas del rompecabezas. Parecía claro que las actividades culturales de aquella sociedad de apariencia legítima no eran más que una tapadera de otras totalmente ilegales en las que participaba Emilio Ruiz-Daudén cobrando importantes cantidades por ello. Pero era difícil entender que una organización que debería perseguir el sigilo y la discreción en todas sus actividades se dedicara a enviar mensajes amenazadores a personas como él que nada tenían que ver con aquello. Era verdaderamente contradictorio, a no ser, pensó, que dentro de aquel consorcio hubiera gentes que persiguieran fines distintos 234
y que, en consecuencia, actuaran de forma diferente, sin tener en cuenta cada uno de ellos las conveniencias de los otros; ¿serían los casos de Jaume Solá y Albert Masoliver? Cuando acabaron de comer, el detective le preguntó a Fernando si quería que continuara con el trabajo de investigación o, dado que parecía que el peligro había desaparecido, prefería que lo dejara allí mismo. –Preséntame la factura de vuestros honorarios hasta la fecha y dame una estimación de lo que me costaría si continuarais hasta averiguarlo todo. En principio, si no te subes a la parra, me gustaría llegar hasta el final. Cuando regresaban a casa dando un largo paseo, Beatriz le preguntó a Fernando por qué había decidido seguir contando con Basilio cuando realmente ya no era necesaria su colaboración. Si Albert Masoliver estaba en la cárcel y Jaume Solá había muerto, nadie iba a seguir amenazándolos, ya que parecía claro que alguno de los dos había sido el autor de aquellas ridículas cartas. Pero Fernando le contestó que no estaba seguro de que el origen de las amenazas estuviera en estas personas, porque la Sociedad Internacional de Estudios Medievales contaba con bastantes socios y podía haber sido cualquier otro quien lo hubiera hecho. –En cualquier caso –añadió Fernando–, me gustaría aclarar este embrollo. Fernando recibió la primera factura de Basilio, que no le pareció excesiva, así como una estimación del coste adicional que supondría terminar de investigar el caso, cuyo importe tampoco le sorprendió. Y en consecuencia decidió que el detective continuara hasta el final. Dos semanas más tarde, ya en plena primavera, Fernando y Beatriz regresaron a La Puebla para concluir allí su trabajo. Sabían que sólo necesitaban ciertos ajustes y comprobaciones y querían seguir contando con Alicia. Durante cerca de un mes, se dedicaron intensamente a trabajar, ahora ya mucho más tranquilos. Su esfuerzo continuado durante tantos meses empezaba a dar resultados en forma de unos libros que a los tres miembros del equipo les parecían serios y rigurosos. Fernando y Alicia no habían vuelto a referirse desde entonces a su escapada a Barcelona. En el ambiente flotaba la impresión de que aquel episodio había sido una simple aventura sin consecuencias, ya que 235
los dos tenían una vida sentimental perfectamente estable y definida y que, en consecuencia, nada los unía, salvo el recuerdo de su antiguo noviazgo, ahora reavivado. Sin embargo, a Fernando le había quedado la sensación de que algo en él había cambiado desde entonces. Creía que estaba enamorado de Beatriz y no quería aceptar que a estas alturas alguien pudiera interferir en lo que consideraba una sólida relación, mucho menos después del rotundo fracaso de su matrimonio. Se negaba tan siquiera a debatir internamente esta posibilidad, a pesar de que su abierta mentalidad lo llevaba a someter casi todo a la autocrítica. Pero lo cierto era que cierta inquietud, una preocupación sutil pero insistente, martilleaba su conciencia desde aquel día, pidiéndole que analizara sus sentimientos con rigurosidad no fuera a equivocarse una vez más en la vida. Cuando estaba con Beatriz le desaparecían por completo los temores y se convencía de que sus ansiedades no tenían fundamento alguno. Era feliz con ella, se complementaban asombrosamente en gustos y aficiones y disfrutaban de un entendimiento en el terreno sexual muy satisfactorio. Un día que estaban Fernando y Alicia revolviendo unos papeles en el archivo municipal, solos y sin testigos, ésta le dijo con expresión dolida que su relación con Inés se había acabado para siempre. Fernando la miró a los ojos y le pareció notar una profunda tristeza en ellos, si bien su expresión continuaba siendo la de una mujer altiva a la que su sentido de la dignidad no podía traicionar. Al principio no supo que decir, pero, como era evidente que ella había sacado el tema intencionadamente, se atrevió a preguntarle por lo sucedido. Alicia, intentando a todas luces no darle demasiada importancia a la ruptura, le confesó que había sido Inés quien había decidido acabar con la relación que mantenían desde hacía años. La causa, como suele ocurrir la mayoría de las veces, había sido otra persona, en este caso una compañera de trabajo de la que Inés se había enamorado. Al oír aquello, Fernando notó que la sangre se le revolvía en las venas, como si un sentimiento aletargado despertara de repente en su subconsciente y la presencia de su antigua novia se manifestara de forma muy distinta a como lo había hecho hasta ahora. Sensaciones contradictorias, amargas unas, dulces las otras, recorrieron los mecanismos de su sensibilidad afectiva como una sucesión de sentimientos mezclados 236
y sin orden. Intentaba analizar con la misma rigurosidad que ponía en los episodios históricos objeto de sus libros lo que le estaba pasando, pero era tal su desconcierto en aquel momento que se sentía incapaz de dar coherencia alguna al análisis. De forma instintiva, casi mecánica, se levantó de su asiento y se acercó a ella, avanzando con las manos extendidas para acariciarle el rostro, no sabía si por cariño o por compasión. –Lo siento –dijo, sin dejar claro a qué se refería. –Inés era muy joven para mí. Yo temía que tarde o temprano pasaría lo que ha pasado. Casi quince años de diferencia hacen muy difícil la convivencia. Además, ella es muy cosmopolita y yo una auténtica paleta. –No digas eso. No seas injusta contigo misma. –Está bien. Podría encontrar otras explicaciones, pero en el fondo eso es lo que pienso. Se produjo un tenso silencio entre los dos, hasta que Alicia, como si quisiera ir todavía más lejos en aquella conversación y deseara aprovechar la ocasión para dejar claras las cosas entre los dos, continuó hablando. –Soy lesbiana y lo tengo asumido –dijo–. Por tanto, sería incapaz de establecer una relación duradera con un hombre porque tarde o temprano acabaría traicionándolo con una mujer. No quiero engañarme. Fernando estaba tan confuso que no se atrevía a pronunciar palabra alguna. No entendía por qué se refería ahora a ellos dos, aunque fuera de forma indirecta, cuando no habían vuelto a mencionar desde entonces lo ocurrido aquel día. ¿Qué necesidad había de resucitar el fantasma de su relación imposible? Quizá, pensó, la traicionaba el subconsciente. Pero, en aquel momento, ninguno de los dos fue capaz de continuar con la conversación. Unos días más tarde, Fernando llamó a don Manuel Tello y le pidió una nueva entrevista porque quería hablarle de la Sociedad Internacional de Estudios Medievales. El ilustre historiador lo citó una vez más en su domicilio de Zaragoza. Alicia, cuando lo supo, le dijo que lo acompañaría y así aprovecharía el viaje para resolver algún asunto que tenía pendiente en aquella ciudad. A Beatriz, sin embargo, le dio pereza y prefirió quedarse en La Puebla. –Id vosotros y ya me contaréis -dijo. Salieron hacia las seis de la tarde de ese mismo día y a las ocho ya habían dejado el equipaje en el apartamento de Alicia. En la ciudad hacía 237
un calor pegajoso que resultaba bastante insoportable. Salieron a dar una vuelta y se sentaron en una terraza del Paseo de la Independencia. No se les escapaba a ninguno de los dos que la situación era extraña, porque el recuerdo de su viaje a Gerona unos meses atrás, unido a la última conversación en el archivo municipal, cargaba la atmósfera de interrogantes que sólo podrían aclararse con una conversación sincera entre ellos, algo que seguramente no iba a producirse porque ninguno de los dos se atrevería a abordar el tema. Se hizo la hora de cenar y, sin moverse de sus asientos, pidieron unos platos combinados, mientras la charla discurría por caminos muy alejados de lo que les preocupaba de verdad. Fernando miraba a Alicia. A pesar de haber cumplido los cuarenta años, su piel seguía estando tersa y los pequeños surcos apenas perceptibles que prolongaban la línea de sus ojos contribuían a aumentar el atractivo de su rostro, cuya expresión, en ese momento, traslucía serenidad y madurez con algún retoque de inquietud en la mirada. Acostumbrado como estaba a Beatriz, repleta a todas horas de jovialidad y de alegría, la imagen de Alicia se le antojaba la de una diosa griega, serena y circunspecta, que caminara entre los mortales sin dignarse pisar el suelo. Veía moverse sus labios impulsando unas palabras que no podía oír porque sus propios pensamientos le taponaban los oídos. No sabía, ni posiblemente quería saber, lo que decía, ya que su mente estaba muy lejos de allí y recorría sin querer pasajes de su vida en los que aparecía ella. Se veía muy joven en La Puebla, acariciando su cuerpo adolescente, besando sus labios, gozando de un placer que jamás volvería a repetirse. Y oía sus palabras delicadas pidiéndole que siguiera, que no acabaran sus abrazos, que lo amaba y que lo necesitaba. –¡No me estás escuchando! –dijo de repente Alicia, en un tono de voz cargado de impaciencia que rompió el monocorde sonido que hasta ese momento llegaba a los oídos de Fernando–. Te estoy diciendo que me gustaría acompañarte mañana cuando vayas a ver a Manuel Tello. Al fin y al cabo, pertenezco al equipo. –Ven conmigo. No veo ningún inconveniente. Lo que ocurre es que creía que tenías cosas que hacer. –Es cierto. Pero todas pueden esperar. Después de cenar pidieron una copa. Había refrescado, y en 238
aquella terraza bajo los soportales del paseo se encontraban muy a gusto. Al día siguiente no había que madrugar y por tanto no tenían ninguna prisa por regresar al apartamento. La conversación continuaba dando saltos de uno a otro tema, sin que rozara en ningún momento el de las relaciones entre ellos, porque ninguno de los dos se decidía a dar el paso necesario. Fernando hubiera querido preguntarle si todavía conservaba algo del cariño que se profesaron hace años, pero se dio cuenta de que esa pregunta tendría siempre una respuesta ambigua, al mismo tiempo que le obligaría a comprometer su propia posición. El último día en La Puebla, Alicia había sido suficientemente explícita cuando le recordó que era lesbiana, que se sentía incapaz de establecer relaciones sentimentales con un hombre porque acabaría engañándolo. Mayor sinceridad en un asunto tan íntimo no se podía pedir. Sin embargo, ahora estaban los dos solos en Zaragoza sin que ella tuviera ningún motivo objetivo para acompañarlo. Acababa de decirle que cualquier tema personal podía esperar, pero sin embargo no había querido prescindir de aquel viaje con él. Pidieron una segunda copa. Fernando estaba empezando a pensar que resultaba absurdo y totalmente extraño a su comportamiento habitual estar allí esperando una oportunidad para hablar claramente con Alicia y, a continuación, proponerle una vez más que se fueran a la cama. Aquella actitud, sin otro objetivo que pasar unos momentos de placer, resultaba ridícula por su parte. Intentaba centrar sus reflexiones, cada vez más difusas debido a los efectos del alcohol, en la figura de Beatriz. Su futuro sentimental estaba de momento allí y no aquí. Una vez más pensó que su relación era estable, satisfactoria, llena de encanto, y no podía dilapidar ese capital, tan difícil de conseguir, con aventuras furtivas enmascaradas bajo la forma de un resucitado amor de juventud que, por si fuera poco, no tenía futuro. Alicia lo había dicho con toda claridad: a ella le gustaban las mujeres. La temperatura había bajado considerablemente y Fernando empezó a sentir frío. Miró a Alicia, que en ese momento se arropaba con su chaqueta de punto, y se dio cuenta de que había llegado el momento de pagar la cuenta y regresar a casa. –Estoy pensando que quizá debería haberme ido a un hotel. –No seas absurdo -contestó Alicia–. Nunca sucede nada que uno no quiera. 239
Cuando entraron en el piso, Alicia le ofreció otra copa. Él sonrió enigmáticamente y aceptó. Se sentaron en los dos sillones del salón. Fernando se debatía entre el intento o la renuncia a una nueva situación semejante a la de Gerona meses atrás. Estaba seguro de que, si no hacía nada, cada uno se iría a su habitación hasta el día siguiente. Pero, si lo hacía, no tenía ninguna garantía de que fuera a ocurrir lo contrario, porque, a pesar de las dudas razonables que tenía sobre lo que Alicia pudiera estar pensando en ese momento, era muy posible que lo rechazara haciendo honor a la advertencia que le había lanzado sobre su homosexualidad. –¿En qué estás pensando? –preguntó Alicia. –En nosotros. –Suena bonito. Sé más concreto. Había llegado la hora de la verdad, pensó Fernando, porque Alicia le estaba pidiendo que dijera lo que quisiera. –No acabo de entender lo que me pasa contigo, ni mucho menos lo que te pasa a ti conmigo. –Lo que me pasa a mí contigo te lo puedo explicar perfectamente –dijo Alicia–. Puede resultarte algo complejo, pero te aseguro que es real. Has sido el único hombre del que me he enamorado y también el único con el que he disfrutado en la cama. Las restantes relaciones sentimentales de mi vida, con sexo o sin sexo, han sido casi todas con mujeres. Supongo que con tu mentalidad heterosexual te costará entenderlo, pero te agradecería que al menos lo intentaras. –Pero..., ¿entonces? –Quizá haya idealizado nuestra relación de hace tantos años de tal forma que mi mente reaccione contigo de forma distinta a como lo hace con otros hombres. Si te dijera que éstos me dan asco sería falso, además de una extravagancia. Simplemente, no me atraen, su contacto me parece molesto, fastidioso y, en ocasiones, insufrible. Hace años me acosté con alguno de los novios que tuve, pero siempre resultó un fracaso. Después, con el tiempo, descubrí lo placenteras que me resultaban las relaciones con las mujeres, y entonces me di cuenta de mi auténtica inclinación sexual, que hasta entonces no había querido reconocer. Supongo que te preguntarás que qué pintas tú en todo esto, pregunta totalmente legítima sobre todo habiendo pasado lo que ha pasado entre 240
nosotros. Pues verás... Sé perfectamente que una relación contigo no tiene futuro porque tarde o temprano terminaría engañándote con alguna mujer que se atravesara en nuestro camino. Pero tu contacto físico me enternece y, por qué no decirlo, despierta mis pasiones. ¿Eres tú o es tu recuerdo el que actúa en mi subconsciente? Ni lo sé ni me importa, porque en definitiva es lo mismo. Alicia calló durante unos instantes. Miraba fijamente a Fernando, con una expresión en la cara que era el fiel reflejo de sus contradicciones internas. Él la contemplaba a su vez, intentando entender sus reflexiones pero sin llegar a conseguirlo. –Comprenderás –añadió Alicia–que con lo que te he contado no solamente no puedo pedirte nada sino que además debo procurar alejarme de ti. O que tú te alejes de mí, que viene a ser lo mismo. El breve discurso que Fernando acababa de oír lo puso fuera de juego. Alicia, con argumentos más o menos racionales, le estaba diciendo que era capaz de acostarse con él, incluso que disfrutaba con ello, pero que nunca podría mantener una relación sentimental estable con un hombre. Cualquier explicación que ella hubiera dado aquella noche lo habría cogido por sorpresa, pero ésta, además, lo dejaba sin respuesta. Quería contestar algo pero no encontraba las palabras adecuadas, tal era la confusión que había en su mente. Alicia se levantó de su asiento, se acercó a él, le cogió las manos y tiró suavemente para que se pusiera de pie. Fernando se dejó llevar y cuando quiso darse cuenta estaba acariciando voluptuosamente las caderas de su amiga mientras la estrechaba con fuerza, al mismo tiempo que un beso largo, cargado de deseo, fundía sus bocas. Ninguno de los dos decía nada, porque en aquel momento nada tenían que decir. Se había desatado la pasión entre dos personas que se querían, que se deseaban desde hacía tiempo, pero que el destino había condenado a no poder compartir sus vidas más allá de lo que en esos momentos estaba a su alcance. La ropa fue cayendo al suelo, pero ninguno de los dos se movía de su sitio. Fernando oprimía su vientre contra el de Alicia y ella, alzándose sobre la punta de los pies, intentaba colocarse de forma conveniente. Los intentos se repetían una y otra vez, en un juego erótico interminable, y entonces ella empezó a deslizarse lentamente hacia el suelo, pasando los labios sobre la piel de su pecho, recreándose en el 241
recorrido. Fernando gimió de placer, reclinó su cuerpo sobre el suyo y la poseyó con ímpetu incontenible hasta alcanzar el clímax. Alicia ahogó un grito en su garganta e intensificó su abrazo con ternura, impidiéndole durante unos minutos que se separara de ella. A media mañana del día siguiente se presentaron en casa de don Manuel Tello. La misma doncella de la otra vez les abrió la puerta, y también como entonces tuvieron que esperar unos minutos. El catedrático, vestido con una elegancia nada afectada, les saludó con cordialidad y se interesó por el estado de sus investigaciones. Fernando le explicó lo logrado hasta entonces y le pidió que le aclarara algunos pasajes históricos que para él estaban confusos. Y don Manuel le explicó cuanto pudo, haciendo gala de su enorme erudición. En un momento determinado, Fernando le recordó al historiador que en su día estuvieron hablando sobre Los Vengadores del Temple. –¡Ah, sí! Los chiflados de Internet. ¿Han encontrado en ellos información útil? –Algunas cosas, pero no demasiado profundas. Parecen más interesados en los aspectos anecdóticos que en los verdaderamente históricos. –Es cierto. Pero, a veces, de la anécdota se pasa a la categoría. A mí personalmente nunca me ha importado bucear en esas aguas. Al fin y al cabo, estas gentes, y muchos otros que se consideran continuadores de los templarios, investigan por su cuenta para nutrir sus fantasías, y nunca se debe descartar que puedan encontrarse cosas útiles. –¿Sabía usted que hace unos días apareció muerto uno de sus miembros y que a otro lo han detenido como sospechoso del crimen? Don Manuel Tello les dijo que algo había leído sobre aquel episodio y que creía que se trataba de algún asunto totalmente ajeno a las actividades oficiales de la Sociedad Internacional de Estudios Medievales. Suponía que esta organización encubría, bajo la apariencia de no ser otra cosa que un grupo de estudiosos, actividades que nada tenían que ver con la Historia ni con los templarios. –Yo conocía personalmente a Jaume Solá –añadió, sorprendiendo a sus interlocutores con aquel descubrimiento–. Un bendito, se lo puedo asegurar. Pero tengo la sensación de que había entrado a formar parte de un entramado en el que no encajaba. Otra cosa es el tal Albert Masoliver. 242
Supongo que ya saben que eran amantes. ¡Qué cosas! Por mi condición de historiador debería ver con naturalidad la homosexualidad, pero les confieso que me cuesta entenderla. Fernando miró a Alicia de soslayo, pero su rostro no mostraba el menor síntoma de contrariedad. El catedrático aragonés continuó explicándoles que suponía que Jaume Solá se había visto envuelto en algún asunto que no le había gustado, situación que le costó la vida. –Lo que me preocupa ahora es dónde van a ir a parar sus cerca de dos mil libros. He hecho algunas gestiones a través de colegas de Barcelona para que la Generalitat intente quedarse con ellos. De otra forma, estoy seguro que acabaran perdiéndose, lo que sería lamentable. –¿Sabía usted que Los Vengadores envían cartas amenazadoras a supuestos entrometidos en sus asuntos? –preguntó de repente Alicia. –Auténticas pamplinas –contestó don Manuel–. Estoy seguro de que esas amenazas eran cosas de Jaume Solá. Le gustaba jugar con tonterías así. Pero, que yo sepa, jamás se ha descubierto que se haya cumplido alguna. No creo que esta estupidez tenga que ver con su muerte. El ilustre historiador miró su reloj. Hasta ese momento la entrevista había durado algo más de media hora, y posiblemente, obediente al dictamen de los médicos, considerara que era el momento de darla por concluida. Añadió que estaba seguro de que la policía no tenía un caso demasiado complicado entre manos y que tarde o temprano acabaría descubriéndose lo que había detrás del asesinato de Jaume Solá. Después, se despidió con amabilidad exquisita, les deseó toda clase de éxitos en su trabajo y se retiró lentamente hacia el interior de la vivienda. A continuación, la doncella que les había abierto la puerta los acompañó hasta el recibidor. Muy cerca de la Plaza del Pilar, encontraron un restaurante que les pareció idóneo para la ocasión. Habían decidido comer en Zaragoza tranquilamente y llegar a La Puebla hacia las seis de la tarde. La conversación, una vez más, versó sobre temas que nada tenían que ver con lo que había sucedido la noche anterior. Fernando pensaba, sin temor a equivocarse, que era muy posible que regresaran al pueblo sin mencionar en ningún momento el apasionado episodio que 243
habían protagonizado y que pasarían meses sin que volvieran a hablar de ello. La idea de que aquellas intermitentes y espaciadas relaciones fueran a convertirse en algo aceptado como normal por los dos le causaba espanto. Reconocía que Alicia lo atraía poderosamente, estaba convencido de que tenía para él algo especial que le hubiera costado demasiado explicar a otros, pero también sabía que no era capaz de llevar una doble vida amorosa por mucho esfuerzo que pusiera en ello. –¿Qué te han parecido las opiniones de don Manuel? –preguntó Alicia de repente, sacándolo de sus pensamientos. –Sorprendentes. –¿Sabías que conocía a Jaume Solá? –¡Cómo lo iba a saber! Cuando la otra vez hablé con él de Los Vengadores, pasamos muy superficialmente sobre el asunto. Entonces se limitó a recomendarme que no despreciara ninguna fuente de información por absurda que me pareciera. –Está convencido de que Jaume Solá no tenía nada que ver con los negocios sucios de su amigo, ¿te has dado cuenta? –Claro que me he dado cuenta. Eso me ha recordado aquella conversación que Celia le oyó a Emilio Ruiz-Daudén. Hablaba con alguien, posiblemente con Albert Masoliver, y le decía que si determinada persona seguía incordiando habría que tomar medidas. ¿Te dice algo? –¿Jaume Solá? –Podría ser. Siguiendo su inveterada costumbre, cuando terminaron de comer pidieron una copa. Las manecillas del reloj seguían disminuyendo el tiempo que les quedaba para reemprender el regreso y ninguno se atrevía a mencionar la extraña situación personal que se había establecido entre los dos. Hablar de su trabajo, de sus investigaciones, resultaba una forma como otra cualquiera de eludir una realidad a la que no querían, o no sabían, enfrentarse. –¡Ojo! ¡Que tienes que conducir! –dijo Alicia, cuando vio que pedía un segundo güisqui. –Prometo ser prudente. Pero..., ¿no crees que deberíamos hablar de nosotros antes de volver a La Puebla? ¡No podemos dejar las cosas así! Alicia recostó su espalda contra el respaldo de la silla y lo miró 244
fijamente con un gesto retador en el semblante. Bebió lentamente un trago de su vaso, se limpió los labios con la servilleta y le acarició el dorso de la mano que tenía sobre la mesa. Fernando la observaba sin atreverse a decir una palabra, convencido de que su pregunta iba a tener respuesta. Pero la contestación se hacía esperar y el tiempo que pasaba se le antojaba una eternidad. –¿Hablar de qué? –contestó al fin–. Creo que ya lo hemos dicho todo, aunque tú creas que no. Terminaríamos en un círculo vicioso sin sentido y posiblemente, no lo descartes, discutiendo. La vida sólo tiene una dirección: la de ida. No hay marcha atrás y tú lo sabes tan bien como yo. ¿Qué sentido tendría que a estas alturas yo intentara reprimir mi homosexualidad y tú a cambio renunciaras a Beatriz, de la que estás enamorado, a tu manera, pero lo estás? Creo que no necesitamos explicarnos lo de ayer ni lo de Gerona, porque hay cosas que son tan evidentes que no requieren explicación. Nos queremos, pero no podemos pretender convertir ese amor en un compromiso de convivencia exclusiva, que sería el único planteamiento serio que se me ocurre. Yo estoy pasando un bache desde que se acabó lo de Inés, pero lo superaré. Posiblemente regrese a Zaragoza y me instale aquí definitivamente. La Puebla, como te puedes imaginar, no es el sitio más adecuado para una lesbiana reprimida. Y tú publicarás tu libro sobre los Arés y seguirás adelante con tu carrera profesional, porque entre otras cosas es algo que te apasiona. Y tendrás a Beatriz a tu lado, por la que te derrites, aunque no te des cuenta. O quizá si te la des pero no lo quieras reconocer. –Pero... -empezó a decir Fernando. –¡Déjame que termine…, por favor! Ayer yo deseaba tanto como tú que nos fuéramos a la cama, puedes creerme. Y también disfruté tanto como tú, si no más, te lo aseguro. Me gusta el contacto de tu piel, me enternecen tus abrazos, disfruto cuando lo hacemos, no tengas la menor duda. Y si no fuera porque no quiero frivolizar con un tema tan serio, te diría que cada vez que pudiera me seguiría acostando contigo. Pero eso en mi caso es todo a lo que puedo aspirar contigo, ¡nada más! Fernando la miraba sin saber qué decir. Lo que acababa de oír era totalmente coherente con la conversación que habían tenido la noche anterior, cuando ella le dijo que resultaba absurdo intentar 245
proyectar un futuro en común porque estaba fuera de su alcance. Sabía que tenía razón, porque eran muchas las circunstancias que se oponían, no solamente por causa de la homosexualidad de ella, sino también como consecuencia de su compromiso con Beatriz, que nunca, en todos aquellos devaneos con Alicia, había dejado de estar presente en su subconsciente. Pero le costaba renunciar a algo que lo atraía con tanta fuerza, a esa ilusión revivida en los últimos meses que tuvo su origen muchos años atrás. Quizá un psicoanalista hubiera sido capaz de explicarle sus contradicciones internas, pero no estaba dispuesto a acudir a técnicas sobre las que siempre había sentido un gran escepticismo. Era él, sólo, quien podía encontrar respuesta a su dilema. Sin embargo, pensaba, si Alicia decía que no quería seguir adelante con aquel asunto, que no podía tan siquiera pensar en un porvenir compartido con él porque estaba muy segura de su inclinación sexual y sabía que cualquier intento de convivencia con un hombre resultaría un fracaso, ¿por qué él seguía dándole vueltas a un tema que no tenía solución, empeñado en encontrársela? Quizá porque necesitaba renunciar a ella plenamente convencido de que era lo que le convenía, sin dejar resquicios en su elección, para así convencerse de que había sido una decisión tomada con libertad y no impuesta por las circunstancias. ¿Egoísmo por su parte? ¿Necesidad de tranquilizar su conciencia? Posiblemente las dos cosas. –Me imagino lo que estás pensando –dijo Alicia–. No te tortures, trata de encajar la situación como es, vuelve junto a Beatriz, deja que el tiempo, el mejor antídoto contra cualquier trastorno de la mente, ponga las cosas en su sitio. Cada uno de nosotros está presente en la vida del otro. Eso es así y no podemos evitarlo. Seamos inteligentes y sepamos aceptar la realidad que nos ha tocado vivir, sin tratar de comparar nuestro comportamiento con ningún otro, porque seguramente no lo íbamos a conseguir. Si lo piensas bien, la peor parada en todo esto soy yo, ¡sí...! ¡No me interrumpas, por favor! Tú tienes pareja estable y, aunque en este momento te lo quieras negar a ti mismo, estás satisfecho con la situación. Me atrevería a decir, incluso, que francamente satisfecho. No me extraña. Ella es joven, guapa e inteligente, y está muy enamorada de ti. Qué más quieres. Lo nuestro, si me permites que filosofe un poco, es otra cosa. Tiene raíces en el pasado, en una etapa de la vida muy especial, cuando las cosas quedan grabadas con mucha profundidad. 246
Veamos la parte positiva de todo esto y no nos amarguemos por la incompatibilidad que existe entre nosotros. ¿Te has preguntado qué habría ocurrido si hubiéramos seguido juntos y de repente yo hubiera descubierto que me gustaban las mujeres? Porque eso podría haber sucedido perfectamente. No quiero ni pensarlo. –Puede que nunca hubiera pasado. –Eso no lo sabemos, ni nunca lo sabremos. Se hacía tarde y tenían que regresar a La Puebla. Habían dejado el coche en el aparcamiento subterráneo de la Plaza del Pilar y tardaron muy poco en enfilar la carretera de Alcañiz. Durante el trayecto de regreso apenas intercambiaron alguna palabra entre ellos. Parecía como si se hubiera establecido un acuerdo tácito para no insistir de momento sobre un tema que empezaba a resultar excesivamente machacón. Alicia se durmió al cabo de unos minutos de salir de Zaragoza y no se despertó hasta casi llegar al pueblo. Fernando conducía con la vista fija en el asfalto y la mente ocupada por unos pensamientos que no conseguía controlar. Claro que quería a Beatriz, se dijo, eso era evidente. Con ella no tenía más que satisfacciones. El problema no estaba ahí, sino en la sospecha de que la fuerza con la que lo atraía Alicia fuera superior al amor que creía sentir por su novia. Pero no tenía mucho sentido continuar insistiendo, porque aquélla había sido suficientemente explícita con sus argumentaciones, y un elemental sentido de la prudencia le aconsejaba conservar lo que tenía, que no era poco, y no emprender aventuras de final incierto. Al día siguiente, Fernando le contó a Beatriz la entrevista con Tello y ambos decidieron llamar a Basilio y ponerlo al corriente de las impresiones del profesor. El detective, después de oír la opinión del historiador sobre Masoliver y su amigo Solá, les dijo que parecía que empezaban a casar algunas piezas del rompecabezas, aunque todavía hubiera aspectos oscuros. –Si las amenazas que habéis recibido procedían de Jaume Solá, ¿por qué os han llegado precisamente poco después del asesinato de Ruiz-Daudén padre y algo antes de la muerte del propio Solá? ¿Vamos a pensar ahora que no hay relación entre las amenazas y las dos muertes? No lo veo claro. Dejadme unos días para que pueda llegar a conclusiones más sólidas. Os llamaré en cuanto pueda. 247
Algo más tranquilos, Fernando, Beatriz y Alicia se dedicaron durante los días siguientes a continuar con el trabajo iniciado meses atrás. Las vidas de Pedro y Tomás habían ido saliendo de la oscuridad poco a poco y ya tenían unos argumentos consolidados sobre los que basar su estudio, siempre subjetivo como corresponde a cualquier aportación humana, pero al menos muy documentado. La intromisión de aquel extraño asunto de Los Vengadores en su quehacer diario no solamente no había perjudicado su labor de investigación, sino que, por el contrario, tuvo en su momento la virtud de introducir nuevos elementos de búsqueda que enriquecieron los resultados. Ahora, mientras las dos mujeres continuaban tratando de encontrar algunos datos que faltaban, Fernando se afanaba en redactar los textos finales y en dar forma ordenada a los dos libros que estaba escribiendo: la historia de la época de Alfonso II el Casto, por un lado, y la vida de la saga de los Arés, por otro. Encerrado entre los muros de aquella casa que había mandado construir siglos atrás su antecesor don Tomás, el noble caballero del Siglo de Oro, o paseando por los adarves del castillo en cuya reconstrucción tanto empeño puso el templario don Pedro, Fernando sentía el impulso de la sangre heredada, una sensación inquietante que lo colmaba de legítima satisfacción. Beatriz, cuando le oía hablar sus ancestros, se reía y le decía que todo el mundo tenía abuelos y no presumía tanto como lo hacía él. O le espetaba que menudos antecedentes familiares los suyos y que esperaba que no hubiera heredado aquellas costumbres libertinas, refiriéndose a las relaciones adúlteras que habían ido descubriendo a medida que avanzaba el estudio. Fernando notaba que en su interior crecía un sentimiento de solidaridad con sus antepasados, algo así como si fuera capaz de entender mejor que nadie sus afanes y sus desvelos, sus tristezas y sus alegrías, solamente por el hecho de descender de ellos y de llevar su misma sangre. Su subconsciente acortaba la distancia temporal que lo separaba de aquellos personajes y en esta simplificación llegaba a creer que estaban mucho más cerca de él de lo que realmente estaban. Ni las mezclas de sangre que necesariamente tuvo que haber desde entonces, ni las vicisitudes de todo tipo que a través de los siglos habrían ido cambiando la identidad genealógica, le impedían reconocer a don Pedro o a don Tomás cuando se miraba en el espejo. Un día, Beatriz le dijo, entre bromas, que corría el riesgo de caer en una paranoia de 248
nombre aún desconocido, la del ensimismamiento consanguíneo. Basilio se presentó una tarde en La Puebla sin avisar, acompañado por su inseparable Celia. Era la primera vez que el detective visitaba aquella zona y no pudo evitar decir, cuando le estaba dando un abrazo a Fernando, que Teruel efectivamente existe. –Me encanta esta comarca –dijo, mientras sacaba el equipaje del maletero. –Es preciosa –añadió Celia–. No me la podía imaginar así. Los recién llegados se instalaron en casa de Fernando y, aunque traían la intención de pasar tan solo un par de noches, no tuvieron empacho en comunicar a sus anfitriones que si les gustaba se quedarían alguno más para disfrutar de todo aquello con tranquilidad. Al anochecer, bajaron los cuatro por las empinadas calles del pueblo para cenar en el Hostal, y en el trayecto recogieron a Alicia. Sentados alrededor de la mesa, Basilio empezó a explicarles el motivo de su visita. Creía disponer de una primera aproximación sobre lo que había ocurrido y quería contrastar sus suposiciones con ellos. Les dijo que el juez había concedido la libertad provisional bajo fianza a Albert Masoliver hasta que se celebrara el juicio, ya que, aunque estaba imputado como principal sospechoso del asesinato de su amigo, carecía de antecedentes penales y había considerado innecesario enviarlo preventivamente a la cárcel. Además, los interrogatorios a otros miembros de la Sociedad Internacional de Estudios Medievales continuaban y a través de ellos estaban saliendo a relucir los trapos sucios que todo el mundo sospechaba, asuntos relacionados con las drogas, con la prostitución y con el tráfico ilegal de inmigrantes. Por otra parte, Tello tenía razón cuando les dijo que las amenazas eran una especie de juego infantil por parte de Jaume Solá, porque la policía había encontrado algunas de ellas en los ficheros de su ordenador, pero no les había dado la menor importancia. Según había explicado alguno de sus compañeros de la Sociedad, el coleccionista de libros se entretenía enviando estos mensajes y observando después la reacción de sus destinatarios, un juego estúpido que podía haberle causado más de un disgusto, pero que hasta ahora no había tenido la menor consecuencia. Por último, Basilio les dijo que había podido saber a través de alguno de sus contactos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona que Emilio 249
Ruiz-Daudén estaba siendo sometido a una estrecha vigilancia, porque se sospechaba que pudiera estar implicado en los negocios sucios de su cliente. Sin embargo, las actuaciones policiales se estaban llevando a cabo con mucha cautela para no despertar la alarma del sospechoso y poder llegar así hasta el fondo de aquel asunto. –Si están vigilando a Emilio, se habrán dado cuenta de la presencia de Celia–dijo Beatriz. –Hace ya unas semanas que “rompimos” –contestó la aludida, recalcando con ironía la última palabra–. Había llegado un momento en el que se puso demasiado hermético, no porque sospechara específicamente de mí, sino porque se sentía amenazado por todo el mundo. Fue precisamente a raíz del asesinato de Jaume Solá cuando empecé a darme cuenta de este cambio. Se volvió huraño, desconfiado, salía a la calle y miraba para todas partes como buscando perseguidores que lo acecharan, rehuía el contacto con la gente que hasta unos días antes le hubiera encantado saludar, se había convertido en una persona intratable incluso para mí. La verdad es que simular una ruptura en esas circunstancias me costó muy poco. Y él no sólo no se opuso sino que posiblemente sintió un gran alivio cuando me alejé de su lado. Pero antes tuve ocasión de escuchar algunas conversaciones que, aunque enigmáticas, resultaron esclarecedoras. ¿Os acordáis de aquel día que estando yo en Barcelona con él oí que le sugería a su interlocutor que tomara decisiones drásticas con respecto a alguien? Pues esa recomendación volvió a repetirse en más de una ocasión. No tengo la menor duda de que hablaba con Albert y se refería a Jaume. Unos días después, éste apareció muerto. –A partir de que Celia dejara de salir con Emilio –continuó Basilio–, perdimos una eficaz fuente de información que tuve que sustituir por mis contactos con la policía, con la salvedad de que con ellos no podía utilizar la información que tenía, porque hubiera supuesto implicaros a vosotros, algo que seguramente no desearíais bajo ningún concepto. –¡Que Dios no lo permita! –exclamó Beatriz–. Bastantes preocupaciones hemos tenido que soportar durante todo este tiempo para que además nos viéramos envueltos en un asunto tan sucio.
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Capítulo Undécimo La Sierra de Albarracín
XI
Desde el mirador de la alcoba de doña Flor, a través de la celosía de madera que protegía de la luz solar –y también de miradas indiscretas–, se dominaba el inmenso valle que se extendía hasta perderse en las serranías del sur, al otro lado del río Guadalope. A esas horas de la tarde, cuando el sol desciende hacia su ocaso, la luz apagada imprimía a los huertos tonalidades ocres, teñidas en algunos puntos de verde oscuro, y les daba el aspecto de una gigantesca alfombra que se extendiese hasta el horizonte. Por los tortuosos senderos que ascendían desde la vega hacia el pueblo, de vez en cuando podía verse alguna rezagada caballería cargada en demasía que regresaba a casa tras la jornada que estaba a punto de concluir. Dentro de muy poco empezarían a oírse las campanas de la iglesia de San Miguel e inmediatamente después, como si estuviera esperando respetuosamente a que el bronce cristiano acabara de repiquetear, el almuédano musulmán iniciaría la llamada a la oración desde el alminar de la mezquita mudéjar. Los alguaciles ya habían empezado a recorrer las calles del pueblo para asegurarse de que las tres grandes puertas de La Puebla quedaban cerradas y por las chimeneas se deshilachaba a bocanadas el humo procedente de las cocinas. Don Beltrán, que desde la muerte de Pedro Arés rehuía cualquier contacto con los vecinos, había sido llamado a comparecer ante el Rey en 253
Monzón. Doña Flor sabía muy bien que a su esposo se le acusaba de ser el instigador de la muerte del anterior Maestre Templario de La Puebla y en su fuero interno estaba convencida de que las cosas sucedieron como se sospechaba. Pero no había pruebas, porque Abdón, la única persona que podría haberlo confirmado, había aparecido ahorcado en su celda, dos días después de que enterraran a Don Pedro, sin que hubiera testificado en ningún sentido a pesar de los intentos de los caballeros templarios. Sin embargo, las presiones de la Orden del Temple para que se hiciera justicia eran tan fuertes, tan insistentes, que Alfonso II se había visto obligado a intervenir personalmente, aunque supiera de antemano que sin pruebas fehacientes no se podría ajusticiar al Adelantado. Al monarca solo le quedaba la posibilidad de enviarlo al destierro para separarlo convenientemente de sus enemigos, aunque supiera que iba a ser muy difícil encontrar un lugar seguro para el deportado, porque los invisibles y todopoderosos tentáculos de la Orden llegaban hasta el último confín del Reino. Por eso, como había hecho tantas otras veces a lo largo de los últimos años, pidió consejo a don Alfonso Arés, en cuyo criterio, a pesar de ser hermano de la víctima, y por tanto parte interesada en el litigio, tenía enorme confianza. –Señor, opino como vos. En este caso, el destierro es lo más adecuado. Deberíais recabar el compromiso del Gran Maestre de la Orden del Temple para que ninguno de sus miembros intente tomarse la justicia por su mano, porque algo así traería una confrontación entre Templarios y cortesanos amigos de don Beltrán de imprevisibles consecuencias. Pero también os aconsejo que, por muy lejano que sea el lugar que se escoja para el exilio, no se le desposea de sus tierras en La Puebla, porque ello podría ser interpretado como un acto de incautación arbitraria, lo que daría a los propietarios de aquellas comarcas una sensación de inseguridad poco conveniente para la estabilidad de nuestras instituciones. El Rey recibió a don Beltrán y le pidió que dijera lo que tuviera que decir sobre la muerte de don Pedro, pero éste mantuvo en todo momento su inocencia achacando a intereses espurios el origen de la acusación que se le hacía. Negó tener algo que ver con aquella trama y 254
acusó a su vez a los templarios de ser los instigadores del vil asesinato de su Maestre, de quien dijo haber sido leal amigo y colaborador ejemplar. La audiencia duró poco más de media hora, porque, ante la evidencia de que el Adelantado no se retractaría, el monarca decidió poner en marcha el plan que días antes había convenido con su consejero. Don Alfonso Arés partió inmediatamente hacia la Provenza para encontrarse con el Gran Maestre del Temple, máxima autoridad de la Orden en el orbe cristiano, que en aquellos momentos recorría los reinos de Europa afanado en conseguir nuevos apoyos para la guerra en Tierra Santa. Alfonso II había querido que su representante se entrevistara personalmente con la egregia figura, porque le preocupaba que los templarios, bajo el pretexto de vengar el vil asesinato de don Pedro Arés, iniciaran una guerra soterrada contra la nobleza aragonesa, y quería abortar desde el principio sus posibles intenciones. Le había costado un gran esfuerzo imponer su autoridad sobre las órdenes militares y no quería que ahora un asunto como aquel pudiera socavar el equilibrio logrado. Naturalmente, Alfonso Arés trataría con el Gran Maestre otros asuntos de Estado, entre ellos la oferta que la Corona de Aragón estaba dispuesta a presentar para contribuir a sufragar los gastos de la guerra en oriente, pero el Rey insistió mucho en que el oscuro asunto de La Puebla del Cid quedara convenientemente cerrado mediante un compromiso por el cual la Orden del Temple prohibiera expresamente a sus caballeros que se tomaran la justicia por su mano. El Gran Maestre recibió solemnemente a don Alfonso en la villa de Carcassone. La entrevista fue cordial, y el templario entendió perfectamente las preocupaciones del Rey de Aragón, prometiendo que daría órdenes oportunas a los Maestres Provinciales para que sus subordinados se abstuvieran de cualquier acción punitiva contra don Beltrán o los suyos. Y para confirmar sus buenas intenciones dispuso que ese mismo día salieran varios emisarios con instrucciones concretas, portando una disposición en la que, tras consideraciones de tipo general sobre el respeto debido a las autoridades de cada reino cristiano, se mencionaba expresamente el caso de La Puebla. Pero la reunión con el Gran Maestre no era la única misión que el 255
Rey había encargado a su consejero en relación con aquel delicado asunto. Había dispuesto también que se preocupara de encontrar un lugar adecuado para que don Beltrán cumpliera con el destierro, algún rincón del Reino donde estuviera a salvo de cualquier conjura y pudiera, al mismo tiempo, desarrollar una carrera política en la que había conseguido grandes éxitos al servicio de la Corona. No era fácil elegir una localidad donde se cumplieran los dos requisitos, por lo que, después de meditarlo mucho, Alfonso Arés se inclinó por Albarracín, la escarpada ciudad próxima a Teruel en la que el indómito don Pedro Ruiz de Azagra mantenían una situación de práctica independencia frente a la Corona de Aragón. Don Beltrán iría allí con prerrogativas de embajador, para que usando sus reconocidas dotes diplomáticas obligara a la ciudad rebelde a someterse a la autoridad del Rey Alfonso II, evitando así que cayera en manos de Castilla, el otro pretendiente del estratégico enclave. Alfonso Arés tuvo que enfrentarse también con la situación en la que quedaban las tierras de La Puebla pertenecientes al Adelantado. La propuesta que le había hecho al Rey para que el dominio de estas permaneciera en manos de don Beltrán había calado en el ánimo del monarca y ahora era preciso dar forma a la extraña situación que se produciría por causa de la ausencia forzada de su propietario. En realidad, la recomendación de que no se desposeyese al desterrado de sus fincas no había sido del todo desinteresada. El leal escudero de don Pedro, Elías Mata, estaba ahora al servicio directo de don Alfonso Arés, y en la primera ocasión que tuvo le contó a éste todo lo concerniente a las relaciones del templario con doña Flor, sin omitir el detalle de que en las semanas anteriores a su muerte había logrado reanudar las secretas entradas en la casa del Adelantado aprovechando que éste había disminuido la vigilancia en torno a su esposa. Pero, además, Elías le confesó que doña Flor estaba esperando un hijo, muy probablemente el fruto de aquellos secretos encuentros, que en su momento sería el heredero de las tierras de don Beltrán. Mientras el hermano de Pedro Arés se dirigía una vez más hacia las Tierras Bajas de Aragón para cumplir con la delicada misión que se 256
había propuesto, meditaba sobre las tortuosas circunstancias que habían concurrido para que las inmensas propiedades que constituían los feudos de don Beltrán y del Temple en La Puebla fueran a recaer algún día en manos de dos hijos naturales de su hermano Pedro, el hombre que había equivocado su vocación pero que, a pesar de sus errores, supo cumplir con su compromiso de servir hasta el final una causa que consideraba justa. El Consejero y su séquito enfilaban ya la subida hacia La Atalaya desde su cara norte para entrar en el pueblo, y la imaginación de don Alfonso Arés no hacía otra cosa que darle vueltas a la manera más conveniente de lograr que doña Flor permaneciera el resto de su vida en aquel pueblo y no siguiera a su marido hacia el destierro como hubiera sido lo normal. Sabía que para conseguirlo habría que forzar excesivamente las circunstancias, porque la disposición real dictaba que a don Beltrán lo acompañara su familia si así lo deseaba, y para evitarlo habría que contar con el consentimiento de éste, algo que en esos momentos se le antojaba imposible. El Adelantado, que aún no había sido sustituido en su cargo por el nuevo representante del Rey en la comarca, permanecía en su casa aguardando impaciente la visita de don Alfonso Arés para hacerle entrega oficial del decreto en el que se le nombraba plenipotenciario en Albarracín. Había aceptado la disposición real con resignación porque era consciente de que nada podía hacer para oponerse a ella, pero recelaba del hecho de que el hermano de Pedro Arés en persona se hubiera trasladado hasta allí para entregarle las credenciales de su nuevo nombramiento. Porque don Beltrán sabía que había sido aquél quién le sugirió al Rey que no se le desposeyese de sus propiedades, algo insólito en una persona que sin duda lo consideraba culpable de la muerte de su hermano, y sospechaba que detrás de aquel inusitado viaje se escondía alguna torva maniobra. La circunstancia de que doña Flor estuviera esperando un hijo, de cuya paternidad don Beltrán dudaba a pesar de no tener prueba alguna de que don Pedro hubiera accedido últimamente a la alcoba de su esposa, unido al extraño interés demostrado por el Consejero para entrevistarse con él, lo había predispuesto en contra de cualquier componenda que el emisario real fuera a proponerle. Pero las cosas sucedieron de una forma insospechada por donBeltrán. 257
Don Alfonso Arés, sin rodeos, directamente, aunque midiendo convenientemente sus palabras, le pidió al Adelantado que cumpliera con lo dispuesto, pero que dejara en La Puebla a su esposa, cuyo feliz embarazo conocía, para que lo representara en la difícil tarea de administrar su vasto patrimonio, porque de otra forma podría terminar éste en manos de otros, entre los que probablemente estaría la Orden del Temple, cuya frustración por no haber conseguido su condena era manifiesta. Y a cambio le ofreció su apoyo incondicional en la Corte para proteger sus intereses materiales. Don Beltrán, cuya desconfianza hacia el emisario real permanecía agazapada como una fiera acosada que tratara de defenderse con dientes y uñas, intentó entender el móvil que guiaba la inesperada propuesta de su interlocutor, y, tras un análisis rápido de la situación, concluyó que Alfonso Arés sospechaba que el hijo que esperaba doña Flor lo era también de don Pedro. Una náusea amarga le inundó la garganta como si le hubieran golpeado violentamente en el estómago y un contenido ataque de ira le nubló la mente hasta casi la ofuscación de los sentidos. Se enfrentaba a un destino inevitable cuyo origen estaba en la astucia del hombre que tenía enfrente, a una huida que lo apartaría de lo que legítimamente era suyo para dejarlo en manos de su adúltera esposa y del bastardo que crecía en sus entrañas. Ni siquiera le cabía la posibilidad de lavar su honra, porque cualquier iniciativa que tomara contra doña Flor dejaría al descubierto frente a sus enemigos la debilidad de su persona. No tenía más remedio que aceptar la propuesta que le hacía aquel miserable y retirarse a su destierro en las alejadas montañas de Albarracín, completamente solo, posiblemente hasta el final de sus días. Porque, a pesar de su vanidad y de su sentido altanero de la vida, aquella situación no le permitía entablar una lucha cuya victoria consideraba inalcanzable. Sólo le quedaba asegurarse de que el Consejero cumpliera la promesa que le hacía de proteger sus intereses en La Puebla. Don Alfonso Arés escrutaba el rostro de su interlocutor tratando de descifrar sus reacciones ante la propuesta que acababa de hacerle, pero lo único que pudo percibir fue la contrariedad que expresaba con su gesto atribulado. La reacción que pudiera venir a continuación era un 258
misterio insondable para él, y tendría que esperar a que se produjera para valorar su exacto sentido y continuar la conversación de la manera más adecuada a su propósito. Sabía que se había expresado con suma crudeza, sin mencionar expresamente el adúltero comportamiento de doña Flor pero dejando entrever que pudiera haber tenido lugar, en cuyo caso el hijo que esperaba sería de su hermano Pedro. Porque, de no existir esta sospecha, no sería explicable el interés que había puesto en que doña Flor permaneciera a toda costa en La Puebla. Don Beltrán se levantó de su sillón de cuero y dio unos pasos hacia la ventana que daba al jardín interior de su casa palacio. Miró primero distraídamente hacia el encapotado firmamento, a través de cuyas nubes se filtraban los tímidos rayos solares que a duras penas lograban atravesarlas; después, centró su vista en las celosías que protegían las ventanas de la alcoba de doña Flor, al otro lado del patio, pudiendo percibir algunas sombras que se deslizaban sigilosamente tras las protectoras maderas, posiblemente intentando descubrir lo que pudiera estar tramándose en el despacho de abajo, y por último, giró sobre sus talones para enfrentar su mirada directamente a la del Consejero, sin decidirse aún a dirigirle la palabra. Su herida dignidad le reclamaba que dijera al Consejero que no estaba dispuesto a someterse a sus designios, pero su instinto de supervivencia le recomendaba ponerse en manos de aquel hombre. –Quisiera saber cuales son las exactas condiciones del acuerdo que me proponéis –dijo al fin don Beltrán. –Sencillamente, que dejéis a doña Flor en La Puebla al frente de vuestros intereses, que también son los suyos, más ahora que espera un descendiente vuestro. Los años pasan muy deprisa, y el niño crecerá y podrá con el tiempo ponerse al frente de vuestras haciendas y heredarlas en su momento. Mientras tanto, vos emprenderéis una nueva carrera en Albarracín al servicio del Rey, quién os considera el más indicado para desempeñarla. Por mi parte, tendréis el apoyo necesario, tanto en vuestros cometidos políticos como en la defensa de los intereses materiales que dejáis aquí. 259
Don Beltrán ya había tomado su decisión, pero quiso aclarar un último asunto antes de aceptar formalmente el compromiso que lo ataría por vida a los designios de don Alfonso Arés. –Debo entender que mi hijo heredará mi patrimonio con mi apellido. –¿Con cuál si no? Don Beltrán dio una vuelta más alrededor de la habitación con las manos en la cintura, el cuerpo erguido y la respiración alterada. –Decidle al Rey que partiré hacia Albarracín dentro de unos días, no muchos, y que como siempre he hecho trataré de servirle con total entrega. Hacedle saber también que he decidido dejar aquí a mi esposa para que se ocupe de mis intereses. Resuelto el difícil empeño de alejar a don Beltrán de La Puebla, y de paso habiendo asegurado que su vasto patrimonio pasaría algún día a manos del hijo de don Pedro, Alfonso Arés se puso en camino de regreso a Monzón. Sabía que había jugado muy fuerte para lograr sus objetivos, que se había aprovechado de la manifiesta inferioridad de aquel desdichado, pero no le remordía la conciencia cuando recordaba que no era otro que el asesino de su hermano. Pensaba que el destino, la ineludible trayectoria de la vida de los seres humanos, había hecho que los dos feudos más importantes de La Puebla fueran a recaer algún día en manos de los dos hijos de su hermano Pedro, que, aunque no legítimos, llevaban la sangre de los Arés. Uno de ellos, Alfonso, crecía en Monzón bajo su cuidado, y dentro de unos años, cuando él muriera, heredaría el Señorío de La Puebla, ahora temporalmente en manos del Temple por su propia decisión. El otro, que todavía no había nacido, viviría como hijo legítimo de don Beltrán y nadie nunca le hablaría de aquella historia, porque él, el único que podría hacerlo, jamás revelaría la verdad. Y aunque no sabía muy bien por qué había llevado las cosas hasta aquel extremo, no encontraba otra explicación que el amor que siempre había sentido por su hermano, un hombre privado de la libertad que hubiera deseado, pero que no obstante supo cumplir con la responsabilidad que escogió un día. Porque, aunque era 260
cierto que las tentaciones de la carne lo habían llevado a apasionadas relaciones amorosas vedadas para él, no lo era menos que a pesar de tanta tribulación consiguió llevar adelante los compromisos que había contraído al ingresar en el Temple. Su vida había sido muy corta, pero en el poco tiempo que le tocó vivir había contribuido con la clarividencia de su mente y con la fuerza de su brazo a consolidar las fronteras del Reino y a conseguir la paz para los habitantes de aquellos territorios, como algún día quizá se reconocería. Pero, por si esto no ocurriera así, porque la sociedad tantas veces termina olvidándose de los que más han contribuido a labrar su bienestar, él, Alfonso Arés, había querido trastocar en cierta medida el flujo de la historia colocando a los dos vástagos de su hermano Pedro al frente del futuro de aquellas tierras. Lo que ellos hicieran con sus vidas pertenecía al inescrutable devenir de los acontecimientos futuros. Don Beltrán se despidió de todos los que lo rodeaban como si su traslado a Albarracín fuera un hecho coyuntural que más tarde o más temprano acabaría. Pero con su esposa fue todo lo expedito que se puede ser en estos casos. Le dijo que conocía perfectamente la identidad del padre de la criatura que llevaba en el vientre y la amenazó con llevar adelante una atroz venganza contra ella y contra su hijo si no se avenía a seguir la farsa que se había puesto en marcha. El vástago, cuando naciera, llevaría su nombre, y como hijo legítimo suyo sería algún día el heredero de todos sus bienes en La Puebla. Por tanto, jamás nadie debería conocer la verdad sobre sus adúlteras relaciones, y ella tendría que vivir el resto de su vida como su fiel esposa, cuidando de sus intereses y preocupándose de su hacienda hasta que pasara a manos de su heredero. Le habló de don Martín de Masada, su leal administrador desde hacía muchos años, a quién le había dejado las riendas de sus negocios y le había encargado que vigilara que su comportamiento se atuviera en todo momento a lo que se esperaba de ella. Por tanto, estaría al corriente de todo lo que allí aconteciera y no le fallarían las fuerzas si tuviera en algún momento que tomar medidas contra su persona. Doña Flor no fue capaz de contestar a las inquietantes palabras de su marido, ni tan siquiera para negar la acusación de adulterio que le hacía. 261
Conocía muy bien a don Beltrán y sabía que se daría por satisfecho si el escándalo no se propagaba. Y también era consciente de que aquel hombre sería muy capaz de cumplir sus atroces amenazas, aunque ello fuera lo último que hiciera en su vida. Por eso, decidió aceptar con sumisión el mandato que recibía y esperar a que los acontecimientos futuros fueran aconsejándola sobre lo que debía hacer en cada momento, confiando en que la lejanía de aquel ser tan detestado supusiera para ella al menos cierto alivio. Ahora, lo más importante era el alumbramiento de su hijo y en ello tendría que poner todo su afán. Después, ya vendrían otras preocupaciones. Don Martín de Masada había llegado a La Puebla años atrás con el cargo de Secretario del Adelantado. Durante todo aquel tiempo demostró una fidelidad tan absoluta hacia éste que paulatinamente fue siendo recompensado con mayores responsabilidades y, por tanto, con más poder para hacer y deshacer los negocios de su señor. Al conocer la disposición real mediante la cual a don Beltrán se le encargaba el cumplimiento de una importante misión de Estado en la ciudad de Albarracín, pensó que tendría que seguirlo como parte integrante del grupo que formaban sus más cercanos colaboradores. Por eso, se llevó una gran sorpresa cuando le dijo que había decidido que se quedara en La Puebla como administrador absoluto de su patrimonio, con plenos poderes, pero más aún al recibir el extraño mandato de velar por el buen comportamiento de doña Flor, solicitud que se le antojo un auténtico despropósito. La verdad era que no conocía el exacto sentido de aquella orden, que entraba de lleno en el terreno de la intimidad conyugal, aunque su afinado instinto le advirtiera de que algún drama, posiblemente alimentado por el fantasma de los celos, se ocultaba detrás de todo aquello. Don Beltrán, al cabo de unas semanas, partió hacia Albarracín y doña Flor, cuyo vientre manifestaba palpablemente su avanzado estado de gestación, lo vio partir desde el mirador de su alcoba encabezando un exiguo sequito. Junto a ella, don Martín de Masada observaba el sombrío rostro de la esposa del Adelantado, en el que podía adivinar un cierto aire de satisfacción, un asomo de alegría poco acorde con aquel 262
momento de despedida, inusual a todas luces en una mujer encinta que ve alejarse al padre del ser que se aloja en sus entrañas. Pensó que aquella escena representaba más la liberación de una mujer sometida contra su voluntad a los arbitrarios designios de un esposo poco considerado, que la tristeza ante una separación forzosa de duración imprevisible. Aquel mismo día, en el castillo de La Puebla había tenido lugar una reunión presidida por don Arnaldo, el nuevo Maestre del Temple, a la que habían asistido una docena de Templarios en representación de todas las casas y conventos de la Encomienda. La razón de aquel pequeño cónclave tuvo su origen en la necesidad de calmar los ánimos de los hermanos, que veían con desesperación que el Rey no hubiera condenado a don Beltrán a la horca. El Maestre, una vez más, tuvo que tranquilizar a todos, asegurando que don Beltrán jamás regresaría del destierro que acababa de iniciar, porque ese había sido el compromiso que el monarca había contraído con el Gran Maestre de la Orden del Temple. A cambio, éste se había comprometido a respetar la vida y la hacienda del causante de la muerte de don Pedro. La discusión fue acalorada, incluso agresiva en algún momento, hasta el punto de que se alzaron voces pidiendo que se aprovechara el viaje a través de las serranías para asaltar al asesino y darle muerte. Pero la disciplina se impuso y los exaltados espíritus se fueron apaciguando. En una esquina de la mesa, sobre el atril colocado a tal efecto, el hermano escribano tomaba nota de lo que se decía y se acordaba, y, como no le estaba vedado añadir cuanto considerara conveniente para mejor ilustrar la narración, escribió de su puño y letra una frase que después nadie corregiría: “La Historia hará la justicia que en su momento se les prohibió a los hermanos de don Pedro”. Y dejó un espacio en blanco, abajo, en el mismo pergamino, donde más tarde en la biblioteca del convento dibujaría a todo color, con el esmero que siempre ponía en estas labores, un Templario, con capa blanca y cruz octogonal bermeja bordada sobre ella, clavando un puñal en el pecho de un supuesto enemigo. Don Beltrán, desde el momento que pisó por primera vez Albarracín, tuvo que soslayar todo tipo de intrigas palaciegas, muchas de ellas procedentes de Castilla, e incluso algunas de más allá de las fronteras de los reinos hispanos. Sin embargo, supo responder a la 263
confianza que Alfonso II puso en él cuando le encargó la difícil misión diplomática en la ciudad rebelde y pudo dejar sentadas las bases de la definitiva incorporación de aquellas escarpadas tierras a la Corona de Aragón, aunque tuvieran que ser sus sucesores en el cargo quienes remataran la obra emprendida por él. De vez en cuando, algún mensajero enviado por don Martín de Masada le traía noticias de La Puebla, aunque estas nunca mencionaban a doña Flor, lo que don Beltrán prefería interpretar como que no había nada especial que reseñar sobre el comportamiento de su esposa. Sí supo, por el mismo conducto, que a los pocos meses de partir hacia el destierro había nacido su supuesto hijo, y que tanto la madre como el niño, a quien habían bautizado con el nombre de Jaime, se encontraban perfectamente. En cuanto a su hacienda, el administrador le mantenía puntualmente informado de la situación, que a tenor de las explicaciones que le daba prosperaba al amparo de la tranquilidad que imperaba en la comarca. Nuevas remesas de inmigrantes iban llegando desde el norte, gentes que procedían de todos los confines de la Corona, bastantes de ellos de la vieja Cataluña, y no muchos menos de más allá de los Pirineos, individuos que se asentaban en los viejos pueblos mudéjares cuya población original iba paulatinamente perdiendo importancia relativa frente a los nuevos pobladores cristianos. En cuanto al Temple, le decía en sus escritos don Martín de Masada, su presencia en la comarca era cada vez más notoria y su influencia en los negocios más palpable. La reconstrucción de la antigua alcazaba mora había concluido del todo y en el castillo vivían ahora cerca de cuarenta hermanos de la Orden que con la correspondiente servidumbre hacían un total aproximado de cien personas. Y el convento construido por don Pedro, que los templarios habían abandonado como residencia, había quedado relegado a la categoría de hospedería regentada por los Templarios. En aquellas misivas, don Martín le informaba también de que, a pesar de los temores que don Beltrán había manifestado en su momento, los antiguos compañeros de don Pedro no hacían nada contra los intereses del antiguo Regidor, lo que había que interpretar como una prueba de que los templarios habían recibido severas instrucciones al 264
respecto, ya que el odio que anidaba en sus corazones era por todos conocido. En cualquier caso, en la comarca, y en otros muchos lugares de la cristiandad, se estaban formando dos bandos antagónicos que defendían opiniones contrapuestas: uno, el de aquellos que veían favorecidos sus intereses por la presencia de la Orden, y el otro, el de sus enemigos, cada vez más numerosos, que consideraban que la creciente fuerza de los templarios en todos los planos sociales mermaba sus propios negocios. La razón de estas opiniones tan distintas estaba en la acumulación de riquezas por parte de los monjes, cuyo poder envolvía con su manto de protección a mucha gente y perjudicaba materialmente a tantos otros. Se decía que incluso al Rey le habían llegado innumerables protestas de instituciones y personas que acusaban a los del Temple de ejercitar la usura, una corrupción de las costumbres prohibida por las leyes divinas y por las humanas, un comportamiento muy distinto del que pudiera esperarse de unos hombres que habían renunciado a toda clase de bienes materiales mediante el voto de pobreza. Pero, a pesar de tales acusaciones, la Corona mantenía su confianza en la Orden, no sólo por agradecimiento a los innumerables servicios prestados hasta el momento, sino también por su constante y decisiva contribución en la lucha contra el Islam y en el mantenimiento de la seguridad dentro de las fronteras del Reino. La correspondencia entre don Martín de Masada y don Beltrán se fue haciendo con el tiempo muy frecuente, porque el antiguo Adelantado demandaba cada vez más noticias sobre la situación en La Puebla y su testaferro consideraba que formaba parte de sus obligaciones como administrador dar cumplida respuesta a las exigencias informativas de su señor. Cada pocas semanas salía un correo hacia Albarracín, que regresaba con una relación de preguntas que habría que contestar en el nuevo envío. Por aquel entonces, los dos corresponsales habían empezado a utilizar papel en sus escritos, un soporte mucho más cómodo que los viejos pergaminos, además de más barato, que ahora los traficantes traían de Xátiva, donde lo fabricaban los moros del Reino de Valencia con técnicas importadas del lejano oriente. Don Beltrán, aislado de los suyos por culpa del destierro, separado en contra de su voluntad de las tierras y de los negocios que le pertenecían, había recurrido a 265
la lectura de aquellas cartas como se recurre a una tabla de salvación en medio de un naufragio. Por eso, fue guardando los escritos que le enviaba su administrador como si se trataran de un preciado tesoro, para él tan valioso como su hacienda, porque gracias a ellos podía conocer la marcha de sus negocios que, de otra forma, constituirían solo una etérea idea sin forma material. Los releía con frecuencia, y cada vez que lo hacía se le ocurrían nuevas preguntas que anotaba cuidadosamente para enviar a don Martín con el próximo mensajero. Estaba convencido de que de esa manera, cuando regresara a sus tierras, esperanza que no había perdido a pesar de la firme voluntad del Rey, podría ponerse con facilidad al frente de sus intereses. Pero don Beltrán nunca regresó a La Puebla, porque murió en su residencia de Albarracín, al cabo de unos cuantos años de pisar por primera vez aquella tierra, posiblemente envenenado por orden de alguno de los numerosos enemigos que le rodeaban en el disputado rincón aragonés, aunque este extremo nunca llegara a confirmarse a pesar de los insistentes rumores que corrían de boca en boca. Por eso, nunca llegaría a enterarse de que doña Flor había vuelto a serle infiel, esta vez precisamente con don Martín de Masada, su leal administrador. Las cosas entre los nuevos amantes habían ocurrido como suelen suceder los asuntos de esta índole entre hombres y mujeres, sean estos de la clase social que sean, cuando, desde la necesidad de intercambiar con regularidad impresiones sobre lo cotidiano se pasa primero a la confianza manifiesta, después a la conveniente confidencia, más tarde al secreto compartido y por último a la gozosa intimidad. Sin embargo, conscientes los enamorados de que les estaba vedado formalmente cualquier tipo de relación que fuera más allá de la que se derivaba del manejo conjunto de los negocios de don Beltrán, mantuvieron sus amores en el más absoluto de los secretos, lo que dada la cercanía de sus intereses, y por tanto de sus personas, no les resultó demasiado difícil. Solamente alguna persona de la servidumbre muy cercana a doña Flor conocía las entradas y salidas del administrador en la alcoba de su señora, siempre dentro del mayor sigilo. La noticia de la muerte de don Beltrán cayó en La Puebla de forma muy distinta dependiendo de quién fuera el receptor de la nueva. En el castillo de los templarios se recibió con regocijo mal disimulado, 266
reacción inapropiada en quienes deberían ejercer la caridad como una de sus virtudes, y hasta el Maestre don Arnaldo, hombre prudente donde los hubiera, comentó sin recato, aunque fuera en la intimidad del cenobio, que en aquella prematura desaparición había que ver la mano de Dios, y que sólo lamentaba no haber sido él personalmente quien hubiera acabado con la vida de aquel miserable. En las calles del pueblo los comentarios fueron muy distintos en función del grado de dependencia de los intereses de cada uno con el difunto, pero casi nadie negaba que quizá ahora las cosas pudieran ir mejor para todos, porque doña Flor, libre de la interinidad a la que había estado sometida hasta el momento, se dedicaría con ahínco al cuidado de sus haciendas, de las que muchos de ellos dependían, ya que el paulatino descrédito del Temple, a quien se achacaba ciertos abusos y arbitrariedades en la administración de su extenso patrimonio, inclinaba a la gente a pensar que quizá el posible resurgir de las haciendas de don Beltrán ayudaría a equilibrar el predominio de los monjes. Y en la casa del desaparecido, al lado de la falsa condolencia de la servidumbre, de las lágrimas plañideras de las doncellas y de la circunspección en los rostros de los lacayos, destacaba el rostro sereno de doña Flor, a quien la noticia de la muerte de su esposo le había devuelto la alegría de vivir. Don Martín de Masada se desplazó a Albarracín para hacerse cargo del cadáver y trasladarlo a La Puebla. Allí, los hombres de confianza del embajador plenipotenciario le hicieron entrega de todos sus efectos personales, entre los que se encontraba perfectamente ordenada por orden cronológico la correspondencia que él mismo había ido enviándole a lo largo de los últimos años. Y, aunque tentado estuvo de quemarla, decidió trasladarla a La Puebla y archivarla junto a las cartas que don Beltrán a su vez le había escrito durante aquel dilatado periodo de tiempo. Un prurito de satisfacción personal le inclinó a conservar aquella palpable prueba de su leal comportamiento como administrador, lealtad que no había existido en otros terrenos. Los funerales se celebraron con el boato que correspondía a la categoría de tan noble servidor del Rey, y el cadáver fue enterrado en la cripta de la iglesia de San Miguel, tal y como el propio don Beltrán había dispuesto en sus últimas voluntades, una manera póstuma de burlar el destierro definitivo que sus enemigos habían decidido para 267
él. Durante las exequias, en medio de los cánticos religiosos, la imagen serena de doña Flor, junto al niño que la acompañaba, emergía entre las nubes de incienso que los canónigos venidos de todos los pueblos de la comarca esparcían alrededor del féretro. Un poco más atrás se agrupaban los amigos y colaboradores del antiguo representante real, entre los que destacaba la figura enlutada de don Martín de Masada, en cuyo rostro nadie hubiera podido adivinar la profunda satisfacción que sentía ante las perspectivas que le ofrecía aquella nueva e inesperada situación. Y al fondo de la iglesia, e incluso fuera de ella, se congregaba una ingente multitud, entre la que no pudo verse a ningún Templario, situación insólita en una tierra prácticamente dominada por la Orden. Tuvieron que pasar dos años después de la muerte de don Beltrán para que doña Flor y don Martín decidieran contraer matrimonio y poner fin a la irregular situación por la que habían transcurrido sus relaciones afectivas durante los últimos tiempos. Jaime de Zazo, al que todos tenían por hijo del antiguo Adelantado, crecía al lado de su madre a la espera de llegar a ser algún día el único heredero de las tierras y masías que un día fueron de su padre. En las capitulaciones matrimoniales que se establecieron como consecuencia de su boda, don Martín de Masada renunció a que algún futuro hijo que tuviera con doña Flor pudiera disputar a don Jaime los derechos de la herencia de don Beltrán, algo que por otro lado don Alfonso Arés no hubiera consentido bajo ningún pretexto, porque si algo tenía claro el consejero real era que las dos grandes fortunas de La Puebla tendrían que pasar algún día a los hijos naturales de su hermano don Pedro, aquel que durante tantos años fue Maestre de la Orden del Temple en la comarca.
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Capítulo Duodécimo El valle del Guadalope
XII
Hacía un calor sofocante, pero bajo el emparrillado que cubría la pérgola del huerto se agradecía la suave brisa que soplaba desde el oeste. Fernando, tumbado sobre una hamaca, protegiéndose del implacable sol de media mañana, contemplaba con indolencia la fachada de piedra de la antigua casa que ahora era suya; recorría con la vista los aleros que protegían las paredes de las torrenciales lluvias del invierno, miraba los balcones alineados con simetría matemática y se recreaba reconociendo en aquellos muros el paso de los siglos. Sobre el suelo enlosado reposaban los folios del libro prácticamente terminado, un escrito de trescientas páginas en las que creía haber plasmado la historia más o menos rigurosa de dos de sus antepasados. Como le ocurría normalmente en estos casos, no acababa de sentirse satisfecho del todo con los aspectos puramente sintácticos de su obra, que corregía una y mil veces persiguiendo una excelencia que imaginaba muy lejos de su alcance. Beatriz, que conocía muy bien sus manías perfeccionistas, cuando lo veía esforzarse con tanta revisión le recomendaba que dejara el texto como estaba, porque tratándose de una obra didáctica, que sólo pretendía transmitir unos hechos históricos, no era preciso adornar el texto con excesiva retórica. Al fin y al cabo, él era un historiador y no un novelista. Cuando el sol había alcanzado el punto más alto de su trayectoria, 271
oyó los pasos de Beatriz bajando por la escalera de la casa hacia donde él estaba. En la mano llevaba una pequeña nevera portátil que contenía unas botellas de cerveza muy frías. –¿Dónde vas con el bar encima? Beatriz colocó todo sobre una mesa bajo la pérgola y se sentó junto a él. –Me acaba de llamar Alicia y le he dicho que suba a tomar el aperitivo y que se quede a comer con nosotros –dijo, mientras le daba su vaso de cerveza–. No creo que tarde en llegar. Fernando miró a su novia y la encontró radiante. Se había puesto unos pantalones cortos muy ceñidos que resaltaban sus provocativas caderas y un jersey a tono que dejaba al descubierto una buena parte del esbelto tronco de su cuerpo. Su piel, tostada por el sol de aquel verano, tenía un color amelocotonado que le daba un aspecto saludable y juvenil, una tersura que invitaba a la caricia. Se sentó junto a él en otra hamaca, pero fuera de la protectora sombra de la pérgola. Sus ansias de sol eran inagotables. –Esta es la hora del día que más me gusta. –Y a mí –contestó Fernando. –No te he dicho que Alicia viene acompañada. Supongo que se trata de una nueva novia –dijo Beatriz sonriendo–. Cada vez estoy más convencida de que es lesbiana. –¿Estás segura? –Lo sospeché desde que conocí a Inés, porque aunque trataran de disimularlo se les notaba a la legua –añadió Beatriz con la sonrisa en los labios. –Puede ser... Un poco más tarde, llegó Alicia acompañada de una mujer más joven 272
que ella cuyo físico recordaba vagamente a Inés. Se llamaba Isabel, pero Alicia la presentó como Lita. Vivía en Zaragoza, era pintora y profesora titular de la Escuela de Bellas Artes y se habían conocido por casualidad en una exposición de pintura. Fernando miraba a la pareja tratando de encontrar indicios de una posible relación sentimental entre ellas, pero tanto la una como la otra se comportaban con la naturalidad propia de dos buenas amigas. –Me está encantando La Puebla –dijo Lita, después de que Beatriz le enseñara hasta el último rincón de la casa–. Alicia me había hablado mucho de este sitio, pero no podía imaginármelo tan bello. Para un pintor, es un verdadero paraíso que, naturalmente, pienso explotar. –¿Te ha dado tiempo para callejear? –preguntó Fernando, siempre satisfecho por los elogios que se hicieran del pueblo. –Muy poco todavía. Pero pienso pasar aquí unos cuantos días. Una hora más tarde subieron a comer. La casa, con los balcones abiertos y las persianas enrollables echadas hasta abajo, conservaba una temperatura relativamente fresca, al menos en comparación con la del exterior. Sus muros, de cerca de un metro de espesor, mantenían la temperatura nocturna siempre que se tuviera la preocupación de tenerla oscura y ventilada. La fachada sur, que daba al huerto y al amplio valle del río Guadalope, recibía los rayos del sol desde primeras horas de la mañana hasta el atardecer, por lo que era obligado evitar que el calor entrara dentro. Durante la comida, Lita se interesó por el trabajo que acababan de terminar, un estudio, según le había dicho Alicia, sobre algunos antepasados de Fernando. –Yo diría que más que centrarse en mis antepasados el libro trata de indagar en el entorno histórico que les tocó vivir. Pretende ser una crónica de aquellos tiempos. Beatriz y Alicia se miraron y sonrieron como si no estuvieran de acuerdo 273
con el comentario de Fernado. Muchas veces habían discutido sobre este asunto con él, porque sostenían que se había dejado llevar demasiado por los personajes en perjuicio de lo que realmente fue el entorno social de sus respectivas épocas. Lita, al oír aquella discusión casi académica, intervino para decir que le gustaría leer el libro y poder dar su propia opinión, pero Fernando, a quien no le gustaba demasiado que se leyera su obra antes de darla por finalizada, le dijo que se la facilitaría cuando estuviera terminada del todo. Durante los días siguientes, Fernando continuó trabajando en la redacción del segundo de los escritos que tenía entre manos, es decir, el estudio sobre la época de Alfonso II el Casto que en su momento le había encargado la Consejería de Cultura de la Diputación General de Aragón. Había resuelto dejar el de sus antepasados tal y como estaba, sin hacer de momento más correcciones, y avanzar en el otro hasta terminarlo. Beatriz, por su parte, decidió que el mes de agosto sería para ella de total holganza, un verdadero mes de vacaciones, y que dejaría a un lado durante este tiempo cualquier actividad que estuviera relacionada con su trabajo habitual, asegurando que necesitaba descansar. Y Alicia, que también disfrutaba de unos días de vacaciones, dejaba pasar el tiempo en compañía de Lita, quien había encontrado en aquel pueblo un lugar tranquilo donde pasar una larga temporada veraniega. Una mañana, Fernando decidió dar un paseo por los huertos de San Cristóbal, aquel valle jalonado de pequeñas masías donde según sus propias averiguaciones había vivido Roque, el fiel capataz de Tomás Arés. El camino que conducía hasta allí pasaba por delante de su casa, alejándose del pueblo hacia el oeste para después dividirse en pequeños senderos que iban en distintas direcciones. A esas horas hacía mucho calor, pero era tal el deseo de llegar al pinar de enfrente que aceleró el paso hasta alcanzar en pocos minutos la sombra de los primeros pinos. Aquel lugar tenía una posición privilegiada con respecto al entorno que lo rodeaba. Desde allí se contemplaba el pueblo en toda su extensión, con el viejo castillo derruido sobre las peñas grises de la montaña, que parecía planear sobre los tejados de las casas. Por debajo de donde estaba, el valle se abría sobre la vega del río como una inmensa escalera 274
de bancales que descendiese hasta sus orillas. Almendros y olivos alineados en las terrazas cultivadas cubrían el terreno hasta los regadíos que flanqueaban la ribera. Al fondo, como una masa oscura teñida de tramo en tramo por el verde de los pinares, se alzaban las sierras del Sistema Ibérico, un conjunto de montañas de impresionante porte que en invierno se cubrían de nieve con frecuencia. Aquel pinar tenía una magia especial, un encanto natural que siempre lo había atraído, no solamente por las vistas que desde allí se contemplaban, sino también por los sonidos que el viento arrancaba a los pinos, ruidos silbantes, algo así como voces fantasmales, que muy probablemente en la oscuridad de la noche provocarían el espanto en cualquier ocasional visitante. Se sentó en un tronco caído y dejó que su mente recorriera las vidas de don Pedro y de don Tomás Arés. Había estado tan pegado a la mecánica operativa durante la reconstrucción de aquellas historias, tan pendiente de los datos, de la cronología y de la rigurosidad científica, que no había podido acercarse al alma de sus personajes y tratar de entender lo que para ellos supuso en su día el paso por el mundo de los vivos. Sin embargo, él era un descendiente directo de aquellos personajes, tenía su misma sangre y por tanto debería ser capaz de entender mejor que nadie sus anhelos e ilusiones, y también sus frustraciones y sus fracasos. Pero cuando intentaba ahondar en aquellas existencias se encontraba con la dificultad de encontrar en ellas algo más que algunas coincidencias con la suya, ciertos aspectos personales que posiblemente eran comunes a muchos otros hombres. Y ahora allí, en aquel mirador privilegiado, se daba cuenta de que había algo que sí habían compartido con él: el escenario donde transcurrió la mayor parte de sus vidas, aquellas duras tierras que contemplaba desde el pinar. Unas nubes negras oscurecieron de repente el firmamento. Miró hacia el cielo y vio que se avecinaba una de aquellas tormentas veraniegas tan frecuentes como espectaculares en la zona. A buen paso, porque estaba a más de media hora de su casa, inició el regreso, mientras empezaban a caer las primeras gotas. Desde donde estaba hasta el pueblo no había otro posible refugio que una vieja ermita medio derruida que aún conservaba parte de la techumbre. Empezó a llover a cántaros, y más tarde el agua se convirtió en granizo. Corrió, procurando no resbalar sobre el barro 275
que se iba formando, hasta alcanzar el atrio de la vieja iglesia. Y una vez dentro, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad que reinaba en el interior de las ruinas, distinguió a Lita sentada en un banco de piedra adosado a la pared, empapada, con los pelos alborotados y pegados a la frente. –Te he visto venir y estaba esperándote –dijo ella, sonriendo–. He estado haciendo unos bosquejos del castillo, porque desde ahí arriba hay una vista que me ha parecido preciosa. Pero he tenido que recoger los bártulos a toda prisa. Lita le señaló una bolsa de la que asomaba un bastidor con un lienzo. Tenía la ropa pegada al cuerpo, pero no parecía darle demasiada importancia a esta circunstancia. Su blusa empapada se trasparentaba por completo y sus pezones prominentes destacaban con morbosidad bajo la tela. Fernando, como le pasaba siempre en ocasiones parecidas, se sentía incomodo y trataba de desviar la mirada sin conseguirlo del todo. En aquel espacio tan pequeño, el uno frente al otro, no había demasiados sitios donde mirar, a no ser que centrara la vista en la pared sin disimulo y descubriera así su estúpido embarazo. Decidió sentarse junto a ella. –Pues yo vengo de meditar bajo los pinos–dijo Fernando, riendo su extravagante frase–. Me ha sorprendido la tormenta en ese trance y he tenido que interrumpir mis trascendentales pensamientos. –¿Meditando sobre tus personajes de ficción o sobre tus amores reales? –Amores reales sólo tengo uno. Tú lo sabes. –Yo sé bastante más de lo que te crees. Pero no te preocupes, porque sé guardar un secreto. Fernando la miró de soslayo, sin abandonar del todo la sonrisa. No sabía lo que pretendía Lita, pero decidió que era mejor no rehuir el tema y averiguar lo que se proponía. Hasta ahora había tenido muy 276
pocas ocasiones de hablar con aquella mujer, porque dedicado por completo a su trabajo como estaba apenas tenía tiempo para otra cosa que no fuera escribir. ¿Le habría dicho Alicia algo sobre ellos? Entraba dentro de lo posible, aunque en cualquier caso se le escapaba la razón de semejante indiscreción. –¿Un secreto? No sé a que te refieres –preguntó Fernando–. ¿Me estás hablando de Alicia? –Naturalmente. ¿Si no, de quién? –Si tan bien conoces este asunto, sabrás que todo se acabó hace muchos años. –Eso es parte de la verdad, lo sé. Pero para decirla toda deberíamos hablar de cosas más recientes, ¿no te parece? Fernando endureció el gesto. Aquel diálogo estaba empezando a resultarle muy desagradable. Lita, con aquellas preguntas, estaba vulnerando de lleno su intimidad. ¿Era simplemente un juego irresponsable o se trataba de otra cosa? En cualquier caso, decidió que se defendería sin negar la verdad. –Supongo que lo que te haya contado Alicia será cierto. No me la imagino mintiendo sobre un asunto tan delicado. –¿Incluido que estás enamorado de ella? –preguntó Lita, sin dejar de mirarlo en ningún momento. –Esa puede ser una interpretación tuya. Ella y yo dejamos claro hace muy poco tiempo que cualquier relación sentimental entre nosotros no tenía porvenir. Por tanto, tu pregunta a estas alturas no tiene sentido. En aquel espacio tan reducido, el estruendo de los truenos, agigantado por la proximidad de la montaña, se multiplicaba por diez. La lluvia, que había sustituido al granizo, no cesaba, y el suelo del camino se iba encharcando por momentos. El resplandor de los relámpagos iluminaba de vez en cuando el paisaje, ahora totalmente oscurecido por la tormenta, y un calor húmedo y pegajoso impregnaba la atmósfera. Ni 277
siquiera el agua que caía conseguía mitigar la temperatura de aquel duro mes de agosto. Fernando intentaba imaginar el objetivo que perseguía aquel interrogatorio tan áspero y pensó que muy bien pudiera estar ante un asunto de celos desatados. No tenía ninguna prueba de que aquella mujer se hubiera convertido en la nueva amante de Alicia, pero todo hacía pensar que muy probablemente lo fuera, en cuyo caso era más que probable que, si había sabido de sus recientes relaciones con su antigua novia, la situación no le hubiera hecho demasiada gracia. Alicia y él no habían vuelto a hablar de aquel asunto desde que regresaron de Zaragoza y Fernando estaba convencido de que nunca más volvería a producirse una situación semejante, entre otras cosas porque se había dado cuenta de la absoluta imposibilidad de seguir adelante con una historia que no tenía solución. –Te veo preocupado –dijo Lita, sacándolo de sus pensamientos. –No me gusta que se hurgue en mi intimidad y tú lo estás haciendo con descaro. Eso es todo. –No pretendía herirte. Lo siento... Simplemente quería saber tu versión sobre lo que me ha contado Alicia, porque me afecta como supongo que habrás adivinado. A ti te lo puedo decir... Estoy enamorada de ella. Se confirmaban las sospechas, pensó Fernando. Eran celos. –Pues estate tranquila, porque cualquier historia entre Alicia y yo se terminó definitivamente hace tiempo. Lita bajó la cabeza, miró las desconchadas baldosas del suelo y se pasó una mano por el cabello empapado. –Te creo, y te prometo que no volveré a incordiar con este asunto. La lluvia había cesado, por lo que se dispusieron a continuar el regreso al pueblo. De repente, apareció un coche tras ellos. Era Alicia que llevaba a Beatriz a casa. La lluvia las había sorprendido en la piscina municipal, donde como casi todos los días habían pasado la mañana nadando y tomando el sol. Y los cuatro juntos regresaron al pueblo. Cuando un poco más tarde Fernando se encontró a solas con Beatriz, le preguntó a bocajarro si había averiguado algo más sobre la presunta relación sentimental entre Alicia y Lita, porque tantas horas de piscina tenían que dar mucho de sí. –Supongo que son amantes. Pero Alicia es muy reservada y como 278
comprenderás no voy a preguntárselo directamente. Habla de ella con cierto entusiasmo comedido, pero de sus palabras es imposible deducir que haya algo diferente de la amistad. ¿Por qué me preguntas eso ahora? ¿Acaso te ha dicho algo Lita? Fernando encajó la pregunta con naturalidad. Dijo que no le había dicho nada, entre otras cosas porque esa mañana apenas habían tenido tiempo para intercambiar algo más que algunas palabras de cortesía. Y añadió que era simple curiosidad lo que sentía, pero que él tampoco había podido observar nada significativo en ellas. Unos días más tarde, llamó Basilio para decirles que daba por terminado el caso que le habían encargado. –Te he preparado un informe detallado que te mando por correo certificado –dijo el detective–. Léelo y después me llamas. El informe tardó un par de días en llegar. Venía dentro de un sobre amarillo bastante abultado y contenía, además de la descripción detallada de los resultados de la investigación, una serie de anexos con información adicional y unas cuantas fotografías tomadas por Celia y por el propio Basilio a lo largo de aquellos meses. Entre los documentos adicionales había fotocopias de algunos informes policiales y de un acta judicial, aunque en ningún sitio se mencionaba el origen de los mismos. En las fotografías, algunas de buena calidad, pero la mayoría borrosas, podía verse juntos a Emilio Ruiz-Daudén y a Albert Masoliver en distintas ocasiones y en lugares diferentes, aunque era casi imposible localizar el escenario de aquellos encuentros. Fernando ojeó todo el contenido del sobre, tratando de hacerse una idea de su contenido, y después se dispuso a leer cuidadosamente el informe. “La Sociedad Internacional de Estudios Medievales era hasta su cierre por orden judicial una entidad cultural formada fundamentalmente por historiadores -cuya sede española estaba en Barcelona– que mantenía frecuentes contactos con otras organizaciones similares en el resto de Europa, fundamentalmente en Francia. Su actividad oficial era el estudio de la Edad Media y sus ingresos procedían aparentemente de la publicación de libros y revistas que versaban sobre este periodo de la Historia, actividad por la que, según sus declaraciones fiscales, obtenían importantes rendimientos económicos. La S.I.E.M. estaba dividida en secciones especializadas en temas 279
concretos, que tenían el común denominador de referirse siempre al periodo histórico señalado. Entre estas secciones estaba la que se dedicaba a investigar todo lo relativo a las órdenes militares y dentro de ésta existía un pequeño grupo experto en la del Temple, a cuyo frente estuvo hasta su muerte Jaume Solá, Ingeniero Industrial de profesión y empedernido estudioso de los templarios. Los miembros de este grupúsculo mantenían una relación bilateral y directa con otras organizaciones internacionales que se agrupan bajo el nombre genérico de ‘neotemplarias’, muchas de ellas más preocupadas por los aspectos esotéricos y la leyenda ocultista de aquella Orden que por la investigación rigurosa de los datos históricos. Entre estas organizaciones se encuentra la de Los Vengadores del Temple, con sede en Toulouse (Francia). Sin embargo, bajo esta aparente legalidad se ocultaba una organización delictiva que utilizaba la estructura legal para blanquear el dinero procedente de ciertas actividades (droga, prostitución, etc.), y que usaba su infraestructura administrativa para gestionar sus propios negocios ilícitos. El gerente del conjunto era Albert Masoliver, hombre procedente del mundo de los negocios, que había encontrado en la S.I.E.M. una ‘tapadera’ útil para ocultar las restantes actividades. El asesor legal de la organización –y también socio en la sombra– era Emilio Ruiz-Daudén, quien al encontrarse con la oposición de su padre para que continuara prestando servicios jurídicos a la S.I.E.M. decidió deshacerse de él, encargando su asesinato a Albert Masoliver. Jaume Solá, homosexual y amante de Albert Masoliver, se había enterado por casualidad de que éste había organizado el asesinato de don Óscar Ruiz-Daudén a instancias de su hijo. Al parecer, encontró unos papeles manuscritos, olvidados por Albert sobre la cómoda de su dormitorio, que describían con cierto detalle el plan que habían trazado para deshacerse del conocido abogado. Entre las explicaciones que contenía aquel documento figuraba la idea de dar al crimen la apariencia de una venganza ritual, para crear así un cierto desconcierto en la policía. Sin embargo, no se ha podido demostrar, en contra de alguna información contenida en Internet, que los Ruiz-Daudén fueran descendientes de un caballero de la Edad Media que causara 280
en su momento algún agravio a los templarios. Posiblemente, alguien interesado en que se divulgara esta versión habría introducido el dato en la Red. Jaume tuvo un enfrentamiento muy violento con Albert, porque aunque no ignoraba que su amigo andaba metido en asuntos más o menos ilegales, nunca había sospechado que pudiera llegar a cometer un asesinato. Las discusiones se fueron haciendo cada día más violentas, hasta que Emilio, que se había enterado de la actitud del amigo de su socio, decidió eliminarlo, temiendo que acabara delatándolos. Para ello, el día señalado Albert dejó sin cerrar del todo la puerta de la casa que compartía con Jaume, de forma que pudiera accederse desde el exterior simplemente empujándola. El encargado de perpetrar el crimen fue un esbirro contratado por Emilio. Las amenazas enviadas a determinadas personas por Los Vengadores del Temple nada tienen que ver con este suceso. No eran más que un estúpido juego, bastante frecuente entre los ‘neotemplarios’, al que últimamente se había sumado Jaume Solá en España. En Francia habían sido denunciados varios casos durante los últimos años, denuncias a las que nunca se había prestado demasiada atención por las autoridades. Es muy posible, por tanto, que las cartas recibidas por Fernando Arés hubieran sido escritas a raíz de la visita que éste le hizo a Jaume Solá, cuando le contó que creía tener un antecesor templario, y por tanto que nada tuvieran que ver con los correos electrónicos que Beatriz Melero envió a Los Vengadores en su día solicitando información sobre Pedro Arés. La policía, que desde hacía tiempo vigilaba los negocios que se ocultaban tras la Sociedad Internacional de Estudios Medievales, ha desentramado por fin todo el embrollo. Como consecuencia, ha detenido a Emilio Ruiz-Daudén, a Albert Masoliver, que hasta hace unos días gozaba de libertad bajo fianza, y a un individuo a quien se acusa de ser el autor material del asesinato de Jaume Solá. Las cuentas de la S.I.E.M. han sido intervenidas por el juez y en estos momentos continúan las investigaciones para desentrañar la trama empresarial que se oculta tras estas siglas. En definitiva, un cúmulo de hechos fortuitos originaron que se entremezclaran un caso de asesinato y otro de negocios ilegales con las 281
investigaciones de Fernando Arés y sus colaboradoras, de tal forma que éste había llegado a sospechar que estaba verdaderamente amenazado por una organización mafiosa, cuando simplemente había sido objeto de un juego macabro, ideado por mentes deformadas por estudios con apariencia de rigurosos, que no pasaban de ser simples entretenimientos infantiles. El caso, por tanto, queda cerrado.” Fernando dejó el informe sobre la mesa y empezó a revisar los anexos y las fotografías. Después, echó un vistazo a la factura correspondiente a los honorarios de Basilio Sigüenza, cuyo importe casi había duplicado la estimación inicial. Pero era tal el alivio que sentía ante el desenlace de una historia que le había tenido obsesionado durante tantos meses, que aquella cantidad, aunque alta para su economía particular, no le causó demasiado impacto. Y, como era escritor por encima de cualquier otra circunstancia, decidió poner en marcha el proyecto que le venía rondando por la cabeza desde hacía algún tiempo: escribir la historia de aquel absurdo embrollo, sin pies ni cabeza, que lo había tenido en vilo durante tanto tiempo. Así tendría la oportunidad de intentar amortizar la factura que tenía delante. Pensándolo bien, de todo aquel esfuerzo podrían salir hasta tres libros distintos. Esa noche, Fernando y Beatriz invitaron a cenar en casa a Alicia y a Lita con la intención de contarles el desenlace de la rocambolesca historia. Las dos amigas llegaron hacia las nueve y media de la noche, cuando todavía no había anochecido del todo. La mesa estaba preparada en la terraza que Fernando había mandado construir en la última planta, una discreta modificación de la estructura original. A esas horas, el viento del oeste refrescaba la atmósfera y conseguía en cierto modo aliviar el fuerte calor del verano. Después de cenar, mientras los cuatro tomaban una copa, Fernando leyó el informe de Basilio en voz alta hasta el final, sin omitir detalle alguno. Cuando terminó, los cuatro se miraron interrogativamente tratando de descifrar la posición de los demás ante las conclusiones finales. –No me puedo creer que todo haya sido un cúmulo de casualidades –dijo Alicia, mientras observaba con curiosidad las fotografías. –Pues así parece –contestó Lita–. Tengo la sensación de que le habíais puesto demasiada imaginación. 282
–Estas cosas pasan –añadió Beatriz–. En cualquier caso, prefiero no darle más vueltas a este asunto y olvidarme de él para siempre. –Pues yo no voy a tener más remedio que recordarlo durante algún tiempo –intervino Fernando, con una sonrisa en los labios–. He decidido escribir una novela que gire alrededor de este tema. Puede que todo haya sido una verdadera estupidez, pero creo que con las debidas modificaciones puede resultar una historia interesante. Fernando esa noche se sentía feliz porque para él había terminado una pesadilla que había llegado a creer interminable. En la sobremesa estuvo mirando a la pareja de mujeres que tenía enfrente, intentando, como si de un juego se tratase, descifrar la personalidad de Lita a quien a penas conocía. De hecho, si no hubiera sido por la conversación que mantuvo con ella el día de la tormenta bajo las ruinas de la ermita prácticamente nada sabría de ella, Lo único que conocía de su vida era que estaba enamorada de Alicia y que guiada por los celos podía llegar a convertirse en un personaje peligroso. Aunque, pensó, también era cierto que le había pedido disculpas por el impertinente interrogatorio al que lo sometió ese día y que desde entonces no había vuelto a mencionar el tema. Alicia en esos momentos mostraba un aspecto sereno, si bien a Fernando le pareció que estaba triste. Cuando Lita se dirigía a ella, lo que sucedía con bastante frecuencia, reaccionaba como intentando seguir una conversación de la que muy posiblemente estuviera ausente. Se notaba que pretendía participar, pero que le costaba trabajo conseguirlo. Sin embargo, Fernando no acababa de entender la razón de su tristeza, porque creía que en estos momentos tenía todo lo que necesitaba para gozar de la estabilidad que decía perseguir, ya que suponía que Lita podía representar para ella ese equilibrio. Pero algo raro, que quizá resultara imperceptible para otros, le sucedía. –La vista del castillo desde vuestra terraza es magnífica –dijo Lita de repente–. Me gustaría pintarlo desde esta perspectiva. –Puedes hacerlo cuando quieras –contestó Beatriz–. ¿Verdad, Fernando? Fernando asintió con la cabeza, aunque no estuviera demasiado de acuerdo con aquella invitación. La posibilidad de volver a encontrarse a solas con Lita no le hacía mucha gracia, porque suponía que la amiga de Alicia se presentaría por las mañanas, a la hora en la que Beatriz 283
solía estar en la piscina y él trabajando en su estudio o leyendo bajo la sombra de la pérgola. Pero, por simple cortesía, no podía oponerse a la invitación. Al día siguiente, Lita se presentó a las doce de la mañana. Su atuendo, descaradamente esnob, consistía en unos pantalones muy ceñidos, una blusa desabrochada y atada alrededor de la cintura, que dejaba entrever el sujetador del bikini, una gran pamela de paja roja intencionadamente deshilachada y unas alpargatas de suela de esparto que calzaba como si de unas chanclas se tratara. En una mano llevaba el caballete y el lienzo y en la otra una gran bolsa con los pinceles y los tubos de pintura. Fernando la acompañó hasta la terraza ayudándola a colocar los bártulos sobre una mesa. Después la dejó sola, se retiró al interior de la casa y se sentó frente al ordenador para continuar con su trabajo. Desde su mesa se divisaba a través de una ventana la totalidad de la terraza, por lo que pudo ver cómo Lita se quitaba la blusa y el pantalón y se quedaba exclusivamente con un diminuto dos piezas que apenas le cubría lo imprescindible. Ella, desde el rincón que había escogido, junto a la barandilla que se asomaba al huerto, se volvió hacia él y le saludo con la mano, componiendo un mohín coqueto con la boca, un gesto entre la burla y la incitación que le provocó un intenso desconcierto. Aquella mujer, que no tendría mucho más de veinte años, lucía un cuerpo espléndido y se lo mostraba provocativamente, sabiendo que él la estaba observando. Fernando se sintió incómodo ante aquella visión, pero era incapaz de retirar la mirada. Lita, durante unos minutos, pareció olvidarse de su presencia, concentrando toda su atención en la pintura; hasta que al cabo de un rato se volvió nuevamente hacia él y le hizo un gesto con la mano, dándole a entender que allí, bajo aquel sol implacable, hacía demasiado calor. Fernando se levantó y salió a la terraza. –A estas horas no se puede estar aquí –dijo él–. Lo único que puedo hacer por ti es abrir esta sombrilla. Pero supongo que seguirás teniendo el mismo calor. Lita estaba sofocada y las gotas de sudor le caían por la frente y por el cuerpo. –También podrías abrirme una cerveza y tomarte otra conmigo –contestó ella sonriente–. Por un día que no trabajes no te va a pasar 284
nada. ¿No te parece? Esta terraza es maravillosa. Aquí se puede tomar el sol completamente desnuda sin que te vea nadie, ¡qué gozada! –Voy a por las cervezas. Cuando volvió, Lita se había quitado la parte superior de su exiguo traje de baño y estaba tumbada sobre una hamaca. Fernando al verla así se quedó impresionado. Aquellos senos turgentes que había adivinado el otro día bajo la tela de la blusa mojada por la lluvia se mostraban ahora ante él, no sólo sin pudor alguno, sino además con intención claramente provocadora. No era fácil entender lo que perseguía con su actitud, porque le había confesado su homosexualidad, confiándole también que estaba enamorada de Alicia. ¿Sería por eso por lo que se desnudaba en su presencia, sin consideración alguna hacia su condición de hombre? –Tienes un cuerpazo, Lita –dijo, sin poder contenerse. –¿Te gusto? –Me gustas y me provocas, y tú lo sabes. ¿Qué quieres de mí? –Lo cortés no quita lo valiente. Tú de eso tienes experiencia. Alicia te ha demostrado que se puede ser bisexual sin grandes problemas, ¿no? –No me gustaría hablar de Alicia. –Perdóname una vez más. Esto de ahora no tiene nada que ver con ella, sino sólo contigo y conmigo. Porque tú también me gustas a mí. Fernando empezó a beber su cerveza. No podía creer que le estuviera sucediendo aquello. En su momento creyó entender las explicaciones de Alicia cuando le dijo que sentía un rechazo general ante los hombres, pero que con él las cosas eran diferentes. Su aclaración de aquel día tuvo sentido, o al menos así lo creyó Fernando. Pero ahora, Lita le mostraba una faceta que nada tenía que ver con aquellas explicaciones sobre la excepcionalidad de su caso. Simplemente lo invitaba al sexo sin necesidad de mayores aclaraciones. –Esto puede ser un juego muy peligroso –dijo Fernando, saliendo de sus elucubraciones–. Porque los dos tenemos pareja y no estamos dispuestos a renunciar a ellas. ¿No es así? –Así es. Pero acostarme contigo es algo que me parece apasionante, a pesar de los riesgos que implica –contestó Lita, mientras 285
se ponía de pie y se acercaba a él–. Alicia y Beatriz no tienen por qué enterarse. Fernando temblaba por dentro, no sabía sí por miedo o por excitación. Aquella hembra de piel ardiente y carnes prietas estaba ante él pidiéndole que la tomara entre sus brazos. Su sentido común le decía que no debía entrar en esta provocación de resultados imprevisibles, pero su naturaleza le impulsaba hacía ella con una fuerza irresistible. En unas décimas de segundo pasaron ante él los personajes de su reciente trabajo, aquellos Pedro y Tomás Arés que tanto sufrieron por culpa de las tentaciones de la carne. Y como los procesos de la mente son ineluctables, y a veces es imposible sustraerse a sus mandatos, se sintió por un momento identificado con sus antecesores y llegó a la conclusión de que no opondría resistencia a la tentación que ahora lo llamaba con insistencia. Lita se colgó materialmente de su cuello y lo besó en la boca con delectación, sin contención de ningún tipo. Fernando la rodeó con sus brazos y la acarició con lascivia, sintiendo bajo las manos su piel abrasada por el sol. Después la sujetó por las caderas y la apretó contra su cuerpo, desbordado por el deseo. Sólo una mínima parte de su cerebro permanecía alerta ante la eventualidad de que Beatriz apareciese en cualquier momento, pero el resto de su entendimiento, ofuscado por el goce, únicamente atendía a las circunstancias de aquel abrazo frenético. –Vamos dentro –gimió Lita. La terraza comunicaba a través de una gran puerta con un cuarto de estar, en el que había un tresillo. Lita se desprendió de la pieza que le quedaba y se tumbó en el sofá atrayéndolo hacia ella. Fernando, totalmente enajenado por una mezcla de apetito sexual y de horror ante la posibilidad de que Beatriz lo sorprendiera en aquella actitud, se desnudó; y, sin demasiadas consideraciones, inició un brutal apareamiento que en unos minutos llevaría a los dos hasta el final entre jadeos y palabras incomprensibles. Después, ella se levantó, recogió las prendas que había dejado tiradas por el suelo y se dirigió resuelta hacia el cuarto de baño más cercano. –Si viene alguien dile que me estoy duchando, porque con este calor lo entenderá fácilmente -dijo, mientras completamente desnuda desaparecía por el pasillo. Fernando se vistió y salió nuevamente a la terraza. Las cervezas 286
que había traído minutos antes estaban sobre una pequeña mesa auxiliar bajo la sombrilla. De un trago, acabó con la suya. Cuando una hora más tarde llegó Beatriz, Lita ya se había marchado. –¿Qué tal te ha ido con la pintora? –Bien. La verdad es que no me ha incordiado demasiado. Ella ha ido a lo suyo y yo he podido seguir trabajando. –¿Te has duchado a estas horas? –preguntó Beatriz, después de echar un vistazo al cuarto de baño. –Ha sido Lita. Estaba sudando como una descosida y me pidió permiso. No me ha dado tiempo de recogerlo. –Ya... Un poco después, mientras comían, Beatriz le contó a Fernando que esa mañana, en la piscina, Alicia le había dicho que tenía decidido trasladarse definitivamente a Zaragoza. Había encontrado un trabajo de bibliotecaria en el Ayuntamiento, por lo visto bien remunerado, y estaba dispuesta a vivir en la ciudad, manteniendo su casa de La Puebla como segunda vivienda. Fernando, que conocía este asunto porque Alicia se lo contó en su momento, dijo que la comprendía perfectamente, ya que el pueblo estaba muy bien para pasar algunas temporadas pero no para vivir permanentemente en él. –Pues aplícate el cuento, porque nosotros llevamos una buena temporada pasando más tiempo aquí que en Madrid. –Ha sido excepcionalmente. Pero en cuanto acabe lo que estoy haciendo nos volvemos. A mí también me gusta la ciudad, te lo aseguro. Al día siguiente, Lita volvió a la misma hora, pero Beatriz había decidido renunciar ese día a la piscina porque tenía cosas que hacer en casa. La pintora se mostró bastante más recatada que la víspera y no se quitó la blusa ni el pantalón. Sin embargo, a última hora de la mañana buscó a sus anfitriones y les propuso que tomaran juntos una cerveza bajo la sombrilla, sugerencia que estos aceptaron. –¿Sabéis que he convencido a Alicia para que se marche definitivamente a Zaragoza? –dijo Lita. –Lo sabemos –contestó Beatriz–. Me lo dijo ayer. ¿Has tenido algo que ver tú en esta decisión? Fernando miró a las dos mujeres, convencido de que aquella 287
pregunta tan descarada resultaba una impertinencia. Beatriz sonreía esperando la respuesta y Lita, que en aquel momento bebía su cerveza, ni siquiera se había inmutado. –Naturalmente que sí. Si lo que queremos es estar juntas, no tiene ningún sentido que vivamos en lugares distintos. Y ella tiene muchas más posibilidades de trasladarse a Zaragoza que yo aquí. Este pueblo me ha gustado mucho, ya lo sabéis, pero creo que es mejor que vivamos en la ciudad y vengamos a La Puebla de vez en cuando. ¿No hacéis vosotros lo mismo? Aquello era una declaración de principios, pensó Fernando. En un solo párrafo Lita había dicho que querían estar juntas y que su relación de pareja era homologable a la de cualquiera. No cabía una manifestación más explícita. La verdad era que ni Beatriz ni él podían sorprenderse por la noticia, porque los dos tenían muy claro cuál era la verdadera situación, aunque en el caso de Beatriz hasta ahora hubieran sido sólo sospechas. –A mí me parece perfecto –dijo Beatriz–. Una pareja no debe vivir separada. –¿Y tú qué opinas? –preguntó Lita, dirigiéndose a Fernando. –No sabría que decirte –contestó Fernando, molesto por la osadía de aquella mujer que veinticuatro horas antes se había acostado con él–. Es algo muy personal que depende de cada uno. En principio, para cambiar de residencia, es decir, de hábitos de vida, hay que estar muy seguro de lo que se quiere. Por eso digo que es algo personal. Fernando había soltado aquello, pensó, sin saber muy bien las razones que lo guiaban. Quizá lo hubiera hecho porque en su fuero interno seguía queriendo a Alicia y aquella mujer que tenía enfrente pretendía acapararla. Pero se arrepintió al momento de sus palabras, y entonces intentó rectificar. –Quiero decir que hace poco que os conocéis y estas cosas requieren tiempo. –No acabo de entenderte –dijo Lita, con cierto aire de gravedad en el rostro–. ¿En asuntos de amor tú te permites moratorias? ¿Tan racionalista eres? Ahora no me digas que vuestro caso es distinto del nuestro, porque me echaría a reír. –Ni he dicho eso, ni lo voy a decir. Simplemente, ya que me lo has preguntado, te doy mi opinión. 288
Beatriz se revolvió incómoda en su hamaca. Aquel diálogo no acababa de gustarle. –Mujer, cuando Fernando dice que todo esto es muy personal quiere decir que cada persona es un mundo. No creo que se esté refiriendo a otra cosa. –¿Quieres decir que no crees qué se esté refiriendo a que somos lesbianas? –¡Por supuesto que no me estoy refiriendo a nada de eso! ¡Estoy por encima de prejuicios de este tipo! Al día siguiente, Lita no apareció a la hora de su sesión de pintura ni llamó para advertirlo. Cuando Beatriz regresó de la piscina, le contó a Fernando que Alicia le había confesado que Lita estaba muy extraña y que no sabía la razón de su actitud. –La vi tan apenada que le he contado la conversación que tuvimos ayer con Lita. Fernando se quedó confuso. ¿Habría sido él con aquella conversación en la terraza el causante de esta repentina actitud de Lita? No quería ni imaginarse que pudiera haber ocurrido una cosa así. –Quizá estuve ayer un poco duro al insinuar que la relación entre Lita y Alicia no tiene suficiente consistencia como para que ésta decida de repente irse a vivir a Zaragoza. Pero me cuesta creer que un comentario como ése sea capaz de hacerle reconsiderar a alguien un asunto tan serio. –No te quepa la menor duda de que si Lita ha cambiado de opinión tú no tienes nada que ver con ello. Un día más tarde, Fernando acudió a la piscina, cosa insólita en él porque el baño y el sol no eran cosas que le hicieran demasiada ilusión. Pero ese día hacía un calor sofocante y decidió que se daría un chapuzón. Beatriz le dijo que fuera él por delante, porque ella tenía cosas que hacer en casa y acudiría más tarde. Cuando llegó, se encontró a Alicia tumbada sobre el césped, con el cuerpo untado de crema, tomando el sol boca arriba. Mientras se acercaba a ella iba pensando en las vueltas que da la vida. Aquella persona que tenía delante había sido sin lugar a dudas su gran ilusión veinte años antes, una mujer que entonces no hubiera cambiado por ninguna otra. Sin embargo, ahora estaba allí frente a él, completamente sola y seguramente pensando en 289
que el amor de Lita también se le acababa como en su día sucedió con el de Inés. Se fijó en su cuerpo y se dio cuenta de que, a pesar de que ya había cumplido los cuarenta años, se mantenía esbelta gracias a una sacrificada dieta y a un ejercicio físico que no perdonaba ni un solo día. Su piel bronceada brillaba bajo los rayos de aquel sol implacable, sin un ápice de grasa del que pudiera sentirse descontenta. No como él, que con aquella vida tan sedentaria, y con la falta de control con la comida y la bebida, tenía que hacer un esfuerzo para que su incipiente curva abdominal no resultara demasiado prominente. –Buenos días –dijo al llegar, extendiendo su toalla en paralelo a la de Alicia. –¡Tú por aquí! ¿Estás enfermo? ¡No me lo puedo creer! –Ya ves. Hasta yo necesito remojarme de vez en cuando. Alicia se había sentado y Fernando se dio cuenta al mirarla de que la expresión de su cara había cambiado en un momento, transfigurándose desde el gesto de tristeza que reflejaba su mirada mientras se acercaba hacia ella hasta la expresión risueña que ahora adornaba su rostro. La mutación había sido súbita, podría decirse incluso que descarada. –A decir verdad, quería hablar contigo a solas y veo que la jugada me ha salido perfecta –añadió Fernando–. Me ha contado Beatriz algo que me gustaría que me confirmases. –Si te refieres a que le confié mis sospechas, ayer sólo le dije una parte de lo que me temía que iba a suceder, porque en aquel momento todavía no había hablado con Lita. Esta misma tarde se vuelve a Zaragoza. Lo nuestro se ha acabado definitivamente. –Lo siento. –No lo sientas –contestó, ahora con el rostro serio–. La decisión la hemos tomado las dos. Tampoco yo estoy segura de que quisiera seguir con ella. Con los años se me van aclarando las ideas y tambaleando ciertas convicciones. Fernando observó que Alicia se comportaba con serenidad, como si el final de aquella relación supusiera para ella una liberación. Hubiera querido preguntarle si esto se debía a un cambio de sus inclinaciones sexuales o simplemente a que aceptaba con naturalidad que Lita se alejara de ella, pero la naturaleza del tema no le permitía indagar en algo tan delicado, que por otra parte posiblemente no hubiera tenido 290
respuesta en aquel momento. Además, habría significado una nueva intromisión en un asunto que a él no debería importarle. –Quería prevenirte de algo, para que, si sucede lo que me temo, no te coja por sorpresa –dijo Alicia–. Lita en cierto modo te hace a ti responsable del fracaso de nuestra relación. Sí... déjame seguir y te lo explicaré. Cometí el gran error de contarle lo sucedido en Gerona y en Zaragoza, y no sabes cómo se puso, acusándome de promiscua, de ninfómana y hasta de puta. Fue horroroso. Nunca podía haberme imaginado una cosa así. –Efectivamente fue un error. No debiste confiar en ella. A mí no se me habría ocurrido contárselo a Beatriz. Alicia no se dio por enterada de su comentario y continuó hablando. –Después, supongo que para vengarse, sin venir a cuento me contó lo vuestro del otro día con todo lujo de detalles. Fue entonces cuando me di cuenta de que Lita tiene una personalidad muy retorcida, que no puede existir ningún futuro para nosotras. –No sé lo que te habrá contado –dijo Fernando, mirándola a los ojos. –Su versión, naturalmente. Pero no te culpo, créeme. Puedo entender la situación perfectamente. Quizá mejor que nadie. –Te agradezco la compresión, pero no tengo la conciencia tranquila. –Lo que quería decirte es que me temo que pueda contárselo a Beatriz. Me ha amenazado con hacerlo y la considero capaz. ¡Ojalá me equivoque! Fernando se quedó paralizado. Jamás le habría pasado por la cabeza que alguien pudiera cometer una vileza como aquella, sin razón alguna, sólo por hacer daño a una persona. Pero iba atando cabos y recordando sus encuentros con Lita, primero en la vieja ermita el día de la tormenta y más tarde en su casa cuando terminaron haciendo el amor sobre el sofá. No se había dado cuenta hasta ahora de que se trataba de una personalidad neurótica, posiblemente insegura de su condición de lesbiana, sumida por tanto en la confusión. ¿Pero qué había pretendido cuando lo sedujo en su casa? Era muy posible que lo hubiera hecho para poner en marcha una venganza meditada. 291
Alicia consultó su reloj. Se levantó del suelo y se acercó al borde de la piscina con la clara intención de darse un baño. Después, se tiró al agua de cabeza con gran estilo. Cuando salió a la superficie hizo una señal con la mano para que la imitara, pero Fernando declinó la invitación. No tenía ganas de nada, porque aquella conversación lo había dejado seriamente preocupado. Desde su puesto de observación veía a Alicia nadar, un largo tras otro, incansable, obsesionada por mantenerse en forma. Sus pensamientos desordenados daban vueltas alrededor de una idea vaga e imprecisa, donde se mezclaban las figuras de Alicia y de Beatriz, sus dos grandes amores según creía él. De repente, sonó su teléfono móvil. Era Beatriz. –Se me ha hecho tarde y no voy a bajar a la piscina. Ha estado Lita en casa. Ya hablaremos. Alicia se estaba secando con una gran toalla frente a él. Había visto que alguien había llamado por teléfono y le hizo un gesto de interrogación. –Era Beatriz. Parece ser que Lita ha estado en casa, pero solamente me ha dicho que ya hablaremos. Alicia, de nuevo sentada junto a él, le cogió una mano y se la apretó con cariño. Fernando notó aquel gesto. Se daba cuenta de que algo había cambiado a su alrededor, pero no era capaz de entender de qué se trataba. Por un lado, estaba la amenaza de una discusión violenta cuando llegara a casa, de consecuencias imprevisibles, porque no iba a ser capaz de negar las acusaciones de Lita, siempre que se circunscribieran a la realidad de los hechos; por otro, aquel arrumaco repentino de Alicia lo retrotraía a una época en la que había sido muy feliz junto a ella, a una etapa de su vida que creía olvidada pero que ahora reaparecía con una fuerza que le sorprendía. Se despidieron y emprendieron el regreso a sus respectivas casas.
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Final
Desde su estudio veía como las sombras de los cipreses del huerto empezaban a alargarse. Llevaba escribiendo cuatro horas seguidas, pero tan enfrascado estaba en su tarea que apenas se había dado cuenta de ello. Quería terminar de una vez el libro sobre sus antepasados, aunque le entristeciera la idea de abandonar para siempre a unos personajes que habían estado acompañándolo durante casi un año. A lo largo de este tiempo, don Pedro, el caballero templario que cabalgó por aquellas tierras en la segunda mitad del siglo XII, y don Tomás, el noble y rico hacendado aragonés que vivió en La Puebla durante el XVII, habían llegado a constituirse en una verdadera obsesión, ya que de simples personajes de novela habían pasado a ser unas figuras casi reales en las que Fernando veía reflejada su propia identidad. Cuando empezó la aventura literaria de sacar de las tinieblas de la Historia a estas personalidades, no era consciente de que el resultado de sus averiguaciones fuera a influir en su estado de ánimo de una manera tan acusada, quizá porque nunca consideró que ahondar en sus raíces más profundas pudiera llegar 295
a influir en su carácter de una manera tan radical. Pero, no sabía si porque al estudiar el alma de aquellos individuos del pasado se había sometido a una extraña terapia introspectiva, o porque le sucedieron cosas tan extrañas durante aquel tiempo, lo cierto era que algo había cambiado en su persona. Como solía hacer cada día, se dispuso a releer lo que había escrito aquella tarde. “Don Tomás vivió todavía bastantes años más. Su hijo Joaquín terminó los estudios en Barcelona y regresó con un prestigioso título bajo el brazo que le acreditaba como especialista en leyes. Pero en contra de los deseos de su padre, que hubiera preferido que se quedara junto a él dedicado en cuerpo y alma a la administración del patrimonio familiar, el joven licenciado prefirió establecerse en Zaragoza, donde no tardó en encontrar un magnífico destino al servicio del Virrey. La amistad de Tomás con don Toribio del Olmo, Corregidor de La Puebla desde el cese fulminante de don Diego Alcones, se fue haciendo con el tiempo más profunda. Tomás no ignoraba que su amigo frecuentaba con cierta asiduidad el enigmático grupo de nobles que rodeaba a don Rodrigo Sarmiento de Silva, Duque de Híjar, un hombre al que los mentideros identificaban como el cabecilla de una supuesta sublevación contra el poder central que al parecer se estaba gestando. A Tomás esta circunstancia le preocupaba por el riesgo que entrañaba y porque, además, no estaba del todo a favor del radicalismo separatista tan en auge por aquel entonces en algunos territorios de España. Pero cuando alguna vez se atrevió a comentar con el Corregidor los rumores que circulaban, don Toribio negó cualquier participación por su parte en conjuras subversivas. –Lo que ocurre, mi querido amigo, es que el Duque de Híjar defiende nuestra plena autonomía frente a los abusos intervencionistas de Madrid, y en esa defensa sí estoy comprometido. Pero puedes estar muy seguro de que jamás participaré en aventuras que pongan en peligro la autoridad de nuestro nuevo Rey don Felipe IV. La Historia no admite 296
retrocesos institucionales y el Reino de las Españas es hoy una realidad indiscutible. Lo que no impide que debamos defender la identidad aragonesa contra los atropellos centralistas. A Tomás, aquellas palabras le convencían porque respondían con cierta aproximación a su manera de ver las cosas, ya que se sentía aragonés por encima de cualquier otra consideración y deseaba por tanto que Aragón preservara su identidad institucional. Don Toribio anunció un día la boda de su hija con el joven Marqués de Rivaroz, precisamente uno de los hombres de confianza del Duque de Híjar. Los esponsales se celebraron con gran boato en la iglesia de La Puebla, y acudieron a ellos personajes de todos los rincones del Bajo Aragón, e incluso de Zaragoza. Joaquín Arés, que como es sabido había compartido estudios en Barcelona con el hermano de la novia, acudió a la ceremonia. Y allí tuvo ocasión de hablar largo y tendido con su progenitor sobre los planes de los conjurados que, gracias a la información que circulaba en el palacio del Virrey, conocía con cierto detalle. –Padre, créeme. La sublevación está en marcha. Lo sé de buena tinta. Ignoro a qué se está aguardando para detener a los conspiradores, pero estoy convencido de que sucederá en cualquier momento. Tomás no sabía que pensar. Su amigo Toribio se había convertido en una parte muy importante de su vida actual, una persona con la que compartía la afición a la caza, el entusiasmo por la lectura, un compañero con quien pasaba largas veladas simplemente hablando de aquellas cosas que tenían en común, entre ellas las preocupaciones por el mantenimiento de sus haciendas, que tantas dificultades estaban pasando en aquellos años.” De repente sonó el teléfono móvil y Fernado se sobresaltó. Era Alicia que llamaba para proponerle que cenaran juntos. Quedaron en que se verían en El Molino a las nueve en punto. Hacía unos meses que Beatriz había regresado definitivamente a Madrid. 297
Cuando aquel día, al volver de la piscina, le amenazó con marcharse y acabar definitivamente con su relación de pareja, Fernando no había hecho absolutamente nada para retenerla. Se limitó a explicarle con detalle lo que había sucedido aquel día con Lita, sin intentar justificarse en ningún momento. Las cosas habían sido así de simples y no tenía nada más que añadir. Pero cuando Beatriz mencionó a Alicia, porque Lita también le había contado lo ocurrido en los viajes que hicieron juntos a Barcelona y a Zaragoza, fue consciente por primera vez de su contradicción interna. Por eso, en contra de lo que hubiera supuesto que sería su reacción ante una amenaza como aquella, sintió un gran alivio. Beatriz acababa de decirle que podía entender que no hubiera sido capaz de resistir el acoso descarado de Lita, pero que lo de Alicia significaba otra cosa: simple y llanamente que seguía enamorado de ella. Esa misma tarde su novia hizo las maletas y se marchó a Madrid, y al día siguiente desapareció también Lita. De esa manera, Alicia y él, inesperadamente, se quedaron solos en La Puebla sin tener ni la más remota idea de lo que se proponían hacer con sus vidas a partir de entonces. Miró el reloj y llegó a la conclusión de que aún tenía tiempo para revisar algún folio más de los escritos aquella tarde. Se restregó los ojos cansados de tanto fijar la vista en la pantalla del ordenador y continuó leyendo. “Roque había muerto unos años atrás y ahora eran sus hijos Juan y Miguel quienes estaban al frente de los hombres y mujeres que trabajaban para Tomás Arés. La vieja Joaquina vivía aún, medio ciega, sentada permanentemente junto a la lumbre del Mas de San Cristóbal, su hogar de siempre, ajena por completo a cuanto sucedía a su alrededor. Un día llegaron soldados a caballo desde Alcañiz y ocuparon violentamente todas las entradas del pueblo. El coronel que mandaba aquellos escuadrones, un veterano de Flandes que lucía unos enormes mostachos al estilo de los Tercios, entró en el palacio de don Toribio y obligó al Corregidor a que lo acompañara en calidad de detenido 298
a Zaragoza. Al mismo tiempo, un lugarteniente del coronel se acercó hasta la casa de Tomás y pidió ser recibido por éste. La entrevista tuvo lugar en la gran sala de paredes tapizadas de la planta baja. El oficial le extendió un escrito y Tomás leyó unas líneas en las que se le instaba para que acudiera a la Audiencia de la capital de Aragón con objeto de prestar declaración en la causa abierta contra don Toribio. –Don Toribio es mi amigo. ¿Qué esperan que les cuente? El oficial se encogió de hombros, dando a entender que de todo aquello él poco más sabía. Pero, a continuación, le contó que el día anterior habían sido detenidos una veintena de nobles comprometidos en una conjura contra el Rey, entre ellos el Duque de Híjar. –Parece ser que todos ellos están viajando ya hacia Madrid. Los responsables de abortar aquella conjura nacionalista habían separado a los detenidos en dos grupos. Por un lado, enviaron a Madrid a los que se suponía que estaban directamente al frente del movimiento rebelde, y por otro, decidieron encerrar en la Aljafería de Zaragoza a ciertos colaboradores de los primeros –de actitudes más o menos tibias, y cuya implicación en la conjura no estaba plenamente comprobada–, para someterlos a juicio. Entre estos últimos estaba don Toribio del Olmo.” Se había hecho completamente de noche y decidió dejar el trabajo por ese día. Había entrado octubre y hacía frío. Se abrigó con un chaquetón de piel vuelta, cerró la casa con llave y empezó a descender hacia la plaza. No se veía un alma por la calle, porque los que pasaban la temporada de verano habían regresado hacía tiempo a sus ciudades. Ahora solamente quedaban en La Puebla los residentes permanentes, que no sobrepasarían los quinientos. Mientras bajaba, iba pensando en la extraña situación en la que se encontraba, porque lo cierto era que cuando acabara el libro, y para eso le quedaba ya muy poco, nada en principio lo retendría en La Puebla, salvo el profundo sentimiento de cariño hacia Alicia, algo que le resultaba muy difícil de concretar. 299
Desde que Lita y Beatriz se marcharon no habían vuelto a mencionar el tema de su frustrada relación, un asunto tabú que rehuían con una terquedad impropia de su madurez. Fernando seguía contando con la colaboración de su amiga, y de hecho había sido ella la que se había encargado durante estas últimas semanas de llegar hasta los detalles finales de la historia de don Tomás Arés, una parte del libro que podía considerarse concluida por completo. Ahora, las reuniones de trabajo las tenían en el Ayuntamiento, un lugar neutral que les protegía de posibles tentaciones. En alguna ocasión habían hablado de lo que harían cuando dieran por terminado el trabajo, pero ninguno de los dos se atrevía a aventurar el futuro. Alicia, que en su momento estuvo decidida a abandonar La Puebla e instalarse definitivamente en Zaragoza, no acababa de dar el paso definitivo, pero Fernando no sabía si ello se debía a que se consideraba comprometida con la finalización del libro o porque hubiera cambiado de idea y quisiera seguir viviendo indefinidamente en el pueblo. Se veían con frecuencia, cenaban juntos de vez en cuando e incluso hacían alguna excursión por los alrededores con objeto de explorar determinados rincones que fueron alguno de los escenarios por donde anduvieron en su tiempo don Pedro y don Tomás. Pero, siempre que lo hacían, regresaban a dormir a sus respectivas casas. Era una especie de acuerdo tácito cuyo sentido habría que buscar en las conversaciones que en su día mantuvieron sobre la incompatibilidad de sus vidas desde un punto de vista sentimental. Al atravesar la plaza de la Iglesia Fernando se fijó en el edificio que todavía se conocía en el pueblo con el nombre de “la cárcel”, un viejo inmueble que recientemente se había reacondicionado y convertido en Sala Municipal de Exposiciones. Allí era donde posiblemente estuvo detenida Tarina hasta que su marido la liberó de las garras de don Diego Alcones, su gran enemigo. Sintió un regusto de amargor en la boca al recordar aquella historia, como si una bocanada de tristeza se le hubiera concentrado en la garganta. Respiró hondo y continuó el descenso. Pero se daba cuenta de que tanto esfuerzo por rescatar de las sombras del pasado a sus dos antecesores podía estar pasándole factura en forma de propensión a la melancolía, algo que jamás le había sucedido hasta entonces. Cuando ya estaba sentado en el restaurante, Fernando le comentó a 300
Alicia las extrañas sensaciones emotivas que de un tiempo atrás le atacaban cuando recordaba algún episodio triste de la vida de los protagonistas de su libro. –Siempre te has tomado las cosas con mucho tremendismo –dijo ella, mirándolo fijamente. ¿Había alguna intención en aquel comentario? Seguramente era una frase hecha que no significaba nada en especial, pero, como por unas u otras razones tenía la sensibilidad a flor de piel, creía encontrar interpretaciones extrañas detrás de cada palabra de Alicia. –Tienes razón –contestó–. Creo que me he metido demasiado en esta historia. –Eso, en principio, no está mal. Pero deberías ir desprendiéndote poco a poco del hechizo. Tienes que ir pensando en un nuevo libro, con unos personajes que se muevan en un lugar distinto. Este escenario lo has quemado completamente. Una vez más le entraba la duda sobre la doble intención que pudieran encerrar sus palabras. ¿A qué se refería? Pero pensó que se estaba volviendo demasiado susceptible con ella. –¿El lugar o los personajes? –preguntó. –Las dos cosas. Deberías olvidarte durante algún tiempo de Pedro y de Tomás, porque creo que ya han dado de sí todo lo que podían dar. Y desde luego te aconsejo que centres tus nuevos escritos fuera de La Puebla, o corres el riesgo de intoxicarte. Alicia tenía razón. Necesitaba cambiar de aires intelectuales. Unos días más tarde visitaron juntos Cantavieja, precisamente el pueblo donde don Pedro fundó uno de los conventos de su Encomienda. Aquel lugar, encrespado sobre las altas rocas de un macizo y rodeado por el río de su mismo nombre, siempre lo había subyugado. La Plaza Mayor, rodeada por magníficos edificios góticos, se asomaba por detrás de uno de sus lados al profundo barranco que circunda el pueblo como un gigantesco foso natural. Fernando se imaginó una vez más al templario cabalgando por aquellas calles, rodeado de sus hermanos de armas, 301
buscando el lugar donde instalar un convento, revisando cada edificio, comprobando la resistencia de sus muros, valorando su capacidad de defensa frente al enemigo. Después de callejear un rato sin rumbo, Alicia se colgó de su brazo y le arrastró materialmente hacia uno de los restaurantes más conocidos del lugar. –Basta ya de recordar historias –dijo–. Vamos a comer. Estoy hambrienta. Aquel restaurante era uno de sus preferidos en la comarca. A Fernando le encantaba escuchar a la dueña cuando describía los platos que se ofrecían, un verdadero espectáculo, sobre todo cuando alguien demostraba especial interés por alguno en concreto y pedía explicaciones adicionales. En estos casos, aquella señora, que sobrepasaría los setenta años, se deshacía en aclaraciones entonadas con un simpático acento aragonés. En lugar de carta, un simple cuadernillo hacía su papel, aunque sólo se sirviera de él cuando le fallaba la memoria, lo que no ocurría casi nunca. Cuando empezaron a comer apenas eran las tres, y cuando terminaron el reloj marcaba más de las cinco. En aquella época del año los días se iban acortando y decidieron regresar pronto a La Puebla para evitar que se les hiciera de noche en el camino. Dejaron atrás Mirambel, otro de los escenarios de don Pedro, y enfilaron el último tramo del trayecto. Pero al llegar a la presa del pantano, ya muy cerca del pueblo, Fernando paró el coche e invitó a Alicia a contemplar una vez más el tranquilo espejo de las aguas embalsadas. –¿Te imaginas como sería este paraje antes de que lo inundaran artificialmente? –preguntó Fernando. –Supongo que un largo y profundo desfiladero. Tiene todo el aspecto. La presa se sostenía entre altos farallones de piedra caliza roja ennegrecida por la lluvia, sobre los que sobrevolaban los buitres a su antojo. –No solamente eso. Supongo que sería la puerta de entrada hacia los pueblos que están más allá de la cola del pantano. Lógicamente, la actual carretera que ahora bordea el pantano no existiría y el camino desde La Puebla seguiría el cauce del río. 302
Se asomaron al otro lado de la presa y contemplaron desde arriba los impresionantes chorros de agua que salían a través de las toberas para reanudar así el curso del río interrumpido por el inmenso paramento. A lo lejos, entre las tinieblas del anochecer, se veían parpadear las luces de La Puebla, una visión que muy probablemente muy poco habría cambiado a lo largo de los siglos, a no ser por el barrio nuevo que con ciertas pretensiones de modernidad se había expandido en las últimas décadas hacia el este. Sobre los tejados se intuía, más que verse, la silueta del castillo, a esas horas confundida con el oscuro gris de las rocas. Cada vez que Fernando regresaba de alguna de estas pequeñas excursiones con Alicia, lo hacía con bríos renovados para continuar con la redacción del libro, al que sólo le faltaban algunas pinceladas descriptivas ya que las historias de los personajes las había dado por concluidas. Por eso, durante los siguientes días continuó escribiendo con tesón, comenzando muy temprano por la mañana y terminando al anochecer cuando su vista empezaba a nublarse. “Don Tomás tuvo que comparecer ante los jueces unos días después de llegar a Zaragoza. Desde el primer momento había quedado claro que no lo hacía en calidad de inculpado, sino como testigo. Negó que hubiera observado alguna actitud conspiradora en su amigo y, por el contrario, mantuvo que don Toribio representaba con dignidad al poder central en La Puebla, con respeto escrupuloso a las instituciones del Reino, manteniéndose, eso sí, dentro de la ortodoxia que dictaban los Fueros de Aragón. Mientras tanto, en Madrid se juzgó a los que se consideraba cabecillas de la sublevación abortada. Y todos ellos fueron condenados a muerte y decapitados en la Plaza Mayor de la capital, salvo el Duque de Híjar a quien se impuso una pena de prisión perpetua. Entre los ajusticiados estaba el joven Marqués de Rivaroz, yerno de don Toribio. El tribunal de Zaragoza que intervino en el caso actuó con bastante menos rigor que el de Madrid, de tal forma que no hubo ninguna condena a muerte, aunque sí algunas de cárcel de mayor o menor cuantía. Don Toribio del Olmo fue absuelto de todos sus cargos, pero, aunque pudo regresar a La Puebla, a consecuencia del escándalo fue cesado de todas sus responsabilidades administrativas, entre ellas las de Corregidor. Para sustituirle, el Virrey de Aragón nombró al joven 303
Joaquín Arés, que inmediatamente se incorporó a su nuevo destino.” Fernando revisaba las notas sobre Tomás Arés que aún permanecían esparcidas sobre su mesa. Aquellos datos adicionales, una vez ordenados y redactados convenientemente, constituirían el final de la azarosa historia de su antepasado, porque todo lo que había que decir sobre el noble aragonés estaba dicho. “Joaquín Arés, al cabo de un año de ser nombrado Corregidor de La Puebla, se casó con la hija de don Toribio, viuda del Marqués de Rivaroz, circunstancia que permitió que la saga de los Arés continuara proyectándose hacia el futuro. Tomás vivió unos cuantos años más viendo cómo su hijo, que también lo era de la morisca Tarina, se iba haciendo paulatinamente con el control de la hacienda familiar, permitiendo que él se alejara de aquellos cometidos y pudiera regresar a la lectura de los manuscritos que había descubierto tantos años antes. Murió una tarde, al regreso de un lento paseo por el camino del Mas de San Cristóbal, sentado frente a uno de los balcones que miraban hacia el valle, imaginando las correrías de don Pedro, siglos atrás, a través de las Hoces del Guadalope.” Una tarde, Fernando se levantó de su asiento convencido de que por fin el libro estaba terminado. Tenía la sensación de que había conseguido dar vida a unos personajes que de otra forma hubieran permanecido en el olvido para siempre, pero al mismo tiempo se sentía vacío. Había descubierto que le era más fácil alumbrar historias ajenas que dar contenido a su propia vida. Pensó una vez más en Alicia y decidió llamarla, aunque no supiera muy bien para qué lo hacía. Llovía a cantaros, y el ruido del agua que bajaba por las calles del pueblo como un torrente desbordado resultaba ensordecedor, aunque para él aquel sonido fuera parte del recuerdo, como una canción de cuna grabada en su memoria. Bajó en el coche y recogió a Alicia en la puerta de su casa. Atravesaron el túnel y continuaron hacia Calanda. La noche era cerrada y oscura, y era preciso conducir con mucha precaución. De repente, una cabra salvaje, tan frecuentes por aquellos pagos, se atravesó en la carretera. Frenó con pericia procurando que el coche no derrapara y consiguió sortear el obstáculo viviente que le impedía el paso. Media hora más tarde, llegaron al mesón que habían elegido esa noche para cenar. –Esta tarde he terminado de redactar el libro. Ahora..., a otra cosa. 304
La frase había sonado como si anunciara que se había acabado una etapa de su vida y que por tanto a continuación tendría que empezar la siguiente, y en cierto modo esa era la intención que había detrás de sus palabras. Miró fijamente a los ojos de Alicia para observar su reacción, pero ésta permanecía inmutable, posiblemente meditando las palabras que acababa de oír. –Enhorabuena. Ahora no tendrás más remedio que decidir qué vas a hacer con tu vida. Tengo la impresión de que te has refugiado demasiado en esas historias noveladas y que quizá lo hayas hecho para no tener que enfrentarte con tu propia realidad. –Eso suena muy “freudiano”. Reconócelo. Sonrieron los dos. El lenguaje que utilizaban de un tiempo acá era cada vez más irónico e incluso en ocasiones sarcástico. Parecía como si los dos quisieran provocar una conversación en la que les costaba trabajo entrar, quizá porque no estuvieran muy seguros de hasta dónde querían llegar. Pero de lo que no cabía la menor duda era que tanto el uno como la otra buscaban la ocasión para hacerlo y que con aquel lenguaje lleno de alusiones lo que verdaderamente perseguían era hablar de ellos mismos. –Lo digo en serio, créeme –dijo Alicia–. Reconoce que te has involucrado excesivamente en estas historias. –Lo único que sé hacer, y no demasiado bien, es escribir. Alicia levantó la copa de vino y brindó por el libro. –En cualquier caso, te deseo un éxito total. –Estarás en el capítulo de agradecimientos. –Si te soy sincera, preferiría una dedicatoria personal, porque me veo más como musa inspiradora que como simple colaboradora técnica. A no ser que ese detalle lo tengas reservado para otra persona. –Sabes que no. Dos horas más tarde, volvieron a atravesar el túnel, esta vez en dirección al pueblo. Seguía lloviendo a mares y las calles parecían auténticas torrenteras. Cuando detuvo el coche frente a la puerta de Alicia, ésta le propuso que aparcara para tomar una copa en su casa. Arriba, la chimenea del salón estaba todavía encendida, circunstancia que agradecieron porque se habían empapado y estaban ateridos. –¿Te puedo pedir que te pongas cómodo? –Sí... Pídemelo, por favor. 305
–Pues, ponte cómodo –contestó Alicia sonriendo–. Yo voy a cambiarme o cogeré un pasmo. Se quedó solo frente a la lumbre. El chisporroteo desordenado de las llamas era algo que siempre le había fascinado, hasta el punto de ser capaz de pasarse horas y horas mirándolas sin aburrirse. Echó un tronco pensando que aquella velada podría alargarse, algo que en aquel momento deseaba por encima de cualquier otra cosa. Oyó que Alicia preparaba algo en la cocina, un sonido de vasos y de cubitos de hielo que le resultaba familiar y agradable, una música inicial que en alguna ocasión había sido sólo el preludio de una sinfonía completa. Se repanchigó en el sofá y cerró los ojos. –Te he preparado un güisqui, ¿te va? –Es lo que más me apetece. Alicia se sentó a su lado. Sus cuerpos casi se rozaban, de tal forma que le bastó con estirar un brazo y pasárselo por encima de los hombros para atraerla. Se quedaron en silencio durante un buen rato, tan solo bebiendo de vez en cuando pequeños sorbos de sus vasos. El último tronco que había puesto ardía ya y la habitación empezaba a caldearse. Fernando sabía que volvían a estar en una situación que conocían muy bien, con la única diferencia de que ahora los dos estaban libres de ataduras sentimentales. Tenía la seguridad de que esa noche terminaría acostándose con ella, pero la simple idea de que acto seguido se produjera un nuevo distanciamiento, otra huída hacia ningún sitio, lo entristecía. ¿Estaban condenados a esto, a una relación sin más sentido que el sexo acomodado a las circunstancias del momento? ¿No les estaría ocurriendo que en lugar de buscar la compañía del otro simplemente estuvieran huyendo de su propia soledad? Hasta ahora, cuando reflexionaba sobre estos temas aparecía en su mente el razonamiento esgrimido por Alicia sobre sus preferencias sexuales, que parecía excluir cualquier posibilidad de entendimiento sentimental entre ellos. ¿Pero no sería que ese raciocinio le servía a él de parapeto para no entrar en el verdadero meollo de la cuestión, en el de sus propias inclinaciones hacia ella cada vez más fuertes e incontenibles? Quizá hubiera llegado el momento de pensar en primera persona y no usarla a ella como excusa para huir de su propia responsabilidad. Se besaron y empezaron a acariciarse, cada vez con más ardor. 306
Temió, una vez más, que tampoco ahora fueran a tener la oportunidad de hablar sobre lo que les sucedía, como debían haberlo hecho hace mucho tiempo, sin ambages, enfrentándose abiertamente a la realidad. Sentía que la excitación crecía en los dos y a punto estuvo de dejar de pensar en lo que debía hacer y entregarse por completo a la búsqueda del placer en aquel cuerpo que se rendía ante él. Miró a Alicia y vio como su rostro reflejaba la intensa contradicción que posiblemente se debatía en su interior, una mezcla de pasión incontrolable y de profunda tristeza, los mismos sentimientos encontrados que le atenazaban a él en esos momentos. Y entonces comprendió que si volvían a caer en las tentadoras redes de la pasión sin darse previamente algún tipo de explicaciones habrían sellado para siempre un pacto tácito entre los dos, dando por sentado que lo único que podría existir entre ellos en el futuro sería una discontinua secuencia de encuentros como aquel, fugaces y efímeros. Y no era eso lo que deseaba. La cogió por los hombros y la separó con energía. Alicia lo miró asustada, interrogándolo con la mirada. –Quiero estar contigo siempre –dijo Fernando, mirándola a los ojos–. No solamente ahora. También después. Alicia se acerco hacia él, pero ahora con una suavidad muy alejada de la tensión de antes. –Sabes muy bien que... –Lo único que sé es que nos queremos y que merecemos algo más que esto. Intentémoslo al menos. No quiero más huidas ni más alejamientos, porque no sería capaz de soportarlo. Alicia calló y Fernando observó que la expresión de su cara había cambiado. Parecía ahora más serena. Ella le pasó una mano por el rostro, en un gesto lleno de ternura, y él la besó en la boca, dándose cuenta de que algo había cambiado en su comportamiento. Sus labios se habían aflojado, su impulso ya no era avasallador como hasta entonces. Y aquella sosegada actitud le recordó sus caricias de hacía tanto tiempo. –Yo sólo he querido a una persona –dijo Alicia, apoyando la cabeza contra su pecho–. A ti. Lo que me ha sucedido después no ha sido otra cosa que un rechazo generalizado hacia los hombres, supongo que producido por el fracaso de nuestra relación. Por eso tú eras la excepción. Pero ahora no hablemos más, porque creo que todo está ya 307
dicho. Mañana no habrá huida por mi parte, te lo aseguro. Se quedaron en el sofá, abrazados, contemplando el incansable movimiento de las llamas, encerrados en sus íntimos pensamientos, como si ahora tuvieran todo el tiempo del mundo por delante. Fuera seguía lloviendo y las cascadas de agua que caían de los aleros golpeaban con estrépito el empedrado del pavimento. Desde donde estaba, Fernando veía el exterior, precisamente la pronunciada cuesta por la que en su día discurría el camino de ronda del pueblo, hoy atrapada entre un dédalo de calles. Y sumido en el sopor que le producía tanta dicha le dio por imaginar algunas escenas que debieron ocurrir muchos siglos antes en aquel mismo lugar. Primero, fue un desfile de caballeros templarios que cabalgaban hacia la parte alta con don Pedro a la cabeza. Sus vistosos estandartes llegaban hasta el balcón de aquella casa y los cascos de los caballos retumbaban sobreponiéndose al ensordecedor ruido de la lluvia. Poco después, una comitiva de moriscos descendía por la cuesta con los rostros desencajados, cabizbajos, arrastrando sus pobres enseres hacia un destierro del que nunca regresarían, mientras que desde lo alto de la calle don Tomás Arés contemplaba la marcha de aquellos seres queridos a los que no había podido salvar de la desgracia. El fuego terminó por consumirse y Fernando tiró de Alicia hacia el dormitorio, ahora sin prisas ni premuras. Un rato más tarde conseguía dormirse abrazado a ella, esta vez con el convencimiento de que por la mañana no se irían cada uno por su lado. Lo último que oyó, ya entre las tinieblas del sueño, fue el carillón de la iglesia señalando las tres de la madrugada. Había dejado de llover.
Madrid, Noviembre de 2004
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índice
Capítulo Primero - En busca de las raíces.......................................7 Capítulo Segundo - El regreso de Tierra Santa.......................... 29 Capítulo Tercero - El castillo de La Puebla................................ 55 Capítulo Cuarto - El mercado del Born........................................ 79 Capítulo Quinto - Las murallas de Mirambel............................ 105 Capítulo Sexto - La Peña de la Hoz.............................................. 129 Capítulo Séptimo - El Barrio de las Letras................................ 157 Capítulo Octavo - La Cañada de Benatanduz............................. 181 Capítulo Noveno - Las Grutas de Cristal .................................. 205 Capítulo Décimo - El Arco de Cuchilleros................................. 229 Capítulo Undécimo - La Sierra de Albarracín............................ 253 Capítulo Duodécimo - El valle del Guadalope.......................... 273 Final..................................................................................................... 295
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EL CORAZÓN DE LAS ROCAS
La trayectoria poética del autor se puede dividir en varias etapas, siendo la más brillante la que inicia tras su salida de Beirut. A esta etapa de madurez, pertenece Menos rosas, una de las obras más logradas del autor, en la que destaca lo esencial de su concepción lírica, y también una de las más desgarradoras. Pronto entraremos en un fase de la historia universal en la que ninguna de las libertades que apenas hemos tenido tiempo de disfrutar será tolerada», escribe Mircea Eliade. Pero existe quizás la posibilidad de evadirse a otro espacio-tiempo, un pasaje reservado a unos pocos elegidos que, cada año durante la Noc he Buena, se reúnen en torno al misterioso Ieronim Thanase.
MC